Vivir en la ciudad es una experiencia múltiple y fragmentaria. Desde la vivencia de
cada quien, la ciudad es, en realidad, un plural de ciudades experimentadas
desde diferentes horizontes de sentido que se complementan entre sí. Los luga-
res (físicos) se vuelven espacios (sociales) según cada grupo humano que los
transita/ocupa. Y los tiempos de cada urbanita se cruzan con los de otros. Si esto es así,
pensar a Quito como escenario de consumos culturales implica hablar de algunos frag-
mentos de vida-en-la-ciudad. Más aún, pensar en las innovaciones que han ocurrido en
este campo da para situar un eje entre lo que perece y lo que aparece, lo que perdura
y lo que se resignifica o simplemente se renueva. Con estos puntos de partida, este artí-
culo busca mapea las tramas culturales que dan vida a Quito y que, a la vez, reciben su
vitalidad y vigencia a partir de las dinámicas sociales, económicas, demográficas y políticas
de la ciudad. Tomando en cuenta que la ciudad no solo es habitada por, sino que también
la ciudad habita en cada urbanita, este artículo es un intento por ubicar aquellos consu-
mos (culturales) de ciudad y no únicamente el consumo en la ciudad.
Los resquicios del pasado
“La alusión al pasado torna más complejo al presente” sostiene el antropólogo Marc
Augé. Y fue precisamente eso lo que nos sucedió al escribir este texto. Los consumos e
innovaciones culturales de ciudad se complejizan cuando, a partir del presente, debemos
compararlos con otros tiempos y espacios y con los múltiples actores que habitaron y
habitan la ciudad: ¿cómo era Quito en el pasado? ¿Qué pasado, qué tiempo? ¿El tiempo
de quiénes? ¿De quiteños de hace una, dos o tres generaciones? ¿De los quiteños de clase
media, de adinerados o deexcluidos? Precisar esos tiempos implicaba también precisar
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 201
Innovaciones culturales de Quito. Comida, flaneurs y ocio como consumos culturales urbanos*
Sofía Argüello PazmiñoEdison Hurtado
Baile popular hacia 1920
Izquierda: asistentes a un concierto de rock
en el Itchimbía
unos espacios, unos lugares que tal vez los imaginábamos pero que no los conocíamos.
Intuitivamente regresamos a las historias de nuestros padres y madres, de nuestros abue-
los y abuelas, que nos recuerdan, por ejemplo, que la ciudad llegaba hasta La Alameda,
luego hasta la calle Patria o, un poco después, hasta la Naciones Unidas, o que una muy
estrecha callejuela empedrada y empolvada, la “avenida” de La Prensa, permitía llegar al
obelisco de Cotocollao. Estas voces también nos dicen que los paseos familiares –el ocio
familiar– se hacían en el parque de La Alameda o en el Ejido, saltando huecos, los que se
abrían para luego sembrar árboles. En el cine Capitol o en el Coliseo Julio César Hidalgo
se realizaba “de todo”, desde proyecciones de películas hasta luchas de box, los famosos
cachascán, pasando por conciertos y presentaciones. Esos eran los consumos culturales
de algunos sectores sociales en la ciudad. También perduran los recuerdos de los “típicos”
paseos en el pasaje Amador o en el Gran Pasaje para comprar telas y coser la ropa con
las modistas quiteñas. Se añoran también, desde estas voces, las colaciones de dulce y la
compra de leña que se hacía en las pequeñas tiendas en los tradicionales barrios de La
Tola, San Juan o la Mariscal. Esos eran los tiempos y espacios de nuestros padres y madres
que nosotros llegamos a vivir solo de pasada en nuestros años de infancia y que apenas
recordamos cuando nos llevaban a tomar el poche, espeso y amarillo, en el Café Modelo,
o a realizar las compras navideñas en “el centro”.
La infancia la vivimos entre esas historias, esos recuerdos de
nuestros padres, madres, abuelos y abuelas y entre algunas de
las prácticas que ellos mantenían en sus vidas en la ciudad y de
las cuales formamos parte, en esporádicos casos, durante nues-
tros primeros años de niñez. Nuestros consumos de ciudad son
otros, pero de alguna manera, son los mismos.
En un intento por recuperar la fragmentación y la multipli-
cidad de escenarios que se innovan a partir de las prácticas de
quienes vivimos en Quito, nos proponemos explorar cómo se
deja consumir la ciudad, es decir, cuál es la oferta de la ciudad
para sus habitantes, sus turistas, sus flaneurs. Pero, además, inda-
gar en quién consume, cómo (se) consume, desde qué referen-
tes. Dentro de este campo de indagación, en este ensayo se ubi-
carán tres escenarios de permanencia-cambio: a) comida, b)
compras, y c) entretenimiento y el ocio.
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN202
Preparación tradicional de las colaciones
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 203
El parque de La Alameda, hacia 1920
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN204
El bar 9 de Octubre, hacia 1920
Mapas de gustos, colores y sabores: de las fondas a la cocina internacional
En Quito, las huecas o lugares especializados en la oferta de ciertas comidas (tradiciona-
les las más, pero también nuevas) son un espacio fundamental de constitución de esce-
narios que se renuevan, se mantienen, cambian. “Los alimentos se convierten en símbo-
los altamente cargados: expresivos, multivocálicos, condensados, ambiguos” (Weismantel,
1994: 15). Las comidas marcan la pauta de los consumos (gastronómicos) de ciudad.
En un sentido fragmentario y volátil, es decir, según cómo opera nuestra memoria,
la primera (anacrónica) imagen que se nos vino a la cabeza es la del ex presidente Ab-
dalá Bucaram (el Loco) que aunque no es quiteño tuvo fascinación por las guatitas de
nuestra ciudad. En Quito, la hueca favorita del Loco era de la Benalcázar, cerca del Mi-
nisterio de Gobierno y el Colegio La Providencia, en donde eran conocidos sus pedidos
del potaje para la Presidencia. La imagen de Abdalá comiendo guatita con cuchara no solo
que hizo más famosa y conocida la hueca de la Benalcázar sino que también presentó
esos mapas expresivos, densos e imprecisos de los alimentos como símbolos, como for-
mas culturales que crean parámetros de exclusión/inclusión de clase, étnicos, de género.
Símbolos de estatus que coexisten en las prácticas cotidianas de la gente y en la produc-
ción y circulación de gustos culinarios, que se reinventan y resignifican en las cocinas qui-
teñas.
Huecas y más huecas: de los años sesenta hasta hoy
En las décadas de los años sesenta y setenta en Quito se comía
en casa, en el Mercado Central o los almuerzos dominicales de
varios restaurantes localizados en el centro histórico. La comida
no era sofisticada y la que lo era estaba destinada a un grupo
exclusivo. Los alimentos eran básicamente la “comida casera” y
la “comida típica”. Si se quería comer yaguarlocro, hornado, cor-
vina, caldo de gallina –pero de gallina criolla– el sitio era el
Mercado Central, construido en 1950 y ubicado en la avenida
Pichincha, en el sector de La Marín, junto al Coliseo Julio César
Hidalgo. “Hoy La Marín, no, no, por La Marín ni me asomo. Pero
hace tiempo, en mis tiempos, paseábamos por ahí muy seguido”,
recuerda una quiteña sexagenaria. “Ahí comíamos. Tomábamos
los jugos del Mercado con huevo”.
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 205
Cena de alta sociedad. Años veinte
Para alguna gente, los almuerzos de domingo tenían lugar en fondas del centro his-
tórico situadas en la Mejía, la Sucre o la Montúfar, calles que ya desde la primera década
del siglo XX constituían los lugares de arraigo de la élite de Quito y en las cuales se situa-
ron las escasas fondas de primera clase de la época (Kingman, 2006). De allí había solo
un paso hacia los dulces que se ofrecían en los pequeños locales dispuestos debajo de
la Catedral en la Plaza de la Independencia: las quesadillas, los higos enconfitados, los
nevados, las hostias, las colaciones, las golosinas de los quiteños. Más abajo, entre las calles
Guayaquil y Mejía, cómo olvidar los helados de San Agustín, una de las primeras helade-
rías de Quito, fundada en 1858 y que se convirtió en uno de los pocos espacios socia-
les de la élite quiteña a inicios del siglo XX.
Pero Quito no ofrecía gran variedad de opciones para “salir a comer”. No era una
práctica usual. Tampoco había restaurantes especializados en comida internacional como
los hay ahora, y menos cadenas transnacionales de comida rápida. Las salidas a los al-
muerzos dominicales se transformaron poco a poco en los almuerzos familiares en los
bufetes de los hoteles, en las salidas a los valles al hornado de Sangolquí, a los típicos de
Cumbayá, acompañados con helados –los famosos “Amazonas”– o a los locros de
Guayllabamba, en los famosos agachaditos y posteriormente en el consumo gastronómi-
co de cientos de lugares que ofrecen variedades de menús para distintos gustos y bol-
sillos.
En la medida en que “el simbolismo de la comida recono-
ce las prácticas económicas, políticas e ideológicas inmersas en
el acto de la cocina” (Weismantel, 1994: 45), la variedad de
alternativas culinarias de Quito de inicios del siglo XXI pone en
evidencia una acelerada fragmentación de las identidades urba-
nas que deambulan y consumen de maneras distintas en/a la
ciudad, trastoques de los símbolos y significados de la comida y
el gusto culinario: rupturas y saltos de los procesos de clasifica-
ción que representan los alimentos, no en sí mismos, sino en las
formas en los que estos se consumen y son consumidos. De allí
que mapear las innovaciones culinarias de la ciudad pasa por
comprender la disociación de sus consumidores que van dibu-
jándose con los cambios económicos, políticos y culturales de
la urbe.
Aceleradamente se abrieron lugares de comida. Los
recuerdos de muchos de nuestros entrevistados recogen algu-
nas de las primeras huecas de los años sesenta, setenta y
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN206
Preparación tradicional de las colaciones
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 207
Venta ambiulante de comida en el sectorconocido como “3 Esquinas”
ochenta. Miguel, un hombre de clase media de 55 años, rememora:
Realmente yo no recuerdo que antes en Quito haya habido tantos restaurantes y luga-
res para comer. Era siempre la comida de casa o en los pequeños restaurantes del cen-
tro, fondas de todo tipo, buenas y malas. ¡Ah! y claro, había un lugar que se llamaba La
fuente. Si de helados se trataba, los muchachos, sus enamoradas, papitos, mamitas no
podían dejar de saborear los de La fuente en la avenida 6 de Diciembre y Orellana, paso
obligado de los golosos de Quito, sin dejar a un lado los tradicionales de San Agustín
con quesadillas. Pero La fuente era para los aniñados ya que el barrio la Mariscal era un
barrio de clase alta en la época. Luego, a inicios de los años ochenta, recuerdo que bus-
caba un restaurante de comida rápida como McDonald’s, ya que un amigo que llegó de
los Estados Unidos quería ir. Había las hamburguesas Rusty, pero digamos que no era
un restaurante con la marca internacional. Me acuerdo que había en el Centro
Comercial Iñaquito (CCI), que fue además el primer centro comercial de Quito, un res-
taurante de KFC; hoy es KFC, antes era Kentucky, se decía toda la palabra: Kentucky. Yo
llevaba allí a mis hijos, pero en ocasiones extraordinarias porque para mí era muy caro.
En ese mismo lugar había papas fritas y hamburguesas que se llamaba Macdonal, no
McDonald’s, y era también visitado.
Eulalia, una mujer de clase media alta que hoy tiene 50 años,
también trata de recordar qué lugares visitaba con su familia:
De pequeña, mi papá nos llevaba a los almuerzos dominicales de
la Mejía o la Montúfar, a los típicos helados de San Agustín, de eso
no me olvido. A veces también íbamos a comprar la comida en
el Mercado Central para llevar a la casa. Lo bueno del Mercado
es que había comida típica y excelente: yaguarlocro, hornado, cal-
dos de gallina. Ya cuando era más grande, de unos 15 años, eso
sería en 1972 más o menos, me acuerdo que nos íbamos a los
bufetes del Hotel Quito. Esa práctica se prolongó en los años
ochenta, ya cuando éramos casados y con hijos. Nos íbamos a
comer y a bailar. Pero eso se terminó en los años noventa. En los
ochenta, cuando hacíamos reuniones familiares y no cocinába-
mos, llevábamos a casa los pollos Gus, que venían con papas fri-
tas. Ahora se encuentra de todo. Desde comida especializada
catalana en el sector Isabel la Católica hasta la pizza de un dólar
en cualquier barrio de Quito.
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN208
Las tradicionales mistelas: caramelo relleno de licor
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 209
Venta de “tripa misqui” en la Floresta
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN210
Patio de comidas en el centrocomercial El Jardíín
Mucho de lo que cuentan Miguel y Eulalia lo recogimos en varias historias de sus con-
temporáneos. Lo interesante es que en todos los testimonios evidencia un quiebre
tempo-espacial que desubica su memoria y sus recuerdos. No saben cómo explicar el
salto de lo vivido al ahora. Solo recuerdan que inesperadamente pudieron llevar a sus
hijos a comer pizza en restaurantes especializados en pizzas y pastas, que pudieron ir a
restaurantes de comida china y que ahora, además, hay dónde escoger: desde el chifa del
barrio hasta el Happy Panda. Que llevan a sus nietos y nietas a las cadenas de comida
transnacional y chatarra: sobre todo KFC y McDonald’s “porque allí hay juegos infantiles
que te permiten dejar a los niños sin necesidad de estresarte como en otros restauran-
tes”, señala Elba.
Los jóvenes que vivían en Quito en la década de los años sesenta y setenta recuer-
dan los paseos e invitaciones que hacían a sus enamoradas. Después de una melcocha
bailable, nombre de las fiestas juveniles de la época, tenían que regresar a dejar a la “pela-
da” en su casa con la debida formalidad, no sin antes haber pasado por el “Guambra”
(Patria y 10 de Agosto) brindándole a la susodicha un pollo asado o un sánduche de per-
nil de Don Soto, y si la economía alcanzaba, era posible brindar un chaulafán en el chifa
May Flowers de la 6 de Diciembre, el primer chifa de Quito.
También recuerdan que el eje vial de la avenida de La
Prensa, apenas hace 40 años, era una polvorienta y empedrada
calle de no más de diez metros de ancho que conducía desde
de la “Y” hasta el lejano pueblo de Cotocollao donde se espe-
raba, a partir de la 4 de la tarde, en el sector del obelisco, los
famosos motes y cascaritas de chancho. En el trayecto de la ave-
nida Colón y Villalengua se ubicaban las huacas, pequeños y des-
tartalados comedores donde ricos y pobres de Quito gozaban
comiendo hornado con llapingachos y agrio para acompañar.
Hacia el norte, las parrilladas del Pototo de los Santos. Los tra-
dicionales almuerzos domingueros en el centro de Quito donde
se daban cita familias de toda condición social para dar “descan-
so a las mamitas” de la casa. Cafeterías para intelectuales, el
famoso Madrilón, el destacado Royal de la García Moreno junto
al Sagrario, donde se reunían para “admirar las contorneadas y
bien formadas piernas de las meseras ataviadas con sus falditas
negras cortas y sus mandiles coquetos”, como nos dice un
entrevistado. Aquellos tiempos no daban cabida a muchas
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 211
Oferta de bares y comida internacional en la Mariscal
opciones. No existían las cadenas de comida rápida transnacional que a inicios de los
noventa proliferaron en Quito y que se convirtieron en un ícono para la producción
nacional, por ejemplo, Los Cebiches de la Rumiñahui o Los Motes de la Magdalena.
David y Felipe, dos amigos bohemios de 40 años de edad, mencionan las famosas
huecas de los agachaditos tanto al norte como al sur de Quito, que se convirtieron en
los espacios novedosos de la ciudad en la década de los noventa: “al norte, los Chavitos,
que antes quedaban cerquita del 5-15, un conocido club nocturno, y al sur, las guatitas
de la Villaflora, lo mejor para después de una farra a las 4 de la mañana”. Entre semana
están disponibles las huecas “para cuando uno se escapa de la oficina: los motes de San
Juan, ¿quién no ha ido?, desde el albañil hasta el aniñado en su carrazo, las papitas de la
María, las guatitas de la Benalcázar, que te sirven con pan y toca comprar el arroz”.
Jéssica y José Antonio, dos jóvenes de clase alta de Quito, prefieren los hot dogs de
la González Suárez, que “afortunadamente abrieron otro local en la Río Coca”. Hoy por
hoy, los y las adolescentes prefieren ir a comer (mientras se “banderean”) a la Plaza Fosch
o a la Plaza de las Américas y si se trata de celebrar el cumpleaños de algún amigo o
amiga se reúnen en el Fridays o en el Crepes and Waffles.
Diego y Patricia son una pareja de jóvenes de 25 años, de clase media, muy cono-
cedores de las huecas de Quito:
Nosotros conocemos muchas huecas. Andamos comiendo siempre de todo en cualquier
lado. Por ejemplo, un lugar en donde encuentras para elegir es en La Floresta, en el par-
que de la calle Ladrón de Guevara. Lo mejor de este lugar es que puedes encontrar tripa
mishqui, caldos de gallina, caldos de pata, morcillas, papas con cuero, hornado, tortillas con
caucara, fritada y morocho. En el sur están las cinco esquinas: encuentras pollo y carne
asada, pinchos, mollejas. En la Michelena también encuentras de todo. De hecho en el sur
encuentras carritos de comida casi en cada esquina. No pasa lo mismo en el norte, allí
más bien funcionan las huecas de barrio, en la Kennedy, en la Rumiñahui, en Carcelén, en
la Luz han proliferado los restaurantes de hamburguesas, pinchos, papas fritas.
En barrios como La Luz, la Kennedy o la Rumiñahui se pueden encontrar varias casas
adecuadas para vender comida. En la Rumiñahui nacieron los famosos ceviches que lle-
van su nombre. La hoy cadena de restaurantes especializados en comida del mar nació
en una pequeña casa de la avenida Real Audiencia y Luis Tufiño, cuando su propietario
se arriesgó a transformar su casa en una pequeña fonda que al inicio solo vendía cebi-
ches. Hoy es una cadena de comida que nació del barrio y se dinamiza en los corredo-
res ruidosos de los patios de comida de los centros comerciales y en calles bien ubica-
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN212
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 213
Calle García Moreno, hacia 1930, importan-te arteria comercial, a inicios del siglo XX
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN214
Lla calle Guayaquil concentró un comercio menos exclusivo,aunque más intenso
das de la ciudad. Mientras esto sucede en la primera década de 2000, en los años seten-
ta comer un cebiche era deleitarse con el manjar en el mezzanine del Teatro Bolívar, en
el conocido Wonder bar, donde se servían además exclusividades de la comida francesa.
Flaneurs: el gusto de deambular y consumir por la ciudad
¿En qué medida se movilizó por Quito el prototipo del flaneur de la ciudad burguesa mo-
derna? ¿Vitrinear y comprar siguen siendo actividades nuevas-modernas? Pensaremos en
el flaneur como aquel o aquella que, siguiendo al filósofo Walter Benjamin, “va a hacer
botánica al asfalto”. Y es precisamente Benjamin quien analiza los pasos del experto en
asfalto desde varios pasajes del cuento El hombre de la multitud de Edgar Allan Poe y se
refiere a él como “un desconocido que endereza su itinerario por Londres de tal modo
que sigue siempre estando en el centro […] Por eso busca la multitud […] Es el hom-
bre de la multitud” (Benjamin, s/f: 64).
El Londres chiQuito
Lo que sigue es un fragmento que nos remitió un entrevistado a quien pedimos que nos
describiera una tarde de su infancia:
Grises y pesadas formas nubosas de tormenta y aguacero ame-
nazan la apacible Quito en una tarde de octubre de 1966. La
familia había abastecido la bodega de la casa muy en la mañana
con una bondadosa dotación de atados de leña de eucalipto que
los niños ayudaban a bajar de una vieja camioneta General Motor
Company (GMC). Leña que alimentaría el fuego de una hermo-
sa chimenea de piedra que reinaba en la sala de la acogedora
casa ubicada en la calle Reina Victoria entre la Pinta y la Niña, del
exclusivo barrio la Mariscal. A media tarde se desataba el aguace-
ro con rayos y centellas, mientras que el verde césped del amplio
jardín de la casa se iba cubriendo de un manto blanco de grani-
zo que presagiaba una diversión incontenible después de que el
chubasco calmara. Adentro, pegando sus narices a los vidrios
empañados de fría humedad, los niños observaban el hermoso
paisaje. Mediaban las 5 de la tarde cuando llegaba la calma.
Nuevamente el famoso “cordonazo de San Francisco” había deja-
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 215
Interior del Pasaje Royal, uno de los primeros pasajes
comerciales, hacia 1930
do su huella. El aroma encantador y embrujante de los floripondios, las hortensias y los
árboles de ciprés inundaban el ambiente. Era hora de salir para palpar con las manos el
fruto helado del cielo, al que los niños daban formas de rústicos muñecos de nieve que
duraban por algunas horas mientras la noche se anunciaba fría. Un pesado manto de
neblina empezaba a caer. El perfil del horizonte oeste de esta hermosa Quito se ador-
naba con el Pichincha, blanco y mojado, mientras que al este, el moderno edificio del
Hotel Quito Intercontinental y el tradicional barrio La Floresta destacaban entre las
sombras y la neblina que hacía parecer a la ciudad un Londres chiQuito.
Recogemos este testimonio porque en la década de los años sesenta el barrio la Mariscal
reflejó la imagen de la ciudad con vitrinas que además, como mencionaron algunos de
nuestros entrevistados, pintaban a Quito como Londres, no solo en su paisaje sino en
sus escaparates y en lo que ello implicaba: ir a pasear a la Mariscal.
El “tontódromo”, como se comienza a llamar a la calle Amazonas, va desde la ave-
nida Patria en el sur hasta el Colegio Militar Eloy Alfaro al norte. Más allá, amplias exten-
siones de terrenos que se pierden en el horizonte próximo al parque La Carolina en
donde se iban a ver las carreras de caballos en el hipódromo que se encontraba dentro
de lo que hoy es el Centro de Exposiciones Quito. En esta calle (la Amazonas) se des-
arrollaba la vida rosa de Quito de los años sesenta y setenta. Calle de lujosas vitrinas,
señoriales casas, costosos restaurantes de la época, ambiente cargado de exclusividad,
donde se paseaban a gusto los miembros de la “familia Miranda”, las guapas quiteñas y
los infaltables chullas quiteños, perfumados hasta las orejas y sin un sucre en el bolsillo.
El pequeño Londres de Quito se fue transformando y al colosal edificio del Hotel Quito,
que antes yacía solitario, se juntaron los exclusivos edificios de la González Suárez. El
“tontódromo” se siguió llamando así en la década de los años noventa pero ya no tenía
la alegoría de vitrina de la ciudad, sino de espacio de ocio y entretenimiento. La calle
Ama-zonas se convirtió en los noventa, e incluso hoy en día, en la vía obligada por la cual
los autos transitan por las noches buscando la fiesta y la bulla quiteña. El tradicional barrio
la Mariscal dejó de ser el lugar de paso de los flaneurs de los sesenta y setenta para con-
vertirse en espacio de otros consumos, de otras multitudes, de innovaciones de otro tipo
en las cuales se van (des)dibujando los propios ciudadanos del consumo.
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN216
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 217
La avenida Amazonas, entre las avenidasColón y Patria, fue la calle comercial por
excelencia en los años setenta.
Nuevas formas de hacer botánica al asfalto
A pesar que el barrio la Mariscal se convirtió en un ícono importante para transitar, vitri-
near y comprar en la ciudad, no podemos olvidar el conocido Ipiales, hoy parte de las
políticas de regeneración urbana que convirtieron al mercado callejero en los centros de
compra y ahorro bueno, bonito y barato (BBB). Antes de este proceso de “regeneración”
(que implica revestir a la ciudad como una imagen de postal, no real necesariamente), ir
al Ipiales en los años sesenta y setenta formaba parte del lugar de paso de compras de
ricos y pobres para convertirse en los ochenta y noventa en todo un rito popular.
Las calles coloridas con ropa, dulces, zapatos, utensilios de cocina, gafas, ropa interior,
juguetes, telas, electrodomésticos, comida se mezclaban también con los plásticos azules y
negros que servían para improvisar las carpas que resguardaban, junto a dos palos que
servían de apoyo, del frío y el calor a los vendedores y sus mercancías. Junto con estas imá-
genes circulaban los vendedores ambulantes que vendían canela y palo santo, medias, chu-
cherías y hasta objetos robados. Además pululaban los compradores, mirones, turistas o
quienes necesariamente debían transitar por sus calles para llegar a la Plaza de la
Independencia o al Tejar. Los martes y sábados, días de feria, se llenaban las calles más de lo
acostumbrado así como en los días cercanos a la Navidad o al inicio del ciclo escolar. El
Ipiales mutó. Miriam, una mujer que bordea los 70 años, recuerda:
De niños comprábamos en el Ipiales, en general en el centro de
Quito, en los almacenes y en la calle. Luego a mis hijas también
las llevaba allá. Sin embargo, a ellas no les gustaba ir porque en
los años noventa se convirtió en un mercado bastante popular y
además aparecieron velozmente los centros comerciales. Estoy
segura que a partir de esto se agrandaron las brechas sociales
respecto a los lugares de compra. Por ejemplo, a mis hijas les
daba vergüenza ir al Ipiales.
Los cambios urbanos del Ipiales vinieron acompañados por la
regeneración urbana que supuso un reordenamiento –y con-
trol social– de la ciudad. Pero además supuso la apertura de
otros y nuevos espacios de consumo; por un lado articulados
con seguir transitando por la multitud, y por otro, con la pues-
ta en escena de escenarios extranjeros que van (re)significan-
do las relaciones con las mercancías. Nos referimos a los malls
o centros comerciales y al comercio chino.
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 219
Izquierda:Escalera mecánica en un centro
comercial capitalino
Interior de la Plaza de las Américas
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN220
Acróbatas callejeros
Mirar las puestas en escena de estos nuevos (no) lugares hizo transportarnos por lar-
gas tardes a los pasillos, almacenes, patios de comida, escaleras eléctricas, ascensores y hasta
bancos de varios centros comerciales de Quito. Estos grandes bazares de la multitud se
han convertido en una nueva forma de hacer botánica al asfalto. En primer lugar, los flaneurs
dejan de ser los hombres y mujeres de la multitud que deambulan por las calles públicas
de la ciudad, ya sea del Londres chiQuito del barrio la Mariscal en los sesenta o de las empi-
nadas y empedradas calles del antiguo Ipiales. Es decir, los especialistas del pavimento, de
las calles, del suelo de los rincones de Quito se convirtieron en los especialistas de los malls,
de los centros comerciales, de los pasillos ruidosos que se confunden con los inmensos
pilares arquitectónicos que dejan poco que ver del cielo y la ciudad. Es casi como no estar
en Quito. Si antes se tenían como referentes la avenida Patria, la Colón, la Iglesia de la
Merced o el parqueadero de El Tejar, en los centros comerciales se tienen como referen-
tes los patios de comida, el Megamaxi o Supermaxi, los bancos, las tiendas favoritas –tal vez
una de zapatos– y por supuesto los cines. Estos lugares permiten deambular no solo para
mirar los escaparates y las vitrinas de los almacenes sino también para encontrarse entre
amigos, familia y desconocidos, en los impersonales rincones que ofrecen.
Otros lugares de consumo que poco a poco desplazan a los reubicados puestos de
la famosa calle Ipiales, e incluso a varios compradores de los centros comerciales, son los
almacenes chinos. Aunque la gente va mucho a curiosear también por supuesto hace allí
sus compras. Entre el olor de los inciensos, la vigilancia de los vendedores y de los pro-
pios chinitos, la gente se prueba zapatos cuyo precio no sobrepasa los $ 15, compra
medias a 0,60 centavos el par, ropa interior a $ 2 ó $ 3, chaquetas de $ 10 e incluso un
juego de seis destornilladores a $ 1. Además de la barata ropa de niños o niñas, los bol-
sos y hasta los cosméticos. Incluso es posible regatear “a los chinos” los precios bajos que
ofrecen en sus mercancías. René cuenta su paso por los almacenes “de los chinos”:
Creo que los almacenes de los chinos no tienen más de cinco años. De la noche a la
mañana empezaron a salir cada vez más almacenes. En los almacenes chinos se encuen-
tran muchas cosas, sobre todo ropa, zapatos, ropa interior para mujer, bolsos, mochilas,
maletas. Todo a cómodos precios. Todo es muy barato. Claro que no es de muy buena
calidad, pero si antes compraba para mi hija un par de zapatos a $ 30, hoy le compro
tres pares de $ 8 y tiene más opciones para combinar. Lo mismo pasa con la ropa. A
mi esposa le gusta porque dice que venden ropa de moda, aunque hay que buscar por-
que también hay cosas feas. Hay una cadena llamada 2008, hay varios de esos almace-
nes por la ciudad. En todo lado hay chinos. Yo a veces hasta he pensado que deberían
hacer un barrio chino en Quito, como los hay en otras ciudades.
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 221
Oferta cultural, entretenimiento y ocio
La oferta cultural y de entretenimiento se actualiza de distintas formas según públicos y
demandas. Los circuitos de las industrias culturales ubican a Quito como lugar de desti-
no (por ejemplo, se dice que “la elección de Miss Universo en 2004 puso a Quito en el
mapa”). En esta línea, en la ciudad “aterrizan” eventos o giras (conciertos, presentacio-
nes). Pero también las ofertas locales han acompañado el devenir de la ciudad. Por un
lado, la oferta para el turista (típicamente, la oferta de un Quito-patrimonio), pero tam-
bién la que se oferta para el residente. En este acápite, entonces, se trata de dar cuenta
de un sinnúmero de ofertas a las que corresponden actores sociales, consumidores, mer-
caderes, entre otras.
Tardes de televisión, “melcochas bailables” e inolvidables películas de cine
Tanto frío y tembladera de los inviernos quiteños de los años sesenta debía ser contra-
rrestado con chocolate muy caliente o una taza de café Minerva. El “cafecito” debía ser
servido con una palanqueta de agua untada de una generosa porción de cremosa nata
de leche que se compraba en la añeja tienda de doña Romelia. A las 6.30 de la tarde, la
leña quema en la chimenea, los niños de esa época después de un largo y eterno día de
tradicionales juegos como el trompo, la rayuela, las cucas, las montadas con películas
recortadas, o los infaltables “limbers” (deliciosos confites que contenían hermosos y mul-
ticolores cromos de motivos cívicos) se reunían, sentados en el piso de la sala, frente a
un descomunal televisor Telefunken para mirar los inocentes programas que el Canal Seis
o el Cuatro de HCJB transmitían en horario infantil: Batman y Robin, Don Gato y su pan-
dilla, el Club del Tío Óscar o los famosos dibujos animados del Conejo Bugs Bonny. Llegaba
la hora de la merienda (cena como lo dicen ahora), todos sentados en la mesa del come-
dor de la casa escuchando las vivencias pasadas de los padres, para luego volver a la tele-
visión y gozar mirando las ocurrencias de Doctor Smith y el bonachón robot de Perdidos
en el espacio, Bonanza o la controversial novela norteamericana Peyton place, que no
podía ser vista por niños debido a las enardecidas intrigas o a los besos apasionados de
los actores que hacía funcionar inmediatamente la rígida censura del “rey de la casa”,
mandando a los niños a dormir en el acto.
Los adolescentes comienzan sus andanzas vacilando a las jóvenes –que hoy ya son
abuelas– enamorando con clase, regalando libros, chocolates o rosas, enviando poéticos
mensajes por la “radio de los enamorados”, la recordada Éxito, dedicando canciones de
Sandro, Rafael o Leo Dan, suspirando con las melodiosas canciones de Janeth, Claudia de
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QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIón 223
Zona de patinaje en el parque la Carolina
Colombia o la argentina Tormenta. Bailando pegaditos o torciendo las caderas al son de
los Graduados de Colombia o las cumbias alegres de Don Medardo y sus Players en esas
recordadas matinés o “melcochas bailables”, cuyo rígido horario se cumplía como man-
damiento: de tres a ocho de la noche, ¡ni un minuto más! En esta época de amoríos y
pasiones, lo común era tener un momento de intimidad con la pareja que se conseguía
los fines de semana cuando los muchachos invitaban a su media naranja a una función
matinal del cine. En la Quito de los años sesenta y setenta era novedoso disfrutar de pelí-
culas con sistemas modernos como el sonido envolvente.
Así, en el Teatro Bolívar, Colón o San Gabriel era común observar largas y descomu-
nales filas esperando ingresar para disfrutar de películas como: Odisea en el espacio 2001
de Stanley Kubrick, Terremoto, Tora Tora y la primera película de la saga de la Guerra de las
galaxias. Filmes más encendidos de tono en su temática como en sus escenas era posible
observar en el tradicional Teatro Variedades, donde Lando Buzzanca, Marcelo Mastroianni,
Claudia Cardinali deleitaban con sus pícaras y sugestivas comedias. Los ardientes ciudada-
nos de esta franciscana ciudad, en el anonimato y con la cabeza baja entraban a la clan-
destinidad del Hollywood, el Granada o el Teatro América, para calentar sus pasiones con
películas que hoy observamos en el horario nocturno de la televisión y que la censura
municipal calificaba de “estrictamente prohibida para mayores de 21 años”. Luneta y gale-
ría, áreas debidamente determinadas para el público en las salas de cine de la capital eran
el denominador común. Según el decir de algunos quiteños, la chusma, los sin plata y los
patanes de arriba, sentados sobre los graderíos de madera, mientras que en la platea, los
favorecidos con la diosa Fortuna y por cierto los tiernos tórtolos que no se atrevían a
arriesgar a la Dulcinea de sus amores a las lascivas miradas de los “zánganos” de la gale-
ría. El club Tali Ho, la discoteca el Sombrero, el Oeste en Santa Prisca y, si el presupuesto
alcanzaba y se quería impresionar a las “peladas”, la discoteca Unicornio en el actual Hilton
Colón, donde se reunían los “famosillos” de Quito.
Cambios culturales
Aquellas épocas de las “melcochas bailables” y Tora Tora se recuerdan y se añoran. Y aunque
el Teatro Bolívar, el Sucre, el Variedades han sido remodelados, así como los cines Benalcázar
y México, otras tantas salas de cine como el Colón o el Fénix se han convertido en los luga-
res de encuentro de grupos evangélicos que se reúnen periódicamente a reinventar ritos.
Los consumos culturales de ciudad están marcados por procesos de modernización
que “expresan una disociación entre la ciudad letrada y la ciudad real. Esto no hace sino
QUITO: ESCENARIOS DE INNOVACIÓN224
traducir la diferenciación entre los que dominan y los domina-
dos” (Ibarra, 1998: 35) tal como se evidenció cotidianamente,
por ejemplo, en las salas de cine y en su división espacial entre
luneta y galería en los años sesenta y setenta, o en la prohibi-
ción de realizar un espectáculo de tecnocumbia en el Museo de
la Ciudad –por ser de mal gusto– o en las pantallas gigantes
colocadas en la Plaza del Teatro para que la “plebe” pueda
observar los espectáculos del Teatro Sucre que no podía pagar.
Aclaramos la importancia de diferenciar los públicos y los espa-
cios de producción cultural ya que ellos marcan no solo las
diversas esferas de consumo, sino la demarcación que conlleva
a diferenciar signos de distinción y (“buen” o “mal”) gusto entre
unos y otros1 y que (re)crean diversos imaginarios culturales
que incluyen las innovaciones institucionales respecto a la diver-
sidad de rupturas.
Por ejemplo, pensamos en los museos del centro histórico
y en las propias iglesias como la Compañía, que se han conver-
tido en grandes monumentos fríos para conocer la historia
señorial de nuestra ciudad y país, imbuidos por supuesto bajo el manto institucional del
patrimonio. Recogemos a Mireya Salgado en la necesidad de entender que el patrimo-
nio como una forma de la memoria:
Debería ser dinámico, plural, ligado a la diferencia. Sin embargo, domina una noción de
patrimonio como conjunto de bienes estables, con valores y sentidos fijados de una vez
y para siempre. La autenticidad, invención moderna y transitoria, no puede ser criterio
de valoraciones (Salgado, 2004: 74).
En este marco, muchos de los “valores y sentidos fijados de una vez y para siempre” están
anclados en la contante separación entre “alta cultura” y “cultura popular” que no solo
jerarquizan los artefactos simbólicos que construyen cultura, sino sobre todo jerarquizan
a los productores y “consumidores” de ella. No obstante, hemos visto afortunadamente
que, pese a que aún sigue latente un carácter fijo patrimonial desde la creación y “res-
guardo” institucional a la ¿cultura?, se generan espacios que dejan mirar los quiebres, las
fragmentaciones, la multiplicidad de alternativas.
Quito abre espacios para otras y nuevas formas de consumos culturales, ocio y
entretenimiento. Y aunque los jóvenes de hoy no hacen necesariamente descomunales
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El Vulcano Park
filas en los cines para ver su película favorita –entre otras cosas porque los cines son más
un lugar de encuentro que de interés cinéfilo– sí podemos ver que se producen nuevos
escenarios y nuevos códigos asociados a la música (rock, metal, punk) o al cine (los
Encuentros del Otro Cine (EDOC) o Cero Latitud). Además se crean nuevos museos
vivos, museos interactivos que invitan a vivir en la pluralidad de la ciudad: de los tanques
del Placer al Yaku o Museo del Agua, o las exposiciones en el Museo del Banco Central
a propósito de los juguetes. Asimismo las opciones se diversifican para adultos, jóvenes
y niños. Se pueden encontrar numerosas opciones de presentaciones de obras de tea-
tro para todos los gustos, siendo los precios más económicos $ 5 por función. Si se busca
bien, “si se tiene buen ojo”, se sigue la pista o se tiene suerte, se pueden encontrar algu-
nas actividades gratuitas.
De todas maneras queremos insistir en que, pese a la diversidad de opciones, los con-
sumos culturales siguen siendo diferenciados. Sonia, una señora de 60 años que vive en el
barrio Espejo (que se encuentra dentro de la administración zonal Quitumbe), señala:
Creo que los pobres también tenemos derecho a la diversión. Nosotros no podemos
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1 De allí hay solamente una tenue línea entre cómo se empezó a divulgar en Quito, a mediados del siglo XIX,el Manual de urbanidad y buenas maneras de Carreño, que no solo sirvió para formar a la aristocracia qui-teña sino que también se convirtió en un texto fundamental de enseñanza escolar en la época de GarcíaMoreno (Ibarra, 1998) y llegó a adiestrarnos sobre los malos hábitos de comer, dormir o conversar, y lasbuenas costumbres de comportamiento.
Exposición de arte en la feriadel parque de El Ejido
pagar, digamos, el Teleférico, irnos a uno de esos museos, al del agua, menos al Teatro
Sucre, uf, imposible. A veces creo que piensan que nosotros no hemos de entender que
hay ahí, pero solo por ver, por ir, ¡qué bonito!, ya estaríamos haciendo algo diferente.
Nosotros a nuestros hijos, nietos, no los podemos llevar a ninguno de esos lugares, no
hay que pagar solo la entrada sino el pasaje del bus y una colita que se les antoje a los
guaguas. Aunque sí vienen (del municipio y otras instancias como el ChulpiCine) a mos-
trarnos películas, pero no creo que sea lo mismo que ir al cine, pero igual nos gusta.
Como Sonia, muchos quiteños y quiteñas no pueden acceder a específicos espacios de
consumo cultural. Sus formas de esparcimiento siguen siendo los paseos a los parques (La
Carolina, Parque Lineal Machángara, Quitumbe, La Alameda, El Ejido) y las actividades al
aire libre que allí suelen realizar conciertos, encuentros sociales, maratones, entre otras.
También resulta pertinente alquilar para los niños y niñas un coque de pedales, casi des-
tartalado, a $ 1 la hora o un caballito, muy cerquita donde hace más de 30 años existió
el hipódromo en el parque La Carolina, a $ 1 los 15 minutos. Los saltarines, que permi-
ten brincar a los pequeños 10 minutos por 0,50 centavos; y por supuesto, los típicos
columpios, resbaladeras, escaleras chinas, sube y baja que aún no tienen precio.
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