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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez
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aguardiente JUAN CARLOS PÉREZ GÓMEZ
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Aguardiente [relato corto] Juan Carlos Pérez Gómez
Dice Voltaire que nuestro Quijote "se inventa
pasiones para ejercitarse"; yo no haré lo mismo. El
que escribe no se va a inventar nada, bueno casi
nada de lo que aquí va a contar. Creo que la
pasión sustituye en nuestro devenir ilustre o
anónimo a cualquier otra fuerza del tiempo y de
los hombres. Sin ánimo de ejercer como
historiador, no busco el rigor histórico. La historia y
los cronicones están muchas veces, demasiadas,
llenos de fantasía. Me centraré en cambiar algún
nombre y en manipular, en el buen sentido de la
palabra, unos cuantos datos que en su día guardé
en el tintero de la conjetura.
Mes de junio. La calle San Antonio de Pauda era un festejo abierto donde pequeños y
mayores derrochaban talento, imaginación y sentido del humor para divertirse como
toca. Era tomada desde buena mañana por una muchedumbre festiva y bullanguera
que se movía sin cesar, creando ambiente de amistad y diversión. Los balcones
recibían el color de sus macetas y de sus colchas sabiamente colocadas con lazos de
tul y raso. Banderetas multicolores cruzaban de parte a parte. La fiesta gozaba de vida
propia, rebasando las directrices oficiales.
En la cabalgata de gigantes y cabezudos, el ambiente era como de un San Fermín
sin toros; niños y mayores danzaban frenéticamente al son de la música mientras
serpenteaban por la calle principal y San Cayetano hasta llegar a la fuente del Llano.
Recuerdo como una chiqueta con la cara pintada de azulete, rasgaba las cuerdas de
una guitarra mientras la gente comía chufas, cacaus y tramuzos. Otros, con un "farias"
en la mano, bebían vino de casa del Aguardentero. Más allá, un gato se estiraba en la
amplia acera de la Capilla del Santo.
Cuando finalizaba la procesión de ida y vuelta a la Parroquia, los músicos entonaban
deseosos de fiesta, piezas populares. Se organizaba tal alboroto liderado por los
vecinos de la calle, que no dudaban en agregarse los que hasta aquí llegaban.
Buscando el tufillo melancólico de su casa, llegaron ese año los hermanos José y
Alba Garnelo. Poseían una vivienda de líneas regias en la calle Virgen de Gracia.
Deslumbrante por la luminosidad del mes de junio, tenía para ellos una melancolía
amable capaz de colarse en el ánimo sin perturbarlo. Escondía el patio de los Garnelo
dos hermosos limoneros, plenos de color y olor.
La vivienda tenía los relojes parados. La familia marchó a Montilla donde ejercía
como médico don Ramón, el padre. La Escuela de Bellas Artes de Sevilla descubrió
en José, talento para el oficio: sensato, elegante y didáctico, con ideas impecables
dentro y fuera de su paleta. Por entonces, recogía sus frutos. Don José, - siempre le
llamé así- pertenecía a esa clase de personas que están en todo y nunca se agobian
ante las contrariedades. Era ameno conversador, con acento muy andaluz. La casa
quedó abierta unos días y en la hospitalidad no había impulso protocolario. Poseía un
pequeño estudio, que apenas usaba; más bien parecía una terraza con vistas al
tiempo. Dentro, quietud totalizadora y permanente.
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Recuerdo que llegaron en un elegante coche Hansorn. Aunque él había ganado algo
de peso, su aspecto no había cambiado demasiado. Era hombre de estatura media,
pelo oscuro y recortada barba; sus ojos, penetrantes y entrenados para escudriñar en
almas ajenas, se perdían en el infinito. Voy a decir que noté en su rostro un cabreo
profundo. Escasamente trajeron equipaje; los pesados baúles de otros años y las
magníficas sombrereras de sus hermanas, no formaban parte del bagaje. Solo un par
de cajas de cartón y alguna bolsa de papel, componían los efectos de aquél viaje.
La solemne decoración de la casa, cubierta con sábanas para evitar el polvo, pronto
quedó libre aflorando de nuevo las piezas de estilo. Igualmente los cuadros de la
primera planta, donde tenían una especie de galería de pintura religiosa. En poco
tiempo dejaron la casa más habitable. El cuarto de Alba, quedó listo en un santiamén.
Al pasar junto al espejo que enriquecía la estancia comprobó que el cansancio y el
nerviosismo de los últimos días, habían minado su figura. Delante de él, repasando su
cuerpo advirtió que había engordado mucho. Una criatura de tres kilos y medio, lo
justifica: acababa de ser
madre.
El niño estaba con su tío en
el patio, junto a los limoneros.
Don José no tenía la cabeza
en su sitio. Un torbellino de
ideas le acudía a la mente,
para después, desecharlas. El
simple sollozo del pequeño le
sacó del aturdimiento. No era
sino la voz de un bebé
hambriento que esperaba ser
amamantado y llamaba a su
madre con una telepatía
imposible de resistir.
Situaciones como estas se
tornaban incómodas para
ellos; no estaba preparados
para afrontarlas. Él, se encerraba en su estudio y ella cuando veía que las cosas se
ponían feas, reía como si las encontrara divertidas y excitantes para inmediatamente
sobrevenirle un sentimiento de culpa atroz.
Me pregunto cómo es posible que llevando Alba una vida privilegiada a sus diecisiete
años pudiera mostrar las estrías de un embarazo. Sospecho que a tan temprana edad,
tuvo dificultad para separar la ficción de la realidad, salvo en lo más recóndito de su
intimidad.
La fiesta del Llano, consumía sus últimas horas. Las familias, reunidas, cenaban
junto a humeantes parrillas, el embutido de la tierra. No convenía prolongar la velada
porque a la mañana siguiente había que madrugar. Dos rolletes de anís y a dormir.
En el salón de su casa, se encontraban los Garnelo. En silencio, don José repasaba
un montón de dioramas. En ellos podía verse desde un altar con pequeños cupidos,
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hasta palomas volando de un arpa a una partitura. Miró con detenimiento una con un
niño rodeado de flores bajo unos arcos con palomas a sus pies. Quiso ver en aquella
imagen, al hijo de su hermana. El bebé dormía encima de un sillón a modo de cuna.
Alba leía sin concentración "Sermones para las festividades de Cristo nuestro Señor, y
Rosario de María Santísima", obsequio del Obispo de Madrid-Alcalá, el doctor Eijo
Garay, de cuyo grado de intimidad daba fe el hecho de que era frecuentemente
invitado a su mesa, atendida amorosamente por las hermanas Garnelo.
No debían dormirse a pesar de que la noche avanzaba. El reloj del campanar,
irremediablemente marcaba las horas, las medias y los cuartos. Alba, dejó a un lado el
libro; su pensamiento se detuvo en los meses del embarazo. Los recordó como algo
maravilloso. Al principio le resultó difícil sentirse unida al bebé y además, se hinchó
mucho; su abombada silueta, la delató. Soportó el reto exponiendo la situación a sus
padres y hermanos. Surgieron comentarios entre sus amistades de Madrid. Solana,
que era alumno de D. José, frecuentaba su estudio y allí, al parecer, se enamoró y la
cortejó aunque aquella relación no prosperó.
El chalet que un amigo de su padre, también médico, tenía en Benimámet, sirvió de
refugio secreto. Los pinos y la bonanza del clima para una salud precaria y casi tísica
de Alba, fue el
argumento usado
cuando alguien
quiso saber del
cambio de
residencia. Ella,
se dejó llevar. No
tocaba hacer
público su
embarazo y
aquél traslado,
fue lo más
apropiado. Su
padre pidió a
este amigo
ginecólogo, que
la controlara. D.
Villa Garnelo en Benimamet
Anselmo trabajaba en la Maternidad Municipal. Sabía mucho de obstetricia y
ginecología, pero también cómo torear situaciones como estas: detrás de sus gafas,
se escondía una gran discreción. Un hombre campechano, de la Ribera, que cuando
le preguntaban de donde era, contestaba: "... de Manuel de los membrillos".
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La gestación fue incómoda. El niño nació con retraso. Don Ricardo Casanova, padre
espiritual que el obispo de Madrid le buscó, la visitaba un par de veces a la semana.
Siempre de tarde. Delante del Summa doctrinae christianae, per quaestiones
conscripta, manual con preceptos cristianos, hablaron de virtudes, pecados capitales...
En uno de aquellos diálogos, Alba confesó la identidad oculta. Nunca se había sentido
tan bien al revelar nombre, hechos y circunstancias. El sacerdote, con elegancia
clerical le dirigió una mirada larga, tal vez muy larga y discreta. El momento no fue
propicio para hacer comentarios; había que buscar cuidadosamente una solución: la
solución. Aunque difícil.
El parto fue "Una experiencia asombrosa", comentó después. Las hermanitas de la
Maternidad atendían a madres solteras y ponían toda una red de servicios
organizados para que, con discreción, las jóvenes salieran de allí como si de una
revisión ginecológica se hubiera tratado. Los
bebés encontraban una familia anónima o no,
quien se hacía cargo. La adopción estaba
garantizada. Los Garnelo no tenían nada
pensado. Cubiertos los gastos de la
Maternidad y regresaron a Benimámet.
Don José había participado en Roma en un
seminario sobre Gustave Larroumet, precursor
del tema histórico y de género en la pintura. A
su regreso, reunidos todos, dialogaron desde
la tranquilidad; había que encontrar una salida
a la nueva situación familiar. Dando tiempo al
tiempo, todo quedaría en un mal sueño. "El
mundo se pararía si nos quedásemos en el
mismo sitio", dijo el pintor; "ya es hora de que
cada uno aporte ideas", añadió. Aquella
mañana, el sol animó a Alba y le hizo sentirse
llena de vitalidad. Las ventanas dejaron pasar
el aire cálido y puro. El niño dormía.
Casualmente don José se detuvo en el
vestíbulo al escuchar la conversación que sus
padres mantenían en el salón. Suspiró, abrió
los ojos y elevó los brazos. No dijo nada y, al cabo de un rato entró. La decisión estaba
tomada: "Al niño lo llevaréis a Enguera la semana que viene. Irás con tu hermana. Allí
lo depositareis en la puerta de una familia honrada. Si tienen hijos, mejor. Quiero que
mi nieto sienta el calor de unos padres y de unos hermanos, sanos y trabajadores. Tu
madre y yo, sabremos que nuestro nieto estará donde nuestro corazón: en nuestra
querida Enguera" Así, sin más detalles, organizaron unas simuladas "vacaciones" a
nuestro pueblo. Tenían que buscar un sitio para el recién llegado.
Don José, asintió pausadamente. Con su agenda en la mano, comenzó a pasar
hojas. Titubeó y dijo: "El día trece celebran San Antonio de Padua. Son fiestas y no
tengo problema en desplazarme hasta allí. Una semana después he de viajar a
Zaragoza". Alargó la mano hacia la licorera y se sirvió una copa que bebió de un trago.
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Había que sobreponerse; sabía que su hermana no tomaría ninguna decisión, haría lo
de siempre, observar, no meterse en nada y cuanto menos problema, mejor. Alba,
seguía siendo niña.
Sus padres regresaron a Montilla. La noche antes de partir, las instrucciones fueron
precisas: Enguera sería el destino del nieto y nada tenía que faltarle. Don Ramón
entregó a su hijo una caja cerrada con vueltas de goma. Dentro había suficiente dinero
para que al niño y a sus "padres" no les faltara lo necesario. El abuelo terminó dando
un largo suspiro; doña Pepita, acariciando a su hija, agregó: "Ah, Alba, Alba... ¿podrás
con todo?". Ésta, sacudida por un violento sollozo, no contestó.
La brisa movió las ramas de los limoneros. Don José tras guardar los dioramas en su
sitio, anunció a su hermana que debían preparar al bebé. Deseó que aquello nunca
hubiera sucedido. Alba
tenía la cara hinchada y
húmeda del llanto. "Está
bien", sopló.
Madrugada del lunes.
Silencio. Los sonidos
eran apagados por la
lasitud derivada de los
días festivos. La calle de
San Antonio parecía
adormilada. Sus
habitantes, comenzaban
a moverse. Un perro se
paseaba olisqueando
restos de comida
esparcidos por las
aceras. Pronto
empezarían a abrir
puertas y ventanas. El
reloj del campanar
informaba puntualmente. Pepet el tejedor, se sentó al borde de la cama, dio un trago
de agua y mientras elaboraba los planes para el día miró a través de la ventana
comprobando el tiempo. De pronto, en el silencio un llanto vano; sus ojos cruzaron la
habitación de parte a parte intentando descifrar su procedencia.
La ventana permanecía abierta; el aire no era frío. Pepet se asomó por ella,
resultándole difícil asimilar lo que estaba viendo. Sin camisa y en ropa interior bajó
silenciosamente por la escalera. Abrió la puerta de la calle, sereno e impasible, sin
creer lo que sus ojos encontraron. Halló en el portal un basquet y dentro, llorando
impasiblemente, un recién nacido. Miró a diestra y siniestra por si alguien lo veía: todo
estaba desierto. Nadie por allí. Considerando la situación, metió al "convidau" en casa.
"Creo que vamos a ser uno más", pensó.
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Por entonces, se daban casos parecidos. Normalmente a estos niños los encontraba
el sereno durante la ronda y posteriormente los apadrinaban él y su mujer. Esta vez
quisieron dejarlo con una familia escogida: una manera de tener controlado al niño,
manteniendo el anonimato sus verdaderos padres.
Pepet estaba tan confuso como su esposa. Algunos niños llevaban una especie de
cédula o papelito junto a sus ropas indicando si estaba bautizado o no. Trini cogió al
niño con todo el cariño del mundo. Intentó serenarlo como tantas veces había hecho
con los suyos. Mientras su marido rebuscaba entre las ropas, se puso de manifiesto
que procedía de buena familia. La riqueza de las prendas lo aseguraba. "Aquí hay
algo" comentó atropelladamente al topar con un sobre. "Ábrelo deseguida", comentó la
mujer arrebatándole la carta dado que su marido no sabía "de letra". La nota decía:
"Cuánta gente, cuántas exigencias,
cuántas decisiones, cuántas cosas que
ni siquiera puedo entender me han
conducido a dejar en vuestras manos a
mi hijo. Quiero en primer lugar pedirle
perdón. Que algún día sepa lo mal que
me siento en estos momentos, porque
le quiero. Sin embargo, he recobrado la
tranquilidad y la paz que había olvidado
al saber que va a estar entre vosotros
como uno más. En segundo lugar,
deciros que siempre os tendré presente
en mis oraciones. Su padre,
seguramente también, y mi familia
nunca le olvidará. Agradecida, una
madre".
Ellos se miraron mutuamente.
Mientras él decía "donde se crían seis,
se crían siete", ella mantenía los ojos
cerrados como aprisionando las
lágrimas que querían asomar. Pepet, la
contempló con orgullo. Sus seis hijos
dormían. "A este chiquet lo tendremos
que acostar con nosotros", comentó.
Las sorpresas se fueron sucediendo esa mañana. Al cambiar los pañales
descubrieron que en el cuerpecito del niño había billetes, dinero de curso legal. Ella,
atribulada, no contó la cantidad pero desde luego más de lo que ganaba su marido
todo un año tejiendo. Pepet había ido a hablar con el cura; un hombre siempre al lado
de los pobres. Le aconsejó cómo tenía que hablarles a sus hijos del niño recién
llegado, nunca mejor dicho, de la noche a la mañana. Después le inscribió en el
Quinque Libri y fijaron el bautizo para el domingo siguiente a las ocho de la mañana.
De vuelta a casa, encontró a todos inmersos en una gran fiesta. Sus hijas: Rosario,
Pepa, Trinidad, Manuela, Dionisia y Pepito, festejaban el "hallazgo". Más de un calbot
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y algún batecul tuvo que repartir para que allí se pudiera hablar. Explicó que a partir de
aquél momento el niño sería uno más en casa; su nombre: Eduardo.
Aquella noche, la primera, Trini salió al fresco. Las vecinas ya habían ido durante el
día a conocer al muñaco; las que no lo habían hecho, aprovechando que iban a por
agua a La Mota, se acercaban diciendo: ¡Qué salau! ¡Qué chiquet más bonico!. Trini
comentaba "sacarse una sillica y charraremos un ratico”. En su portal, todas las
noches se formaban tertulias. A veces empezaban a hablar y no había forma de
pararlas hasta que Pepet, sacando el genio decía "Mañana hay que madrugar". Una
bocanada de aire fresco del "Piquet" con su inconfundible pátina de puro, anunciaba la
madrugada.
Foto de los Festeros en la calle
En el horno de El Llano, alimentado de pino, romero y hornija se daban cita cada
mañana las mujeres del barrio. Llevaban minchos y rollos. Allí acudía Trini con
Eduardo a un costado y al otro, sosteniéndose milagrosamente, la cazoleta de arroz al
horno. Eran tiempos de esos que hacen lo imposible fácil y lo sencillo una quimera.
Sus hijas mayores, tuvieron que aprender pronto el oficio de tejedoras. El pueblo
vivía de la fabricación de paños, aunque el agua escaseaba y era necesaria para
mover la maquinaria. Los pañeros con sus mulas, carros y tartanas, llevaban cada año
nuestras mantas a La Mancha y Andalucía. Mi padre contaba que un año la venida de
los ríos de Anna y Estubeny hizo desaparecer nuestras fábricas de sus cauces; esto
trajo que se firmara la escritura de constitución de la Sociedad Vapor de San Jaime. La
aventura en la que se metieron muchas familias, convirtió los veranos en esforzadas
jornadas laborales para que los "manteros" una vez pasada la Sanmiguelá, pudiesen
salir a vender. En ese tiempo sucedían más cosas por el azar, que por las exigencias;
hacía más falta un milagro que una ley, porque la vida era como una interminable
partida de cartas. Los Ayuntamientos cambiaban de un año para otro; decían: "Más
vale ser bruto que alcalde; bruto se es para toda la vida y alcalde solo para un año".
Aún recuerdo cuando don Miguel Aparicio Aranda regresó de Cuba, como otros
muchos. Un amigo que murió precisamente allí me dijo "Me gusta la aventura sin
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perjuicio de que acabe en desventura". Las mujeres hablaban de los que iban
llegando, de los que quedaban lisiados y sobre todo, de los que habían muerto. Cada
esquina un canet, cada canet una tragedia. El tiempo ha doblado muchas esquinas y
ha acabado en muchas desdichas. No había marco objetivo alguno de referencia que
permitiera medir el acierto o el desacierto de los acontecimientos. Don Miguel volvió
salvo pero no sano. Las fiebres que adquirió allí, no acababan de curar. Un médico de
Barcelona le recomendó venir a Enguera para reponerse. En el casino lo dijeron así.
Nuestro aire puro de la sierra le curará. Una "novichera", le preguntó al doctor
Albiñana si eso era así. Lo cierto es que don Miguel llegó y se instaló en casa de su
abuelo, en la calle del Señor.
Las reacciones emocionales desencadenadas por la guerra y por sucesos familiares,
duros como la muerte de su esposa, alteraron su inteligencia y su corazón. Necesitaba
distracción, refugio anímico contra aquél pasado feroz, aquellos remordimientos o
incluso ante el insoportable peso de los buenos recuerdos. Buscando todo eso, vino a
Enguera. Cada mañana montaba su caballo y paseaba por las calles y alrededores.
Chalet de las “Andorra” en la ruta de las garroferas picantes
Las "garroferas picantes" era uno de los sitios que más frecuentaba con su hijo, aún
pequeño.
Yo pasaba horas y horas hablando con él. Era original, aunque cáustico. Nos hacía
reír a todos con su lúcida y sarcástica visión de la realidad. Con nuestro amigo común,
José Garnelo que estaba pasando unos días en el pueblo, le recuerdo sentado a la
puerta del casino entrecruzando ideologías y sentimientos. Desgraciadamente,
aquellas tertulias se dieron demasiadas pocas veces. Mientras Garnelo se encontraba
en Enguera, los paseos a caballo cambiaban de itinerario. Las "garroferas picantes"
eran sustituidas por La Mota, pasando por debajo del arco de La Cruz, hacia la Ermita
de San Antonio. Don José quería ver a Eduardo. Quería ver cómo crecía su sobrino.
Una vez, sin previo aviso, se apeó de la caballería y dejándose llevar por la mente; con
la rápida evocación de las imágenes del pasado, se aproximó a un grupo de crianzos
que jugaban por la calle. Sus ojos galopaban en todas direcciones queriendo
reconocer al niño. "¿Está entre vosotros el hijo pequeño de Pepe, el que vive en
aquella casa?", preguntó señalando el portal. "Soy yo", contestó un moñaquet.
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Sentado en el suelo, parecía un niño gordo y travieso. Garnelo le observó con ternura.
A pesar de la emoción del momento, no se amilanó. Don Miguel, respetando el
momento, jamás dijo ni preguntó nada.
Pero Trini lo vio todo. Cuando se marcharon aquellos señores, salió a la calle y llamó
al chiquet: "¿Qué te ha dicho el hombre del caballo? palabra por palabra", ordenó.
Eduardo apoyó sus mofletes en las palmas de las manos, negras como el carbón, y
relató lo sucedido. Un vuelco en el corazón hizo acto de presencia en su pecho. A la
mañana siguiente, sin decir nada a su marido, marchó hacia La Mota; quería hacerse
ver por los caballeros cuando pasaran por allí. Contó con la posibilidad de que le
preguntaran algo. Pero, nada de eso sucedió. Las obligaciones profesionales del pintor
no le permitieron quedarse ni un día más en Enguera.
A veces escucho noticias o percibo la
música de las palabras sin pillar el
contenido. El domingo pasado fue uno de
esos días; alcancé la conciencia del
extravío esforzándome por escuchar lo
que oía: don José había sido nombrado
subdirector del Museo del Prado; la noticia
no pudo dármela otro que don Miguel
Aparicio. Sabíamos del enorme prestigio
que nuestro amigo tenía en Madrid.
Cuando pintó a Pepet en la huerta, de
espaldas, me dijo: "Sobre todo soy pintor
y el día que no pinto, estoy en pecado
mortal".
Supe también que don Miguel se
marchaba; se iba. Los tres años que
había pasado aquí, habían sido
enriquecedores para todos. Invitado por el
doctor Albiñana, había supervisado
durante ese tiempo las obras del Hospital Asilo San Rafael. Afirmaba que la primera
cura que se había producido allí, había sido la suya; el trabajo y el entorno le habían
ayudado a recuperar la salud. La junta le agradeció su constancia y acierto mientras
estuvo al frente. Vino después para la inauguración y para arreglar las cosas con
Guadalupe Palop. Para el acontecimiento, invitaron a enguerinos intelectuales y
virtuosos repartidos por la geografía. Llegaron, como no, las religiosas con su director,
el canónigo D. Juan Nepomuceno. Salieron al encuentro, el Ayuntamiento y la Junta
del Hospital; don José Sanz, notario, levantó acta y don Juan Aparicio, registrador de
la propiedad, les entregó las llaves. En todo momento nos acompaño la banda de
música municipal.
Ante el edificio, con las puertas aún cerradas, se situaron las autoridades. El
Teniente Coronel, D. José Ibáñez Marín junto a su esposa Dña. María del Carmen; D.
José, nuestro alcalde. Delante mío, D. Joaquín Marín y a su esposa Pepa Dolores
Fillol; él sujetaba como podía a Santiaguín: ¡todo el tiempo lloriqueando! Junto a ellos,
solemne, D. Jaime Fillol, el fundador y, más al fondo se encontraban las señoras de la
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Sociedad de San Vicente de Paul. Las campanas anegaron con suntuoso sonido el
acto inaugural. Para regocijo de muchos, se encontraba el doctor Albiñana con su hijo
Manuel, futuro catedrático en la Facultad de Medicina y significativo escritor. Asimismo
nos acompañaban: D. Manuel Ciges, intelectual y político; D. Pedro Sucías, sacerdote
y cronista oficial de la Villa; D. Enrique Sanchiz, sacerdote. Los artistas D. José
Garnelo, sus hermanos D. Manuel y Alba. Los primos de éstos, D. Isidoro, Jaime e
Hilario Garnelo Fillol; además de D. Miguel Aparicio Aranda y sus hermanos D.
Ricardo, Dña. Patrocinio y Dña. Isabel, puestas de mantellina negra.
Al día siguiente, celebró misa el cura ecónomo; los doce monaguillos que le seguían,
llenaban el altar. José Garnelo y su hermana, situados en la segunda fila, observaban
con emoción. Nostálgico, el pintor, pudo ver más nítidos que sugeridos, los enormes
ojos que sonreían en uno de los niños. No había duda, ese, era su sobrino. "Está claro
que esos rasgos comparten un determinado aire de familia", pensó. En alarde de
atrevida ignorancia quiso decírselo, contárselo a su hermana, pero se limitó a lanzarle
una mirada cargada de intención y trascendencia. El momento restó atención al
discurso del sacerdote sobre la grandeza de la Caridad como una de las virtudes
teologales, que erizaba el vello.
En casa, Don José apoltronado en un mustio sillón, reflexionaba. Pensó en ir a la
calle de San Antonio y hablar con la familia que acogió a Eduardo. Le interrumpió su
hermana que le traía una palometa de anís Machaquito para aplacar el calor sofocante
de la tarde. "¿En qué piensas?", preguntó. Atusándose el disperso e irregular bigote,
contestó: "En las personas que careciendo de todo, ¡parecen tan felices!...". Alba, se
sentó a su lado; su rostro reflejaba un acumuló de ilusión, sufrimiento y decepción. Él
lo notó y temiendo provocar preguntas, le habló honestamente. "He tenido esta
mañana, durante la misa, tiempo para ver a tu hijo. De hecho, tú también has podido
disfrutar de él. Dos veces estuve a punto de indicarte quién era de entre los
monaguillos. No he tenido valor para decírtelo allí mismo. Espero que sepas
perdonarme" "Sabes que no es la primera vez que le veo". La joven argumentó: "Algo
me decía que le tenía muy cerca", luego añadió: "Mañana iré a misa primera. Quiero
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hacer un donativo para la escuela de párvulos; al sacristán le quiero preguntar por mi
hijo". Don José, con voz de madera, replicó diciendo: "Ten cuidado. Esa visita puede
dilatar hacia múltiples circunstancias y situaciones peligrosas; sostengo que vayas con
cautela". Había sido una hermosa tarde. Hacia las siete, el sol ya no calentaba tanto y
la conversación, había terminado. Ella, en su habitación, permaneció cavilosa.
Llegaron de los primeros a misa. Las velas estaban apagadas; tan solo dos
lamparillas de aceite les ayudaron a moverse por entre los bancos de madera. El
silencio y la humedad del edificio, eran absolutos. San Miguel: sublime y majestuoso.
Magnífico. En la tez de Alba, blanca como siempre, se intuía un poco de colorete; los
ojos, claros y cristalinos, brillaban alegres. Llevaba un vestido verde, entallado y con
polisón. Unas delicadas puntillas blancas asomaban bajo el cuello y los puños le
daban un aire delicado. La ocasión lo merecía.
Al tercer toque comenzó la misa. Dos acólitos acompañaban al sacerdote. Callados
cumplían sus funciones al servicio del altar. Alba se sentía relajada y sonriente. Con la
mirada indicó a su hermano haber reconocido al chiquet. Estaba allí, con su sotana
roja y roquete ornamentado con encaje de organdí. Fue gratificante oírle cantar; su voz
era clara y cristalina. Acabada la misa, los fieles iban abandonando los bancos y
también la iglesia. Los Garnelo permanecieron quietos, para después, dirigirse a la
Sacristía. D. José María les recibió con lazos de sutileza y convicción. Les conocía y
sabía de la importancia intelectual y artística de la familia Garnelo. Sabía de la
influencia del pintor y de las acciones benéficas de su hermana. Los monaguillos
colgaron sus ropajes en el armario. Antes de marcharse repusieron las vinajeras y
arreglaron los ornamentos utilizados en la misa. Con cierta responsabilidad fronteriza
con el miedo, Alba quiso simpatizar con ellos. Con blanda y serena traza, cogió al
primero por la mano. "¿Cómo te llamas?". "Eduardo", contestó educado. "Eres un niño
muy guapo y simpático. Toma, reparte con tu compañero estas monedas y os
compráis lo que queráis cuando llegue la feria". "Gracias, señora...". "Alba, me llamo
Alba", objetó. Limitada por el rígido corsé, dio un abrazo a cada uno. Los Garnelo
besaron ritualmente la mano del ecónomo y abandonaron el templo.
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Hubiera querido no darle unas simples monedas, ni un limitado abrazo; hubiese
querido darle todo y decirle mucho. La escena de la Sacristía quedó grabada en su
mente con tanta fuerza, que el tiempo nunca lo pudo disipar.
Eduardo miró a la mujer que salía hacia la calle cogida del "hombre del caballo".
Retrocedió sobre sus pasos y miró de reojo: estaba seguro, era él. En un corto tiempo
le había visto tres veces aunque ahora vestía traje negro y utilizaba bastón y chistera.
Cinco monedas llenaban su mano. Difícil solución para repartir entre dos. "Por mi
forma de ser le di tres a Lucas; actué como un adulto... yo era feliz así, que es lo
importante", me dijo cuando, años después me contó la historia.
Ese día, avanzada la tarde, en un coche de alquiler los Garnelo partieron hacia
Madrid. Aquí, quedó su hermano Manuel durante dos semanas más. Era verano, las
calles estaban llenas de chiquetes jugando
durante el día, palancanas a la puerta de casa
con agua soleándose para el baño, plazas
bulliciosas repletas de veraneantes animando
con sus conversaciones las tardes del pueblo.
Es, en fin, el verano limpio que huele a manta
y a huerta.
El carro de la farándula ha parado hoy en
Enguera. Esta noche habrá diversión en el
huerto, cerca de la Cruz de Piedra. La familia
de titiriteros que nos visita está compuesta por
la madre, dos niños y el padre, bohemio y
alcohólico que realiza piruetas con ayuda de
una caña. Con una pita van anunciando la
insólita función. La tía Paca la bizca, ha salido
a la puerta de su casa y les ha repartido las
naranjas que lleva en el delantal. Daré otra
vuelta de tuerca a mis emociones: la verdad
es muchas veces, cómica.
Pepet, era un hombre sincero: si algo de lo que afirmaba no era cierto, no obedecía a
ninguna intención por su parte de engañar a nadie. Compañeros de oficio, vecinos, e
incluso familiares, intentaron muchas veces sonsacarle la identidad de los padres de
Eduardo. Pensaban que, de tanto en tanto, le enviaban dinero para sostener aquella
familia numerosa. El hombre, efectivamente, tenía sus sospechas basadas en la
observación. Mi rictus cambiaba cuando le oía decir la "idea clave" sin que ello
comportara una crítica por mi parte; solo aseveraba la verdad de lo que él afirmaba:
estaba en lo cierto.
José Garnelo, soltero, de buena familia, leído y culto, vivió mucho tiempo con sus
hermanas. En efecto, eran de buena familia; él era, lo que se dice un señorito andaluz.
"Soy un hombre de gustos sencillos", decía. Nos mantenía boquiabiertos cuando
hablaba de sus largos viajes o relataba sus pericias por el mediterráneo. Contaba
cosas de Atenas, del templo de Ceres; las ruinas de Eleusis las describía con detalle
haciendo gala de sus conocimientos de mitología. Hablaba de Roma, de París, y se
emocionaba recordando Londres. Una vida plena de sensaciones y experiencias que
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le llevaron a destacar como un atractivo bon vívant. Tampoco carecía de dotes de
escritor; era más leído de lo acostumbrado entre los artistas de su época.
Siempre he mantenido correspondencia con él y menos, con su hermano Manuel.
Supe por carta suya, que le iban a nombrar Comendador de número de la Orden de
Alfonso XII. En ella me indicaba que pasado el evento, regresaría a Enguera y así fue.
Junto a sus maletas, unos lienzos en blanco me hicieron pensar que iba a pintar.
Quiso pintar la huerta. "Estos días voy a pintar mi visión lumínica de Enguera y sus
gentes", dijo. "Enguera merece ser pintada", concluyó. Pude acompañarle en busca de
rincones típicos; apuntes espontáneos, casi miniaturizados, donde su fino pincel
bailaba libremente con gracia. Aunque prefería ir solo, permitió mi compañía sin
reparos. Teníamos mucho de qué hablar.
Al despuntar el día, cuando los pájaros comenzaban a cantar caminamos hasta el
cerro de Lucena. Por el camino nos cruzamos con el cura párroco, cubierto con
sombrero negro de ala ancha: "Pax vobiscum", murmuró al pasar junto a nosotros,
tendiendo su mano consagrada para el beso litúrgico de rigor. También pasó el carro
que a diario salía de la plaza con
capazos de ropa para lavar en el
río. Nos cruzamos, en fin, con
caballerías que iban y venían con
aguaderas de cuatro o seis
cántaros. Estas escenas
cotidianas para nosotros, le
llamaron la atención. En silencio,
tomaba apuntes rápidos del
ajetreo matutino de nuestras
gentes. Cada uno de aquellos
cuadritos se iban transformando
en magníficas lecciones de saber Quintos tras la tradicional “replegá”
pintar lo que difícilmente se puede llevar a un lienzo, pero que merece ser pintado. "No
he sido hombre de vicios; he estado muy a menudo al aire libre viviendo aventuras".
Supo también adaptarse a las nuevas técnicas realizando instantáneas con su cámara
de fotos; luego en el estudio, les transmitía encanto y maestría.
Tras varios días recorriendo fuentes y barrancos, quise preguntarle cómo iban las
cosas con su sobrino. Parecía perdido en sus propios pensamientos. Sabía que yo no
haría comentario con nadie mientras él no me lo autorizara. Un servidor guarda en su
interior un montón de historias por confesar. Le participé que Eduardo sabía que sus
padres, Pepet y Trini, lo eran por adopción. La tirantez del momento propició un tenso
silencio. Enarcó las cejas y abrió la boca con asombro; dejó sobre una piedra la paleta
de colores y mientras se limpiaba los dedos con una gamuza, dijo: "Cuéntame como
sucedió". Un silencio tenebroso se apoderó de mí. "Se descubrió todo en el
Ayuntamiento, cuando le llamaron a filas", dije. "Le citaron como Eduardo Expósito
Expósito”. Lógicamente, protestó diciendo que esos no eran sus apellidos. Son los
apellidos que aparecen en el Registro". "¿Y...?", preguntó pausadamente. "Todas las
pesquisas que se realizaron, fueron inútiles", apostillé. "Ni hace falta que te diga que
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todo esto es de la máxima discreción", señaló con ironía, cargada de amabilidad. Sin
esperar respuesta, retomó la paleta y acomodada a su altura, continuó pintando.
De nuevo, silencio. Yo era el único que conocía la verdadera historia; "No creo que la
gente pueda establecer relación alguna entre vosotros" dije quedamente. Garnelo,
comenzó a jugar con su bigote, acariciándolo con los dedos índice y pulgar de su
diestra. Intentó pensar con calma, ser lógico, usar la razón. "Vamos, voy a ir
recogiendo mis cosas. Nos queda aún mucho camino hasta llegar a casa. Hoy te invito
a comer". En la lejanía se escucharon doce limpias campanadas: el Ángelus. De
vuelta a casa, no pronunciamos ni mú. Mutis callosa. Nos sacó de aquél silencio el
trotar de alguna mula, el ruido de los flejes o las ruedas de los carros que se cruzaban
en el camino.
Vista de Enguera en 1884. Cuadro pintado por Eduardo Martínez
Después de comer le resultó imposible dormir la siesta; se encontraba nervioso,
turbado. Me manifestó que había tomado la decisión de hablar a solas con Pepet y
Trinidad. "Los cabos sueltos se resolverán", dijo. A mí no me llegaba la camisa al
cuerpo, tenía el corazón en punchas; la información que le di por la mañana no era
como para despertar aquél súbito interés en destapar el parentesco. Me explicó que lo
que yo le dije encajaba perfectamente con cierta información que sobre el asunto, le
había llegado por otro conducto.
Eduardo frecuentaba el casino para echar una partida de dominó o tomar unos vinos
discutiendo sobre las competiciones de palomos. Escuchaba y aprendía, gozaba con
la compañía y comentarios de los mayores. Había salido de quintas y soñaba con
casarse pronto con María Jesús. Él lo deseaba y ella tanto como él.
D. José marchó solo y a pié hacia la calle de san Antonio de Padua. Vestía traje gris
con una discreta corbata azul marino. Consigo: la cámara de fotos. Quería fotografiar a
Pepet. Próximo a la casa, lo encontró sentado a la puerta tomando el sol con un
pañuelo atado a la cabeza, a la usanza de la época. Pulsó el disparador, quedando
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aquella imagen plasmada para siempre. Tras el saludo de rigor, se dieron a conocer.
Pepet, muy sorprendido dijo: "Vaya, así que es usted el tío de Eduardo. Nunca
preguntó por él". "Puede que así sea, pero tanto mi hermana como toda la familia, le
hemos echado mucho de menos, aunque a usted no se lo parezca", dijo con tristeza.
"Siempre ha sido un oscuro secreto", añadió.
Tomó asiento en una
deslustrada pero cómoda
silla y con calma, quiso
justificarse mejor:
"Disculpe mi llegada de
esta manera, pero me
pareció importante
visitarle. Me consta que es
usted muy comprensivo y
pensé que de esta manera
sería más fácil explicarle
ciertas cosas". "No quiero
que me explique nada",
exclamó Pepet. "Los que estamos ligados por la sangre, estamos vinculados entre sí",
razonó don José. A partir de aquí, la conversación fue tan interesante como
encrespada:
-Que me aticen si lo entiendo. Su hermana es la madre y... ¿conocen al padre?
-Sí, creo que sí. Tuvimos dudas al principio, no crea, entre un joven de escasos
posibles y un amigo de casa, muy amigo. El caso es que no sé qué vio mi hermana en el
primero..., bueno, sí..., que le escribía versos, que se consumía por ella y la trataba con
dulzura. Vamos, que se enamoraron. Se aprovechó de que tenía entrada en mi casa y se
fue haciendo poco a poco con el dominio de la voluntad de mi hermana. Yo era su
profesor y él uno de mis alumnos. No se conformó con deshonrarla, sino que luego la
dejó tirada como un trapo sucio.
-¿Y usted lo sabía?
-Sí, ella me lo contaba todo.
-¿Y sus padres?
-Al principio, no.
-Mi hermana se quería morir, y encima ¡preñada! ¡Menudo crápula!
-¡Qué barbaridad!
-Fue muy duro, señor Pepet.
-¡Qué barbaridad! La deshonra en su casa. ¿Y qué hicieron sus padres?
-La llevaron unas semanas a Benimámet. Allí un amigo de mi padre, ginecólogo, tenía
un chalet hasta que Alba dio a luz. A Eduardo lo dejé yo en el portal de esta casa un
catorce de Junio.
-¿Y su hermana?
-La enviamos a Montilla. Al año de aquello volvió a Madrid. Queríamos evitar el
escándalo. Luego, ese desahogado apareció de nuevo en su vida. Comenzó a merodear
por nuestra calle y no descansó hasta que volvió a conquistarla. No le costó mucho
trabajo, porque mi hermana no lo había olvidado.
-Yo he comentado muchas veces con Eduardo cómo llegó a esta casa, sin saber
quiénes eran sus padres. Él, hoy está tranquilo y feliz. Ha llovido mucho desde
entonces... ya pasaron los tiempos difíciles para entender estas cosas. Mi mujer y yo lo
hemos tenido siempre como un hijo más. Todo el mundo lo sabe.
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Garnelo, guardó silencio. A pesar de todo era una charla amistosa que les sirvió para
conocerse mejor. Quedaron para hablar con más tranquilidad, al día siguiente por la
tarde en casa del pintor. Trinidad se emocionó mucho cuando su marido le contó la
visita que había tenido. Ella quería mucho al joven Eduardo; siempre le quiso. Miró a
los ojos de su marido y moviendo la cabeza le dijo: "Tengo miedo".
Al día siguiente, el matrimonio acudió con puntualidad a la calle Virgen de Gracia. Allí
don José les aguardaba. Hábil en el comentario sencillo, hizo su planteamiento tal cual
creía debían actuar conjuntamente. Trinidad intuyó el esfuerzo que había hecho
Garnelo por descubrir la verdad pero, no aceptó que se le revelara nada a Eduardo.
Prefirió dejar las cosas como estaban. Y sencillamente, así fue.
Pasaron el resto de la tarde degustando el delicioso chocolate que habían preparado
en casa de Elodia, la sobrina de doña Pepita y unas uvas en aguardiente que le regaló
un servidor, un enguerino arrematau, quien os está contando esta historia. Pepet miró
admirado a su esposa; le extrañaba que estuviera sentada como si tal cosa y al mismo
tiempo se asombraba al escuchar de sus labios tan encendida, apasionada y sensata
defensa. Don José movió la cabeza tristemente y apuró la taza. Pepet comprendió el
disgusto de aquél hombre ante la decisión tomada. No obstante, entendió que había
sido razonada con cordura. Poniéndose en pie, se despidieron al salir.
Aquella noche hablamos lo justo. El sueño comenzaba a apoderarse del pintor.
Cuando llegamos a la plaza de la Iglesia se quedó observando la torre y rompió el
silencio para informarme de la enfermedad grave que amenazaba a su hermana.
Lloró. Impasiblemente lloró hasta la saciedad en aquella plaza vacía. Alba nunca
volvería a Enguera y menos, a ver a su hijo. Eduardo nunca supo nada de su madre.
El carro de reparto trajo desde Montilla un paquete para la calle de San Antonio de Padua. Contenía un cuadro. Un cuadro en el que aparecía retratado un hombre sentado a la puerta de su casa tomando el sol, con un pañuelo anudado en la cabeza. Donde la firma ponía: Gracias, J. Garnelo Alda.
Huerta de Enguera. Óleo de José Santiago Garnelo
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