Vicios Públicos Virtudes Privadas
Introducción
Extractos del libro de la pagina 11 a la 29 y de la pagina 275 a la 291
Los CAPÍTULOS de este libro son, en su conjunto, una contribución a tres grandes temas de la historia y la sociología de la corrupción en México: primero, la transformación histórica de los discursos de la corrupción como índices de la transformación política, económica y cultural del país; segundo, el papel de Ta corrupción administrativa y política en la formación de clases sociales; tercero, la relación entre la corrupción y las formas de representación política. En esta introducción busco aclarar la importancia de estos grandes temas mostrando por qué la corrupción es un terna que ofrece una perspectiva privilegiada para el estudio cultural de las sociedades nacionales.
En su afán de hacer de la corrupción una categoría analítica manejable, los científicos políticos han procurado distinguir entre diversas clases de prácticas corruptas, tipificándolas y especificando los contextos institucionales en que se desarrollan. Por ejemplo, se distingue entre la corrupción en una maquinaria electoral y la corrupción administrativa, o bien entre el cohecho y la extorsión, o entre cualquiera de estos últimos y los conflictos de interés de una autoridad. Estas definiciones ayudan a descubrir las diversas operaciones y funciones Üe acciones muy específicas.
En un orden más abstracto, Heidenhammer (1970) hizo notar que las definiciones de corrupción tienden a referirse a uno de tres dominios principales: un dominio jurídico (la corrupción como una infracción por parte de un servidor público); un dominio de mercado (la corrupción como un
Tipo de decisión económica tomada por un servidor público); y un dominio Político (la corrupción como la subversión del interés público por intereses de particulares). Evidentemente, estos dominios no se excluyen entre sí. Se podría decir que la especificación de lo que queremos decir cuando hablamos de corrupción ha dependido entonces, del enfoque disciplinario del analista, y que hemos tenido definiciones un poco distintas cuando éstas provienen de las ciencias políticas, del derecho o de la economía, lo mismo que también varían las definiciones cuando provienen de una tradición webenana, que cuando salen de la teoría de opción racional o del marxismo.
Por otra parte, la multiplicación de definiciones y de precisiones técnicas acerca de lo que es la corrupción no ha impedido que la mayor parte de los estudiosos usen la palabra corrupción de un modo general para referirse al uso de una función pública para obtener beneficios particulares, generalmente transgrediendo las leyes.
Así, por ejemplo, tras de realizar una reseña detallada de la bibliografía de la ciencia política en torno de la corrupción, Deysin (1980: 448) afirma que 'la mayoría de los científicos políticos reconoce que, implícitamente al menos, todos saben lo que es la corrupción, lo que les permite ir más allá de la definición técnica del término". Se trata de una confesión reveladora no tanto porque todo mundo sepa,
en verdad, "lo que es" la corrupción, si no porque, como alega Gibbon (1990), la corrupción es ante todo una categoría cultural que forma parte del discurso político común e incluso del sentido común.
Por ello, para poder aprovechar en todo su potencial el estudio de la corrupción tenemos que comenzar no por un intento de reducir el concepto a una categoría analítica clara y precisa, sino precisamente por reconocer que se trata de una categoría cultural. En vez de comenzar ofreciendo nuestra definición del término, hay que hacer de los usos del término un objeto de estudio. En otras palabras, aunque queramos hacer distinciones analíticas entre, digamos, la corrupción administrativa y las ideas religiosas respecto de la corrupción moral, tenemos también que reconocer que ambas están entrelazadas en el discurso político.
De hecho, uno de los problemas más persistentes entre quienes han querido desarrollar perspectivas funcionales acerca de los efectos (positivos o negativos) de la corrupción ha sido, justamente, que tienden a hacer abstracción o a ignorar las formas culturales en que se construye la idea misma de la corrupción: las perspectivas funcionales (que pueden ser "funciona‐listas", "marxistas" o de "opción racional") estudian los efectos institucionales de la corrupción, pero no su significado para los actores sociales, y por lo tanto entienden poco la importancia del discurso político y moral en torno al tema. Por este motivo, es importante comenzar este libro reconociendo que, junto con las definiciones técnicas de la corrupción política, necesitamos prestar atención ala transformación histórica de a corrupción como categoría cultural.
La palabra corrupción deriva del latín corromperé, que significa ''romper juntos". Se trata de una idea que tiene una larga historia. Desde luego, antecede a la invención de los estados nacionales modernos, con su división característica entre lo público y lo privado. El vocablo ha tenido, entre otras, las siguientes acepciones:
1. La transformación del estado natural de una cosa o sustancia especialmente por putrefacción o descomposición.
2. Se dice de la sangre de quien ha sido condenado jurídicamente. 3. De carácter degradado, infestado del mal, depravado, pervertido, malicioso o maligno. 4. Influenciado por cohecho; venal, perversión de una condición de rectitud o de fidelidad. 5. La corrupción es también a veces un término jurídico, definido en códigos civiles o
constitucionales. 6. Se dice de idiomas o de textos cuya pureza ha sido destruida o degradada; cuando la condición
original o correcta de un texto ha sido alterada por ignorancia, por descuido o ha sido viciada por alteraciones y errores.
7. Se refiere en general a la adulteración. 8. Se refiere a la pérdida de la inocencia por seducción o por violación
1 Existe una literatura bastante amplia de estudios funcionales sobre la relación entre corrupción y desarrollo, comenzando con el trabajo de Huntingron (19681. El libro de Ward (1989) es un ejemplo más reciente de esta clase de estudios.
En la mayor parte de estos casos, la noción de corrupción implica complicidad, discreción o secreto. Por ello, la corrupción es vista como un ene‐migo interno de la sociedad y de las buenas costumbres. Al igual
que en el caso de la iconografía medieval de la "danza macabra", donde la muerte era representada como UB cuerpo danzante en plena descomposición, lleno de gusanos y parásitos, así también se representa hoy al Estado, como un cuerpo político corrompido por los vicios de sus ciudadanos, que aparecen ante éste como si fuesen agentes de una infección.
Phillipe Aries mostró que en el medievo tardío el cuerpo en descomposición se entendía como el resultado material de la lucha interna entre el bien y el mal. Una vez que el ánima, con toda su bondad y pureza, se despedía del cuerpo, las fuerzas malignas que habían estado presentes pero subordinadas a la regencia del ánima quedaban desatadas y consumían al cuerpo por completo. Es por esta misma lógica que se llegó a la conclusión de que los cuerpos de los santos no se descomponen: al no haber presencia del mal en vida, no puede haber descomposición en la muerte, porque la descomposición proviene de adentro del cuerpo mismo.
La corrupción política es también representada con frecuencia como un mal que habita permanentemente en el cuerpo social. A diferencia de la imagen de la guerra, que siempre es figurada como un concurso abierto y público entre dos cuerpos más o menos parecidos, la corrupción es representada casi siempre como un enemigo microscópico y oculto, que va royendo los órganos internos del cuerpo político casi imperceptiblemente. El cuerpo político se doblega ante los poderes liliputienses de la corrupción, que son maldecidos por las buenas conciencias como si se tratara de una infección, de un cáncer o de una plaga.
Estas metáforas nos revelan que la corrupción es un concepto donde se articula una idea de la relación entre lo individual y lo colectivo: la sociedad es figurada como un cuerpo, el ciudadano es como una célula, y el ciudadano corrupto es como una célula cancerosa o como un agente de infección. Evidentemente, se trata de una metáfora muy útil para la construcción de estados nacionales, ya que sirve para crear imágenes de fronteras claras, de una ciudadanía ideal, y de un estado rector. Es seguramente por esto que los retratos periodísticos de los narcotraficantes en el México de los años treinta, presentados en este volumen por Luis Astorga, hacen tanto hincapié en la presencia de extranjeros (de chinos, de judíos, polacos, rusos y norteamericanos). En verdad, el retrato periodístico de los narcotraficantes de la época muestra que toda la zona fronteriza entre México y los Estados Unidos podía ser vista en un momento dado como un área especialmente susceptible a las infecciones sociales, debido a la presencia, literal, de "cuerpos extraños" en su seno. De este modo, las ideas acerca de la corrupción y del narcotráfico se ligan a ansiedades respecto de la integridad del cuerpo nacional, de la permeabilidad de sus fronteras, y de la capacidad de influencia de los "cuerpos extraños".
Luis Alfonso Ramírez (también en este volumen) nos muestra, de manera complementaria, que a veces las fronteras étnicas entre lo nacional y lo extranjero, en verdad, pueden ofrecer ventajas concretas para el desarrollo de actividades ilegales. Es el caso de los inmigrantes libaneses en Yucatán, cuyos lazos de parentesco con familias más allá de Yucatán (dentro y fuera de México) les permitió crear y controlar un juego de lotería clandestino. Sin embargo, las ventajas que les ofrecían los lazos étnicos y de parentesco transnacional también los volvía vulnerables a ataques nacionalistas, y la corrupción ha sido muchas veces el medio más poderoso para articular esta clase de ataques.
Tanto en el caso de las loterías yucatecas como en el del narcotráfico de la primera mirad de este siglo, la corrupción es imaginada como un agente minúsculo de descomposición política que sirve para definir
las "fronteras internas" de la nación, ya que permite hacer distinciones entre los "verdaderos" mexicanos y aquellos que son agentes que minan las fuerzas nacionales para su beneficio personal. Desde luego que esta distinción entre el. Buen ciudadano y el agente extranjero no siempre se vuelve virulenta: en el caso de los libaneses en Yucatán no parece haberse dado un conflicto demasiado grande. Sin embargo, esta visión de la corrupción como una penetración de las fronteras por agentes externos ha tenido momentos terribles, como fue el caso de las persecuciones que se montaron contra los chinos en tiempos de la Revolución. También la derecha católica manejó esta clase de ideas ante la llegada de los refugiados españoles en 1939; hubieron sectores del gobierno y de la población que atribuyeron inspiración extranjera al movimiento estudiantil de 1968, y en el terremoto de 1985 hubieron quienes quisieron encontrar en los judíos la responsabilidad principal de la corrupción sistémica.
Como categoría cultural, la corrupción incluye a todas aquellas prácticas que aprovechan las contradicciones o ambigüedades del sistema normativo para el lucro personal. Los corruptos buscan fomentar estas contradicciones para luego enriquecerse con ellas, pero dicho enriquecimiento también los condena en el plano moral. En este sentido, podríamos afirmar que la corrupción representa un reto a una teoría dominante del valor. Me refiero especialmente a la teoría utilitaria, donde se supone que la procuración del bien privado redunda de manera natural en el bien público. Como la corrupción implica una apropiación privada e ilegítima del valor, resulta ideológicamente incómoda, ya que sustituye la producción de valor por trabajo. con producción de valor por la subversión del sistema normativo.
Por todo ello, los bienes que se consiguen a través de la corrupción pueden ser dotados de un aura negativa o de suciedad, que contrasta con la forma en que se representan los bienes conseguidos con trabajo legal. Así, por ejemplo, en su estudio de la corrupción en Florencia en el siglo XVII, Wacquet (1991) nos habla del "olor del dinero", que es una expresión reminiscente a la idea más contemporánea del "lavado" de dinero. Hay dinero "limpio" y hay dinero "sucio". En este contexto, es útil recordar que la tradición republicana siempre vio a la República como un estado fundado en la virtud cívica, y generalmente se ha reconocido que estas virtudes no pueden reducirse a la mera persecución de la ganancia/ Para la tradición utilitaria, la corrupción presenta un problema porque es en sí misma una prueba de que existen contradicciones en el orden normativo o bien entre el orden normativo y la realidad, mismos que minan la moralidad utilitaria. Para la tradición republicana, la corrupción, si se generaliza, disuelve la República, pues ésta se finca supuestamente en las virtudes de su ciudadanía.
Por otra parte, para comprender por qué hay dinero "limpio" y dinero "sucio" resulta relevante la crítica que realizó Marx de la alienación, que es intrínseca a la mercancía capitalista. Para Marx, el capitalismo niega a los productores la propiedad de sus productos, mismos que terminan generando una plusvalía que permite que los capitalistas pasen por todo aquello que no son. El dinero, en este sentido, permite que se den situaciones del estilo del "mundo al revés", donde el mañoso es juez, la fea es reina de la primavera, y el burro es profesor. No es coincidencia, entonces, que el capitalismo en sí mismo haya sido identificado frecuentemente como una fuente de corrupción, especialmente cuando existe una mercantilización de la producción cultural que en teoría debe de dirigirse a fortalecer relaciones y valores sociales que no debieran de estar a la venta. Las normas que se transgreden en actos de corrupción generalmente se refieren a relaciones sociales que no deben de ser gobernadas por principios de mercado, como son las relaciones de amistad, de filialidad, o de servicio público. Cuando
esto sucede, los políticos frecuentemente buscan chivos expiatorios extranjeros o extranjerizantes que permitan que los ciudadanos mantengan limpias sus conciencias.
Por todos estos factores, queda claro que la corrupción nos permite analizar las formas en que la persona o el individuo es culturalmente ligado al cuerpo político, y también da pie para una meditación acerca de la relación entre la persona social, el Estado y el mercado. Así, el estudio de las definiciones de la corrupción nos conduce a dos temas de gran importancia: el primero es la determinación de cuáles son los contextos o instituciones que conduce" o facilitan que un servidor público rompa leyes para su propio beneficio, segundo es la forma en que se construye culturalmente la relación entre la persona, el Estado y el mercado. El primer tema nos ayuda a comprender las artes del Estado y sus relaciones con la formación de diversas clases sociales. El segundo nos permite estudiar las formas en que los ciudadanos y las instituciones estatales se construyen el uno al otro.
Panorama de la relación entre los discursos acerca de la corrupción, la construcción cultural de las personas, y la formación del Estado en la historia de México Ya hicimos notar que la crisis actual del Estado mexicano ha ocurrido en un contexto amplio de indignación y preocupación por la corrupción y por la decadencia moral. En realidad, todos los grandes momentos de transformación social son también momentos de redefinición de la corrupción y de su importancia. Veamos algunas de estas transformaciones someramente para ubicar las preocupaciones contemporáneas en una perspectiva histórica mayor.
El primer punto de partida, que es quizá también el más evidente, es que a lo largo de la historia mexicana se han utilizado discursos acerca de la corrupción para diseñar nuevos proyectos políticos, así como también para explicar por qué los proyectos viejos han fracasado. Así, por ejemplo, en tiempos de la Conquista española los curas y hombres de Estado presentaban propuestas para castigar y para reformar a los indígenas con base en la noción de que en América el diablo había corrompido la verdadera fe, dando como resultado la idolatría, el sacrificio humano, el canibalismo, etcétera. La encomienda es un ejemplo de una institución cuya razón de ser fue justificada en estos términos: la tutela moral de un español era intercambiada por el tributo y el trabajo de un indio. Las concesiones que se le hicieron a las diversas órdenes religiosas de la época son más de lo mismo. El indígena, débil y corrompido, sería reformado en una nueva sociedad, y así se serviría el interés no sólo de los españoles, sino también de los indios, de Dios y del rey. En pocas palabras, el discurso que retrataba las creencias y prácticas religiosas y sociales de los indígenas como corrupciones de la verdadera fe se utilizó para legitimar el orden colonial.
Un par de décadas después del contacto inicial entre españoles e indígenas, surgió un segundo discurso acerca de la corrupción: se trataba de una preocupación entre algunos españoles por el desorden que siguió a la Conquista, de una corrupción de los indígenas no sólo por la tenacidad de sus vicios ancestrales, sino también por los abusos que sufrían a manos de españoles. En este sentido vale la pena notar que en la ideología hispana la violación también corrompe, ya que destruye la pureza virginal y
ubica a la mujer mancillada en el terreno de la sexualidad. De la misma manera, surgió una preocupación por la corrupción de los propios españoles debido a los malos usos, a las tentaciones del poder y de la riqueza, así como a influencias diabólicas que podían venir de fuentes indígenas, judaizantes o protestantes.
Era tal la preocupación que había por estas formas de corrupción que el diseño mismo del régimen colonial fue adecuado para hacer cara al problema, y la Corona manifestó un interés acucioso en separar las "repúblicas de indios'1 de la de los españoles, intentando siempre mantener un esquema de segregación urbana entre españoles e indios, y fomentando que los españoles trajeran a sus esposas y colonizaran al nuevo mundo con ellas. En términos generales, el miedo a la corrupción producida por la colonización se expresaba en un discurso sexualizado, a través de imágenes como la del vagabundo (que era visto como una amenaza a las buenas costumbres, y que era hipermasculinizado), como la de la mulata (dominante y también hipersexualizada), o en la imagen de la descendencia degenerada e idiotizada de las mezclas entre españoles, indios y negros. Todo el discurso y las ansias en torno de las mezclas raciales forma parte, en esta época, de un repertorio de trasgresiones del orden cristiano ideal que habían intentado implementar los reyes a través de sus proclamas y leyes.'
Así, el paso de la era temprana de contacto cultural entre españoles e indios ‐que se caracterizó por la producción de un discurso propagandístico acerca de lo maravilloso y por el auge tanto del humanismo como de un fervor apocalíptico en la Iglesia‐ a la era "barroca" ‐caracterizada por la rutinización de relaciones de dominación, por la separación entre repúblicas española e india, por la consolidación de latifundios de españoles, y por un sistema de educación y de vigilancia moral que echaba mano de rituales intrincados y de una profusión de imágenes‐ puede ser visto también como el paso de un discurso de corrupción, que hacía hincapié en las viciadas creencias indígenas, a uno que se centraba en el contacto cultural mismo.
Esta nueva preocupación por la corrupción en las colonias se volvió más aguda cuando las esperanzas de lograr una monarquía universal bajo la tutela del rey de España disminuyeron. A partir de la década de 1570, y ciertamente después de la derrota de la Armada Invencible, el mundo hispano entró en una fase defensiva, donde quedaba claro que tendría que coexistir con otras potencias rivales, algunas de las cuales eran protestantes. Por ello, el discurso de la corrupción que he llamado aquí "barroco" para distinguirlo del de la era temprana de la Conquista, detallaba y clasificaba angustias relativas a la importancia de mantener impermeables las fronteras del mundo católico. La corrupción apuntaba a preocupaciones tanto internas como externas: los reyes prohibieron desde muy temprano que entraran a América judíos conversos o moros, o esclavos "ladinos", para evitar la corrupción desde adentro. Por otra parte, los puertos, según las Leyes de Indias, eran verdaderas zonas de cuarentena y se prohibía que los extranjeros que tuvieran permiso de comerciar se adentraran más allá de los puertos. Así, mientras las utopías de lo maravilloso y de la universalización de la cristiandad que caracterizaron a la Conquista fueron acompañadas de un discurso acerca de la corrupción del indio que no tenía tutela española, el mundo barroco se caracterizó por un discurso en torno a esta que afectaba tanto a los indios como a los españoles.
Solange Alberro (en este volumen) lanza una advertencia en contra del uso anacrónico del término "corrupción" para la era de los Austria. Al‐berro nos muestra que la noción de ésta como un crimen en contra del bien público estaba ausente en aquella época, y que aquello que la mentalidad moderna une en la categoría de "corrupción" en esa época se disgregaba ya fuera en la categoría de pecados contra Dios o bien en la de crímenes de desobediencia al rey.
Se trata de una aclaración de suma importancia que nos guarda contra el uso ahistórico del término. La relación entre el Estado y lo público no era la misma que la que se da en la era moderna. Sin embargo, ello no significa que no haya habido un cierto concepto de servicio público en los siglos XVI y XVII, ni que el cohecho o que los conflictos de interés de los oficiales de la Corona no fuesen percibidos como puntos de interés cardinales para la administración del imperio. Todo lo contrario, muchos comentaristas modernos han querido imaginar a la corte virreinal como un régimen patrimonialista, cuando eN la realidad el rey hizo lo que pudo para marcar una distancia entre los intereses familiares de sus oficiales (incluyendo al virrey) y los intereses de| reino.
Así, por ejemplo, Felipe II dictó una serie de ordenanzas ‐que posteriormente fueron incluidas en las Leyes de Indias‐ respecto de las obligaciones que tenían los traductores reales en las cortes de las Indias. Entre dichas obligaciones, había una (la ley III) que prohibía que los intérpretes recibieran regalos ni de españoles ni de indios; otra (ley VI) que prohibía que los intérpretes escucharan casos judiciales en sus casas y les ordenaba que hicieran su trabajo en edificios públicos, es decir, en la Audiencia. Una ordenanza más tardía, de Felipe IV, buscaba evitar que los gobernadores usaran a sus propios sirvientes como traductores reales (ley XIII).
En cada uno de estos casos, la Corona se preocupa por evitar que haya traslape entre la esfera privada y familiar del traductor y sus obligaciones Como instrumento imparcial de la ley. Asimismo, Felipe IV en 1660 encuentra necesario volver a lanzar una ley, que ya existía, impidiendo que los virreyes lleven a sus hijos consigo a las Indias: "Y mandamos, que por ninguna causa, ni con ningún pretexto, se altere esta disposición ni se dispense en ella."' Por otro lado, una ley de 1591 firmada por Felipe II ordena que los virreyes alberguen en su palacio y que eduquen a los hijos y nietos de los conquistadores y primeros pobladores para que éstos aprendan urbanidad y obtengan una buena educación.
Mi objeto al revisar algunas de estas leyes (y hay muchas más que apuntan en la misma dirección) es que los reyes de España, de Carlos V en adelante, se preocuparon por trazar una línea clara que dividiera los intereses familiares y privados de sus oficiales, de los intereses de la justicia y del mejoramiento material y espiritual de las repúblicas. En este sentido está claro que la Nueva España no es exactamente una sociedad patrimonial y cortesana, ya que por una parte la región carecía de una nobleza en el sentido pleno de la palabra, y por otra parte el virrey no era simplemente un pequeño rey." Posiblemente debido a esto, los crímenes de desobediencia al rey también podían ser entendidos como crímenes contra el "público", aun cuando éste estaba dividido en los grandes estados de la sociedad (el clero, el ejercito, las repúblicas de indios, la república de los españoles). Es decir, que existen algunos aspectos compatibles entre las ideas Habsburgas respecto de la desobediencia al rey y las nociones burguesas respecto de la violación del interés público.
Las reformas borbónicas de mediados y fines del siglo XVII fueron acompañadas por un cambio significativo en el discurso acerca de la corrupción. Estas reformas apoyaban, entre otras cosas, una
tendencia a vender menos puestos políticos a los miembros de las élites locales, quietándoles alguna medida de control sobre el comercio, y fortaleciendo a una burocracia profesional y asalariada. No debe sorprendernos, entonces, que los reformadores hayan tendido a retratar a los oficiales tradicionales como egoístas, ignorantes, o mezquinos. Como habían comprado sus puestos y como tenían inversiones en intereses económicos locales, la vieja élite no podía actuar como verdadero representante de los intereses de la corona, y eran, por lo tanto, una de las causas profundas de la decadencia imperial. Así, mientras anteriormente "corrupción" se refería a pecados individuales (que, en su momento, podían requerir acciones gubernamentales!, la corrupción en el siglo XVIII se comenzó a referir a una idea de bien público, y el bienestar público estaba atado a la administración pública.
Los reformadores de la era de los Borbones también veían en el ritual de la Iglesia barroca una forma de corrupción que estaba diseñada para mantener a la gente en un estado de ignorancia y para enriquecer a las órdenes regulares. Así, el retrato que hacían los ideólogos de un despotismo ilustrado del antiguo régimen era el de una sociedad que había sido gobernada en lo material por los intereses estrechos de las élites locales y en lo espiritual por una Iglesia oscurantista que prefería el culto a las imágenes y la elaboración ritual a la educación, la ilustración y el fomento de la industria de los sujetos del reino.
La idea de una moralidad pública cuya medida y fin era el bienestar general del reino, se estaba formando desde los inicios del siglo XVII, como puede verse en los cambios en la manera de definir legalmente la prostitución, que en este periodo pasó de ser considerada un pecado a ser sancionada legalmente como una ofensa pública.
Por otra parte, el discurso ilustrado de los Borbones eventualmente fue también cuestionado por algunos sectores de las élites criollas. Las reformas borbónicas y la expulsión de los jesuitas significaron la separación de las élites criollas de muchas de sus posiciones de liderazgo tanto en la Iglesia como en el gobierno. Los criollos respondieron enalteciendo su fervor patriota y, en algunos casos, dándole la voltereta al discurso oficial acerca de la corrupción. En el periodo colonial, la lealtad estaba relacionada, en el terreno de lo ideal, con la pureza de sangre, misma que era una demostración de una fidelidad histórica al rey y a la religión. El patriotismo criollo buscó demostrar que los mexicanos eran tan fieles a la religión como los peninsulares (los cultos a imágenes tales como la de la Guadalupe fueron utilizados para esto) y también comenzaron a sugerir que el control de los peninsulares sobre México estaba motivado por la ambición y la avaricia, antes que por una voluntad civilizatoria. Debido a ello, la categoría de "extranjero" comenzó a aplicarse, en algunos círculos reducidos, ya no sólo a quien venía de fuera de la gran España, sino también a los gachupines que buscaban acrecentar su riqueza minando la de los mexicanos. Así, este discurso emergente formó parte de un nuevo nacionalismo: la corrupción era aquello que minaba la fuerza de la patria, y la impureza de lo extranjero, ya no era sólo el resultado de diferencias entre protestantes y católicos, sino que, de manera creciente, se derivaba de la intención avasalladora del coloniaje.
No hay necesidad de detallar todas las transformaciones más recientes de! discurso acerca de la corrupción, pero sí cabe detenernos brevemente en algunos puntos de interés. Evidentemente, la de Santa Anna fue importante para las formulaciones de las reformas liberales de mediados del siglo xix, así como también fue importante la crítica de la corrupción porfirista para el desarrollo de la ideología de la Revolución. Es quizá un poco menos obvio que, en general, cada régimen del México moderno ha tenido
su propio tipo característico de corrupción. El modelo de ésta en el PRI, hasta los años ochenta, funcionó relativamente bien y de acuerdo con un modelo de modernización y de economía propiamente nacional. La crítica de la corrupción y de la ineficiencia de esta economía fue parte de la discusión política que sustentó las reformas de los presidentes Miguel de la Madrid y Carlos Salinas. Por otra parte, la corrupción que manó de las privatizaciones de las industrias paraestatales bajo las presidencias de estos últimos, ha dado pie a otro discurso acerca de la corrupción que busca volver a un modelo de economía nacional.
Así, estos discursos se han transformado y han sido movilizados en cada uno de los principales periodos de cambio económico y político de la historia de México. Más aún, cada nuevo discurso plantea variaciones respecto de la imagen del Estado, de sus sujetos, y de la relación ideal entre éstos. Así, por ejemplo, la mezcla entre españoles e indios era vista como una forma de corrupción en el siglo xvi. Esto se debía a que el cuerpo político estaba siendo construido a partir de grupos sociales que eran identificados en términos de "sangre", y que estos grupos se tenían que organizar de modo que reprodujeran una jerarquía. La preocupación por la corrup‐ción a partir de la mezcla sanguínea ya no es importante en el siglo xx, porque la nación entera es imaginada como si se tratara de un individuo, mestiza toda ella. Por esta misma razón, hoy en día la corrupción individual siempre puede representar la de la sociedad entera, lo que no era tan cierto en buena parte del periodo colonial.
Un ejemplo final puede servirnos para redondear esta idea. La imagen del Estado nacional, como un cuerpo mestizo que sintetizó la cultura y la historia española e indígena, quedó erosionada después de 1982 por el debilitamiento del Estado proteccionista, que es un proceso que ha llevado a la mercantilización de buena parte de los bienes que se habían considerado patrimoniales, incluyendo la tierra y la mayor parte de las compañías que habían sido estatales. Resultado de ello, es que los productos tradicionales son sustituidos por artefactos hechos en el extranjero, o que son producidos en México con especificaciones orientadas a su consumo en el mercado internacional, cortando así algunos de sus lazos con las tradiciones históricas de México. Por estas razones, la mercantilización de la cultura genera cierta clase de hibridez cultural que puede ser vista como una amenaza a la pureza del cuerpo político y, por tanto, como una fuente de corrupción.
En conclusión, los discursos políticos respecto a la corrupción nos ofrecen pistas importantes acerca de la naturaleza de diversos proyectos reformistas. Más aún, aunque la corrupción en abstracto aparece como una constante en la historia de México, sus definiciones y su sentido político y cultural han variado de manera importante.
Tecnología y economía de la corrupción.
Las imágenes de la corrupción han ido transformándose, tanto desde el punto de vista de lo que critican como en cuanto a su virulencia. La historia de estas transformaciones se liga de manera directa a la historia de los diversos proyectos reformistas. La corrupción en dichos contextos ¿urge como un aspecto especialmente punzante y poderoso del lenguaje político que sirve para condenar a un grupo dominante o para condenar un statu quo. Sin embargo, el papel central de la corrupción en los discursos reformistas y revolucionarios no agota la importancia del fenómeno. Es también relevante la cuestión
práctica respecto de los efectos de prácticas corruptas en la economía nacional. Hay dos aspectos de esta cuestión que nos preocupan aquí: la importancia de apropiaciones privadas de las funciones estatales para el mantenimiento del aparato estatal en sí mismo, y el significado de estas apropiaciones privadas para los procesos de formación de clases sociales. Los trabajos di este libro tratan varios aspectos específicos de estas dos cuestiones, de modo que posiblemente resulte útil un panorama general de la cuestión.
El caso de la apropiación de la maquinaria del Estado por particulares ha sido de una importancia clave para la expansión del Estado mexicano, y esto desde los inicios del Estado español hasta nuestros días. Los procesos de Conquista son un buen ejemplo de una combinación entre empresa privada y construcción de Estado. Los conquistadores combinaban en su empresa intereses particulares con intereses de Estado en varios aspectos de su praxis; títulos tales como el de adelantado, tesorero, capitán o escribano, eran otorgados por la Corona. El papel del escribano, en especial, da ciertas pistas para comprender la relación intrincada entre empresas particulares y la formación del Estado, ya que su papel era el de legalizar y documentar los eventos de una campaña, desde la proclama que le daba posesión legal al rey de las tierras descubiertas, hasta el registro de las órdenes que daba un adelantado o las objeciones a estas órdenes que podían tener sus lugartenientes. Estos documentos y el relato de testigos eran a veces utilizados en juicios en contra de algún conquistador de vuelta en España, y muchos soldados pasaron años amargos debatiendo sus acciones en el Nuevo Mundo en la Audiencia, entre ellos el propio Colón, Cortés, Cabeza de Vaca, Pánfilo Narváez, y varios más.
Si los conquistadores veían como necesario el mantener a los escribanos de la Corona en sus expediciones, y si creían que la presencia legal y oficial era necesaria aun en la anarquía de la Conquista, era sin duda porque estaban convencidos de que pertenecían a un imperio que llegaría a América con o sin ellos, por lo cual no podían darse el lujo de una ruptura absoluta con la Corona y preferían, en vez, ser la punta de lanza de la expansión. Sin embargo, este hecho no impide que saquemos, también, una conclusión contraria y complementaria, que es que el Estado español no podía ejercer un verdadero control burocrático sobre el proceso de expansión imperial, porque no tenía los recursos necesarios para financiar y recompensar a sus soldados. Así, tenemos que la apropiación privada de funciones públicas está en los orígenes del Estado moderno en América.8
Este hecho es ilustrado de manera aún más notable en el caso de algunas de las instituciones estatales más antiguas de América, como la encomienda, que era, simultáneamente, una institución que servía para distribuir trabajo de indios a individuos que habían servido a la Corona (es decir, a los encomenderos), y un mecanismo para encomendarle funciones estatales básicas a individuos en áreas en las que el Estado tenía poca injerencia directa. Desde este punto de vista, la encomienda puede ser entendida como una estrategia para la formación de un Estado, basada en la apropiación individual de funciones estatales ‐hecho que puede ser comprobado por la práctica que hubo de irlas eliminando en cuanto había una mayor densidad de españoles y de instituciones estatales en una región‐. Así, fue eliminada en las zonas más ricas y pobladas de la Nueva España, pocas décadas después de ser implementada; mientras que en áreas periféricas, como en el caso de Yucatán, la encomienda siguió existiendo hasta fines del siglo XVIII.
El proceso en que se privatizan primero las funciones estatales para con ello lograr la expansión de dichas funciones a nuevas zonas y en que luego estas mismas funciones son controladas por funcionarios públicos, no es siempre un proceso lineal ni simple. Esto se debe a dos factores: a que las funciones estatales se están expandiendo continuamente y el estado se ocupa cada vez de más aspectos de la vida social, como la educación, la salud, etcétera. De ahí que la definición de "bien público" está siendo revisada frecuentemente lo que implica adaptaciones y acrecentamiento o reducción de instituciones públicas. En segundo lugar, la burocratización tampoco es un proceso lineal, porque los movimientos sociales y las grandes transformaciones económicas pueden dislocar a la burocracia estatal.
La privatización de funciones estatales ha acompañado tanto a los procesos de expansión estatal a nuevas áreas de la vida social (la expansión a la medicina, a la educación, a la vigilancia de condiciones laborales, etcétera), como a la expansión estatal hacia nuevas fronteras geográficas. Esta última clase de proceso ha sido bien documentado por los historiadores del porfiriato y de la Revolución en el norte y en el sur de México. La primera clase de proceso de expansión ha sido documentado aun de manera más fragmentaria, aunque sabemos algo acerca de las apropiaciones patrimoniales de ciertos gobiernos locales o estatales a principios de este siglo, de la importancia de! caciquismo en el proceso histórico de reforma agraria, de la relación entre el pago al gobierno y la regulación jurídica del llamado "sector informal" y otros casos varios.
En México, los momentos principales de extensión y expansión del aparato estatal ocurrieron en la segunda mitad del siglo xvi, en la segunda mitad del XVM, en el último cuarto del xix, y a partir de 1940. Los momentos más importantes de subversión de las funciones y funcionarios estatales ocurrieron en la primera mitad del siglo xix, durante la Revolución mexicana, y en los procesos de privatización iniciados a partir de la crisis de 1982.
Estos procesos de auge y de contracción de las instituciones conllevan una dialéctica compleja de control social en que los mediadores políticos ‐llámense líderes informales o caciques‐ luchan por espacio político con los burócratas del Estado. Se trata de una relación de competencia que ha sido discutida en detalle en la literatura antropológica e histórica y a la cual se aludirá en repetidas ocasiones en este libro.9 Sin embargo, justamente, por la alta calidad de los trabajos que ya han sido escritos sobre esta temática, escogimos dar más atención en este libro a la relación entre la corrupción y la formación de clases sociales.
En un ensayo útil acerca de la corrupción política, Fernando Escalante resume el tipo de trabajo que se logra a través de ésta. "En términos generales", nos dice: "es posible derivar las diferentes condiciones materiales de una explicación sintética del sentido de la corrupción como mediación para salvar una brecha entre el orden jurídico y el orden práctico, vigente socialmente" (1989: 333, cursivas en el original). De ahí enumera cinco funciones de mediación de la corrupción:
1. Mediación entre los atributos formales del poder estatal y las necesidades reales de control social.
2. Mediación entre el poder real social y el poder político formal. 3. Mediación entre las dinámicas del mercado y los reglamentos /jurídicos.
4. Mediación entre los recursos administrativos de una institución burocrática y la demanda social para sus servicios.
5. Mediación de la tensión provocada por la relación entre impunidad de fado de ciertos personajes y las responsabilidades de los servidores públicos.
Algunas de estas funciones surgen principalmente de los conflictos en el sistema de representación política, mientras otras apuntan a la relación entre las instituciones del Estado y la dinámica de producción y de formación de clases sociales.
Para poder investigar los nexos entre la corrupción y la formación de clases sociales es necesario analizar la relación entre las transformaciones de la actividad Económica y el papel de los reglamentos jurídicos y de las instituciones gubernamentales en la formación de las clases sociales. Las tecnologías de la corrupción (que forman parte de la historia de la administración pública y su posición en la actividad económica más general también requieren atención especial. Por ejemplo, la posibilidad de regular el comercio internacional ha sido una prerrogativa tradicional del Estado, y el contrabando ha sido una fuente igualmente tradicional de recursos corruptos para oficiales. Sin embargo, las implicaciones de esta observación general eran muy diferentes en la época en que los comerciantes importadores y exportadores eran la clase social más rica de México, lo que significó, por ejemplo, en la era de sustitución de importaciones, es muy distinto a lo que significa hoy, bajo el régimen neoliberal de apertura comercial. Durante los tiempos coloniales, los monopolios comerciales (los "consulados") tenían nexos muy concretos con la organización del Estado y eran, en su conjunto, la más alta élite económica de México. En ese contexto, el contrabando podía amenazar a la organización política. Hubo un caso, el de la región de La Plata, donde se creó un virreinato especialmente para canalizar los recursos comerciales que operaban como contrabando y evitar, así, una erosión del gobierno colonial en la región. Los organismos gubernamentales que trataban con el contrabando podían recibir ingresos jugosos de clientes de toda índole, siempre y cuando se mantuviera un nivel aceptable de control sobre dicha actividad. En la era pos revolucionaria, en cambio, el gobierno comenzó a apoyar el desarrollo de una burguesía industrial nacional y de empresas estatales. El hecho de que el gobierno monitoreaba la inversión extranjera y limitaba la proporción de acciones que podían tener los extranjeros en compañías nacionales, significó que el gobierno podía también ocupar funciones de mediación entre las compañías multinacionales y el movimiento obrero, favoreciendo la formación de sindicatos dependientes y una cierta cantidad de gasto social dirigido al sector industrial sindicalizado.
Esta situación ha cambiado en gran medida hoy, cuando al gobierno le resta relativamente poco poder sobre los inversionistas extranjeros y sobre el comercio internacional Las fuentes de ingreso corruptas para funcionarios dependen cada vez más del narcotráfico y de la malversación de fondos públicos, separando así las formas de acumulación de los políticos de los intereses directos de las clases industriales.
Por otra parte, al igual que en Europa oriental, la venta de empresas estatales ofreció oportunidades únicas para la creación de una nueva generación de industriales que tienen lazos cercanos a políticos corruptos. Pese a la opinión de buena parte de la prensa financiera, la privatización no resulta de manera automática en mayor eficiencia. Así, por ejemplo, los diferentes momentos en que el gobierno mexicano ha tenido que salir al rescate de la banca privada le han costado ya a los mexicanos muchísimo
más de lo que recibió el gobierno de manos particulares cuando privatizó la banca hace apenas unos años. En otras palabras, la privatización bancaria ha pasado la factura del nesgo empresarial a la ciudadanía, que se ha visto obligada a presenciar el espectáculo de la transformación del patrimonio nacional en enormes fortunas privadas que han florecido en los últimos 15 años.
Las preguntas generales en esta línea de investigación son: ¿cuál es la relación entre técnicas específicas de corrupción y la historia de las clases sociales en México? ¿Cuál es la relación entre fuentes corruptas de ingreso y los bloques dominantes que se han consolidado en la historia moderna? ¿Cuáles son las relaciones entre las técnicas de la corrupción y las alianzas entre el Estado y las diversas clases populares? ¿Cómo afectan la escala y las formas de distribuir los réditos de la corrupción al modo en que operan las instituciones gubernamentales? ¿Cómo afectan estos mismos factores a la eficacia de dichas instituciones?
Corrupción, hegemonía y la tradición pragmática del poder en México Quisiera concluir estos comentarios anotando ciertos aspectos de la relación entre corrupción y representación política. Algo curioso de la historia política de México es que el derecho ha sido siempre reconocido como la codificación de ideales que tienen, en la práctica, que ser modificados pero que, a la vez, deben de ser sostenidos para la edificación moral y el buen funcionamiento de la sociedad. Este hecho ha sido frecuentemente encarnado en la figura de presidentes aparentemente todopoderosos que modificaban cualquier ley a su antojo, pero que a la vez eran los guardianes máximos de la soberanía y de la Constitución. Se puede decir que hemos tenido largos periodos en los que ha reinado cierta arbitrariedad presidencial por encima de las leyes. En algunos de estos periodos se han desarrollado una serie de tradiciones, de artes y de artificios, de la política que constituyen, en ciertos momentos, una serie de reglas no escritas. El hecho de que la corrupción del orden legal haya llevado en esos momentos a la invención de prácticas que se reconocen en el mundo político como reglas, es en sí mismo muy significativo. Operar al margen de la ley se convierte en parte reconocido y respetado del sistema, un sistema con su propia normatividad y su código doble. Es posible que una discusión de estas "tradiciones pragmáticas" nos ayude a comprender la relación que guardan las prácticas de la corrupción con la formación de hegemonía en la sociedad, pues en México tenemos algunos periodos en los cuales una amplia gama de la sociedad cree que existe un sistema que tiene una serie de reglas y que funciona de manera previsible, y otros en que se percibe un caos. Ambos periodos se caracterizan por tener altos niveles de corrupción, pero la estabilidad de los arreglos políticos varía. En este contexto, cabe preguntarnos: ¿cómo se percibía la corrupción durante épocas caóticas? ¿En qué momentos se pasa de la corrupción caótica a arreglos más permanentes y guiados por normas informales? ¿En qué momentos ocurre que la corrupción comienza a minar la visión compartida de un sistema de reglas? En México hemos llegado a este punto, por ello las respuestas son apremiantes.
En un artículo periodístico de la época de la quiebra del sistema mexicano, el politólogo Rafael Segovia se quejaba de que "la falta de credibilidad es hoy un fenómeno generalizado, compartido por todo el que tiene la holgura para leer, escuchar y ver, sin creer por un instante, en kTqúe leen, ven ¿escuchan, porque la incredulidad anida en todas partes, erosionando cada inteligencia, se infiltra y devora hasta las fes más firmes y mejor establecidas Ya no hay una búsqueda de la verdad, sino una búsqueda de la falta de verdad, una búsqueda del pecado en el hombre virtuoso, de o profano en lo sagrado" (Reforma, 10 de noviembre*de 1995). Esta descripción notable de los efectos de la corrupción en las verdades del Estado contrasta con los efectos que ha tenido la corrupción en otros momentos de nuestra historia, cuando éstos han sido percibidos como la evidencia de ciertos "arreglos" e incluso de la existencia de cierto pacto social.
Los procesos mediante los cuales la corrupción comienza a ser percibida como una serie de prácticas que minan un sistema, y aquellos en que las mismas prácticas son percibidas como un elemento indispensable para la construcción de un sistema son puntos de partida útiles para estudiar la historia de la hegemonía en nuestro país. La noción misma de una "tradición pragmática" apunta a la importancia que han tenido en nuestro país las formas de organización social que no pertenecen al orden normativo de la política, y podría bien servirnos para entender los mecanismos y conocimientos que han servido para mantener la paz en México.
CONCLUSION.
La corrupción es un tema que ofrece una perspectiva especialmente rica para interrogar la historia de los sistemas políticos. Por un lado, nos permite inspeccionar las brechas que se dan entre el orden normativo y las exigencias prácticas del poder v del mercado: por otra parte, nos ilumina la relación que se da en una cultura entre la construcción de la persona, del Estado y de la sociedad en General.
PIEDRA DE ESCANDALO
APUNTES SOBRE EL SIGNIFICADO POLITICO DE LA CORRUPCION
La CORRUPCIÓN parece ser uno de los temas más graves del fin de siglo. Ha aparecido de pronto como preocupación apremiante, inaplazable, en casi todo el mundo: Brasil, Venezuela, Colombia, parecen estar padeciendo las consecuencias de una corrupción inusitada, lo mismo que Italia, España. Francia, Japón o México. Los escándalos son conocidos y elocuentes.
No es razonable, sin embargo, suponer que el fenómeno en sí sea algo nuevo y desconocido. Ocurre más bien que con las denuncias y la publicidad, el escándalo es mucho más frecuente. Como si la gente hubiese caído en la cuenta de lo que venía ocurriendo o repentinamente lo encontrase intolerable. Cosa que tampoco parece muy sensata.
Si evitamos las hipérboles, el asunto se aclara bastante. En primer lugar, no es "la gente'' quien descubre y ventila los casos de corrupción que se conocen es una porción de la clase política, mezclada de periodistas, jueces, empresarios y agitadores más o menos marginales. En segundo lugar, no es algo inédito y nunca visto; por el contrario, movimientos de moralización semejante suelen ocurrir con cierta periodicidad.
La gente hace eco del escándalo, ciertamente. Con eso cuentan los agitadores, cuyas acusaciones resultan creíbles con facilidad y sirven para encender los ánimos de modo recurrente, infalible. Esa disposición es lo que convendría estudiar.
Hablo, en particular, de la corrupción política: ei uso de los recursos y atribuciones de los puestos públicos para proteger o favorecer intereses particulares? mediante decisiones políticas. Dejo de lado los pequeños latrocinios en que se ejercitan por su cuenta burócratas de ventanilla, policías, agentes aduanales, porque responden a otra lógica y la actividad social hacia ellos es muy distinta.
En las denuncias que son hoy tan frecuentes se supone, en principio, que la corrupción vulnera el interés público. Un término ambiguo es éste, pues alternativamente es definido a partir del interés de los contribuyentes, el estado de derecho o el principio democrático. La diferencia no monta tanto: las tres fórmulas resultan de otros tantos intentos de moralizar la política sometiéndola, bien a las reglas del mercado, a los procedimientos legales, o bien a los imperativos abstractos del bien común inmediato, evidente, del autogobierno.
Nuestras instituciones y nuestra retórica política asumen por lo general ios supuestos de alguna de las dichas tradiciones. Aceptan y refrendan la hostilidad hacia la política que se manifiesta en ellas de modo más o menos ordenado y razonable. Por eso no es extraño que, cada tanto, resurja el problema de la corrupción; porque nuestro idioma normativo más común no puede dar cabida a las prácticas políticas que, siendo el mundo como es, no son reformables en lo esencial.
Esa hostilidad hacia la política es cosa vieja, inevitable, tan inevitable como la política misma. En su origen está la desconfianza, el resentimiento hacia los poderosos; también el desprecio que inspiran en particular los pó7 líricos profesionales, carentes de títulos de nobleza o de otras virtudes excepcionales y heroicas; también, como lo vio Ortega, la resistencia a los pactos, a la negociación en que por fuerza ha de tomarse en cuenta a los otros, y más todavía: envidia, temor, suspicacia.
Por todo eso resultan verosímiles y muy plausibles las acusaciones contra los políticos y se repiten periódicamente. Basta llevar a sus últimas consecuencias el discurso de cualquiera de las tradiciones ideológicas de Occidente para descubrir que la política, la de los políticos profesionales, es inaceptable. Por caminos distintos han hecho el mismo hallazgo Pou‐jade, Berlusconi, Perot, Primo de Rivera, Fujimori, lo mismo que Hitler o Lenin.
En la práctica, la corrupción es traducida por un desfase entre los usos y las leyes. Se elabora a partir de los sentimientos de hostilidad y desconfianza, inconcretos pero ciertos, que he apuntado, y se articula echando mano de los valoro de las tradiciones republicana, liberal o democrática que son asequibles para la mayoría. No son necesariamente los valoro que. en efecto, norman la conducta cotidiana en una sociedad; están disponibles en un repertorio cultural aprovechable según la ocasión.:
Por eso resulta que los más graves escándalos sean, en un inicio, desarados por agitadores y políticos. Son ellos quienes pueden aprovechar un descontento circunstancial, agitar el fondo del resentimiento hacia los políticos y darle forma y sentido en un programa concreto, que con relativa frecuencia se reduce a un "quítate tú para ponerme yo"; pero eso es lo de menos.
En lo que sigue no intento un estudio pormenorizado de todo esto; apenas se trata de un bosquejo de interpretación de los conflictos típicos entra las prácticas políticas y el idioma normativo dominante en el repertorio cultural de Occidente.
Sobre la sacralización del estado de derecho
Para los modos habituales de explicar y juzgar la política tal parece que lo único real en ella son las abstracciones: jurídicas, ideológicas, institucionales... De modo que todo se estropea cuando aparecen las figuras concretas de los políticos, que no son sólo vehículo de ideas o necesidades ni sólo agentes de un aparato, sino que tienen intereses, pasiones y propósitos propios. La idea misma de que exista una "clase política" resulta molesta.
La forma más simple de tratar con ello se le ocurrió a Jeremy Bentham, y consistía en suponer que los políticos no eran en nada distintos a los demás hombres:
No ha existido ni puede existir un hombre que pudiendo sacrificar el interés público al suyo personal, no lo haga. Lo más que puede hacer el hombre más celoso del interés público, lo que es igual que decir el más virtuoso, es intentar que el interés público coincida con la mayor frecuencia posible con sus intereses privados.
De lo cual se sigue que es forzoso imaginar artificios legales que faciliten el acuerdo según se dice, como lo han hecho en la práctica casi todos las constituciones modernas; una manera pragmática, digamos, de salvar Sería ésa una condición idílica, la del mañoso que, como dice Sciascia, no sabe que lo es, porque no hace sino portarse bien. Pero difícilmente puede darse hoy en día. Porque el idioma normativo de la modernidad, con su pareja sacralización del estado de derecho, ha conseguido defenestrar a todos los demás y colocarse casi como única posibilidad razonable.
Ocurre así, como bien ha visto Claudio Lomnitz, que la denuncia de la corrupción adquiere un carácter ritual. Es cosa sabida, tolerada y hasta celebrada, pero que es obligatorio condenar; con lo cual se convierte en el instrumento idóneo para razonar la sustitución de líderes y funcionarios, como que todos incurren en Taitas semejantes que, a pesarle su posible eficacia, son indefendibles.
Ocurre así, como bien ha visto Claudio Lomnitz, que la denuncia de la corrupción adquiere un carácter ritual.12 Es cosa sabida, tolerada y hasta celebrada, pero que es obligatorio condenar; con lo cual se convierte en el instrumento idóneo para razonar la sustitución de líderes y funcionarios, como que todos incurren en faltas semejantes que, a pesar de su posible eficacia, son indefendibles.
La sacralización del estado de derecho, de la que vengo hablando, no supone la sacralización de la política. Ocurre, de hecho, lo contrario. Es consecuencia y producto de la vicia ambición de "moralizar" la política que, mirando la verdad de las cosas, antes o después exige su supresión.1'
El pensamiento político moderno, el posterior a la ilustración sobre todo, no ha sabido asimilar la antinomia de ¡a política de que hablaba Ritter. En el empeño de negar su dimensión polémica e incluso bélica, la mayor parte de los teóricos la ha querido sólo ordenadora y benevolente;14 otros más, que han subrayado su naturaleza conflictiva hasta no ver en ella sino lucha, han querido que sea apenas un episodio en el tránsito hacia el orden verdadero.
Algunos hay, y no son muchos, que reconocen la necesidad de la competencia entre partidos, para dar cuenta de la doble naturaleza de la política.16 Todos ellos, sin embargo, ponen la mayor atención en los medios para garantizar que de ahí resulte el bien común, el interés público o la cosa parecida que sea imaginable en su mundo conceptual: la moderación, el equilibrio, la fiscalización recíproca, la responsabilidad.
La consecuencia es siempre la visión de un Estado que se imagina casi sólo como cosa jurídica, un Estado privado de su dimensión propiamente política Porque no se trata ya de que el gobernante procure ser insto y no tiránico, como podían los pensamientos clásico y medieval, sino que su voluntad se disuelva en la legalidad. Se imagina, pues, un Estado que es derecho: pura objetivación de los intereses públicos, universalizables como justos y neutrales, un Estado que es el reverso teórico de la sociedad, hecha por la junta de egoísmos que componen el universo privado.
De manera sintomática, el resultado es parecido en la formulación casi épica de Hegel o en el mucho más prosaico cálculo de preferencias sobre "bienes públicos" del modelo de Buchanan.1"' En uno y otro caso, como en todos los que cabe imaginar entre ambos, el Estado queda forzosamente situado por encima de toda particularidad, como algo moralmente distinto y superior.
En realidad, la imagen que nos hemos hecho de lo público para justificar nuestras instituciones políticas no deja otra salida. Para el radicalismo democrático, de estirpe "rousseauniana", existe sólo con la forma unitaria y global de la voluntad general; para el radicalismo individualista, en la línea de Dewey o Nozieck, se produce por la agregación razonada de lo que interesa a todos, sumados uno a uno, o incluso por la agregación casi espontánea de preferencias.
En cualquier caso, para los modernos, hasta llegar a Ravvls y Haber‐mas, la hipótesis del contrato como fundamento moral del orden político necesita esa separación dedos distintos universos morales. Un contrato, es cierto, cada vez más abstracto y remoto que, en la matriz kantiana hoy dominante, viene a quedar en el conjunto de reglas de un procedimiento hipotético que ha de garantizar la universalidad de las decisiones, pero que siempre necesita que lo público, para serlo, sea preservado de toda contaminación por parte de lo privado.
Todo esto nos deja siempre con el mismo problema: que hacer con los políticos. Puesto que, para un modelo semejante, el político ideal no puede ser muy distinto del burócrata: obediente y controlado dondequiera; sujeto siempre al imperativo moral enunciado por el derecho.
Por cierto, hay en ello un progreso civilizatorio muy estimable, pero como todo, no deja de tener asperezas e inconvenientes. Entre ellos, la convicción de que el Estado, por su definición y por su origen, es fuente única del derecho,21 pero ése es, de momento, otro tema.
Sobre la caducidad de las instituciones
La sacralización del Estado y su reducción a mera cosa jurídica hacen casi impensable la política, y terminan por hacer de la corrupción un producto de la malignidad de los políticos. Ocurre así que su ambición o su avaricia quedan en el centro de los razonamientos," de modo que las virtudes privadas vienen a ser la condición del bienestar público.
Es así incluso para quienes, convencidos de la incurable perversidad del género humano, imaginan todo tipo de artificios para limitar sus consecuencias en la gestión del Estado.
Hay, sin embargo, otra forma de explicar la corrupción que no necesita un chivo expiatorio de esa naturaleza. Para una mirada, digamos, sociológica, no es cosa que dependa de los atributos personales de nadie en particular, sino condición casi necesaria del orden social.
La más clásica explicación de las de este tipo es, por supuesto, la de Polibio. En su caso, la corrupción es obra sólo deja historia; las formas puras de gobierno degeneran natural y forzosamente por las debilidades de los hombres en un ciclo cuyo curso es posible prever con toda certeza. Salvo que una Constitución mixta consiga un equilibrio tal que lo detenga.
Con más detalle, dijo algo parecido Salustio. Otra vez hay, en su argumento, un arquetipo, una forma pura en el origen, se corrompe por su propio éxito; y otra vez, no cabe atribuirlo a la malignidad personal de nadie. Es la sociedad entera la que se corrompe y, con ella, los hombres públicos.
Pero la obra de Salustio ofrece una conjetura original sobre la que conviene reparar. La virtud y el buen gobierno existían, in illo tempore. Porque era la sociedad rustica, con sobrios placeres y limitadas riquezas. ÍM instituciones, en aquel entonces, exigían esfuerzos y sacrificios conformes con el modo de vida de un pueblo campesino, hecho a las fatigas y acostumbrado, por la fuerza de las cosas, a la solidaridad.
No era la misma sociedad aquella que, siglos después, impuso su dominio sobre la mayor parte del mundo conocido. La nueva riqueza produjo desigualdades y afán de notoriedad, puso a la mano placeres nuevos v, en general, trajo el gusto por una vida muelle y ociosas con todo lo esto las viejas instituciones perdieron sentido, como que contrariaban las inclinaciones y los usos habituales.
En una frase, Salustio sugiere que la corrupción es producto de una contradicción entre la ley y la costumbre un desfase, por hablar así, entre la moralidad efectiva y y lo que supone el orden institucional y la verdad es que no hemos llegado mucho más lejos en las explicaciones veinte siglos después.
Samuel P. Huntington, por ejemplo, ha querido dar cuenta de la corrupción en las sociedades atrasadas por un procedimiento semejante.‐" Según su argumento, las disparidades del desarrollo social y la imposición de formas modernas sobre hábitos y relaciones tradicionales no puede sino producir un orden deforme contrahecho, en el cual la corrupción no resulta de la perversidad de nadie si no digamos de la fuerza de las cosas.
Lo curioso es que el mismo razonamiento que, en principio, debía explicar la peculiaridad del mundo en desarrollo, podría hacerse para el caso de las sociedades más desarrolladas cuyo desajuste sería producto de la obsolescencia del orden institucional. De su incapacidad para estar a la altura de las necesidades y las exigencias sociales.
Vistas así las cosas, es la historia la que, por exceso y por defecto, origina la corrupción. El orden justo y virtuoso queda situado, otra vez, en algún lugar fuera del tiempo. Porque ni siquiera es del todo cierto que la república fuese como la imaginaron Salustio o Tito Livio.
Las explicaciones que siguen un camino semejante tienden a parecer escépticas, si no cínicas, porque encuentran la corrupción tan irremediable como el paso del tiempo, y tan extensa y difusa que no cabe señalar a ningún culpable; es cosa universal y.casi mecánica, y sin embargo, tienen un extraño parecido con los argumentos más militantes.
Otra vez, la corrupción se hace visible por el contraste con una abstracción de dudosa realidad. Lo único que ocurre es que la virtud se ha vuelto casi imposible, porque esa armonía virtuosa entre los usos y las leyes es, por decir poco, precaria y problemática, cosa que obliga a suponer que el defecto está en las instituciones, cuyas virtudes resultan impracticables. En las instituciones que siempre están en riesgo de ser desbordadas y que aventuro una hipótesis sólo serían del todo eficaces en una sociedad sin política.
Dejo de lado, por ahora, la que podría llamarse "corrupción administrativa", el mínimo tráfico rutinario que se produce alrededor de las oficinas públicas, y que es producto natural de la burocratización,2'' porque me interesa la "corrupción política", la que compromete a los políticos en el ejercicio de su función propia.
Por si hace falta, me apresuro a añadir que no es fácil trazar una frontera definitiva entre la corrupción accidental, administrativa, y la que es necesaria como recurso de gestión política. Porque la importancia relativa de las funciones públicas es siempre variable.30
El problema que surge de las explicaciones sociológicas de la corrupción es extraña ineptitud de las instituciones políticas para regular, de manera eficaz, el comportamiento de los políticos. Su fragilidad digamos, o su caducidad que las hace ser sobrepasadas casi sistemáticamente por la inercia de la vida social. Sobre todo porque parece que eso no causa mayores problemas: corruptas y todo, las instituciones suden funcionar con una razonable eficacia para la reproducción del orden.
Con esto podría concluirse que la virtud no hace mucha falta, al menos no la virtud que imaginan nuestras instituciones y no para mantener el orden. Pero ésta es cosa que necesitaría mayor reflexión. De momento, parece cierto que nuestras instituciones políticas son defectuosas, porque piden cosas imposibles e incluso contradictorias.
Buena parte de ellas han sido imaginadas según la idea democrática, cuya virtud cardinal es la confianza. La versión más realista del uso y sentido de los procedimientos electorales puede reconocer que, si suponen en algo el "gobierno del pueblo", no es sino porque permiten seleccionar a quienes merezcan la confianza de la mayoría como gestores de los asuntos de interés público.
Pero eso obliga a suponer que, una vez en el cargo, quienes hayan sido electos sabrán hacer a un lado sus intereses particulares, y que obrarán, en efecto, según lo exija el bien común o el interés general.'2 La ecuación que equipara legalidad y virtud tiene sentido aquí sólo por la hipótesis de la neutralidad institucional y por la cadena argumentativa que vincula las preferencias electorales de la mayoría con alguna forma de interés público. Todo lo cual se viene abajo en cuanto aparecen los profesionales de la política, con su aparatosa máquina de partidos, agitación y publicidad.
Las modernas "poliarquías" pueden ser, como quiere Dahl, una buena aproximación al modelo y nada más, pero es inocultable el desfase que hay entre su funcionamiento efectivo y los supuestos filosóficos que presiden el diseño de su aparato institucional. Los usos no pueden más que parecer abusos. Sobre todo porque, cuanto más realista es la idea que se tiene de los partidos, más exigentes las reglas que se les imponen.
Cosa parecida ocurre con toda forma de parlamentarismo. Como bien señaló, hace ya más de medio siglo, Cari Schmitt, la idea de la discusión racional que presta el fundamento metafísico para las instituciones parlamentarias carece de sentido en la práctica política moderna. En este caso, como en el anterior, el acuerdo entre los usos y el espíritu de las leyes es casi una hipótesis contrafáctica, una conjetura cuya realidad suele suponerse en un pasado más o menos impreciso, a la manera de Salustio.
La traducción institucional de la idea democrática y la idea parlamentaria son impolíticas porque necesitan suponer la neutralidad y la posibilidad de un acuerdo racional sobre el interés público. La idea liberal, en cambio, que informa otra buena porción de nuestras formas de organización, suele ser, en su propósito, anti política.
En sus expresiones teóricas más radicales, el liberalismo apunta hacia la disolución de la política por la exigencia de la unanimidad como criterio de justicia." En general, sin embargo, el resultado es parecido en cualquiera de sus fórmulas, porque exigir el control de todos quienes ocupen algún puesto de autoridad mediante la estrecha sujeción de las leyes. Su virtud cardinal es, por supuesto, la desconfianza, elevada a la categoría de principio de organización política.
La delimitación legal del poder es, desde luego, condición necesaria para la existencia de la política como cosa pública. Sin embargo, la política es irreductible a la legalidad y, por descontado, cuantos mayores sean las cortapisas que se le opongan, será menos evitable el conflicto. De hecho, el desiderátum de la institucionalidad liberal es la neutralización de todo interés particular en la gestión pública.
Sobre todo la extensión y multiplicación de los derechos humanos, los mecanismos jurídicos para la incorporación de minorías al resto de la sociedad y la intervención pública para el bienestar social complican más todavía el orden institucional. Con argumentos liberales, democráticos o republicanos se aumentan las exigencias de, digamos, disciplina institucional sobre el poder político, con lo cual se dificulta cada vez más la armonía entre usos y leyes.
En cualquiera de los casos, las instituciones son "desbordadas" por la política de manera sistemática y casi necesaria, por cuya razón una mirada sociológica atenta siempre encontrará, en la raíz de la
corrupción, el viejo desfase que señalaba Salustio entre los hábitos y necesidades sociales, y las instituciones imaginadas para darles forma.
Un desfase, hay que decirlo, que los antiguos conocían también, y por cuya experiencia sabían que no siempre está la virtud (y mucho menos la virtud política) en el cumplimiento estricto de la ley. Porque los jurisconsultos, como decía Cicerón, "en todo derecho civil abandonaron la equidad, retuvieron las palabras mismas”, un vicio que denuncia, sin necesidad de más comentario, el ejemplo de Epaminondas:
En Tebas había una ley que castigaba con la pena de muerte a aquel que mantenía en sus manos el poder por más tiempo de lo que la ley le concedía. Viendo Epaminondas que esta ley no tenía otro objeto que el de servir a la salvación del Estado, no quiso que en esta ocasión (en la guerra contra Esparta) fuera ella la causa de la perdición del mismo, y prolongó su mandato en el ejercicio hasta 4 meses mas de lo que el pueblo le había determinado.
Sobre el mercado, la burocracia y la política
Hasta aquí los resultados parecen un poco pesimistas y también un poco decepcionantes. Las ideas habituales acerca de la corrupción provienen, si no lo he visto mal, de la sacralización del Estado que comportan nuestras formas de justificación del poder político: además si la corrupción es explicable por un desfase entre los usos y las leyes, se debe concluir que se trata de algo universal y casi inevitable^ Pero hace falta todavía explicar por qué ocurren así las cosas.
Desde hace al menos dos siglos, el idioma normativo accesible para "legitimar" el ejercicio del poder tiende a ser abstracto, racional y universalista;'19 de modo semejante, las instituciones que hemos diseñado para regular la vida política aspiran a sujetarla mediante fronteras rígidas y procedimientos generales que garanticen, de un modo u otro, la exclusión de los intereses particulares de la gestión pública.
Una y otra cosa pone en evidencia una difusa, pero bien reconocible, hostilidad hacia la política; una vocación de acuerdo, de armonía, de transparencia, que no puede asimilar bien las turbias servidumbres de la política.
Para entender del todo el asunto, habría que razonar una definición ajustada de la política, pero puede ser suficiente, por ahora, con un apunte breve.
La política no puede conformarse con las exigencias de unas reglas fijas, universales y ¿abstractas, porque su tarea es, precisamente, la gestión de lo accidental, de todo lo que un modelo racional necesita descartar como inasimilable. La política es decisión y negociación, y sólo en una pequeña parte rutina administrativa. Más aún, la política no tiene sentido relacionada con las hipótesis de neutralidad o desinterés, porque su materia propia son los intereses particulares y su motor específico es el interés de los políticos.
Finalmente, la política no es algo que ocurra fuera de la sociedad, aunque lo haya imaginado así la teoría decimonónica. Las urgencias, los accidentes, los compromisos y enredos de la política son los de la sociedad que, sin embargo, no se reconoce en ellos.
La oposición de Estado y sociedad tuvo sentido mientras fue posible imaginar un Estado neutral, como ajeno a las pugnas confesionales, étnicas, económicas, de una sociedad "apolítica". No lo tiene ya más en los modernos estados "legislativos" que, como bien ha visto Cari Schmitt, necesitan suponer que el Estado es la "autorganización de la sociedad". En estas condiciones, la pretensión de limitar el poder de la autoridad pública tiene siempre algo de paradójico. Pero eso sería materia de otro ensayo. Lo que interesa aquí es que esa oposición muestra con toda claridad su fondo moral precisamente ahora, cuando ha perdido su fundamento histórico.
La sociedad no se reconoce en las contingencias de la política y sí, en cambio, parece demandar la realización de los más impracticables ideales de pureza. En particular, imágenes de un orden
enteramente consensual y transparente que traducen, acaso, una imprecisa protesta contra la dominación, pero también una subterránea nostalgia tribal.
Forman parte de esa historia buena cantidad de los temas del radicalismo liberal y democrático, lo mismo que del socialismo en sus varias expresiones.
Fuera de las fantasías comunitarias, sin embargo, y de los empeños de "moralización" de la política de que hemos hablado antes, la sociedad occidental ha intentado suprimir lapolítica por medio de dos procedimientos típicos: el mercado y la burocracia. En uno y otro caso se trata de mecanismos, digamos, sistemáticos, de organización de la cooperación y el conflicto, mecanismos que son, en la teoría, del todo impersonales y en el propósito auto regulados.
Cualquiera de las dos formas supone un campo de relaciones regido por reglas formales rígidas que excluyen, por necesidad, los arreglos y accidentes de la política. En esa espaciosa idea arraigan muchas de las demandas de reglamentación disciplinaria de la actividad política o de gestión de materias de interés público mediante procedimientos de mercadeo.
El "gerente" es un sustituto moral plausible del político para el imaginario colectivo de nuestro fin de siglo, última expresión del viejo desiderátum de que el gobierno de las personas sea sustituido por la administración de las cosas.
Es evidente que hay que tomar cum grano salís las pretensiones de neutralidad y eficacia de tales mecanismos sistémicos; sin embargo, es cierto que, en la práctica, han conseguido resultados apreciables.42 Tanto que podría pensarse que en espacios más o menos extensos las sociedades desarrolladas han podido prescindir de la política, sustituyéndola por automatismos burocráticos o mercantiles.
Una hipótesis semejante ‐cuya verosimilitud no corresponde mostrar aquí‐ explicaría, por una parte, la desigual distribución de las prácticas corruptas en diferentes sociedades, pero mostraría también los límites del esfuerzo despolitizador por este camino.
Hay sociedades, es cierto, donde la formalización rutinaria de los mecanismos sistémicos es inviable casi por completo: por la precariedad del mercado, por la falta de recursos administrativos o por la fragilidad del control político estatal. En ninguna, sin embargo, puede mecanizarse por completo el orden social.
Una interpretación de este tipo tiene una importante ventaja sobre las versiones tradicionales: no necesita que nadie sea especialmente virtuoso, porque el problema ya no es moral en ningún sentido, sino, con toda propiedad, mecánico. La "jaula de hierro" es una alternativa que se impone por la fuerza de las cosas, lo mismo que la lógica del mercado, una vez que pueden darse por resuellos los conflictos básicos sobre las reglas de mando y distribución.
En todo caso, y cualquiera que sea su eficacia práctica, parece cierto que la fantasía popular les atribuye esa capacidad, a pesar de las quejas, inevitables, sobre los males de la despersonalización, el anonimato y la rigidez de las formas de la vida moderna,45 que no puede darse lo uno sin lo otro.
Por lo demás, y aparte de su relativa eficacia, los mecanismos sistémicos tienen sus propias zonas turbias; la creciente complejidad de la burocracia y del mercado hacen cada vez más difícil el imperio de reglas generales; como quien dice, termina resultando inevitable su politización, en particular allí donde parece necesario controlar su inercia o moderar alguna de sus consecuencias en nombre del interés público. Siempre hay una porción del mercado que está políticamente estructurada, y una porción de la burocracia que obedece a lógicas políticas.
En resumidas cuentas, la posibilidad de que una sociedad se convierta en un sistema autorregulado enteramente previsible es demasiado remota. Las fantasías de la ciencia ficción sobre la burocratización del mundo son sólo eso, fantasías. En el mundo tal como es, siempre será necesaria la política y que los políticos salven de algún modo la brecha entre los ideales (impracticables), las instituciones (caducas) y las necesidades sociales (irreductibles a fórmulas generales), que carguen con el estigma de ser responsable de ese desajuste.
A manera de conclusión
La hostilidad hacia la política es cosa vieja, y hace crisis de manera casi cíclica. Hasta ahora, sin embargo, había podido articularse con la forma de programas políticos más o menos coherentes: liberales, democráticos o socialistas; programas que tenían el propósito declarado de terminar con la política e instaurar el imperio de los intereses generales de manera transparente e inequívoca. Hoy no podemos hacernos más ilusiones.
El fin de la historia significa que, por ahora, y subrayo la índole provisional y transitoria del fenómeno, no hay grandes temas para los políticos ni grandes esperanzas.45 Al aflojarse la tensión ideológica nos queda delante un mundo casi del todo desencantado, donde las deformidades de nuestros arreglos institucionales se imponen casi como una fatalidad, y su alejamiento de las hermosas ideas con que queremos justificarlas resulta tan evidente como inevitable.
No somos capaces, sin embargo, de vivir en el horizonte del puro pragmatismo ni de renunciar al ideal del estado de derecho, ni de construir ‐por ahora‐ de otro modo la imagen de lo público. No nos bastan los argumentos mezquinos para defender prácticas y arreglos mezquinos. El tema de la corrupción surge, entonces, para llenar ese vacío ideológico, para dar de nuevo un sentido moral a la política: es evidencia del desencanto con éste que parece el único mundo posible.
Top Related