QUE ESPERAS, VICTOR?
-Estás condenado al fracaso, me pronosticaste aquella vez,
recuerdas? -una sonrisa, que más parecía una mueca, el
gesto de una amargura tenaz, alzó con desgano el vértice
izquierdo de su boca.
-Y a cuento de qué me lo recuerdas? -preguntaste Víctor, con
un contenido malhumor que crecía. No te decides a tachar en
la cara vidriosa de Erni esa frase que no te convence y
continúas.
-Pues a cuento de un nuevo relato que quiero que leas. Lo
curioso -continuó- es que así como el otro se decidía a
partir de un sueño, te acuerdas?, con éste ocurre algo
semejante. Me urge que lo leas y, si no te molesta, mañana
sábado por la noche, después de comida, pasaré por tu casa
para que me destroces. Quizás si entre ambos podamos darle
un buen final a la historia.
Es sábado. Agravado ya el día por la penunbra, nada te queda
por hacer y te has dispuesto con desgano, como siempre, a
cumplir con el compromiso. Te sirves un poco de brandy
(regalo de Martha, que, pese a las distancias, no se olvidó
de tu último cumpleaños), te distraes en dicidir qué quieres
escuchar mientras anochece y así atenuar el disgusto que te
produce la tarea. Te acomodas frente al teclado mientras se
inicia el lento movimiento de aguas espesas con que la
música envuelve la habitación. Deseas olvidar por un
momento todo sentimiento que perturbe el placer de
abandonarse a la secreta temporalidad que invade el oído y
al ardor líquido que entibia el paladar y el alma -gozo
tristón que terminas por creer es el único posible para un
hombre al que, al menos eso quisieras, no le disgusta vivir
solo.
-Desearía que me ayudaras a decidir el final de esta
historia. Esa frase te perturba y te obliga incómodamente.
El tono de su voz, la desacostumbrada fijeza de su mirada,
normalmente evasiva, el decidido ademán con que te adelantó
las hojas, y ese ligero temblor que sacude tu párpado
izquierdo cada vez que algo incierto te amenaza. Observas
la fotografía que te mira en el escritorio donde estás con
tu ex esposa y tu hijo. El tipo es un pelmazo, bien lo
sabes, sobre todo cuando intenta reemplazar con ese tono
pasional y amargo el equívoco timbre de su voz y lo
desvalido de su figura. Y el énfasis reforzado por el
movimiento teatral de sus manos casi femeninas y esas tenues
sacudidas del párpado izquierdo, que son casi
imperceptibles, pero que yo conozco. Un vago sentimiento de
vacío en el vientre te impide continuar, como si desde el
fondo de esa pantalla sin fondo te acechara un riesgo, una
desconocida amenaza, una suerte de Minotauro, piensas, en el
fondo del laberinto esperando a Teseo, la víctima, el
verdugo.
Lees en la pantalla. Erni las emprende en tercera persona y
se las arregla para intercalar, sin mediación alguna y
constantemente, un sujeto que habla desde sí mismo. Te
estremece un sentimiento que se parece menos al asombro que
al descanso que sobreviene cuando se cumple una amenaza
largo tiempo diferida. El nuevo personaje que se agrega a la
intriga soy yo mismo. Parece claro. Repites en este relato
un motivo que conoces y que filtra de horror tus pesadillas:
el abismo abierto por espejos enfrentados, ese abismo tan a
la mano que repite tu cara de frente y de perfil hasta
siempre, desde aquella vez ya harto lejana en la que tío
Humberto había alzado tu niñez de las axilas -te acuerdas,
Víctor?-, parándome sobre el tocador de mi madre frente al
espejo, mientras situaba otro oblicuamente a mi costado.
Cómo resistirse a la cara de uno, tan extrañada de uno, tan
silenciosa mirando nada.
En aquella ocasión no te atreviste, no pudiste con tu deseo.
Preferiste escribir un cuento mediocre que no consiguió, sin
embargo, salvarte de nada. El relato había ganado el tercer
lugar de un certamen poco importante y la copia desapareció
en una carpeta de color desvaído que se olvidó debajo de
libros y revistas en algún rincón del escritorio. Corría el
mes de septiembre y algunos esporádicos aguaceros recordaban
que aún no terminaba el invierno. La frase te mira socarrona
desde la pantalla. El personaje, como una metáfora deslucida
que nada dejaba al enigma, repetía las vanas rutinas de su
autor y devenía, a poco andar, en la mala descripción de su
insignificante fatalidad. Y ahora otra vez. Por qué insistes
en escribir, latero infinito. Anticipas el final. Será un
día sábado. Simularé que vengo a matarte, entonces tú,
advertido... No funciona. Te imaginas como una Scherezade
depravada por el hastío. Retrocedes en la pantalla. Estas
condenado al fracaso -lees.
Te echas sobre el respaldo de la butaca. Escuchas la noche
que entra desde el jardín y el silencio color oscuro de la
música que concluye. Experimentas la secreta frustración que
te domina cada vez que el maldito Erni te ha vencido en una
partida de ajedréz. Recuerdas esas tantas veces que has
huído de la fantasía que ahora te gana: la sospecha
perturbadora de que, por tu maldita manía de ponerle nombre
a las cosas, es Erni y no tú quien escribe, quien juega,
quien ejerce poder en la relación de ambos. Debes
reconocerlo. La pantalla encendida emite ese sonido sordo
que odio y que me devuelve la imagen de mi rostro mediocre.
Erni espera. Apuras un sorbo largo del dorado tabaco del
coñac que quema suavemente tu pecho y tranquiliza el párpado
izquierdo que tironea a ratos. Piensas en el arma que
guardas en el estante del comedor y que jamás has usado.
Aún es sábado.