L A I N V E N C I Ó N
D EH U G O
C A B R ET^
Una novela narrada con palabras e ilustraciones de Brian Selznick
Traducido por Xohana Bastida
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Comprobó que los engranajes y palancas se movían correcta-mente y comparó la hora que marcaba la esfera en miniatura de la parte trasera con la de su reloj ferroviario. Cuando acabó, fue recorriendo los pasadizos hasta llegar al anillo de relojes que cir-cundaba los andenes, y luego revisó los relojes más pequeños que había en los despachos interiores de la estación, incluyendo el del inspector. Al llegar a aquel, Hugo pegó un ojo a uno de los núme-ros de la esfera. Desde allí se veía el escritorio del inspector, y la jaula que tenía en una esquina del despacho para encerrar a los delincuentes a los que sorprendía con las manos en la masa. Hugo había visto a varios hombres y mujeres encerrados en aquel mínimo calabozo, e incluso a varios chicos de su edad, con los ojos irrita-dos de llorar. Aquellas personas no pasaban mucho tiempo allí; al cabo de un rato se los llevaban siempre, y Hugo nunca había vuelto a ver a ninguno de ellos.
Después de revisar los relojes de las oficinas, Hugo se internó en un largo pasadizo que le condujo hasta el que había frente a la juguetería. Le hubiera gustado saltarse aquel, pero sabía que debía revisarlos todos sin excepción. Acercó la cara a los números y volvió a ver al viejo juguetero: estaba solo en su pequeña tienda, hojeando el cuaderno de Hugo. A Hugo le dieron ganas de ponerse a chillar. Pero en vez de hacerlo, engrasó el reloj y escu-chó atentamente su mecanismo. Por el ruido se dio cuenta de que no haría falta darle cuerda en uno o dos días, así que se dirigió al siguiente y no paró hasta que no hubo revisado los veintisiete relojes de la estación, tal como su tío le había enseñado a hacer.
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L a n e v a d a
El viejo juguetero se incorporó y salió de su tienda
con paso cansino. Estaba empezando a bajar la persiana
de madera para echar el cierre cuando Hugo se le acercó
por detrás. Aunque sabía caminar con gran sigilo, el niño
hizo un esfuerzo por pisar las baldosas con fuerza para
que el hombre advirtiera su presencia.
–No pises tan fuerte, muchacho –dijo el viejo mirán-
dolo por encima del hombro–. Odio el ruido que hacen
los tacones de los zapatos al repiquetear contra el suelo.
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Acabó de bajar la persiana y enganchó un candado en
el pasador.
La estación estaba prácticamente desierta. Hugo sabía
que el inspector estaba haciendo su ronda vespertina por
el lado opuesto, y se figuraba que aún tardaría un rato en
aparecer por allí.
El viejo juguetero cerró el candado y lo revisó para
asegurarse de que no se podía abrir.
–¿Cómo te llamas, muchacho?
Hugo titubeó y estuvo a punto de decir una mentira.
Pero entonces, sin saber bien por qué, decidió revelarle
su verdadero nombre.
–Hugo… Hugo Cabret.
–Escúchame bien, Hugo Cabret. Antes te dije que no
te acercaras a mí. Si te vuelvo a ver por aquí, te agarraré
de una oreja, te llevaré al despacho del inspector y te
encerraré yo mismo en la jaula. ¿Entiendes lo que acabo
de decirte?
–Deme mi cuaderno…
–Precisamente, me voy a casa para quemarlo, muchacho.
Y sin más, el viejo juguetero echó una rápida mirada al
reloj que había frente a su tienda y echó a andar con paso
apurado por el vestíbulo cubierto de enormes nervaduras
de hierro. En unos segundos había atravesado las puertas
de bronce dorado y se perdía por las oscuras calles de
París. El invierno estaba llegando a su fin, pero habían
empezado a caer pequeños copos de nieve. Hugo observó
cómo el viejo se alejaba.
Llevaba muchísimo tiempo sin salir de la estación, y
además no llevaba puesta ropa de abrigo. Sin embargo,
en un abrir y cerrar de ojos se encontró saliendo por las
puertas doradas a todo correr.
–¡No tiene derecho a quemar mi cuaderno! –le gritó.
–Sí que lo tengo.
A Hugo le habría gustado abalanzarse sobre él y de-
rribarlo para recuperar su cuaderno, pero no le parecía
que fuera capaz. Era mucho más pequeño que él, y ade-
más el viejo tenía mucha fuerza: a Hugo todavía le dolía el
brazo en el punto donde lo había agarrado hacía un rato.
–Deja de hacer ruido con los tacones de los zapatos
–siseó el viejo con los dientes apretados–. No quiero vol-
ver a decírtelo.
Luego meneó la cabeza y se caló bien el sombrero.
–Espero que la nieve lo cubra todo –dijo en voz baja,
como para sí–. Así nadie podrá hacer ruido al andar, y la
ciudad entera podrá descansar tranquila.