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La sexta revolución que estudiaremos ocurrió hace sólo diez años y a
solamente 144 kilómetros de las costas de los Estados Unidos. El 2 de diciem-
bre de 1956 Fidel Castro y un grupo de guerrilleros desembarcaron en Cuba
desde su bote Granma, que los había llevado desde México hasta Las Colora-
das, punto de desembarco en Cuba. Después de encuentros con fuerzas ene-
migas, donde sufrieron graves reveses, sólo un puñado de sobrevivientes pu-
do escapar a las montañas de la Sierra Maestra. No obstante, dos años des-
pués, el 1 de enero de 1959, el movimiento guerrillero de Castro tomó el poder
político en La Habana. ¿Cuál fue el marco en que se llevaron a cabo estos
acontecimientos y cuál es su explicación?
Un cierto número de características diferencian a Cuba de los casos que
hemos discutido hasta ahora. Primero, es relativamente pequeña, en especial
cuando se la compara con China o Rusia; en 1963 su población era de
5.829.000 y su superficie de 114.000 kilómetros cuadrados. Segundo, la cultu-
ra de la isla carece de profundidad en el tiempo: la sociedad cubana es produc-
to de la conquista española del hemisferio occidental, que empezó con su des-
cubrimiento por Cristóbal Colon en 1492. Los indígenas arawakos fueron ex-
terminados o asimilados; los sucesores de las poblaciones de habla arawaka
fueron españoles y una población africana traída en condiciones de esclavitud.
De este modo, mientras Rusia, China, Vietnam, Argelia y México tenían raíces
inmemoriales en un pasado neolítico autóctono, Cuba se creó como resultado
de la expansión del sistema comercial europeo del período moderno. Dentro
de Europa la hegemonía de España fue breve, pero la expansión española fue,
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a pesar de todo, una fase importante en la “creación del mundo como un sis-
tema social”.
Tercero, aunque la imagen de la economía de Cuba está ahora domina-
da por la producción de la caña de azúcar, el triunfo de este cultivo sobre otras
cosechas es un suceso relativamente tardío de la historia de la isla. Durante
los primeros siglos de ocupación española la isla sirvió principalmente como
base estratégica, que guardaba las rutas marítimas que unían al puerto de Cá-
diz en España con los puertos americanos de Panamá y México. La Habana
creció como consecuencia directa de las necesidades organizativas de la flota
española que transportaba la plata y del esfuerzo español para abastecer las
colonias con mercancías españolas: desde un comienzo La Habana estaba
orientada hacia el mar y hacia los contactos con el mundo exterior. El interior
de la isla se cultivó con tabaco y café y también se destinó a la ganadería, con
el fin de proporcionar carne para el mercado interior y cueros y sebo para la
exportación. No obstante, hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX, la
agricultura y la ganadería se realizaban en pequeña escala. De esto se deduce
que,
durante más de dos siglos, Cuba pudo crear su sociedad lentamente, sin per-
turbaciones prolongadas desde el exterior y evitar el modo de desarrollo por medio de
plantaciones. Nos podemos referir concretamente al aumento de una “adaptación crio-
lla” en el medio cubano [Mintz, 1964, p. xxii].
Al igual que la agricultura y la ganadería fueron de pequeña escala has-
ta los primeros años del siglo XIX, los esclavos africanos tuvieron relativamente
menos importancia en Cuba que en las otras islas y Iitorales del Caribe. Esto,
entonces, constituye una cuarta peculiaridad del desarrollo cubano. A fines del
siglo XVII, el total de la población de color de Cubano llegaba a más de 40.000,
en contraste con la pequeña Barbados con 60 000 esclavos, Haití con 450.000
y Virginia con 300.000 (Guerra y Sánchez, 1964, p. 46). Incluso después de
1880, cuando aumentó la producción de azúcar y se intensificó la esclavitud en
las plantaciones, la mayoría de los negros de Cuba vivía en pequeñas propie-
dades agrícolas o ganaderas, o bien se empleaban en trabajos urbanos.
Alexander von Humboldt, que visitó la isla en los primeros años del siglo XIX,
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calculó que en la producción de azúcar sólo se empleaban 60.000 esclavos,
74.000 en otras cosechas de alimentos y 45.000 en otros cultivos. Había más
de 73.000 en trabajos urbanos. Mientras que el Caribe y las colonias de tierra
firme de otras potencias
estaban, en su mayor parte, pobladas por un gran número de esclavos, que no
temían ninguna esperanza de mejorar su situación, y los únicos europeos que habita-
ban esas plantaciones eran los supervisores, los funcionarios gubernamentales y los
aventureros [Mintz, 1964, p. xxiii],
en Cuba, el trabajo esclavo en pequeñas propiedades agrícolas y en ofi-
cios artesanales proporcionaba una base para una transición más fácil de la
esclavitud a la libertad.
En el ambiente de esclavitud urbana, de pequeñas propiedades agrícolas y de
esclavitud artesanal que prevaleció en Cuba, no había una separación tajante entre
esclavo y el libre, entre los hombres blancos y los de color liberados. Los tres grupos
realizaban los mismos trabajos y con frecuencia compartían la misma existencia social
en los centros urbanos y en las zonas rurales; trabajaban lado a lado en huertas, cría
de ganado, cultivo del tabaco y varias otras ocupaciones rurales [Klein. 1967, p. 195].
El matrimonio entre miembros de diferentes razas era común y se reco-
nocía el derecho de un esclavo para hacer que se anunciara públicamente en
un tribunal su precio y comprar su propia libertad pagando a plazos. Se calcula
que en fecha tan tardía como a mediados del siglo XIX cerca de 2 000 escla-
vos se valían anualmente de esos derechos e iniciaban así su camino a la
emancipación.
No obstante, aunque la esclavitud se realizó a una escala relativamente
pequeña y sin importancia en los tres primeros tres siglos de la existencia cu-
bana, la importación de esclavos se intensificó después de que las ricas colo-
nias esclavistas francesas de Haití y Santo Domingo en el Caribe fueron pre-
sas de las devastaciones de la guerra y la rebelión, y el capital dedicado a la
producción de azúcar emigró de esas colonias en decadencia a las posesiones
españolas relativamente intactas. Entre 1792 y 1821 cerca de 250 000 escla-
vos negros pasaron por la aduana de La Habana y se calcula que otros 60 000
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fueron introducidos a través de puertos no autorizados. Una vez que estuvieron
en Cuba, esos esclavos se vieron sometidos a un régimen de trabajo cada vez
más duro. Sin embargo, deben decirse tres cosas sobre el papel de los negros
en la Cuba del siglo XIX. Primero, la intensificación del trabajo esclavo -que se
presentaba después de un período de relativa benignidad- también intensificó
el sentimiento de oposición a esa institución. Segundo, quedaba un gran grupo
de negros libres en la isla, que proporcionaron líderes importantes para las re-
beliones de esclavos en 1810, 1812 y 1844. Tercero, la relativa autonomía de
los grupos de esclavos durante los siglos anteriores se combinó con la fecha
reciente de importación en masa de éstos, para conservar importantes normas
culturales africanas en el suelo cubano. Esto no sólo era evidente por el creci-
miento de las organizaciones religiosas afrocubanas, que representaban una
fusión autónoma de creencias y rituales cristianos y africanos, sino también por
las sociedades secretas de negros, como la sociedad Abakúa, tipo “mafia”, que
regía en los muelles de La Habana (López Valdés, 1966). Tanto la organiza-
ción extralegal como el culto proporcionaron el centro de una continua vida po-
lítica y social del negro. Tales factores religiosos y políticos desempeñaron un
papel importante en la oposición de los negros a la esclavitud así como en la
formación de una conciencia negra entre la clase baja cubana.
El aumento del sentimiento de solidaridad nacional, apoyado por el
arraigado sentido de una herencia “criolla” común y la oposición a la esclavitud,
culminó en las guerras contra España. Éstas, a su vez, reforzaron a aquéllos,
cuando las primeras conspiraciones produjeron la guerra cubana de indepen-
dencia en 1868. En 1878 se firmó una paz en El Zanjón, pero unos cuantos
líderes cubanos, como el héroe popular Antonio Maceo y Calixto García, con-
servaron vivas las llamas de la rebelión hasta que surgió nuevamente una gue-
rra total en 1895.
Desde 1896 la guerra la dirigió, por parte de los españoles, el general
Valeriano Weyler, empleando toda la serie de tácticas antiguerrilleras que se
habrían de popularizar posteriormente en Argelia y Vietnam, como el uso de
barreras fortificadas parase parar una región de la otra, operaciones de “lim-
pieza” a través del campo, reubicación forzosa de la población y campos de
concentración. Se calcula que las bajas en esta sangrienta guerra fueron de
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400 000 cubanos y 80 000 españoles. En 1898, cuando los rebeldes cubanos
lograron arrebatar a los españoles el control de la mayoría de las zonas rurales
de la isla, los Estados Unidos intervinieron, en la contienda. La intervención de
los Estados Unidos terminó efectivamente con el control español en las ciuda-
des, pero también sentó las bases para las fuertes disputas entre los rebeldes
y sus nuevos aliados. La asamblea revolucionaria de Jimagayú había conside-
rado la guerra, en 1895, como la continuación de los anteriores esfuerzos para
expulsar a los españoles, y se consideraba a sí misma como el cuerpo repre-
sentativo de la República Cubana en armas. Los Estados Unidos no reconocie-
ron ni a la Asamblea ni el derecho de su general, Calixto García, de participar
en la capitulación española de La Habana. Esta actitud tuvo la consecuencia
de que el nacionalismo cubano -con todo el ímpetu que había adquirido duran-
te su prolongada lucha por la independencia- se volviera contra los Estados
Unidos. Más semillas de discordia se sembraron durante la ocupación nortea-
mericana de la isla hasta 1909 y como resultado de las limitaciones de la sobe-
ranía cubana en la denominada Enmienda Platt a la Constitución cubana de
1901 que estipulaban que Cuba no haría tratados que comprometiesen su so-
beranía; no contraería deudas exteriores sin garantía de que podrían pagarse
los intereses con los ingresos ordinarios; otorgaba a los Estados Unidos el de-
recho de intervenir con el fin de proteger la soberanía cubana y un gobierno
capaz de garantizar la vida, la libertad y la propiedad y le permitía a los Esta-
dos Unidos comprar o vender tierra para establecer puestos de cabotaje o ba-
ses navales. Después de la aceptación de la enmienda, los Estados Unidos
ratificaron un acuerdo sobre aranceles que daba al azúcar cubano preferencia
en el mercado norteamericano y protección a determinados productos nortea-
mericanos en el mercado cubano. Como resultado de la acción norteamerica-
na, la producción de azúcar llegó a tener el dominio completo de la economía
cubana, en tanto que el consumo interior cubano se integró en el mercado de
los Estados Unidos. No es sorprendente que los nacionalistas cubanos llega-
ran a ver a los Estados Unidos con amargura y odio. El historiador cubano
Herminio Portell Vilá ha escrito que
la Revolución cubana de 1868-1898 cumplió sus fines de destruir y cambiar los
cimientos de la estructuración política, económica y social del país, para remplazarlos
y reconstruirlos de acuerdo con las conveniencias nacionales. La tea, el batallar, la
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reconcentración, la derrota del partido español, etc., preparaban el porvenir de una
nueva Cuba, cuando la intervención norteamericana en la isla restableció en su esen-
cia económica y social, con sus derivaciones políticas, el régimen destruido, y lo con-
solidó [1938, pp. 10-14].
En esta perspectiva, los intelectuales cubanos hablaron por largo tiem-
po de una “revolución frustrada”, por los Estados Unidos.
Si en las últimas décadas que precedieron a la ocupación norteamerica-
na la industria azucarera de Cuba ya había empezado a eliminar la explotación
tradicional en pequeña escala y pequeño ingenio, durante “la égida del poder
norteamericano se propagaron los primeros cambios de la industria azucarera
y toda la industria se amplió considerablemente” (Mintz, 1964, p. xxix). El resul-
tado fue el crecimiento del combinado tierra-fábrica, que reúne en la misma
entidad organizativa “masas de tierras, masas de máquinas, masas de hom-
bres y masas de dinero” (Ortiz, 1947, p. 52). A medida que los ingenios azuca-
reros o centrales aumentaban su capacidad para manejar mayores cantidades
de caña, el número de ingenios disminuyó de 1 190 en 1877 a 207 en 1899, y
a 161 en 1956 (Guerra y Sánchez, 1964, p. 77; Villarejo, 1960, p. 81). Al mis-
mo tiempo los ingenios ampliaron sus tenencias de cañaverales. En 1959 los
principales 28 productores de caña tenían 1 400 000 hectáreas y rentaban
otras 617 000 hectáreas, controlando así, más del 20% de la tierra en propie-
dades agrícolas y casi una quinta parte del territorio cubano (Seers, 1964, p.
76). Las compañías propiedad de norteamericanos tenían 9 de las 10 centrales
más grandes, y 12 de veinte que les seguían en tamaño; las centrales contro-
ladas por norteamericanos producían cerca del 40% de la cosecha de la isla y
controlaban el 54% de la capacidad de molienda de la isla. No era difícil, por lo
tanto, ver a los ingenios como reductos extranjeros “donde impera un procón-
sul ejecutivo como delegado del poderío lejano imperial” (Ortiz, 1947, p. 63),
ejerciéndolo a través de una extensa estructura vertical.
No sólo es extranjera la intervención de las cantidades azucareras, ejercida allá
en Estados Unidos, desde ese centro de irradiación de potencia crematística que se
ha dado en llamar Wall Street, sino que suele ser extranjera la nacionalidad de la per-
sona jurídica señora del ingenio. Es extranjero el banco que financia las zafras,
extranjero el mercado consumidor, extranjero el personal administrativo que se
establece en Cuba, extranjera la maquinaria que se implanta, extranjero el capital que
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ce en Cuba, extranjera la maquinaria que se implanta, extranjero el capital que se in-
vierte, extranjera por adueñamiento foráneo la tierra misma de Cuba enfeudada al
señorío del ingenio, y extranjeras, como es lógico, son las grandes utilidades que emi-
gran del país para enriquecimiento de extraños [1947, p. 63]
Además, a medida que aumentaba la agricultura en gran escala, nece-
sariamente decayó la pequeña agricultura independiente. En su lugar, las cen-
trales en crecimiento estimularon el desarrollo de una clase de cultivadores
dependientes, los colonos, que -trabajando el 85% de todas las unidades agrí-
colas en sólo una quinta parte de la tierra agrícola- necesitaban del ingenio
para moler su caña y financiar su cosecha. La mayor parte del azúcar, ya fuera
de las cañas de los colonos o de las plantaciones, se vendía a los Estados
Unidos, en donde su ingreso se regía por un sistema de cuotas que repartía las
ventas de azúcar entre los productores internos y los extranjeros. La caña de
azúcar representaba entre el 80 y el 90% de todas las exportaciones cubanas y
una tercera parte del ingreso total de la isla. Ligada tan estrechamente con las
necesidades del mercado norteamericano, también sufría los auges y vicisitu-
des de ese mercado, según subieran o bajaran los precios, con enormes re-
percusiones sobre la desigual distribución del ingreso dentro de la isla.
Para manejar el ingenio y para la zafra, la industria del azúcar creó una
fuerza de trabajo, formada por los descendientes de los antiguos esclavos, pe-
queños propietarios empobrecidos y emigrantes haitianos o jamaiquinos. El
resultado fue el surgimiento de un proletariado rural numeroso, que no tenía
ninguna propiedad sobre la tierra y que se veía obligado a vender su fuerza de
trabajo en un mercado libre de mano de obra. Constaba de unos 500 000 cor-
tadores de caña y cerca de 50 000 trabajadores de los ingenios. La presencia
de esta fuerza de trabajo en Cuba hace el caso cubano radicalmente diferente
de otros casos considerados en este estudio. Un proletariado rural no es un
campesinado. Como ha escrito el antropólogo Sidney Mintz,
un proletariado rural que trabaja en plantaciones modernas se hace inevita-
blemente distinto en su comportamiento y cultura de los campesinos. Sus miembros
no tienen ni quieren (eventualmente) tierra. Sus circunstancias económicas y sociales
especiales los llevan en otra dirección. Prefieren el establecimiento de salarios míni-
mos y semanas de trabajo estipulados, servicios médicos y educativos adecuados,
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mayor poder de compra y beneficios y protecciones similares. En estos aspectos difie-
ren tanto de los campesinos -que con frecuencia son conservadores, desconfiados,
frugales y tradicionalistas- como de los granjeros, que son los empresarios del campo,
la clase media rural previsora orientada al comercio. Tal diferenciación no agota las
posibilidades de la sociología del campo cubano; pero cuando menos indica que
hablar del “campesinado” cubano, como si la población rural fuera una masa indife-
renciada de propietarios de tierra empobrecidos, es perder de vista por completo la
complejidad que presenta la América Latina rural. Los campesinos que, mediante un
proceso de desarrollo de las plantaciones, han sido transformados en proletarios rura-
les ya no son las mismas personas [Mintz, 1964, p. xxxvii].
Sujeto a las características de la industria azucarera, este proletariado
cubano -al igual que los trabajadores de las plantaciones de caña de azúcar de
otras zonas del Caribe- sufría gravemente las severas variaciones estacionales
de la ocupación de la industria. La cosecha de la caña de azúcar se concen-
traba en un período limitado a tres o cuatro meses. Después de la cosecha
sólo se necesitan unos pocos trabajadores para plantar e irrigar los campos, y
otra pequeña cantidad para el procesado en los ingenios. El período importan-
te y decisivo de la cosecha, la zafra, contrasta con el prolongado período
“muerto” o “tiempo muerto”, cuando dos terceras partes de todos los trabajado-
res de los ingenios y 19 de cada 20 de los trabajadores del campo quedaban
sin trabajo (Zeitlin, 1967, p. 51). De este modo, la industria azucarera cubana
no sólo estableció el régimen de un monocultivo dominante en la isla, sino
también ató una fuerza de trabajo numerosa y concentrada a un ciclo econó-
mico que alternaba largos períodos de hambre con breves períodos de intensa
actividad. El deseo de los trabajadores azucareros cubanos de romper este
ciclo habría de constituir una de las principales bases de sustentación para el
gobierno revolucionario después de su ascenso al poder (Zeitlin, 1967).
A cambio de una cuota asegurada para el azúcar dentro de los Estados
Unidos, Cuba -a su vez- permitía importar a la isla tanto capital como productos
norteamericanos. Los empresarios norteamericanos de la isla llegaron a po-
seer
más del 90% de los servicios de teléfono y de electricidad, la mitad de los ser-
vicios públicos ferrocarrileros, una cuarta parte de todos los depósitos bancarios... y
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gran parte de la minería, producción de petróleo y ganadería... Las principales compa-
ñías norteamericanas estaban muy unidas, tanto por directorios que tenían los mismos
miembros como por el interés común; los negocios y las decisiones se hacían tenien-
do en cuenta su interés mutuo [MacGaffey y Barnett, 1962, p. 177].
Al mismo tiempo, Cuba no podía proteger a su incipiente industria de las
importaciones provenientes de los Estados Unidos implantando aranceles ade-
cuados. “Las concesiones arancelarias cubanas”, observó el economista Henry
Wallich, “al limitar las posibilidades de la industria interior han sido más menos
el precio de una cuota azucarera razonable en el mercado de los Estados Uni-
dos” (1950, p. 12).
Durante el primer cuarto del siglo xx, el monocultivo de las plantaciones,
manejado bajo los nuevos auspicios, demostró ser un impulsor del crecimiento
relativamente rápido de la economía cubana; durante este período el poder de
compra del azúcar aumentó más del doble. Sin embargo, en los años posterio-
res la economía empezó a mostrar signos de estancamiento. En 1951 la Misión
Truslow del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (Misión Técnica
y Económica, 1951, p. 57) resumió sus impresiones de Cuba diciendo que,
desde 1924-1925, la economía cubana ha carecido de dinamismo y ha sido in-
estable. Apenas ha conservado su nivel en las tendencias a largo plazo del ingreso
real per capita. Se ha caracterizado por un gran número de desocupados, subocupa-
ción e inseguridad general para los productores independientes, comerciantes y asala-
riados.
Presentaba la economía como una economía “que había perdido su di-
námica anterior a 1925 y aún no encuentra una nueva dinámica”. De manera
similar, Dudley Seers describió el panorama como uno
de estancamiento crónico a partir de los años veinte en lo referente al ingreso
real per capita. La tendencia ascendente del ingreso apenas se mantuvo a la par con
la tasa de crecimiento de la población [Seers, 1964, p. 12].
Aunque el desarrollo de la economía no se mantenía a la par con el au-
mento de la población, no era, sin embargo, una economía pobre en los térmi-
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nos absolutos empleados por muchos estudiosos de la economía del desarro-
llo para medir el funcionamiento de estas economías. Entre las 20 repúblicas
latinoamericanas, Cuba ocupaba el quinto lugar por el ingreso anual per capita,
el tercero por las personas no empleadas en la agricultura, el tercero o cuarto
por la esperanza de vida, el primero en construcción de ferrocarriles y la pro-
piedad de televisores, el segundo en consumo de energía y el cuarto por nú-
mero de doctores por cada mil habitantes (Goldenberg, 1965, pp. 120-1).
Además, se había llevado a cabo alguna diversificación en los cultivos después
de la segunda guerra mundial: por ejemplo, antes de la guerra se importaba
casi todo el maíz y frijol; a fines de los años cincuenta, Cuba producía casi todo
lo que consumía. De manera semejante, se había presentado alguna
diversificación en el desarrollo industrial. Pero “lo que inhibía el crecimiento
económico de la isla no eran las cantidades absolutas de los factores de la
producción existente, sino la forma en que estaban organizados” (O’Connor,
1964a, p. 247).
Cuba proporciona un excelente ejemplo de una economía y una socie-
dad “distorsionadas”. Ligada al mercado norteamericano, se le sujetó a las po-
derosas tendencias ascencionistas creadas por el sistema económico nortea-
mericano; no obstante, los mismos mecanismos que ligaban a Cuba a los Es-
tados Unidos crearon también límites a su capacidad para efectuar decisiones
autónomas sobre el empleo de sus recursos.
De este modo, por ejemplo, Cuba no desarrolló
una clase capitalista numerosa propia. En la práctica, al igual que por defini-
ción, un capitalista debe tener el poder y la libertad de desarrollar y elegir entre alter-
nativas empresariales importantes y su campo de decisiones debe incluir las fuentes y
los términos de su acumulación de capital. Para citar un ejemplo de la historia nortea-
mericana, en ciertas fases de su desarrollo los capitalistas dependen de una deuda
nacional corriente como medio para acumular capital y, no obstante, este importante
instrumento fue negado a los cubanos por los gobernantes norteamericanos. Los capi-
talistas cubanos carecían de otras libertades similares debido al poder de los numero-
sos norteamericanos que hacían esas decisiones formal o informalmente [Williams,
1966, pp. 191-2].
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Por consiguiente, la clase alta cubana fue incapaz de desarrollar una
función económica o política independiente. Su mayor fuente de seguridad es-
taba en la inversión en bienes raíces y en la construcción especuladora, con
frecuencia relacionada con las demandas de la industria turística. Gran parte
de su ingreso se aseguraba mediante la evasión de impuestos, la usura y la
corrupción. Sus principales inversiones se hacían, en su mayor parte, bajo el
cuidado de hombres de negocios norteamericanos, en instituciones norteame-
ricas. Incapaz de ser una burguesía independiente tampoco podía actuar como
burguesía nacional. Muchos de sus miembros habían tenido antes la nacionali-
dad española o norteamericana. Tampoco podía crear un nexo efectivo con la
aristocracia criolla latifundista, del género que existía en el interior de otros paí-
ses latinoamericanos, ya que este grupo había sido reemplazado por los em-
presarios de las grandes corporaciones que funcionaban bajo el patrocinio de
los Estados Unidos. De este modo, la clase alta cubana también carecía de
recubrimiento protector característico de un poder oligárquico” (Blackburn,
1963, p. 64, nota 40). Concentrada en La Habana, sus “tradiciones, ideas e
ideales sufrieron una mutación continua y distorsionada hacia la cultura nor-
teamericana”(Williams, 1966, p. 190), sin un incremento concomitante de su
capacidad para el manejo autónomo de esa cultura. Fidel Castro, en su discur-
so del 1 al 2 de diciembre de 1961, caracterizó a este estrato y a sus miembros
tout court como una “lumpenburguesía”. Procesos semejantes también afecta-
ron el crecimiento de las llamadas clases medias. Por lo general el comercio
estaba en manos de españoles y chinos. Los cubanos estaban representados
principalmente en las profesiones liberales y en los organismos de gobierno.
Las empresas norteamericanas empleaban a unas 160 000 personas (Har-
bron, 1965, p. 48). Un sistema de gobierno hipertrofiado absorbía, en 1950, a
186 000 funcionarios públicos, o sea, cerca del 11% de la población activa to-
tal, asignándoles el 80% de los ingresos públicos (Goldenberg, 1965, p. 130).
El resto estaba formado por colonos, profesionales, personal del ejercito y ar-
tesanos no desplazados por la intrusión de la industria norteamericana. Los
límites de esta clase heterogénea no eran claros. Algunos de sus miembros
lograron, en el transcurso de los años, subir a la clase alta (Carvajal, 1950, p.
35); otros “seguían ligados a los sectores de la clase baja de que procedían”
(Álvarez, 1965, p. 628). Entre ellos estaban los trabajadores más privilegiados
empleados en la industria ligera y los servicios públicos. También entre ellos
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había personas relacionadas con la gran “masa parásita, proliferante”, en nú-
mero de 250 000, entre sirvientes, meseros, pequeños comerciantes, peque-
ños artistas y alcahuetes, “creada por la combinación de la desocupación con
los modos de vida lujosa de los ricos locales y los turistas” (Blackburn, 1963, p.
83). Tampoco puede estimarse correctamente la magnitud total de este sector.
Algunos observadores (por ejemplo, Draper, 1965, p. 105, y Raggi, 1950, p.
79) asignan una tercera parte de la población cubana a esta incierta categoría;
otros (por ejemplo, Nelson, 1966, p. 196) creen que “no es del todo seguro que
exista una clase media”. Sin embargo, hay un acuerdo general en que los
miembros de esta clase media estaban expuestos a grandes presiones eco-
nómicas que con frecuencia obstruían su movilidad o ponían en peligro sus
logros. También hay unanimidad en que a la clase media le faltaba coherencia
y una capacidad común para defender sus intereses comunes. Más bien, cons-
tituían “un agregado muy dividido de facciones que perseguían sus propias me-
tas” (MacGaffey y Barnett, 1962, p. 39).
Al igual que la clase alta, los miembros de la clase media se concentra-
ban en torno al centro urbano de La Habana, que -con su población de 790
000 habitantes- llegó a incluir a uno de cada siete cubanos. La Habana era
tanto el punto de ingreso de la influencia norteamericana como el principal
nexo entre la isla y la sociedad y economía del continente norteamericano. Con
grandes contrastes entre sus clases media y alta que seguían los ideales de
movilidad social y consumo norteamericanos y sus pobres, demostraba, no
obstante, en su ambiente y estilo de vida, el magnetismo que ejercía la “forma
de vivir” norteamericana. Sin embargo, La Habana, al igual que gran parte de
la sociedad cubana, era “en cierta medida parásita”, con su numerosa pobla-
ción de desocupados que tenía que ser sustentada por la población trabajado-
ra y con su ostentación de actividades no productivas (Goldenberg, 1965, p.
134), Ejemplificaba, par excellence, el contraste entre el campo que se atrasa-
ba cada vez más, y una clase media casi demasiado grande para que pudiera
sustentarla la economía” (Draper, 1965, p. 105). No es asombroso que, el Che
Guevara (1968a, p. 31) comparara a un país subdesarrollado con un “enano de
enorme cabeza y pecho hinchado” cuyas “débiles piernas y cortos brazos no
guardan proporción con el resto de su anatomía”; y George Blankston indicara
con gran acierto una de las principales fuentes del poder de Castro cuando dijo
que “el ascenso de Castro al poder fue el triunfo de la Cuba rural sobre La
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Habana” (1962, p. 123).
Entre la gran masa de cortadores de caña y la clase media estaba tam-
bién el proletariado urbano, que ascendía a unos 400 000. Ya hemos visto que
sus rangos más privilegidos -los trabajadores en las industrias ligeras y servi-
cios públicos- se confundían imperceptiblemente con la categoría de la clase
media; estaban, de hecho, organizados en sindicatos de oficios que trabajaban
para defender sus intereses particulares. Por otra parte, el estrato más pobre
de la clase trabajadora se confundía imperceptiblemente con la gran masa de
desocupados y subocupados urbanos, estimada en unos 700 000. El movi-
miento sindical cubano afirmaba que sus miembros llegaban un millón, pero
como informó el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento en 1950
con mucha frecuencia los miembros son más nominales que reales (en el sen-
tido de una participación activa, informada). El nivel de educación de los afiliados es
por lo general bajo. En su mayoría, los sindicatos cubanos carecen de una base de-
mocrática realmente fuerte, y no están firmemente basados en relaciones de negocia-
ción colectiva legítima al nivel de la fábrica o del taller. Tienden, por lo tanto, a conver-
tirse en instrumentos de popularidad para los líderes políticos ambiciosos que buscar
presentar alguna doctrina o partido en nombre del trabajo organizado, promover sus
fortunas personales o su posición política [citado en Smith, 1966, p. 131]
¿Cuál era la naturaleza del sector político dentro de tal estructura en
continuo estado de desequilibrio? Aquí podemos observar nuevamente la po-
derosa influencia de la presencia norteamericana. Se manifestaba en parte por
medio de una intervención directa y en parte estableciendo límites sobre el gé-
nero de actividad política que se permitía a la población cubana. En los prime-
ros días de la nueva república, los Estados Unidos intervinieron dos veces con
tropas, enviando a la isla la infantería de marina entre 1906 y 1908 y nueva-
mente entre 1912 y 1922. También uso su poder para otorgar reconocimiento a
los líderes políticos cubanos que favorecía, y retirársela a los líderes que des-
aprobaba. De esta manera, los Estados Unidos reconocieron y apoyaron rápi-
damente a los regímenes fuertes militares del general Gerardo Machado
(1925-1933) y del general Fulgencio Batista (1934-1944, 1952-1958). Por otra
parte se negó a reconocer en 1933-1934 al régimen reformista de Ramón Grau
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San Martín, quien era partidario de la nacionalización de los servicios públicos
y la reforma agraria, y quien pudo haber seguido un camino distinto al de su
predecesor Machado y al de su sucesor Batista. El estudioso de la ciencia polí-
tica Federico G. Gil dice:
La negación de los Estados Unidos de reconocer a Grau San Martín fue un fac-
tor importante en la caída de su gobierno. Preocupada por los peligros inherentes a
una revolución social y su efecto sobre los intereses creados de los Estados Unidos
en la isla, la política norteamericana tenía como objetivo la preservación del statu
quo...No podemos menos que preguntamos si Cuba habría tomado un curso diferente
si en esa época los Estados Unidos hubieran favorecido cambios económicos y socia-
les necesarios. . . Es lícito hacer tal pregunta, ya que en algunos aspectos el fenóme-
no cubano de los años cincuenta fue simplemente la reencarnación del proceso revo-
lucionario interrumpido en los años treinta [1966, p. 150].
El poco deseo de los Estados Unidos de favorecer cualquier cambio im-
portante, tanto dentro de Cuba como en la relación de Cuba con sus intereses,
creó dudas graves y serias con respecto a la capacidad de cualquier gobierno
cubano para patrocinar los intereses de la isla. La política cubana, privada de
metas nacionales, se convirtió en una especie de charada en que las únicas
ganancias posibles eran las que se obtenían por determinados sectores de la
tesorería del Estado cliente neocolonial, una opción que, además,
perpetuó la tradición española de que los cargos públicos deben convertirse en
una fuente de ganancias privadas. De este modo, la política se convirtió en un instru-
mento para obtener ventajas personales y en poco más que una pugna entre faccio-
nes por la obtención en la propiedad del gobierno. Los partidos se basaban en intere-
ses de grupos; y el personalismo más que el principio determinaba a los miembros de
los partidos. . . El gobierno se parecía, de hecho, a la lotería que desempeñaba un
papel tan importante en la política cubana. La vida pública esta permeada por una
psicosis ventajista, pujando uno de los sectores de la clase media contra el otro por
las prebendas gubernamentales [Hennessy, 1966, pp. 23-4].
Estas pugnas iban acompañadas con frecuencia por guerras entre pan-
dilleros y otros tipos de violencia (Stokes, 1953; Suárez, 1967, pp. 11-5); fre-
cuentemente la recompensa era el acceso a fondos públicos y privados, acep-
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tándose la corrupción como un tipo de capitalización pública del grupo victorio-
so. Los críticos de la política cubana, a su vez, pedían a menudo una “morali-
zación” del gobierno, más que un cambio estructural de las condiciones de in-
moralidad. En este respecto, también, el actual régimen de Castro tiene ante-
cedentes en varios personajes políticos como Antonio Guiteras, ministro del
interior de Grau San Martín, quien acuñó el lema “Vergüenza contra dinero”, y
Eduardo Chibás del Partido Ortodoxo, que se suicidó en los días que precedie-
ron a la segunda toma del poder por Batista. El movimiento 26 de Julio, dirigido
por Castro, con su actitud puritana con respecto a la moralidad pública, se vio
fortalecido por esta gran necesidad de “un cambio en las costumbres públicas”
(Gil, 1962, p. 386).
La mayoría de los estudiosos han interpretado los regímenes dictatoria-
les de Fulgencio Batista como dos instancias más de la propensión hispana o
latinoamericana al liderazgo personal o personalismo. En verdad el liderazgo
es un razgo importante de la política latinoamericana; sin embargo, un análisis
en términos de personalismo omite tres aspectos de la situación cubana que
requieren una mayor explicación. Primero, es obvio que las distintas fuerzas
políticas de Cuba eran demasiado débiles para que cualquier grupo o clase
terminara el estancamiento político. Como ha dicho James O’Connor, “el equi-
librio de las fuerzas de clase -tomando en cuenta el tamaño, la organización
y la moral- creó un vínculo político en el que ninguna clase toma la iniciativa
política” (1964b, p. 107). Tal situación favorecía a un dictador que podía en-
frentar entre sí los distintos grupos importantes. Segundo, frecuentemente no
se observa que dar representación -en forma no electoral- a varios los regíme-
nes de Batista representan un esfuerzo por grupos de intereses importantes.
Dependía de todas las clases y “se podían encontrar representantes de todas
las clases en importantes posiciones ejecutivas en todos los gobiernos desde
1935. Esto incluye a los trabajadores” (1964b, p. 107). En este respecto, de-
bemos recordar que los trabajadores estaban representados en el primer régi-
men de Batista por dos comunistas en posiciones ministeriales y por líderes
sindicales comunistas. Cuando el poder pasó de los líderes comunistas a los
líderes sindicales anticomunistas en 1950, se dio participación a estos nuevos
líderes en el segundo gobierno de Batista. A su vez, el Partido Comunista no
hizo nada para enfrentar al régimen políticamente, dependiendo por completo
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de tácticas sindicalistas. Tampoco apoyó a los rebeldes castristas. Denuncio el
levantamiento de Moncada en 1953 como un “golpismo aventurero”, criticó a
los rebeldes de la Sierra como terroristas y conspiradores, y se opuso a las
huelgas que se habían programado en 1958. En julio de 1958 el líder comunis-
ta Carlos Rafael Rodríguez que había sido ministro del gobierno de Batista en
1940, fue a la Sierra para establecer contactos con los fidelistas.
La organización semisindicalista del régimen de Batista constituye el ter-
cer aspecto digno de comentario. Por una parte, ligó a un sector de cada clase
importante al aparato gubernamental, dándole así a la vez un firme interés en
la conservación de éste y debilitándolo al enfrentarlo a posibles competidores.
James O’Connor ha caracterizado la situación de la siguiente manera:
De mucho mayor importancia fue que, a mediados de los años cincuenta, sec-
tores de cada clase habían logrado atrincherarse firmemente en la burocracia estatal.
De este modo, el carácter de la lucha de Castro estuvo determinado en parte por el
resultado de los disturbios anteriores, que eliminaron una sólida base clasista de po-
der político y originaron las condiciones para que cada clase creara algún tipo de inte-
rés en la política económica nacional. Estos intereses creados se beneficiaban tanto
del sistema de controles del mercado como de las políticas económicas redistributivas
nacionales. De esta manera se desarrolló la situación paradójica en la que sectores de
cada clase se beneficiaban por el sistema, mientras que otros se beneficiarían única-
mente con su destrucción [1964b, p. 108].
Al participar algunos miembros de cada categoría social en el gobierno y
quedar otros fuera de éste, se originaban múltiples conflictos entre los primeros
y entre éstos y los segundos, pero no una oposición radical -en términos socio-
lógicos- entre defensores y antagonistas del sistema social. El sociólogo Lewis
Coser ha indicado que el “conflicto, más que destructor y separatista, puede de
hecho ser un medio de equilibrar y, por lo tanto, conservar en funciones a una
sociedad” (1956, p. 137). De este modo, en el caso cubano el conflicto sólo
llevó aun “empate”, y ese “empate” produjo conflictos, sin que ningún grupo
pudiera desarrollar la suficiente influencia para sacar al sistema de su estan-
camiento. No obstante, como ha escrito James O’Connor,
el desarrollo económico [después de 1950] requería una autonomía nacional
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total; la estabilidad política (condición previa para la inversión extranjera), en ausencia
de una clase fuerte y estable que sustente el gobierno burgués, requería de la depen-
dencia de Washington. El desarrollo económico exigía un sistema monetario indepen-
diente y la autonomía monetaria; la estabilidad política necesitaba que se protegiera a
la isla de la inflación, y que el peso siguiera a la par con el dólar, conservando a la isla
como una colonia monetaria de los Estados Unidos. El desarrollo económico requería
que Cuba pudiera posponer, ajustar y modificar sus pagos internacionales; la estabili-
dad política exigía pagos rápidos y totales [en 1957-1958, el 70 % de los cobros de
crédito de los Estados Unidos se clasificaron como “inmediatos” y el 90% se pagaron
en treinta días]. El desarrollo económico necesitaba que Cuba pudiera -aprovechar las
ventajas de instrumentos comunes de política económica nacional tasas de cambio
múltiples, cuotas a la importación, etc.-; la estabilidad política requería que los acuer-
dos comerciales internacionales de Cuba se arreglaran según los intereses de los co-
merciantes de los Estados Unidos. Para el desarrollo económico era indispensable
que Cuba se liberara del sistema de cuotas azucareras; la estabilidad política exigía
que el destino de Cuba se ligara a los intereses y a los caprichos del Congreso de los
Estados Unidos [1964b, p. 106].
De este modo, la conservación del estancamiento político contribuyó di-
rectamente a inhibir el desarrollo económico y a garantizar aquella estabilidad
política que hacía imposible superar los desequilibrios del sistema social. En
estas condiciones, sólo el empuje de una nueva fuerza desde fuera del sistema
podía proporcionar el impulso adicional necesario para terminar con la estruc-
tura continua de conflicto y de resolución de conflicto, y la resultante condición
de “impotencia” política.
El grupo rebelde de Fidel Castro demostró ser esa fuerza “exterior”. La
política “interior” había demostrado en dos ocasiones, en los treinta años ante-
riores, su incapacidad para efectuar un cambio estructural de importancia en la
sociedad cubana. Durante el período de oposición contra el sanguinario Ma-
chado y durante el breve lapso del régimen nacionalista radical de Grau San
Martín, los estudiantes universitarios tomaron el control de la Universidad de La
Habana y los trabajadores ocuparon las estaciones de ferrocarril, los servicios
públicos y las centrales azucareras para establecer soviets de poca duración o
consejos de trabajadores, campesinos y soldados siguiendo el modelo ruso. El
movimiento tuvo vigencia en particular en la provincia de Oriente, que poste-
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riormente sería el centro del esfuerzo rebelde. Las ocupaciones fueron organi-
zadas por el joven Partido Comunista, creado en 1926; los comunistas también
habían logrado organizar el primer sindicato nacional de trabajadores del azú-
car (SNOIA) y las “ligas campesinas” entre los trabajadores rurales. Sin em-
bargo, a pesar de su considerable prestigio y poder, el Partido Comunista no
pudo ir más allá. Hay pruebas de que se abstuvo de participar en la lucha co-
ntra Machado por temor a provocar la intervención imperialista (Zeitlin y
Scheer, 1963, p. 112); no apoyó al régimen de Grau, que consideraba un “te-
rrateniente burgués”; apoyó públicamente al primer régimen de Batista, y des-
pués de éste se concentró en objetivos sindicales más que en objetivos políti-
cos. Así llegó a representar el prototipo de la “máquina de partido que debe ser
alimentada” contra la que se ha manifestado Régis Debray. De este modo, to-
mó una actitud esencialmente pasiva durante los primeros dos años del es-
fuerzo guerrillero.
El movimiento del 26 de Julio, dirigido por Castro, representa, así, tanto
una continuidad con la acción radical del pasado como un distanciamiento de
ella. El mismo Castro tuvo su iniciación política en las violentas peleas de los
llamados grupos de acción de finales de los años cuarenta, que se oponían a
la coalición del Partido Comunista con Batista y favorecían tácticas de insu-
rrección. Durante una breve participación en la política electoral, se lanzó en
1952 como candidato del Partido Ortodoxo en unas selecciones que, sin em-
bargo, nunca se llevaron acabo debido al segundo golpe de Estado de Batista.
El 26 de Julio de 1953 organizó un ataque de 125 hombres contra las barracas
del ejército en Santiago de Cuba. El ataque dio al movimiento su nombre, pero
fracasó. Castro fue apresado y liberado dos años después. Durante su exilio
en México rompió con el Partido Ortodoxo para organizar una nueva insurrec-
ción. Se debía combinar el desembarco de fuerzas cubanas desde México con
otro levantamiento en Santiago; 82 hombres al mando de Castro desembarca-
ron en Cuba, pero el levantamiento fracasó y el grupo de Castro fue casi des-
truido entre el 2 y el 5 de diciembre de 1956. La docena de sobrevivientes de
los combates huyó a la Sierra Maestra, donde se reorganizaron para continuar
la lucha contra Batista; esta vez, con tácticas guerrilleras.
A partir de entonces se abrió una brecha cada vez mayor entre las orga-
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nizaciones que esperaban movilizar a las masas rurales y urbanas para el es-
fuerzo revolucionario y los castristas que se basaban en la acción militar de un
pequeño grupo, utilizando las montañas de la provincia de Oriente como refu-
gio. Este conflicto ha llegado a conocerse como la oposición del llano y de la
sierra (véase Guevara 1968, pp. 242-3). Desde el punto de vista del Partido
Comunista, la banda rebelde seguía una estrategia blanquista, así llamada por
el revolucionario francés Auguste Blanqui. Engels describió al “blanquismo”
como la opinión de que
un número relativamente pequeño de hombres resueltos y bien organizados
será capaz, en un momento favorable, no sólo de apoderarse del control del Estado,
sino también de conservar el poder, mediante una acción enérgica e inflexible, hasta
que hayan logrado atraer las masas del pueblo a la revolución, agrupándolas en torno
a un pequeño grupo de líderes.
Esta opinión era anatema para la mayoría de los comunistas. Lenin es-
cribió que “la rebelión debe basarse en el levantamiento revolucionario del
pueblo”; no obstante, teníamos aquí un movimiento que esperaba producir el
levantamiento popular introduciendo en la situación cubana desde el exterior a
un grupo rebelde.
¿Cómo se atrajo el grupo rebelde a las masas? El núcleo original de la
fuerza rebelde estaba formado principalmente de los que se han denominado
“intelectuales revolucionarios”, la mayoría procedentes de la clase media. Al-
gunos eran estudiantes (Raúl Castro, Fauré Chomón), otros abogados (Castro,
Dorticós), algunos doctores (Faustino Pérez, René Vallejo), algunos profesores
(Frank País), unos pocos desocupados urbanos (Camilo Cienfuegos, Efigenio
Almeijeiras). “Ninguno de nosotros -escribió el Che Guevara (citado en Draper,
1965, p. 68)-, del primer grupo que llegó en el Granma, y que nos establecimos en la Sierra
Maestra y aprendimos a respetar al campesino y al trabajador viviendo con ellos, tenia
antecedentes obreros o campesinos.
El primer hombre con relaciones en la población rural que se unió a la
rebelión fue Guillermo García, negociante en ganado de la zona en que resistí-
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an los rebeldes; el 6 de mayo de 1957 se le ascendió a capitán y “se le hizo
cargo de todos los campesinos que ingresaran nuevos a las columnas” (Gue-
vara, 1968, p. 157). No obstante, el reclutamiento de campesinos fue lento.
El problema fundamental era que si nos veían tenían que denunciamos, pues
si el ejército llegaba a saberlo por otras vías estaban perdidos; la denuncia iba contra
su propia conciencia y, además, también los ponía en peligro porque la justicia revolu-
cionaria era expedita.
Pese a un campesinado aterrorizado, a lo mas, neutral, inseguro, que elegía
como método para sortear la gran disyuntiva el abandonar la sierra, nuestro ejército
fue asegurándose cada vez más.. . [Guevara, 1968, p. 243].
Ante el lento reclutamiento de campesinos, los refuerzos enviados a la
sierra desde el llano -en especial por Frank País que trabajaba en Santiago de
Cuba- resultaron vitales. Cincuenta hombres armados se unieron a la columna
entre el desembarco el 2 de diciembre y el ataque al puesto del ejército en
Uvero el 28 de mayo de 1957; podríamos conjeturar que la mayoría de éstos
eran trabajadores industriales o proletarios rurales de la provincia de Oriente
(véase Arnault, 1966, p. 147, nota 13). Posteriormente se aceleró el recluta-
miento de campesino.
Poco a poco, cuando los campesinos vieron lo indestructible de la guerrilla y lo
largo que lucía el proceso de lucha, fue reaccionando en la forma más lógica e incor-
porándose a nuestro ejército como combatientes. Desde ese momento no sólo nutrie-
ron nuestras filas, sino que demás se agruparon a nuestro lado, el ejército guerrillero
se asentó fuertemente en la tierra, dada la característica de los campesinos de tener
parientes en toda la zona. Esto es lo que llamamos vestir de yarey a la guerrilla [Gue-
vara, 1968, p. 243].
En este reclutamiento parecen de importancia dos factores. Primero, la
población rural asentada en Sierra Maestra tenía un carácter muy diferente al
del propietario rural característico de la mayor parte de Cuba. Guevara ha co-
mentado sobre esto en su discusión del artículo Cuba: ¿Excepción histórica o
vanguardia en la lucha anticonstitucionalista? (1968a, p. 517):
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...sobre el territorio primario de nuestro Ejército Rebelde, constituido por los
sobrevivientes de la derrotada columna que hace el viaje de Granma, se asienta pre-
cisamente un campesinado de raíces sociales y culturales diferentes a las que pueden
encontrarse en los parajes del gran cultivo semimecanizado cubano. En efecto, la Sie-
rra Maestra, escenario de la primera columna revolucionaria, es un lugar donde se
refugian todos campesinos, que luchando a brazo partido contra el latifundio, van allí
a buscar un nuevo pedazo de tierra que arrebataban al Estado o de algún voraz pro-
pietario latifundista para crear su pequeña riqueza. Deben estar en continua lucha
contra las exacciones de los soldados, aliados siempre del poder latifundista, y su
horizonte se cierra en el título de propiedad. Concretamente, el soldado que integraba
nuestro primer ejército guerrillero de tipo campesino sale de la parte de esta clase
social que demuestra más agresivamente su amor por la tierra y su posesión, es decir,
que demuestran más perfectamente lo que puede catalogarse como espíritu peque-
ñoburgués: el campesino lucha porque quiere tierra; para él, para sus hijos, para ma-
nejarla para venderla y enriquecerse a través del trabajo.
De este modo, la matriz social en que se injertó Ia rebelión era poco co-
mún en Cuba. Aunque había campesinos sin título de la tierra en otras partes
de Cuba, su número era especialmente grande en la provincia de Oriente
(Seers, 1964, p. 79), en donde vivían usualmente al margen de la ley. También
hay referencias de la zona de la Sierra Maestra como una de las principales
para el cultivo y contrabando de mariguana (Goldenberg, 1965, p. 155), activi-
dad que debe haber reforzado la orientación ilegal de la zona y haberla conver-
tido así en un sitio ideal para una fracción guerrillera, que se ganó las simpatí-
as de los campesinos como una especie de Robin Hood o bandidos sociales.
Un segundo factor de cierta importancia parece haber sido que el propio grupo
rebelde se convirtió en un factor dinámico de la economía local, de la de eco-
nomía local, ligando así los intereses campesinos a su presencia y a sus éxi-
tos. “Los campesinos de la sierra”, dice Guevara,
no tienen animales vacunos, y, en general, toda su dieta ha sido de subsisten-
cia, dependiendo del café para lograr los artículos industriales que necesiten o algu-
nos comestibles imprescindibles como la sal, que no existe en la sierra. Como primera
medida, ordenamos siembras especiales a algunos campesinos, a los cuales asegu-
rábamos las compras de los frijoles, de maíz, de arroz, etcétera, y, al mismo tiempo,
organizábamos con algunos comerciantes de los pueblos aledaños vías de abasteci-
miento que permitían llevar a la sierra la comida y algunos equipos [Guevara, 1968, p.
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247].
La fuerza creciente del grupo rebelde en las montañas contrasta con los
numerosos fracasos de los levantamientos, en los llanos. Éstos incluyeron un
ataque de los estudiantes al Palacio presidencial de La Habana el 13 de marzo
de 1957; una huelga general convocada para el 5 de septiembre de 1957 y
otra huelga convocada para el 9 de abril de 1958. No obstante, para la prima-
vera de 1958 se había abierto un segundo frente rebelde en la Sierra Cristal, al
norte de la provincia de Oriente; en mayo, dos columnas rebeldes se moviliza-
ron hacia el occidente, a las provincias de Camagüey y las Villas. En noviem-
bre y diciembre de 1958 los rebeldes cortaron las comunicaciones con los cen-
tros urbanos en Oriente y empezaron a tomar puestos de mando y pequeñas
ciudades en los llanos. Guevara tomó Santa Clara el 31 de diciembre de 1958.
Batista huyó del país el 1º de enero de 1959 y el 8 de enero los rebeldes entra-
ron en La Habana. Se calcula que el ejército rebelde como tal nunca pasó de 2
000 hombres.
La opinión de James O’Connor de que el régimen de Batista fue una
coalición eficaz de sectores de clase a los que se daba un interés en la estruc-
tura predominante mientras se dejaba fuera a otros sectores está apoyada por
la forma en que los diversos grupos que quedaron fuera empezaron a dar su
apoyo a los rebeldes, en tanto que algunos de los primeros se abstuvieron de
participar en el nuevo régimen. Ciertamente, hay pruebas de apoyo de la clase
media a los rebeldes, a pesar de que posteriormente lo haya negado el mismo
Castro. En su articulo Cuba: ¿Excepción histórica o vanguardia en la lucha an-
ticonstitucionalista?, Guevara hizo una clara alusión a tal apoyo (1968, p. 317).
No creemos que se pueda considerar excepcional el hecho de que la burgue-
sía, o, por lo menos, una buena parte de ella, se mostrara favorable a la guerra revo-
lucionaria contra la tiranía, al mismo tiempo que apoyaba y promovía los movimientos
tendientes a buscar soluciones negociadas que les permitieran sustituir el gobierno de
Batista por elementos dispuestos a frenar la revolución. Teniendo en cuenta las condi-
ciones en que se libró la guerra revolucionaria y la complejidad de las tendencias polí-
ticas que se oponían, tampoco resulta excepcional el hecho de que algunos elementos
latifundistas adoptaran una actitud neutral o, al menos, no beligerante hacia las fuer-
zas insurreccionales.
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Es comprensible que la burguesía nacional, acogotada por el imperialismo y
por la tiranía, cuyas tropas caían a saco sobre la pequeña propiedad y hacían del co-
hecho un medio diario de vida, viera con cierta simpatía que estos jóvenes rebeldes
de las montañas castigaran al brazo armado del imperialismo, que era el ejército revo-
lucionario. Así, fuerzas no revolucionarias ayudaron de hecho a facilitar el camino del
advenimiento del poder revolucionario.
Fue obviamente este sector medio el que dio su apoyo a los rebeldes en
las montañas. Dos escritores cubanos, Torres y Aronde (1968, p. 49) lo han
expresado sencillamente: “se necesitaba dinero; lo tenía la burguesía. . .” Gue-
vara también se refirió aun gran movimiento subterráneo entre las fuerzas ar-
madas, dirigido por un grupo de militares llamados puros” (Guevara, 1968, p.
245). Uno de esos movimientos produjo el fallido levantamiento de la base na-
val de Cienfuegos el 5 de septiembre de 1957. El mismo tipo de apoyo fue
proporcionado por el Partido Comunista no revolucionario que se dilató hasta
mediados de 1958 para establecer un contacto activo con los rebeldes de las
montañas. Aunque nunca ayudó al movimiento armado directamente, mediante
la participación con sus organizaciones populares, es evidente que contribuyó
a la destrucción final del régimen de Batista por el simple hecho de no partici-
par y por su pasividad.
De este modo, lo que logró la insurrección en las montañas fue un cam-
bio gradual de los elementos antibatistianos y de los grupos que habían vivido
en simbiosis con el régimen. Mediante sus tácticas había proporcionado el im-
pulso adicional que se necesitaba para romper el estancamiento de las fuerzas
políticas existentes. Al igual que Batista se mantuvo por encima de todas las
fuerzas de clase, porque ninguna era lo suficientemente fuerte para dominarlas
otras; el gobierno rebelde pudo crear un centro nacional efectivo que demostró
ser inmune a las amenazas una vez que se rompieron las relaciones entre los
Estados Unidos y Cuba. Desde este punto de vista, quizá carezca de impor-
tancia saber si Castro llegó a una oposición activa por la actitud del gobierno
de los Estados Unidos o si siempre había previsto un punto en sus acciones en
el que sería necesaria una ruptura de relaciones con los Estados Unidos. Si
Cuba habría de obtener un poder de decisiones autónomo sobre sus propios
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procesos internos, requería un centro independiente de poder para tomar esas
decisiones. Sin embargo, tal centro independiente de poder no podría subsistir
si cualquiera de los grupos de intereses en pugna dentro de Cuba hubiera al-
canzado una alianza efectiva con los grupos de poder de los Estados Unidos.
Desde este punto de vista, la ruptura con los Estados Unidos habría sido indis-
pensable para los triunfadores, si esperaban cosechar los frutos de su victoria.
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