LA F O R M A C I O N D U R I D 1 C A DEL J U R I S T A
C O N F E R E N C I A
P R O N U N C IA D A EN EL C U R S IL L O DE
D e r e c h o p r i v a d o d e l a U n i v e r
s i d a d d e V e r a n o d e S a n t a n d e r
EL DIA 12 DE S E P T I E M B R E DE 1950.
DEDICADA a L O S J Ó V E N E S BECARIOS
Por
JOSE LUIS DIEZ PASTORN otario de M adrid
Señores: Nada me complace tanto como el contacto con la juventud, sus preocupaciones, sus problemas, su bullicioso cavilar. Juzgad de mi complacencia al observar esta sala ra zonablemente llena, no de una juventud, sino de dos: una que pudiéramos llamar, en términos didácticos propiamente dicha, sería o contemporánea, y otra, juventud vocacional, reminis- cente y antañona, que con tan sano y maravilloso candor se junta a la primera con la ilusión de aprender alguna cosa todavía. Me refería a los Notarios asistentes con motivo de la Semana Notarial de Santander. Vaya para una y otra mi saludo cordial.
Pero pongamos las cosas en su punto. Cuando hablemos de la formación del jurista, nadie pretenda que intente formar ni reformar siquiera a esta segunda, que cierto autor que yo me sé osaría llamar pseudo-juventud. Las notas que voy a leer en seguida están escritas pensando exclusivamente en la primera.
AI recibir el encargo o, para ser más sincero, mucho después de recibido el encargo de hablarles a ustedes de este tema cuando empecé a meditar sobre él se me presentó la duda : ¿cuál puede ser la razón de que me encomienden a mí un asunto tan ajeno al hábito de vida y ocupación de los Notarios? Alejado hace muchos años materialmente, aunque no en espíritu, del alma mater universitaria lugar natural de la formación del jurista, separado para mi desgracia, por muerte o ausencia, de mis maestros inolvidables, ¿qué es lo que puedo ofrecer a los estudiosos? ¿Mi propia experiencia personal? Jamás me atrevería. Recordaría siempre aquel catedrático auxiliar de Derecho mercantil que, exhortándonos un día a seguir sus pasos en nuestra formación, concluyó: «¡Véanme us-
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tedes a mí! Soy un hombre que me he hecho a mí mismo». En la realidad física, aquel competente buen señor no medía un metro cincuenta, era rechoncho, calvo, miope, mal afeitado, descuidado en el vestir, lo que llamaríamos, usando un extre- meñismo bastante expresivo, «un tío farraguto». Quizá por eso un compañero, cuyo nombre vuela, hoy en alas de la fama, se apresuró a contestarle: «Ya se ve, ya se ve. Esté usted tranquilo, que procuraremos no imitarle».
Queda mi experiencia demasiado breve en la preparación de opositores a notarías. Mas temo que por tender esta preparación a fines muy determinados, no proporcione una visión bastante general del problema.
En fin, quizá se ha pretendido oir lo que pudiéramos llamar la voz de la acera de enfrente, conocer los puntos de vista de un práctico en materia tan sutil. Sinceramente digo que, en mi opinión, este aspecto tiene un enorme interés en la formación del jurista.
Voy a intentar de todos modos salir de mi empeño lo mejor que pueda, y para ello me veré forzado a reducir, como iréis viendo, el ámbito de la cuestión y el alcance de mis propósitos.
En definitiva, me limitaré a dar a los jóvenes becarios unos consejos, pocos, sencillos, alguna vez quizá demasiado «terre a terre», pero muy probados en la experiencia ; y a razonarlos ligeramente.
EL JURISTA
Puesto que vamos a averiguar la manera de formar un jurista, parece necesario que empecemos estas reflexiones por determinar qué es lo que, al menos en el curso de ellas, vamos a entender por tal. No elegimos un camino sin saber a dónde queremos ir. Mas no quiero ocultaros que en eso está precisamente la única o al menos la mayor dificultad, porque no se trata de un concepto definido de antemano. No existe un prototipo de formación al que podamos referirnos como valedero en todo tiempo y en todo lugar.
No hay el jurista abstracto, sino los juristas de cada época
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y de cada país, que son naturalmente producto histórico de un ambiente y de unas circunstancias. Pensad, si miramos sólo a las cumbres, en la distancia de todo orden que va de aquellos jurisconsultos romanos que crearon en la plaza pública, a fuerza de intuición y buen sentido, una de las tres o cuatro más asombrosas maravillas del pensamiento humano, a un profesor alemán envuelto en sistemas y teorías; de la sutil ingeniosidad de un jurista italiano de nuestro siglo a la imperturbable casuística de un Justicia inglés o americano. Si pudiéramos representarnos en detalle los caminos que siguió para formar su pensamiento cada uno de los grandes creadores de la ciencia del Derecho que el jurista mira como modelos inasequibles, nos sentiríamos descorazonados viendo la parte esencial que puso su propia genialidad imposible de reducir a normas comunes.
Tendríamos, pues, que prescindir de la realidad inmediata y formar para nuestro uso un concepto un poco abstracto de jurista que fuese como el ente ideal dotado de las calidades mínimas que consideramos exigibles en él. E inmediatamente nos damos cuenta de la dificultad que al comenzar apunté. El jurista es, en principio, la persona que se ocupa de lo «jurídico» y si además vamos a estudiar precisamente su preparación «jurídica», dentro de una lógica rigurosa no podríamos dar un solo paso sin definir con toda exactitud qué es lo «jurídico» que diferencia esencialmente al jurista de otra especie cualquiera. Se nos plantearían así problemas cuya gravedad luce en su simple enunciado : qué sea en sí mismo el Derecho, y su justificación en el orden metafisico y ético ; cuál sea el ámbito y el valor de una ciencia del Derecho en sentido extricto y en qué relación se encuentra con la filosofía por una parte, con la vida práctica, por otra, lo que nos arrastraría al estudio de graves cuestiones de carácter metodológico ; cuál sea la función de la técnica en la elaboración y aplicación del derecho y aún qué intervención hemos de dar en ellas a la inspiración y al sentido estético, es decir, al arte del jurista. Cuestiones todas esencialmente problemáticas que, como sabéis, han dividido siempre, y siguen dividiendo, a las escuelas. Nos sería necesario, sobre todo, determinar el valor de la lógica ju
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rídico-causal frente a los otros elementos empíricos, históricos, irracionales muchas veces, de que la materia y la ciencia jurídica se integran. Porque para definir con cierta precisión al jurista habríamos de situar su actividad en relación con esas distintas esferas del pensar jurídico que van del empirismo más elemental a la filosofía, y cuyos linderos es, no ya difícil, sino en ocasiones imposible trazar.
La tarea así comprendida ni es de este lugar ni a nadie se le ocurre que sea propia de un Notario. Por eso no nos queda más recurso que prescindir de toda pretensión de rigor intelectual y delimitar el campo de nuestras observaciones y de nuestros propósitos en una esfera mucho más modesta. Esta delimitación ha de ser convencional y parecerá en algún momento arbitraria, porque habré de escoger a cada paso una postura entre varias, sin tiempo para razonar mi decisión.
Al hablar, pues, de la formación del jurista dejaremos a un lado todos los problemas de su contenido a que antes aludía y nos referiremos más humildemente a los medios racionales de adquirir los conocimientos y la estructura mental que atribuimos al jurista, entendida esta palabra casi en un sentido vulgar, porque, en la imposibilidad de definirlo con precisión, nos acogemos a la noción puramente intuitiva que todos, sin duda, tenemos de lo que es en la vida real. Para la finalidad de nuestro trabajo de hoy esta noción parece suficiente.
En principio sería jurista todo el que se dedica profesional- mente al cultivo o aplicación del Derecho en cualquiera de sus múltiples formas o manifestaciones. Comprenderíamos así en este término desde el practicón iletrado hasta el filósofo, Pero nos damos cuenta inmediata de que no es éste el sentido habitual en que usamos la palabra. No llamamos jurista sino al que, cualquiera que sea la dirección de su actividad concreta, alcanza cierto nivel dentro de la escala que antes bosquejamos del pensamiento jurídico. Diríamos con bastante aproximación y refiriéndonos al estado actual de la cultura, el letrado que elabora, trata o aplica el derecho en cualquiera de sus funciones conforme a métodos científicos. Con este denominador común podemos hallar el jurista dentro de un práctico, de un técnico, de un Magistrado, de un profesor, de un legisla-
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dor... O podemos no encontrarlo si se tiene en cuenta que en la palabra jurista incluimos un imperceptible deje de estimación,
Pero, aun asi, 110 nos representamos todavía nuestra tarea con la necesaria concreción. La actividad del jurista está sujeta como toda otra y aun con más motivo a la división del trabajo, cada vez más acentuada en la vida moderna, y esto no sólo en el campo de la práctica, sino incluso en el de la teoría.
Si penetráramos hasta la raíz misma de lo jurídico, quizá fuera posible, como antes dijimos, hallar principios comunes a la formación de todo jurista, pero habrían de tener un carácter teórico y no servirían a nuestro propósito tal como lo hemos perfilado.
Desde un punto de vista práctico, la tarea de examinar la formación de los diversos tipos de jurista concebibles nos llevaría a terrenos donde ni siquiera mi corta experiencia podría ser alegada.
Por eso vamos a dedicar nuestra atención a un solo géneio de juristas, los dedicados al cultivo del Derecho privado, cualquiera que sea el punto de vista en que su vocación o su profesión les coloque. Y vamos a estudiar su formación a través de la preparación del civilista, no sólo porque es a mi juicio común e indispensable a todos ellos y porque los métodos que a ella se apliquen son válidos también para la ulterior espe- cialización en cualquier rama, sino porque es la más y si se me apura la única esencialmente formativa. El Derecho civil es la escuela más perfecta del pensar específicamente jurídico por su profunda elaboración que representa el trabajo de sucesivas generaciones a través de más de dos mil años, por la riqueza inagotable de instituciones y conceptos, por la rigurosa disciplina mental que ha podido llegar al exceso en el desarrollo de los métodos lógico-jurídicos, por la pureza con que lo jurídico prevalece en él frente a ideas y elementos conexos, por la masa inmensa de material acumulado a través de los siglos que ninguna vida humana basta a dominar.
EL ESTUDIO DEL DERECHO CIVIL
Y nos asalta en seguida otra duda. No es lo mismo un técnico que un profesor o que un Magistrado. Es que todos ellos han de formarse de la misma manera? Parece evidente que no; y, sin embargo, todos ellos tienen algo esencial en común. Su formación no se mueve por líneas paralelas y compartimientos estancos. La experiencia me confirma cada vez más en mi idea de que para estudiar el Derecho civil hay un solo camino, en el que unos llegan más lejos que otros. Es decir, que idealmente no hay formaciones distintas, sino grados de formación cada uno de los cuales está sobre el otro como los pisos de una casa, pero todos se apoyan en el mismo cimiento. Estamos tocando el eterno y debatido problema de la relación valora- tiva entre la teoría y la práctica, entre el derecho positivo y la doctrina científica en el estudio del Derecho civil, que no es exclusivo de esta disciplina, ni se ha planteado ayer.
La ciencia dogmática del Derecho, dice H e c k , en el sentido histórico y convencional que atribuimos a esta denominación, es una ciencia práctica como la Medicina. El Derecho civil arranca de la vida real y termina en la vida real. En él la técnica es un momento decisivo. Por eso es imposible llegar sin salimos de lo estrictamente jurídico a separar la teoría de su base empírica, y por eso, en la elaboración y tratamiento del Derecho, tiene una intervención esencial la intuición del jurista. Se concibe tan mal un civilista puramente teórico corno un médico. Recordemos a este propósito el caso de Ambrosio Paré, el cirujano-barbero francés del siglo xvi, que después de revolucionar la cirugía de guerra acabando con la bárbara cauterización de las heridas, encontró grandes dificultades para ser admitido en la Facultad de París, y fué objeto de la burla de sus colegas, porque hubo de recitar de memoria, sin comprenderla, la tesis latina de rigor. Ambrosio Paré dió, sin embargo, un paso de gigante en la cirugía, de cuya historia es uno de los jalones. ¿Quién se acuerda ya de sus eruditos contrincantes?
Del mismo modo el civilista ha de poner su planta en un
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sólido conocimiento del derecho positivo, cualquiera que sea la altura intelectual a que pretenda elevarse. No se entienda por eso que el derecho positivo sea todo el derecho ; pero sí que es parte esencial en la formación del jurista. Sin referencia a él la obra del teórico podrá ser muy estimable en cualquier orden, pero 110 será propiamente Derecho civil, sino otra cosa. Se cuenta que Cajal, a quien un vecino llamaba a toda prisa para que asistiera de urgencia a un enfermo, le contestó: «Avise usted a un médico». En efecto, Cajal 110 era propiamente un médico, sino un histólogo, que es cosa distinta.
He aquí uno de los caracteres más peculiares del Derecho civil.
No hay Derecho civil, sino Derecho civiles, y cada jurista está adscrito al propio. Lo mismo que el escritor puede conocer muchos idiomas, pero piensa y escribe en el suyo, el jurista piensa en su Derecho, y, aunque puede, como el escritor, alcanzar un valor universal, conservará siempre la impronta de su origen.
P o r consiguiente, hay que sa lir a l paso de un tópico m uy d ifund ido que separa como cosas ex trañas el derecho positivo de lo que se llam a, no sé con qué fundam ento, derecho doctrin a l separando , como h ac ía ya en el siglo x v m Be r n í y Cata- lá , e l «sentido teórico» del «sentido práctico» ; y de la ten dencia a la m oda, bien v isib le en nuestra lite ra tu ra , que desdeña el estudio d irecto de las fuentes y se inclina a verlo todo a través de un fá rrag o libresco.
No hay teoría de Derecho civil estricto que no se refiera a un sistema positivo, ni conocimiento del derecho positivo por humilde que sea que no exija una cierta abstracción.
Ni que decir tiene, pues, que no vais a oír de mis labios ningún consejo que revolucione vuestras ideas acerca de la formación del jurista. La receta es tan vieja como indiscutible, aunque haya habido épocas en que se olvidara. Los textos legales, el Derecho histórico, la Jurisprudencia y la literatura jurídica son las fuentes de que el jurista extrae los conocimientos en que ha de apoyarse y cuyo manejo provee a su cerebro y a su temperamento de la aptitud especial que llamamos «formación jurídica». Lo que, en cambio, se presta a constan-
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le discurrir, es la valoración relativa de estos elementos, la manera de dominarlos y apreciar su sentido. De eso nos vamos a ocupar, muy brevemente, a continuación.
Pero de todos los consejos que yo pudiera daros me parece el más importante que hagáis siempre este punto objeto de vuestra propia reflexión. El estudioso del Derecho no pasa de ser una máquina de absorver textos y opiniones mientras no comienza a someter a crítica metódica la valoración de los materiales que maneja.
LOS TEXTOS LEGALES
He subrayado con cierto ahinco la importancia del estudia de los textos legales en la formación del civilista y quisiera que esto no os induzca a error en cuanto al sentido de mi recomendación. No se trata de regresar a la creencia de que la ley es todo el Derecho y que, como decía P ro u d h o n del Código de Napoleón: «Sólo consigo mismo debe ser comparada». No se trata siquiera de regresar al positivismos naturalista que pretendía, como dice W o lf , reducir el Derecho a una elaboración lógico-causal de los preceptos vigentes mediante su disociación y combinación abstrayéndose del influjo de las- grandes corrientes ideales. No creemos ni en la omnisciencia, ni en la infalibilidad, ni siquiera en la inmutabilidad de la lev sujeta a una constante evolución a medida que evoluciona la realidad en que opera. Apreciamos aquí el texto legal en su doble significación instrumental y formativa.
La ciencia del Derecho civil, como hemos dicho, no opera en el vacío, sino siempre sobre un sistema de Derecho dado históricamente. El conocimiento de ese Derecho como instrumento es esencial a toda tarea del jurista, con independencia de su valor, tanto en el orden de la eficacia formal como en el de la apreciación intelectual. Esta es una verdad que la experiencia acredita, porque no conocemos én la historia ningún gran civilista que, aparte de las restantes dotes que enriquecieran .más o menos su personalidad, nó haya arrancado de un conocimiento de los textos, a veces asombroso. Sobre ese cono
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cimiento se puede alzar un monumento de sabiduría, sin él todo será vano. El jurista ha de familiarizarse con el texto legal como el músico con el pentágrama, como el pintor con los colores, y cuando sea más genial más necesitará un prodigioso dominio de sus materiales. Claro es que el texto legal no actúa sino a través de la interpretación en el Derecho moderno, dice G a u d e m e t, llama en su auxilio toda clase de ayudas, la observación, la historia, la jurisprudencia, el Derecho comparado, la filosofía. Pero la interpretación presupone el conocimiento. La literatura debe facilitar la inteligencia y la aplicación de la ley no suple su conocimiento.
He dicho, además, que el estudio directo de los textos legales tiene un valor formativo. El trabajo científico se desarrolla mediante la elaboración y ordenación de conceptos y, como dice H e c k , los conceptos se forman siempre mediante la adscripción de un significado a ciertas palabras o complejos de palabras. Ahora bien, cada Código es resultado de una evolución secular y ofrece un repertorio insuperable de conceptos, con hondas raíces en una realidad histórica. En ninguna parte adquiere el jurista la exactitud en la expresión, garantía de justeza en el pensamiento, que le da la forma misma de la ley. Los buenos tratados en la exposición de las normas procuran emplear su mismo lenguaje. Me refiero, claro es, a los Códigos buenos, no a las leyes improvisadas.
Parece tan evidente cuanto llevo dicho que no había de ser preciso recordarlo a licenciados en Derecho, mas no es así por desgracia. Mi experiencia en la preparación de opositores fué a este respecto desconsoladora. La inmensa mayoría de los que daban comienzo a su preparación acreditaba una falta absoluta de familiaridad con los textos legales de que podía citaros muchos ejemplos, llegando en algún caso a la caricatura, como el de aquel que preguntado un día en sus primeras lecciones: «¿Qué dispone en esta materia el Apéndice aragonés al Código civil?», me contestó con cara de espanto: «Perdone usted, pero creo que mi Código, no tiene ningún apéndice».
Este fenómeno, que podía encontrar una explicación en el hecho de que mis alumnos pertenecieran a las primeras promociones de la posguerra, no sería tan grave si no hubiera tenido
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entre sus causas una cierta postura mental de parte de la doctrina ■que pudiéramos llamar ignorancia metódica de los textos, distinta, pero no menos grave que la ignorancia a secas de aquellos y fácilmente observable. No mucho después en una de nuestras revistas científicas de mayor crédito pude tropezar con un autor que estudiando con extraordinaria erudición una cuestión práctica en Aragón renunciaba a resolverla prescindiendo ■de la vigencia del mismo apéndice aragonés, cuyo articulado la decide en forma sencilla e inequívoca. Este autor, estimabilísimo por cierto,, tenía en su disculpa entonces su juventud. No como aquel otro que lo es de varios libros importantes e innumerables trabajos menores el cual cuando un día supo que, contra lo que él había pensado, el mandatario podía sustituir el poder aun sin estar expresamente autorizado por el mandante explicó el lapsus diciendo: «Claro, es que yo no conozco bien la legislación notarial». Y se le pudo contestar: «pero tampoco el Código». ¿Necesitan ustedes que hagamos después 'de eso una crítica de sus obras?
Lo que ocurre es que el estudio de los textos legales supone una tarea durísima e ingrata, sobre todo en sus comienzos y la pereza mental del estudiante le arrastra, unas veces sin rebozo, otras disfrazándose de superioridad y amor a la ciencia pura, a tomar el camino del menor esfuerzo cuyo final jamás puede ser bueno. Así el artista «fauve» afecta desdeñar el dibujo de que es incapaz. Encontrareis para ello toda clase de estímulos, entre otros el descrédito en que se ha tenido a la memoria. Este descrédito, coincidente en el tiempo con la supervaloración positivista de las ciencias de la naturaleza frente a las de la ■cultura y apoyado en la observación frecuente como dice el psicólogo E r ik s m a n n de ciertos casos en que una memoria muy por encima de lo normal va unida a una inteligencia mediocre y hasta a una notoria estupidez, está a su vez desacreditado. Hoy no se concibe la inteligencia sin memoria y se aprecia el valor instrumental de esta facultad en cualquier trabajo científico.
Se os harán u os haréis toda clase de argumentos falaces, entre ellos uno muy clásico : ¿para qué estudiar el texto legal si lo tengo en el Código siempre a mi disposición? Y yo os
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digo: menguado jurista el que haya de acudir al índice dei Código para buscar la idea que persigue. Sobre que no se puede buscar a bulto lo que no se conoce, las normas no son cuerpos simples y aislados. El jurista que al leer un precepto no perciba por instinto la complejidad de sus resonancias a través de todo el articulado caminará tan a ciegas como el director de orquesta que al fijar el sonido de un instrumento- no se presente su influencia recíproca con todos los restantes y no sólo de su cuerda.
Se os dirá también que basta el manejo habitual de los textos legales para adquirir su dominio. Es posible que esta idea optimista se realice en algún ser excepcional, pero no es lo corriente. Siempre, se había creído que bastaba a los futbolistas jugar al fútbol y hoy los ven ustedes sujetos a enojosos ejercicios de cultura física. Igual de enojosos les van a parecer los dos sencillísimos consejos con que he de rematar este capítulo,, a saber:
Antes de comenzar el estudio de cada institución en el libro o libros que ustedes usen (ya hablaremos de ellos) estudiar «de memoria» lo mejor que sean capaces el articulado del Código o de la ley especial en la parte correspondiente-
Y, constantemente, mientras dure su preparación para la actividad que vayan a ejercer, estudiar del mismo modo un número fijo diario de artículos, volviendo a comenzar cuanda concluyan. Así espero que no se aprendan el Código de memoria, eso sería grave, pero aprenderán a manejarlo. Y estarán en buen camino para mediante una serie de trabajos de Hércules, complementarios, llegar a buenos juristas.
Es posible que, al pronto, les parezcan estos los consejos de un hombre de las cavernas, pero estoy seguro de que a la larga si los practican con constancia me estarán agradecidos. Y conste que a pesar de ellos he sido toda mi vida aficionadísimo a buscar tres pies al gato y a mecerme en la nube rosada de la fantasía.
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LA JURISPRUDENCIA
En íntima conexión con el estudio de los textos legales está el de la Jurisprudencia que en buena parte es su complemento y en nuestro derecho tiene antecedentes desde la época clásica, no sólo en las antiguas hazañas de que habló el señor Rector, en los repertorios y colecciones de sentencias publicados ya en el siglo xvn como los de Valenzuela, Larrea, Crespi de Valdaura, Vela, en numerosos libros de Quaestiones que llegan alguna vez, como en Juan Gutiérrez, a presentar el caso judicial con el dictamen o argumentación del autor y su decisión en las varias instancias. Jamás en nuestro Derecho se ha producido un movimiento que negase el valor de la Jurisprudencia en los términos exasperados a que llegó, por ejemplo, la escuela francesa de la exégesis, hasta llamarla desdeñosamente por boca de Taulier «la ciencia en su relación con el capricho de los hechos». Por el contrario, se queja entre nosotros el Profesor don F e d e r ic o d e C a s t r o de que acaso la valoran con exceso los juristas prácticos, singularmente los Abogados. Lo que a mi juicio no quiere deeir, ni mucho menos, que la estudien con exceso, por lo que luego veremos.
La importancia del estudio de la jurisprudencia se manifiesta de varios modos. Por un lado, la jurisprudencia, si se admite como fuente directa del Derecho, se incorpora en cierto modo al texto legal, puesto que en ella se formularían normas generales. Pero ni aquí podemos ocuparnos de esta cuestión ni es éste el aspecto en que ahora nos interesa. La jurisprudencia es, sin duda, uno de los elementos primordiales de interpretación de la Ley, es la piedra de toque de su efectividad en la vida real y en el perpetuo devenir de las normas ju ríd icas, aparece, dice S a l e i l l e s , «como la conciliadora suprema de la evolución y de la estabilidad, puesto que a su naturaleza corresponde fijarse después de ciertos períodos de fluctuación, sin por eso inmobilizarse jamás».
Por otra parte, la jurisprudencia como obra de juristas tiene un valor por sí misma ; en ella se contiene una elaboración de la materia jurídica de especial interés por su inmediato con
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tacto con los hechos que con tanta frecuencia echamos de menos en la teoría. Y en este último aspecto es en el que yo cifro su significación formativa.
Hemos aludido ya al eterno debate en torno al valor de la teoría frente a los textos legales en el estudio del Derecho.
Vamos ahora a considerar el valor de la práctica frente a los textos y la literatura. El problema es tan interesante que requería una meditación detenida que no podemos dedicarle. Todos sabéis que en la enseñanza del derecho se ha dado siempre importancia a los ejercicios prácticos, a la resolución de casos, tomados unos de repertorios pedagógicos, otros de la experiencia o de la inventiva del profesor. Por muy recomendables que sean nunca igualarán a lo vivido. Pero ¿cuál es la significación de la práctica vivida en la formación del jurista? Podemos apreciar la diferencia de criterios a través de las siguientes dos posiciones extremas: Para C a r n e lu t i , el jurista, incluso el que quiera realizar una verdadera obra de ciencia, precisa ponerse en contacto con el fenómeno jurídico en su efectividad real. «El estudioso del derecho civil o del derecho penal cuya experiencia esté constituida solamente por el Código, sin que haya visto nunca un contrato o un delito, se asemeja al que para estudiar medicina no haya visto más que catálogos de farmacias o de enfermedades». Contradicién- dole dice H e rn á n d e z G i l : «la formación jurídica se obtiene tras un reiterado estudio ; en el silencio de la biblioteca y no en el bullicio de la calle». «Es posible una ciencia, sobre todo una ciencia jurídica— todo lo incompleta que se quiera— sin una experiencia personal directa». Opiniones no tan inconciliables quizá como parecen.
Sin desconocer la parte de razón que asiste a H e rn á n d e z G i l me inclino a creer que su postura polémica le lleva a expresiones que por demasiado rotundas no enuncian la totalidad de su pensamiento, porque tratándose de una disciplina para la vida como es el Derecho ¿quién duda que la formación ideal será la que aúne en el mismo sujeto ciencia y experiencia? Lo que pasa es que no se nos ofrece lo mismo una que otra. La experiencia se adquiere con la vida y para eso hay que vivirla. De ahí el dicho vulgar de que se tiene cuando ya
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no sirve. Sin duda la perfecta formación jurídica no se alcanza — cuando se alcanza— hasta la madurez, y no podemos exigir de antemano al estudioso una experiencia que no puede tener. Pero podemos y debemos recomendarle que la busque, que no pretenda encerrarse en su torre de marfil de príncipe que todo lo aprendió en los libros, que no se deje arrastrar por el canto de sirena de la pura especulación.
Ahí está en mi sentir la importancia decisiva de la jurisprudencia en la formación del estudioso del Derecho, en que es el medio más directo y casi único que se le ofrece de ponerse en contacto con la vida real aunque sea a través de los libros. Y de esta consideración arranca la manera como debe estudiarse.
Apuntaba hace un momento que si bien, como decía con razón don F e d e r ic o d e C a s t r o , en nuestra práctica se abusa quizá de la Jurisprudencia, se abusa realmente de su alegación, no de su estudio. Las sentencias se citan casi siempre por su fallo, tomándolas de las notas puestas al pie de cada artículo en las buenas ediciones de los textos legales o cuando más de los epígrafes y resúmenes de las colecciones y revistas. Si os tomárais el trabajo de cotejar algunos de estos resúmenes coir sus originales os expondríais a las mayores sorpresas.
Como el fallo no contiene una declaración abstracta y general, el resumidor ha de elaborarla, lo que rara vez ocurre sin que lo deforme en algún modo. Pero como además el fallo se dicta para el caso, resulta ininteligible si no se refiere a los hechos. Según mi experiencia personal de diez sentencias que os aleguen de contrario resultan incongruentes o podéis retorcer contra su tesis al menos la mitad en cuanto conozcáis su texto íntegro.
Por eso mi consejo es que para el estudio de la jurisprudencia que os pueda interesar acudáis a la colección legislativa, que comencéis por enteraros a fondo de la cuestión de hecho y del verdadero sentido de los puntos litigiosos estudiando no sólo el fallo sino muy especialmente los considerandos y os hagais vuestro propio resumen seguido de una nota crítica también vuestra, relacionándola si es posible con las sentencias que la hayan precedido. Por supuesto que esto no se puede
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hacer con todas las sentencias. En general el Derecho privada se produce en todas sus manifestaciones en masas absolutamente indominables y como luego veremos en todas ellas el jurista ha de optar entre el fárrago y la quintaesencia. El que mucho abarca poco aprieta ; y, en fin, hablamos de modos de formación.
EL DERECHO HISTORICO
Si no hubiera además falta de tiempo y 110 se os hubiera hablado ya con autoridad muy superior a la mía de la formación histórica y más especialmente de la formación romanista del jurista, me excusaría de dedicar a este punto en el día de hoy mayor atención su propia trascendencia incompatible con la generalidad del tema que nos hemos propuesto. Pocas cosas aclaran tanto nuestras ideas acerca de cualquier institución jurídica como lo que pudiéramos llamar su genealogía. Todo derecho vigente es la última fase de una evolución. Toda especulación acerca del derecho intenta preparar una fase histórica futura.
Mucho se podría decir de la influencia de los métodos históricos en los métodos jurídicos. Pero me voy a limitar a unas ligeras observaciones para acusar la diferente postura del jurista y del historiador. Interesan al historiador los datos, los textos y las instituciones por sí mismos, como hechos que necesita conocer, precisar y relacionar. Interesa al jurista la significación y justificación racional de tales hechos. De ellos no tanto nos importa qué es lo que ha muerto y qué lo que sobrevive, como aquello que tiene validez universal, los factores espirituales. Al historiador compete la crítica hi storiogràfica v con ella nos presta un servicio impagable, puesto que revive, limpia y depura las instituciones pasadas; pero la postura del jurista frente a ellos es, aproximadamente, del mismo signo que la qu^ toma frente a la dogmática actual. El dato histórico es un elemento más en su dialéctica, aunque sea importantísimo.
Sería inútil en estas circunstancias el intento de trazar,.
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aunque sea a vuela pluma, el cuadro de los materiales históricos que interesan al jurista. Sabéis que se trata de un área casi ilimitada en la que radican el derecho romano antiguo y moderno, el derecho germánico, el derecho canónico, nuestro derecho nacional con sus múltiples ramas, descendiente de aquéllos, con sus, aunque escasas, originales influencias orientales, sin contar con las raíces y ramificaciones de aquellos grandes troncos que cada día va descubriendo la moderna investigación. Sabéis que la literatura especial de estas materias es abrumadora y que el jurista agobiado ya por su propia carga 110 puede aspirar a dominarla en toda su extensión que da espacio a diversas especialidades. Pero en ningún modo puede prescindir de sus auxilios. También aquí quiero limitarme a daros algún modesto consejo.
Es difícil situarse en una realidad histórica pasada sin el auxilio de la literatura especial que a ella se refiere ; pero contando con él (y esto es materia, como os he dicho, de otras disciplinas) nada sirve al jurista tanto como el manejo directo de los textos. No sé lo que pasa hoy, pero en mi tiempo llegábamos a la licenciatura sin que nadie hubiese puesto en nuestras manos un ejemplar de las Partidas. No hablemos ya de los otros cuerpos históricos y menos aún de los textos romanos. Anda por ahí impreso un discurso inaugural de la Academia de Jurisprudencia en cuya nota bibliográfica se citan uno por uno como items independientes el Digesto, las Pandectas y el Corpus juris. Siendo su ilustre autor de generación muy anterior a la mía, esto prueba que el mal no sólo es hondo sino duradero. Padecemos en España todavía del abandono de las fuentes que tras la decadencia en su estudio iniciado en el siglo xvm consumó la publicación del Código civil y la influencia de sus modelos francés e italiano y de las respectivas literaturas. Hay que reanudar la gloriosa tradición.
Para eso empecemos por tener a mano siempre un ejemplar del Corpus juris y la colección de nuestros cuerpos legales históricos y no contentarnos nunca con las citas de sus textos de segunda mano, sino acudir a ellos y estudiar en ellos. Y aquel GJiya vocación alcance a tanto, no se pare ahí, aproveche la riquísima cantera, hoy mostrenca, de nuestra doctrina de los
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siglos xvi y xvii, lo que aparte de sumirle en una tristeza inicial al contemplar cómo ha decaído la calidad de nuestros juristas, le proporcionará enseñanzas infinitas, porque los L ó p ez , M o lin a , C o v a r r u b ia s , S a lg a d o d e Som oza, S o ló r z á n o , B u rg o s d e P a z , A y l ló n , A n to n io G óm ez, J u a n G u t i é r r e z y tantos otros levantaron verdaderos monumentos de trabajo concienzudo y escrupuloso en que pusieron al servicio de nuestro Derecho peculiar un conocimiento increíble de los textos romanos de la labor de la Glosa y de los comentadores y del Derecho canónico, una agudeza y sentido de la realidad inapreciables.
Su importancia ha sido puesta de relieve teóricamente por C le m e n te d e D ieg o , primero y por F e d e r ic o d e C a s t r o después, pero es lo cierto que no encontramos en nuestra literatura dogmática actual huellas frecuentes de su empleo. Para esto puede haber varios motivos. El primero y más grave, a mi ju icio, es la dificultad de encontrar estas obras, bastante raras ya. Hay, sin embargo, fondos riquísimos, por lo menos en la Biblioteca Nacional, en la de la Universidad de Madrid, que recogió la Antigua de Alcalá, y según mis noticias también en las de Santiago, Valladolid y Salamanca. Tenía una buena colección don Felipe Clemente de Diego. Le sigue en importancia la dificultad de su manejo. No son obras sistemáticas, sino en su mayor parte casuísticas, por lo que la busca de materias es a veces labor benedictina. Por otra parte, su método expositivo con proposiciones, limitaciones, extensiones, contradicciones, escolios, notas, unido al abuso de abreviaturas, al sistema peculiar de citas y, con frecuencia, a las dificultades tipográ; ficas, resulta árido y enojoso, al menos mientras no se adquiere con la costumbre de usarlas, cierta familiaridad. Y viene, por fin, el obstáculo en sí mismo más endeble, pero sin duda la causa más eficaz del abandono de esta literatura, el estar escrita en latín. Y digo que es un obstáculo endeble y más psicológico que real, porque se trata de un latín de baja calidad, que en algunos se ha motejado de macarrónico y que un hombre de mediava cultura humanista, pero familiarizado con b terminología jurídica, comprende en cuanto vence su pereza mental y se lanza a la tarea. Lo mismo que ocurre, por ejem-
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pio, con la literatura jurídica italiana y pude comprobar más de una vez violentando la pereza de alguno de mis alumnos.
Corresponde a un grupo de Notarios la honra de haber tra ído nuestra literatura clásica a sus trabajos especulativos como un elemento más y a veces decisivo en la formación de su criterio.
LA LITERATURA JURIDICA
Henos aquí, finalmente— last but not least— frente a los libros de Derecho. No quisiera que las tintas con que he creído necesario recargar mi exhortación a que hinquéis vuestra voluntad en el estudio del Derecho vigente os pareciesen muestra de desdén hacia la ciencia escrita. Eso sería, por mi parte,, algo como un acto de infidelidad a los más viejos y constantes amigos los libros. Pero lo más precioso es lo más delicado, el arma más eficaz es la más peligrosa en manos inexpertas. No es posible, en el estado actual de la ciencia del Derecho, alcanzar una mediana formación sin un estudio constante de la Literatura jurídica, cuya copiosidad no admite ponderación. Pero nada tampoco más fácil que extraviarse en su laberinto. De que se estudie con acierto y discreción, a que tomando el rábano por las hojas se vea en ella, no el medio de perfeccionar nuestro conocimiento del Derecho realidad, sino un fin en sí mismo, el de acopiar datos, noticias y opiniones para exhibirlas como vanos trofeos, va la posibilidad de llegar a ser un buen jurista o convertirse en un pedante erudito privado por su misma condición de la facultad de juzgar con prudencia. Aun sin eso, hemos de vigilar constantemente para no perder, elevándonos con el humo de la especulación, el amarre a la realidad, que hemos visto indispensable.
Considero el intento de bosquejar en este acto un cuadro total de la literatura que el jurista ha de manejar, vano, porque no tenemos tiempo ni espacio, e inútil porque en todos los buenos trabajos se incluye un capítulo en el que se pasa revista más o menos minuciosa a la Literatura, al menos la nacional correspondiente, que, como orientación del estudioso, basta y
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sobra, por lo que diremos después. En España es fuerza recomendar a este respecto el tratado de don F e d e r ic o d e C a s t r o , cuya bibliografía española y extranjera está clarísimamente sistematizada y se acompaña de indicaciones críticas sucintas y muy útiles.
Concedo también, en este punto, mayor importancia al cómo -que al qué. La tarea de tender el hilo de Ariadna que lleve al estudioso a su destino, es larga y difícil, es uno de los más genuinos e insustituibles auxilios que nos dan los maestros. Pero, claro, es inútil que yó me contente con desearles a ustedes lo mejor que puedo: que Dios se los depare buenos, porque son don del cielo. En lugar de eso, quiero otra vez darles unos consejos sencillos que si se sienta en este ámbito alguno de los que fueron mis alumnos le sonarán a cosa familiar y machaconamente repetida por mí— no hay pedagogía sin constancia— pero que he visto avalados casi literalmente por la indiscutible autoridad del veterano jjrofesor de Berlín Hedem - m an en la última y recientísima edición de su Derecho de obligaciones.
«La abundancia de la literatura jurídica es tal que el estudioso puede al pronto sentirse descorazonado frente a ella o perderse en su seno si se cansa. En el comienzo de su formación debe limitarse a un o dos buenos tratados de cada materia que deberá estudiar profundamente. Cuando haya adquirido un conocimiento de conjunto de la rama de que se trate, deberá realizar sencillos ejercicios de clase en que tome en cuenta otros tratados y alguna parte de la literatura especial que en ellos se citen y comenzar el trabajo en biblioteca para perder el miedo a los libros. Y solamente ya en período de Doctorado, o después, deberá abordar trabajos especiales en que procure un examen profundo y aun exhaustivo de la literatura relativa al tema elegido. Nunca pierda de vista que vale más una cosa bien sabida que muchas superficialidades, ”non multa sed multum” », dice H ed em an n . Y, con otro matiz, yo agrego que vale más una idea clara que ciento confusas.
Es decir, que la base de la formación, tanto en la doctrina nacional como extranjera se ha de comenzar por los huenos tratados. Los estudios monográficos han de ser manejados con
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un sentido crítico que el principiante no puede tener, por la inevitable tendencia de aquéllos a lo que pudiéramos llamar la inflación del tema. El tratado, además, nos da la imprescindible visión analítica del conjunto.
Y no puedo dejar de manifestar aquí mi añeja pasión por los libros cortos, sobre todo cuando abordamos el conocimiento de la literatura extranjera, singularmente de la alemana, aue sigue siendo la más fundamental. El que intenta el estudio de una institución o de un problema en un sistema extranjero, sin conocer sus líneas generales camina sin remedio a la confusión. Está muy reciente el caso de un publicista que creyó descubrir nada menos que un nuevo concepto de desheredación porque tropezó con un capítulo de K ipp , cuyo epígrafe era «Enterbung», traducido literalmente, desheredación. No cayó en la cuenta de que en Derecho alemán lo equivalente a nuestra desheredación se llama «privación de la legítima», que no puede ser desheredación, porque allí el legitimario no es heredero y la «Enterbung» no tiene nada que ver con ella. A nuestro hombre le chocó, cómo no, la diferencia, tradujo literalmente también el capítulo impertinente de K ip p sin conocer el adecuado y con eso y declarar aplicable en España el B G B, y en esto no va solo, por desgracia, se quedó tan satisfecho de su invención. También el ejemplo es caricaturesco, pero ilustra una lamentable realidad.
Por eso, si queréis manejar con fruto una literatura extranjera, y más cuanto menos afín nos sea su sistema, comenzad por los libros chiquitos. No me explico cómo en España, habiéndose iniciado tantas traducciones no se ha vulgarizado una literatura que considero útilísima a la formación del joven estudioso y que, por lo general, no se cita siquiera en los repertorios. Concretamente, en Derecho alemán las pequeñas «Introducciones» a la ciencia del Derecho o a parte de ella como las de C rom e y K o h l e r , que no pasan de doscientas páginas y las instituciones o Grundzüge, como los de H a n s F e h r y S c h w e r in g sobre el Derecho alemán histórico, las de H ede- m an y H e c k (cosas y obligaciones), L eh m an n , etc. Su valor formativo absoluto es enorme. Como escalón de paso a los grandes tratados, son indispensables. Con ellos nos evitaría-
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mos tanta indigestión del magnífico Enneccerus, como vemos a diario.
Cuando, finalmente, os lancéis a trabajar por vuestra cuenta es bueno que en cada materia busquéis la mayor información que os sea asequible, pero con un límite: ni una línea más de lo que en cada momento seáis capaces de comprender y dominar. Todo lo que no se asimila estorba. No os parezcáis a esa especie, por desgracia tan frecuente, que el poeta Heine, en su «Viaje del Harz», ridiculizaba en la persona de aquel profesor de la Universidad de Gotinga— no importa que fuese al parecer el famoso Eichhorn— , a quien de madrugada imaginaba soñando con un bello jardín en cuyos cuarteles crecían infinitos arbustos cuajados, no de flores, sino de citas que el profesor extasiado iba cortando y metiendo en su cesto. Que cuanto leáis sirva a formar una opinión, vuestra opinión y argumentarla. No elaboréis esas rapsodias ( 1), cuyos autores parecen seguir en serio el plan burlesco del mismo A m b ro sio P a r e en su inefable «Discours de la Licorné», donde a la vuelta de citar a todos los autores, habidos y por haber, se averigua que no hay dos que estén de acuerdo ni en el lugar de origen del unicornio (¿el polo o el desierto?), ni en su forma, pues unos dicen que se parece al caballo, otros al ciervo, otros a un elefante, otros a un rinoceronte, otros a un lebrel de carrera, y el mismo desacuerdo reina en cuanto el color de su capa, a la forma de su pezuña, y, ¡oh, asombro!, al número de sus cuernos para no hablar de la maravillosa discrepancia acerca de los efectos medicinales de su asta m olida..., cuando lo que resulta evidente es que nadie, pero menos que nadie los copiladores de tantas opiniones han llegado a ver jamás un unicornio en carne y hueso. Justamente, la carne y el hueso y el asta del unicornio es lo que tiene sustancia. Toda erudición es vana si no se inserta en la observación directa del objeto que estudiamos, y lo esencial en el estudio es discurrir, que dice etimológicamente dar vueltas en torno a aquél y examinarlo en todos sus ángulos y conexiones.
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FINAL
Hemos echado una ojeada veloz a lo que pudiéramos llamar el utillaje intelectual o más estrictamente cerebral del jurista. La norma vigente, la técnica, el concepto, la construcción, los diversos procesos lógico-jurídicos son sus piezas principales. Pero el hombre provisto de todas ellas, capaz de dominarlas o manejarlas, no es todavía un jurista si no siente profundamente anclado en su conciencia el culto a la justicia.
Para que el sirio E m ilio P a p in ia n o pudiera encarnar el paradigma del jurista en todos los tiempos, no hubiera bastado su sabiduría que otros igualaron ; hizo falta que Caracalla lo mandase matar por negarse a escribir una defensa que justificara el asesinato de su hermano Geta.
El cerebro no es lugar suficiente del pensamiento jurídico.Por eso en el Derecho nunca se planteará la curiosa controversia de que ahora nos enteramos sobre si las gigantescas máquinas de calcular, capaces de resolver en horas operaciones que ocuparían a un matemático durante siglos, llegarán algún día a pensar como los hombres. No nos inquietemos, juzgar es mucho más difícil. De una máquina no nacerá nunca el- Derecho, porque las máquinas no tienen corazón.
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