7
Durante los dos días siguientes, la pandilla fue a la Guarida por la
mañana y por la tarde esperando ver las esferas de luz o la puerta
holográfica. Como eso no ocurría, cada vez se sentían más desanimados y
todos, menos Víctor, se preguntaban si alguna vez había ocurrido. Lo único
que tenían claro, era que algo diferente sentían cuando se reunían allí
dentro: estaban más alegres, tranquilos y optimistas. Cada vez que salían
de la cueva, Rosa volvía a mostrarse preocupada por si aquello era el efecto
de alguna droga misteriosa, pero los demás le convencían de que era sólo
el ambiente relajado, la forma de filtrarse la luz por las paredes y el silencio,
lo que les hacía sentir tan bien. Buscaron por todos los rincones y
empujaron todas las paredes, por si, igual que en las películas de misterio,
la roca se abría de pronto y les permitía ver esa Tierra Hueca, pero no hubo
suerte y una vez tras otra se llevaron la misma decepción.
Era lunes y no habían olvidado que al día siguiente tenían su cita con
el Albino. Esa mañana estaban en el porche de la casa esperando a Jaime,
cuando a Fran se le ocurrió una idea.
―¿Qué os parece si me llevo uno de los hámster a la Guarida y le
dejamos suelto por allí? ―sugirió.
―¿Y para qué puede servir eso? ―preguntó Daniel extrañado.
―¡A lo mejor, mi hámster puede encontrar lo que nosotros no hemos
encontrado!
―¿Te refieres a la entrada de la Tierra Hueca? ―se imaginó su prima.
―¡Por probar no perdemos nada! ―exclamó Víctor, sin dejar
contestar a su hermano.
―¡Esperadme un minuto! Antes tengo que hacer unos cuantos
preparativos ―dijo Fran, mientras desaparecía en el interior de la casa.
Al poco tiempo volvía a salir con su pequeño animalito en un bolsillo
de su camiseta y un ovillo de lana roja en la mano. En ese momento llegó
Jaime, que se quedó aún más extrañado que los otros tres, cuando vio a
Fran con esa carga peculiar.
―¿Se puede saber dónde vas con ese bicho? ―le preguntó.
―Hemos decidido soltar en la Guarida a mi hámster, y no a mi bicho
―aclaró Fran ofendido―, para ver si es capaz de encontrar la entrada a la
Tierra Hueca.
―¿Y esa lana? ―preguntó entonces su hermano.
―¿No querrás que se me pierda? ―contestó.
Un rato después, estaban dentro de la Guarida y preparados para
empezar su experimento. Se habían distribuido por distintas zonas de la
cueva, esperando así poder controlar mejor el camino que tomase el
animal. El pobre hámster estaba atado al ovillo de lana roja prestado por la
abuela, porque ésa era la manera que Fran había ideado para no perderlo.
―¡Fran, suelta ya el ratón! ―dijo Víctor.
―¡No es un ratón! ―contestó Fran de nuevo ofendido―. Si quieres,
te explico en un instante la diferencia entre un ratón y un hámster. Los dos
son mamíferos roedores, pero...
―¡Déjalo! ―cortó su hermano―. Si no te importa me lo cuentas otro
día, pero ahora, ¡por favor!, suelta ese hámster.
Cuando el animal se vio libre, pareció por un momento que no quería
ir a ninguna parte. Se quedó quieto como si estuviera pensando, pero de
improviso salió muy decidido hacia la roca y se esfumó en un segundo, justo
por el mismo lugar donde Rosa había desaparecido unos días antes.
A ninguno le dio tiempo a reaccionar, pero el caso es que Fran soltaba
cada vez más lana, y el ovillo decrecía rápidamente.
―¿Sigo soltando, o le doy un tirón para que no se vaya más lejos?
―preguntaba Fran, desesperado porque el ovillo se estaba acabando.
―¡Sujeta con fuerza para que no siga corriendo! ―gritó Víctor.
Fran hizo lo que le dijo su hermano. El hilo quedó tenso durante unos
momentos y enseguida se aflojó.
―¡Parece que vuelve! ―exclamó Fran nervioso.
El chico fue enrollando con rapidez la lana sobre el ovillo que
quedaba. Cuando se suponía que ya llegaba el animal, vieron salir de la
pared el final del hilo, pero... ¡el hámster no estaba!
El disgusto que se llevó Fran fue tremendo. Él siempre se encariñaba
tanto con sus animales, que resultaba una tragedia cuando a alguno de ellos
le pasaba algo malo.
―¡Es imposible! ¡No se ha podido soltar sólo! ―decía desesperado.
Eso era lo extraño. Pudieron comprobar que el hilo no se había roto,
ya que la abuela tenía la costumbre de atar una especie de bolita de madera
en el extremo del ovillo, porque así encontraba el principio de la lana
fácilmente. La bola de madera seguía allí, pero evidentemente el hámster
había desaparecido.
―¡A lo mejor no lo ataste bien! ―dijo Rosa, intentando comprender
lo que había pasado.
Pero todos lo habían visto. Fran había enrollado con muchísimo
cuidado al animal, procurando que la lana no le hiciese daño, hasta que su
cuerpo había quedado casi completamente cubierto de rojo. Además,
recordaban lo que se habían reído cuando Daniel dijo que le había vestido
para el Carnaval. Era imposible que el hámster se hubiese desatado solo,
aunque quedaba otra posibilidad que enseguida apuntó Víctor.
―Estoy seguro que él no se ha podido soltar, pero quizá no haya sido
él...
La sugerencia quedó en el aire y les dejó pensativos.
Durante mucho tiempo estuvieron esperando a que el animalito
apareciese otra vez, mientras buscaban sin descanso el lugar exacto por
donde se había ido. Exploraron a conciencia cada centímetro de la roca,
pero la pared no parecía tener ni un solo hueco por donde pudiese escapar
ni siquiera una hormiga. Lo único que pudieron hacer, fue calcular que el
hámster habría recorrido casi cincuenta metros antes de esfumarse, pues
esa era, aproximadamente, la cantidad de lana que tenían; pero como no
pudieron encontrar ninguna otra pista, a pesar de la pena de Fran, tuvieron
que regresar. Era muy tarde y pronto empezarían a echarlos de menos.
Se habían despedido de su amigo Jaime en la carretera, y cuando
entraban por la puerta de la casa oyeron los gritos de la abuela que estaba
en la cocina.
―¡Pero Fran! ¿Cómo se te ha ocurrido dejar suelto tu hámster por
aquí? ¡No te quiero ni contar el susto que me he llevado! Estaba tan
tranquila haciendo la comida, cuando he tenido que bajar a la bodega a
coger una cosa que me hacía falta, y de repente..., ¡me noto ese bicho por
encima de mis pies!
―¡Y el grito que ha dado se ha oído hasta en el pueblo! ―decía
riendo el abuelo.
―¡Pues no tiene gracia! ―contestó la abuela enfadada―. Creía que
había auténticos ratones en el sótano.
Fran miraba a los abuelos sin entender lo que decían. Él no había
soltado el otro hámster por la casa, y ni siquiera lo había sacado de su jaula,
que además estaba al otro extremo del patio.
―Pero no te preocupes porque ya lo he dejado en su sitio junto con
el otro ―le dijo el abuelo, sin darse cuenta de la impresión que acababa de
causar en sus cuatro nietos.
¡No podía ser! En principio a ninguno de ellos le había resultado
extraño que Fran hubiese soltado el hámster por la casa y que luego se le
hubiese olvidado guardarlo, pero cuando escucharon decir las últimas
palabras al abuelo..., echaron a correr para comprobar con sus propios ojos
lo que parecía imposible.
―¿Dónde vais tan corriendo? ¡Al hámster no le ha pasado nada!
―gritó el abuelo extrañado.
Allí estaban los dos animalitos durmiendo tan tranquilos, totalmente
ajenos a la expectación que estaban causando.
―¡Qué fuerte! ―exclamó Daniel.
―¿Fuerte? ¡Esto es increíble! ―decía Fran, que había sacado al
animal de la jaula y lo estaba acariciando como si fuese su hijo.
―¿Estás seguro que es el mismo hámster? ―preguntó Rosa, que
intentaba dar una explicación lógica a lo que parecía no tenerla.
―¡Y tan seguro! ―replicó Fran―. No tienes nada más que mirar la
forma que tienen las manchas grises de su pelo.
―La verdad es que a mí me costaría distinguir cualquier hámster de
otro del mismo color ―afirmó su prima―, pero si tú dices que es el mismo,
estoy segura de que lo es.
Víctor, que había estado callado todo el tiempo, tomó la palabra:
―Como dice Daniel: ¡Esto ya sí que es demasiado fuerte! Aun así,
nosotros no debemos perder la calma y prepararnos para una excursión
nocturna.
―¿Qué quieres decir? ―preguntó Rosa.
―Si el hámster ha llegado hasta Riolobo por la bodega ―razonó
Víctor―, es porque la Tierra Hueca no puede estar muy lejos de aquí.
Eran poco más de las dos de la madrugada, cuando cuatro fantasmas
de distintas alturas bajaban silenciosos las escaleras. Se alumbraban sólo
con una linterna que daba una luz muy tenue, aunque totalmente
apropiada para la ocasión.
Los chicos habían tenido que esperar, intentando no dormirse, a que
el abuelo y la abuela se fuesen a la cama, y a escuchar los sonoros ronquidos
del abuelo que retumbaban por toda la casa. Cuando estuvieron
completamente seguros de que no los iban a descubrir, bajaron en absoluto
silencio hasta la bodega.
―¡Tengo miedo! ―dijo Daniel en voz muy baja.
―Ya te dije que no te vinieses con nosotros ―le contestó su
hermana―. Ahora podrías estar tranquilamente dormido y mañana te lo
habríamos contado.
―¡Ni lo sueñes! ¡Esto no me lo pierdo yo por nada del mundo!
―Entonces, ¿para qué te quejas, renacuajo? ―dijo Fran algo
enfadado.
―¡No me quejo!, pero es que había tanto silencio que necesitaba
decir algo.
―¡Os podéis callar ya! ―cortó Víctor, intentando abrir con cuidado
la puerta de la bodega.
Bajaron los escalones muy despacio y a continuación cerraron la
puerta y encendieron la luz. El sótano quedó iluminado con el resplandor
suave de una única bombilla que colgaba de un cable. Era un lugar de forma
casi cuadrada y con el techo bastante bajo, si lo comparaban con la altura
del resto de los techos de la casa. La temperatura allí era bastante fresca, y
no variaba apenas del invierno al verano, así que era el lugar ideal para ser
utilizado como despensa. En unas grandes cajas de madera, que estaban
pegadas a la pared, los abuelos almacenaban las frutas y verduras que
compraban en el mercadillo que los sábados se instalaba en el pueblo. En
otro lado de la estancia, se acumulaban en grandes estanterías ollas y
sartenes de distintos tamaños, además de botes y botellas con productos
como aceite, sal o café. Justo enfrente de la puerta, en una alacena enorme,
se alineaban decenas de botellas de vino, cubiertas de polvo, que el abuelo
guardaba como si fuesen reliquias esperando la ocasión adecuada para
abrirlas. Sólo quedaba en la bodega un tramo de pared libre, que servía de
paso tras la bajada de la escalera.
Los cuatro primos se pusieron inmediatamente a explorar la
habitación, con la esperanza de encontrar allí alguna pared holográfica
semejante a la que vieron en su Guarida, o por lo menos algún pequeño
agujero en la pared que pudiera justificar la aparición del hámster de Fran
en ese lugar, pero enseguida se dieron cuenta de que allí no había nada
especial y de que ningún extraterrestre iba a asomar su cabeza, ¡si es que
tenía!, por ningún rincón de la bodega.
―¿Os habéis dado cuenta que las paredes son de roca? ―dijo Fran
pasando la mano por encima―. ¡Yo nunca me había fijado!
―¡No me lo puedo creer!, yo lo sé desde que tenía seis años
―contestó Daniel, que pensaba ser arquitecto y observar cualquier tipo de
construcción era uno de sus pasatiempos favoritos―. Un día bajé aquí con
el abuelo y me explicó que este sótano se construyó bastantes años
después de que estuviese hecha la casa, por eso lo excavaron justo debajo
del patio y no de la cocina. Cuando casi ya lo habían terminado, pensaron
que les gustaba más dejar la roca a la vista que taparla con cemento o yeso.
―Si os fijáis..., el tipo de roca que se ve aquí es igual que el de nuestra
cueva ―comentó Rosa pensativa―. Es posible, que existan galerías
subterráneas hechas por animales y que comuniquen toda esta zona
rocosa...
―Y entonces..., ¡mi hámster llegó hasta aquí corriendo por una de
esas galerías! ―continuó Fran―. ¡Me encantas Rosa! Siempre sabes dar
una respuesta lógica a las cosas más asombrosas, y la verdad es que eso me
tranquiliza.
―¡Pues no te tranquilices tanto! ―contestó Víctor―. Ya me puedes
estar encontrando el agujero por donde ha llegado el hámster hasta aquí,
además de que me parece muy extraño que un animal pueda excavar unas
rocas tan duras como éstas.
Los demás pensaron que Víctor tenía bastante razón, aun así, se
pusieron a buscar otra vez concienzudamente un posible agujero por donde
el hámster se hubiese podido colar. Movieron todas las cajas, sartenes y
botellas que pudiesen tapar una salida en la pared, pero cuando pasó un
rato estuvieron seguros de que no había ningún orificio.
―¡A lo mejor detrás de la alacena...! ―sugirió Rosa.
―¡Pero no te das cuenta de que está totalmente pegada a la pared!,
por ahí no cabe ni mi dedo meñique, ¿lo ves? ―decía Víctor, convencido de
que aquello no tenía una explicación tan fácil.
A Fran se le ocurrió de pronto, que el único que podía encontrar un
agujero en la pared era el que había salido por ella, o sea, su hámster. Como
a los demás también les pareció una buena idea, se fue a recogerlo de su
jaula acompañado por su hermano, porque a esas horas de la noche daba
algo de miedo salir solo hasta el final del patio.
Al poco rato, el hámster correteaba por la habitación, sin dar
muestras de conocer ninguna salida. Repentinamente, se quedó inmóvil
justo delante del tramo de pared que estaba libre y echó a andar de frente
muy decidido. Los chicos creyeron que había encontrado el lugar, pero el
animal chocó su cabeza contra la piedra. Al instante volvió a intentarlo, y
así una y otra vez como si se hubiese vuelto loco. Los cuatro lo observaban
con expectación, sin atreverse a decir ni una palabra, hasta que Víctor
afirmó:
―Parece claro que esta pared es el camino de la Tierra Hueca. De
alguna manera, el hámster recuerda el recorrido que hizo esta mañana y
por lo que se ve intenta volver allí.
Fran cogió entonces al animal del suelo y empezó a tranquilizarlo con
sus caricias, porque parecía muy nervioso. El animalito se fue calmando, y
el chico casi se arrepintió de haberlo llevado hasta allí sólo para hacerle
sufrir.
―¡Creo que debemos irnos a dormir! ―opinó Víctor―. Aquí ya no
tenemos nada más que hacer y mañana martes nos espera otro día
emocionante.
―Con lo que nos ha pasado en estos últimos días, la historia del
Albino ya no me parece tan interesante ―comentó Fran―. Ni siquiera creo
posible que aparezca mañana, seguro que lo de los martes fue pura
casualidad.
―Pues yo no sé por qué, pero tengo la intuición de que mañana
volverá a viajar en tren ―afirmó Víctor, que se resistía a pensar en perderse
otra aventura.
―¡Ojalá tengas razón! ―exclamó Daniel―. Tanto habéis hablado del
Albino, que me daría mucha rabia no poderlo conocer.
Los cuatro fantasmas nocturnos regresaron a sus habitaciones,
intentando no hacer ni un solo ruido, pero todavía tuvieron que dar unas
cuantas vueltas en sus camas antes de poderse dormir.
8
Eran las seis de la tarde del martes, cuando Jaime llegó a la casa
de sus amigos dispuesto a ultimar los planes de su próxima aventura;
aunque no se podía imaginar que otra sorpresa increíble le estaba
esperando.
―¿Me queréis tomar el pelo? Seguro que tu abuelo ha ido esta
mañana al pueblo y te ha comprado otro hámster. ¡Es imposible que éste
sea el mismo! ―decía Jaime, observando con incredulidad a los dos
animales en su jaula.
―¿Es que acaso hay una tienda de animales en tu pueblo?
―preguntó Fran―. Ya sabes que mi abuelo compró estos dos en el
mercadillo de los sábados, antes de que yo viniese de vacaciones y, que yo
sepa, ¡hoy no es sábado!
Jaime tuvo que escuchar lo ocurrido la tarde y la noche anterior por
boca de Rosa, para terminárselo de creer. En ella podía confiar, porque los
otros tres tenían la costumbre de ponerse de acuerdo para gastarle bromas,
a veces un poco pesadas.
―Vamos a olvidarnos de la Tierra Hueca por el momento ―dijo
Víctor, tomando la iniciativa―, porque ahora tenemos que centrarnos en
el plan de esta tarde. Recordad que sobre las siete, si no tiene retraso,
llegará el tren a la estación, así que no nos queda mucho tiempo para
ultimar los detalles.
Los demás estuvieron de acuerdo y empezaron a concentrarse en los
preparativos de la otra aventura que llevaban entre manos.
―Jaime, ¿te has acordado de traer tu móvil? ―preguntó Víctor.
―¿Me crees capaz de olvidar algo así? Además, siempre que salgo
del pueblo lo suelo llevar, por si acaso... ―contestó su amigo.
En el plan ideado por los chicos los móviles desempeñaban un
importante papel. No había supuesto ningún problema conseguir el móvil
que les faltaba para Fran, ya que necesitaban cuatro, y Rosa y Víctor tenían
cada uno el suyo. Se lo habían pedido al abuelo como un favor personal,
diciéndole que lo necesitaban porque iban a poner en práctica una
actividad de orientación en el campo que les habían enseñado en el colegio.
Al abuelo la explicación no le pareció nada sospechosa, y les prestó su móvil
con la promesa de que lo utilizarían lo estrictamente necesario.
―¡No te preocupes abuelo! ―había dicho Víctor―, sólo vamos a
mandar uno o dos mensajes.
Cada uno tenía asignada la vigilancia de una zona distinta de la
carretera que unía la estación con el pueblo, para poder controlar el
recorrido del Albino y saber hacia dónde se dirigía. Cerca de la estación
estaría Rosa, confirmando la llegada; menos de un kilómetro más abajo se
situaría Fran, en un cruce de caminos que llevaba hasta algunas casas de la
zona; el siguiente punto de vigilancia, donde estaría Jaime, sería más o
menos otro kilómetro más allá, cerca del camino por donde ellos se metían
para llegar a su Guarida; por último, Víctor y Daniel se situarían justo a la
entrada del pueblo.
Necesitaban los móviles para que Rosa, que era la primera de la
cadena, mandase un mensaje a Fran cuando viese bajar al Albino del tren;
éste mandaría de igual manera un mensaje a Jaime, y Jaime a Víctor. Así el
recorrido estaría completamente controlado. “ALBINO SÍ”, sería la
confirmación de que todo iba correctamente, “ALBINO NO”, indicaría que
algo fallaba.
―¡Recordad que no nos tiene que ver! ―terminó de decir Víctor―,
así que esconderos bien con vuestras bicicletas entre los árboles. Cuando
veáis pasar a nuestro hombre, venid corriendo hasta el pueblo que yo, en
cuanto pueda, os mandaré un mensaje diciendo dónde estamos.
―¡Lo malo será que siga conduciendo más allá del pueblo! ―dijo
Fran.
―Me parece bastante raro que vaya a coger la única carretera que
sale del pueblo, a parte de la que va a la estación ―afirmó Víctor―. Que yo
sepa, por allí sólo se va a la ciudad, y el Albino acabaría de llegar en tren de
ese mismo sitio.
―También tenemos que tener en cuenta, que cuando termina el
pueblo hay algunos caminos que llevan a otras casas de campo ―recordó
Jaime―, o el camino de las cuevas...
―Aunque se vaya por alguno de ellos, no nos será difícil seguirle con
nuestras bicicletas ―aseguró Víctor―. Te recuerdo, que esos caminos ni
siquiera están asfaltados, por lo que un coche tendría que circular muy
despacio.
―¡Creo que tienes razón! ―dijo Jaime―. Es imposible, si es que
viene, que lo perdamos de vista.
―Entonces..., ¿está todo claro? ―preguntó Víctor para terminar.
―¡Clarísimo! ―exclamaron a la vez.
―Pues, ¡en marcha! ―gritó Víctor por fin, mientras empezaba a
pedalear
Eran las siete y cinco, cuando Rosa escuchó a lo lejos el pitido del tren
aproximándose. Estaba muy bien escondida detrás de unos arbustos, con
una vista total de la estación.
―¡No vendrá! ―se decía―. Aquí no hay un coche negro ni de ningún
otro color, y no creo que ese hombre se vaya a ir andando hasta el pueblo.
No acababa de tener ese pensamiento, cuando contempló,
boquiabierta, cómo pasaba por delante de ella un coche completamente
negro que paró en la estación justo al mismo tiempo en que lo hacía el tren.
Era el mismo coche negro y con cristales oscuros que había visto hacía dos
semanas en ese mismo lugar.
Las puertas del tren se abrieron, y allí estaba el Albino con su
impecable traje negro y unas gafas del mismo color. Antes de que Rosa
pudiese reaccionar, el hombre se subió al coche y poco después se alejaba
camino del pueblo. Con el nerviosismo, a la chica casi se le olvida mandar el
mensaje, pero como lo tenía ya escrito sólo tuvo que pulsar una tecla para
que llegase a su destino en un instante.
Fran estaba ya algo impaciente, sentado encima de una piedra,
cuando oyó el pitido del móvil. Abrió el mensaje y leyó: “ALBINO SÍ”.
Pasaron unos segundos cuando vio aparecer el coche negro que, sin hacer
ruido, marchaba lentamente por la carretera. Inmediatamente envió otro
mensaje positivo a Jaime y salió corriendo.
Víctor y Daniel estaban desesperados, escondidos tras unos árboles
a la entrada del pueblo. Eran las siete y cuarto, y parecía muy raro que
todavía no tuviesen noticias de nadie.
―Si el Albino no ha venido, ya habían tenido tiempo de avisarnos, y
si ha venido..., ¡ya tendría que haber pasado por aquí! ―dijo Víctor a Daniel.
―¡A lo mejor el tren lleva retraso! ―sugirió su primo.
―¡Es posible! ―contestó Víctor―. Pero es raro, porque siempre
suele ser muy puntual.
Por fin se escuchó el pitido del móvil. Víctor leyó: “ALBINO NO, VEN”.
Los dos primos cogieron sus bicicletas y salieron disparados en busca de los
demás.
A casi dos kilómetros de la salida del pueblo, los chicos vieron parados
en medio de la carretera al resto de la pandilla, haciéndoles unas señas
extrañas.
―¡Parece que pasa algo! ―comentó Daniel, pedaleando con fuerza
para llegar antes que su primo.
―¿Se puede saber por qué no habéis avisado antes de que el Albino
no había venido? ―preguntó Víctor enfadado.
―¡Porque sí ha venido! ―contestó Jaime muy alterado.
―¿Cómo que sí ha venido? ―preguntó Daniel incrédulo―. Entonces,
¿dónde está?
Los brazos de Jaime, Rosa y Fran señalaban hacia el bosque, justo
hacia el camino de tierra por donde ellos se metían para llegar a su Guarida.
Jaime les contó, cómo había recibido el mensaje de Fran confirmando
la llegada del Albino, y cómo al instante vio pasar el brillante coche negro.
―Estaba escribiendo: “ALBINO SÍ” ―siguió explicando Jaime―,
cuando vi que el coche se detenía, ponía el intermitente y giraba hacia este
camino. Así que cerré el móvil, cogí la bicicleta y salí corriendo detrás del
coche sin poderme creer lo que veía. Por la carretera llegaban ya Fran y
Rosa, que desde lejos vieron la dirección que estaba tomando y me
siguieron.
―¿Y dónde está el coche ahora? ―preguntó Daniel intrigado.
―Esta parte es la mejor ―contestó Fran―. ¡Ha desaparecido!
Jaime les siguió explicando, que se bajó de la bicicleta cuando iba a
llegar a esa explanada sin árboles en la que terminaba el camino de tierra,
porque pensó que allí estaría aparcado el coche y no quería que le
descubriese. Pero lo increíble fue, que cuando se asomó no había rastro de
ningún coche negro.
―Y sabéis muy bien que ese claro del bosque no tiene ninguna salida,
porque lo hemos explorado muchísimas veces ―concluyó Jaime―. Cuando
he visto eso, he mandado el mensaje a tu móvil y aquí os estábamos
esperando para decidir lo que hacemos ahora.
―Lo único que debemos hacer, es seguir las huellas de las ruedas que
estarán marcadas en la tierra, y seguro que nos llevan al lugar exacto por
donde ha desaparecido el coche ―dijo Víctor, demostrándoles sus dotes de
detective.
―¡Qué buena idea! ―exclamaron los demás, mientras se ponían a
buscar las marcas en el suelo.
Pasados cinco minutos, fue Jaime el que exclamó:
―¡Imposible! ¡Aquí no hay ninguna huella!
―¿Tú estás seguro de que el coche se ha metido por aquí?
―preguntó Víctor, por primera vez algo incrédulo.
―¡Parece mentira que dudes de mí, después de todas las veces que
he creído tus historias increíbles! ―contestó su amigo.
―¡Perdona!, sólo lo decía porque a lo mejor se ha metido un poco
más abajo.
―Pero..., ¿dónde? ―le preguntó Jaime desesperado―. Sabes de
sobra que más abajo pasa tan pegado el río a la carretera, que no queda
casi sitio ni para aparcar una bicicleta.
―¡Tienes razón...! ―empezó a decir Víctor, antes de ser
interrumpido por su prima.
―¡Perdona que te corte! ―dijo Rosa, que había estado muy callada
y pensativa todo el tiempo, y ahora parecía muy excitada―. Me estoy
dando cuenta, de pronto, de varias cosas importantes que acaban de
ocurrir, y algunas de ellas creo que me las podéis confirmar vosotros...
Los demás miraban expectantes a la chica, convencidos de que había
descubierto algo decisivo que les podría dar la solución a tanto misterio.
―¡No sé cómo no me he dado cuenta hasta ahora de lo que pasó en
la estación! ―empezó a explicar.
―¿Qué quieres decir? ―preguntó Víctor impaciente.
Rosa les contó, que en el mismo instante en que paró el tren, como
si estuvieran completamente sincronizados, llegó también el coche negro.
Pero en lo que no había caído hasta entonces, era en que el Albino había
entrado al vehículo por la puerta del conductor.
―¡Y eso no tiene sentido! ―terminó de explicarles―, porque el
coche acababa de llegar y..., ¡alguien lo tenía que conducir!
―A lo mejor, el que lo conducía se cambió de asiento sin salir fuera
―sugirió Fran.
―¡Es una posibilidad!, pero todavía hay más cosas inexplicables
―siguió diciendo―. ¿Es que no os disteis cuenta de que el coche no hacía
ningún ruido?
―¡Tienes razón! ―gritaron Fran y Jaime a la vez.
―No sólo no hacía ruido el motor, sino que tampoco las ruedas
producían sonido alguno al rozar con el asfalto de la carretera ―afirmó.
―¡Eres increíble Rosa! ¡Te fijas en todo! ―le alabó Jaime.
―¡Lo raro es que no os dieseis cuenta los demás! ―replicó Daniel,
que era un observador nato y estaba seguro de que a él no se le hubiera
escapado ese detalle desde el principio.
―¡Cállate, renacuajo! ―le cortó Fran ofendido.
―¡Y aún hay más! ―continuó Rosa, sin hacer caso de la discusión―.
Algo hay en los colores que no entiendo.
―¿Qué colores? ―preguntó Jaime extrañado.
―Los colores del coche, incluso del mismísimo Albino...
―¡Eran como de una película antigua! ―exclamó Víctor, que había
comprendido enseguida la idea.
―¡Exacto! No sólo hoy, sino también el otro día en el tren, tenía una
sensación rara, como de que lo que estaba viendo era irreal... ―afirmó su
prima.
―Parecía como si su cuerpo estuviese difuminado, con colores nada
naturales, como envuelto en una especie de neblina ... ―dijo Víctor
pensativo.
―¡Como el holograma de la cueva! ―terminó de decir Rosa,
asombrada ella misma de sus propias deducciones.
Se quedaron mudos al escuchar las últimas palabras de la chica, y fue
Víctor el que volvió a hablar, una vez que en su cabeza parecía haberse
hecho la luz.
―¡Está totalmente claro! ―exclamó por fin―. No tenemos dos
aventuras entre manos. El Albino, las bolas de luz, la pared holográfica, la
Tierra Hueca... ¡Todo es lo mismo!
Víctor tenía razón, los demás también lo sabían. Era demasiado raro,
para que sólo se tratase de una casualidad, que el Albino hubiese
desaparecido justo en el camino de su Guarida y de lo que ellos llamaban la
Tierra Hueca.
―Y yo me pregunto por qué somos los únicos testigos de estos
sucesos inexplicables… ―dijo Jaime, que estaba tan impresionado como sus
amigos.
―¡A lo mejor quieren que encontremos la explicación! ―apuntó
Fran.
―No es ninguna tontería lo que dice mi hermano. Al principio,
pensamos que alguien quería asustarnos para que nos alejásemos de este
lugar, pero si lo analizamos bien, es posible que sea lo contrario. Parece
como si, poco a poco, ese alguien se hubiese tomado la molestia de irnos
poniendo una pista detrás de otra para conducirnos a algún sitio. Y yo creo,
que sin lugar a dudas todo nos lleva a...
―¡La Tierra Hueca! ―gritaron a la vez adivinando la idea de Víctor.
Casi sin dirigirse la palabra supieron dónde tenían que ir. Escondieron
sus bicicletas en el lugar habitual, y apartando ramas y hojas siguieron
decididos hasta su Guarida, sin pensar ni siquiera en que podían estar
corriendo un serio peligro. Entre unas cosas y otras se les había hecho
bastante tarde y, aunque sabían que no tenían mucho tiempo para intentar
desvelar tantos enigmas, decidieron continuar.
Nada más entrar a su Guarida sintieron que algo distinto pasaba. A
pesar de que en el exterior el sol alumbraba débilmente, dentro de la cueva
parecía haber más luz que nunca. Al instante descubrieron, asombrados,
que el resplandor lo producía la misma zona de la cueva por donde Rosa
había desaparecido unos días antes.
―¡Mirad la pared! ¡Vuelve a ser un holograma! ―dijo Daniel,
alargando la mano pero sin atreverse a tocarla.
―Ahora que lo vuelvo a ver, cada vez estoy más segura de que el
Albino y su coche eran hologramas iguales a éste ―aseguró Rosa.
―Pero según lo que leí sobre los hologramas, creo que no es posible
crear uno que se mueva a lo largo de dos kilómetros, o... ¡que viaje en un
tren! ―dijo Jaime, intentando bromear, en un momento en el que estaban
paralizados y eran incapaces de dar el primer paso para atravesar aquella
pared.
Aunque Víctor tenía también un miedo indescriptible, sabía muy bien
lo que los demás esperaban de él. Estiró las manos por delante de su cuerpo
y observó cómo se le hundían en la roca. Sin pensárselo avanzó un poco
más, y desapareció ante la mirada atónita de sus compañeros de aventura.
―¡Víctor! ¿Estás bien? ―gritó Fran, angustiado por la posibilidad de
no volver a ver a su hermano.
―¡Pasad! ¡Esto es increíble! ―se oyó en un eco lejano.
Se miraron unos a otros, no muy decididos a seguir el ejemplo de
Víctor, pero Jaime, que era el jefe del grupo en ausencia de su amigo, tomó
la iniciativa.
―No nos lo vamos a pensar más. Echad las manos hacia delante y
cerrad los ojos. Cuanto cuente hasta tres, entramos todos juntos.
Rosa, Daniel y Fran escucharon nerviosos las palabras de Jaime, pero
cuando dijo ¡tres!, dieron un paso al frente y después de sentir un leve
cosquilleo en sus cuerpos abrieron los ojos.
Eso sí era, de verdad, el Otro Lado.
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