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Rumanía en agosto
¿Qué estoy haciendo, Santo Dios? —se dijo Julien
volviendo en sí de repente—. Me pierdo.
STENDHAL
Había algo que le llamaba la atención de Mataró, y era que sus habitantes seguían una
coordinación sorprendente en sus horarios. Unas calles y plazas se llenaban a una hora
concreta de la mañana, otras se llenaban a horas concretas de la tarde y otras nunca
acababan de estar ni llenas ni vacías.
Como tenía que salir de viaje, trazó una ruta hasta la estación de autobuses que
coincidiese con las calles desiertas. Eran las siete de la mañana, por lo que no fue difícil
encontrarlas. Cogió su maleta y la arrastró calle abajo. Desde pequeño le pasaba lo
mismo: No sabía si el ruido de las ruedas sobre los adoquines le gustaba o no. Por un
lado le recordaba a los redobles de tambores. Un redoble de tambor era sinónimo de
fiesta mayor y fiesta mayor era sinónimo de alegría. Por esta lógica tenía que creer que
el ruido era agradable... Pero, por otro lado, era similar al de las carracas. ¿Y a quién le
gustan las carracas? Para ser exactos: ¿a quién le gusta cómo suenan? Su voz es la de las
chicharras. Y, por último, decir que estos insectos son malos... maléficos. Lo cierto era
que Albert no había visto una chicharra en su vida, pero con solo oírlas al pasar cerca de
los parques se hacía a la idea: Debían de tener ojos saltones, babear y no medir más de
diez centímetros. Casi todos los insectos eran iguales.
Las manos le temblaban, pero no era por la emoción del viaje. Más bien era por el
reencuentro con su madre. No hacía demasiado tiempo de la última vez que se habían
visto, pero desde que vivía en Mataró y ella en Banyoles sus relaciones habían sido
distantes. Cada vez que se encontraban era como conocer a una persona nueva.
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Empezaban con los mismos formalismos una y otra vez: los besos en las mejillas, las
preguntas cliché... Hacían chispear la tensión de los desconocidos. Duraba hasta que
alguno de los dos rompía el hielo. ¿Cómo? Era suficiente con comentar algún recuerdo
de cuando Albert era un niño. No había un momento en que su madre Imma disfrutase
más que cuando le describía cómo se comportaba de crío. Él, sorprendido, negaba con
la cabeza y le rebatía: ¡No puede ser que yo fuera así! ¡No me lo creo! Lo decía con una
sonrisa en la cara. En realidad se reconocía en las descripciones de su madre. Gozaba.
Se le metían legañas en los ojos... o bien eran lagrimitas.
Habían acordado que se encontrarían en la estación de autobuses de Mataró. Ella, como
vivía lejos, había cogido otro autobús para llegar hasta allí. Llevaba más de dos horas
dentro de un vehículo cuando, a las siete y cinco, Albert se topó con ella. Se dieron dos
besos y, cada uno con su maleta, se sentaron en una marquesina. Estaban en Plaça de les
Tereses y tendrían que esperar hasta al cabo de un cuarto de hora. Sería un autobús
negro el que les llevara de esa ciudad del Maresme hasta la terminal 2 del aeropuerto.
Habría sido más sensato que quedasen directamente en Barcelona, pero querían
compartir el trayecto hasta allí. Iban resiguiendo la costa; sobre la raya del mar, el
morado de la noche; sin duda perdía su encanto por la madrugada. Y al amanecer la
costa quedaba tan fea que era mejor ni mirarla. Viniendo de Banyoles, Imma había
evitado mirar a través del cristal. De nuevo en el autobús, se sentó en el asiento más
apartado del cristal. El otro lado del autobús —el que daba a la derecha de la carretera—
estaba lleno de gente; si no, se habrían sentado allí. ¿Por qué tenían tanta mala suerte?
Imma no se lo explicaba. Tenía que alargar el cuello para mirar a través del otro cristal.
Entre Albert y ella y los dos viajantes que había en la otra fila de asientos, quedaba el
pasillo por el que habían entrado. Era extraña, esa combinación: En el pasillo habían
puesto una moqueta como de plástico. Debajo de los asientos, sin embargo, la moqueta
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se transformaba en una tarima con altura. ¿Sería para que sus pies no se enfriasen?
Pensó que, si era así, lo más inteligente sería sacarse los zapatos. ¿De qué sirve la
madera si se pisa con botas?, se preguntó. Y a continuación se agachó. Deshizo los
cordones de sus botas de campo. Estaban sucias. Se pringó los dedos de barro. Al sacar
los pies de dentro, el calor de los calcetines le subió por los brazos. Era una sensación
desagradable. Agosto le volvía su propio cuerpo extraño. Sus temperaturas, lo heladas
que estaban sus manos y lo ardiente de sus talones... Tantos contrastes hacían que se
sintiera como un cadáver. «¿Los jóvenes también deben de sentirse agobiados?» Ya no
recordaba su propia juventud. Con el olvido, había acabado por sobrevalorarla. Giraba
la cabeza hacia la costa y, antes de verla, sus ojos se cruzaban con su hijo. Él también
volvía la cabeza hacía allí; ignoraba que el mar a esas horas fuese como mierda, ¿pero
qué joven sabe reconocer lo que es bello y lo que es feo? ¡Ninguno!
Ella sonreía. Aún le sorprendía que le hubiera propuesto viajar juntos. No hacía ni dos
semanas que habían planeado la aventura a la que ahora se embarcaban. Rumanía, un
país al que había viajado con su marido veinticinco años antes. Rumanía, un país al que
ahora volvía sin marido pero con hijo. Rumanía... ¿qué decir de Rumanía? Echaba mano
de su memoria y no encontraba más que recuerdos de otros viajes. ¿Tan poco había
significado para ella la primera vez que lo había visitado? Le decepcionaba el olvido.
Podía echar las culpas a su mente desastrosa, sí. O, si no, podía echar las culpas al poco
interés de Rumanía en el 89. ¿Quién le iba a decir que el mismo año en que viajase al
país, a los pocos meses, viviría una revolución y sobrevendrían tiempos nuevos? No
recordaba el país, pero se acordaba de sí misma viendo la caída de Ceaucescu por la
tele. La Rumanía que se mostraba en pantalla no coincidía para nada con la que ella
había visitado. Su marido y ella habían sido víctimas de una estafa; En lugar de ir al
corazón de los lugares, el guía que habían tenido les había conducido por sitios de
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menor interés. Cualquiera que hubiera querido acercarse a la realidad del país en 1989
lo habría tenido crudo. Ellos, en calidad de turistas, fueron tratados como bobos. Y, sin
embargo, no tenían motivos para quejarse. Les habían dado de comer, habitaciones en
las que dormir y alguna que otra distracción. Si alguien les hubiera preguntado por qué
habían querido viajar a Rumanía, ellos habrían agachado la cabeza y susurrado:
«Bueno... éramos jóvenes, no cobrábamos demasiado y... y, bueno... era el viaje que
salía mejor de precio en la agencia con la que fuimos...»
Cuando quedaba menos de media hora para que llegasen, el autobús se deslizó hacia
uno de los márgenes de la autopista. Se detuvo. Algunos pasajeros se preguntaron qué
habría ocurrido. La madre de Albert, más maruja que no intrépida, fue la primera en
levantarse. Vio que el conductor había salido del vehículo y lo siguió con la mirada; Iba
hacia la parte trasera del autobús. Otro coche se había parado detrás de él. El conductor
también salió. Imma fue hasta el cristal trasero para seguir viendo qué ocurría. En mitad
del asfalto distinguió un retrovisor; el del autobús. Ese coche, al tratar de adelantarlo, lo
había arrancado de cuajo. Los dos conductores fueron civilizados; cualquiera habría
encontrado natural que se echasen a gritar, o por lo menos que lo hiciera el del autobús.
Al contrario, intercambiaron dos palabras, llenaron un papel, hicieron alguna llamada y
se estrecharon la mano. El incidente podría haber sido grave, sí. Habría podido acarrear
discusiones, incluso una pelea. El conductor del autobús debía de ser un hombre
contenido; acostumbrado a hacer ese trayecto hasta el aeropuerto, sabía que los
pasajeros a los que llevaba iban con prisa. No podía permitirse un enfado. «Eso es un
profesional» se dijo Imma, y asintió con la cabeza. Se sentó de nuevo y el motor del
autobús volvió a vibrar. Seguían con su camino hasta la pista de despegue.
Dos minutos más tarde, se durmió. Tuvo que despertarla Albert cuando estaban cerca
del aeropuerto. Al mirar hacia el cristal ya no se veía ni la costa mediterránea, ni la
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autopista... solo el cielo y un avión que lo cruzaba. Más abajo se extendía un parquin,
pero que, desde la posición de Imma, no le alcanzaba a la vista. Ese cielo, por sí solo,
resumía el romanticismo de las grandes ciudades. Ellas tendrían más o menos
rascacielos, más o menos avenidas, pero su cielo, siempre contaminado, resistiría.
En la cola de facturación conocieron a las demás personas con las que visitarían el país.
En una agencia de viajes, Albert había contratado un lote que incluía guía y visitas en
grupo, además de los alojamientos en todos los hoteles y las comidas. Aunque él
prefiriera viajar por su cuenta e improvisar, le asustaba la idea de estar a solas con su
madre. Yendo con un grupo de guiris, se aseguraría de estar siempre rodeado. Lo que le
incomodaba no era que los silencios entre ellos se alargaran, ni que existiera ningún mal
rollo... Si lo hacía era para poner tierra de por medio. Poner desconocidos de por medio.
De este modo evitaría que su mirada se cruzase con la de su madre; ¿por qué? Porque se
pasaría el tiempo observando a los demás.
Allí mismo se presentaron a la chica de la agencia que acompañaría el grupo durante el
viaje. Tenía la piel morena y movía mucho las cejas al hablar. Cuando Imma y Albert se
añadieron a la cola, un montón de turistas del grupo la rodeaban. La acosaban a base de
preguntas indiscretas. Ella parecía dominar la situación. Pese a su juventud, se le notaba
la experiencia de otros viajes que había dirigido. Se mostró por la pregunta que hizo un
señor; el más viejo de cuantos la rodeaban.
—¿Qué le ha dicho? —le susurró al oído Imma. Él había quedado absorto por la
perplejidad con la que la chica respondía al hombre. Si no había oído mal, le había
preguntado por qué ciudades visitarían. ¿Qué clase de turista viaja sin tener ni idea de
los lugares a los que va a ir? Al hacerse esta pregunta, Albert se acusó; tampoco él sabía
cuáles eran las ciudades que visitarían. Su madre, al contrario, había aprendido de
memoria el programa del viaje que había repartido la agencia. Durante los días
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anteriores, había estudiado con profundidad cada uno de los sitios que visitarían. Para
sacarse la culpa del poco interés que puso en Rumanía la primera vez, no quería que se
le escapase el más mínimo detalle. En su bolso llevaba un libro de Cartarescu. Su hijo
se lo había recomendado. De hecho, lo había tomado prestado de su biblioteca y,
después, al comentárselo, él se lo había recomendado.
—Como lo has cogido de mis estanterías sin pedirme permiso, no me queda otra
que decirte que te gustará, ¿no?
Estaba seguro de que no le gustaría. Se guardó muy mucho de decírselo. Quería ver si,
para sorpresa suya, lo leía con entusiasmo. Jamás la había visto leer novelas. La imagen
que tenía de ella iba ligada a una máquina de coser. Quizá el sonido de una radio de
fondo. O las palabras del padre de Albert, confesándole lo feliz que estaba con sus
proyectos. Soñaba con que, algún día, su madre haría algo que le dejase atónito.
Entonces cambiaría su impresión de ella... ¡la cambiaría a mejor! Le reconocería sus
méritos, o incluso cada cosa que hiciera. La admiraría. Si hasta entonces no lo había
hecho era por falta de inspiración. Le dolía decirlo, pero era cierto: su madre no le
inspiraba ni un triste poema. Siempre atada a las labores, caminando por la casa y sus
alrededores... Albert estaba convencido de que cada persona tenía dentro miles de
dimensiones. Luego la miraba y se moría de pena. ¿En qué se equivocaba? ¿Acaso ella
misma no veía que su estilo de vida la había llevado a estar vacía? Él tampoco destacaba
por ser alguien de una personalidad explosiva. Pero cuando miraba el mundo que le
rodeaba, no buscaba su reflejo en los espejos. No le interesaba corregir sus propios
errores. Vivía con el mismo estilo de vida que su madre, pero le dolía más verla a ella
hundida en la felicidad que verse a sí mismo.
Esperaba que ese viaje marcase un punto y aparte. Era la última fase del luto por la
muerte de su padre, el marido de ella. Desde el día en que les dejó, todas las respuestas
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que su madre habían sido indiferentes. Si le preguntaba qué quería comer, le daba igual.
Si le pedía su opinión sobre algo, estaba de más. Si le pedía que le hiciese un favor, ella,
descarada, contestaba que lo podía hacer él mismo. Con tal de sacarla de esa
inmovilidad habría ido hasta el fin del mundo. Rumanía quedaba un poco más cerca.
La cola había ido avanzando sin que se diera cuenta. No había tenido la oportunidad de
saludar a la acompañante del viaje hasta entonces, así que, cuando se la cruzó, le puso
una mano sobre el hombro. Dijo:
—Perdona, nosotros dos también venimos. Creo que no nos habías visto. Somos
Albert e Imma, ¿de acuerdo? —Ella, asintiendo, sacó un cuaderno de su maleta.— Al-
bert e Im-ma. —Se dio cuenta de lo inútil que era que le repitiese sus nombres.
«Estúpido que soy», pensó.
—Sí, los nombres ya los has dicho. Tendría que saber vuestros apellidos...
La chica recorrió una lista con su boli, y, antes de llegar al final, puso dos tics al lado de
sus nombres. Exclamó: «¡Perfecto, estamos todos!» como las profesoras de primaria
que se alivian al comprobar que no han perdido ningún crío en una excursión. Antes de
seguir supervisando que todo estuviera orden, la chica les comentó que se llamaba E.
Imma se avanzó para darle dos besos. Por más quietecita que hubiera estado durante el
luto, seguía tan efusiva como cuando su marido estaba vivo. Albert se incomodó. ¿Por
qué había hecho eso? Se había dejado en ridículo a sí misma y a él también. E. no le dio
más importancia y respondió a ese gesto con otra de sus sonrisas. Los minutos pasaron.
Albert no apartó los ojos de ella; se dio cuenta de que sonreía a diestra y siniestra, sin
pensar en quién era la persona que tenía delante, si un cliente o su peor enemigo.
Albert puso la maleta al lado del mostrador de su aerolínea. Mientras sacaba el
pasaporte y lo mostraba a la dependienta, vio cómo su maleta empezaba a deslizarse
sobre una cinta. La miró como quien se dice: «Ah, no tuve tiempo de despedirme de
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ella...» e incluso levantó un brazo, intentando retenerla. Lo que llevaba dentro era su kit
de supervivencia. En caso de una invasión alienígena, las cosas que traía en la maleta
serían las que habría salvado: una camisa, un par de pantalones y unas cuantas libretas.
De todas las maletas que habían pasado por esa cinta, la suya era la menos pesada. Al
mismo tiempo era una de las de apariencia más desastrosa. Llevaba viajando con ella
desde que era pequeño. Era cierto que no había viajado demasiado, pero no debemos
olvidar que era el típico desgraciado al que le suelen devolver rota. Ahora, cuando veía
el tubo al que su maleta caería cuando la cinta llegara a su fin, se lo imaginaba como
una boca. Una boca con dientes, hambrienta. La devoraría como habían hecho tantos
otros tubos. No se explicaba su mala suerte. Lo más sorprendente es que solo existiera
en ese sentido; por lo general, se consideraba bastante afortunado. Situaciones como esa
le hacían pensar: «Será que todos los aeropuertos del mundo se han compinchado para
hundir a los que viajamos con poco peso. Somos demasiado ligeros para ser realmente
humanos... Quizá sea eso lo que haga que los encargados de aeropuertos no se fíen de
mí. Ven mi maleta tan insignificante, tan hueca... que se dan cuenta de que las cosas
materiales me importan poco, muy poco. Si existe el cielo, yo ya estoy en él. Y mi
maleta, también.» Lo que parecerían pensamientos de un fumata eran, en realidad, de
nuestro protagonista. Será mejor que, por ahora, no lo juzguemos mal. Nos quedan
muchas páginas por compartir con él.
Tenían que embarcar a las once menos cinco. El avión alzaría el vuelo a eso de las once
y media. E., antes de que el grupo se dispersara, pidió que todos fueran puntuales; la
aerolínea con la que viajaban era muy rigurosa, aseguró. Y, para demostrarlo, señaló a
una de las azafatas que estaba esperando en la entrada del avión. Fruncía el ceño de tal
manera que a todos les recorrió un escalofrío. Sobre todo a Albert; su debilidad eran las
femmes fatales, cada vez que veía una azafata nórdica abría mucho los ojos.
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Traía una mochila como equipaje de mano. Era tan pequeña que dentro solo cabía un
libro. En el bolso de su madre, que se ajustaba al tamaño de una mano, se podían
guardar más mierdecitas. Pero le daba igual; con tener una novela con la que
entretenerse durante el trayecto le bastaba. Había escogido un libro de relatos de
Ionesco; así conjuntaría con lo que leyera su madre. Se imaginaba a los dos en asientos
continuos, al lado del ojo de buey del avión, cada uno con su prosa rumana. Aunque su
lectura fuera distinta a la de ella, la miraría y comprendería que también andaba
enfrascada en un mundo ajeno al que pisaban.
Hacía tanto tiempo que quería leer alguna ficción... Desde que se había separado de su
chica, había vivido solo, y, en esa soledad urbana, se había refugiado en el estudio de
trabajos universitarios y libros de frases largas. Largas o no tan largas, pero llenas de
palabras que perdían el significado por el que la gente las conocía, y pasaban a referirse
a cosas radicalmente distintas... Había leído libros que se concentraban en su propio
ombligo. ¿Su objetivo? Preparar el doctorado que unos años antes había dejado
pendiente. Sin trabajo, sin pareja, sin nadie a quien acudir... ¿qué podía hacer, si no?
Más que la opción escogida, esa era la decisión a la que se había visto abocado.
Al mismo tiempo, había empezado a rechazar todo aquello que olía a ficción. Esa
misma mañana, por ejemplo, había dudado diez minutos antes de elegir el libro de
Ionesco. Se había dicho: ¿No sería más provechoso que me llevara un libro sobre el
tema de mi tesis doctoral? Y, al girar la cabeza hacia la estantería, se había dado cuenta
de que todos eran de tapa dura y tenían un grueso que su mochila no podía soportar.
Salvo dos o tres libritos que ya había leído, todo lo referente a su tesis eran monstruos
del análisis. Además, habría necesitado un diccionario en el que consultar los conceptos
que no conociera. Lo peor habría sido que, cogiera el diccionario que cogiera, todos le
habrían dado información incompleta. Desde que había empezado su investigación,
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insistía en buscar el significado de todas las palabras que no conociera. Era la forma de
no perder el hilo de las lecturas más retorcidas. Le sorprendía que la mayoría de
significados estuvieran equivocados; no porque lo que dijeran fuera falso, sino porque
olvidaban tantos detalles que rayaban el error. Lo habría comprendido en el caso de
diccionarios escolares, pero los que se arrastraban por su escritorio eran académicos y
temidos.
Al llegar al aeropuerto, su rechazo hacia la ficción se había convertido en rechazo hacia
la realidad. Llevaba tiempo sin verse rodeado de tanta gente. Las prisas con las que los
viajeros parecían ir le llevaron a apresurarse en su cabeza: Pensaba rápido, algo inaudito
en él, amante de saborear cada idea hasta agotarla. Él, que, cuando leía, no pasaba al
siguiente párrafo hasta que se había repetido lo que decía el actual... Él, ahora, veía que
las maletas corrían como coches de caballos. Caballos que eran humanos. Humanos que
él podría conocer. Porque hablaban la misma lengua que él —o no— y que, por lo tanto,
podían expresarle hasta sus sentimientos.
Esa primera impresión le explotó en toda la cara. Habría preferido volver a su
apartamento mataronense. Se habría recluido en su habitación y no habría salido hasta
que hubiera devorado tres o cuatro libros de filosofía. Entendía a las asiáticas que se
ponían mascarillas para ir a sitios públicos; ¿quién querría que le vieran los labios
mientras hablaba? Los que estuvieran a su alrededor, aunque no lo oyeran, podrían
haber adivinado qué decía por sus gestos. Quizás eso era lo que más miedo le hacía: que
los demás se enteraran de lo que comentaba con Imma. Desde los primeros «mamá, los
lugares así no están hechos para mí» hasta el «¡esperemos que en el avión estemos
solos!» de cuando habían facturado.
Pero no creamos que Albert era un lunático. Estamos hablando de un hombre que había
estado durante meses encerrado entre cuatro paredes. Un hombre que no había conocido
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a otros hombres más que por lo que estos últimos habían escrito. Se trataba, en
definitiva, del mismo destino que adivinaríamos en algunos estudiosos. Él mismo era
una de esas ratas de biblioteca que nos dejan atónitos por su asco hacia las personas
sencillas. Su propia madre ¿no sería una persona sencilla? ¡Desde luego que lo era! Por
eso evitaba mirarla a los ojos. Descubría en sus retinas el blanco de quien no se ha
pasado la noche anterior en vela, leyendo reflexiones. En el fondo, seguro que envidiaba
a los viajantes que le rodeaban en el aeropuerto. Parecían tan sanos, tan llenos de vida...
Y él, vestido con su camiseta negra y los cabellos grasientos, perdía la belleza que le
habrían dado algunos de sus rasgos; el verde de sus ojos, unos labios gatunos, brazos
delgados... Su madre se fijó en que vestía más descuidadamente de lo habitual. Dos
minutos antes de embarcar, cuando hacían cola ante la entrada, le dijo:
—Podrías haber estrenado la camiseta que te regalé por tu cumpleaños.
—Ya la he estrenado. La he llevado las dos últimas semanas, todos los días. Esta
está recién sacada de la lavadora. Tal vez me la ponga durante todo el viaje, aunque
traigo una de recambio en la maleta.
—Chico, no te entiendo... ¡Con lo bien que te sentarían las camisas de...!
—No es la primera vez que hablamos de esto. Ahora yo te contestaré que no
quiero más ropa porque no creo que sea necesaria. Tú me dirás que lo que es
innecesario es que un chico de mi edad solo tenga dos o tres prendas. Y te responderé
que preferiría comprarme miles de libros antes que regalar mi pequeña fortuna a un
centro comercial a cambio de trapos.
Delante de ellos había un cristal, y, a través de este, veían las alas del avión en el que
volarían. Su cuerpo quedaba tapado por un conducto de metal por el que los pasajeros
pasaban para llegar hasta la puerta. Las paredes de ese tubo resplandecían. El sol se
había levantado y, a esas horas, alcanzaba la terraza más alta del cielo. Albert no podía
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hacer más que entrecerrar los ojos e intentar ver a través de la cortina entre pestaña y
pestaña. Imma sacó algo de su bolso.
—¿Ni siquiera tienes gafas de sol? —le preguntó, señalándolas. Y se las puso. El
sudor las deslizó hasta las aletas de su nariz. Hizo una mueca rara para que no cayeran
hacia sus labios. Se las volvió a colocar tocando a los ojos. Él creía que las gafas de sol
eran ridículas. Si las pupilas son de un color distinto a las retinas es para que los demás
puedan ver hacia dónde miramos. Taparse los ojos es la forma más triste de esconderse;
es como decir: «Tengo tanto miedo de que los otros sepan que los veo que prefiero
ocultarme detrás de unos cristales oscuros.»
Habían pedido —¡casi rogado!— a la señorita de facturación que pusiera sus asientos
juntos. Notaban la malicia en lo que había acabado haciendo: Sí, estaban en la misma
fila de asientos, pero, entre el de él y el de ella, quedaba otro. Con que el de Albert fuese
el que diese a la ventanilla, se daba por satisfecho. Su madre, sin embargo, estuvo un
cuarto de hora maldiciendo a la dependienta que les había jugado esa trastada. A Albert
le sorprendió lo que le dijo sobre ella en poco tiempo; le dejaba blanco la capacidad de
su madre para observar y sacar conclusiones. Se había fijado en detalles de aquella
mujer que Albert no habría percibido ni pasando veinticuatro horas con ella. Y lo que
era peor: Cada recuerdo de esos detalles salía de su boca con odio. ¿Acaso no había
blancos mejores a los que insultar? ¿Su madre no tenía enemigos, y por eso se
descargaba con una desconocida? Fuese como fuese, al cabo de un rato se calmó. No
volvió a enfurecerse en días. Esa actitud recordaba a las tormentas de verano, que
crecen, eternizándose, hasta que, de un momento a otro, desaparecen.
Se sentaron en las butacas que les habían asignado. Las azafatas que corrían de arriba
abajo, aunque no supieran cuáles eran sus asientos, les echaban miradas asesinas, como
si hubieran oído que tenían la intención de cambiarse de sitio. Como fueron los
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primeros en subir, Imma, cuyo asiento daba al pasillo, tuvo que esperar de pie a que
llegara quien se tuviera que sentar en el centro.
Era curioso que las filas estuvieran ordenadas de forma que en algunas cupieran tres
personas y, en otras, solamente dos. Curioso, sobre todo, porque ni en primera clase
contaban con el privilegio de las filas de dos asientos. Los pasajeros más rezagados
entraron e Imma se dio cuenta de que una de las filas de dos asientos quedaría vacía.
¿Tanto le habría dolido a la señorita dársela? Ella misma se planteó sentarse allí. Golpeó
en un hombro a Albert y le hizo una señal con la mirada. Respondió con molestia; en
realidad ¿qué más le daba que no estuvieran juntos durante el trayecto? Total,
respirarían el mismo aire la semana entera.
Justo cuando cerraban las compuertas, un niño pasó corriendo por el pasillo. Se detuvo
delante de Imma, con un billete en la mano, y le pidió que se apartara. Era el pasajero
del asiento del medio. Por lo menos en eso habían tenido suerte; como tan solo tenía
ocho años, era bajito, por lo que Imma podía mirar a Albert desde su posición sin
ningún problema. De todos modos, le preguntó si sería tan amable de cambiarse de
sitio: «¿Ves? Ese hombre es mi hijo y quisiera charlar con él.» Quizá le ofendió la
sencillez con la que Imma le habló. A algunos niños les ocurre eso; no soportan que se
los trate como si no entendieran el mundo. Se negó en rotundo. Cogió una revista que
colgaba del asiento de delante y se concentró en sus fotos. Ella no estaba dispuesta a
darse por vencida; ante un adulto, hubiera cedido... ni se hubiera atrevido a hacer esa
petición. Pero no podía dejar las cosas resueltas así con un niño.
La misma azafata que antes los había mirado con hostilidad les trajo el desayuno. Lo
servía en unas bandejas de aluminio cerradas. Cuando Imma cogió la suya notó que
quemaba. Tragó saliva con repugnancia. Suficiente asco le hacía la comida de los
aviones para que además estuviera caliente. Acercó otra bandeja a su hijo e ignoró que
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el niño no tenía la suya. La azafata se debía de haber olvidado de él; ni lo había visto.
Imma creyó que las cuentas quedaban saldadas con su crueldad. Los últimos minutos se
había notado el estómago revuelto. Cuando abrió la bandeja y encontró una tortilla que
humeaba y una salchicha se le pasaron los males. Fue cortando cada cosa con un
tenedor y se llevó los trozos a la boca. Veía de reojo que el niño no dejaba de observarla.
Debía de sentir tanta envidia... Se imaginaba que su boca babeaba más de lo que lo
hacía la suya; la comida desgarrándose entre diente y diente.
Se giró para mirar a Albert. Antes sus ojos se cruzaron con los del niño. Hasta parecía
enfurecido. Le importó poco. Levantó un poco la cabeza para ver más allá de sus
cabellos negros. Lo encontró ensimismado, mirando por la ventanilla. En esos
momentos el avión aún ascendía; la señal de que los pasajeros debían mantener sus
cinturones puestos estaba encendida.
—¿No piensas probar bocado?
—Ni me apetece mirar lo que hay dentro de la bandeja... Si te lo quieres comer,
cógelo... —Su madre rechazó la oferta. Había acabado su ración. ¿Cómo iba a
sobrevivir él sin la suya?— No, no... Insisto, cógela... no pienso comérmela...
Lo que no veía en los ojos de Albert era lo que, en ese mismo momento, ocurría en su
cabeza. Después de tantas semanas de trabajo mental creía imposible que hubiera
llegado donde estaba. No había palabras a su alrededor, ni grandes frases en las que
pensar. Lo que decían los demás pasajeros le sabía a poco; mensajes directos, sin dar
rodeos. Iban al grano. «Voy al baño», decía el tío de detrás. «Lo primero que haré será
fumarme un pitillo...», oía que exclamaba alguien, delante. Estaba rodeado de
pensamientos que a través de voces se convertían en canciones. Nunca se habría
imaginado que las palabras entrañasen tan pocos secretos. Después de haber luchado
por comprender algunos de los textos más misteriosos... ahora se descubría a sí mismo
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como alguien de quien se habían burlado. ¿De qué le había servido volverse una
persona seria si todos los que le hablaban eran naturales? ¿O es que había tenido mala
suerte con los pasajeros que lo rodeaban? Le habría podido decir miles de cosas al
mundo; centenares que fueran hipótesis y unas decenas en forma de verdades
absolutas... ¡Unas verdaderas absolutas que solo él conocía! ¡Que eran fruto de
reflexiones! ¡Tantas horas leyendo y pensando le habían hecho sabio! Pero viendo ese
nuevo panorama, ¿qué tenía que decir? Las palabras más ciertas sobraban. De vez en
cuando inclinaba la cabeza sobre su respaldo y la giraba hacia su madre. Se daba cuenta
de que le había estado observando. Y lo seguía observando. No entendía que las miradas
de su hijo eran señales de auxilio. Quería salir de allí. Se habría levantado y saltado por
la ventanilla si no hubieran travesado ya las nubes.
Una azafata diferente a la de antes pasó a recoger las bandejas. Deslizaba un carro con
las manos. La bandeja de Albert estaba sin abrir. La mujer alargó el brazo para recogerla
y la lanzó a la papelera de su carro. Sintió lástima por la comida que acababa de
desperdiciar. No podía hacer nada por rescatarla; decidió mirar con firmeza al pasajero
que la había desaprovechado. Al recoger la de Imma hizo ruido, como para que Albert
notase su agresividad. Él no despegó los ojos de su ventanilla. El exterior del avión era
una bola de fuego. El sol; también llamado el mayor pirómano de la historia. Había
incendiado las nubes y las ahogaba en su calor. Un cartel colgaba del techo y decía:
«Temperatura exterior: Menos cincuenta y tantos grados...» ¿Cómo era posible? Lo que
veía con sus propios ojos era un fuego más vivo que aquel de las hogueras de San Juan.
Y no pudo evitar esta fantasía: Por algún error técnico, su ventanilla se abría. El calor y
el frío penetraban y le cubrían de pies a cabeza. O empezando por la cabeza, que era la
parte de su cuerpo más cercana a la ventanilla, y acabando por los pies. El frío de los
menos cincuenta grados y el calor de las nubes de fuego, sí. Era una contradicción
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grave, tan literaria que si hubiera traído un cuaderno la habría anotado. No escribía.
Nunca escribía salvo cuando preparaba estudios y análisis. De todos modos, habría
colado su paradoja en alguna frase de sus textos universitarios. Con lo extensos que
eran, los profesores que los hubieran leído ni se habrían dado cuenta de la rareza de
cuatro o cinco palabras. Recordó una mañana que, sintiéndose agotado después de
escribir seis páginas sobre fenomenología, pero teniendo el compromiso de llegar a las
diez, empezó a soñar despierto y a teclearlo que se le venía a la mente. Casi nada de lo
que escribió era presentable. No obstante, tuvo la impresión de que en ese delirio había
cierto talento. Lo hubiera o no, prefirió acabar con él. ¿Y cómo se acaba con un talento?
Es deprimente saberlo, pero con ignorar que existe basta.
Las horas pasaron más rápido de lo que Albert había previsto. Ya estaban descendiendo
y él no había tenido ocasión de abrir su libro. Mientras se ponía el cinturón, palpó su
portada y con tristeza se dijo: «Tendrás que esperar...» A continuación fijó los ojos en la
ventanilla y vio cómo el pájaro en el que se había subido, haciendo círculos, bajaba
hacia la tierra. Hubo un momento en que creyó que el avión se encontraba en vertical,
contra el suelo. Tan inclinados estaban que los objetos que un pasajero había puesto
sobre la mesa auxiliar de delante cayeron al suelo. La visión que se tenía del exterior era
preciosa: campos y más campos. Marrones y verdes. No se sabía cuáles estaban
cultivados y cuáles solo labrados. Podríamos suponer que los verdes eran los maduros;
aquellos que tenían los frutos en su punto. Habría dado lo que fuera por caer por la
ventanilla y aterrizar sobre esos suelos. Con lo blandos que parecían, no se habría roto
ni una costilla. Era la belleza de las alturas; el mundo, en miniatura, se veía tan simple
que parecía que pudiera dominarse. Quienes vuelan en avión se sienten dioses; es el
motivo por el que los billetes son caros. O, aunque no sean dioses, consiguen, por un
par de horas, la perspectiva que tendría un dios.
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Solo le hacía falta poner las manos sobre el cristal de la ventanilla para darse cuenta de
que aquello era fingido, como una ficción. Si no podía tocar los campos con sus manos
era porque no existían. Y los más críticos dirán: Ah, sí que existían, solo que estaban
fuera de su alcance. Y bien ¿lo que queda fuera de nuestro alcance, existe para nosotros?
¿Si ignoramos que podemos tocar lo que hay a través de las pantallas de nuestras teles,
diremos que lo que vemos en ellos es real? ¿O una imagen? Era la pega de las
ventanillas de los aviones: no eran lo mismo que las ventanas de una casa; que permiten
que se abran, que se respire a través de ellas, que se salte... No, las ventanillas de los
aviones son una ilusión como lo son las pantallas de televisión. Una ilusión que le
embargaba hasta el aterrizaje definitivo. Y, sin embargo, nadie se habría atrevido a
decirle que lo que estaba viendo a través de esa ventanilla era puro teatro. Nadie sería
tan cruel como para sacarlo de sus fantasías. Ni su madre lo haría por más cabreada que
estuviera porque, desde que habían empezado a descender, su hijo la ignoraba. Solo
tenía ojos para el espectáculo que ofrecía el exterior del avión. Vio que en las alas se
había pegado algo de muselina de las nubes; de cuando las habían cruzado. Soñó con ser
él, en lugar del avión, quien las cruzase. Después de esa experiencia moriría en paz.
Habría necesitado una aventura fuerte para sentirse completo y preparado para dejar de
vivir. Hasta que no le ocurriera algo por el estilo tenía motivos para estar en este mundo.
Es más: tenía más motivos para estar en este mundo que los chicos de su generación
que, avispados, habían conseguido lo que se habían propuesto.
El aeropuerto apareció. De entre unos arbustos —lo que desde las alturas se ve como
arbustos en realidad son sauces enormes— había salido una pista de aterrizaje. El avión
se acercaba a ella. Avión y pista eran como dos amantes en el momento en que se
acuestan. Avión y pista, hasta que chocaran, ni se inmutarían el uno por el otro. Él
recordaba de otros viajes en avión el momento en que las ruedas golpeaban el suelo; un
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mal trago. Notaba la tensión de los demás pasajeros. Algunos murmuraban malos
augurios y sus acompañantes respondían: «¡Ah, no digas eso!» Si hubiera tenido a su
madre más cerca, también habría soltado algún comentario... poco conveniente. Lo
único que le venía a la mente eran recuerdos de pelis sobre aviones que se estrellan. El
momento del aterrizaje es el más peligroso, se repetía. Pero su corazón no bombeaba ni
más ni menos de lo normal. No notaba sus venas hirviendo. En realidad, ¿qué más le
daba si alguna cosa salía mal? Con un gesto, dejó clara su opinión sobre los accidentes
de aviones; tumbó la cabeza sobre el respaldo y pensó: «Que me den si no salgo de
esta... por lo menos he vivido como he querido.» Imaginó su propia levedad. Lo poco
que importaba todo. Sentía la muerte y, al mismo tiempo, sabía que era imposible que
ocurriera nada fuera de la normalidad. Lo extraordinario nunca ocurre a tíos como él. Es
como con los catastrofistas y la probabilidad de que sufran: si esperas lo peor, es posible
que no te ocurra. Si no te lo esperas, las posibilidades aumentan. No hay ningún
experimento que lo pruebe, pero estamos de acuerdo en eso, ¿no?
El avión dio un puñetazo a la sombra del suelo. Todos los pasajeros lo notaron. Se
sintieron en medio de una pelea con lo que va por el cielo y es empujado contra la tierra.
Como si no quisiera volver a esos adoquines, esos asfaltos, que había pisado antes. Las
doscientas o trescientas personas que volaban juntas lo deseaban a la vez: no salir del
avión y despegar de nuevo. O por lo menos era lo que Albert veía en las miradas de la
gente. Como adivinador no habría valido un céntimo, es verdad. Pero debemos recordar
que tenía cosas mejores en que pensar. Tenía que sacar alguna conclusión de lo que
había pensado durante todo el viaje. En la blancura de su mente se había montado un
esquema: Por un lado había su cuarto, Mataró, su estabilidad. Su comodidad, en
definitiva. Y por otro lado había las vacaciones. Sí, esas que estaba empezando. Otro
tipo de comodidad; lo que el mundo ve como una época para relajarse. Tiempo para uno
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mismo lo llaman. Pero si es tiempo para uno, ¿no sería más sensato que lo pasase en la
soledad de su cuarto? Lo que él entendía por tiempo para uno mismo era esa temporada
de trabajo, de estudio, en la que llevaba enfrascado días, semanas, meses... No le
discutiría a nadie que fuera diferente a tal y como se lo había imaginado. Al que le
dijera: «¿pero qué es el tiempo para uno mismo, además de tiempo para estar en
familia?» lo miraría con indiferencia y asentiría. Se negaba a oponer sus ideas a las de
otros. Se sentía lo bastante humillado como para evitar frentes de batalla. No, no era el
momento para defenderse ni a sí mismo ni a la intuición que le había llevado a ese
esquema mental. Que, por cierto, le había servido para encontrar una relación entre su
vida en el trabajo —esa vida de pensamiento, en abstracto...— y su vida de viaje —
menos querida, una material—. Lo que coincidía entre la una y la otra era el cielo por el
que vuelan los aviones y el cielo de su cabeza cuando llegaba a comprender algo
complicado. ¡Ah, sí, su emoción al ver lo uno y encontrar lo otro era igual! ¡La misma!
¿No era posible que las azafatas que andaban por allí se hubieran hecho amantes de las
alturas por esa impresión que él solo tenía en dos ocasiones: al entender y al volar? Era
la libertad. Porque una idea que en un principio parecía indescifrable se había puesto a
bailar entre sus manos, la podía guardar en su memoria. Y porque un paisaje que el
hombre no estaba destinado a conocer —lo alto del cielo— se había vuelto hasta
cotidiano. ¿Quién iba a decir a los antepasados de Albert que algún día uno de ellos
vería las calvas de las nubes? Era el amor por el descubrimiento, por desnudar lo que
creíamos secreto. Como las muñequitas rusas que nos parecen sosas hasta que, al
apretarlas, se nos rompen en las manos: de dentro salen otras muñequitas y nos damos
cuenta del ingenio; son matrioskas. Muñecas dentro de muñecas, ¿quién lo diría? Se
sorprendía tanto al ver que la capa azul que siempre había visto del cielo no era la única
existente... Y al leer y entender que las palabras que tenía delante no solo eran rayas de
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tinta; hablaban de unas verdades que le habían sido ocultadas. O, si bien no le habían
sido ocultadas, la gente que lo rodeaba había pasado de ellas.
Antes de que fueran a recoger sus maletas a la salida, Imma se paró delante de un
cristal: más allá veía la pista de aterrizaje que habían pisado hacía unos minutos. Un
paisaje monótono, que se repetía en todas las ciudades con aeropuerto, se extendía
frente a ella, pero no dejaba de parecerle maravilloso. Albert se le acercó por detrás y le
preguntó que qué observaba:
—Nunca me acostumbraré a entrar y salir de un aeropuerto sin tu padre. Solía ir
a recibirlo cuando llegaba de Londres. Viajaba con frecuencia... aunque ni tus hermanas
ni tú os dabais cuenta. Un día intenté explicarte que estaríamos unos días sin verle y te
pusiste tan pálido que temí traumatizarte. Desde entonces siempre que no estaba con
nosotros te mentía, asegurándote que en unas horas volvería. Como niño que eras,
cuando anochecía, ya habías perdido todo interés en él.
Le sorprendió la sinceridad con la que su madre se confesaba. No habían llegado a esa
intimidad en ninguno de sus últimos encuentros. Se le hacía extraño que en un país
desconocido y sin ningún motivo se envalentonara lo suficiente como para acercarse a
él. ¿Quizá lo veía otra vez como su querido hijo? ¿Ese hijo que había dado por perdido
cuando se había ido a vivir con otra mujer? La idea le horrorizó. Se imaginó en una
especie de retroceso: en lugar de envejecer, un nuevo cordón umbilical le obligaba a
abrazarse a su madre. Y dio la casualidad que, en ese momento, la cabeza de su madre
cayó sobre su pecho. Se debía de sentir amada delante del joven que había educado.
Pero el sentimiento no era compartido, o por lo menos él no lo demostró; se echó para
atrás, como rehuyendo la caricia. Ella se giró de golpe; buscó explicaciones. Por más
que le miró, sus ojos no se cruzaron. ¿Qué le pasaba? ¿Había olvidado cuánto le quería?
No era nada de eso, pero a partir de entonces desconfió de que siguiera habiendo una
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complicidad entre los dos. Albert dio más vueltas al asunto hasta que acabó por creer:
«No es que quiera recuperarme como hijo, no... Es solo que, con los años, me he vuelto
su confidente. Es tan amable conmigo como lo es con otros adultos. En cambio, de niño,
me trataba con una dulzura que hoy no soportaría. Si ese sentimiento maternal hubiera
vuelto a ella, me habría dado cuenta. Me he equivocado al apartarme cuando quería
tocarme. ¿Cómo corregirlo?» Sin que ella lo esperara le puso una mano sobre el
corazón. Le sonrió y, al bajar la mano de nuevo, dejó la marca de los dedos en la seda de
su camisa.
Todo el grupo subió al autobús que tenía que llevarlos hasta el hotel, en el corazón de
Bucarest. Caía cerca de la Plaza de la Revolución; los dos cruzaban de dedos para que
sus habitaciones tuvieran vistas sobre el centro de la ciudad. Las habían pedido
individuales, aunque, como suele suceder en estos casos, les dieron dos de matrimonio.
Albert entró en la suya con sigilo, como asegurándose de que nadie corriera a
esconderse al oírlo. Estaba a oscuras. Palpó la pared hasta encontrar una ranura, en la
que tenía que meter la llave de su habitación. Esta llave era una tarjetita. Pegajosa,
blanca; las manchas se veían sobre su código de barras. Al introducirla las luces se
encendieron. Las del baño también; la tele también. Incluso la lámpara de un escritorio
que había contra la ventana se iluminó. Se apresuró a apagar las innecesarias; ¿qué más
le daba? Después deshizo su maleta y dejó un libro sobre cada mueble. Como si así se
apropiara de ellos.
Apagó la tele y se hizo el silencio. Se preguntó qué impresión le habría hecho a su
madre la habitación que le había tocado. Ella no se esperaba un hotel tan lujoso como
ese. Por su parte, Albert habría preferido uno con menos clase. No entendía por qué la
misma agencia de viajes que a veces alojaba a sus clientes en uno de tres estrellas, ahora
los conducía a un Hilton. Le parecía un sinsentido; si él había escogido esa agencia era
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porque le parecía la de servicios más modestos, y, por lo tanto, la más económica. Se
podría haber permitido una más lujosa, ¿pero de qué le habría servido? Huía de las
cosas doradas y resplandecientes como de la peste. Su padre le había enseñado que
cuando se tiene dinero se puede fardar de él. Y su madre, al contrario, le había hecho
comprender que, ya que cualquier día podían venir las vacas flacas, era mejor no tentar
a la suerte pavoneándose. Al final, acabaron calando en él las palabras de su madre. ¿De
quién recibiría mejores consejos que de ella?, se preguntaba a veces. Aunque tuviera el
compromiso de cumplir con los consejos de su padre, se tranquilizaba al pensar: «He
cargado con esta pega: mi madre me ha obligado a ver un extremo de la vida mientras
que mi padre me obligaba a ver el opuesto. Cualquier padre entendería que acabara
prefiriendo lo que dijese mamá. Al igual que cualquier madre comprendería que me
dejase guiar por papá... Si ellos no han sabido formar un tándem, la culpa no es mía. Es
más; en mi infancia fui una víctima. Víctima de sus contradicciones. Me confundieron
hasta que acabé preguntándome si en el mundo no habría dos realidades, una fiel a lo
que decía mamá y otra fiel a lo que decía papá.» Lo que no entraba en su cabeza era que
si sus padres no le hubieran ofrecido esas dos opciones, habría sido la vida misma quien
le llevara a una división de su camino. Si creía que era el único que se había enfrontado
a sus propias ideas, andaba equivocado.
Se sentó sobre la cama y la notó tan mullida que le entró asco. Ese sitio era lo contrario
a su cuarto en Mataró. Mientras que la cama de allí era dura, ahora hundía el culo en
esta otra. Estaba claro: la agencia le había engañado con sus precios. Aquello que había
a su alrededor tenía un precio más elevado que el que había pagado. Lo que buscaba era
algo acorde con el dinero que había gastado. ¿Qué utilidad tenía el minibar gratuito?
¿… la ducha con música, radio e hidromasaje? No había pedido nada de eso. Parecía
que le estuvieran tendiendo una trampa. Querían que cayera en la tentación. Se había
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resistido tanto tiempo a comer hamburguesas, tumbarse en sofás, disfrutar de algunos
delitos, que ahora su voluntad era mayor que cualquier cosa que le ofrecieran. Se habría
negado a comer bombones si se los hubieran regalado. Habría rechazado más
vacaciones. Habría evitado que le diesen nada que no mereciera.
Pese a la frialdad de su habitación en Mataró, estaba convencido de que era la más
cálida del mundo. El sol entraba por las ventanas cada mañana y le cocía la nuca
mientras que él, de espaldas a la ventana, afrontaba su escritorio. O diríamos que se
enfrontaba a su escritorio; algunos días se sentía tan agotado que con solo pensar en el
estudio le venía el lloro. Esas veces se repetía: ¡No, no te rendirás! ¡No te lo puedes
permitir! ¡Si hasta ahora te has levantado a las cinco y te has puesto a estudiar a las
cinco y media, hoy no puedes empezar más tarde!
Nuestra duda es la misma, ¿verdad? Nos preguntamos si, teniendo tal fuerza de
voluntad, había acabado con sus debilidades. Y la respuesta, por más que se negase a
aceptarla, era que no. Del mismo modo que las tentaciones no habían desaparecido, su
atracción hacia ellas tampoco. La diferencia con el pasado era que observaba las
tentaciones y ni pensaba en tomarlas. Las tentaciones de ese cuarto de hotel le subían
por las piernas y sacudían el pantalón. Firme, respondía: «Después de tanto empeño, no
vais a vencerme.»
Oyó que llamaban a su puerta; unos nudillos golpeaban el picaporte y, de paso,
intentaban forzarlo. Fue a abrir. Era ella, su madre, que le miraba interrogante. Se debía
de estar preguntando qué le habría parecido la habitación.
—¿Qué tal tu dormitorio?
—No es como lo había imaginado. Tampoco importa.
—¡Ah! Se me ha ocurrido una cosa. Espera un segundo... —E Imma
desapareció. Se fue corriendo por el pasillo y la vio entrar en la que era su habitación;
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entre la una y la otra solo había otras cinco. Delante de una de estas puertas, alguien
había dejado una bandeja con una hamburguesa intacta y un vaso de Coca-Cola. Se la
miró como si se planteara comérsela. Rápidamente cerró su puerta. Durante los
siguientes minutos no oyó más que el ruido de la calle. Luego volvieron a llamar a su
puerta.
—¿No has oído nada? —preguntó su madre.
—No me ha parecido oír nada. ¿Qué tendría que haber oído?
—Te estaba llamando por teléfono. Las llamadas entre habitaciones son gratis,
¿sabes? Quizá el tuyo funciona mal. He llamado a recepción y me han respondido sin
problema. Tiene que ser el tuyo el que está cortado. Compruébalo, anda.
—Podemos hablar cara a cara. Estamos en el mismo pasillo.
Imma se dio cuenta del infantilismo de su actitud. Sus hombros se encogieron y sus
cejas se desplazaron hacia los lados, como quien hunde la expresión en la decepción.
Pero no se daba por vencida tan rápido. Volvió a su habitación. Él cerró la puerta de
nuevo y, antes que se hubiese dado la vuelta, una carta apareció debajo de esta. La luz
del pasillo, que se colaba entre la puerta y la moqueta, la iluminó. Era un papel con el
nombre del hotel estampado en la parte de arriba. Lo desdobló y encontró un mensaje
que decía: «Si estuviéramos en mi pueblo te lo diría con palabras que fueran mías, pero,
en este país extraño, y sintiéndome confusa, hago esfuerzos para escribir esto y que no
sea ininteligible: ¡Tierno! ¡Eso me pareces! Sigues siendo lindo, como cuando eras niño,
y ni de lejos te lo reprocharía. Mientras los hijos de los demás han crecido y se han
vuelto personas distintas, como si hubieran mudado el cuerpo y el alma, tú aún me traes
a la memoria al Albert de los ocho años. No por inmadurez; por educación. No por
salvaje; por sincero. Me alegra que el mundo no haya hecho de ti alguien irreconocible.
Eres uno de esos hombres que tocan la tierra y la tierra no les toca a ellos.»
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¿Por qué era tan poco cuidadosa con las palabras que usaba? Le disculpaba que por el
jet lag de la hora que quedaba retenida entre España y Rumanía estuviera algo alelada.
Pero sabía cuánto se había preocupado él, cuando esa misma mañana le había tocado
como le tocaba antes; y, sin embargo, le soltaba eso. Ni nada más ni nada menos que
«¡sigues siendo mi bebé!» Como si no le avergonzara lo suficiente viajar con ella a sus
veinticuatro años. Por ese mismo motivo había insistido en que sus habitaciones de
hotel fuesen distintas. No quería compartirlo todo con ella, como cuando era un crío;
como cuando eran útero y pez en la pecera. Las cosas habían cambiado, creía haber
superado esas bobadas que ofenden sobre todo en la adolescencia. En ese sentido seguía
en las mismas. Si había asumido que no era independiente y que le costaba hacer lo que
fuera por sí mismo, por lo menos quería mostrarse separado de los demás. La sensación
que su madre le había confesado solo le llevaba a pensar algo: «¿Será que en realidad
sigo siendo el mismo? Tantos años esforzándome por volverme diferente a quien me
había tocado ser... para nada, ¡nada! No han servido de nada porque hoy me doy cuenta
de que aún soy el mismo niño, con las mismas taras y fobias.» Querer huir de ese niño
habría sido inútil. Estaba pegado a él como cada uno está pegado a su propia historia. Si
le preguntasen cómo describiría al chico que una vez había sido, podría mentir, pero
seguiría siendo un reflejo de ese. Le habían vendido la idea de que la vida olvidaba,
cuando la verdad era lo contrario; que todo se tiene que recordar, hasta los malos tragos.
Dejó la carta de su madre a un lado y se sentó al escritorio. Delante de él a través de la
ventana, veía la terraza del hotel. Una mujer del grupo había salido a fumar; paseando la
mirada por el edificio, acabó por detenerla sobre la ventana de Albert. Los dos se
observaron un segundo. Él giró la cabeza y encontró una calle. La Avenida de la
Victoria, que conducía a la Plaza George Enescu, donde se levantaba la fachada
principal del hotel.
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Se levantó de la silla y se alejó unos pasos, pero sin dejar de mirar por la ventana. A
través de otra ventana del cuarto se veía de frente esa misma calle. Su habitación estaba
al final del pasillo, y, por lo tanto, coincidía con una de las esquinas del edificio. Se
quedó maravillado: Eso era una exclusividad. Las demás habitaciones solo tendrían una
ventana. Él, en cambio, disfrutaba de dos vistas distintas. Ventanas con paisajes que, de
haberse juntado, habrían dibujado una gran panorámica. Sí, como un cuadro o... o,
mejor dicho, como un pesebre. Tenía la impresión de que la luz que entraba en su
habitación, en realidad, nacía en ella y salía al exterior. El resto de la ciudad era el que
estaba encerrado y su habitación, que parecía limitada por cuatro paredes, era el mismo
mundo. ¿Quién le habría contradicho? Si lo cierto era lo que podía tocar con sus manos,
entonces lo eran los muebles de su habitación. Si lo falso, en cambio, eran las ilusiones
que, pese a verse, ni se olían ni se palpaban, entonces lo eran los paisajes de su ventana.
Del mismo modo que ocurría en el avión. ¿Qué más daba la terraza, la señora que
fumaba y dónde fuesen a dar las calles? En ese momento era verdadera la puerta de
entrada, la del baño y los lugares a los que habría llegado por ellas. ¡Qué triste! Para
alguien que habría preferido estar en cualquier hotel antes que aquel ¿qué significaba
que lo verdadero fuese su habitación, el pasillo, el restaurante de la planta de abajo...?
Debía salir a la calle. Lo mejor sería respirar aire puro. Fue a llamar a la puerta de su
madre y le preguntó si quería dar una vuelta. Ella le pidió que esperara. La acompañante
del grupo les había ordenado que estuvieran a las seis en recepción; les presentaría al
guía del viaje y saldrían a pasear por el centro. Así que entró en la habitación de su
madre —menos angustiante— y se relajó. Se le antojó más modesta que la suya. Le
preguntó si no se la cambiaría. Al querer saber por qué se lo decía, contestó: «Por
nada... Es que mi habitación es más fea.» Conociéndolo tal y como lo hacía, desconfió.
Que en el cuarto de su madre hubiera dos cuadros idénticos a los del suyo le molestó.
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Había creído que los diseñadores del hotel al menos tendrían la delicadeza de elegir
pinturas variadas. Eran las mismas copias: un retrato femenino de Da Vinci y el dibujo
de una fuente. Los marcos dorados que las cubrían costaban más que las copias en sí;
probablemente la obra original del italiano hubiera sido trazada sobre madera, pero poco
importaba a los del Hilton. Las habían impreso en un papel satinado que, sumado al
brillo de los cristales, reflejaban la luz y la devolvían a las paredes y al suelo.
Bajaron por el ascensor y saludaron al que iba a ser su guía. Un chico joven. Cristian. A
Albert le sonaba un director de cine rumano que se llamaba Cristi, pero no se atrevió a
referirse a él. No había suficiente confianza. Era demasiado pronto para retratarse como
pedante. «Encontraré el momento; siempre hay tiempo para quedar en ridículo», se
consoló. Y el grupo entero —unos treinta turistas— se abalanzó sobre las puertas
giratorias de la entrada cuando E., habiendo presentado a Cristian, exclamó: «¡Todo
listo, a ver qué descubrimos!» Era probable que hubiera hecho ese viaje repetidas veces.
¿Cómo seguía mostrando ese entusiasmo? ¿Su curiosidad era auténtica o antes de entrar
a trabajar en la agencia había estudiado Teatro? Con solo verla de perfil Albert se ponía
a dudar. Se atrevía a pensar poco sobre alguien desconocido; no podía juzgarla si no
sabía nada sobre ella. Su madre hacía al revés, y no solo desconfiaba de esa
acompañante, sino que lo comentaba con su hijo. Él reía. Algunas de las paranoias que
le contaba eran tan raras que le llevaban a decirse: «Soy tan poco creativo porque ella se
quedó con la imaginación que, al nacer, me había correspondía a mí...»
Cruzaron la Plaza George Enescu y el cuello les dolió de tanto girarlo hacia la
izquierda; allí estaba el Ateneo Rumano, que, bajo su cúpula, refugiaba ventanas,
columnas y paredes de un blanco amarillento. Algunos suplicaron al guía que les dejase
tomar fotos en el parque de delante del edificio. Como el plan de esa tarde se limitaba
deambular, no vio inconveniente. Los que lo habían pedido respondieron sonriendo,
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como un niño a quien le han dado un caramelo. Sorprendía que fuesen adultos, como el
resto del grupo. Albert, para no avergonzarse de ellos, se acercaba lo más que podía a su
madre y daba gracias a Dios porque no hubiera sido ella quien lo había rogado. No
aguantaba ese tipo de escenas. «¿En realidad qué interés tienen en sacar fotos del
Ateneo? No saben ni quién lo construyó, ni qué se organiza en él... Ni siquiera habían
pensado en él antes de verlo esta misma tarde.» Imma adivinó su mal humor; Con verlo
andar le fue suficiente. Cuando se enfadaba pisaba el suelo como si este tuviese la culpa
de lo ocurrido. Cada paso sobre el césped de ese parque era un golpe de tambor. En el
centro había una escultura del poeta Mihai Eminescu. No le resultaba familiar. De todos
modos se la quedó mirando como si lo admirara. El material con el que la habían
construido era lo que le llamaba la atención: su oscuridad, contrastando con el Ateneo
detrás, le recordaba los papeles blancos que ensuciaba con lápices negros. Se dedicaba a
ese juego cuando, habiendo acabado de leer, no sabía qué más hacer: Cogía un folio y,
con un sacapuntas, roía las minas de sus lápices encima. Luego juntaba los restos que
quedaban en un mismo montoncito y, una vez daba el ritual por terminado, los soplaba;
volaban por su escritorio hasta desaparecer. Días después, cuando pasaba la escoba
encontraba trocitos de mina por todas partes.
Anduvieron hasta la Plaza de la Revolución. Se pararon a echar fotos. La paciencia de
los que no traían cámara era infinita. Albert y su madre eran unos de ellos. Se cruzaban
de brazos y esperaban a que los fotógrafos de turno inmortalizaran el lugar. ¡Como si no
fueran a encontrar esas plazas si las buscasen en Google! Más tarde, en la escalinata del
Museo Nacional de Historia Rumana, se repitió el espectáculo. Esta vez con mayor
motivo: una escultura estaba de pie sobre un peldaño. Iba desnuda, como la del parque
de enfrente del Ateneo, pero esta tenía algo entre las manos: un animal. Ah, era la loba
capitolina ¿pero qué significaba esa especie de flagelo de bronce que le salía del cuello?
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Había algo inquietante en ella. Algo que se salía de lo normal. Albert habría apostado un
brazo a que el escultor que la había creado también tenía un punto de inquietante.
¿Quién, si no, haría a Trajano a tamaño real y le colocaría entre las manos un chucho
deforme?
Cruzaron por varias calles. Admiraron muchas iglesias. Se detuvieron en otros seis o
siete puntos en los que no se resistían a sacar las cámaras de sus bolsillos y apretar sus
botones como quien dispara una pistola. Le pareció curioso que, para algunos, cada foto
tuviese que ser digna de portada: hacían todo tipo de gestos para lograr el enfoque ideal,
y, en cuanto lo conseguían, probaban de añadir zoom. Si en ese instante alguien pasaba
por delante, se despegaban las cámaras de los ojos y miraban con asco a quien les
hubiera interrumpido. Curioseó con la bondad de más de uno: cuando veía una cámara
cuyo objetivo apuntaba cerca de él, intentaba taparla. Oía un chasquido de dientes; qué
gusto daba fastidiar al personal, aunque formara parte del grupo.
Pronto anocheció. Su guía, que hasta entonces los había tratado como a un rebaño de
ovejas, los dejó en la entrada del Caru' cu bere. Imma, en su investigación sobre
Rumanía, había oído delicias sobre ese restaurante. Había entrado en su página web y se
había enamorado de las imágenes de algunos detalles que colgaban por el local. Las
críticas que leyó en TripAdvisor le dieron un plus de curiosidad. Había encontrado un
«Muy bonito pero servicio pésimo» descorazonador, seguido de un «No te lo pierdas si
vas a Bucarest» que renovó sus esperanzas.
La impresión que tuvo al verlo en vivo fue un poco decepcionante. ¿Quién no se ha
hecho nunca ilusiones con un restaurante? Estaba tan atestado de gente que con verlo
por fuera ya invitaba a no entrar. Pero E. insistió en que fueran pasando de uno en uno.
Puso una mano sobre el hombro de Imma y se vio arrastrada al interior. No quedaba un
solo centímetro que no hubiera sido ocupado con una mesa, un plato o una birra.
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Algunos comensales hablaban tan alto que, si ella misma no hubiera nacido en
Banyoles, habría exclamado: «¡Dios mío, parecen españoles!» Y con el paso de los
minutos esa sensación no cambió. Es más: se confirmó. Al sentarse comprobó que si oía
las voces de los clientes como si gritaran era por la mala acústica. Albert se sentó
delante suyo. Por más esfuerzos que hizo por comunicarse con ella, acabó por darse por
vencido; llegaban antes a sus orejas los comentarios de los camareros que los suyos.
Así, mudos, tuvieron que esperar a la llegada del primer plato. Una llegada que se
demoró. Y fue entonces cuando el aburrimiento se les cayó encima. Lo hizo con el
mismo efecto de edredón que tiene el sueño o la pereza. Ella empezó a creer que si las
cosas de entonces en adelante tenían que ir en esa línea, le habría salido a cuenta
quedarse en casa. ¿Cuánto tardó en deshacerse de ese mal presagio? Bueno, quizá hasta
que llegó la ensalada. Unas gotitas de amargura quedaron en sus labios. Masticó cada
alita de lechuga con esa salsa. Salía de su piel como un chorro de sangre. ¡La noche
sería larga, estaba claro!
El segundo plato era una sopa cuyo cuenco estaba hecho de pan. Su corteza era la más
dura que nunca había visto. Albert la tocó y le recordó al cartón piedra con el que hacen
los cabezudos. De todos modos, una vez hubo apurado la sopa, siguió tan hambriento
que devoró también la corteza. Su madre le miraba con incomodidad, o desagrado. No
habría sabido decirlo. Se le cayó el alma al suelo cuando, al mirar hacia otras mesas, vio
que era el único que se había atrevido a destrozar la corteza. Alguna que otra mirada se
ponía sobre su plato y se sorprendía al ver que la había mordido. ¡Era un jodido glotón!
¡Sí, glotón! Esta palabra ridícula, «glotón», se repetía en sus orejas como si el
restaurante la cantara a coro. Pero no era eso lo que sucedía. Eran sus remordimientos.
Habían tardado más en llegar que por la tarde en el hotel.
A eso de las once empezó a sonar música. En un primer momento pensaron que serían
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bailes tradicionales. Sonrieron a la vez. Habían encontrado con qué amenizar la cena. Se
concentrarían en las canciones y se evadirían de lo que pudiera salir mal. Ese optimismo
les duró hasta que aparecieron dos bailarines. Dieron vueltas por el restaurante cogidos
de las manos. Movían las caderas en círculos raros. Alzaban las barbillas como si
bailaran un vals. Sin embargo abrían demasiado los ojos. Quienes saben bailar un vals
también sabrán que la mirada se tiene que entornar; es señal de seducción y
escepticismo. Se dieron cuenta de que lo que sonaba era flamenco. Esa pareja de
rumanos no hacía más que mostrarles lo que la madre, el hijo y todo el grupo catalán
habrían encontrado en su propia tierra.
La llegada del postre no arregló nada. Él no estaba dispuesto a quedar como un idiota
delante del resto de turistas... ¡y menos delante de su madre! Pese a que la tarta de
manzana (la llamaría apfelstrudel, pero, al no saber alemán, tengo la sensación de que
todas las palabras se parecen y que esa está cerca del literario bildungsroman o el
filosófico übermensch) tenía una capa de vainilla, la rechazó. Cuando la camarera iba a
servírsela hizo un gesto negativo con la mano. Como respuesta abrió la boca y se puso
rígida; ¿qué clase de turistas era ese que no disfrutaba con la dulzura? ¡Si quería
empezar una dieta entonces, que se volviera por donde había venido!
Por la cara que puso su madre al probarla adivinó que no había tantas diferencias como
había creído entre el apfelstrudel y el übermensch. Porque el apfelstrudel era la clave
para ser el mayor übermensch.
Imma aún no se había acabado la tarta cuando pensó: «¿Por qué es tan duro consigo
mismo? He notado que, en el hotel, se crispaba por el lujo del papel de las paredes, la
cortesía de los recepcionistas, las lámparas de araña... Comprendo que no vaya con él,
pero de allí a que le tenga fobia... ¿Qué debería esperar de un chico que huye de lo que
cualquier otro habría agradecido? Que se niegue a comer el postre me lo confirma; algo
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ocurre con él. Se sacrifica como si fuera víctima de una religión sádica... ¿se habrá
vuelto protestante? Lo único de lo que estoy segura es que si sigue con una actitud
cerrada, me será imposible descubrirlo.» Su último bocado puso el punto final al caos
de su cabeza. Sin mirar hacia el plato volvió a hincar su cuchara en él; sonó un
chasquido metálico. Bajó los ojos hacia la mesa. ¡Ah, sorpresa! Se lo había terminado.
Se sentía satisfecha; solo algo culpable ante la fuerza de voluntad de su hijo. ¿Lo
correcto no sería imitarle? Por respeto hacia él y por respeto hacia sí misma. No sabría
decir si lo cruel era que él mostrara su esfuerzo o que ella, al darle vueltas, intentase
justificarlo. Creyó que si Albert se comportaba así era porque se había dado cuenta de
que los años no pasaban en vano; al sacarse la camiseta habría visto que su cuerpo no
era el mismo que unos años antes. Pero era una posibilidad bastante pequeña. ¿Cuándo
había demostrado ser alguien que se preocupase por su físico? De adolescente tenía más
coquetería. Y lo que sorprendía era precisamente eso: Con el paso de los años y la
venida de las arrugas, en lugar de ir a más, había ido a menos; se fijaba tan poco en su
físico que si seguía en buena forma era más por esos esfuerzos que por otros centrados
en el cuidado de sus músculos. Le asaltó otra duda: «¿Debe de ir al gimnasio? Todos los
chicos de su edad lo hacen. Estoy segura. Los he visto entrar en locales que se dedican a
eso; a almacenar pesas y bicis. Trabajan sus pechos y sus brazos como si fueran a sacar
dinero de ellos.» Su hijo nunca había entrado en un gimnasio. La prueba estaba en sus
bracitos: delgados, delgadísimos. Eran los brazos más finos de toda la sala. Como las
mangas de su camiseta eran anchas, quedaban medio escondidos después de los
antebrazos. Imma se fijó en ellos y vio cómo se movían. Aunque él parecía absorto en
sus pensamientos, las manos y brazos le temblaban. ¿De qué tenía miedo? ¿O qué le
emocionaba? Ella no habría sabido decírnoslo. Estaba concentrada en la elegancia de su
piel; peluda, pero poco si se comparaba con otros hombres de veinte años. Eran los
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brazos de una reina; o una de esas chinas a las que vendaban los pies para que no
escapasen de su propia felicidad. Sí, los brazos de alguien que no los ha usado mucho.
La noche de Bucarest no era tan encantadora como se la habían imaginado. Tuvieron
que esperar hasta el final de la cena para salir y disfrutar con la negrura de sus calles,
plazas y calores.
Pasaron por delante de las ruinas del palacio de Curtea Veche. El guía había olvidado
mostrarles esa zona por la tarde. No tuvieron piedad de él, y mientras se burlaban de lo
desorientado que había estado dirigiendo el grupo, pasearon por las calles que lo
rodeaban. Imma sacó su móvil y tecleó alguna cosa. A continuación dijo:
—Cito de Wikipedia: «Curtea Veche estaba situada en una colina bastante alta,
rodeada por la orilla sur del Río Dambovita» —Se dieron la vuelta de golpe. Detrás
suyo no había ni rastro de ese río. Pero oían sus bramidos muy a lo lejos.— Claro que
también dice: «según las descripciones antiguas»...
Tenían el Palacio del Voivoda delante de sus narices. Entre la oscuridad y lo poco
documentados que iban no lo reconocieron. En el montón de piedra de enfrente solo
supieron ver tres arcos que recordaban túneles, una columna sobre ellos, como si fuese
su cuerno, y, delante de esos semicírculos y rectas, una escultura de Vlad. ¿Por qué
todas las esculturas de la ciudad eran de una piedra tan oscura? ¡Se volvía imposible
hacer turismo nocturno! Fuese como fuese se la quedaron mirando. Albert puso más
interés en lo que vio; de pequeño había estado fascinado por Drácula. Aunque reconocía
que entre el auténtico Vlad y el Drácula de la ficción había un abismo, sentía respeto
tanto por el uno como por el otro; como si fueran el mismo. Se fijó en el bigote de la
escultura; se disparaba a izquierda y derecha como flechas dalinianas. Y también se fijó
en una estaca que parecía sobresalir de su sombrero... Estaba tan engañado por el cine y
Bram Stoker que, por más que intentara sacarse los tópicos de la cabeza, se le venían
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encima.
Unos metros más allá —en la misma Calle Francesa— se toparon con el restaurante
Hanul Manuc. Y vosotros os preguntaréis: ¿Qué más les daba el tal Hanul Manuc? Es
cierto que les habría importado poco si, después de Curtea Veche, Imma no se hubiera
puesto a investigar en Google sitios cercanos.
—Es jodido que su página web esté en rumano. Por lo que he leído en alguna
guía, es un antiguo caravasar. Y no me preguntes qué es un caravasar porque no
descargué la app del Diccionario antes de salir de España y me queda poco Internet.
Pasaron al interior. Se convencieron de que un 'caravasar' venía a ser como un corral de
comedias. Donde debería estar el patio, había decenas de mesas con gente cenando. En
los corredores laterales también había mesas, pero estas, en cambio, vacías. Al estar en
un primer piso, desde ellas se debía de tener una gran perspectiva del lugar. Decidieron
tomar alguna bebida; avisaron a una camarera. Aunque primero se decidieron a sentarse
en el patio, la volvieron a llamar y le preguntaron si podían subir al corredor.
—Please, please, please —Su dominio de la persuasión se traducía a otros
idiomas; su madre, sin saber inglés, creía sorprendente que con una sola palabra
comunicara tanto.
Una vez arriba se dieron cuenta de que la mesa que querían había sido ocupada. Una
familia de cinco reía, sentándose. Se molestaron, pero era demasiado tarde para volver a
la planta baja. Escogieron otra mesa del corredor. Sin embargo, no era comparable.
Delante de esta había una enredadera que impedía ver el patio. No solo quedaron en la
penumbra, sino que tampoco sabían lo que pasaba a su alrededor.
Ella pidió un cubata, que en el menú llamaban «cuba libre», y él prefirió algo más
ligero: una limonada. Se la sirvieron en una jarra de agua. Flotaban un par de pajillas
por la superficie. Cogió una con los dedos índice y pulgar y se la llevó a la boca. Sabía a
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agua sin más. Segundos más tarde apreció el sabor del limón, que debían de haber
exprimido sin ningún tipo de gracia. Aquello no era lo que él llamaría 'limonada'. Era
agua y jugo de limón mezclados. Quizá habían echado una pizca de azúcar. No estuvo
seguro hasta que sorbió el fondo del jarrón y notó que unos granos dulces le
cosquilleaban la lengua.
—Haces que sienta vergüenza, Albert. ¿Cómo puede ser que no te hayas pedido
otro cubata? Soy tu madre. Deberías acompañarme por lo menos en esto.
Le halagó que hablara en ese tono. Nunca habría dicho que tuviera un humor negro.
Sumó ese detalle a la nueva impresión que se estaba creando de su madre: Ella no le
trataba como si aún fuera su protegido. Hacía tiempo que se notaba que ni pensaba en si
las cosas le irían bien a su hijo en lo económico y en lo amoroso. Otros habrían visto
mucha inconsciencia en esa manera de despreocuparse de su felicidad. Pero después de
tantos años centrándose en que sus hijas y él tuvieran todo tipo de oportunidades en sus
manos, ¿no era lo mejor que podía hacer? Liberarse, de nuevo, para vivir como viuda.
Había de sentirse como cuando era una joven soltera. Con un mayor peso sobre sus
hombros, pero la misma inocencia que una adolescente. «¡Ojalá las madres de mis
amigos envejecieran tan bien como la mía!», se decía con esta reflexión.
El silencio se hizo entre ellos. Duró hasta que Imma, harta de tener la boca cerrada,
levantó los brazos y, chasqueándose los huesos del cuello, exclamó:
—No hay nada como estar lejos de casa. Te veo cansado, ¿no lo estás? O más
bien aburrido... Eres joven; te has mudado de Banyoles a Girona, y de Girona a
Barcelona. Aún no sabes lo que es la monotonía. Deja que pasen los años y
comprenderás por qué me ha hecho tanta ilusión que me invitaras a este viaje; he salido
de la rutina del maldito Pla de l'Estany.
'Maldito'. Ese adjetivo solo podía usarlo ella. Albert, como cualquiera de su generación,
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habría dicho 'puto'. En estas diferencias veríamos la educación que cada uno había
recibido. La de la madre de Albert había sido rayana a la censura. La educación de él,
que no dejaba de ser la misma que la de Imma, ya que había sido quien se la había
enseñado, era más sucia. Entonces, si la educación que Imma había recibido había sido
la misma que Albert había aprendido, ¿por qué ella expresaba con una palabra lo que él
decía con otra? La edad jugaba un papel importante, claro. Por más que pidiera cubatas
y bromeara con la sobriedad de su hijo, cargaba con sus años. Podía acercarse a él como
si fuera un colega, pero siempre querría hacerse respetar. No porque fuera adulto ella
había dejado de ser su madre. El comportamiento de Albert ya no dependía de ella. Aun
así, en el caso de que la ofendiera, lo abofetearía; y él no podría rechistar. El único deber
que le quedaba era con su amor propio.
Volviendo a su conversa, tampoco hay grandes cosas que añadir. Por lo menos no hay
cosas que añadir sobre lo que pasó los siguientes diez minutos. Asintió a lo que su
madre había comentado. Como Albert estaba acostumbrado a esos silencios, perdía la
mirada por la cara de Imma, o por la mesa, o se ensimismaba con el cielo. Parecía bobo;
su madre no soportaba esa actitud. Como tampoco soportaba el silencio. Se veía
obligada a mirar hacia la pared. ¿Hacia dónde si no? Si en lugar de girar la cabeza hacia
su derecha, lo hubiera hecho hacia su izquierda, se habría encontrado con esa
enredadera que tapaba el patio. La noche la volvía negra. ¿Qué gracia tenía observar una
enredadera a oscuras? Prefería la cal de esas paredes. No tenía ningún interés en ellas,
pero le recordaban que seguía existiendo la luz. Aunque en su mesa no la recibieran,
aunque se hubieran vuelto dos sombras desde que se habían sentado.
La camarera se acercó para preguntar si quería que le rellenara la jarra. Él respondió que
no; era suficiente. La interrupción fue útil. Imma creyó que podía retomar lo que antes
dicho:
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—Y aunque ya no me duela la muerte de tu padre, sigo sin poder hacer nada,
¿sabes? Me siento incapaz de empezar negocios, de apuntarme a cursos... Sentía esta
impotencia antes de que muriese. Ahora solo ha crecido. Tengo que confesar que me
pongo roja cada vez que alguien se compadece de mí. Las primeras veces que me dieron
el pésame en su funeral, tuve que ocultarme con una mantilla... con lo que odio las
mantillas... Pero no tenía alternativa. Aún me habría agobiado más que me vieran
enrojecer. Ahora todos me miran como a una viejecita que lo ha perdido todo. Me
quedan amigos; los veo con frecuencia. Pero no tengo fuerzas para empezar una nueva
vida. Solo pienso en la que he tenido y espero que tú y tus hermanas disfrutéis más de
las vuestras. Siempre llega el momento en que uno se siente incapaz de volver a
comenzar.
—No digas esas cosas. Viéndote a ti y a otra gente de tu edad, me había hecho a
la idea de qué significa envejecer. Tengo miedo del momento del que hablas. Antes de
que lo dijeras, había pensado muchas veces en él. No es difícil comprender a la tercera
edad. Cuando eres joven y tienes las mismas rutinas que algunos abuelos, te identificas
más con ellos que con los de tu edad.
—¡Pero ese no es tu caso, chaval! ¡Eres joven y vives como un joven! —
exclamó. Al mismo tiempo pensó: «Seguro que lo primero que hará cuando vuelva a
Barcelona y yo ya no esté con él será irse con sus amigos de fiesta. Entonces será
cuando pida un cubata. Estoy convencida. No tiene por qué mentirme, pero, vaya...
cuando tenía veinte años también quería dar esa impresión a mis padres. Ser una
persona madura, pensativa... ¡cuánto importa lo que piense la familia!» Ni se le pasaba
por la cabeza que le pudiera estar diciendo la verdad. Era un veinteañero, un bribón. Por
más que le pidiera que hablara con ella como con un colega, seguiría en las mismas.
—Ahora no le cojas miedo a envejecer, ¿eh? Que...
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—Le tenía miedo antes de que tratásemos el tema. —la interrumpió.
—Pues no deberías. Es un inconveniente que en realidad no lo parece. Envejecer
y perder las ganas de hacer cosas son lo mismo. Siempre queda el recuerdo de la
juventud y de cómo se aprovechó. Vivo de ese recuerdo, de los programas que echan
por la tele y de la biblioteca que compartía con tu padre. Mientras tanto espero. No sé el
qué, pero espero.
Sabía perfectamente qué esperaba. Se arrepintió de lo último que había dicho. Albert
había notado que desviaba el asunto del único destino que podía tener. Porque era el
destino que ellos dos, tú, yo teníamos en común. No hubo más que decir. La noche se
tiñó de pena. Era un sentimiento tan sutil que él lo confundió con alegría. Desventaja
del silencio: sin palabras, sin dos voces, no sabían qué sentía el otro. Mientras que
Albert se alegraba de pasar ese momento con ella, Imma se encogía poquito a poco. En
un rato regresarían al hotel. Esperaba que aquellas sensaciones no la persiguieran el
resto del viaje.
Un rastro de nervios impidió que Albert durmiera en cuanto se tumbó en la cama. Antes
había adivinado decepción en la cara de su madre. La había mostrado como reacción a
uno de sus comentarios sobre el estilo de vida que llevaba en Mataró. Aunque había
tratado de disimularla, nunca había servido ni para el teatro ni para el engaño. Le
quedaba claro que su madre no estaba de acuerdo con muchas de las cosas que hacía; las
debía de encontrar poco naturales en un joven. Sin embargo, tendría que haber confiado
en que lo que satisfacía a su hijo era las cosas naturales en alguien como él, y no en
alguien de su edad. Aunque no todos los de su edad fuesen como él, muchos de los que
eran como él tenían su edad. Lo veía caminando por la ciudad: No era el único
veinteañero que iba solo, con los ojos rojos por la proximidad continua con un flexo de
escritorio. De biblioteca, de despacho, de habitación... Lo que la mayoría compartía era
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la sensación de encierro; ¿si les daba placer? ¡Ninguno! ¡De placer, ninguno!
¡Suficientemente carcelaria es una ciudad como para encerrarse en otro círculo dentro
de esta! Cualquiera de ellos habría preferido huir al campo. Pero se resignaban a cerrar
las puertas de sus cuartos y llevar vidas de monjes. No porque les gustasen, sino porque
creían que era la única forma de ser firmes con ellos mismos.
Con esa filosofía Albert empezó su estudio. En un principio tomaba descansos cada dos
o tres horas. Pasó el tiempo y los eliminó; eran innecesarios. Solo respetó esos en los
que aprovechaba para prepararse café.
Por la mañana estaba dispuesto a tomarse uno de esos descansos. No hacía ni media
hora que se había despertado; desayunaba en el restaurante del hotel. La visita turística
con el grupo empezaría a eso de las diez. Aún no se había reunido con su madre. Pensó
que podría salir a airearse y de paso ver la ciudad desde su mirada solitaria. Odiaba ir
atado a un rebaño de ovejas; aunque, pensándolo bien, era la única forma en que se
habría atrevido a viajar. Ni se planteaba ir solo a un país como ese con lo despistado que
era...
Se detuvo delante del Ateneo como la tarde anterior. Volvió a entrar en el parque que
había enfrente. Algunos bancos de madera, en los que habían clavado insignias que
decían «Bucuresti», estaban ocupados. La gente sentada en ellos parecía no tener nada
mejor que hacer. Estaba convencido de que más de tres cuartos de ellos no tenían una
casa a la que acudir. Quizá llevaban sentados allí desde la noche; al volver al hotel, con
su madre, había visto siluetas en la oscuridad del parque.
¿Qué distinguía estos vagabundos de los que, como basura, preferían dormir en el
suelo? Había visto muchos de esos a su llegada. De hecho, desde el banco que había
elegido para sentarse veía unos cuantos que se arrellanaban en el suelo. ¿Sería porque,
con el calor, era más apetecible el frío de las aceras? No lo comprobaría personalmente.
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Las caras alegres de algunos lo confirmaban.
La escultura de Eminescu le observaba desde el centro del parque. A su alrededor había
arbustos secos que cubrían el podio al que la habían subido. Y más allá de estos arbustos
y este musgo había un círculo de adoquines que rodeaban al poeta hasta el comienzo del
césped. Resultaba embarazoso que estuviera desnudo mientras el resto de visitantes
llevaban ropa; «Incluso los que son más pobres de lo que él tuvo que ser en vida»,
pensó Albert. Y en realidad ¿él sabía nada sobre ese poeta? ¿Podía saber si era rico,
pobre...? «No, no lo sé. Me baso en que nunca he visto una escultura que rinda
homenaje a un pobre. Se hacen pocos homenajes a los pobres. No son gente de cultura.
Dile a un hombre sin nada que comer que escriba versos y se reirá de ti.» Se giró de
espaldas a Eminescu. Delante tenía el mismo parquin que había enfrente del hotel, pero
desde otro de sus lados. «En cambio, dile a este rumano que escriba un poema y lo hará.
Sus poesías se ajustarán a los márgenes de los libros de texto de los alumnos de aquí.
Los versos lucirán perfectos con sus voces. Es lo mismo que pasa con las antologías
escolares en el lugar del que vengo.» Se fijó en que, en las esquinas del conjunto de
adoquines, había unas plantas trabajadas por jardineros. Ascendían hacia el cielo en
espirales; recordaban a columnas salomónicas. Habrían puesto columnas de bronce,
como las del Baldaquino de San Pedro, sin tanto vandalismo. O si quienes estuvieran
destinados a disfrutar de esos rizos vegetales fuesen gente más importante.
El verde de los parques es el oro de los vagabundos y los viejos. Quizá en los jardines
de los palacios rusos también hubiera verde, pero hablamos de un verde que se plantó en
tiempos de los zares. Ahora nadie que se lo pudiera permitir se fijaría en tener un buen
jardín. El final del siglo XX puso muchos parques en las ciudades; la vegetación
cuidada dejó de ser un privilegio de ricos. También las clases media y baja podían
disfrutar de la hierba, las flores y los arbustos si iban a esos nuevos lugares. Por lo que
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los adinerados cerraron a cal y canto las puertas de sus mansiones. Se quedaron en sus
interiores. Solo paseaban por sus pasillos, por sus salones. Si se dignaban a mirar por
las ventanas veían, más allá de los tejados, las copas de algunos pinos. Eran de los
malditos parques públicos. Esos que habían restado exclusividad a los suyos. Albert se
decía esto a sí mismo y luego añadía: «Ay, los verdes… Cuánto daño habéis hecho...»
Simpatizaba con los olvidados de los parques. Esos ricos, esos ricos con mala suerte, le
importaban poco. Mientras que ellos se encerraban en salas de techos altos, él se
conformaba con su dormitorio; estrecho, claustrofóbico.
Cinco minutos después su madre fue a visitarlo. No tenía ni idea de cómo había sabido
que estaba allí. Si en Rumanía no existían escondites, ¿cómo tomaría un respiro durante
esos días? Lo que más le gustaba de estar cerca de las personas que amaba era que de
vez en cuando se alejaba de ellas sin que eso las ofendiera.
Su madre se había puesto un pañuelo de pashmina y, al sentarse a su lado, lo rozó con
él. Le preguntó qué tal había dormido. Luego, por qué no le había esperado para
desayunar juntos. Albert no supo qué contestar; ni lo había pensado. Simplemente había
salido de su habitación y, paseando por el hotel, se había topado con el restaurante.
Como no le gustaba saludar a la gente mientras comía, se había sentado de espaldas al
resto del restaurante; así, cuando la gente del grupo fuera entrando, no tendría que
desearle unos buenos días. Los modales están bien, pero cuando un apasionado de la
comida desayuna es mejor dejarlo en paz. Había disfrutado de un par de frutas y un bol
de cereales. Al igual que, un cuarto de hora después, su madre había gozado con unos
huevos revueltos y salchichas. ¡Quién viviera en un hotel para tener desayunos
continentales cada día! ¡Quién viviera en el Hilton solamente por eso!, le dijo ella.
Subieron al autobús y, cuando todo el grupo hubo llegado, hicieron un tour por distintos
lugares de la ciudad. Antes de cruzar la Plaza de la Universidad, pasaron por delante de
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un cine. Llamó la atención de Albert. Comentó a su madre que anunciaban la última peli
de uno de sus cineastas favoritos, un tal Corneliu Porumboiu. Ella le preguntó que quién
era ese tipo. Y él, sonriendo, dijo que solo eso, un tipo. De hecho, Porumboiu no dejaba
de ser «un tipo» para alguien que no le conociera, ¿no? Todos los genios eran tipos. O,
mejor aún: tí(p)os. Tíos que uno se encontraba por la calle y le dejaban indiferente. Lo
pensaba detenidamente y se decía: Porumboiu debe de vivir en Bucarest porque todos
los vanguardistas están locos por las capitales. Quizá ayer mismo me crucé con él por la
calle y ni me di cuenta. O quizá me cruce con él hoy y tampoco lo reconozca.
Minutos después tecleó su nombre en Twitter. Le apareció un resultado que decía que
estaba presentando un ciclo de películas en no sé qué ciudad europea. Pero no era
Bucarest. No era una ciudad rumana. Se tranquilizó y dejó de mirar a través del cristal
del autobús; por más desconocidos que viera, ninguno sería el que buscaba.
Se le quedaron pegadas a las retinas las letras con las que había visto el nombre de
Porumboiu en la entrada del cine. Encima del nombre del negocio, en una tipografía
más cuidada y de mayor tamaño, habían colgado un «Corneliu Porumboiu» que recorría
la fachada. Debía de estar hecho con metal; si no, la primera lluvia de agosto lo
destrozaría. Letras barnizadas en rojo carmesí, como el de la alfombra de delante de las
puertas. Era un cine como los de antes; como los que ahora se llaman vintage. Pero
aquel no era una imitación de lo viejo; era lo viejo. Los cables telefónicos trepaban por
sus paredes como lo hacían por el resto de la ciudad. El mal estado de algunas ventanas
invitaba a pensar que llevaba allí más de diez años. ¿Diez años? ¿Qué digo? Tal vez la
mañana misma después de la muerte de Ceaucescu había sido inaugurado... ¿Y por qué
no en los días del régimen? Al hacerse esta pregunta, se paró en seco. Por alguna razón
se le hacía inconcebible que en una época gris se proyectaran pelis. Parecía ignorar que
el cine había guiñado el ojo a esas fantasías en más de una ocasión, como en el caso de
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Eisenstein. Era triste asumirlo: Los fotogramas habían sido posibles en los peores días
de la humanidad. Algunos de los hombres más crueles habían buscado en ellos, como en
los pinceles de los pintores y los teclados de los escritores, alguna forma de simpatizar
con sus votantes. ¿O acaso hemos olvidado el realismo socialista?
Se animó pensando en los frutos que había dado el cine rumano en los últimos años. La
lista de creadores no se limitaba a nuestro tipo, Porumboiu. Hasta el día de llegada a
Bucarest, el poco contacto que había tenido con Rumanía había sido a través de su cine;
desde muchas perspectivas, perspectivas diferentes. No cabía duda de que la libertad de
la que no habían gozado en el pasado nacía con más frescor que en países donde estaban
acostumbrados a ella. Albert imaginaba los meses siguientes a ese diciembre del
ochenta y nueve: rumanos corriendo de arriba abajo y gritando que el renacimiento no
era solo un sueño. Lo convertirían en realidad. Y lo habían conseguido. La prueba de su
éxito era que Imma, más de veinte años después de su primera visita, lo había
encontrado irreconocible. No tan solo por las reformas que había sufrido; muchas calles
que no le habían dejado visitar en la primera ocasión estaban abiertas a los extranjeros y
las pateaban con la mirada despreocupada. No había controles, ni revisiones de
pasaportes. La pobreza seguía allí; se la veía en las esquinas de las plazas. Pero era una
pobreza muda, quieta; a veces se acercaba a algún turista pidiendo limosna. Sin perder
la discreción ni levantar los ojos del suelo.
El autobús subió por calles empinadas. De vez en cuando Albert miraba hacia el exterior
y veía unos enormes parterres. Llenos de verde. Algún busto salpicado por allí. Otra
escultura desnuda, rollo Eminescu, por aquí. Tenía la sensación de dirigirse a la cima de
una colina. Pero en realidad se dirigían a la Catedral Patriarcal de Bucarest. En esos
momentos Imma estaba consultando unos papeles en los que se explicaba lo que harían
los próximos días. Había subrayado los nombres de lugares, como el «Monasterio de
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Voronet», que, según contaban, había sido apodado como la «Capilla Sixtina de
Oriente» Malísima idea, pensó Albert. No hay peor manera de darse a conocer que por
analogía con otros lugares. Esa clase de ingenios para atrapar guiris solo ponen las
expectativas por las nubes. Luego, al visitar el sitio en cuestión, uno se siente estafado.
El gusto con el que uno se marcha es amargo; de decepción, de disgusto. ¿Querían los
monjes de Voronet que la gente se fuera de su monasterio de mal humor? «Quizá sí;
debe de ser lo que pretenden. A estos ortodoxos no hay quien los entienda.» Y mientras
decía esto último bajaba del autobús y se encontraba con un desfile de curas ortodoxos.
Se dirigían hacia la escalinata de enfrente de la Catedral. Llevaban vestidos largos,
femeninos, negros. Les favorecían, pero no les volvían más majestuosos; A Albert se le
hacía imposible no asociarlos con las señoras que aún respetaban el luto. Y con los
cofrades... Eran unos cofrades que habían perdido sus cucuruchos. Los habían sustituido
por la dignidad de llevar la cara al descubierto. Los sombreros solo escondían sus
coronillas. Aunque también eran grandes, como los de esos cofrades de los que
hablábamos.
No se sabía de dónde venían. ¿Estaban entrando en la Catedral o saliendo de ella? Al
toparse con el primer peldaño de la escalinata, daban media vuelta y andaban hacia otro
lado de la plaza. Parecía que se exhibieran como en un desfile de moda. Los había de
jóvenes y viejos. Si la religión no entendía de edades, aquella era la demostración. Lo
primero en lo que Albert se fijó fue que los movimientos de esos que aún estaban en sus
veinte eran más exagerados que los de los ancianos. El tiempo les había dado esa poca
afectación. Cualquier cura al que hubieran enseñado un mínimo de modestia se sentiría
incómodo mostrándose en público con aquellas prendas. Aunque las enseñanzas con las
que esos ortodoxos habrían crecido serían distintas a las relativas a la humildad. Con
solo mirar sus catedrales, monasterios e iglesias, se daba cuenta: No reparar en gastos
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parecía una condición necesaria.
En otro lado de la plaza se encontraba el lateral de una catedral todavía más grande que
aquella a la que entraban (o de la que salían) los curas. Era la Catedral de la Salvación
del Pueblo Rumano, todavía en construcción. Unos andamios la cubrían. Y, colgando
como guirnaldas, unas telas grises impedían que se viera el blanco de las paredes. Ese
detalle llamó su atención. No comprendía qué interés tenían en mantener la fachada
oculta hasta su estreno. Probablemente daban como excusa que era por motivos de
seguridad. A él no le daba esa sensación: tocó una de las esquinas descubiertas, como si
así se asegurara de su firmeza. Piedra contundente. Sí, se reafirmó en que no había
motivos para que estuviera tapada. Pensó en la conspiración que habría detrás de todo
aquello. Y, mientras, los últimos curas enfilaban la escalinata de la primera catedral.
Una corte de fieles se había apelotonado detrás de ellos. Ese momento no sería idóneo
para visitar el interior. Habían visto entrar tantos creyentes y curas que faltarían pocos
segundos para que las paredes reventaran.
Como esas ceremonias religiosas podían alargarse durante horas, E. decidió que no
entrarían. «Si no hay nadie que esté realmente interesado en ver lo de dentro, subamos
al autobús y vayamos hacia el restaurante. Hemos reservado mesas para la una y media.
Y, después, a eso de las cuatro, volveremos a coger el autobús en dirección al
Parlamento... ¿todo el mundo está de acuerdo?» Nadie dijo ni sí ni no. Imma parecía
molesta por el hecho de que esa chica planeara las visitas de forma tan cuadriculada. La
miró por encima del hombro mientras ponía un pie en la escalera del autobús.
¿Qué pasó durante el almuerzo? No tiene demasiada importancia. Comieron bien. Mejor
que la noche anterior. El fiasco del Caru' cu bere les había enseñado a desconfiar de la
gastronomía del país; Imma olisqueó su sopa de vegetales y el plato principal antes de
hincarles el diente. Pese a que tuvieran una pinta decente, los cocineros rumanos usaban
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tan pocas salsas y especias que la carne, el pescado y la verdura olían como si no fuera
más que eso; carne, pescado, verdura...
Una vez estuvieron todos en el autobús se encaminaron hacia el Parlamento. A Albert le
habían agotado los dos edificios de esa mañana. No las visitas, no. Los edificios. Su
majestuosidad, sus alturas... le parecían demasiado, y no en un buen sentido. Antes de
que llegasen a su destino, despegó la cabeza del cristal y dijo a su madre:
—Las Catedrales de Bucarest me recuerdan a una serie que vi de los Borgia.
Insistían en cometer todos los pecados que existieran. Era asqueroso; supongo que el
hecho de que la producción de la serie fuese americana tenía alguna cosa que ver... Pero
lo que me la ha recordado es el contraste entre la religión, con sus catedrales gigantes
aún en construcción, y la población... creo que no hemos pasado por ninguna calle en la
que no hubiera alguien echado en el suelo. No sé si los ortodoxos no se quieren dar
cuenta de la ridiculez de esta desproporción o si realmente no la ven.
—Céntrate en lo que vamos a ver. —La mirada que le clavó fue tan tajante que
parecía que lo dijera desde la mayor seriedad. Albert se negó a creer que ella, habiendo
demostrado ser bastante reflexiva, le pidiera que se ciñera a la realidad que el guía de
grupo y E. les mostraban.— Hemos venido aquí en calidad de guiris, no de viajantes.
Fíjate en la diferencia: Tanto los guiris como los viajantes hacemos viajes, pero los
suyos son viajes, mientras que los nuestros son viajes... —En el primer viajes puso
énfasis; se quedó sin aliento.— Ojalá algún día puedas ser viajero. Es lo mismo que ser
un pensionista o un rentista, pero mejor, porque no te quedas en casa y, cuando vuelves
a ella, opinas sobre política internacional como si te enteraras de algo. Es como una
fusión entre intelectual, tertuliano, hijo de papá... Muchas cosas a la vez. Quién se
dedicara a viajar...
No debía de ir equivocada. La mayoría de escritores viajeros que él había leído venían
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de familias de clase alta. Era triste que personas más audaces, inteligentes, o
sencillamente cojonudas, no se hubieran podido dedicar a lo mismo. Algunos autores
que leía eran pobres pero tenían una brillantez que los destacaba. Como vemos en el
Hambre de Hamsun, quizá era el mismo hecho de ser pobres lo que les daba lucidez.
Rumanía había de ser el país de decisiones más injustas que había visitado. Desde el
lado político, desde el religioso... Eso de pensar en el otro se había desfasado. Y, sin
embargo, si uno miraba atrás, seguía sin ver que nunca hubiera tenido importancia.
Había pocas épocas que superasen el siglo pasado cuanto a injusticias. Eso mismo
frenaba la población de montar una revolución: Comparando su situación con la de los
años noventa, todo andaba mejor. Los avances se evidenciaban a sus ojos. Estos
progresos brillaban tanto porque no se los comparaba con la flor y la nata de Occidente.
A la política rumana no le convenía codearse con Europa por algunos motivos; con los
aires de fraternidad de la Unión Europea, Rumanía recordaría al hermano pequeño, el
hermano bobo. El que no cuenta con la misma experiencia que el hermano mayor y que,
a diferencia de él, aún no gana dinero. Tal vez a los trajeados rumanos les gustaba la
comparación como figura retórica... siempre que aquello con lo que se comparasen
estuviera en el este... Y, pensando en dos mil quince, cuanto más al este mejor.
Se encararon con el Palacio del Parlamento. El segundo edificio más grande del
mundo... ¿y qué? Lo que ellos visitarían sería una parte diminuta. La entrada estaba en
una de sus caras laterales; fue la que vieron primero. No por ser uno de los costados del
Palacio era menos grandioso de lo que se debería creer: Parecía que se organizase sobre
dos terrazas, y, entre la una y la otra, había una hilera de arcos blancos. Cualquiera con
unos mínimos de buen gusto habría sugerido que dentro de cada arco pusieran vidrieras;
por lo menos así olvidaríamos que era uno de los palacios más funcionales jamás vistos.
Los cristales que había, en cambio, eran nítidos, pero, de todos modos, no se distinguía
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el interior a través de ellos. A esas horas de la tarde el sol se colaba por sus capas de
vidrio y los oscurecía más que si fueran opacos en lugar de transparentes. Reflejaban el
cielo y devolvían ese azul tan sereno, sencillo... ¿Pero el azul no sería demasiado
llamativo para un conjunto blanco? Quizá al planificar el Palacio ni lo habían pensado.
Se habían centrado en que las paredes, los suelos y las columnas fuesen de la nieve más
dura. La inocencia con la que se veía ese color acababa por convertirse en molestia.
El paisaje no difería demasiado de algunas pinturas de los Jardines de Babilonia...
bueno, para que fuesen más parecidos tendríamos que sustituir las sosas ventanas por
cascadas. Ah, sí, y poner unas gotas de verde. Imma y Albert estaban a una gran
distancia; aun así, si alguien hubiera colgado una sola flor de una de las paredes, la
habrían visto. Incluso un gladiolo blanco. ¡Sí, con lo feos que son los gladiolos blancos!
¡Uno habría sido suficiente para romper con la armonía de las curvas, las rectas y, sobre
todo, de ese blanco puñetero!
La planta del parquin, que todo el grupo travesaba, estaba repleta de autobuses. Entre
algunos de ellos había farolas. Estas eran negras; nosotros nos preguntamos: ¿Tanto
habría costado hacerlas más claras? Puestos a exagerar lo mucho que el blanco favorece,
podrían haber sido fieles a sí mismos.
La entrada para turistas quedaba debajo de una balconada. Como era previsible, en ella
no había nadie. De hecho, por más ancho y alto que fuese el Palacio, viéndolo desde el
exterior, se habría dicho que lo habían construido en Detroit.
Pasaron a una sala bastante oscura. Habría sido terrorífica de no ser por la cantidad de
gente que hacía cola en ella. Todo turista tenía que dejar sus bolsas y mochilas en una
cinta y pasar por un detector de tonterías. Los que lo controlaban miraban a los
visitantes como si fueran perdonavidas. Parecía que compitieran por ver quién
entornaba más la mirada. Giraban sus cabezas a izquierda y derecha; de vez en cuando
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comentaban algo entre ellos y se movían. Era importante que se movieran. «Dos pasos
de rigor cada cinco minutos nos confirman que un funcionario sigue vivo.» pensó él.
Uno de los policías, como si hubiese adivinado lo que le pasaba por la cabeza, le
disparó con la mirada. A Albert no le habría sorprendido que las cuencas de sus ojos se
hubieran vaciado y hubieran aparecido los cañones de dos revólveres a través de ellas.
«¿Esta gente sonríe cuando está con sus familias?» El escenario no se volvió más
agradable a medida que avanzaron. Subieron por unas escaleras. La luz entraba por unas
ventanas ocultas; debía de filtrarse a través de cortinas. Al fondo, distinguían una niebla
amarilla, amable. La primera pizca de calor que veían desde que se habían deshecho de
la presión del sol. Desde el peldaño más alto de la escalera se alcanzaba a ver lo que
había al fondo: Una sala mayor, con escaleras que ascendían a derecha e izquierda.
Perderse en un lugar así habría sido fácil sin tanta vigilancia.
Una funcionaria que trabajaba como guía se había pegado a Cristian. Le hablaba en
rumano. Él asentía y se tocaba la barbilla, pensando en cómo traduciría cada frase al
español. Imma pensó que un guía auténtico contaría con conocimientos sobre los sitios
que visitaran con antelación. Segundos después se dio cuenta de que no necesitaba ser
tan cruel. Con que el chico explicara claramente la historia de ese lugar era suficiente;
¿los medios? Poco importaban. Solo tenía que volver los ojos hacia otro lado y ya no lo
vería escuchando a la trabajadora del Palacio.
Anduvieron por distintas salas. Era curioso que, pese a estar abiertas al público,
mostrasen la misma dejadez que una fábrica en ruinas. Casi todas estaban a oscuras. Las
había de grandiosas, preciosas, con alfombras venidas de países exóticos, pero con las
luces apagadas y las cortinas corridas. Incluso aquella que accedía al balcón de la
fachada principal estaba en la penumbra. Tuvieron que echar las cortinas de un ventanal
a un lado para llegar hasta el balcón en cuestión. El paisaje con que se encontraron les
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compensó por el aburrimiento de la visita: Una avenida, reseguida por una alameda, se
abría paso ante la baranda; la Avenida de la Victoria del Socialismo, competidora de los
Champs-Élysées o de nuestra Rambla. Su final se veía tan lejano que no habría sido
difícil convencerse de que recorría toda la ciudad. Los coches que circulaban por su
derecha se alejaban. Parecía que huyesen de la inmensidad del Parlamento. Esos
conductores eran los rumanos que le llamaban la Casa del Loco y que lo consideraban
un deshonor. Pero por la izquierda veíamos el caso contrario: Coches acercándose al
Parlamento y desembocando en la plaza de delante. Una plaza que hacía las veces de
parquin. Y Albert, extrañado, empezaba a preguntarse: «¿Tendrán una sola plaza que no
sea también un aparcamiento o una rotonda?» Insistían en economizar el espacio.
En los tres mástiles que había enfrente del Parlamento las banderas se habían izado con
poca gracia. La de la izquierda era la europea. En el centro, la de Rumanía. Y la tercera
no la reconoció ni Albert ni Imma: consistía en una estrella blanca. El viento la ondeaba
de tal forma que parecía una brújula con las agujas en movimiento.
La visita no se alargó mucho más. ¿La razón? No era que quedasen pocas cosas por ser
mostradas; tan solo que se repetían una y otra vez. Las mismas salas, los mismos
pasillos... cuando no oficinas o salas que no sabríamos definir. Si le quitaran sus
dimensiones, el interés de aquel sitio quedaría en nada. Sin embargo, había enamorado a
Albert. Le recordaba algún que otro palacio que había visitado en Rusia hacía un par de
años. ¡Cuánto echaba de menos San Petersburgo, Moscú...! No sabía qué tenían las
ciudades con pasados comunistas que le atraía. Tal vez era esa desolación; que no
tuvieran nada de humanas. Se trataba de ciudades en reconstrucción, pero una
reconstrucción que no terminaría nunca. Los andamios no desaparecerían de las calles
de Moscú ni lo harían de las de Bucarest. Los servicios seguirían dando asco. Muchas
cosas funcionarían mal, pero, en el fondo, la esencia de esas ciudades seguiría intacta.
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Porque la actitud de su gente y su cultura era demasiado fría como para ser vencida. «Sí,
Rusia y Rumanía sobrevivirían aunque no tuvieran un Ministerio de Turismo. Sus
ciudadanos me miran y parecen querer decir: Está bien que hayas venido, pero, cuando
te vayas, seré yo quien tendré que buscarme el modo de comer.» No se habían sometido
al turismo. Lo agradecía. Como las Mathildes de La Mole que solo se enamoran de
quien muestra poco interés por ellas, amaba los países que no se arrodillaban ante el
euro o dólar extranjero.
Regresaron al hotel. E. les anunció que tendrían el resto de la tarde libre. Al anochecer,
cenarían en el hotel mismo; por la mañana saldrían pronto para Sibiu.
—¿Sibiu? —dijo Albert cuando su madre se lo comentó.
—Sí, así se llama. Pertenece a la región de Transilvania. Las siguientes ciudades
en las que nos alojaremos están más al norte del país. Luego, cuando lleguemos a
Bistrita, iremos descendiendo de nuevo, por el lado contrario... hasta que volvamos a
Bucarest, y de aquí a...
Él la cortó en seco. No quería que siguiera. Sabía que iba a decir el nombre de la ciudad
de la que venían. Le escocía en las orejas como una herida. No quería volver a oír sobre
nada catalán hasta al cabo de unos días. Estaban en agosto; era el mejor para dedicar al
olvido. Aunque fuera una amnesia momentánea. Había asumido que, pese a los encantos
de Bucarest, abandonaría la ciudad en breves, pero prefería imaginar que no sería así.
Lo bueno de viajar en calidad de turista es que uno se vuelve un soñador. Puede ir
desnudo, cantar por la calle... Consiste en una actitud británica, que diríamos los
vecinos de Salou, pero que define el espíritu curioso: ¡Amar el país del otro! ¡Cagarse
en él si se quiere! Cuando los pájaros abandonan el nido no vuelven a pensar en él. Les
da igual que un niño travieso se lo destroce con un palo. El turista partía de su propio
país con tan poca memoria como uno de esos pájaros. La diferencia era que nada
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invitaba a los pájaros a volver al nido. En cambio, llegaba un día en que el guiri tenía
que empacar sus asuntos y volver a su origen. Entonces encontraba los destrozos del
crío... Le satisfacía la idea de que en el país al que había viajado también él hubiera sido
travieso.
Refugiarse en el bar del hotel no era mala idea. Lo que —según Albert— sí fue una
mala idea fue pedir un café. Le cobraron veinte lei. Hasta que no hizo la conversión
mental a euros no se horrorizó. Los pagó con algo de asco. Esperaba que por lo menos
fuese el mejor café que hubiese probado en años. Pero, como era previsible, no lo fue.
Estaba a leguas del mejor café del mundo; al igual que él estaba a kilómetros de la
cafetería en la que había descubierto ese café buenísimo.
—Ah, mamá, cuando volvamos a Mataró te invitaré a la cafetería en la que
probé el café del que te hablo. Cada domingo, cuando voy a buscar el diario, me siento
en su terraza y pido una tacita de café solo. Siempre lo tomo con leche, pero lo preparan
con tanta devoción por el grano que... que me parecería un pecado pedírselo con leche,
espuma, canela...
Su madre no era una gran aficionada al café. No se dejó conmover. De todas formas
apreció su esfuerzo: Si le hubiera dicho lo mismo sustituyendo la palabra 'café' por
'cubata', habría dado saltos de alegría. En lugar de eso se inclinó en su silla. Se habían
sentado a la barra. Los apliques del bar daban de todo —polvo, reflejos tristes sobre los
cuadros...— menos claridad. Estaban cubiertos por unas pantallas. La luz les salía por
debajo y por arriba; se dirigía al techo y al suelo del local. Las butacas y sillas —rojas,
con rayas— se juntaban las unas con las otras. Aunque nadie las ocupara, parecían
insistir en rozarse entre ellas.
De un momento a otro Albert vio que el camarero que les había servido salía de detrás
de la barra. Se dirigió a una butaca de esas y la apretó contra las demás. Volvió a su
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posición de antes. Se puso las manos en la espalda y miró la sala de punta a punta,
satisfecho. En realidad aquello daba un efecto bastante feo. El bar, que era bastante
pequeño y cuyas paredes hacían muchos pliegues, recordaba a un salón arrasado por un
huracán. Los muebles se abrazaban a las paredes como si tuvieran escalofríos. Algunos
clientes del hotel, despistados, entraban creyendo que por allí se llegaba a la salida.
Inmediatamente daban la vuelta. Albert se los quedaba mirando y, a continuación, se
reía de su confusión. Comparando la oscuridad del lugar con la iluminación del hotel, se
daba cuenta de que era como un escondite. Se imaginaba fácilmente que por la noche se
llenaría de borrachos que ahogaban allí sus penas. De hecho, presenció algo así como
una reunión de chalados: Diez minutos después de su llegada, dos parejas aparecieron.
No se conocían entre ellas, ni iban en el mismo grupo que Imma y su hijo, pero
coincidieron al entrar en el bar. Una se sentó en las butacas arropadas a la pared. La otra
se puso en una de las puntas de la barra; cerca de la primera. Albert había olvidado que
su madre lo acompañaba; observaba a los desconocidos, como si no tuviera nada mejor
que hacer. Como si no pudiera tener una charla de lo más interesante con ella. No,
prefería fijar los ojos en esos extraños y deducir de dónde venían por su ropa y sus
gestos.
Adivinó que una de las dos parejas, la que estaba más próxima a ellos, hablaba en
rumano, por lo que probablemente venían de algún sitio cercano o eran de Bucarest. Al
igual que la pareja de las butacas, debían de rondar los cincuenta años; alguno
alcanzaría los sesenta. Se los veía bastante alegres. Él traía un vaso de plástico del
McDonald's y lo había dejado sobre la silla de al lado; para que el camarero no lo viera,
supongamos. Su mujer tenía un rostro severo y un tono de cabello parecido al de la
mujer sentada en las butacas: castaño rojizo. Se había puesto una rebeca sobre los
hombros. Debajo llevaba una camisa manchada. Por las muecas que hacía se intuiría
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que estaba enfadada; Tal vez no habían planeado llegar hasta allí. Tal vez... él le había
tirado su bebida por encima y ella, cabreada, le había ordenado que fueran a ocultarse
en algún antro. Si no hubiera sido por su acento, Albert no habría descubierto su
procedencia. Los rumanos tenían unos rasgos físicos poco característicos. Su piel
morena —cuando lo era; había de blanquísimos— era de un tono mediterráneo. Un
poco más oliváceo, tal vez.
Quien era realmente moreno era el hombre sentado en una butaca cerca de la pared.
Cualquiera habría creído que viajaba con el grupo de españoles. Y, sin embargo, su
mujer, pálida como la muerte, desmentía que fueran del sur. Eran una pareja más rara
que la anterior: Si se hubiera topado con ellos por la calle, se habría apostado lo que
fuera a que el hombre era un vagabundo. Un hombre de la calle que había engatusado a
una turista para que le siguiera, por ejemplo. Pero las miradas que se cruzaban eran
demasiado cómplices; revelaban años de convivencia. La camisa que él llevaba, de
manga corta y azul eléctrico, era la más llamativa de los cuatro. Combinaba con el azul
de sus ojos —¿tan moreno y con los ojos azules? Este tío rozaba lo excéntrico...; era el
que parecía más preocupado por su aspecto. Puso una de sus manos sobre la lámpara
que tenía delante. Su mujer le iba hablando. Al mismo tiempo el hombre de la barra
colocó su mano sobre una esquina del mueble. Los dos llevaban anillo de casados; en la
misma mano y en el mismo dedo. No habríamos recaído en este detalle si Albert,
dándose cuenta de esto, no hubiera mirado sus propias manos. Él, que no entendía de
joyería, era el que llevaba más anillos. Tres dorados. Pese a no estar comprometido, uno
se lo había enroscado en el mismo dedo en que lo llevaban ellos. Se lo sacó con la otra
mano y lo hundió en el pulgar; al anillo le costó entrar. Al final lo logró. Volvió a
levantar la mirada; las dos parejas charlaban entre ellas. ¿Qué había ocurrido durante
esos segundos? ¿Cómo podía ser que la situación hubiese dado ese tumbo? ¿Qué
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palabras habrían dicho primero, y quién las habría dicho?
Ella también se había dado cuenta de que había algo particular en esa gente. Había
dejado de mirar las musarañas y, como Albert, observaba las dos parejas mientras
hablaban. Las dos mujeres comentaban alguna cosa entre ellas, casi murmurando.
Mientras, sus maridos intentaban entenderse con una mezcla de inglés, rumano y un
tercer idioma. «¿Entiendes en qué lengua habla el que está sentado en la butaca?», le
preguntó Imma. Albert sonrió; estaba atento a los labios de los cuatro... pero no, no
entendía la tercera lengua. Sonaba torpe, extraviada. Como si quien hablara en ella
tuviera una piedra en la garganta. «Creo que es ruso...», supuso Imma. Y Albert dijo que
no iba por mal camino. Ahora que le había hecho recordar cómo sonaba el ruso, lo
asociaba perfectamente a ese señor.
—You know that... that drink... Jac... Jack Daniel's? —El rumano asentía como
si comprendiese. En realidad se le veía confuso por el giro en la conversación. Se había
puesto un dedo sobre la barbilla; esa pose de concentración había puesto de buen humor
a su nuevo amigo. Veía que tenía la oportunidad de soltarle un rollo; quizá era alguien
dado a los monólogos. Ya se sabe que cuando a uno le gusta hablar —siendo escuchado;
sin esperar respuestas— es capaz de hacerlo en esperanto.
—You must eat our fish... recommend you... —Con este nuevo giro hacia la
comida, el rumano dejaba perplejo al ruso. Se notaba que le gustaba hablar del alcohol
sin más. No podía dejar de prestar atención al rumano; este había levantado las manos y
le hacía indicaciones, como para que viera a qué pescado se refería. Marcaba las
medidas del animal en el aire y añadía adjetivos: long, yellow, shine a lot, you know?, y
algún otro apaño.
Albert, habiéndose enderezado, adelantó los codos sobre la barra. El ruido al golpear la
madera asustó al rumano. ¿Puede ser que no hubiese notado que él y su madre estaban
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allí? Los miró con desprecio: eran unos intrusos. No comprendía por qué se acercaban
tanto a su conversación, una conversación privada pese a no salarse con confidencias.
Le intimidó la hostilidad del rumano. Imma, en cambio, ni se fijó en él. Perseguía con
los ojos los gestos del ruso. Desde que había oído que decía alguna cosa sobre Putin le
escuchaba con interés. Un mal inglés no era ningún obstáculo. Su manera de fruncir el
ceño y decir: «Oh, Putin...» fue más directa que una columna de diario. Al cabo de unos
minutos, hizo una broma y madre e hijo se unieron a las risas de las parejas. El rumano,
tan reservado al principio, relajó sus miradas a Albert. Quizá había sido su sonrisa la
que le había hecho dejar de desconfiar. Se giró de medio cuerpo y les dijo:
—And where... you from?
Imma no se esperaba esa pregunta. Creía que podrían ver la conversación sin intervenir
en ella. Si hasta entonces los habían tomado por fantasmas, ¿por qué los invitaban a
hablar? Debían de estar incómodos ante unos oyentes tan silenciosos.
—Well... we come from Barcelona. —corrió a responder Albert.— Yes, yes,
Barcelona. Yes, it's great, we know. We live there, yes. Well, well, beach is okay, right.
Yes...
Desde la distancia el ruso contó una historia a su madre. Las voces de la rusa y la pareja
rumana —que charlaban por su cuenta— se cruzaron con la suya; subieron el tono para
no oír la del ruso de fondo. Pero ella asentía a todo lo que este decía; entendía sus
muecas. Albert, en cambio, se mostró interesado hasta que pensó: «Lo que está diciendo
no merece que me esfuerce tanto», y se giró hacia otro lado. El camarero estaba sacando
brillo a unas tazas. Usaba el mismo paño con el que había limpiado unas mesas. Albert
estaba convencido de que les escuchaba. O no estaba tan aburrido como para hacerlo;
juntaba los labios como si silbase. No se oía nada. Era joven, muy joven, y, por lo tanto,
discreto. Él no habría sabido marcar la línea entre los camareros maduros y carismáticos
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y los jóvenes y tímidos; ¿acaso pasaban por una escala evolutiva? ¿Los reservados
serían los habladores del mañana? Se volvió hacia su madre. El ruso le había soltado
todo el cuento. Reía mientras le decía que «yes, yes, it's fine, I've understood it, yes...»
Él no se creía que le hubiera comprendido:
—¿Qué te ha contado?
—Hablaba sobre una historia local, una que se dice mucho por aquí.
—¿Pero no era ruso? —inquirió.
—Ahora que lo dices... es cierto. No sé si se referiría a que era local del lugar del
que viene o a que era local de aquí. La cuestión es que había una muchacha y un
muchacho. Él le pidió su mano y le dijo que era un hombre atento, que no bebía, no
salía de fiesta, no se iba con mujeres... Y, entonces, ella le sugirió: Ve a una tienda,
compra una soga y ahórcate. Para vivir así, es mejor no hacerlo...
Aunque no lo exteriorizó se sintió herido. Como si esa leyenda se dirigiera a él. Miró al
ruso con enfado; estaba discutiendo con su mujer. Ella, en inglés —debía de querer que
los rumanos y ellos dos la entendieran— decía: «But say why do you tell her that story...
You drink, you women, you party... you have no apologies!» Los rumanos rieron aunque
no hubieran escuchado la historia. El ruso miró a Imma y sonrió; parecía negar que
tratase de excusarse. La penumbra había quedado en un segundo plano; ninguno tenía
miedo de las siluetas que le rodeaban. Todas tenían su voz; cada una soltaba sus
disparates.
Ese momento fue grandioso, pero la alegría no siempre implica que el tiempo corra más
rápido. Cuando la madre y el hijo se cansaron de escucharles, tan solo eran las cinco y
media de la tarde. En otro orden lógico, podrían atrasar la hora de sus relojes a la
española y todavía contarían con más tiempo que desperdiciar. Haber hecho eso habría
sido agudo, pero lo fue más la propuesta de Albert: tenía curiosidad por el museo de la
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Calle de la Victoria... No, no, no se refería al museo de historia. Había otro, mucho más
próximo al hotel, que rodeaba la plaza de delante del Ateneo, al igual que el Hilton
mismo. Tan solo tenían que salir y dirigirse a su derecha; encontrarían un cerco alto, con
hojas enredadas. Lo seguirían hasta encontrar una puerta y entrarían por ella. Se
despidieron de las dos parejas y buscaron la entrada del hotel. En dos minutos estaban
en la plaza de enfrente del Museo Nacional de Arte. Habían cruzado un portón del
mismo hierro que el cerco que encerraba el edificio. Era curioso que funcionase como
por círculos dentro de círculos; círculos que habían absorbidos otros círculos en sus
diámetros. Ese cerco de hierro encerraba el museo; el museo encerraba pinturas; las
pinturas encerraban las cosas representadas y el aire de las mismas. No tendríamos que
seguir hablando sobre esa obsesión de los hombres por ordenarlo todo en cajones;
dentro de los cuales hay aún más cajones. Con aceptar que así fueran las cosas era
suficiente. Para nosotros es más difícil olvidar un tema con el que nos hemos obcecado;
Albert, con solo volver los ojos hacia otro lado borraba, todo rastro de su mente. Se giró
hacia el portón por el que habían entrado; más allá quedaba la Plaza de la Revolución,
bellísima a la luz de la tarde. Un foco naranja caía sobre el edificio de Biblioteca de la
Universidad y la estatua de Carol I que había delante. El equilibrio era perfecto: el
cuerpo de la Biblioteca, blanco, contrastaba con su tejado negro; la base sobre la que
Carol I estaba de pie, blanca, una vez más, quedaba embrutecida por la oscuridad de la
estatua. Parecía que algún estafador de turistas maquinara ese espectáculo para distraer
a Albert mientras le robaba por detrás. Habría sido un estafador con conocimientos de
iluminación: la luz solar, tal y como decíamos, solo se proyectaba sobre el edificio y la
estatua. Se iba poniendo por levante. Unas montañas, o quizá otros edificios, habían
ocultado una de sus mitades. El semicírculo que quedaba en la tierra se ocupaba con
esos monumentos rumanos. Las aceras, los pasos de cebra y las calzadas se habían
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oscurecido. La gente pasaba por ellas como si no se diese cuenta de que las luces del
mundo apuntaban hacia otro lado. La habían olvidado. O, por lo menos, la habían
olvidado hasta que se encendiera el entramado de las farolas.
Seamos prácticos. A Albert le daba lo mismo si el sol dejaba de calentar a los rumanos o
si dejaba de calentarlo a él. Subió por unas escaleras que conducían al primero de los
tres adosados del Museo. Era, por otro lado, el Antiguo Palacio Real, por lo que el lujo
de algunos detalles no le sorprendía.
Su madre, que le llevaba la delantera, corrió a recepción y, cuando él pisó el interior, ya
tenía las entradas. Le comentó que la dependienta había sido esquiva con ella. Eran las
seis, faltaba una hora para que el museo cerrase; se tendrían que dar prisa.
Mientras paseaban por sus salas, alternaban su atención. A veces se fijaban más en las
obras que colgaban de las paredes y, otras veces, preferían mirar hacia las paredes
mismas. Que en otro tiempo hubiese sido un Palacio no significaba nada. Lo habían
vaciado de todo tipo de muebles. Solo las molduras, escaleras de mármol y columnas
habían sobrevivido.
El primer piso, dedicado al arte del siglo XVI y anteriores, les interesó poco. Jugaron a
esconderse de la vigilante de las salas. También fingieron que hacían fotos con sus
móviles; ella los miró como si supiera que se estaban burlando de las prohibiciones; se
les acercó dos o tres veces hablándoles en rumano. Ellos guardaban los móviles en sus
bolsillos y se hacían los locos. Se dispersaban por otras salas y, en un par de minutos,
volvían a encontrarse. Subieron a los siguientes pisos y, por fin, cuando les quedaba
poco por ver, encontraron las obras de algunos artistas que reconocieron. En una pared
había un Rembrandt brillante. No críticamente 'brillante'; literalmente brillante. Tenía
unos tonos tan oscuros que la luz se estancaba entre su barniz y sus pinceladas. Era una
lástima que no lo pudieran disfrutar como hubieran querido.
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Albert venía advertido de que allí vería cuadros del holandés. Había revisado esas obras
por Internet. Al verlas de frente se las imaginaba a la perfección pese a los
inconvenientes de la luz. Algunos cuadros estaban tan atestados de capas de pinturas
que, al acercarse a ellos, tenía la impresión de que aquello no era pigmento, sino que
estaban hechos de pieles. Eran como tatuajes, pero arrancados de las pieles en que se
habían dibujado, y colgados en paredes de un Palacio. Una idea magnífica: los tatuajes,
antes entendidos como señal de criminalidad, de gente sucia, y la claridad de un palacio.
«Hay pinturas tan malas que si fuera por mí las tiraba por la ventana y, en su lugar,
colgaba un brazo tatuado.» Pero lo siguiente que se decía era: «¿Y quién soy para decir
lo que debería haber en un museo? Solo he pagado mi entrada. No he pagado por opinar
sobre obras de las que lo desconozco todo. Parecemos ciervos perdidos en el bosque,
cruzando cada sala y pasillo sin darnos cuenta de qué es lo que vemos.» Le entristeció
su propia ignorancia. ¿Cuándo acabaría con ella? ¿Qué día tendría la ocasión de
aprender las historias de aquellos artistas, a los que se imaginaba escondidos detrás de
las pinturas? «Visitar museos así es una pérdida de tiempo. Antes de venir a Rumanía,
tendría que haber estudiado estos hombres. Estoy aquí, en un museo tan apreciado por
gente que nunca lo visitará, y sin embargo... y sin embargo no lo disfruto como ellos
harían. ¡Ni de lejos lo disfruto! Ver arte de esta forma es como hacer senderismo. Estos
paisajes y retratos me transmiten tan poco como una montaña, valle...» Su madre le iba
preguntando qué le parecía tal obra o tal otra; él se cuidaba de no decirle nada sobre sus
pensamientos. La habría desanimado. No sabía hasta qué punto ella tenía en cuenta lo
que su sentía y opinaba. De hecho, notaba que había algo raro en él; algo que no se
dejaba conocer. A veces pensaba en él como si fuera una musulmana que se tapara la
cara. Tenía que esforzarse por no abrir la boca y exclamar: «Dime lo que estás
pensando. Sé que tienes un gran carácter e ideas más grandes aún. Quiero que me las
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descubras.»
En estas salas, al igual que en la mayoría de palacios rumanos, había una gran cantidad
de ventanas; en sus partes superiores remataban el cristal con arcos de piedra. Cuando
hubieron acabado, antes de volver a la planta baja, se fijaron en una contraventana
abierta. Les había atraído el ruido de la calle, que penetraba como si, a la inversa,
naciera dentro del edificio y se proyectara hacia fuera. Era curioso que la vigilante que
los seguía todo el rato no se hubiera dado cuenta. Tal vez la había olvidado abierta un
señor o señora de la limpieza. «Pensándolo bien...», se dijo Albert «Es posible que haga
meses que en estas salas no entran más que esa pesada y algún que otro visitante.» El
silencio, ni siquiera cortado por los pasos de otros turistas, les inquietaba. ¿Cómo podía
ser que ese museo, exponiendo a Rembrandt, Courbet, El Greco, etc., etc., fuera
ignorado de tal modo? Él no se lo explicaba. Al mismo tiempo, Imma bostezaba con una
mano sobre la boca. No le había dejado tan atónita la soledad de ese sitio; hasta la
comprendía, con lo vacías que le parecían algunas pinturas y esculturas.
Nosotros, que mirábamos esta escena de lejos, nos acercamos a la ventana y nos tiramos
por ella. Aterrizamos en el mismo jardín delantero por el que habían entrado. Decidimos
esperarlos allí, como buenos lectores. No tardaron demasiado en bajar; ya habían
cerrado la tienda de souvenirs, así que, cuando volvieron a la planta baja, el único
camino que seguir era el de la salida.
La verdad es que fuimos un poco torpes al bajar por la ventana. Nos creímos que así
llegaríamos más rápido, que ahorraríamos tiempo. Pero no contábamos con que
tendríamos que esperar a la pareja. Si los hubiéramos seguido, sabríamos cómo habían
empezado a hablar sobre comunismo. Era imaginable que un tema cualquiera les había
llevado hasta ese; todos los extranjeros, más por cotilleo que por interés político,
acababan hablando sobre el asunto. En el momento en que salieron, Imma preguntaba:
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—¿Por qué? —Descendió por las escaleras de antes y, del último peldaño al
suelo, dio un saltito. Se giró y esperó a que él saliera. No aparecía. Al cabo de cinco
segundos, su sombra, con lentitud, se acercó a la escalera. Le volvió a repetir su
pregunta; solo eran seis letras, tres y tres.
—No apoyo los partidos comunistas, pero creo en el comunismo.
—¿Por qué?
Antes de volver a responder, respiró hondo. No porque lo necesitara, sino porque le
fatigaba que alguien le repitiera la misma pregunta con tal de llegar al fondo del asunto;
inquisitivo y frío.
—Porque he leído los argumentos de Marx.
—¿Por qué?
—Porque me tengo que inclinar por un extremo, por la izquierda o por la
derecha, por el negro o por el blanco, a partir de mi intuición. Todo es estético, todo son
palabras y nada más que ellas. Primero vemos las cosas a través de nuestros ojos, y,
después, decidimos si lo que hemos visto es injusto o no. Si lo consideramos injusto,
damos por sentado que en el resto del mundo ocurre lo mismo bajo las mismas
condiciones. Entonces decidimos cuál es nuestra ley. Tanto la derecha como la izquierda
han marcado sus leyes, y yo... a mí solo me seduce la apariencia de este discurso. Quizá
porque estoy más cerca de él que de un discurso burgués, quizá porque creo que si la
justicia existe pertenece a la izquierda...
No eran ideas más sólidas ni más frágiles que la que su madre habría defendido. Le
había dejado sorprendida que su hijo, siempre callado cuanto a política, se hubiera
rebelado con esas palabras. Iban en contra de muchos de los dramas que, en su infancia,
había visto. La mayoría de amigos de su familia eran de esa clase media que sueña con
alcanzar un mayor estatus; muchos habían fracaso en el intento y habían caído directos a
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la miseria. «Mi hijo, que vio estos casos tal y como yo los vi... ¿saca estas conclusiones?
¿Los juzgó tan mal como para preferir la igualdad más injusta a un capitalismo
arrepentido?» 'Capitalismo arrepentido'. Parecía redundante. Siempre se decía que
cuando una conversa llegaba a tan mal puerto que las palabras perdían sentido, era
mejor olvidarla. Decidió no responder a lo que había dicho. Volvieron al hotel en
silencio.
Vio que, en la misma Calle de la Victoria, habían adornado algunos cubos de la basura
con flores. Los señaló y se rió de esa horterada. Su hijo había cruzado uno de sus brazos
con el de su madre y se abrazaba a ella. Parecía que hubiese olvidado su plan defensivo.
Avanzaban a paso lento. Aún les quedaba tiempo hasta la cena.
En el ascensor del hotel se encontraron con una pareja del grupo. Al principio, a Imma
le había sorprendido que dos jóvenes se atrevieran a viajar con esa agencia. En sus
viajes solo solían ir parejas de pensionistas. Ah, sí, y casos raros, como el de ella con su
hijo. A veces se preguntaba: «¿Qué interés tuvo en viajar conmigo, si está en el
momento más fresco de su vida?» Tras darle dos o tres vueltas, resolvió: «Con su
tacañería, querría que le pagase el viaje y no sabría cómo pedírmelo.»
La pareja iba a la quinta planta, mientras que ellos se alojaban en la siguiente.
Presionaron los botones cinco y seis; esperaron. Los silencios, como sabían, se
toleraban menos cuando se estaba con extraños. El desconocimiento de los unos por los
otros metía horror al asunto: quizá callaban porque no querían hablar, quizá porque ni se
les ocurriría entablar una charla con ellos... Conocer a alguien es difícil, pero, una vez se
ha pasado por ese trago, uno puede callarse tanto como quiera. Su conocido estará
convencido de que, si no quisiera hablar con él, ni le habría dirigido la palabra una vez.
Ahora las dos parejas rezaban porque alguien rompiese el hielo. Fue Imma quien
comentó:
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—Es una lástima que haya tantas mujeres desperdigadas por la calle. Mujeres
con hijos. Se me pasan las ganas de hacer turismo con solo verlos.
Y los otros tres asentían. Se podía estar más o menos de acuerdo, pero no era un buen
momento para contradecirla. Una de las peores cosas que podrían haber pasado es que
la pareja joven dijera: No, no tienes razón. Todo buen rollo se habría roto. Andaban por
un campo de minas y, hasta que no se conocieran un poco, tendrían que hacer como si
comprendieran perfectamente lo que los otros decían.
—Bueno, cuando nosotros llegamos al hotel, ayer... —dijo la joven. Antes de
seguir, miró a su novio. Dudaba de que fuera correcto contarlo. Albert notó ese cruce de
miradas y puso atención a la confesión.— …nos empezó a seguir un niño. Sí, un niño
de la calle entró silenciosamente en el hotel. Nadie de recepción se dio cuenta. Subió
con nosotros en el ascensor. No sabíamos qué pensar; creíamos que sería el hijo de
algún matrimonio alojado, pero no fue así. Nos tendió la mano y, cuando llegamos a
nuestra planta, nos empezó a perseguir. Íbamos con las maletas, así que alargábamos los
brazos hacia atrás y las interponíamos entre él y nosotros. Para que no se acercara,
¿entendéis? —Esa anécdota habría sido interesante, pero llegaron a su planta. La chica
abrió la boca, fastidiada. Era una lástima que tuviese que dejar la historia para otro
momento; el desenlace era intrigante. Imma dijo que ya se lo contaría en otro momento.
Los jóvenes salieron y se despidieron. Las puertas volvieron a cerrarse. Él se apoyó en
la pared y sonrió; le encantaba la gente que narraba lo que le había ocurrido como si
tuviera madera de cuentacuentos. La decepción de esa chica cuando las puertas del
ascensor la habían interrumpido era evidente. Si no hubiera ido con su novio, habría
seguido a la madre y al hijo hasta sus cuartos con tal de acabar el relato. Otra muestra de
que le apasionaba contar su vida eran los gestos que había hecho; como si pudiera
ilustrar su anécdota con las manos.
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A las nueve se reunieron con el resto del grupo para cenar. Sería en la misma sala donde
habían desayunado esa mañana. En la entrada, les saludó una encargada y preguntó a E.
cuáles eran las habitaciones de los clientes. Las anotó en un cuaderno cuadriculado.
Entraron en el restaurante y se sentaron a las mesas. Como ellos solo eran dos, nunca
tenían problemas para encontrar asiento. Una familia de cuatro —los padres y dos hijos
mayores— tuvo problemas porque el camarero les dijo que no habían mesas de cuatro
personas. El cabeza de familia, furioso, se dirigió a la maître y le habló en un tono
demasiado alto. Ella se excusó y ordenó al camarero que juntara dos mesas
inmediatamente. Lo decía con rabia en los ojos; se debía de sentir avergonzada. Albert
se preguntaba por qué no era el padre de familia el que se sentía avergonzado; lo suyo
había sido una salida de tono. Era comprensible que se enfadara, pero siempre
guardando las formas. Su acento acusatorio al hablar con la maître había hecho que,
aunque su inglés fuese una bazofia, se le entendiera perfectamente.
La mesa de Imma y Albert estaba un poco apartada de las demás. A su lado había otro
matrimonio que viajaba con ellos y que, en ese momento, había llamado al guía para
que se acercara. Le preguntaron que por qué el servicio de allí era tan desagradable y él,
arrugando su orgullo rumano, bromeó:
—Entiendan que hemos necesitado diez años para abrirnos al turismo.
Necesitamos diez más para sonreír.
Y, contradiciéndose, rió al instante. El matrimonio también lo hizo; la esposa, que
parecía querer retener al guía, le comentó una impresión:
—Tengo la sensación de que el rumano es parecido al catalán, ¿verdad? Esto de
las lenguas románicas me vuelve un poco loca. Creo comprenderlas cuando las veo
escritas y, luego, cuando las oigo en boca de alguien, suenan como mandarín.
—En el sur de Rumanía se habla deprisa. —dijo el guía. Temiéndose que ese
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dato, puramente informativo, era demasiado poco, añadió:— En Transilvania, en
cambio, se habla muy lentamente. Ya lo comprobarán mañana mismo, cuando crucemos
la región y ascendamos por el país.
«¿Tanto nos alejaremos del precioso Bucarest?», se dijo Albert. Le habían asegurado
que Sibiu también hechizaba; pero a él le bastaba con Bucarest. Temía aquello que no
fueran capitales. Pueblos o ciudades más pequeñas se salían de sus esquemas. Entendía
que Bucarest era, como la Barcelona que conocía, la mano que el país tendía al mundo.
Es difícil encontrar una ciudad menos representativa de una nación que su propia
capital. Si todas las capitales del mundo se agruparan en la misma línea, se visitarían sin
apenas ver diferencias entre las unas y las otras. Una mirada que no se volviese hacia el
cielo y se solo se fijase en lo que quedase delante de sus narices —tiendas, calles,
alumbrados— no notaría nada distinto. Alguien observador que se detuviera cada pocos
metros y se inclinara hacia arriba, vería: En Bucarest, el tejado de la Biblioteca de la
Universidad y la bóveda del Ateneo; en Barcelona, las florituras del Palau de la Música
y la pérgola del Liceu; en Londres, paredes de cristal... Así, comprendemos que la
mirada de un turista es una que no ve ni matices ni detalles. Siempre toma sus fotos en
panorámicas o en planos medios; nunca se atreve a levantar los ojos. Y aquí
encontramos otra de las diferencias entre los turistas y los viajeros. «Tendría que haber
nacido para ser viajero y no un guiri.», se quejaba. «Habría visto fenómenos tan
humanos y tan bellos que me habría dedicado a escribir en lugar de estudiar y teorizar.
Siempre me he dicho que la escritura creativa no era lo mío porque no tenía
imaginación. Sin embargo, cuando un autor escribe un libro de viajes, ¿qué más da que
sea imaginativo, si la realidad que ha visto en el extranjero supera toda ficción?» Les
sirvieron un licor de arándanos y los sueños de literatura volaron de su cabeza. Dos
minutos más tarde, les trajeron un entrante de tomates. Sí, de tomates sin más; lo
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llamaríamos ensalada de tomates. Los dos, que odiaban ese maldito fruto, lo
acompañaron con pan. Su sabor quedó disimulado. El pan era de una corteza tan tostada
que vaciaron el cesto en pocos segundos. El mantel, cubierto de migajas. Lo sacudieron
por las puntas procurando no tumbar las copas.
El estómago de él seguía diferentes fases. Eran unas etapas estrechamente ligadas a lo
que le pasaba por la cabeza. Cuando no tenía nada que digerir, le daba por pensar en la
literatura, como acababa de ocurrir. Se planteaba volverse escritor, apuntar con un lápiz
hacia un cuaderno y decir: «Ah, inspiración, ven a mí. No necesito más libros
académicos si tengo mis propias musas.» La fantasía crecía hasta que se llevaba algo a
la boca. Entonces, a la vez que daba el primer bocado, su sueño se desdibujaba. Pasaba
a centrarse en lo que iba a comer. Ponía unos ojillos tan amables al plato que tenía
delante que cualquiera diría que se enamoraba de él.
No solo regaron la cena con el licor. Les dieron tanta cerveza Ursus como quisieron. Era
la cerveza más consumida en el país, y, aunque ligera, la gente parecía querérsela.
Burbujeaba tan poco... Una pinta habría sido tan intensa como nuestra Estrella Damm
servida en vaso de chupito.
Los postres llegaron en dos horas. Aunque habían creído que el servicio del Hilton sería
eficiente, se demostraba que no había ningún lazo entre la calidad del hotel y la del
restaurante. Los camareros iban vestidos como suplentes de verano; debían de contar
con poca experiencia; tardaban una eternidad en servir cada ronda. Mientras fueran
rellenando la panera de su mesa, a Albert le daba igual cuánto se demorasen.
Dos manos colocaron un pastel delante de él. Llegó caído del cielo. La camarera se
retiró, y la siguió con la mirada; como si dudase de que ese premio fuese para él. Era un
pastelito tan pequeño que nos habría sabido mal comérnoslo. Tenía la forma de una
rosquilla acostada sobre un futón de nata. Imma cortó en dos mitades el suyo; descubrió
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que dentro se despedazaba una manzana cocida. Nada en el mundo se habría mirado con
ojos más encantados. Los postres brillaban entre las mesas; más que vestidos de
lentejuelas, más que un carismático. Todos estaban dispuestos a olvidar las calorías; se
los meterían en la boca y dejarían que surfeasen en ella. La sorpresa del pastel se notó
en el ambiente. La gente empezó a hablar más distendida. Y él pensó que la paz era
cuestión de organizar una conferencia diplomática y gritar: «¡Pues que coman tartas!»
La despreocupación era tan real, tan real y delirante... Si dos minutos antes le hubieran
advertido que reaccionaría así ante el pastelito, habría dicho: «¿Quién... yo? Si soy
incapaz de emocionarme incluso con lo más sentimental, cómo voy a derretirme por un
postre...»
Ella miró a su hijo y la nariz de este le recordó la infancia más fantástica. Porque la
infancia es la época en que los caprichos acaban cumplidos; las aletas de su nariz se
abrían como si necesitara oler lo que tenía delante para confirmar que existía. Era el
mismo procedimiento que el del niño que se sorprende con una recompensa a la que no
encuentra explicación; primero intentó explicarse por qué había caído del cielo en su
mesa, y, después, desconfió de que realmente hubiera ocurrido. Debía tocarla, verla
desde muchos puntos de vista, volver a olerla, morderla... Todo para hacerse a la idea de
que el pastelito estaba allí y que su nombre era el de su asesino.
Desde el principio de la cena, una cuchara había esperado en horizontal, al norte de su
plato. Ese bastón de metal era el único cubierto que quedaba; resplandecía bajo las luces
del techo. Parecía llamar a Albert, como al pintor le llamarían sus pinceles o al batería
sus baquetas. Era demasiado pequeña hasta para ser una cucharilla; consistía en una
lengüeta seguida por un hueco. Una concavidad diminuta, en la que no cabría ni un
grano de arroz. Lo encontró cruel; le ofrecían esa gloria de manzana, nata y mazapán sin
darle un cubierto decente con el que comérsela. Pero lo cierto era que su perspectiva le
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había fallado; cogió la cucharilla con una mano y trató de cortar el pastel con ella. El
trozo con el que la cuchara se llenó era bastante generoso; suficiente para un bocado.
Con la cuchara en el aire, examinaba ese trozo de cielo. Venido del cielo. Hecho con el
esmero de artesanos... o dioses.
Hacía tiempo que Imma no veía a su hijo tan relajado como cuando, al fin, se llevó la
cuchara a la boca. La sacudió entre sus dientes, haciéndola retintinear. Cerró los ojos. El
azúcar se removía sobre su lengua. No se fundía; hacía acrobacias. Sobre un río de
saliva esos pecios bajaron por su cuello.
Otro pensamiento le sacó del sueño: «¿Qué estoy haciendo, Santo Dios? Me pierdo.»
Dejó la cucharilla. Se incorporó en la silla; el trasero se le había ido deslizando. Apartó
el plato y levantó una mano. Un camarero, que pasaba por allí, se giró hacia él. Levantó
el plato y, con orgullo, se lo devolvió. Más de tres cuartas partes de maravilla
desperdiciadas. «Soy un mierdas que no sabe ni cumplir una promesa. Si algún día
decidí ignorar estos placeres, fue porque creí que había aprendido la lección: Las cosas
que dan satisfacciones rápidas, a largo plazo, son dañinas. Debería repetirme esa frase,
como un mantra, como un avemaría, hasta que se me vuelva a grabar.»
Imma, entre tanto, había ido al baño. Cuando regresó y vio que el plato de su hijo no
estaba en la mesa, le preguntó si le había gustado. Le comentó que no había llegado a
comer un cinco por ciento de ese ¿pecado? No sabríamos cómo llamarlo. Nos había
dejado confundidos con su rechazo hacia algo que le habría hecho feliz. Si se lo hubiera
acabado, sonreiría con más gracia. En lugar de eso, entornaba los ojos y miraba los
demás comensales; como si se equivocaran. ¿Pensaría que cometían un error al comer?
Las comisuras de sus labios se levantaban un poco; señal de alegría. ¿A qué se debía esa
satisfacción? ¿La del vacío? ¿Podemos hablar de una satisfacción del vacío?
Seguir describiendo su cara sería arriesgado; si no entendíamos por qué tomaba ciertas
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decisiones, tampoco comprenderíamos sus reacciones. Nos interesaba más mirar hacia
su madre. La había sorprendido el castigo que se imponía. Desde su llegada, habían sido
demasiadas las veces en que se había negado a disfrutar, o se había arrepentido de
hacerlo. La crueldad con la que se trataba daba miedo. Parecía que tuviera dos
personalidades diferentes. Dos señores, de mismo nombre y físico, se desdoblaban en
sus entrañas y competían por ver quién perjudicaba más su cuerpo en común. Esa
imagen, desgarradora, la mareó. Se vio en el deber de decir:
—¡Caray! ¡Acabaré por pensar que tu cerebro es absurdo! He visto cómo
disfrutabas del pastel, ¿por qué te pones tan terco cuando alguna cosa te gusta? Es como
si quisieras huir de lo que regala la vida. Son momentos que no te van a canjear por
cupones cuando mueras, ¿sabes?
—Ah, ¡es fácil decir que los momentos más placenteros se tienen que vivir como
si no hubiera mañana! El problema aparece cuando el mañana existe y nos damos
cuenta de que hay otros placeres más sanos, más lejanos, a los que nos acercamos si
sacrificamos estos primeros.
Lo decía con un retintín irritante. Como si con esos sacrificios fuera a salvarse; como si
fuera a dejar a sus espaldas a los que le habían acompañado e irse solo él en el arca de
Noé. Porque, en el caso de que en esta arca faltara espacio para la humanidad entera,
primero entrarían los amargados, ¿no? Tal vez tuvieran privilegios sobre los que habían
vivido. Les darían una segunda oportunidad. Pero, en el fondo, lo que Albert buscaba no
era esa segunda oportunidad. Odiaba esos placeres y ni pensaba en disfrutar de ellos en
otro momento. Lo que se repetía, justificándose, era:
—En lo que llevo vivido, he estudiado y escrito. Me lo han reconocido. Sin
embargo, además de esos, otros reconocimientos se han cruzado por mi camino. Me he
negado a aceptarlo. No había ningún mérito por el que tuvieran que reconocerme. Y, si
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no tenía ningún mérito, esos reconocimientos solo habrían servido para hinchar mi ego.
Hinchar mi ego, por cierto, sin que en realidad tuviera que hincharse. Llenándose como
un globo de helio, y no como se llena de vino una bota, que es como deberíamos
satisfacer nuestra fe en nosotros mismo. ¿De qué me sirve confiar en mí si no hay
ninguna razón detrás? Si no he demostrado que puedo hacer las cosas bien, es decir... si
no he hecho méritos, ¿por qué tendría que cobrar? ¿Por qué tendría que decirme: esto te
lo mereces, porque eres genial? No le veo ningún sentido. No sé si estarás siguiendo lo
que te digo.
Su madre había inclinado la cabeza hacia el plato. Aunque él no quisiera su pastel, ella
iba a disfrutar del suyo. Por más que comprendiese lo que decía, no se lo creía tanto
como para hacerle caso. Obedecerle habría sido como admitir que había estado
equivocada; una madre no se comporta así. Le habían enseñado que una madre era un
buen modelo a seguir. ¿Su misión? Enseñar a sus hijos cómo debían dar los primeros
pasos. ¿Y los segundos? ¿Los terceros? Esos tendrían que darlos ellos mismos, pero
siempre guiados por la voz de mamá. En su caso, veía que él había superado los
consejos que le había dado. No solo había hecho esos terceros, cuartos y quintos pasos
en solitario, sino que había dejado de escucharla. ¿Qué día se había dado cuenta de que
podía romper mis consejos?, se preguntaba ella. Le avergonzaba que ese chico hubiese
llegado más lejos de lo que creía posible. Ahora comparaba su moral con la del chaval.
«¿Dónde aprendió a controlarse de esa manera? Ni yo misma sería capaz. Mis impulsos
son mis impulsos. No los puedo definir de otra manera porque no decido cuáles son. ¿Y
él? ¿Cómo ha logrado decidir sus impulsos... si es que los tiene?» No le miraba con
ganas de averiguarlo. Al contrario, le observaba con rencor. Hasta cierto punto quería
huir de su lado. Se sentiría más segura con alguien que cediese a la tentación. Era un
hecho: su propio hijo le asustaba; no lo conocía.
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Otra posibilidad le rondaba por la mente: Tal vez los valores que había intentado
transmitirle no se habían borrado de su cabeza. O, si se habían perdido, ¿qué le hacía
pensar que eran mejores los nuevos? ¿Por qué él no tendría que sentirse arrepentido por
esa pérdida? A fin de cuentas, debería haber visto a su propia madre como la persona
ideal por quien dejarse aconsejar. ¿Quién mejor que ella para enseñarle a vivir? Pero se
había agarrado a unos valores raros, ajenos a su familia, que no reconocía y se figuraba
que él todavía menos. «Si supiera qué es lo que está diciendo, se echaría atrás.» Se decía
que lo que su hijo creía solo eran bobadas. Nada más ridículo que bobadas. Se había
puesto un poco roja; no comprendía cómo había llegado a pensar que su hijo tuviera
razón. Los separaban más de cuarenta años; un tiempo suficiente para convertirse en
sabio. Ella le podría hablar de decenas de valores para que su vida se volviera más
‘vida’, y menos... 'penitencia'. Tan solo debía estar dispuesto a escucharla. Eso, no
obstante, era lo último que se le ocurriría. Había olvidado tanto lo que le había enseñado
su madre que ni la veía como alguien capaz de educarlo. ¿Alguna vez lo había hecho en
realidad?
No se daba cuenta de que estas cosas pasaban a su alrededor. La preocupación de ella,
sus miradas de lástima... Ignoraba las señales y. si las hubiera visto, no las habría sabido
interpretar. ¿Qué más daba que su madre negase con la cabeza mientras le veía rechazar
su postre? ¿Le importaba lo que dijese o al escucharle solo era cortés?
Cinco minutos más tarde salieron. En el pasillo de esa planta había una exposición de
arte político. De las paredes colgaban cuadros con las caras de Marx, Ceaucescu, Stalin.
Había dos o tres que, por su estilo, se distinguían del resto; debían de ser del mismo
artista. Los retratados aparecían en azules, blancos, rojos... Parecía que quisieran
dialogar con algunas ideas americanas... Aunque, como casi toda pintura, quedaba
encriptada y, a primera vista, no sabríamos si el artista se refería a eso o su paleta se
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reducía a los tres colores.
Pasearon por delante de las obras. Fingían que las estaban mirando, que pensaban en
ellas. Nada más lejos de la realidad. Cada uno tenía sus líos mentales; no dejarían que
un pintor se les encarase y aún les confundiese más. Ella bajaba los ojos al suelo; no
habría abandonado la reflexión de antes. Una reflexión que, poco a poco, se había
vuelto una locura. Es difícil medir los pensamientos; nunca sabría si se estaba
obsesionado o si era normal que le diese tantas vueltas. Y él, por su parte, se había
puesto las manos en los bolsillos de los pantalones. Caminaban con tanta lentitud...
Algunas personas del grupo pasaban por su lado, dirigiéndose al ascensor, y les
deseaban buenas noches.
—Albert, ¿has olvidado los valores que te enseñé? —le preguntó de súbito.
—Siempre los he guardado bajo llave. —Respiró.— Pero sí, los he guardado.
Su noche se vistió de extrañeza. O no era extrañeza del todo; más bien... tuvo la
sensación de que se encontraba con un desconocido. Lo más sensato habría sido que se
hubiera vuelto a Barcelona; ¿quién, en su situación, querría compartir más días con él?
Pero todos los alojamientos, todas las visitas, todo estaba pagado. Al cabo de cinco días
tendría escapatoria; debía esperar.
Llevaba tiempo sin sentir unos remordimientos como aquellos: se preguntaba dónde se
había equivocado, y, al mismo tiempo, señalaba sus propios errores con un dedo. Estaba
clarísimo que sus fallos venían de lejos. Hacía años que había perdido la oportunidad de
solucionarlos. Solo le quedaba el recuerdo de una época; la infancia de Albert. Tal vez
no había sido ingenuo ni de niño; era la memoria de ella la que lo había sido demasiado.
Si no se hubiera fiado de esos recuerdos, se habría fijado en qué punto del camino había
tropezado. Habría corregido lo que pudiera corregir.
Todo quedaba en agua de borrajas. Su única opción era asumir que las cosas eran tal y
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como las acababa de ver. Un turista ha de ser la persona más ciega, pero, cuando
recuerda lo que ha vivido en su tierra, se convierte, de nuevo, en una persona corriente.
Y, de la misma manera que alguien normal, se emociona y llora por aquello que hizo
mal.
Albert le pasó una mano por la cintura y se la estrechó. Anduvieron abrazados. Llegaron
hasta el ascensor y pulsaron el botón de su planta. Las puertas se cerraron y subieron.
Lo único que cambió fue que pasaron a estar solos. Pero no dijeron nada; les faltaban
cosas que comentar. Siguieron callados hasta la puerta de su habitación; era una de las
primeras del pasillo. Una alfombra roja cubría el suelo; sus pasos, sobre esa tela, no se
oían. Solo unos golpes que algún huésped estaría dando a la pared de su cuarto. Alguna
voz que cantaba detrás de otra puerta. Las vidas en los hoteles eran así, discretas y
silenciosas. La suya, hasta que por la mañana se marcharan a otra ciudad, sería una de
esas vidas.
Besó a su madre en una mejilla. Estaba muda y ni se sentía con ánimo para despedirse.
Introdujo la tarjeta de su cuarto en una ranura y la puerta cedió. La oscuridad de la sala
impresionaba. Tanteó por la pared, en busca del interruptor. «¿Dónde estará... el
dichoso...?» En la ventana del fondo se reflejaban las luces de la calle. La bóveda del
Ateneo. Una grúa sobre el cielo. Era una noche más de verano; cinco horas para el
amanecer.
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