7 Farsicos Encuentros

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Hernan Galindo 7 Farsicos Encuentros

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S I E T E F Á R S I C O S

E N C U E N T R O S

TEATRO BREVE

JUEGO DE SIETE FARSAS

por

HERNÁN GALINDO

PRÓLOGO

Elías Nandino afirmó que la literatura no es un albur. Si se pierde, se pierde para siempre.

Cada volumen de obras de teatro que se publica en el país, es motivo de entusiasmo

para todos los que de alguna manera o de otra formamos parte de ese grupo de teatristas

que, a estas alturas, aún le disparamos a la luna.

Escribir teatro es un fiat lux; es amarlo desde dentro, y trabajar lúdicamente con el tono,

el ritmo, los personajes; aceptar, quitar o aumentar... etc. hasta llegar al término del telón

final.

Hernán Galindo: 32 años, hombre de teatro en todos los aspectos, becario del Centro de

Escritores, ganador dos veces (1989-1991) del primer lugar en el Concurso Nacional de

Dramaturgia de la Universidad Autónoma de Nuevo León y quien, en los últimos cinco o

seis años ha logrado destacar, pésele a quien le pese, por un trabajo constante y ambicioso

que lo coloca sólidamente como un dramaturgo que se resiste a ser domesticado y ni

siquiera calificado.

Creador de un teatro muchas veces provocador, pero vivo y honesto, siempre en la

búsqueda de nuevas formas para decir las cosas que integran o desintegran su mundo

interior, ya poético, ya mágico, ya simbólico; poseedor de una técnica teatral rica y certera,

fundamentada en la elaboración de diálogos expresivos y acertados, con un sentido del

humor que funciona como vaso comunicante que llega al público, el cual se identifica y

participa, aunque a veces lo arremete, lo desprecia, pero que casi siempre termina amándolo

de alguna forma, debido a su capacidad para inventar numerosas situaciones dramáticas.

Hernán nos revela su devoción ante el teatro como la más poderosa manifestación de su

espíritu humano creador, se desplaza siempre con certeza, agilidad y eficacia a través de la

comedia y el drama, y alguna vez en el auto sacramental.

Fársicos Encuentros es un juego compuesto por siete farsas (la melodramática, la

trágica, la cómica...etc.) teniendo como característica común estar integradas por un par de

personalidades dialogando, que llegan a veces, más allá de la realidad.

Los personajes de Siete Fársicos son representativos de nuestra ciudad, cuyos

comportamientos y actitudes, por pertenecer a la cotidianeidad, los convierte en el reflejo

del ser humano universal: el poeta mediocre y ridículo; la anciana plena de esperanzas; la

gorda justificando sus inevitables glotonerías ante el mundo; el español empecinado; el ser

más desgraciado de los hombres y el anciano que podría en realidad ser un ángel. Todos

ellos muestran sus universos particulares y confrontándolos con quienes serían, si acaso, los

seres más dispares, poniendo en duda y rompiendo el equilibrio establecido de aquello que

los hace sostenerse día a día sobre la tierra.

Este volumen de Hernán Galindo reviste singular importancia pues proporcionará textos

ágiles y cortos para estudiantes de teatro, emulando quizá, y con todo respeto el inagotable

D.F. de Emilio Carballido o la Calle de la Gran Ocasión de Luisa Josefina Hernández. Por

eso, sin ambages podemos afirmar que nos encontramos ante la presencia reconocible de un

dramaturgo que es importante conocerlo ya. Porque estamos seguro que dará a la escena

obras muy importantes para el teatro mexicano.

Enrique Fernández

UNÍOS, CAMARADAS

Para Reynol Pérez Vázquez

Personajes:

BERNARDO MALACARA

MATEO

La escena:

Rincón de un bar de paupérrima clase; sólo se ve una esquina de paredes

descascaradas, donde destacan pinturas de palmeras con restos de diamantina verde

sobre un candente cielo rojo; todo esto rayado y sucio; al fondo derecho está la

entrada al W.C. Una decadente decoración sugiere la época navideña: globos de

colores, serpentinas y farolitos muy descoloridos. Es 1991.

Justo en el rincón, hay una mesa metálica, ya muy deteriorada, y dos sillas con

paredes oxidadas.

Esta cantina de quinta es uno de esos lugares a donde los personajes de la noche van a

refugiarse y dan rienda suelta a sus pasiones.

El lugar está a reventar, la música son cumbias y salsa a todo volumen; hay bullicio y

algarabía, muchas voces y gritos de fiesta. Las luces intermitentes bañan el espacio.

BERNARDO sale del baño abrochándose la bragueta, y con un vaso en la mano, un

par de globos entre los brazos y serpentinas en sus hombros.; viene bailando. Es un

hombrecillo de baja estatura y semi calvo, usa gafas de diseño muy antiguo y luce

bigotito. Su traje está pasado de moda, al igual que su corbatón que ya, por el espíritu

festivo, trae a medio desanudar. Se pasea esquivando gente imaginaria; danza, hace

pasos grotescos; saluda gente, coquetea y hasta pellizca a alguna de las muchachas, en

fin, es presa de la euforia y del alcohol.

Después de un momento, entra MATEO. Tiene más de cuarenta años y viste

gabardina oscura. Además de su vaso, carga con un viejo portafolios atiborrado de

papeles, periódicos y libros viejos. Su pelo se ve seboso; usa gafas redondas y una

barbita leninesca.

Desde un principio, MATEO clava su mirada en BERNARDO y lo estudia

concienzudamente, MATEO lo saluda moviendo la mano.

BERNARDO: (Sin prestarle atención, sigue bailando). ¡Yújule! (MATEO lo sigue

observando, lo persigue, le da la vuelta observándolo con detenimiento, hasta que

finalmente lo intercepta).

MATEO: (Misterioso). Hola.

BERNARDO: Quiúbole. (Baila). ¡Ay, mamá, que rica está la salsa!, ¡Ay mamá! (Se

voltea).

MATEO: (Lo vuelve a enfrentar y le dice con una sonrisa extraña). Feliz Navidad.

BERNARDO: Sí, felicidades. (Bebe y sigue bailando).

MATEO: ¿Me das un cigarro? (BERNARDO se lo da desconfiado, MATEO lo sigue

observando de arriba abajo).

BERNARDO: (Nervioso). ¿Qué? ¿Qué es? ¿Qué tengo de raro?

MATEO: Yo a ti te conozco.

BERNARDO: (Mostrando desagrado) ¿Ah, sí? Pues yo a usted no. No tengo el... gusto.

MATEO: Tú... ¡Tú eres un hombre de prensa!

BERNARDO: (Cambiando un poco su actitud, ruborizado). Bueno, hombre, tanto como

eso... Pero sí, estoy en el periódico.

MATEO: (Calculador). Ya decía yo.

BERNARDO: En realidad es... (muy emocionado). Es la primera vez que me reconocen.

MATEO: (Examinándolo). Ya veo... ya veo.

BERNARDO: Bonito ambiente. ¿No le parece?

MATEO: (Rotundo). ¡No!

BERNARDO: ¿Ah, no?... Mire nada más.

MATEO: Es deprimente, patético, nauseabundo. Pero es sólo el principio... del cambio.

BERNARDO: (Sin entender). Ah. A mí me parece... mono, divertido; casi nuca vengo,

pero como son vísperas de año nuevo, pues... es peor estar metido en la casa.

MATEO: ¡No!

BERNARDO: ¿No?

MATEO: No. El individuo debe valerse por sí mismo porque esté donde esté, es parte de la

masa que lucha.

BERNARDO: (Desconcertado). De... la... masa... que lucha... ¡Ah, mire nada más!

MATEO: Tú eres artista, ¿verdad?

BERNARDO: (Sintiéndose profundamente elogiado). Hombre, es usted muy amable. Yo...

Mire, ahí hay una mesa libre, vamos a sentarnos. (Se sientan). Eso de que soy artista...

MATEO: No, no, no, no. Déjate de formalismos. Acepta tu capacidad creadora. Tienes

sensibilidad, no digo que muy buena...

BERNARDO: ¿Eh?

MATEO: Pero llevas esa vibra importante. Posees elementos privilegiados para exponer,

comunicar, movilizar y catartizar.

BERNARDO: ¿Todo eso?... Mira, no lo había pensado.

MATEO: Haces bien. Considérate igual a los demás. ¡Ni superior ni inferior! Recuerda que

somos parte de un grupo y sólo como tal sobreviviremos.

BERNARDO: (Sin entender) Ah... (La música deja de escucharse). Ya es parada del

conjunto (saca una moneda). Voy a poner una cumbia en la radiola.

MATEO: (Se levanta y detiene por un brazo a BERNARDO). ¡No!

BERNARDO: (Asustado). Ah, yo decía... una cancioncita...

MATEO: No gastes tu dinero inútilmente. Dámelo. (Se lo arrebata). Es para el movimiento.

Lo llevaré al fondo propublicaciones.

BERNARDO: (Viendo cómo se guarda la moneda). Mi monedita... (entra de nuevo la

música, BERNARDO vuelve a alegrarse). En fin (regresan a la mesa). Salud.

MATEO: (En un grito y golpeando la mesa). ¡Ya te recuerdo, camarada!

BERNARDO: ¿Es... a mí?

MATEO: Escribes para “El Contemporáneo”.

BERNARDO: (Agradablemente sorprendido). Así es.

MATEO: ¡Qué asco!

BERNARDO: ¿Cómo?

MATEO: Es un seudoperiódico idiotizante, para ignorantes y con el propósito de vaciar los

cerebros de sus lectores.

BERNARDO: Bueno... yo lo único que hago ahí es tratar de animar a la gente...

MATEO: ¿Animar? (Feliz). Entiendo: mensajes ocultos, subtextos. (Le da una palmada).

Es buena idea. Salud. ¿Has leído “La Madre” de Máximo Gorki. (BERNARDO niega).

Léela, podrías imitar la táctica del personaje. Vas a crecer mucho.

BERNARDO: (En referencia a su estatura, dice divertido). Ojalá.

MATEO: ¿Qué fue lo último que escribiste, camarada?

BERNARDO: (Extremadamente orgulloso). “Los picaflor en primavera”.

MATEO: (Ríe). Lo siento por ti; a los títulos que tienes que recurrir para cooperar. ¿Cómo

mezclas los mensajes? Me imagino que esos pájaros simbolizan la libertad del ser humano

¿no? Y seguramente la primavera es la asociación donde convergen...

BERNARDO: Disculpe, pero creo que me confunde.

MATEO: No. Mateo Martínez rara vez se confunde; tú eres el poeta Bernardo Malacara;

firmas con el seudónimo “Aracalam”.

BERNARDO: (Feliz). Sí. Qué astuto. Aracalam es mi apellido al revés; fíjese bien. Ma-la-

ca-ra. (Se aplaude a sí mismo). ¿Verdad que es original?

MATEO: (Amargo). Mediocremente singular. Pero te servirá para despistar a los contras.

BERNARDO: No, no, no. Es que en realidad, me da pena. ¿Sabe? Yo trabajo en una gran

ferretería de muchos departamentos, y los compañeros se burlan de mis versitos,

(emocionado y ridículo). No comprenden... el alma del poeta. Así que por eso firmo

Aracalam.

MATEO: (Abrazándolo). No importa que te humillen. Si tú tienes tu objetivo claro, debes

seguir en pie de guerra.

BERNARDO: Sí, para mí la poesía es todo. Entonces, me ha leído.

MATEO: Digamos que trato de interpretarte.

BERNARDO: Es precioso transmitir amor, pasión...

MATEO: ¡¿Qué?

BERNARDO: Eso es lo que escribo.

MATEO: (Molesto). ¡Qué desilusión! Entonces... ¿todo lo que pretendes es publicar

poemitas rosas, cursis, ridículos e intrascendentes?

BERNARDO: Bueno, yo quisiera ser como Pablo Neruda, Alfonso Reyes, Gabriela

Mistral... o Juana de Ibarbourou; con aquello que dice (altamente emocionado, muy

afectado y ridículo).

¿Qué es esto? Prodigio.

Mis manos florecen.

Rosas, rosas

de mis dedos crecen.

(Se aplaude a sí mismo). O aquello tan hermoso de Rubén Darío, el iniciador del

modernismo: (con ademanes grandilocuentes, como actriz del siglo pasado).

Este era un rey que tenía

un palacio de diamantes,

una tienda hecha de día

y un rebaño de elefantes.

Un quiosco de malaquita,

un gran mano de tisú,

y una gentil princesita,

tan bonita,

Margarita,

tan bonita como tú.

Una tarde la prince...

MATEO: (Furioso). ¡Basta! Así que poetita ¿eh? y de todos tus escritos...

BERNARDO: “Mis tintas”, como dice Pita Amor.

MATEO: Tus... rayaderos. ¿Qué ha sido lo mejor?

BERNARDO: (Continuando con su ensoñación). “La cabecita blanca”. Recibí como siete

cartas en el periódico, alabando mis versos; todas ellas eran de madrecitas. Lo publiqué el

pasado diez de mayo. Siempre lo llevo conmigo; mandé enmicar el recorte de periódico con

la fecha para conservarlo. ¿Se lo leo?

MATEO: ¡No! Dame un cigarro. (Se lo quita).

BERNARDO: ¿No? ¿Acaso usted no tiene madre? Es decir: mamacita. Bueno, en fin. Otra

vez será. También escribí uno sobre el otoño, cuando las doradas hojas se desprenden con

sutileza y...

MATEO: Lo que quisiera saber es si con tu (irónico) obra poética, has trascendido

socialmente.

BERNARDO: ¿Co... cómo? Bueno, dicen los editores que mucha gente me lee. Por eso,

cuando les sobra un lugarcito publican mi inspiración. Tengo un álbum lleno de recortes; lo

quiero encuadernar en vinil y con letras doradas y titularlo: OBRA COMPLETA DE

ARACALAM. Pero de lo que me siento más orgulloso es de que no me pagan. Es una

colaboración gratuita, (dramático). El arte se regala desde el corazón.

MATEO: (Convencido). No. No has trascendido socialmente. Eres un mediocre.

BERNARDO: ¿Perdón?

MATEO: Eres una nulidad; ti vida no tiene sentido. No hay objetivos socioprogresistas en

tus actividades.

BERNARDO: (Extrañado). Usted parece así como... político, militar...

MATEO: Reaccionario... anarquista... y a mucho orgullo.

BERNARDO: (Sin comprender). Ah no, yo no. Yo soy poeta nomás. Artista.

MATEO: No, camarada, eres un fracasado. El arte es para comunicar, para provocar el

movimiento social, la inquietud masiva pro igualdad de derechos; el verso y el arte deben

ser exclusivamente propagandísticos.

BERNARDO: (En un grito). ¿Y Walt Disney qué? ¿Acaso no era artista?

MATEO: Sus caricaturas están llenas de mensajes subliminales para orientar a los infantes

en la doctrina capitalista norteamericana. Además, era morfinómano y marihuano.

BERNARDO: (Herido). ¡Disney nooooo!

MATEO: ¿Cómo crees que inventaba todas esas pendejadas de ratones que hablan y

madrinas que se aparecen llenas de estrellitas? A ver, que se aparezca la mía para que me

ayude. (Furioso). ¿Dónde está? ¿Dónde?

BERNARDO: Usted no tuvo infancia; Disney era mi héroe; bueno, primero los poetas y

luego Walt Disney.

MATEO: Cursilerías, baboso.

BERNARDO: ¡Ah! Encima del pisoteo a mi espíritu romántico me llama baboso. Mire,

amigo, yo vine aquí sólo para divertirme; me da gusto que me haya reconocido, para qué lo

voy a negar, pero me está complicando las cosas. Yo nomás otra copita y me voy para mi

casa.

MATEO: Qué fácil es darle la espalda a la realidad social. Mi abuelo sí que era un artista.

Alfonso Gazú. Director de cine. ¿Lo conoces? (MATEO niega). Era grande. Nunca han

exhibido sus películas. Las tienen enlatadas. Murió en una manifestación.

BERNARDO: ¿Cómo?

MATEO: Lo aplastaron.

BERNARDO: Ahora entiendo.

MATEO: Volviendo a tu problema: eres un intelectualoide fracasado. Has caído en el

dadaísmo de la mediocridad, en el surrealismo enajenante y engañoso del gobierno...

BERNARDO: (Anonadado). Dadais... gobier... surrealis... Pero si yo lo único que hago es

trabajar en la ferretería de ocho a una y de tres a seis; y escribir mis poesías.

MATEO: Eso no es excusa; yo laboro en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, pero

sólo mientras mi sueño se realiza.

BERNARDO: ¿Y cuánto lleva ahí?

MATEO: (Dubitativo). ¿En Hacienda?... este... nomás veintitrés años. ¡Pero en la constante

lucha! Mira, por ejemplo: soy padre de cinco y acabo de dejar a mi familia, porque mi

esposa es una tonta y aunque no tengo ni un centavo estoy a punto de mandar la chamba al

traste; pero sigo con mis ideales.

BERNARDO: (Muy mortificado). ¡Madre de Dios! ¿Quién atenderá a tus hijos? ¿De qué

van a comer?

MATEO: Mi mujer es un ser igualitario. El sexo femenino tiene la misma capacidad de

trabajo. ¡Que ella se haga cargo! Por otra parte, estoy harto del horario.

BERNARDO: Y eso que usted pertenece a la burocracia; que todo el día están tragando

lonches y tomando café y que arrojan la cuchara, como los albañiles, a la hora en punto de

salida. Aún así, yo prefiero mi chambita, rutinaria pero segura.(Mirándolo de arriba abajo)

Para no andar dando lástimas.

MATEO: ¿De quién es la ferretería? ¿Has pensado que los dueños comen manjares, se van

a las Vegas y tienen a sus bodoques en kinderes particulares?, (empujándolo). ¿Qué más

has comido tú aparte de tortas de huevo con frijoles? ¿A dónde has viajado más allá de los

ranchos circundantes? ¿Tú dónde vives, tímido clasemediero? Escucha con atención. (Se

dirige a la gente del lugar). Y todos ustedes también. (Saca un libro de su portafolios. Lee

grandilocuente). “Manifiesto del Partido Comuista y Otros Escritos. Por Carlos Marx y

Federico Engels”. Ahora presta atención, insecto subyugado por el dominante capitalismo:

(Lee). “La burguesía, después del establecimiento de la gran industria y el mercado

universal, conquistó finalmente la hegemonía”... ¡¿Oíste?! ¡HE-GE-MO-NÍA!... “esclusiva

del poder político del estado representativo moderno”. ¿Entiendes?

BERNARDO: Bueno, yo...

MATEO: (Macabro). “El gobierno del estado moderno no es más que una junta que

administra los negocios comunes de toda la burguesía”.

BERNARDO: (Asustado, sin entender). Ya decía yo.

MATEO: (Continúa con la lectura totalmente poseído). “La burguesía, ¡sin piedad!, no ha

dejado subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel... PAGO AL

CONTADO”.

BERNARDO: (Aterrado y confundido). Yo por eso ni tarjeta de crédito tengo.

MATEO: “En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y

políticas, la burguesía ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal”

(Termina de leer, enardecido). ¿Comprendes , asalariado gris y vergüenza social?

(BERNARDO asiente por no contradecirlo). Y hoy, que no tengo ni donde dormir, estoy

aquí, estoico, incólume, esperando a ver si esa güera me invita a pasar la noche en su casa.

BERNARDO: ¿Esa? ¿La Pompis Plus? ¡Ja! Esa está trabajando a ver si consigue un

pelado.

MATEO: Dame un cigarro. (Le quita toda la cajetilla, BERNARDO intenta protestar).

¡Silencio! Bienes compartidos, igualdad de derechos. Métetelo en tu cabecita blanca. (Le da

un coscorrón).

BERNARDO: (Es un impulso). Yo creo que si usted es marxista debería estar en un lugar

apropiado.

MATEO: ¿Qué quieres decir?

BERNARDO: ¡Que los toreros en el ruedo! Váyase a un país donde el marxis...

MATEO: Tú si estás muy bien, empleaducho ferretero: ¡Las gallinas en el gallinero! Ahí es

donde te encuentras. Yo estoy en un país marxista. ¡Aquí está el marxismo! Míralos.

BERNARDO: ¿A quiénes?

MATEO: A todos: los que bailan, los que se emborrachan, los padrotes, las prostitutas, los

travestis... ¡Esos son marxistas! Una minoría con fuerza que muy pronto surgirá.

BERNARDO: Son una bola de malvivientes. ¡Igual que usted!

MATEO: (Furioso). ¿Para qué vienes aquí?

BERNARDO: Ya le dije que para divertirme.

MATEO: ¿Somos payasos acaso?

BERNARDO: Francamente, señor marxista, vine a olvidarme de mis problemas, a ver si

conocía a una pollita para pasarla bien, pero usted me ha arruinado la noche y yo mejor me

voy para mi casa.

MATEO: (Lo detiene y lo estruja). Ah no. ¿Abandonas la causa? Si ya has empezado como

artista, culmina tu propósito real. ¡Sé como mi abuelo: Alfonso Gazú!

BERNARDO: (Aterrado). Lo conozco, lo conozco.

MATEO: Ejemplo del triunfo y monumento a la modestia. Algún día seré como él, pero

mis tratados no se van a quedar en lata.

BERNARDO: Yo creo que usted anda fuera de tiempo y de lugar; ahí tiene; hasta el muro

de Berlín ya lo derrumbaron. Ya no hay socialismo; nada más falta el tal Castro de entrar en

razón.

MATEO: ¡El socialismo es diferente del comunismo y del marxismo!

BERNARDO: ¿En qué?

MATEO: (Destanteado). ¿Eh?... bueno... bueno... son parientes... pero no iguales, ignorante

capitalista.

BERNARDO: (Cruzándose de brazos, sintiéndose por un momento que domina la

situación). ¿Y la Perestroika?

MATEO: ¿Qué?

BERNARDO: Sí, la Perestroika, la Perestroika, la Perestroika.

MATEO: Es una desinformación imperialista; ya ves, la usan hasta para comerciales de

zapatos.

BERNARDO: Es imposible; yo ya me voy. (MATEO lo sienta de un empujón). Suélteme,

me largo de aquí.

MATEO: ¡Que no! Ya quieres llegar a tu casita para cenar a gusto. ¿Verdad? ¿No te

importa que afuera la gente se muera de hambre!

BERNARDO: (Colérico y rotundo). ¡No!

MATEO: ¿Qué? ¿Lo aceptas?

BERNARDO: (Quitándose el saco). ¡Sí y no me importa! Trabajo ocho horas diarias y le

aguanto las jetas a mi jefe para comer lo que se me antoja. Muy mi trabajo, muy mi friega y

muy mi comida, que me la pago yo.

MATEO: (Dramático). ¡Y te importa un rábano que los niños del mundo duerman en la

calle y los pobres borrachos se mueran de frío mientras que a ti te espera una cama

calientita!

BERNARDO: ¡Tampoco me importa! Mi colchón es de segunda y lo pagué en cómodas

mensualidades; me lo llevé cargando quince cuadras, porque ya no pude con el flete. ¡Por

eso ahí ronco muy a gusto!

MATEO: Si mi abuelo te oyera, si Marx...

BERNARDO: ¡Tu abuelo, Marx y el Partido me valen un reverendo cacahuate! Deja ya de

vivir de las glorias de tu abuelo.

MATEO: (Anonadado). ¿Eh?

BERNARDO: ¿Qué haces para componer este mundo, lacra social?

MATEO: Yo... este...

BERNARDO: ¿En qué contribuyes para que no haya pobreza, ex hippie?

MATEO: (Dubitativo). Yo... protesto... escribo discursos para mítines...

BERNARDO: Mejor ponte a trabajar; si tú mismo nos quitas el peso mantenerte, vas a ser

tan glorioso como Marx. Hay que predicar con el ejemplo.

MATEO: (Sin encontrar la salida decide insultarlo). Contrarrevolucionario, ignorante...

¡mal poeta!

BERNARDO: ¡Ay! (Llevándose la mano al corazón. Esto sí le ha dolido).

MATEO: Aquí te veré dentro de veinte años, en este mismo lugar, igual de podrido como

todos.

BERNARDO: (Triunfal). De manera que vas a estar aquí... veinte años más.

MATEO: (Desconcertado). ¿Eh? Bueno yo... quise decir...

BERNARDO: (Enfurecido hasta el paroxismo comienza a perseguirlo dándole golpes).

¡Flojonazo! ¡Desobligado! ¡Peste! Exiges tu igualdad social para dejar desamparada a tu

familia; hablas de compartir los bienes para quitarme mis cigarros. ¡Devuélvemelos!

(MATEO se los devuelve aterrado ante el monstruo que ha crecido frente a él). ¡Y también

mi monedita!

MATEO: (Empequeñecido). Aquí está tu pinche moneda.

BERNARDO: Vienes aquí para no sentirte tan mal entre todos estos personajes del

submundo. Y además le arruinas la noche a un sano poeta como yo. Porque eso soy: ¡un

poeta! Y como dijo el gran Cervantes: “los perros les ladran a los que pasamos

cabalgando”. (Le arrebata el maletín y le da con él en la cabeza). ¡Toma! (Se escapan

papeles, libros, ropa interior y hasta un rollo de papel sanitario). ¡Que te aproveche tu

marxismo! (BERNARDO sale furioso pero triunfante, con la cara muy en alto. La música y

el ruido callan; MATEO, desde el piso, misa a la gente y recogiendo sus cosas se levanta

poco a poco).

MATEO: (Justificándose ante los demás). Ese... ese que acaba de salir... ¡Es un gigante!

Qué vehemencia, qué tenacidad... De esos necesitamos en este mundo... Lo único que pasa

es que no está ubicado. Compañeros... relegados de todo el mundo... ¡Uníos, camaradas!...

¡Uníos!

OSCURO CON REDOBLES DE TAMBORES

ROMEO Y GERTRUDIS

Para Irma Morantes y

Víctor Hugo Longoria

Personajes:

ROMEO

GERTRUDIS

La escena:

Salita de casa modesta. Es la vivienda de GERTRUDIS, una ancianita que se ha

dedicado a decorar su habitat con carpetitas, floreros y fotografías. A la derecha actor

hay una mecedora antigua, junto a una mesilla de lectura; a la izquierda, una mesita

de té y en sus extremos dos sillas acojinadas; tras de esto, una delicada vitrina, llena

de reliquias afectivas y numerosas cajas metálicas de galletas; al fondo, centro,

impresiona el óleo del general Nicanor el Grande. Aunque de porte severo, sus

grandes bigotes y su pícara sonrisa lo hacen simpático. Toda la atmósfera evoca el

pasado y está matizada en color sepia.

Es de noche y la luz de la luna ilumina ciertas áreas.

GERTRUDIS, de cabellos blancos coquetamente peinados y bata vaporosa en color

celeste, está sentada en la mecedora, leyendo un libro. Comienzan a escucharse

maullidos melancólicos que se repiten, como reclamando algo.

GERTRUDIS: (Dejando el libro) ¡Nicanor!... ¡Nicanor!, ¿Dónde estás?... (Cada vez más

preocupada). ¡Nicanor! (Un recuerdo viene a su cabeza y se pone de pie súbitamente).

¡Nicanor! (Del asiento de la mecedora levanta un cojín ribeteando con encaje, en cuyo

centro está bordado el rostro de un gato. Lo acaricia mientras se siguen escuchando los

maullidos). Nicanor... pobrecito. ¡Ay, Nicanor, que suavecito estás! Ya vas para viejo,

gatito. Espero que no cometas la misma falta que Nicanor El Grande: morirte de pronto, así

como así. Qué fácil. (Vuelve a sentarse). ¿Cuántos años tienes conmigo? (Se lleva el cojín

al oído). Nueve. Eres un convenenciero, igual que tu tocayo el de ese cuadro; nomás

cuando tienes hambre vienes a restregarte en mis medias. El, cuando quería comer, me

abrazaba fuerte y me daba un beso aquí en el cuello; yo sentía su calor. (Suspira). Y

después de la comilona que se daba... derechito a la cama. (Ríe). ¡Qué bárbara! Y así

cincuentaitrés años. (Reclamándole al cuadro, un poco enfadada). Y además siempre le

andabas metiendo mano a las criadas. (De alguna parte se escucha que alguien carraspea).

Lo bueno es que tú, gatito, te conformas con carnita fresca; no, al general había que darle

mole, chiles rellenos, mucho arroz, chocolate, guisados... (Suspira). Cuántas veces pensé

que nomás de cocinera me quería... y también para apagar sus ardores. Sea por Dios. (De

nuevo se escuchan maullidos). Ya estás muy inquieto, gatito, vamos a la cocina para darte

de cenar. (Se escuchan melancólicas campanadas de una iglesia lejana). ¿Oyes? Las diez de

la noche.

(Apaga la luz y sale rumbo a la cocina, llevándose el cojín-gato; por el otro extremo entra

ROMEO sigilosamente, alumbrándose con una linterna; viste de negro y usa un

pasamontañas; examina los objetos. Al llegar a la vitrina exclama):

ROMEO: Puras mendigas galletas.

GERTRUDIS: (Desde la cocina). Nicanooooor.

ROMEO: ¡Ay, güey!

GERTRUDIS: ¿Dónde estás, Nicanor?

ROMEO: En la madre. Entonces no vive sola.

GERTRUDIS: (Muy enojada). Nicanor, ven acá o te arranco la cola.

ROMEO: ¡Qué feo se llevan aquí!

GERTRUDIS: ¡Nica! Ya basta. Si no tienes hambre ¿para que me pides de cenar? Te voy a

cortar las orejas.

ROMEO: Aquí va a haber un muertito; yo mejor me pelo. (ROMEO se regresa por donde

entró, pero en ese preciso momento entra GERTRUDIS y enciende la luz. Ella lleva un

plato de leche; ambos gritan, por el susto. GERTRUDIS le arroja la leche a la cara.

ROMEO, sin pensarlo se quita el pasamontañas y cuando GERTRUDIS le ve la cara ella

vuelve a gritar; ROMEO hace cierto juego de malabares entre volver a ponerse el

pasamontañas, recoger la pistola y la linterna. Está asustado y sumamente nervioso).

GERTRUDIS: ¡Jesús bendito!

ROMEO: (Apuntándole con la linterna). No se mueva, no se mueva... (Se da cuenta, tira la

linterna y toma la pistola). No se mueva, porque aquí marcha...

GERTRUDIS: ¿Y usted quién es?

ROMEO: No suba la voz, no intente gritar, porque me la enfrío.

GERTRUDIS: (Curiosa). Ay, de veras, ¿quién es?

ROMEO: Vengo a llevarme todo lo que tenga de valor.

GERTRUDIS: (Asustada). ¡Un ladrón! (Respira aliviada). Menos mal, gracias a Dios.

ROMEO: (Todavía temblando). ¿Cómo?

GERTRUDIS: Cállese la boca. Con lo ciega que estoy, pensé que era mi difunto marido,

ese que está ahí. (GERTRUDIS señala el cuadro).

ROMEO: (Aterrado). ¿Dónde?... ¡Ah!

GERTRUDIS: Nicanor el Grande, que se me aparecía para llevarme con él.

ROMEO: Pues no, señora. Vengo a robar y más vale que no haga escándalo.

GERTRUDIS: (Dulce). Un raterito.

ROMEO: (Agresivo). Por necesidad, abuela. ¡Y baje la voz!

GERTRUDIS: (Un poco molesta, en gran dama). Mire, caballero, hablo así porque ya estoy

medio sorda; pero no se preocupe, la casa de al lado está vacía y los demás vecinos no se

despiertan ni aunque les pase un tren por encima; qué va, podrían matarme y ellos ni en

cuenta... (Reaccionando). ¡Ay!... No piensa usted matarme. ¿Verdad?

ROMEO: Si hace lo que yo le digo, no la voy a maltratar.

GERTRUDIS: Gracias; es que ¿sabe? Yo soy el principal sustento de la parroquia de...

ROMEO: ¿Hay alguien con usted?

GERTRUDIS: Nicanor.

ROMEO: Dígale que venga.

GERTRUDIS: ¡Ay, joven! Ese es un remilgoso; se da mucho a desear. No viene... a menos

que le de carne.

ROMEO: Señora, ¿a su edad?

GERTRUDIS: Ya no se conforma con lechita.

ROMEO: (Desesperado). ¿Qué... qué es?

GERTRUDIS: Un gatito. Si viera qué bonito el condenado, ya tiene nueve años conmigo,

desde que me dejó Nicanor el Grande.

ROMEO: ¿Alguien más?

GERTRUDIS: No. ¡Ah sí! Cristina y María Amelia.

ROMEO: ¿Sus hermanas?

GERTRUDIS: No, un par de cotorritas australianas; las tengo arriba para que Nicanor no se

las meriende. Les puse así en memoria de una prima de mi papá y de... ¿De quién más,

hijito? (Él alza los hombros). ¡Ah! De mi abuela.

ROMEO: Bueno, señora, no oponga resistencia y...

GERTRUDIS: Ay, joven ni la burla perdona.

ROMEO: Siéntese ahí.

GERTRUDIS: Ay, no; ya me duelen las corvas; mejor aquí paradita. (Amable). ¿Usted

cómo se llama?

ROMEO: Yo soy... ¿Qué le importa?

GERTRUDIS: No sea maleducado o no le vuelvo a hablar. (Le da la espalda).

ROMEO: No sea chiflada, viejilla, porque me la trueno. Vine aquí a llevarme lo que pueda

vender, lo que sea valioso.

GERTRUDIS: (Suspira). ¡Ay pobre!

ROMEO: ¿Qué significa eso?

GERTRUDIS: ¿Qué voy a tener yo de valor? (Divertida). A ver. ¿Cómo qué quiere? (Por la

pistola). ¡Ay! Pero primero guarde esa cosa tan fea. (El se niega). Guárdela, ya he visto

suficientes cuando era muchacha. (Él duda, finalmente la guarda). ¿Qué cosas le interesan?

ROMEO: ¡Plata! Los cubiertos de plata.

GERTRUDIS: Si hubiera usted venido hace doce años se los daba, pero fíjese que se los

regalé a una sobrina que se casó. De una buena vez salí de ese pendiente. ¿Yo ya para qué

los quería? Con un jueguito de esos inoxidables tengo. ¿Para qué darles tentaciones a los

ladrones? Sin ofender. Además, se los regalé para que no estén esperando a que yo me

muera.

ROMEO: ¿No tiene candelabros?

GERTRUDIS: En esta casa pura veladora.

ROMEO: ¿Monedas y joyas?

GERTRUDIS: Monedas creo que sí... ¡Ah, no! Teníamos una colección, pero nos la

robaron en una desbandada de la Revolución. Si viera que fea se puso la cosa: la chusma

entraba y salía como tromba; yo nomás veía pasar las butacas francesas, lasopera de plata

de mamacita, el tocador María Antonieta, los tapetes persas, la cristalería de Murano, las

diez criadas en brazos de los pelados armados. ¡Ay! (Con mucho dolor). Y las gallinas...

pobres gallinitas, si viera qué regadero de plumas.

ROMEO: (ROMEO, quien estuvo embobado con las palabras de GERTRUDIS). Ya, ya

señora, bájele, bájele.

GERTRUDIS: Y en una de esas un hombre se llevó el bolso de las monedas; eran de todo

el mundo. Quién sabe dónde irían a parar.

ROMEO: Me está poniendo nervioso, señora. Tengo prisa, deme las joyas que tenga.

GERTRUDIS: Joyas... joyas... ¡Venga para acá! (lo toma de la mano y lo lleva hasta la

vitrina. Canturrea tocando las latas de galletas). De tin marín, de don pingüe. Esta (toma

una) parece una simple caja de galletas. ¿No es así?

ROMEO: Es una simple caja de galletas.

GERTRUDIS: No, señor. Es mi joyero. Aquí nadie las ve. Las pongo aquí para que nadie

me las robe. (Con la caja en las manos se dirige a la mesita de té). Siéntese.

ROMEO: (Intenta arrebatarle el bote). Deme acá.

GERTRUDIS: (Le da un manotazo). ¡Óigame, no! Siéntese.

ROMEO: (Conteniéndose). Señora...

GERTRUDIS: Que se siente, le digo. (Lo empuja).

ROMEO: No me...

GERTRUDIS: ¡Cállese la boca! (Él se calla). Soy mayor que usted y me debe respeto. Le

voy a dar todo lo que quiera, pero con buenos modales. ¿De acuerdo? Así me enseñaron en

mi casa: educada hasta la tumba.

ROMEO: (Aceptando). Está loca.

GERTRUDIS: (Abre la caja y le entrega una pieza). Mire lo que tengo.

ROMEO: Oiga. Este collar no tiene las piedras; nomás la armazón.

GERTRUDIS: Era mi gargantilla de rubíes. Me la regaló Nicanor El Grande y la estrené en

un baile al que asistió don Venustiano Carranza. Si viera qué bonito. Tenía el jueguito de

aretes y el brazalete. Me veía preciosa; llevaba un vestido de raso blanco y de gran escote,

un abanico de plumas de avestruz... (Tararea un vals y dejándose llevar por el recuerdo se

desliza por toda la habitación).

ROMEO: (Asombrado). Señora, ¡pst, señora!

GERTRUDIS: (Como despertando de un sueño agradable). ¿Eh?

ROMEO: ¿Y las piedras del collarcito?

GERTRUDIS: Espera hijito, ¿por qué tanta prisa? (Suspira). Hasta el mismo Carranza besó

mi mano enguantada.

ROMEO: (Desesperado). Qué bueno, ¿y las piedras?

GERTRUDIS: Se las obsequié a cada una de mis nietas, tengo treintaicinco. (ROMEO

reacciona desconcertado). Entonces se preguntará porqué vivo sola. Pues creo que la

independencia es lo mejor. Imagínese, siempre como prisionera, porque desde que Nicanor

el Grande llegó al pueblo, le dijo a mi papá: (imitando la voz del general), vengo a llevarme

a Gertrudis. La vi recogiendo naranjas y me gustó para mí. (Suspiro intenso). Papacito,

pobrecito; era un relojero tímido y chaparrito, todo tembloroso, no puedo decir que no... Y

desde entonces la Gertrudis en todas las batallas con el general, preparando almuerzos,

organizando a las mujeres, revisando que los caballos estuvieran limpios; en fin, aunque me

hace falta la lata que me daba, comprenderá que ahora prefiero mi libertad. (Bosteza,

comienza a dormirse sin soltar la caja de galletas).

ROMEO: Señora... ey, señora.

GERTRUDIS: Dime, hijito.

ROMEO: Las joyitas.

GERTRUDIS: (Divertida). Ah, claro. (Saca una cajita y se la da).

ROMEO: Vamos a ver... Oiga, esta cajita está vacía.

GERTRUDIS: Ahí tenía un juego de aretes de madreperla y oro blanco, pero los escondía

porque fueron regalo de un almirante inglés de la gran guerra y Nicanor se ponía tan celoso.

Si viera qué necio y qué pesado.

ROMEO: ¿Y dónde los escondió?

GERTRUDIS: En un cofrecito en el traspatio...

ROMEO: ¿Traspatio?

GERTRUDIS: De la casa grande. Los enterré. Esos sí valían una fortuna; pero como

teníamos guajolotes que engordábamos todo el año, vaya usted a saber en qué mesa de

Navidad fueron a para mis alhajas. (Saca un juego de aretes). Mire lo que tengo aquí.

ROMEO: ¿Y esos aretes son finos?

GERTRUDIS: No crea. Para que me los haya regalado Dorotea mi cuñada, es que han de

ser baratijas.

ROMEO: Parecen brillantes.

GERTRUDIS: Pues lléveselos, se los regalo. No encontraba la forma de deshacerme de

ellos. ¡Y pobre de usted si me los regresa!

ROMEO: Claro que no. ¿Qué más hay?

GERTRUDIS: Mire este broche de amatista.

ROMEO: (Saca la pistola, nervioso). ¿Y esa quién es? ¿Otra prima?

GERTRUDIS: (Lo pellizca). No, ignorante. Así se llama la piedra: A-ma-tis-ta. Me lo

regaló mi hermana Genoveva cuando tuve mi primera hija, porque tuve doce hijas.

ROMEO: Doce.

GERTRUDIS: ¿Se lo va a llevar... o me lo va a dejar?

ROMEO: No me vacile, señora. Me lo llevo.

GERTRUDIS: Pues antes de que me arrepienta. (Mostrando otra joya). ¡Ay, mire este

brazalete!

ROMEO: (Atraído por la joya). ¿Qué es? ¿Qué es?

GERTRUDIS: No coma ansias, hombre. (Molesta). ¿Por qué la juventud siempre tiene

tanta prisa? Luego les va a sobrar el tiempo para estar en una mecedora. Además, no se

precipite. Aquí no hay policías.

ROMEO: (Enojado). ¡Deme ese brazalete!

GERTRUDIS: Óigame, no. Por la fuerza no. Más respeto, jovencito.

ROMEO: (Conteniendo el disgusto, se sienta). De acuerdo, abuela. (Ella, sonriendo

traviesa, le pone la joya en la mano).

GERTRUDIS: Mire, es la primera vez que me roban y yo creo que es la última, porque no

tengo mucho y como estas cosas no suceden muy a menudo, pues hay que celebrarlo.

ROMEO: ¿Qué?

GERTRUDIS: (Se levanta tarareando el mismo vals de antes; llega, con pasitos de baile,

hasta la vitrina). Tengo un licorcito que me traje de Guanajuato... ¿Cuándo, hijito?

(ROMEO se alza de hombros). Ah sí, en 1956... Aquí está (saca la botella y dos copitas).

No me vaya a salir con que no toma.

ROMEO: Bueno, yo como dicen los policías: nunca bebo cuando trabajo; pero, pues...

como es la primera vez que robo...

GERTRUDIS: Ándele, no sea estirado. Ya bastantes desprecios me hace el gato. (Le sirve).

Está tan sabroso. (Le da una copa y lo mira extraña. Ella no bebe).

ROMEO: (Observa la copa con inquietud y desconfianza). Oiga, señora... ¿no tendrá...

veneno?

GERTRUDIS: Óigame, si el matón era mi marido; yo nomás le hacía de comer... (con

cierta sensualidad). Y le cumplía como mujer. (ROMEO se incomoda. Ella también se

sirve. Beben). Mmmm exquisito.

ROMEO: Pues sí, está sabroso. Ahora sí: las joyas.

GERTRUDIS: Espérese, eso es lo de menos. Mire. (Señala el cuadro). ¿Le conté que

Nicanor el Grande era General?

ROMEO: (Desesperado, llorón). Señora, las joyas.

GERTRUDIS: (Molesta). Ay, necio como todos los hombres. Aquí están, son esmeraldas.

(Saca el resto de las joyas dispersándolas sobre la mesa). El collar de perlas chinas, el

camafeo de zafiros y alabastro, el prendedor de diamantes, la peineta de carey con rubíes, la

cadena de oro y todo lo demás; tenga y ya cállese la boca. (Le da un ligero coscorrón).

ROMEO: (Asombrado). Esto debe valer... una fortuna.

GERTRUDIS: ¿Usted cree? Qué bueno; ojalá le sirvan. Si viera que a mí ya no. Con la

edad, los valores de las cosas van cambiando. Una es capaz de regalar todos los brillantes

por volver a tener salud. Ay, muchacho, yo no sé para qué andas robando estas porquerías,

si tienes el mejor tesoro: tu juventud.

ROMEO: (Que ya ha guardado las joyas). Pues sí, pero si no me alimento, nunca llegaré a

tener todos esos años que usted tiene.

GERTRUDIS: ¿Es eso cumplido? A una dama nunca se le habla de la edad.

ROMEO: (Riendo). Usted sí que está bien loca. Yo no esperaba.

GERTRUDIS: Aprenda a escuchar. Hubo épocas en que yo también tuve que robar para

comer. ¡Ah! ¿Verdad? Se quedó cuadrado. Nicanor y yo saqueamos un rancho y yo solita

tuve que cargar un puerco... La vimos bien negra, pero ya luego le contaré. Le decía que mi

Nica fue general... échese otro traguito.

ROMEO: Juega el gallo.

GERTRUDIS: Peleó en la Revolución, con sus pistolototas y su caballo pinto. A veces creo

que lo quería más que a mí. Después, por poco llega a gobernador, pero le falló el dedazo.

ROMEO: Oiga y... ¿Por qué le decían Nicanor El Grande?

GERTRUDIS: (Avergonzada). ¡Ay, joven! Esas cosas no se preguntan.

ROMEO: (Divertido). ¿De veras?... mire, tenía sus gracias el generalito.

GERTRUDIS: ¡Ay, qué calor! (Cambiando de tema). Oiga, ¿no tiene hambre? ¿Qué tal

unos tamalitos recalentados?

ROMEO: (Bebiendo rápidamente como si fuera a marcharse). No, señora; muchas gracias,

yo...

GERTRUDIS: (Molesta). Todavía está pensando en qué más llevarse, ¿verdad? Mire, allá

adentro está la televisión a colores, si quiere la licuadora y la olla express son todas suyas,

ese cuadro del corredor es un garabato del famoso Diego Rivera, también se lo regalo.

Todo lo que quiera llevarse, menos a mi gato Nicanor.

ROMEO: ¡Que me voy a llevar al gato! Sólo que sea para comérmelo.

GERTRUDIS: Cállese la boca. (GERTRUDIS hace un movimiento con la mano, ROMEO

advierte su argolla).

ROMEO: Oiga, ese anillo...

GERTRUDIS: (Lo esconde). No. Mi argolla no... ¿verdad que mi alianza no? (Se muestra

triste).

ROMEO: Está bien, está bien, pero... ¿qué le pasa?

GERTRUDIS: Esta argollita, no sabe qué importante es para una mujer; el recuerdo de la

iglesia, el aroma de los azahares y el incienso, el vestido blanco... mi Nica... tan guapote

con sus bigototes... y bueno, hace nueve años que se me murió... y... y esto es lo que más

vale para mí.

ROMEO: Bueno, bueno, esa no me la llevo, pero ya no llore. (Sirve licor para los dos).

GERTRUDIS: Qué pena, yo ya llorando y todo y ni siquiera me he presentado. Claro que

su intromisión no fue muy educada, pero en fin, (tendiéndole su mano femeninamente). Soy

Gertrudis Longoria viuda de González.

ROMEO: (Ante la actitud pomposa que ella ha tomado, él se hinca y divertido le besa la

mano). A sus pies.

GERTRUDIS: ¡Ay, que hermoso cumplido!

ROMEO: Ya ve, yo también sé portarme bonito. Yo me llamo Romeo Azpilicueta.

GERTRUDIS: (Fascinada). ¿Romeo? (Delicadamente toma una servilleta y recita). “Dime,

¿cómo has podido llegar hasta aquí, y para qué? Las tapias del jardín son altas y difíciles de

escalara, y el sitio, de muerte, considerando quién eres, si alguno de mis parientes te

descubriera”.

ROMEO: Es que uno va agarrando experiencia en saltar tapias y bardas y... (sacando la

pistola). ¿Pueden venir sus parientes?

GERTRUDIS: Qué van a venir, hombre. Nunca me visitan; nomás a fin de mes. Soy la

única opción antes del monte de piedad. Estoy bien sola. Además, le estoy recitando el

parlamento de Julieta, (ROMEO no lo entiende) sí, de la obra de Romeo y Julieta de

William Shakespeare. (Lo pellizca). ¡Ay, pero qué ignorante!

ROMEO: ¡Ah!, pues es que muy apenitas acabé la secundaria. Salud. (Bebe).

GERTRUDIS: Escuche esto otro: “Tú sabes que el velo de la noche cubre mi rostro; si así

no fuera, un rubor virginal verías teñir mis mejillas...”

ROMEO: (Aplaude bajito, subyugado). Bravo, bravo.

GERTRUDIS: (Repite melancólica). “... un rubor virginal verías teñir mis mejillas”.

(Llora).

ROMEO: ¿Y ahora qué le pasa? Tómese otra copita.

GERTRUDIS: Es que me acuerdo. (Bebe). Yo hice el papel de Julieta cuando era joven;

cuando ya había pasado la Revolución, Nicanor me ordenó, que con las esposas de los

políticos hiciéramos un grupo de teatro, aprovechando que una compañía rusa estaba de

gira. Un maestro soviético nos dirigió y... pues me acuerdo. Qué belleza. Salud. ¿Ha leído

la obra?

ROMEO: ¿Romeo y Julieta? (Con pena). No. ¿Pues no le dije que...

GERTRUDIS: (Lo interrumpe). Se la voy a regalar. (Va a la mesita de lectura y toma el

libro). Es un libro que yo quiero mucho, pero seré más feliz si usted sabe porqué su nombre

es tan famoso. Al fin y al cabo yo lo he leído tantas veces.

ROMEO: ¿Pero cómo me lo va a regalar si le gusta tanto? De ninguna manera. Yo nomás

me llevo lo que necesito.

GERTRUDIS: Créeme, Romeo, que esto te es más necesario. El alimento del espíritu. Y

este texto es el amor convertido en tintas.

ROMEO: (Enternecido). Qué bonito... qué bonito habla... (con ganas de llorar). Sabe, yo...

he sufrido mucho. Estoy tan solo, Julieta... digo... señora. Toda la vida he trabajado muy

duro, vino el (irónico) reajuste y... estoy sin dinero... nada de familia, nada de amigos, soy

un rezagado. Ahora metido en estos trabajitos... ¿No cree que es triste pertenecer a lo peor?

Pero la situación nos obliga a...

GERTRUDIS: Esa es la excusa; cuando somos viejos reflexionamos y nos damos cuenta

que la vida que elegimos, sencillamente era la que nos convenía. (Le acaricia el cabello).

“Yo no te juzgo, Romeo. ¿Qué culpa tienes de haber nacido Montesco? ¿Y quén soy yo

para juzgar al mundo? El verdadero amor es la comprensión y la libertad. Yo te entiendo,

Romeo, y porque te amo te dejo libre”.

ROMEO: Yo también la quiero... Gertrudis.

GERTRUDIS: El hombre se olvida de lo que es...

ROMEO: Hasta que se encuentra a alguien como usted en el camino.

GERTRUDIS: Gracias, Romeo; tengo mil cosas que contarte, pero... (suenan las campanas

dando las doce). Pero por ahora, vete. Toma lo que quieras y márchate. (Le da un beso en la

frente, él se queda pensando, pensando; ella con ligerísimos pasos de baile y tarareando el

vals se dirige hacia el interior de la casa).

ROMEO: ¡Julieta!

GERTRUDIS: ¿Sí?

ROMEO: Ya no quiero nada (deja las joyas). ¿Cómo podría yo robarte?

GERTRUDIS: A mí no me robas nada; mi tesoro lo tengo en el corazón y me lo llevaré

hasta la tumba.

ROMEO: Eres como... como mi...

GERTRUDIS: Sin comparaciones edípicas, por favor.

ROMEO: No sé... yo quisiera al menos... volver a verte, volver a platicar...

GERTRUDIS: Para mí será un placer. Esta es tu casa. (Piensa, hay cierta magia en su

mirada, finalmente le dice). ¿Quieres vivir aquí?

ROMEO: ¡¿Qué?!

GERTRUDIS: Que si quieres vivir aquí; como mi invitado y sólo hasta que tu quieras.

ROMEO: Pero, Gertrudis, yo...

GERTRUDIS: Nada de sexo. En eso ya estoy obsoleta. (Le acaricia el rostro). El amor,

sólo con el alma.

ROMEO: ¿Y... tus parientes?

GERTRUDIS: No me importa. Por comodidad diremos... que eres el jardinero; pero en la

intimidad serás mi gran amigo. Música, poemas, comida y licor directo de Guanajuato.

(Ríen).

ROMEO: Brindemos. (Toma las copas).

GERTRUDIS: Salud. Por la vida.

ROMEO: Salud. Por Romeo... y Gertrudis.

SUENA EL VALS. OSCURO LENTO.

TALLAS EXTRAS PARA CORAZONES GRANDES

Para Ofelia Arredondo

y Gilberto Trejo

Personajes

NICÉFORO

GERARDINA

La escena:

Pequeño recibidor de la casa de un sastre, que hace a la vez de vivienda y taller; hay

una mesa de corte, vieja y con retazos de tela y enseres de confección encima; un

gastado y sucio sillón, frente a un destartalado televisor; dos sillas, viejas también, y

un antiguo refrigerador. Por todas partes hay carpetitas tejidas, y restos de bolsitas,

vasos, latas y cajas de la llamada comida chatarra.

Es de noche, NICÉFORO está viendo un programa de televisión. Él es huesudo,

greñudo y luce desaliñado; lleva una camiseta de tirantes amarillenta y rota, además

de pantaloncillos cortos muy gastados. Embobado ante el aparato, teje una carpetita;

de cuando en cuando traga palomitas de maíz de un gran balde; a su alrededor hay

restos de comida en diferentes platos y envases.

VOZ DEL ANIMADOR DE TELEVISIÓN: Y recuerden que en su programa “Al estilo

Robin Hood”, todos somos ganadores. Aquí tenemos a una fiel aficionada de “Al estilo

Robin Hood”; díganos doña Romanita, ¿qué siente ahora que la están viendo billones de

telespectadores?

VOZ DE ROMANITA: Ay pos... pos me siento retecontenta de estar en este programa

porque... porque... ¿por qué?... (Voz del animador que le dice entre dientes)... ¡Ah sí!

Porque aquí los ricos les dan a los pobres y se hacen más ricos. (Gran aplauso).

VOZ DEL ANIMADOR DE TELEVISIÓN:

Magníficamente bien pronunciado el lema de “Al estilo Robin Hood”; y ahora, para que se

lleve a su casita un saco gigante de detergente Blancurex... (NICÉFORO como por

costumbre, repite a la perfección las palabras del animador) dos pases para el cine, cinco

latas de manteca de puerco Heliotropo y esta preciosa la-va-doraaaaa; además del retrato

autografiado de su servidor... Dígame, en la sección del cine mexicano... (NICÉFORO se

emociona)... ¿Quién formó la inolvidable pareja de la película María Candelaria?

NICÉFORO (Inmediatamente): Dolores y Armendáriz.

VOZ DE ROMANITA: Este... este... María Félix y... ¡Juan Escutia! (Suena una chicharra y

se dejan escuchar lamentos del público).

(Llaman a la puerta con golpes fortísimos, NICÉFORO se estremece y luego, molesto,

apaga el televisor).

NICÉFORO: Ya voy... momentito... ah, qué bien joroban... ya voy...

(Los golpes siguen, NICÉFORO abre y aparece GERARDINA; tiene alrededor de ciento

sesenta kilos de peso, viste una bata acolchada, de flores rosadas y lleva pantuflas de

peluche con caritas de plástico de algún personaje infantil. La mujer viene bañada en llanto,

lanza un grito estremecedor y, en su carrera al interior de la habitación, aplasta a

NICÉFORO, dejándolo estampado en la pared. GERARDINA se sienta a llorar en una de

las sillas, pataleando como un bebé gigante).

GERARDINA: (En un grito desgarrador). ¡Mi vida es una tragedia! (Llora).

NICÉFORO: (Tras un terrible esfuerzo por recuperar el aire). ¿En qué...? ¿En qué? ¿En

qué... le puedo... servir? (GERARDINA llora más fuerte aún). Por favor, cálmese... ¿Qué le

pasa? (GERARDINA, se asusta). ¡¿Qué?!... (Pudorosa). ¿Y usted quién es?

NICÉFORO: (Aún sin poder respirar del todo bien). Eso mismo... eso mismo... ¡Eso mismo

le pregunto yo!

GERARDINA: ¿No es ésta la casa de don Anastasio el sastre?

NICÉFORO: (Enojado, sobándose). Ese mismo; yo soy su hijo.

GERARDINA: Qué alivio, pensé que me había metido en casa de un extraño.

NICÉFORO: Yo no puedo decir lo mismo, porque se ha metido una desconocida y creo...

(se queja) que hasta me ha roto las costillas. (Aullando se deja caer en el sillón).

GERARDINA: Quéjese, quéjese. En estos días todos son víctimas. Eso es lo que creen,

hasta que conocen a Gerardina y piensan en lo que significa ser ella las veinticuatro horas

del día.

NICÉFORO: (Todavía muy molesto y adolorido) ¿Y esa quién es?

GERARDINA: Pues yo... Gerardina Gutiérrez.

NICÉFORO: Ah... (Mintiendo). Pues mucho gusto. (Repentinamente, GERARDINA

vuelve a llorar; entre sollozos trata de decir algo, pero no se le entiende). ¿Qué dice? Deje

de llorar, no le entiendo.

GERARDINA: (En un grito). Que si tiene un refresco.

NICÉFORO: (Totalmente desconcertado). ¿Un... refresco?

GERARDINA: (Con desesperación creciente). Sí, o una malteada, galletas, una cerveza,

salchichas, pastel... ¡lo que sea para calmar esta angustia que me vuelve loca! (Descubre las

palomitas de maíz). ¡Pop corn! (Comienza a comérselas desesperadamente).

NICÉFORO: No, no, espérese. Ya están rancias. (Difícilmente logra llevarla a una silla).

GERARDINA: (Modosa y tratando de controlarse). Gracias. (La silla truena). Gracias. (La

silla truena). Ay, perdón... ¿Y mi refresco?

NICÉFORO: Ah, sí. (NICÉFORO busca en el refrigerador).

GERARDINA: (Comenzando a lloriquear). Ándele, ándele...

NICÉFORO: (Rápidamente saca un refresco enlatado). ¡Aquí tiene!

GERARDINA: Gracias. (Lo toma muy educadamente, se lo lleva a la boca y lo bebe todo

de un largo trago).

NICÉFORO: (Entre dientes). Ay, mendiga... qué bruta.

GERARDINA: (Al acabar). ¿Y qué más?

NICÉFORO: ¿Qué más qué?

GERARDINA: (Patalea). Que qué más me va a dar, porque si no, me regresa la histeria.

NICÉFORO: (Alarmado busca). ¡Aquí hay papitas! (Le avienta la bolsa con miedo,

GERARDINA come con discreción). Y ahora puede decirme... ¿Para qué quiere a mi papá?

GERARDINA: Es una historia muy larga; todo empieza desde antes de que yo naciera;

dicen que mi mamá, en el octavo mes de embarazo, se impresionó en el circo viendo a los

elefantes. (Llora, luego se controla). ¿A dónde quiero llegar?, se preguntará usted... ¡me

acabo de pelear con Márgara!

NICÉFORO: ¿La costurera?

GERARDINA: Sí, esa misma. Me corrió. Por eso vengo a ver si su papá, en esta urgencia,

me presta sus servicios de confección.

NICÉFORO: Pero mi papá es sastre, él no...

GERARDINA: (En un grito). ¿Pero es que no comprende la gravedad del asunto?

NICÉFORO: ¡Explíqueme; no le entiendo, porque tiene la bocota llena!

GERARDINA: (Tras una pausa embarazosa). Ya se acabaron las papitas. (Él le arrebata la

bolsa y la arroja junto al televisor, ahí es donde GERARDINA descubre un platico). Oiga...

¿se va a comer este pedacito de pastel?

NICÉFORO: Pues... está un poco duro.

GERARDINA: (Probándolo) No, está sabroso... Pues bien, la malvada doña Márgara se

niega a coserme un vestido más, y eso que yo no le pido mucho; como casi nunca salgo,

sólo para ir a trabajar... (Suspira mirándose el cuerpo). A mí quién me va a querer.

(Termina el pastel con un gran mordisco).

NICÉFORO: ¿Por qué no me lo cuenta por partes? Primero lo de Márgara, luego lo del

trabajo, después lo de los elefantes...

GERARDINA: Tiene razón; he llegado a invadirlo como una bestia salvaje. La cosa está

así: (triste). Yo... ¿cómo le diré?... yo... tengo un pequeño problema... yo... estoy traumada.

NICÉFORO: ...

GERARDINA: Claro, se ha quedado mudo, no puede entenderlo. Eso mismo le pasa a mis

compañeras de trabajo.

NICÉFORO: A ver, ya cálmela, ¿dónde trabaja?

GERARDINA: En la chocolatera La Veracruzana; pero sólo en el turno de noche. Hicieron

una concesión especial para mí. Volviendo a mi trauma... (con desesperación creciente)

en... mnn... ah...

NIÉFORO: (Corre al refrigerador). ¡No me diga, no me diga! ¿Qué le parece una cerveza?

(Ella asiente). Aquí tiene.

GERARDINA: (Bebe) Mis amigas, bueno, las compañeras, no lo pueden creer. ¿Tú? Me

dicen, ¿tú traumada, con ese carácter de ángel que tienes? Pues sí, pero ellas no me ven

todo el día, ni sienten lo que yo. Pero eso sí, yo calladita, la amargura nomás adentro; por

fuera soy un algodón de azúcar. ¿Usted… usted podría adivinar por qué estoy traumada?

NICÉFORO: (Mintiendo, batallando para ocultar su risa). No, no me lo puedo imaginar.

GERARDINA: Pues… porque… estoy (muy bajito) gordita.

NICÉFORO: ¿Eh?

GERARDINA: (Repite). Gor…di…ta.

NICÉFORO: (Bajito). ¿Eh?

GERARDINA: (Gritando). ¡Gorda!... ¡Estoy muy gorda! (Llora inconsolable).

NICÉFORO: ¿Y luego?

GERARDINA: ¿Qué?, ¿no lo entiende?

NICÉFORO: Si está gorda, es porque quiere.

GERARDINA: Pero, ¿cómo se atreve?

NICÉFORO: La atrevida es usted, que casi me tumbó la puerta y me dejó planchado y sin

aire.

GERARDINA: (Molesta). Yo venía a buscar servicios.

NICÉFORO: Y aquí los tiene, pero primero cálmese; además, ¿de qué servicios quiere?,

¿de sastre o de psicoanalista?

GERARDINA: (Ofendida). Eso me gano por devaluarme e intimar con cualquiera.

NICÉFORO: Yo no la quiero insultar. Total, si le parece, hablamos, que al fin no tengo

nada que hacer.

GERARDINA: (Molesta). Gracias, joven. Mejor vayamos al grano: tómeme medidas.

NICÉFORO: ¡No!

GERARDINA: ¿Cómo?

NICÉFORO: No, yo no sé. Papá insiste en que aprenda, pero naranjas, yo no quiero acabar

como él, siempre metidote en la rutina.

GERARDINA: Pero es que yo necesito un vestido; se casa mi hermana y no tengo con qué

ir a la boda. Soy la madrina de arras, pero no encuentro qué ponerme. Hace mucho que ni

las tallas extras me quedan. Márgara era la única que me confeccionaba y me guardaba el

secreto de que iba subiendo de peso. Pero… ¿qué quiere usted? Yo tan sola, tan triste, en

realidad he comprobado que mi verdadera amiga… es la despensa.

NICÉFORO: Ah, y usted quiere que mi papá le haga el vestido.

GERARDINA: Es mi única salvación; Márgara me dijo: qué bárbara, tú no necesitas una

costurera; más bien deberías de ir a donde cosen las carpas. (Llora sin percatarse de que

Nicéforo se ríe). ¿Usted cree? Y todo porque su marido se le fue con otro.

NICÉFORO: ¿Con otro?

GERARDINA: Sí, con un pelado que le surtía la lentejuela. Qué feos, ¿verdad? (Nicéforo

se alza de hombros). Yo no tengo la culpa y ella se desquitó conmigo. Pero nunca, nunca

voy a regresar.

NICÉFORO: Hay otras costureras en este mismo barrio…

GERARDINA: Ni me diga. Son sus cómplices. Ya les llamó y me puso de lo peor con

ellas. Como le contaba, voy al trabajo de noche, porque no me gusta que me vea la gente.

Se me quedan mirando como entre raro. Paso y los chamacos imitan el sonido que

produce… cierto animal de granja.

NICÉFORO: ¿De esos que les ponen una manzanita en el hocico?

GERARDINA: ¡No sea obvio! Qué gacho. ¿No ve cómo me duele decirlo? Por eso el

vestido para la boda lo quiero en negro, para simbolizar mi luto de que nunca, jamás llegaré

al altar.

NICÉFORO: Ahora sí ya la voy entendiendo. Yo también estoy traumado.

GERARDINA: ¿Ah sí? Pues no me diga que por lo flaco, porque está usted todo huesudo.

(Él niega sonriendo; Gerardina descubre algo sobre el refrigerador). Oiga… ¿se va a comer

este tamalito?

NICÉFORO: No, lléguele. Lo de flaco es lo de menos. Yo, como dice mi papá: Hijo, te

corre atole por las venas. Estoy traumado pero por mi nombre, me llamo… (sin atreverse a

decirlo)… mnoforo…

GERARDINA: ¿Cómo?

NICÉFORO: mnfforooo.

GERARDINA: ¿Qué, qué?

NICÉFORO: (Bajito). Nicéforo.

GERARDINA: (Comenzando a reír). ¿Ni… ni qué?

NICÉFORO: (Grita). ¡Nicéforo, hombre!

GERARDINA: Nice… Nice… Niceto… (Ríe a carcajadas por largo rato). Nicéforo me

suena como a semáforo.

NICÉFORO: ¿Ya ve? Usted también se burló.

GERARDINA: Discúlpeme, pero es que es comiquísimo.

NICÉFORO: (Piensa). Pues sí, ¿verdad? (Ríe). Al menos ya te hice reír. Te hablo de tú,

¿no? Total, gorda y todo, te ves chiquilla.

GERARDINA: Claro. Rozo apenas los… bueno, es algo que no tiene importancia.

NICÉFORO: Siéntate. (Le acerca las palomitas, ella se sienta). Mi papá es amante de la

fotografía. Por un tiempo fue profesional.

GERARDINA: ¿Con estudio y todo?

NICÉFORO: No, tenía su caballito en la Alameda.

GERARDINA: Qué típico.

NICÉFORO: Le sacaba fotos a muchos niños, pero lo dejó porque no le daba lo suficiente y

se dedicó a vestir galanes. Me puso Nicéforo por Joseph Nicephore Niepce, dizque el

primero que sacó una foto en una cámara… créeme que hasta la fecha, no sé si me dio ese

nombre por admiración al güey ese, o en venganza de que un chamaco botijón, (la mira),

así más o menos… (Ella ofendida arroja las palomitas de nuevo al balde)… le rompió el

caballito y ya no pudo sacar fotos.

GERARDINA: Pues ya somos dos los traumados. Lo bueno es que a ti no se te nota. Nadie

en la calle te grita tu precio.

NICÉFORO: ¿Y a la hora de firmar? ¿Qué? Mi acta de nacimiento, mi cartilla, mi

pasaporte, mis credenciales, en todo: Nicéforo, Nicéforo, Nicéforo. Como una pesadilla.

Dicen que cuando me bautizaron, el padre se rió tanto, que por poco y me ahogo en la pila

del agua bendita.

GERARDINA: (A carcajadas). Ay, ¡qué bárbaro!

NICÉFORO: Pero eso no es lo más duro de mi vida; como aquí me paso las horas sentado,

viendo la tele, papá duro y dale en que le entre a la tijera y yo duro y dale con que no;

porque no me dejó ser lo que yo quería.

GERARDINA: ¿Qué?

NICÉFORO: Dibujante de comis.

GERARDINA: ¿De qué?

NICÉFORO: De comis.

GERARDINA: Ah… (Pronunciándolo en un inglés exagerado) de comics.

NICÉFORO: Eso. También escribo las historias. Un día me libero del yugo explotador y

me voy a ofrecer mis servicios. Me amenaza diciendo que me va a desheredar y yo pienso:

¿Todo el sacrificio para quedarme con la colección de tijeras del porfiriato y la pinche mesa

de corte? N’ombre, mejor veo la tele y aprendo más.

GERARDINA: Entonces… ¿no sales?

NICÉFORO: A veces prefiero quedarme en casa, casi siempre. No crea que por huesudo.

GERARDINA: Yo no te quise ofender, qué esperanzas.

NICÉFORO: Ya lo sé, si tú estás para que te ofendan.

GERARDINA: ¿Cómo ¿

NICÉFORO: Pero porque tú quieres.

GERARDINA: Sí, ahora me vas a decir que yo tengo la culpa de estar gorda, pero lo que tú

no sabes, ni nadie sabe… (Miente) es que yo… tengo un problema de la tiroides. (Se llena

la boca de palomitas).

NICÉFORO: No, no es eso. Yo creo que uno proyecta lo que se siente. Si me creo feo, me

van a ver feo y así; por ejemplo, con la raza, cuando hablamos de cine mexicano, no hay

quien me gane.

GERARDINA: Claro, te pasas la vida frente al cinescopio.

NICÉFORO: Pero eso me da seguridad para hablar del tema. A veces imito a los artistas: A

Resortes, Cantinflas… Clavillazo me sale sensacional. Nomás fíjate. (Lo imita). Ah

méeeeeendigo.

GERARDINA: Bravo, bravo, deberías hacer una revoltura de los tres y con el nombrecito

que tienes, mirar directo al estrellato.

NICÉFORO: No. Yo lo que quiero son los comis. (Pausa, ambos piensan). Durante el día…

¿qué haces?

GERARDINA: (Triste). Nada. No puedo lavar, porque ya no quepo en el cuartito del

lavadero. O la lavadora o yo. Además pintaba, pero ya no alcanzo el caballete… en fin…

colecciono fotos de artistas.

NICÉFORO: (Emocionado). ¿Del cine mexicano? (Ella asiente). Qué casualidad, yo

también. Tengo de Pedro Infante, de Silvia Pinal, del Indio Fernández, de…

GERARDINA: (Súbitamente). ¿Puedo pasar a tu refri?

NICÉFORO: ¿Có… cómo?

GERARDINA: A tu refrigerador; es que lo que había aquí ya se acabó. ¿Sí?... Ándale.

NICÉFORO: Pues no creo que tenga mucho, pero si te sientes mejor… pues vamos… (Ella,

emocionada, toma una silla y la pone a un lado del refrigerador. Lo abre, contenta).

GERARDINA: Vamos a ver qué hay por aquí… (Feliz). Mermelada de fresa… (con un

dejo de doble intención) cueritos en vinagre…

NICÉFORO: (Ruborizado se ríe). Mírala… mírala.

GERARDINA: Mantequilla… mortadela… ¿Qué hay en esta cajita? (La abre y grita

fascinada). ¡Sopita de fideo! Rápido, una cucharita.

NICÉFORO: (Proporcionándosela). Adelante, matadora.

GERARDINA: (Come compulsivamente). Ay, qué pena, pero sólo comiendo me

tranquilizo.

NICÉFORO: ¿Y qué tiene de malo? No le haces daño a nadie.

GERARDINA: ¿Verdad? Ya que estamos en confianza, ¿tienes algún otro pasatiempo

aparte de las fotos?

NICÉFORO: Este… ver la tele y… ah sí, memorizar los nombres de los personajes de

todas las telenovelas.

GERARDINA: ¿Te digo mi pasatiempo?... es otro más… íntimo.

NICÉFORO: (Ruborizado nuevamente). Mírala… mírala.

GERARDINA: ¡Colecciono pastelitos de chocolate!

NICÉFORO: ¿Pero… cómo?

GERARDINA: Bueno, los colecciono y me los como. La cosa es que nunca falten. (Ríe

pícara y traviesa). Tengo un ropero enorme de tres lunas, lleno de pastelitos de chocolate en

bolsita. (Ríe). El camión repartidor llega directamente a mi casa. Soy bárbara ¿verdad?

NICÉFORO: Pues yo creo que eso es autenticidad.

GERARDINA: Nunca me había encontrado a alguien que hablara tan hermoso.

NICÉFORO: El problema de hoy con la gente es que no se aceptan como son; yo sí. Papá

dice que soy un desquehacerado y no me importa. Además, yo compenso lo que me como,

porque tejo carpetitas para los muebles.

GERARDINA: (Viendo en derredor) Con razón.

NICÉFORO: Tengo como doscientas. Un día me salgo a venderlas para taparle la boca a mi

papá. Aprendí a hacerlas en el programa matutino “Cosas para la casa”.

GERARDINA: Ahí también enseñan cocina, ¿verdad?

NICÉFORO: Así fue como aprendí a preparar el mole verde; soy bueno para la cocina

mexicana.

GERARDINA: ¡Qué rico! (Súbitamente triste). Pero… ¿y mi vestido? Quizá es mejor que

nadie me lo haga, quizá es mejor no ir; tan gorda y tan fea. Yo sé que la gente me critica:

Mira esa, ¿cómo se puede una dejar tanto? Pero la verdad, le he hecho la lucha a todo; la

dieta de los tres días, la de la luna, la vegetariana, la de las proteínas, la de los aminoácidos,

la esotérica, el M.T., el hinduismo… en fin, he estado en “Líbrate de las lonjas” y en

“Gracias sin grasa” y no me ha resultado. ¿Tú has ido? (NICÉFORO se niega). No, pues a

qué vas. Fíjate. (Imita a la conferencista) Por una buena salud y una figura esbelta,

dejaremos de comer; ¿Verdad que todos queremos ser felices? Síiii. ¿Verdad que no

queremos parecer pavitos rellenos para Navidad? Nooo. (A punto del llanto). Y allá va

Gerardina, a comprar todos los productos dietéticos; todo el sueldo gastado en eso; luego, al

pasar por una pastelería, veo unos merengues y unas empanadas rellenas de cajeta con

nuez, y me digo: la última de mi vida. ¡Y termino comiéndome quince merengues y dos o

tres kilos de empanadas! Es un suplicio. Nada te queda, nada te va; no te pongas rayas

horizontales porque te ves más gorda. ¿Más? ¿Pero es que todavía puedo verme más gorda?

Ya me duelen las rodillitas por el peso. Pero… ¿qué le voy a hacer? Si son irresistibles las

fritangas, tortas, almíbares, chicharrones y dulces mexicanos, desde las pequeñas alegrías

hasta las charamuscas. ¡Nunca, nunca podré dejar mis pastelitos de chocolate! (Llora.

Nicéforo va a cerrar la puerta del refrigerador). ¡No lo cierres!

NICÉFORO: Pero es que se gasta la luz.

GERARDINA: ¡Todavía me falta el quesito! (El vuelve a abrir el refrigerador). Es horrible

ser una rezagada. No hay faja que me sirva, y menos que me disimule y luego desnuda y en

mis carnes… ¡qué carnes!

NICÉFORO: (Lujurioso). Mírala… mírala.

GERARDINA: (Apenada). Ay, qué vergüenza, que pena, ya te estoy contando intimidades,

pero como mi única amiga era la Márgara y ya ves, (Vuelve al llanto). Hasta suicidarme es

un problema. Porque estoy segura de que no quepo en ningún ataúd. Cuando era chiquita,

las niñas de la escuela eran bien malas y me decían que mimadita me hacía el chocolate en

la tina de la lavadora y que cuando me acostaba me caía de la cama, pero por los dos lados.

¡Todos los chistes eran sobre la gorda Gerardina! Me voy a matar y ¿sabes cómo?

¡Comiendo!, en protesta por las burlas, ofensas y agravios.

NICÉFORO: (Bajito). Ah chingá, chingá… ¿Y luego?

GERARDINA: ¿Otra vez? ¿Te parece poco lo que acabo de contarte? No me digas lo que

Márgara: tienes la culpa de estar como ballenita. A veces, me daba ánimos: no te apures, mi

reina, hay hombres a los que les gustan las gorditas. (Entre dientes, muy bajito). Pinche

perra.

NICÉFORO: Ejele. Qué boquita.

GERARDINA: Ay, es que hay otras que comen y comen y nunca engordan.

NICÉFORO: Yo soy de esos.

GERARDINA: Pues qué envidia.

NICÉFORO: Tu problema, Gerardina, no son todos esos kilos que tienes encima.

GERARDINA: Qué adulador.

NICÉFORO: Es que no te aceptas. Quiérete, ámate más a ti misma y punto final.

GERARDINA: ¿Tú… tú crees?

NICÉFORO: Mira, si te mueres, lo único que van a decir es: pobre gorda, un día tenía que

reventar. Prrr ¿Y de qué te va a servir?

GERARDINA: Es que nunca puedo ponerme traje de baño.

NICÉFORO: Ah, pero con qué gusto te comes una pizza con tocino y salami.

GERARDINA: Tampoco puedo andar a la moda.

NICÉFORO: Y qué sabroso te parece un banana split con mucha nuez.

GERARDINA: Se burlan de mí los niños.

NICÉFORO: Pero acuérdate de los lonches de tres pisos y de los pasteles de fresas con

crema.

GERARDINA: (Evadiéndolo) ¿Eh? (Va al refrigerador). Ay qué pena, ya me acabé todo…

¡Sorpresa!... El quesito.

NICÉFORO: Mira, Gerardina, en esta vida no podemos tenerlo todo; si cuando comes

gozas, qué mejor. Tu vida es tuya nomás.

GERARDINA: Creo que ya te voy entendiendo.

NICÉFORO: Deja que la gente hable y ¿sabes qué?... Márgara tiene razón.

GERARDINA: (Furiosa). ¿En qué?

NICÉFORO: Hay a quienes… nos gustan las gorditas. (Pausa, a GERARDINA le da calor).

De veras.

GERARDINA: Lo… lo dices por animarme, ¿verdad?

NICÉFORO: No. Yo nunca digo mentiras. Así como te dije; no trabajo y no me apura,

quizá un día haga comis, pero me vale lo que digan los demás. Yo soy feliz con mi tele y

mis carpetitas. No prometo nada y mucho menos soy un buen partido.

GERARDINA: Sin embargo, eres un muchacho muy comprensivo.

NICÉFORO: Si yo no soy perfecto, ¿por qué se lo voy a exigir a los demás?

GERARDINA: Entonces… ¿A ti no te importa que esté llenita?

NICÉFORO: ¿A poco a ti te importa que yo no tenga chamba?

GERARDINA: (Inmediatamente). No, para nada. (Soñando). Podríamos vivir con mi

sueldo y… ¡ay, perdón!... pensaba en voz alta.

NICÉFORO: Mírala, mírala. No te apures, aunque ya vas muy lejos, pero ¿por qué no? A

mí me importa lo que la gente trae en el corazón.

GERARDINA: (Enternecida). ¿Verdad que soy bien linda?

NICÉFORO: Eres preciosa. (GERARDINA casi se desmaya). Quizá ya no haya tallas

extras para ti, pero para los corazones grandes como el tuyo… todavía existen tallas extras.

GERARDINA: (Llorando de felicidad). Qué bonito “Tallas extras para corazones grandes”.

NICÉFORO: No te aseguro nada. Además, hay más tiempo que vida. Vamos a ver qué

pasa, sin compromiso.

GERARDINA: ¿Qué te parece si me acompañas a la boda de mi hermana?

NICÉFORO: Si no pasan una buena película mexicana en la tele, cuenta conmigo.

GERARDINA: Pero… ¿y mi vestido?

NICÉFORO: Papá se fue de viaje y viene hasta la próxima semana, pero mira, vente para

acá.

GERARDINA: Ay, no, Nice, ¿qué me quieres hacer?

NICÉFORO: Que te vengas para acá, te digo.

GERARDINA: Si apenas nos estamos conociendo.

NICÉFORO. Mira, vamos a hacerle la lucha. No te aseguro cómo quede, pero de tanto ver

al viejo sastre, yo creo que algo le he aprendido. (Va a la mesa de corte y pone sobre ella un

rollo de tela colorada y chillante). Es para un conjunto, de esos que tocan cumbias.

GERARDINA: Ay, qué bonito color.

NICÉFORO: (Sensual). Se va a ver más bonito, cuando tú lo lleves puesto… mamita.

GERARDINA: Ay Nice, qué cosas dices.

NICÉFORO: (La envuelve en la tela). ¿Cómo lo quiere, mi reina?

GERARDINA: (Se sube a la silla). Me le pones un moño bien grande acá atrás y un gran

escote para que se me vea toda la espalda, la manga abullonada, con crinolina amplia y

ampón, ampón; eso sí, lleno, pero lleno de olanes, con flecos, borlas y muchos mamoncitos

por todas partes.

NICÉFORO: Y si quiere también su coronota, mi reina. Pero antes… dame un besillo,

Gerardina.

(Ella se niega con coqueterías, él insiste y la persigue por toda la habitación. Hablan los dos

al mismo tiempo, mientras lentamente se hace el oscuro).

LOS EJOTES SON JUDÍAS

Para Gabriel Bárcenas

Personajes

DON HERNÁN DE ALMAVIVA

CUAUTHÉMOC GONZÁLEZ

La escena:

Interior de una pequeña tienda de abarrotes donde se vende de todo, especialmente

comida. Es un lugarcillo en el que se pueden conseguir desde herramientas hasta

lencería. En lo alto de un anaquel se distingue un escudo de armas, con un toro en la

cúspide y un par de espadas en cruz. En los anaqueles se muestran todo tipo de botes,

cajas y anuncios: además, hay palanganas con dulces, hilos, clavos, peines; en fin, de

todo lo vendible. Se destacan carteles de corridas de toros. La caja registradora es

viejísima y todo el espacio está aprovechado al máximo: barriles, cajas, bolsas, cestos

y muchos otros objetos. En el cristal del aparador se lee: “Abarrotes La Madre Patria”

y, abajo, entre paréntesis: “Ultramarinos de España”; hay carteles que anuncian: “todo

para equipos de pesca” y “artículos de Primera Comunión”, “se envuelven regalos” y

“se ponen inyecciones”, “hoy tenemos las lentejas en especial” y “discos de los

Monkeys” y otras tantas rarezas más. El ambiente es semioscuro.

Son las siete de la mañana. DON HERNÁN DE ALMAVIVA, hombre de unos

setenta años, está doblando una manta sobe el mostrador, la guarda y hace lo mismo

con la almohada para poner en su lugar la romana. La luz de la mañana entra por el

aparador. DON HERNÁN sacude por encima las cosas; fuma un grueso puro.

Entra CUAUTHÉMOC, un muchacho común y corriente; lleva anteojos y un morral

con libros. Tiene alrededor de veinte años, viste “jeans” y usa tenis maltratados.

CUAUTHÉMOC: ¿Ya está abierto?

ALMAVIVA: (Siempre con mucho volumen). Has podido empujar la puerta, ¿no es así?

Entonces está abierto.

CUAUTHÉMOC: Es que está puesto el letrero de “cerrado”.

ALMAVIVA: Entonces eres un irrespetuoso. ¿Por qué entraste? ¡Estos muchachos, joder!

CUAUTHÉMOC: Pues es que si yo leo “cerrado” pero lo veo a usted adentro, pues pienso

que ya abrió. ¿Por qué no lo cambia?

ALMAVIVA: Porque es mi negocio y yo hago aquí lo que yo quiero. Los mocosos son

todos iguales, siempre criticando.

CUAUTHÉMOC: Pues es que ahí dice y…

ALMAVIVA: ¡Ya, ya, ya! Ya me lo has explicado tanto que me zumban las orejas. ¿A qué

has venido?

CUAUTHÉMOC: ¿Me puede atender?

ALMAVIVA: ¿Y para qué crees que estoy aquí? ¿Para que me miren por simpático?

CUAUTHÉMOC: No, pues claro que no.

ALMAVIVA: Al grano. Mira que tengo mucho trabajo y ya estoy perdiendo el tiempo.

CUAUTHÉMOC: Uta. Qué carácter.

ALMAVIVA: Muy el mío. ¿Qué quieres?

CUAUTHÉMOC: (Saca una lista) ¿Tiene frijoles?

ALMAVIVA: (Va al anaquel). ¿En lata, naturales, congeladas o en dulce?

CUAUTHÉMOC: ¿Eh?... No pues, de esos que vienen en bolsita.

ALMAVIVA: Hecho. (Las arroja al mostrador). ¿Qué más? De prisa, de prisa.

CUAUTHÉMOC: Sopa de fideo, dos papas grandes y medio kilo de ejotes.

ALMAVIVA: ¿En bolsa o preparada?

CUAUTHÉMOC: ¿Eh?

ALMAVIVA: Los tallarines, ¿en bolsa de plástico o enlatados?

CUAUTHÉMOC: No, no. En bolsa. Como toda la gente. Como lo lleva la gente normal.

ALMAVIVA: ¿Gente normal? Eha. Aquí en México no existe. Ahí tienes, habas, sopa, dos

patatas…

CUAUTHÉMOC: Las quiero grandes.

ALMAVIVA: Mira, mocoso: yo vendo calidad, no cantidad. No tengo patatas grandes, sólo

éstas, pero muy buenas. (Las toma para regresarlas). ¿Sí o no?

CUAUTHÉMOC: Está bien, déjelas.

ALMAVIVA: (Con la charola de la romana le acerca los ejotes). Y medio kilo de judías

verdes.

CUAUTHÉMOC: Yo no quiero judías, quiero ejotes.

ALMAVIVA: Eso es. Es lo mismo. Hombre, qué pocas letras.

CUAUTHÉMOC: Pocas letras yo.

ALMAVIVA: Los ejotes son judías verdes. Así es como se llaman: ju-dí-as verdes.

CUAUTHÉMOC: Pues allá serán judías del color que quiera, pero aquí en México son

ejotes.

ALMAVIVA: (Grita) Pero hay que ver lo puñetero que sois algunos. ¡Judías verdes! Eso es

lo correcto. Judías verdes. Eso de ejotes lo inventasteis vosotros con vuestras lenguas raras

y maldichas, palabra de indios con plumas en la cabeza. ¡Ejotes! Bendito Dios no les

nombrasteis juanetes.

CUAUTHÉMOC: Pues allá dígales como le dé la gana, aquí son ejotes y (agarrando cada

una de las cosas) éstas son papas y frijoles. (ALMAVIVA quiere hablar pero no lo deja).

Además, ¿cómo sabe que es medio kilo si no lo ha pesado?

ALMAVIVA: ¿Y qué te crees tú, burro, que he estado haciendo estos últimos cincuenta

años? ¡A puro ojo ya sé yo cuánto es medio kilo!

CUAUTHÉMOC: A ver, vamos a pesarle. (Intenta poner la bandeja de la romana para

pesar).

ALMAVIVA: ¡Eso no puedes hacerlo tú! Sólo yo. (La pone).

CUAUTHÉMOC: ¿Ya ve?, le falta, le falta.

ALMAVIVA: (Sonriendo falsamente). Vamos, vamos, un pequeño error de tacto.

CUAUTHÉMOC: ¿Por qué no lo tuvo poniéndole de más? A ver si me respeta un pequeño

error de pago. (Entre dientes). Méndigos españoles rateros.

ALMAVIVA: (Furioso). ¿Qué es lo que has dicho?

CUAUTHÉMOC: Que yo, por mí ni venía; nomás porque mi mamá me mandó antes de

irme a la Universidad. Ya me habían dicho que el gachupín de esta tienducha tenía carácter

de perro.

ALMAVIVA: (Se ríe exageradamente). Ya que hablamos de perros, dime tú: ¿aceptan

burros de tu tamaño en la universidad? Ahí está el por qué de este país tan alrevesado.

CUAUTHÉMOC: Pues alrevesado o como lo quiera llamar, pero es el mío. Yo no vivo en

un lugar ajeno y aparte hablo mal de él.

ALMAVIVA: ¿Ajeno dices, mozalbete? ¿Y quién crees que le dio la vida a todo este monte

lleno de piedras y nopales? ¡España! ¡La Madre Patria!

CUAUTHÉMOC: ¡La Madre Patria le dio pura Madre! Nomás vinieron a matar y a

destruir, y ya me voy porque no me gustan los extranjeros que se quejan de mi ciudad,

como si aquí los detuviéramos a la fuerza. (En la puerta). Y a ver si le va bajando a los

precios, porque todos los del barrio dicen que está recaro.

ALMAVIVA: ¡No te largues! Que no me has pagado, rufián.

CUAUTHÉMOC: Ah, de veras, ¿cuánto es?

ALMAVIVA: Igual que todos los mejicanitos, os queréis pasar de listos. Veinte con treinta

y cinco.

CUAUTHÉMOC: ¿Qué? ¿Veinte qué…? (Le devuelve la mercancía). Aquí tiene sus cosas.

Carero. ¡Me voy a quejar con el Consumidor! Es el doble que en un supermercado. Si mi

mamá apenas de dio uno de diez.

ALMAVIVA: ¡Largo mocoso! Ya no puedo perder más tiempo. Y a ver si en esa escuelilla

son capaces de abrirte los sesos.

CUAUTHÉMOC: Mejor me voy. No quiero que le dé un ataque.

ALMAVIVA: (Ríe). ¿Ataque a este pechote tan fuerte? No te vuelvas a parar por aquí.

¡Llamarles ejotes a las judías verdes! ¡Qué incultura! (CUAUTHÉMOC sale dando un

portazo). ¡Iletrado!

CUAUTHÉMOC: (Se detiene detrás del aparador y dice sin que le escucha): ¿qué dijo?

¿Qué fue lo que dijo?

ALMAVIVA: ¡Iletrado! ¡Inculto! ¡Vete lejos, que me espantas a los clientes!

CUAUTHÉMOC: (Vuelve a entrar). ¿Qué me dijo, gachupín?

ALMAVIVA: ¿De nuevo tú? ¡Voy a llamar a la Guardia!

CUAUTHÉMOC: Pues la llamada le va a salir bien cara, porque aquí no hay guardias.

Entiéndalo, hay policías, judiciales, azules o la chota, pero no (con acento español)

“guardia”. No sea ridículo, baturro.

ALMAVIVA: (Ofendido). Óyeme. Que no soy baturro. Soy madrileño y a mucha honra.

Tan madrileño como el oso madroño, tan madrileño como la Puerta de Alcalá, tan

madrileño como… como… ¡como los Almacenes Preciado!

CUAUTHÉMOC: Ya le salió lo comerciante.

ALMAVIVA: Aunque dudo mucho que sepas qué es todo eso.

CUAUTHÉMOC: Pues sépalo que sí sé. Ya me recorrí su Madre Patria de punta a punta:

Toledo, Sevilla, Granada, su querido Madrid, al que le echa tantas flores.

ALMAVIVA: Hombre, no sigas que lloro.

CUAUTHÉMOC: Andalucía, Segovia, Barcelona.

ALMAVIVA: ¡No me menciones a los catalanes, porque se me atraviesan en el estómago!

CUAUTHÉMOC: ¿Ya lo ve? Ni entre ustedes mismos se aguantan. Lógico que no

soporten a nadie más. ¿Cómo se quedó, eh? Ya vi todo su país y no es para tanto.

ALMAVIVA: Hombre, que eres muy joven y no sabes apreciar.

CUAUTHÉMOC: Claro que lo sé. Yo fui sin miedos, porque soy ciudadano de un país

libre. ¿Cuánto tiene de no ir, viejo coyón?

ALMAVIVA: ¡Pero qué irreverente! ¡Respeta mis canas!

CUAUTHÉMOC: Pues respéteme a mí también. Y no soy ningún inculto, menos un

iletrado; sé mucho más de la lengua española de lo que se imagina. Por eso digo que aquí

son ejotes y siempre serán ejotes. Tengo beca en la universidad y en dos años acabo Letras

Españolas. ¿Cómo te quedó el ojo, gachupín?

ALMAVIVA: ¿Eh?... Bueno… ¡pues por ahí debiste de haber empezado! La lengua, el

castellano, tu lengua madre… Viene de España y vosotros la habéis adoptado.

CUAUTHÉMOC: Se la impusieron a los pobres indígenas, con sus armas y caballos. A

punta de latigazos. ¡Y no le siga escarbando, porque me caliento y cuando me caliento… no

respondo!

ALMAVIVA: Valiente, valiente el mocosito. ¡Piensa cabezahueca! Si no existiera España,

no existiría México.

CUAUTHÉMOC: Si no existiera España, existiría Tenochtitlan y la cultura Maya y la Inca

y… Todos esos maravillosos pueblos que los suyos destrozaron.

ALMAVIVA: Hombre, si conoces de historia recordarás que ya entre todos tenían muchos

problemas…

CUAUTHÉMOC: Exactamente como está España ahorita, con la ETA y sus bombazos y

todas esas broncas…

ALMAVIVA: ¡Estás hablando por hablar! Es el mejor momento de la Madre Patria y…

CUAUTHÉMOC: ¿Y entonces qué haces aquí? Se le hizo así cuando la Guerrita Civil,

¿eh?

ALMAVIVA: Cállate, no sabes de lo que estás hablando.

CUAUTHÉMOC: Pues nomás de lo que he leído, pero también se del ocaso del México

prehispánico por culpa de sus abuelos. Carniceros desgraciados, rateros de tesoros, con

todo lo que se robaron todavía quiere cobrarme veinte pesos. Ya ni la chinga.

ALMAVIVA: (Estallando enfurecido). ¡Bueno, pero es que te ha brotado la patria que traes

en la sangre! ¡Te estás ganando una reverenda paliza! Igual de testarudo que tus

antepasados; por eso mis ancestros tuvieron que domarlos como bestias.

CUAUTHÉMOC: Y ustedes siguen igual de apestosos que todos los que llegaron allá por

el quinientos. Hedían tanto que los pobres naturales se vomitaban. ¡Igualito que usted!

ALMAVIVA: Anda, anda. Que yo me lavo dos veces por semana. ¿Acaso sois vosotros

muy limpios?

CUAUTHÉMOC: Pues al menos nos bañamos a diario, aunque sea con cubeta. Y ya desde

entonces había drenajes, acequias en cada casa para que estuviera todo limpio. Los

españoles vinieron a conocer el excusado yo creo que hasta el año pasado.

ALMAVIVA: Mira que me enciendo, mira que me enciendo de verdad. ¡Estás hablando

con don Hernán de Almaviva, de la provincia del… (Se toca el pecho, batalla para respirar).

CUAUTHÉMOC: ¡El pechote tan fuerte! Por favor no se muera, ¿eh?, porque si así apesta,

imagínese hecho cadáver.

ALMAVIVA: (No le ha prestado atención). ¿Ves… ves ese escudo de armas?

CUAUTHÉMOC. ¿Ese de la cabeza de vaca que está todo lleno de polvo?

ALMAVIVA: ¡Es un toro!

CUAUTHÉMOC: Sí, es de hielo seco; lo venden en la plaza de toros.

ALMAVIVA: ¡Insolente! Es el escudo original de mi familia que ha pasado de generación

en generación. Que yo lo he traído desde España. ¡Qué cosa más grande! ¿Quieres que te

aclare la importancia de mi sangre? Don Hernán de Alma…

CUAUTHÉMOC: Para acabarla con ese nombrecito.

ALMAVIVA: ¡Hernán! ¡Nombre de conquistador!

CUAUTHÉMOC: Cómo no. ¿Quiere que le diga? Era un asesino, ladrón, mentiroso; le

valía tres cacahuates el Rey y todo lo demás. Todo lo quería por ambición propia. Además,

ya lo dijo Novo, era enano y contrahecho. Escárbele en el Hospital de Jesús, a lo mejor lo

encuentra.

ALMAVIVA: ¡Un Hernán enano, qué mentira! Los Hermanes siempre hemos sido fuertes,

poderosos…

CUAUTHÉMOC: Párele, párele, que eso está más que comprobado. Y entérese don

Hernancito, que mi nombre sí es de peso, es heroico; Cuauthémoc.

ALMAVIVA: (Ríe falsamente). Nombre de indio.

CUAUTHÉMOC: Sí, de indio pero héroe. No de matón, de valiente. Nada más porque le

faltó gente y porque Moctezuma se le rajó; si no, ahorita otro gallo nos cantara.

ALMAVIVA: ¡Sentirse orgullosos de llevar el nombre de un indio al que le quemaron los

pies! ¡Las patas como decís vosotros!

CUAUTHÉMOC: Pues prefiero que mi nombre se recuerde por alguien que no quiso

hablar, que se aguantó como un verdadero hombre, aunque le metieron los pies a las llamas,

que por uno que anduvo chillando de árbol en árbol, porque se le cayó el teatrito.

ALMAVIVA: (Nuevamente furioso). ¡Fue por sentimental! ¡Los españoles somos

altamente sentimentales!

CUAUTHÉMOC: ¡Naranajas! Chilló porque al final perdió.

ALMAVIVA: Mira, mocoso, lárgate de mi vista. Piérdete, antes de que te haga papilla.

CUAUTHÉMOC: ¿Usted? Ja, ja. Cómo no. Ahorita terminaos, porque terminamos. Ya le

dije que cuando me caliento, me caliento…

ALMAVIVA: ¿Y qué es lo que vas a hacer? ¿Componer el mundo? ¿Cambiar la imagen de

este país tercermundista?

CUAUTHÉMOC: ¡Vamos saliendo adelante! Si estamos así de fregados, fue por su

méndiga dominación español, pero así como nos independizamos, así llegaremos a ser el

país más poderoso del mundo.

ALMAVIVA: Boberías. Tú que tanto defiendes a tu México querido y tus antepasados los

indios… ¿Qué tienes tú de mexicano? Nada de eso te queda. ¿Cómo te apellidas?

CUAUTHÉMOC: ¿Eh?... González, un apellido muy mexicano, hay como dos millones de

González en el directorio.

ALMAVIVA: ¿Y de dónde piensas, mozalbete, que viene el González? Pues de España.

CUAUTHÉMOC: Ah… pues sí, ¿verdad?

ALMAVIVA: Claro. Bien hicimos en repartir nuestros apellidos entre tu gentuza; seguirían

llamándose Xóchitl Acamapiztli… y Coyolquetzalis… y… y todas esas barabaridades más

de nombres combinados con pájaros y serpientes y demás bestias. Si mis antepasados no

hubieran conquistado estas tierras, seguirían comiendo perros, iguanas, ratones… y se me

hace que todavía los comen en cada puesto de tacos y esas cosas. Andarían todavía en

taparrabos, bailándoles al sol y matando hombres en honor de sus horribles y monstruosos

dioses, que aparte tenían un montón. Eran tribus salvajes, carniceras y caníbales.

CUAUTHÉMOC: Sí, a los españoles les espantó que se mataran hombres para complacer a

los dioses y ellos vinieron a enseñar, a punta de golpes, una religión que muestra que los

mismos hombres… crucificaron a su Dios. ¿Cómo lo entendería, gachupín?

ALMAVIVA: Bueno, bueno… es que para todo hay una explicación; si yo te digo que los

ejotes son judías ver…

CUAUTHÉMOC: Ya no estamos hablando de ejotes, ni de rábanos. Estamos hablando de

nuestro pasado, de nuestras raíces, que eran bastante hermosas, espirituales, sanas y

valiosas, ¡puras!, antes de que ustedes llegaran. Tenochtitlan era… palabras mismas de

Bernal Díaz del Castillo… -era como una Venecia entre el verde esmeralda de la selva, más

grande que Londres y más esplendorosa que una ciudad de cuentos (Cada vez más envuelto

en su ensoñación). Pirámides altísimas pintadas de vivos colores, con los callis adornados

con miles de flores, estandartes albeantes ondulando al aire, inciensos perfumando

eternamente el ambiente, chinampas flotando por los canales, repletas de frutas y verduras,

esculturas maravillosas, plazas y jardines desbordantes de sicómoros, magueyes y árboles

frutales. ¡Y el mercado! De todas las semillas, de todas las piedras preciosas, de todas las

plantas curativas y bálsamos, de todos los animales convertidos en manjares. ¡Ah! Y nieve

cada mañana traída desde el Popocatépetl… Qué esplendor del mundo prehispánico.

ALMAVIVA: ¡Detente, detente que esto parece una lección de historia!

CUAUTHÉMOC: No es una lección, es lo que llevo dentro. No ha existido jamás en el

mundo realidad más mágica.

ALMAVIVA: (Fascinado). Lo dices con tanto amor, que suena maravilloso.

CUAUTHÉMOC: Lo es.

ALMAVIVA: (Volviendo a lo de antes). ¡Pues mira que la Madre Patria también tiene lo

suyo! Sus templos, sus palacios, sus puentes y yo no voy a hacerte un recorrido turístico,

pero voy a decirte que España es inigualable. Vosotros habéis sido los ladrones de

nombres; ahí tienes Guadalajara, Nuevo León…

CUAUTHÉMOC: ¡Ladrones! ¡Los impusieron a huevo! Nueva España. Aquí no

necesitábamos ningún nombre que copiarles. Tenochtitlan suena fuerte, estoico…

suficiente. Y a final de cuentas, ¿qué demonios está haciendo en México si tanto lo odia?

ALMAVIVA: Las vueltas que da la vida. ¿Qué quieres? Es como el hijo malo al que una

vez castigamos y al que ahora se le pide casa.

CUAUTHÉMOC: ¿Por qué tiene que verlo así, méndigo baturro?

ALMAVIVA: ¡Que no soy baturro, soy madrileño!

CUAUTHÉMOC: ¡Pues se parece a todos los baturros de los chistes! Véalo de esta manera:

primero vienen y nos conquistan derramando sangre y sembrando la muerte; luego los

corremos y al paso de los siglos, en su Guerra Civil, vienen a buscar refugio. ¿Ah, verdad?

Y México les abre los brazos y los recibe con música veracruzana y todo lo demás. Mínimo

deberían reconocerlo. ¡Somos buenos anfitriones! No andamos cargando con rencores, y

todavía se paran el cuello, nos hablan a gritos y se creen mucho. ¡Aquí estoy yo para

recordárselos! Todavía hay muchos como usted que siguen añorando la Madre Patria.

Cuánto tiene Franco de haber muerto y no se atreven a volver; porque México ya es su

tierra; sus hijos nacieron aquí… ¿Cuántos años tiene en mi país?

ALMAVIVA: Con la edad no te metas, melenudo, que es harina de otro costal.

CUAUTHÉMOC: ¿Cuántos años?

ALMAVIVA: Tenía diez en el treinta y nueve… pues… ahí hazle tú la cuenta.

CUAUTHÉMOC: Si ya es más mexicano que yo. ¡Tantos años viviendo aquí!

ALMAVIVA: Hombre, no tienes que gritarlo.

CUAUTHÉMOC: Y todavía no se convence de que México es un país inigualable y

bondadoso. “Esta es tu casa” decimos siempre. De nada nos sirvió la lección que nos dio la

Malinche, que hasta el nombre se cambió. Seguimos abriendo las puertas… y muchos

siguen sin darnos las gracias.

ALMAVIVA: (Apenado). Mira… desde ese punto de vista…

CUAUTHÉMOC: Sigue hablando igual y sabemos que a sus hijos y a sus nietos los obligó

a no olvidar las zetas y los gritos. Les enseñó a honrar a la Madre Patria, pero no les dijo

que tenían que agradecerle a México la vida. Y además, sigue igual de agarrado. Por eso

duerme en el mostrador, para no comprar una campa, u por eso dice mi mamá que se casó

con su señora que se llamaba Lupe y que usted le puso Pilar y que con ella tuvo a la vez

esposa, sirvienta y ayudante. Palabras mismas de doña Pilar.

ALMAVIVA: ¿Pero es que eso anduvo diciendo la Pilarica? ¡Me las va a pagar con creces

la condenada en la otra vida!

CUAUTHÉMOC: Sí, hágala pagar, ella tiene la culpa por ser una Malinche más. (Pausa,

exhala, sonoramente). Ya me voy. Todavía no estoy satisfecho; cuando quiera nos echamos

otro round. Nomás acuérdese: “al país que fueres, haz lo que vieres”. (En la puerta). Hasta

nunca, gachupín.

ALMAVIVA: Muchacho, ven acá. (CUAUTHÉMOC se señala a sí mismo preguntando

¿yo?). Sí, tú, ven acá. (CUAUTHÉMOC vuelve). Ya… ¿Ya no quieres los ejotes?

CUAUTHÉMOC: Quédese con sus judías verdes, capaz que cuando me las coma me

indigesto. (Intenta mutis).

ALMAVIVA: (Con una leve sonrisa). Ven acá, te los regalo.

CUAUTHÉMOC: ¿Qué?

ALMAVIVA: (Furioso, a gritos). ¡Que te las regalo! ¿No entiendes, cabezadura? Es un

regalo de Abarrotes la Madre Patria, Ultramarinos de España.

CUAUTHÉMOC: ¿Un regalo?... ¿Espera algo a cambio? No me voy a retractar de lo que

dije.

ALMAVIVA: No quiero eso. Es un regalo… porque me has caído bien después de todo.

Tienes enjundia, coraje… como yo cuando tenía tu edad. Me gusta tu decisión, me gusta

que defiendas tu tierra como yo siempre he defendido a la mía. No hay peor cobarde, que

aquel que no se enorgullece de su patria. Anda, llévate los ejotes.

CUAUTHÉMOC: ¡Ah, caray...! Me dejó de a seis.

ALMAVIVA: ¡Llévate los malditos ejotes que no te lo voy a estar diciendo todo el santo

día! Aprisa. Y toma las patatas, la sopa y las habas, que tu madre se te va a poner de genio.

Dame sólo… los diez que traes.

CUAUTHÉMOC: (Anonadado, toma la mercancía). Sigo pensando… lo mismo. (Le da el

billete).

ALMAVIVA: Más te vale que sigas así, que no me gustan los mocosos cobardes. ¿Sabes?

Es que todos llevamos un poco de nuestro país en la sangre y somos así, somos España,

somos México… y si España y México se han reconciliado… ¡Vamos, hombre!

CUAUTHÉMOC: Me gusta ver… que… Piense lo que le dije.

ALMAVIVA: El amor nos ciega a todo. Cincuenta años tengo de añorar mi patria, por eso

lo entiendo… ¿De qué me sirven entonces los años y toda esta vida de lucha? Ada, vete que

me quitas el tiempo. (Pausa). ¿Y por qué no habrá venido nadie más?

CUAUTHÉMOC: Será porque tiene el letrero de “cerrado” (Lo voltea).

ALMAVIVA: De hoy en adelante, mocoso, trataré de estar “abierto” a lo que venga.

(Sonríen).

CUAUTHÉMOC: La verdad es que… España también es maravillosa. Gracias por las

judías verdes.

ALMAVIVA: Ejotes… ¡Las judías verdes… son ejotes! (CUAUTHÉMOC sale sonriendo

con su mercancía; ALMAVIVA comienza a canturrear una sevillana mientras sacude el

polvo de su tienda de ultramarinos).

OSCURO

FILOSOFÍA EN EL BAÑO TURCO

Para Hugo Salcedo

Personajes

ANTONIO

SALOMÉ

La escena:

El baño turco de la elegantísima residencia de los Villaseñor en la colonia más

exclusiva de la ciudad: textura de azulejos italianos, algunas gacetas para toallas, una

banquilla y una mesa blancas; sobre esta última, algunos elementos de baño, como

frascos y jabones, además de un par de teléfonos celulares. Hay dos accesos: uno al

exterior del baño y uno más que conduce a otro cuarto, donde está la regadera y el

lavabo. Todos los elementos corresponden a la decoración llamada postmodern; sobre

la mesa, además, hay un libro encuadernado en rojo sangre, que destaca como único

objeto de color vivo. En su portada se lee: “Filosofía en la Alcoba” por el Marqués de

Sade.

El escenario está invadido por una nube de vapor; al despejarse, entra SALOMÉ. Es

una muchacha de físico envidiable, de piel tostada, ojos grandes y su cabellera,

abundante y sedosa, es muy oscura. Tiene veinticinco años. Viste el clásico uniforme

de doméstica de casa rica. Antes de entrar completamente, echa un vistazo para

asegurarse de que no hay nadie adentro; luego, al pasar, inspecciona el cuarto y

finalmente encuentra lo que busca: los anaqueles para depositar las toallas y los

frascos que trae. Súbitamente entra ANTONIO, que lleva sólo una pequeña toalla

anudada en la cintura; tiene cuarenta y tantos años; de cuerpo atlético y con e pelo

matizado de canas, que lo hacen muy atractivo; habla por un tercer teléfono celular.

SALOMÉ, al percibir su presencia, se queda petrificada junto a las gavetas que la

ocultan casi por completo.

ANTONIO: No, no, Raúl; hay que renovar el contrato con Plásticos Nacionales. La

producción no puede detenerse. ¡Piensa como un hombre de negocios! Debes prever la

situación. Así que planea la elaboración de siete mil unidades diarias… Sí, Raúl.

SALOMÉ: Ay, Diosito, tan bruta que soy. Cómo que no toqué.

ANTONIO: Siempre hay que pensar en el futuro; de esta manera, todos los resultados serán

satisfactorios. Te falta mucho por aprender, Raulito. Ante todo la fi-de-li-dad a la empresa.

La fi-de-li-dad es lo número uno. (Se mete al cuarto contiguo).

SALOMÉ: Ahora es cuando. (Corre a la puerta. No se abre). ¡En la torre!

ANTONIO: (Desde afuera, enfurecido). ¡¡¿Quién es?!!

SALOMÉ: ¡Ya me quedé sin chamba!

ANTONIO: (Afuera). ¿Quién es ese? ¿Qué derecho tiene para opinar? ¡No, Raúl, hombre!

SALOMÉ: A Dios gracias. (Sigue con el intento de abrir). Virgencita, ¿por qué me haces

esto? ¡Donde sepa la señora! Lupita linda, reina de todos los pobres, si me sacas de aquí te

juro que subo de rodillas toditito el Tepeyac.

ANTONIO: (Afuera). ¿Cómo se atreve? ¡Yo la mato!

SALOMÉ: Noooooooooooooooooooooooooooooooooo.

ANTONIO: ¿Eh?... Espera un momento Raúl.

SALOMÉ: (Se vuelve a esconder, cruza los dedos). Que no me vea, que no me vea.

ANTONIO: (Asomándose). ¿Entró alguien? (Se vuelve a meter). Como te decía, Raúl:

¿Cómo se atreve esa tal Rosenda Jiménez? Yo la mato, junto con su publicidad inmoral.

Desaparezco esa compañía, que insulta la intimidad del matrimonio.

SALOMÉ: (Vuelve a la puerta). Ábrete puertecita, por favor; donde me cachen me acusan

de mirona.

ANTONIO: (Afuera). ¡No te atrevas a salir!

SALOMÉ: (Aterrada) ¡Nooooo!

ANTONIO: (Afuera). No te atrevas a salir de la ciudad; eso mismo dile, Raúl. ¿Cómo se

cree Espinoza que puede irse de vacaciones cuando tenemos toda esa producción

comprometida?

SALOMÉ: San Juditas, tú eres el abogado de los casos difíciles; lo único que te ruego es

que me crean la verdad.

ANTONIO: (Afuera) ¡No lo creo! (Grito ahogado de SALOMÉ). Todo eso es planeado; si

está donde está, es porque se lo buscó, por meterse donde no debe. Pero claro… ¡La

curiosidad es muy grande!

SALOMÉ: Se lo juro que no, se lo juro que noooo.

ANTONIO: (Afuera). Hasta aquí llegó tanta confiancita; ahora le voy a enseñar todo.

(Arroja la toalla desde adentro). Le mostraré parte por parte y con lujo de detalles.

SALOMÉ: ¡Ya se encueró!

ANTONIO: Salgo inmediatamente y no te asustes.

SALOMÉ: (Grita). Ayyyy. (Se resbala recargada en la puerta, hasta terminar sentada en el

suelo; ANTONIO sale del baño con una bata puesta; se queda pasmado de verla). Bendito

sea Dios que tiene batita.

ANTONIO: ¿Y ahora tú qué?

SALOMÉ: ¿Eh?

ANTONIO: ¿Qué estás haciendo en el piso, muchacha?

SALOMÉ: ¿Cuál piso? ¡Ah! (Se levanta). Usted perdone.

ANTONIO: ¿Y se puede saber qué haces dentro de mi baño turco?

SALOMÉ: Vi…vi…

ANTONIO: (Pícaro). ¿Qué viste?

SALOMÉ: ¡Vine a dejar unas toallas! (Respira con esfuerzo, como si se ahogara). ¡Le juro,

señor, que no sabía que estaba ocupado! Usted estaba metido allá adentro y yo pensé… y…

ay, ¿para qué le ponen tantos cuartitos a la casa? Ay, qué pena, yo…

ANTONIO: Bueno, bueno ¿y por qué no te saliste?

SALOMÉ: ¿Eh?... Ah, pues porque se trabó la puerta; ya ni la amuela, señor, con tanta lana

y las puertas descompuestas. ¡Ay! Ya la regué, no quise decir lo que dije cuando dije… ay.

ANTONIO: (Va a revisar). ¿Está cerrada?

SALOMÉ: Mírela, está trabada. ¿Ya ve que soy inocente?

ANTONIO: Qué raro; espero que esto no sea un plan de Lucrecia.

SALOMÉ: Ésa es la señora, ¿verdad? ¿Un plan para qué?... Ay, pues dónde me vine yo a

meter.

ANTONIO: Olvídalo, olvídalo. Tú… ¿eres nueva?

SALOMÉ: ¿De qué… o qué?

ANTONIO: Que si tienes poco de trabajar aquí en mi casa.

SALOMÉ: Apenas dos días y viera que todavía no me hallo.

ANTONIO: ¿Pues cuántas sirvientas tiene mi mujer en esta casa?

SALOMÉ: (Corrige con dignidad). Trabajadoras domésticas, señor. Así se dice ahora:

Licenciatura en Labores del Hogar, le pusieron en el instituto. (El ríe). Y qué bueno, si no,

pues ¿cuándo la van a considerar a una?

ANTONIO: Bien, señorita doméstica; en ese caso, ¿cuántas doncellas tiene mi mujer en

esta casa?

SALOMÉ: Ándele, doncella suena muy mono. Así como princesa. (Cuenta con los dedos).

Siete, señor… somos siete.

ANTONIO: ¿Y tú, cómo te llamas?

SALOMÉ: Salomé.

ANTONIO: Como la danzante que pidió cortarle la cabeza a San Juan Bautista.

SALOMÉ: No, como mi abuela; pero tengo más nombres, porque mi papá es maestro de

escuela allá en el pueblo y le gusta mucho la historia. Mi nombre completo es Salomé

Venus Cleopatra Nefertiti Afrodita Sor Juana Sánchez Pérez… pero en la casa me dicen

Chole.

ANTONIO: (Divertido). ¿Y de veras te quedaste aquí por accidente, Chola?

SALOMÉ: Es la meritita verdad, señor. ¿Cómo cree usted que yo iba a andar de mirona

donde no debo? Si ya me dijeron cómo es la señora y me di cuenta de que me trae bien

vigilada.

ANTONIO: Entonces no eres voyerista.

SALOMÉ: Claro que no, patrón; ni sé que es eso. Además, soy bien decente.

ANTONIO: (Ríe). Ya se ve, muchacha… (Suspira). Ay, donde sepa Lucrecia…

SALOMÉ: Me va a matar, ¿verdad que me va a matar?

ANTONIO: No te preocupes, afortunadamente se fue a su boutique. Además, esto ha sido

un accidente; voy a llamar a alguien de allá afuera para que venga a abrirnos.

SALOMÉ: Nomás que no sea doña Paulina, la jefa de las domésticas, porque se me arma.

ANTONIO: No te apures. (Toma un teléfono). Qué raro… no funciona. Está muerto.

(Toma otro). Este también. Muertos.

SALOMÉ: ¿Ya ve? Al rato les voy a hacer compañía. Bien fría que me voy a quedar. Si las

muchachas ya me contaron.

ANTONIO: ¿Qué te contaron?

SALOMÉ: Que la Lucrecia es capaz hasta de tirotear a la que se meta con usted… ¡Ay,

perdón!

ANTONIO: (Ríe). Pues es un poquito agresiva… (Intenta el tercer teléfono). Qué raro…

Tampoco funciona. (Lo revisa). Yo creo que con el vapor se humedeció el interior o se

descargaron las baterías…

SALOMÉ: Bien dicen que esas cosas son del diablo.

ANTONIO: Si hace rato funcionaba perfectamente. (Ríe). Qué situación…

SALOMÉ: Sí, usted se ríe, pero a mí me van a crucificar. ¡Qué va a pensar el Chacho!

ANTONIO: ¿Y ese quién es?

SALOMÉ: Su novio, mi chofer… ¡digo! Su chofer, mi novio. Ando toda ababosada.

ANTONIO: Ah, Ignacio; no es Chacho, es Nacho.

SALOMÉ: Nacho para las demás, Chacho para mí. Porque así nadie, fíjese, nadie le ha

dicho cosas de amor ni nada, llamándolo Chacho.

ANTONIO: ¿Tienes dos días y ya pescaste novio?

SALOMÉ: N’ombre, si ya tengo dos años con él; él me trajo aquí a su casa. (Vuelve a la

desesperación). Ay, ¿qué vamos a hacer? Tengo mucho miedo y necesito la chamba.

ANTONIO: Cálmate, Chole… ¿Chole?... Oye, si Chole es por Soledad, no por Salomé.

SALOMÉ: ¿Y cómo quería que me dijeran de cariño? ¿Salomecita, Solecita, Salmoncita?

Por eso yo escogí que me dijeran Chole. Además, se oye así como… muy elegante… no sé

por qué me suena… como muy internacional.

ANTONIO: De veras que sí.

SALOMÉ: Vamos a hacer ruido para que nos oigan… Ay, chin, pero no hay nadie cerca,

todos los domésticos andan en otra parte de la casa. La Paulina me encargó su recámara, y

para llegar hasta aquí primero está la estancia, luego el vestidor, luego el cuarto de

bronceado de la señora, el clóset de la ropa de cama, el gimnasio, el jardín interior chino…

ANTONIO: Japonés…

SALOMÉ: Es lo mismo, con esos árboles enanos tan feos… y luego, hasta el meritito

fondo, este baño ruso.

ANTONIO: Turco.

SALOMÉ: Ay, gringo, marciano o lo que sea, yo no sé eso de países y ciudades; yo nomás

de mi rancho a aquí y de aquí a mi rancho. Aquí metidos tan lejos ¿cuándo nos van a oír?

ANTONIO: (Ríe). Tienes razón.

SALOMÉ: No se ría, que me pone de nervios. ¿Para qué quieren una casota tan grandota?

Nomás en la mitad de la mitad de la mitad de todo lo que le dije, viviríamos mis ocho

hermanos, mis papás con sus papás, yo, el Chacho y pensándolo bien, hasta la familia del

Chacho con perro y todo.

ANTONIO: (A carcajadas). Ay, Chole, eres muy simpática.

SALOMÉ: Y eso que no me ha visto en una fiesta. (Angustiada). Ay, no sea malo, patrón,

sáqueme de aquí.

ANTONIO: Has de saber que nadie entra a mi recámara si no lo llamo, así que será mejor

que esperemos a que funcionen los teléfonos o… a que llegue Lucrecia.

SALOMÉ: ¡Cruz, cruz, cruz, que se vaya Lucrecia y que venga Jesús!

ANTONIO: Yo me encargaré de que no te haga daño. Calma. Mientras tanto, ven acá y

siéntate aquí conmigo.

SALOMÉ: Si tengo mucho que lavar.

ANTONIO: Ni me digas. Yo tenía que salir inmediatamente a la oficina. Tómate un juguito

de naranja.

SALOMÉ: Qué pena, patrón, pero no se lo voy a despreciar, porque tengo mucha sed.

Oiga, ¿por qué está tan caliente aquí?

ANTONIO: Para eso es el baño turco, para que sudes, para que salgan todas las impurezas

de tu cuerpo. Si quieres ponte más cómoda. (Bebe). Oye… ¿y qué tal se porta el Chacho

contigo?

SALOMÉ: (Ríe apenada). Ay patrón, qué cosas pregunta.

ANTONIO: Vamos a platicar para que se pase más rápido el tiempo, no podemos hacer

nada. Cuéntame.

SALOMÉ: (Suspira). Ay, es tan lindo. Nos vamos a casar a fin de año.

ANTONIO: Y es… ¿es tu primer novio?

SALOMÉ: Uuuuy no. ¡Ay, qué vergüenza!... Es el quinto. (Ríe). Que al cabo que no hay

quinto malo. No le vaya a decir.

ANTONIO: Puedes confiar en mí. ¿Más juguito?

SALOMÉ: Bueno. Qué sabroso. Tampoco le diga a Lucrecia que estuvimos platicando.

(Toma el libro). Fi… Filo… Filosofía de… Filosofía de Alcoba… por… por el Marqués

de… de Sade. ¿Está bueno el librito?

ANTONIO: (Con malicia). Buenísimo.

SALOMÉ: Yo he leído unas novelas de amor bien padres, las compro cada semana. (Hojea

el libro). ¿Qué es… ESTOOOOOO? (Arroja el libro). Vienen puros encuerados.

ANTONIO: No te asustes, son láminas artísticas.

SALOMÉ: Están todos entrepiernados bien raro.

ANTONIO: Filosofía de Alcoba es una novela de amor y sexo, donde las pasiones se

desbordan sin límites y nadie tiene complejos, ni tabúes y hacen el amor todos con todos.

SALOMÉ: Ay, qué cochinos, ¿y por qué se llama Filosofía?

ANTONIO: Porque es la manera de pensar de Sade, toda una reflexión, un trabajo que

justifica sus excesos… Y no es nada aburrido. ¿No te gustaría leerlo?

SALOMÉ: ¡Quítemelo de enfrente, que me da miedo! (Pausa) Bueno, enséñemelo, pero

tantito. (Lo observa y mientras más gira las páginas, más se sorprende). Iiiiiii… qué

bárbaros… ¿A poco se puede hacer así?... Ah, de esto ya sabía… Ay, mejor guárdelo,

porque luego uno piensa cosas muy feas. (Lo deja).

ANTONIO: Y… mmm… Chacho y tú… mmm… ya… ¿ya?

SALOMÉ: ¿Ya?

ANTONIO: Si… ¿ya?

SALOMÉ: (Sonrojada). Ay, señor, usted va muy rápido. Acuérdese que la curiosidad mató

al gato.

ANTONIO: No, este… yo sé que eres muy buena muchacha…

SALOMÉ: Pues más o menos. ¡Digo! Sí, soy muy buena… este, me porto muy bien.

ANTONIO: Puedes llamarme Toño, ya que yo te digo Chole. Pero nunca delante de

Lucrecia. ¿Eh?

SALOMÉ: Ay, señor. No me crea tan bruta. Digo… Toño. ¿Qué me decía del Chacho? Ah

sí, que pena me da.

ANTONIO: Entonces… ¿ya?

SALOMÉ: No, Dios me libre. Yo hasta que me case.

ANTONIO: ¿A poco? ¿Cómo le has hecho para quitarte de encima a los hombres que te

persiguen? De seguro te sobran, estás bien… guapa.

SALOMÉ: Ya, Toño; gracias.

ANTONIO: Las que te adornan, preciosa.

SALOMÉ: Y a usted también.

ANTONIO: ¿Cómo?

SALOMÉ: Es que usted también está guapo; ya no es muy pollón que digamos, pero

todavía aguanta.

ANTONIO: (Acercándose). Gracias. (La abraza). No te asustes.

SALOMÉ: Es que soy muy cosquilluda.

ANTONIO: ¿Por qué no te lo sueltas?

SALOMÉ: ¿El qué?

ANTONIO: El cabello.

SALOMÉ: Ay, no. ¿Qué va a decir Lucrecia si me ve con el greñero todo alborotado?

ANTONIO: Ándale. (Le quita el listón). Mira, Chole, te ves más bonita. Qué cuerpazo,

Cholita, mira nada más.

SALOMÉ: (Dándole un ligero manotazo). Quite la mano, porque le pica el gusano. (Ríen).

Ay, patrón… Digo, señor… digo, Toño, hombre.

ANTONIO: La verdad es que Lucrecia tiene muy buen ojo para las domésticas.

SALOMÉ: (Pensativa). Toño, ¿verdad que yo estoy mejor para algo más importante que

doncella? Así como… como secretaria… o recepcionista… Algo realmente importante.

¿Verdad que sí?

ANTONIO: Con el tiempo, ya veremos en qué te vamos acomodando. (Le besa la mejilla).

Qué suavecita.

SALOMÉ: No, Toño, me da pena.

ANTONIO: Dame un besito, Cholita.

SALOMÉ: No. (Pausa. Se miran). Bueno… chiquitito. (Se besan con pasión).

ANTONIO: (Eufórico). ¡Qué locura! ¡Hacerlo en el baño turco!

SALOMÉ: (Entre beso y beso). Ay, no; vas muy rápido, Toñito.

ANTONIO: (Persiguiéndola). Ven acá, mamacita. (Ella se entrega a su pasión; él le quita la

cofia y el mandil. Repentinamente ella se echa a llorar a gritos). ¿Qué?... ¿Qué te pasa,

Chole?

SALOMÉ: (Llorando). Soy mala, soy mala. ¡Qué mala soy!

ANTONIO: Pero… ¿Por qué?

SALOMÉ: Me siento muy mal, muy culpable. Soy una malvada. ¿Cómo puedo hacerle esto

al Chacho? Él, tan bueno y tan trabajador.

ANTONIO: Tranquila, Chole, quieta.

SALOMÉ: ¡No me diga Chole! Soy Salomé.

ANTONIO: ¿Qué te pasa, muchacha? Todo iba tan bien. Pensé que… eras más madura

para estas cosas.

SALOMÉ: Fue el calor de este baño chino; si yo soy muy honrada. ¿Qué va a ser de mí

ahora, con la conciencia llena de cochambre?

ANTONIO: No es para tanto. Total. No pasó nada.

SALOMÉ: (Sollozando). La verdad, la verdad… es que yo sí quiero.

ANTONIO: ¿Entonces?

SALOMÉ: (Vuelve al llanto). ¿Y mañana qué? ¿Y el sentimiento qué? Mi Chacho, que

tanto se talla el lomo, dice que soy su virgencita. Imagínese si se entera la señora, me saca

de aquí a golpes. Luego, por el escándalo, me deja el Chacho, llega el chisme al pueblo y

mi familia me corre para siempre. Vienen mis hermanos y lo matan a usted. Yo voy a andar

dando lástimas, muerta de hambre y hasta de piruja voy a parar, si Lucrecia no me balacea.

Luego, por andar ligando en las calles para poder comer, me van a levantar las patrullas; los

azules me van a meter mano de a gratis y me van a encarcelar con asesinas de lo peor.

Después, me meten en líos de drogas y hasta me dan cadena perpetua para siempre… y eso

si no salgo embarazada de algún desgraciado y lo único que me faltaría… es que el

chamaco me saliera retrasado mental. (Grita). ¡Qué cruz voy a cargar por el resto de mi

vida!

ANTONIO: (Aterrado). Ya, muchacha, ya pasó. ¡Más bien, no pasó nada!

SALOMÉ: (Sollozando aún). Yo quiero tener a mi Chacho, mi casita de interés social, mi

cocinita con su refrigeradorcito, con frutitas de esas que se pegan, mi tostador de pan y mi

lavadero de material. A lo mejor un poquito humilde, pero eso sí, llena de amor. Y muy

limpia, siempre muy limpia.

ANTONIO: Mira, para que te calmes, te aviso que le voy a aumentar el sueldo a Ignacio,

pero ya deja de llorar. A mí… a mí también me remuerde la conciencia. No hay como la

fidelidad y la tranquilidad espiritual… Después de todo, Lucrecia no es tan mala.

SALOMÉ: Sí, y usted, es un lobón. Un aprovechado.

ANTONIO: No, muchacha. ¿Me creerías que tú has sido el primer intento fuera del

matrimonio?

SALOMÉ: Si no estoy pendeja.

ANTONIO: Pues tienes razón. Miento muy mal. Pero estoy tan arrepentido. (Miente). En

verdad, no hay nada mejor que amar a la pareja… serle fiel… y todos contentos.

SALOMÉ: (Ya sin llanto). ¿Verdad que sí? (Pausa, se miran).

ANTONIO: A propósito, ahora recuerdo (va hacia la puerta). Esta puerta se atora mucho,

pero tiene un… un seguro… Mira nada más. (La abre. Ríe fingidamente). ¿Qué tal, eh?

SALOMÉ: (Junto a la puerta). Como no se acordaba… ¿verdad?

ANTONIO: Con tanto trabajo. Pero en fin. Lo importante es que ya todo está bien.

SALOMÉ: En fin… (Lo mira de arriba abajo, sensual). Luego hablamos… Toñito. (Sale).

ANTONIO: (Cierra). Ay, Cholecita, qué bien estás. No entiendes, Antonio, no entiendes…

A veces creo que eres el idiota más grande del mundo. (Toma el teléfono, marca). Cristina,

preciosa, pásame al licenciado Raúl… Ah, ya salió para su departamento. Gracias, bonita, a

ver cuándo nos tomamos una copita. Ya quedamos. (Vuelve a marcar). A Raulito ni le

cuento lo de Chole. Echaría a perder mi imagen de hombre con experiencia. El pobre

muchacho me ve como su ídolo… Bueno, ¿Raúl? (Atónito). ¿Qué? ¡Lucrecia! ¿Qué estás

haciendo ahí?

OSCURO RÁPIDO

EL HOMBRE MÁS DESGRACIADO DEL MUNDO

Para Jaime Chabaud Magnus

Personajes

ALEGRÍA CANTÚ

MARTÍN MARTIRIO

La escena:

Apartamento pequeño. Las cosas que hayan en él, cualesquiera que éstas sean, deben

aparecer dañadas y viejas. Al centro está un estropeado televisor modelo 1970. Debe

haber una puerta y una ventana, muros de aspecto deprimente y con pinturas

descascaradas.

MARTIN MARTIRIO está sentado en el suelo, revisando la parte posterior del

televisor; es un hombre de edad indefinida, mulato, pero pelirrojo; tiene un ojo de

vidrio, usa aparato ortopédico y otro para la sordera. Es muy flaco, casi esquelético.

ALEGRÍA CANTÚ es una muchacha, ya no tan muchacha, que quiere parecer alegre

y lozana gracias al maquillaje; usa el pelo teñido de rubio claro, trata de darse cierta

imagen de ingenua. Lleva gafas muy grandes y viste un traje sastre de franjas rosas y

celestes, haciendo un juego con los zapatos, el gazné, la maleta que carga y la

grabadora.

El aparato de televisión estalla y lanza chispas; MARTIRIO grita. Humareda.

MARTÍN, a causa de la descarga, tiene los cabellos erizados y también humea. En ese

momento aparece ALEGRÍA CANTÚ quien, muy contenta, empuja la puerta.

ALEGRÍA: ¡Muy buenos días! (Entra apresuradamente, cierra y pone en el suelo su maletín

y su grabadora). Qué agradable sorpresa encontrarlo en esta bellísima mañana de

primavera. Las flores perfuman los jardines; las golondrinas y los petirrojos surcan los

aires; el agua transparente burbujea en las fuentes y el sol radiante brilla en el cielo

despejado. ¿Qué le parece?

MARTIRIO: Mm…me…mea…mea…meaca…meaca…

ALEGRÍA: ¡Se ha quedado mudo de emoción! ¿Verdad? ¡Porque no había pensado en ello!

Cada mañana el día nace para todos, en el campo, en la ciudad; para los seres humanos y

los animalitos. Se dibuja el arcoiris tras la refrescante lluvia y los manzanos nos brindan sus

deliciosos frutos. ¡Eso tampoco lo había pensado! ¿Verdad?

MARTIRIO: Mm… me… mea…meaca… meacabo… meacabode…

ALEGRÍA: No puede pronunciar palabra. Eso indica que empezamos bien. (Saca láminas

de colores). ¿Qué ve aquí? ¡El verde de los bosques! ¿Y acá? ¡El azul de los mares! ¿Qué

tenemos en ésta? ¡El amarillo de rosas y tulipanes! ¿En esta otra¿ ¡El violeta de la noble

vid! ¡Y todo esto es ab-so-lu-ta-men-te gratis para todos!

MARTIRIO: Meacabodeelec… meacabodeelectro…

ALEGRÍA: Mi agradable y sana visita es para que usted, triste y deprimido hombre,

reflexione sobre las cosas bellas de la vida: los tesoros que nos regala la naturaleza y lo más

preciado: el amor y la amistad. Soy una joven y alegre representante de (pronuncia las

siglas en inglés con acento exagerado). “L.F.T.A. de México”. ¿Qué significan estas

preciosas siglas?, se preguntará usted. Pues bien: It’s Life, Friendship and Triumph of

America in Mexico. Do you understand? Que además de pretender mejorar las relaciones

internacionales, desea la superación del individuo para, llevándolo a través de un sendero

sembrado de satisfacciones, alcanzar la cumbre del éxito, llamémosle triunfo, en la vida.

MARTIRIO: Meacabodeelectrocu… meacabodeelectrocu… meacabodeelectrocu.

ALEGRÍA: (Cada vez más apasionada y robotizada). Y como paso primario e

indispensable, necesitamos la carcajada y la canción. (Enciende su grabadora, canta y

baila).

L.F.T.A.

It’s an organization

For preserve your healty and life

And make better your world.

L.F.T.A.

Comes to give you a good option

You can get it! You can take it!

And you’ll be happiness.

Life, Friendship and Triumph of America

It’s for you and for your life!

Take it!

(Termina su número en el cuál usó un sombrerito y un bastón. Se escuchan aplausos

grabados).

MARTIRIO: (Convulsionándose terriblemente). ¡Meacabodeelectrocutar!...

¡Meacabodeelectrocutar! (Arroja espuma, se le desprenden partes de la piel y de la ropa, se

arranca los cabellos).

ALEGRÍA: Gracias por su euforia, señor, pero con un aplauso basta.

MARTIRIO: ¡Bodeelectrocutarmeaca!... ¡Electrocutarmeacabode!...

¡bodeelectrocutarmeaca!... ¡Electrocutarmeacabode!... ¡armeacaboelectrocut!

ALEGRÍA: ¿Armeacabodeelectrocut? ¿Qué quiere decir eso? ¡Es una adivinanza! ¡Me

encantan! ¿O es un trabalenguas!

MARTIRIO: (Desquiciado) ¡Me acabo de electrocutar!

ALEGRÍA: (Grita horrorizada). ¡For L.F.T.A.! Cálmese, buen hombre.

MARTIRIO: ¡Ay Señor!... Dios de dioses, cualquiera que me corresponda… ¿Por qué me

castigas así?

ALEGRÍA: ¿Qué hago? Ponte lista, Alegría, ponte lista. ¡Idea! ¿Qué haría nuestra directora

de L.F.T.A. en México? ¡Usaría nuestro maravilloso manual! (Saca un libro tan grueso

como el directorio telefónico. Busca). Paranoicos… Suicidas… Abusadores…

¡Electrocutados! (Lee). Primero calme al electrocutado… (A MARTÍN): Cálmese, cálmese,

no es para tanto… (Lee). Después, pregúntele qué le pasó… Oiga, ¿qué le sucedió?

MARTIRIO: Yo me elec…

ALEGRÍA: ¡Ah, ya me dijo! Qué tonta eres, Alegría; usted disculpe, pero estas cosas me

ponen de nervios. (Lee). Tómele el pulso al afectado. (Lo va a hacer, pero se detiene).

Permítame. (Saca unos guantes de hule y se los pone). Soy una chica muy preparada. (Le

toma el pulso). Oiga… oiga, no se siente nada. ¿Me jura que no es una broma? (MARTÍN

tiene dificultades para respirar. Ella lee.) Si tiene problemas de respiración aplíquele aire de

boca a boca… (Se detiene. Duda. Decidida, saca de su maleta una mascarilla de oxígeno y

se la pone en la boca a él). Primera vez que tengo que darle las gracias a los altos niveles de

IMECAS. (MARTÍN respira. Se va calmando). ¿Ya ve qué sencillo fue?

MARTIRIO: No sé quién sea ni qué quiera; tampoco sé si darle las gracias o maldecirla

porque me salvó la vida, quiero que me deje morir en paz. Ya no soporto esta cruel,

horrible y malvada existencia.

ALEGRÍA: Calma, calma, calma. Sea buen niño. Me lo contará todo desde el principio. Mi

visita aquí no es casualidad, no señor; como le dije, represento a la L.F.T.A. de México y,

cómo ángel providencial, el Señor me ha puesto en su umbral.

MARTIRIO: ¿Qué Señor?

ALEGRÍA: El Creador, por supuesto; él nos manda para salvar a todo aquel necesitado. Por

supuesto no podemos olvidar el apoyo de L.F.T.A. de México.

MARTIRIO: ¿Qué… qué se propone?

ALEGRÍA: Cambiar su vida. Mejorar su mundo, proporcionarle un mañana lleno de

satisfacciones. ¡Amor, calor, hogar! Vengo específicamente para venderle a usted el

programa de Superación Personal y Encuentro de la Felicidad de L.F…

MARTIRIO: No tengo nada. Se equivocaron usted y ese señor que la mandó; fuera.

ALEGRÍA: Bueno, pero qué negativo es usted. Es nada más ni nada menos que uncaso

clarísimo de… (Lee). “D.M.N.S.”… Decepcionated Man Near to the Suicide…

MARTIRIO: Mire, yo no la entiendo, ni la quiero entender; no quiero, ni tampoco puedo

comprarle nada; váyase y déjeme solo con mi dolor…

ALEGRÍA: Ahí está el problema: no permite ayuda de sus buenos semejantes. Se siente

triste y se regodea en su propia y negra soledad. ¡Afortunadamente llegué! Déjese llevar

por las alas de mi experiencia, hasta las fuentes de satisfacción. Por sólo cincuenta pesos…

MARTIRIO: ¡Me estoy muriendo de hambre, porque no tengo qué comer!.... ¡Me revuelco

de dolor y no tengo para el hospital! Y usted me viene con un programa de quién sabe qué

y…

ALEGRÍA: (Súbitamente lo calla, metiéndole en la boca una paletita). ¡Un dulce regalo de

L.F.T.A. de México! (MARTÍN la ve y, hambriento, la devora. ALEGRÍA aprovecha para

explicarle). Escuche usted, bien parecido caballero. Nosotros no ganaremos nada con lo que

usted aporte. Será para los niños necesitados de Somalia y si de alguna manera no se siente

satisfecho con nuestro paquete, se le reembolsará todo su capital.

MARTIRIO: Yo no…

ALEGRÍA: Ya no me replique. No sea negativo y déjeme sacarlo del hoyo de depresión en

que se encuentra. (MARTÍN alza los hombros). A continuación, procederemos a llenar este

cuestionario. (Saca papelería en rosa y celeste). Preguntas sencillas que nos permitirán

hacer un estudio profundo de su personalidad. ¿Nombre?

MARTIRIO: Martín Martirio Kleiman Jonson.

ALEGRÍA: ¿Es usted extranjero?

MARTIRIO: No, nací en Tlaquepaque. De padre judío.

ALEGRÍA: ¿Madre norteamericana?

MARTIRIO: Sí, negra del Bronx. Se conocieron en el naufragio del Sea Hawk, un barco

carguero que se hundió en el Golf; mi madre se lo amarró a la cintura y nadó durante dos

días. Una gaviota los atacó y dejó desorejado a mi papá. Finalmente los rescató un barco

petrolero. Cuando los desentumieron y les quitaron la sal de la piel, salieron del hospital y

se enamoraron. Yo creo que duraron juntos porque papá no podía oír los gritos de mamá.

Nací un 29 de febrero, entre las ruinas de un hotel de Oaxaca donde ellos trabajaban, pues

hubo un temblor y el edificio se derrumbó, dejándolos atrapados dos semanas. De ahí me

viene la claustrofobia.

ALEGRÍA: Este es un “V.S.C.” Very Special Case. La siguiente pregunta es para respetar

ideologías y creencias. ¿Religión?

MARTIRIO: (Se pega en un oído). No oigo bien, yo creo que se lo heredé a mi padre. Me

quedé sordo cuando se me cruzó la rubéola con el sarampión. ¿Dijo religión? No sé. Papá

negó su judaísmo. Cuando lo liberaron del campo de concentración en el que estuvo, se

convirtió al cristianismo, pero lo corrieron una vez de misa, porque dudó de la

Guadalupana. Mi madre era protestante, pero un día su padre se inclinó por el Tao y hasta

se hizo cirugía en los ojos, para parecerse a Lao Tse, mientras que su madre tomó la

doctrina musulmana. Ella estuvo tan confundida, que ingresó a una secta satánica y se la

llevaron a la cárcel por robarse un cordero de una carnicería de Nueva Cork, porque lo

necesitaba para el sacrificio… Después de eso, se consideró atea…

ALEGRÍA: (Anonadada). Dejemos esa respuesta en blanco. ¿Ha padecido alguna

enfermedad?

MARTIRIO: (Lloriquea). Tengo una placa de metal en la cabeza, porque cuando nací me le

resbalé a la enfermera. Mire mi secuela de poliomielitis. Tuve paludismo, tuberculosis,

cirrosis hepática, neumonía, inflamación de la vejiga, gota, artritis avanzada, sordera

creciente, parálisis temporal de la mitad del cuerpo, infecciones intestinales varias,

desviación de la columna… Perdí un ojo cuando mi mamacita me castigó y me lanzó por la

ventana de un tercer piso directamente a un macetón lleno de cactus… Pérdida de la

memoria, hongos, estafilococos, desgarramiento del esternocleidomastoideo, meningitis,

varices, dolores en el occipucio…

ALEGRÍA: Espere, espere. Ya se me acabó el espacio. (Voltea la hoja y sigue escribiendo

al reverso).

MARTIRIO: Amibas, extirpación de las amígdalas, me quebraron todos los dientes en una

manifestación homosexual; me he roto el mismo brazo diecinueve veces; anemia, caída del

cabello, el próximo lunes me dicen si he contraído el SIDA con una transfusión que me

hicieron… ¡Ah! Y me acabo de electrocutar.

ALEGRÍA: (Impresionada). Es… interesante. ¿Ha tenido algún vicio?

MARTIRIO: Tabaquismo desde los seis años, fui alcohólico hasta el delírium tremens,

cocainómano, marihuano, morfinómano; he experimentado el LSD, hachís, cemento,

resistol y hasta alcohol del 96. Cuando fui vegetariano, nomás desayunaba peyote y

amapolas. ¡Es que me deprimo tanto!

ALEGRÍA: (Trata de seguir en actitud positiva con una falsa sonrisa). Qué… experiencia.

Hábleme de su vida sexual y afectiva. (Disimuladamente saca la mascarilla y respira un par

de veces).

MARTIRIO: De la primera niña que me enamoré, recibí una desilusión: me partió la

cabeza con un bate, porque le declaré mi amor. Nunca he tenido pareja; las mujeres me

huyen, porque dicen que les traigo mala suerte. Intenté otro tipo de relaciones, pero fue

fatal. Hasta llegué a pensar que estaba embarazado, pero era la solitaria, tan grande, queya

no me cabía en la barriga. No me quieren ni los perros. Uno que cuidé y alimenté, me

mordió y me pegó la rabia. Además de la antirrábica, tuve que vacunarme contra el tétanos,

porque el perro que me muerde y yo que brinco una barda, pero caí en un montón de latas y

varillas oxidadas.

ALEGRÍA: (Conteniendo sus ganas de echarse a llorar). No… no lo puedo creer. ¿Tiene

alguna preferencia política?

MARTIRIO: (Aulla). ¡No me hable de política! Soy apolítico y aún así me han metido en

graves problemas: en una guerrilla centroamericana, cuando intenté trabajar en transportes,

me arrastró un desfile comunista; me tomaron de rehén cuando asaltaron el Banco de

México; me acusaron de mojado en Nueva York, cuando fui a ver a mi madre y el Ku Kux

Klan intentó darme un baño de chapote hirviendo; dijeron que yo publicaba a un periódico

anarquista, porque me parezco al editor… Me envolvieron en una redada de un bar

sadomasoquista. Me tomaron como chivo expiatorio, me vistieron con cueros, estoperoles,

ligueros y zapatos de tacón y publicaron mi foto en todos los diarios de país. Estoy fichado,

sin tener culpa de nada y me han encarcelado más de doce veces. ¿Usted cree?

ALEGRÍA: (Al borde de la histeria, trémula). La última pregunta… ¿Se ha sentido triste

alguna vez?

MARTIRIO: ¿Qué si yo…? (Llora desconsolado golpeando el piso).

ALEGRÍA: Ya no se haga más daño, la vida ya le ha hecho suficiente. Ani…mo… ani…

(Llora también a grito abierto). L.F.T.A. le ayudará, buen amigo.

MARTIRIO: A mí ya no me salva ni la FAO, ni la ONUDI, ni el FBI. Soy, siempre he sido

y seré el hombre más desgraciado del mundo.

ALEGRÍA: (Sigue llorando). Es que usted es muy negativo, oiga. Piense bonito. No pierda

las esperanzas, Martín Martirio.

MARTIRIO. Nunca he podido conservar un trabajo, por eso como sólo pan duro; pero el

pan me infla los intestinos y me hace más grande la úlcera.

ALEGRÍA: Pobre hombre. (Saca un pañuelo con los colores de L.F.T.A. para secar sus

lágrimas y las de él).

MARTIRIO: ¿Sabe por qué me electrocuté? ¿Lo sabe? Trataba de reparar este aparato, para

poder así comer algo. Es del dueño de la fonda de enfrente; lo malo es que ahora hasta se lo

tengo que pagar.

ALEGRÍA: (Abriendo el monedero). ¿Cuánto necesita? (Llorando). ¡Lo que quiera se lo

doy! (Saca un billete, cuando se lo da saltan chispas). ¡Aaayy! Me dio toques.

MARTIRIO: Le digo. Ni siquiera puedo tocarla para darle las gracias.

ALEGRÍA: No me lo agradezca. Pobre Martirio. ¡Martín Martirio! Ya tienes la Gloria

ganada.

MARTIRIO: (Con mucho esfuerzo va a la ventana). Pero después de todo, Alegría, tienes

razón: el sol es hermoso.

ALEGRÍA: ¡Qué va a ser hermoso con esa vida que tienes!

MARTIRIO: Aunque siento que dentro de poco la lepra me arrancará la carne, el cisticerco

me llegará al cerebro y el cáncer me destruirá los pulmones… ¡aún así!... El sol es brillante

y hermoso.

ALEGRÍA: (Es trágica). Cállate por favor. ¡Estás para que te canonicen, Martirio!

MARTIRIO: San Martín Martirio, el Santo Patrono de los Desgraciados, (eufórico). Pero el

astro rey es divino, esplendoroso, incandescente, ¡todavía hay porqué vivir!

(Repentinamente, el cielo se nubla, hay relámpagos y truenos). ¿Lo ves, Alegría? ¡Amenaza

de tormenta!

ALEGRÍA: ¡Qué suerte tan negra y tan méndiga!

MARTIRIO: Lo único que me falta es que me parta un ra… (En ese momento un rayo entra

por la ventana. Gran estruendo, luz y humo; se derrumba la pared. MARTÍN MARTIRIO,

carbonizado, azota los pies de ALEGRÍA y agraga)… que me parta… que me partió… un

rayo. (Muere con estertores terribles).

ALEGRÍA grita enloquecida, se arranca el cabello, corre de un extremo a otro, tiene la

mirada perdida; desquiciada, enciende la grabadora y comienza a bailar alrededor del

cadáver.

ALEGRÍA:

L.F.T.A.

It’s an organization…

Etc, etc.

OSCURO

SU ESTRELLITA NAVIDEÑA

Para Guillermo Alanís

Personajes

AZUCENA

CÁSTULO

La escena:

Callejón entre dos edificios altos; al centro, entre botes, cajas de cartón y desechos de

una tienda de departamentos, hay un templete, que podría ser el refugio de un

vagabundo. A la derecha del actor, el callejón desemboca en una acera donde hay un

farol y en el otro extremo está la salida de empleados de una tienda departamental.

Al encenderse la luz del farol se destaca la silueta de AZUCENA; lleva el cabello

erizado y de un rojo eléctrico; usa un corpiño de tela metálica, minifalda y muchas

alhajas de fantasía; a pesar del frío, solamente se cubre con un abriguito ligero, como

un rompevientos, que le llega un poco más debajo de la falda. Es alta y de cierta

belleza vulgar. Fuma.

Se escuchan los ruidos de la ciudad en la noche; muy lejos hay música de Navidad, y

los reflejos de alguna decoración se proyectan entre las sombras del callejón. Se

escucha el frenar de un automóvil.

VOZ: (Con marcada ebriedad). ¿Te llevo, guapa?

AZUCENA: (Sonriendo sensualmente). Depende de a dónde y… de a cuánto.

VOZ: (Risita). Pues tú dirás. Tengo un departamentito… no está lejos. Ahí te puedo dar tu

Feliz Navidad.

AZUCENA: (Sonríe). En Navidad sale más caro. Soy como… tu regalito.

VOZ: Al revés, mi reina. Yo soy tu regalote. Súbete.

AZUCENA: Doscientos la hora. Seiscientos la noche y en un hotel aquí cerca que yo

conozco.

VOZ: N’ombre, le echas mucha crema a tus tacos. Estás recara.

AZUCENA: Lo bueno sale caro… pero muy bueno.

OTRA VOZ: ¿Y por los dos, mamacita? (Risas).

AZUCENA: (Desconcertada). ¿Eh?... No, dos no.

VOZ: Uuuy, qué apretada. Ni que fueras la divina envuelta en huevo. Pinche vieja.

AZUCENA: Ya, mejor lárguese, que andan hasta atrás, cabrones.

OTRA VOZ: Vámonos, carnal; además ni está tan buena; parece momia.

AZUCENA: ¡Momia tu madre, infeliz!

OTRA VOZ: Te voy a partir…

VOZ: Ya, hombre, vámonos a buscar otra vieja. (El coche arranca). ¡Que te den tu buena

Navidad, mamacita! (Risas, silencio).

AZUCENA fuma, se pasea, mira su reloj de pulsera; finalmente, se sienta en un cajón que

está junto al farol y después de quitarse un zapato, se soba un tobillo. Entre las sombras del

callejón se mueve una silueta).

CÁSTULO: Señorita… psst.

AZUCENA: (Asustada, se pone de pie). ¿Quién es? ¿Quién está ahí metido?

CÁSTULO: No se asuste, no le voy a hacer nada. Es que… (sale de la oscuridad, es

regordete y de unos sesenta años; va vestido de Santa Claus). Es que… (Ríe). Mire como

ando.

AZUCENA: ¿Qué quiere?

CÁSTULO: Iba yo saliendo de la tienda y vi lo que pasó con los del carro y…

AZUCENA: ¿Cuál tienda? No me invente cosas; con peores pelados me he topado. (Abre

la bolsa y saca una navaja). Sé defenderme.

CÁSTULO: No, por favor. No soy… ningún maniático ni nada por el estilo. Le digo que

salí de la tienda porque ahí trabajo, en esta tienda de departamentos. La salida de

empleados está al final del callejón.

AZUCENA: (Se ríe. Guarda la navaja). Y… ¿de qué trabaja?

CÁSTULO: (Abriendo los brazos y haciendo referencia a su traje). Pues no soy

precisamente el gerente. (Se ríen).

AZUCENA: ¿Qué quiere? Con Santa Clós sería una locura. (Ríen). Lo único que me

faltaba.

CÁSTULO: No, mire… Es que, se me atoró el cierre del traje, es como, como un overol,

verá, y… no me lo puedo quitar. Imagínese cómo me voy a ir en el camión. (Pausa).

Aunque… pues ni para qué tomar camión.

AZUCENA: ¿Y qué anda haciendo a estas horas? Son casi las once.

CÁSTULO: Es que, ¿sabe?, hoy cerró la tienda muy tarde y… aparte me quedé platicando

con mi amigo el velador. (Ríe). Está dormido de borracho y… como yo tampoco tengo

prisa.

AZUCENA: Bueno… ¿y entonces qué?... Decídase, porque hoy no pasa nadie por aquí; me

voy a otra esquina; a menos que quiera…

CÁSTULO: Este sí… sí quiero. Pero…

AZUCENA: Doscientos la hora. Seiscientos la noche y por ser usted… usted escoge el

lugar.

CÁSTULO: ¡Ah, caray! (Pausa). Es que… (Sonríe). Es que… la verdad no completo ni

cincuenta.

AZUCENA: (Alza los hombros). ¡Qué lástima!, me estaba cayendo bien. Otra noche será.

(Inicia el mutis).

CÁSTULO: Espérese. No se vaya.

AZUCENA: Ya no me quite el tiempo. Tengo que talonearle y hace mucho frío. (De nuevo

intenta el mutis).

CÁSTULO: (En un impulso). ¡Es que quiero invitarla a cenar! (AZUCENA se queda

inmóvil, de espaldas. Luego voltea, sonriendo).

AZUCENA: ¿A… cenar?

CÁSTULO: Sí, a cenar.

AZUCENA: (Ríe). Santa Clós me invita a cenar. (Ríe).

CÁSTULO: No sé de qué se ríe; debajo de este traje de terciopelo despintado hay un

hombre normal, un señor que quiere su compañía.

AZUCENA: ¿Y… por qué a cenar?

CÁSTULO: Porque me dijo que yo le caía bien.

AZUCENA: Bueno… pero… fue un decir.

CÁSTULO: Ah, ¿no es cierto?

AZUCENA: No. Es que se encuentra una con cada tipo que… pero usted se ve bonachón.

(Lo mira de arriba abajo). Pero no. Gracias. Necesito lana.

CÁSTULO: Bueno, le dije que tengo cincuenta, pero si le sumamos lo de la cena… pues

van a ser como cien; eso hace media hora. ¿Cómo ve?

AZUCENA: (Tentada). No. Necesito ganar algo. Voy a buscar, antes de que se haga más

noche.

CÁSTULO: Bueno, entonces que sean quince minutos. Cena… y se va.

AZUCENA: Y… ¿a dónde me va a llevar?

CÁSTULO: A… a… aquí.

AZUCENA: ¿En este callejón?

CÁSTULO: Así no perderá tiempo, y aquí adentrito no hace tanto frío. (Muestra una

bolsa). Traigo unos verdaderos manjares. Nos hicieron una fiesterita de Navidad a todos los

empleados; bueno, yo no estaba invitado, pero me colé. (Se sienta en una caja de madera).

Traigo unos tamalitos, unas mandarinas y cacahuates, porque ha de saber que hasta se

rompió piñata y todo en la bodega; un pedazo de pastel y… y… una botella de ron. ¿Le

gusta el ron? (Ella sonríe). A mí, es lo único que no me provoca cruda.

AZUCENA: (Dubitativa). Bueno… pues…

CÁSTULO: Diga que sí. Ándele. Le aseguro que no se va a arrepentir. No me tenga miedo.

AZUCENA: No, eso no; a leguas se ve que es bien buena gente.

CÁSTULO: Y si quiere, después hasta la acompaño a su casa.

AZUCENA: (Cortante). Eso sí que no. No me gusta que se metan en mi vida. Chamba es

chamba y ya.

CÁSTULO: Como guste. Ah, además, mire lo que traigo. (Saca una pequeña grabadora).

Música. (Presiona un botón y suena una melodía navideña). Es mi material de trabajo, pero

nos irá muy bien.

AZUCENA: (Desconcertada, muy seria). ¿Por qué hace todo esto? ¿Por qué ocuparse en

Navidad de una mujer como yo?

CÁSTULO: Usted es igual a todas, pero además es bonita, educada. (Ella ríe). La he

mirado tantas veces…

AZUCENA: ¿Ah, sí? ¿Desde dónde?

CÁSTULO: Desde arriba, desde las ventanas del tercer piso, donde está la juguetería; usted

llega a esta esquina a las siete, se baja de un carro negro, que lo maneja un señor… un

señor. Se queda aquí, mientras encuentra un cliente… Esta semana se ha ido hasta muy

tarde… y sola.

AZUCENA: En estas noches es difícil, por las fechas. Oiga, pero no me gusta que me

espíen.

CÁSTULO: (Ríe). Qué esperanzas, señorita.

AZUCENA: (Ríe). No me ofenda. (Ríe el también).

CÁSTULO: Una cosa es espiar… y otra es no poder quitarle la mirada de encima. Quédese.

AZUCENA: Quince minutos.

CÁSTULO: (Animado). Quince minutos. (Comienza a disponer el lugar).

AZUCENA: (Divertida). ¿Qué hace?

CÁSTULO: Preparar el escenario. Me gusta estar cómodo cuando como y sobre todo si es

con alguien tan linda como usted. (Encima de un bote pone un periódico a manera de

mantel y acomoda otros trastos como sillas. Dispone la comida en la improvisada mesa,

deja su bolsa en el suelo al igual que la grabadora. Saca una vela con un candelero de

cerámica barata y la enciende).

AZUCENA: ¿Y eso?

CÁSTULO: No me lo va a creer, pero me saqué esta velita en la rifa de la tienda; otros se

sacaron televisores, canastas… Yo esto, pero pues todo lo dado es bueno. Siéntese. (Ella

acepta con una sonrisa, mientras el desenvuelve un paquete). Éstos son de frijoles y éstos

de carne; hasta me traje uno de dulce. Coma con confianza. (Abre la botella de ron). Lo

malo es que no traigo vasos, pero si no le molesta…

AZUCENA: Es lo de menos. (Bebe largamente y desde aquí en adelante se turnarán la

botella). ¡Uf! Necesitaba esto para reanimarme. Ya se me helaban las patas de frío.

CÁSTULO: Piernas, señorita, usted no puede llamar así a ese par de piernas. (AZUCENA

ha empezado a comer ávidamente).

AZUCENA: ¿Usted qué quiere?

CÁSTULO: Cené bastante bien en la fiesterita; siga adelante, yo la acompaño con unos

traguitos.

AZUCENA: (Con la boca llena). Oiga, ¿usted es de aquí?

CÁSTULO: De aquí… y de todas partes.

AZUCENA: (Ríe). Ya me salió muy internacional. Parece de otro lado.

CÁSTULO: ¿Cómo?

AZUCENA: Pues es que no es común ver gente buena por aquí. Usted se ve diferente,

como que tiene algo. ¿Me da un traguito?

CÁSTULO: (Dándole la botella). Adelante. A su salud. (CÁSTULO la observa comer casi

desesperada). ¿Verdad que están muy buenos?

AZUCENA: Con madre. Ricos, ricos, ricos. ¿No trae salsita?

CÁSTULO: Se la debo.

AZUCENA: Oiga, ¿y usted cómo se llama?

CÁSTULO: ¿Yo?... Cástulo… Cástulo nomás. ¿Y usted?

AZUCENA: Azucena. Está bonito, ¿verdad? Nombre de flor. Mis amigas me dicen La

Luciérnaga. (Se ríe). Usted sabe, por lo prendida. ¿Y toda la vida le ha hecho al Santo

Clos?

CÁSTULO: No, no siempre; yo quería ser artista; me encantaba ir a los teatros cuando era

chiquillo; me colaba en las carpas. (Ríe). Y les chiflaba a las tiples. A mi papá nunca le

gustó. Por eso, cuando tenía catorce años, me fui con un circo que llegó al pueblo.

AZUCENA: No me diga.

CÁSTULO: Uy sí. Le hice de todo, malabarista, trapecista y sobre todo de payaso.

(Nuevamente hace referencia a su traje). Y en esto vino a parar el artista.

AZUCENA: Pues está muy bien, me imagino que para hacerle de Santo Clos también se

necesita talento.

CÁSTULO: Definitivamente.

AZUCENA: Nomás no le siga más para abajo, porque va a acabar echando lumbre en las

esquinas.

CÁSTULO: Espero que no.

AZUCENA: ¿No trae sal? (Él niega). Ni modo, estos tamalitos están a todo dar. Ah, le

decía, yo creo que no todos pueden echarse así esas carcajadas como ustedes; a ver, ríase

como lo hace con los niños…

CÁSTULO: (Sonríe apenado). Ah, no, con usted me da pena.

AZUCENA: Ándele. JO, JO, JO. Amiguitos, pórtense bien o les voy a traer puras habas de

Navidad. JO, JO, JO. Ándele, ríase.

CÁSTULO: No, además no estoy en horas de trabajo.

AZUCENA: Ándele, no sea ranchero.

CÁSTULO: (Accede). JO, JO, JO, JO, JO, ¿Qué quieren mis amiguitos para Navidad? A

ver, a ver, pequeñines, ¿se portaron todos muy bien durante este año? JO, JO, JO, JO.

AZUCENA: (Terminando de comer los tamales). Ya ve, le salió a todo mecate. Oiga, ¿y su

señora qué dice de su trabajo?

CÁSTULO: (Sonríe amable). No tengo señora.

AZUCENA: (Alza los hombros). Ah, pues ni modo. ¿Me puedo echar este pedacito de

pastel?

CÁSTULO: Es suyo.

AZUCENA: (Se lo va a llevar a la boca, pero se detiene). No, mejor me lo llevo. Hace

mucho que mi niña no se come un cachito de pastel.

CÁSTULO: ¿Cómo se llama su hijita?

AZUCENA: (Amorosa). Lorenita. Está rechula. Es muy simpática. Dicen las muchachas

que se parece un resto a mí.

CÁSTULO: Entonces ha de ser muy bonita.

AZUCENA: La quiero tanto. Ella es toda mi vida. (Cambio). ¿Ya ve? Le dije que no quería

hablar de lo mío; luego me pongo a chillar.

CÁSTULO: No tiene nada de malo; las lágrimas son el alma convertida en piedras

preciosas.

AZUCENA: Qué bonito dijo. Pero prefiero cambiar el tema. ¿Usted tiene hijos?

CÁSTULO: (Sonriente). Algunos. Uno de ellos me salió muy, muy malo y se tuvo que ir

de la casa. Otros me han dado muchas satisfacciones. Uno era muy bueno, pero se juntó

con una mujer que nomás no; yo le dije: no nuera, no hagas esto, pero como si le hubiera

dicho que lo hiciera… y también terminaron por irse lejos. (Con amargura). Lo más terrible

fue que… tuvieron un par de hijos y uno, en una pelea, mató al otro. Qué cosa más terrible,

matarse entre hermanos.

AZUCENA: Así es la vida. Yo he sabido de casos peores. ¿Me puedo echar una

mandarina?

CÁSTULO: Claro que sí y esta otra se la lleva a Lorenita de mi parte. (Le mete la otra

mandarina en la bolsa). Y también los cacahuates.

AZUCENA: Gracias. (Pela la mandarina).

CÁSTULO: ¿Y está mejorando?

AZUCENA: (Anonadada). ¿Cómo?

CÁSTULO: Sí, que si Lorenita ya está saliendo de la enfermedad.

AZUCENA: ¿Quién se lo dijo?

CÁSTULO: (Sonríe). Nadie. Es la experiencia con los hijos. Siempre se nota, en el rostro

de una madre, cuando está preocupada por sus criaturas. Usted no fue la excepción.

AZUCENA: Ah. (Come). Ya está saliendo. Por poco y se la lleva la calaca con la maldita

tifoidea. ¿Un gajito?

CÁSTULO: Gracias, a una dama no se le puede despreciar.

AZUCENA: Pero sabe, Cástulo, no nomás me preocupa que a cada rato se me enferma;

también me mortifica cómo va a crecer, con qué la voy a mandar a la escuela. Yo no quiero

que le vaya como a mí, ni que termine como yo.

CÁSTULO: Eso es muy bello de su parte y muy importante, pero ¿por qué dice “que

termine”? Uno no termina en este mundo hasta que se muere. Si de verdad quiere

cambiar…

AZUCENA: Uy, no me haga reír. ¿Cómo dejar esto? ¿Qué hago para salir del hoyo?

CÁSTULO: Tener fe y verdaderos deseos de hacerlo. Usted podría trabajar en muchas

cosas. No está inválida, no está ciega, ni anciana… Todo es querer.

AZUCENA: Pero con el pasado que me cargo.

CÁSTULO: Lo que importa es el presente. (Sonríe). Inténtelo. Si lo quiere de veras, lo va a

lograr.

AZUCENA: Habla muy seguro. ¿Usted está contento, sin ofender, de ser un pinche Santa

Clos de tienda?

CÁSTULO: (Ríe). Sí.

AZUCENA: ¿Sí?

CÁSTULO: La felicidad es diferente para cada quien. Nunca he sido materialista. Estoy

contento con mi vida. Pero usted con la suya…

AZUCENA: No. (Bebe).

CÁSTULO: ¿Cree en Dios, Azucena?

AZUCENA: (Avergonzada). Sí.

CÁSTULO: Pero no se avergüence; dígalo abiertamente.

AZUCENA: Si hasta pena me da. Yo diciendo que soy católica y chambeando de piruja.

CÁSTULO: Él la entiende, así la quiere. Pero espera que usted cambie, por su propio bien.

¿A poco no podría hacer otra cosa?

AZUCENA: (Esperanzada). Sí, me gustaría tener un salón de belleza o un taller de costura;

así podría mandar a mi niña a la escuela y darle carrera y… (Triste). Pero no sé cómo

empezar; necesito un empujoncito, un dinerito para echar a andar un negocito… ¿pero

quién le va a ayudar a una… como yo?

CÁSTULO: Dios. ¡Y se lo puedo jurar este veinticuatro de diciembre, casi a las doce de la

noche! A Él hay que pedirle, pero no se mida usted, no le diga: un dinerito, un negocito…

No; pídale suficiente y con fe, para que le dé bastante. Él es como… como el padre

cariñoso que luchará para dar a sus hijos más de lo que piden. Pero sólo lo logrará con fe y

demostrándole que quiere cambiar.

AZUCENA: (Sonríe triste). Ay, Cástulo… no sé qué tanto haya usted sufrido… Yo me la

he pasado remal. Esto que usted dice… me suena a fantasías. Yo ya estoy marcada.

CÁSTULO: (A manera de regaño). Y seguirá marcada si continúa pensando así. (Dolido).

Yo sufrí mucho, pero lo encontré, y desde entonces, todo ha sido paz. ¿Por qué no hace la

prueba?

AZUCENA: (Se levanta). Vamos a hablar de otra cosa o ahí nos vemos.

CÁSTULO: Está bien, está bien, pero piénselo.

AZUCENA: (Animada). Mire, aunque ya fue mucho más de quince minutos, usted me cayó

a toda madre; vamos a divertirnos un rato mientras nos echamos la botellita de ron. (Él

asiente. Ella busca entre su bolsa). ¿Dónde están…? ¿Dónde se metieron, méndigos? (Saca

un par de casettes). ¡Aquí están canijos!

CÁSTULO: ¿De qué son, eh?

AZUCENA: Unas cumbias a toda dar. (Pone uno en la grabadora, la música festiva llena el

ambiente). Vamos a echar una bailada.

CÁSTULO: Eso sí que ya no sé cómo se hace. Tengo mucho de no bailar. (Ríe). Mis dotes

artísticas no abarcan ese género.

AZUCENA: (Riéndose). No sea mamón y véngase para acá. (Lo agarra y bailan por un

momento, se ríen, toman la botella y beben los dos. Él, de pronto, se resbala arrastrándola

consigo. La música sigue, ambos ríen).

CÁSTULO: Qué bárbaro, qué bailongo.

AZUCENA: (Revolcándose en el piso, de la risa). Estuvo bueno, ¿verdad abuelito? (Se

miran, serios). Ay, perdón. (Se vuelven a atacar de la risa). ¡Estuvo con ganas! (Él la ayuda

a levantarse, ella enciende un cigarro).

CÁSTULO: ¿Le molesta si cambio la música? No es que no me guste, pero prefiero algo

más… suavecito. (Pone un cassette de música sacra). Eso… eso me encanta.

AZUCENA: Ay, qué bonito. De esos tocan en la Iglesia. (Él la mira). Sí, voy a misa, al

menos una vez al mes a platicar con Chuyito.

CÁSTULO: ¿Chuyi…? (Ríe). Chuyito: Jesús. Me gusta mucho eso. Uno debe hablarle al

Hijo de Dios con confianza. Él es el mejor amigo. ¿Sabes, Azucena? Yo creo que si no vas

a la iglesia seguido, eso no te impide que te escuche, al fin que está en todas partes… Y te

aseguro, que siempre tiene tiempo para todos.

AZUCENA: Ojalá que se acuerde de mí y de mi niña.

CÁSTULO: Siempre y cuando tú lo permitas. (Saca un paquete de la bolsa). Mira,

Azucena. Te voy a dar este regalo.

AZUCENA: ¿Un regalo? ¿Para mí? Hace un resto de años que nadie me regala nada. Usted

es a todo dar… con un hombre así, me gustaría vivir. (Pausa, se miran). ¿Qué es?

CÁSTULO: No sé. La verdad es que me lo regaló mi jefe, pero yo no lo necesito. No lo

abras, ahora, espérate a que yo me vaya… porque me va a dar mucha pena si es algo que no

te sirva.

AZUCENA: (Tímida, conmovida). Gracias. (Pausa). Ya es hora de que me vaya a ver a

m’ija. Total, yo creo que ya no va a haber clientes. Y gracias también por la cena.

CÁSTULO: Siempre hay cena para todos en Navidad. Aunque sea muy humildita.

AZUCENA: Ya con eso y con su compañía fue suficiente pago. Ojalá yo tuviera algo qué

regalarle.

CÁSTULO: Sí tienes. Prométeme que harás el intento y cambiarás de vida.

AZUCENA: (Pausa). Ya me voy…

CÁSTULO: Prométemelo… (En ese momento se escucha el enfrentón de un automóvil y

un claxon).

AZUCENA: ¡Es él!

CÁSTULO: El del coche negro. No vale la pena, Azucena.

AZUCENA: Me quiere. (Vuelve a sonar el claxon).

CÁSTULO: Sabes que no. Te explota. Azucena…

AZUCENA: No tengo más… Él y mi niña.

CÁSTULO: Te golpea. Es malo. (Claxon). No vayas.

AZUCENA: Adiós, Cástulo. (Se encamina rápidamente al área del farol).

CÁSTULO: Sé que lo intentarás, Azucena. Lo intentarás. (El área del callejón se oscurece

totalmente. AZUCENA llega al farol).

VOZ: Vámonos, súbete.

AZUCENA: ¿A dónde? Quiero ir a ver a mi’ja.

VOZ: No jodas. Vámonos. ¿Cuánto sacaste?

AZUCENA: (Temerosa). Nada…

VOZ: ¿Cómo que nada? ¿A qué te traje?

AZUCENA: Ya… ya no quiero volver a verte… Déjame sola.

VOZ: Te vas a morir de hambre. Nadie te va a cuidar.

AZUCENA: Es mi bronca. Déjame.

VOZ: Estás bien jodida. Allá tú. Total. (El coche acelera). ¡Ni me busques! (Se va,

AZUCENA comienza a llorar, cae hincada, después de un momento se levanta y va

corriendo al callejón).

AZUCENA: Cástulo, don Cástulo… Ya empecé… (Lo busca, se calma y se sienta, no hay

rastro de las cosas de él). Tú tampoco me esperaste, Cástulo.

Poco a poco un rayo de luz cae junto a ella, exactamente sobre el regalo que CÁSTULO le

ofreció. AZUCENA lo toma despacio, sin ganas y lo abre. Se sorprende, el interior de la

caja está lleno de billetes.

AZUCENA: ¡Dios!... Qué de dinero… (Se escucha la música sacra que CÁSTULO había

puesto antes en su grabadora. AZUCENA mira hacia el cielo). Gracias… Cástulo.

OSCURO