EL SONIDO DEL SILENCIO
Nací en un pueblo pequeño y gris de Castilla pero soy más de ciudad que un
semáforo. Mis padres, como tantos miles de familias de aquella España pobre y
franquista de los sesenta, se vieron obligados a dejar su pueblo y emigrar a la ciudad
en busca de pan.
Así crecí, viví y maduré siempre en ciudades, unas más grandes, otras más
pequeñas, pero todas llenas de contaminación, de aglomeraciones arquitectónicas y
humanas y de ruido, mucho ruido.
Mi contacto con lo rural se limitó a excursiones, fotos, documentales y lo que
una oye.
La vida, como tantos otros, la fui llenando de hermosas y enriquecedoras
experiencias, pero también de muchas frustraciones, fracasos, miedos, carencias,
desengaños, soledades y vacíos. Pero sobre todo, de ruido, mucho ruido.
A los cuarenta llegué agotada, saturada, desesperanzada, enferma, al límite de
mis fuerzas.
Un día un amigo me llevó a hacer un recorrido por algunos pueblos de la
Serranía del Turia, ya llevaba algunos años en Valencia pero no conocía nada de esa
comarca, me quedé en las bulliciosas y conocidas zonas playeras. Fue un amor a
primera vista, desesperadamente me agarré a ese enamoramiento como a una lancha
salvavidas. Busqué algún modesto lugar para vivir por esa zona, tenía que hacerlo,
Chelva, Gestalgar, Bugarra, Alcublas, acabé en Chulilla.
Era la primera vez en mi vida que salía a la calle y apenas veía y olía a coches y
empecé a respirar.
Que la puerta de mi casa se podía quedar abierta y empecé a tener menos miedo.
Que los vecinos te saludaban, te ayudaban, te preguntaban y empecé a sentirme
menos sola.
Que la montaña, la naturaleza era lo primero y lo último que veía, comenzaron
mis paseo diarios y empecé a sentirme más fuerte.
Que cada día me bañaba en su río o en el balneario y empecé a sentirme mas
limpia.
Que cada noche miraba las estrellas, la luna en sus distintas fases y empecé a
sentirme parte de algo.
Que cada día era distinto porque distintos eran los colores de cada árbol, de cada
atardecer, de cada estación del año y empecé a sentir la vida.
La paz, la armonía, la belleza de esta Serranía fueron alimentando, impregnando
mis desnutridas células. Un día subí a una de sus montañas, me senté en su cima,
después de un rato escuché y vi el sonido del silencio como jamás lo había oído, visto y
sentido. Ese silencio me llevó a escucharme, a verme tan profundamente como jamás lo
había hecho, ese silencio toco algo en mi alma desconocido, ignorado y comencé a
llorar como jamás había llorado, decidí dejarme llorar hasta el final, abandonarme en
ese llanto tan necesario hasta que mis lágrimas se agotaran o me agotaran a mí, lloré
tanto que por un momento pensé que moriría en ese llanto, de tanto dolor no llorado,
negado, no expresado.
Pero con la caída del sol paré, nunca había contemplado un atardecer tan limpio.
En ese instante, en ese silencio externo e interno, contemplé mi vida sin engaños, mis
fracasos, mis mentiras, mis carencias, mis heridas. Y supe todo lo que tenía que
cambiar, eliminar, todo lo que me impedía vivir, no era la primera vez que lo veía pero
si la primera que no sentía miedo, que no me ponía excusas, que la verdad de mi vida
estaba tan clara como ese atardecer, que el victimismo inútil, innecesario, dañino, daba
paso a la responsabilidad. Entonces me prometí que lo haría, ya no había más tiempo
que perder.
Bajé esa montaña, volví a la ciudad a comenzar esos cambios necesarios. No fue
nada fácil, todo lo contrario, los grandes e importantes cambios siempre resultan
difíciles y dolorosos para una misma y para los que más quieres, pero cuando uno se
pone en serio con la vida y mirando en la dirección correcta, parece que el universo se
alinea y alguna ayuda siempre llega y yo, en aquel lugar, había cogido la fuerza y la
vida que me faltaban.
Hoy, casi diez años después, la vida sigue siendo difícil pero la coherencia
conmigo misma, lo que pienso, lo que digo y lo que hago están en la misma línea, la
vida tiene un sentido, una alegría, una fuerza y mis ojos tienen un brillo totalmente
perdido en aquellos días.
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