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Corrientes críticas de la sociología latinoamericana
1 mayo, 1978
Pablo González Casanova
Del cientifismo a la Cepal
En los años de la posguerra, la crítica a alas ciencias sociales en las unversidades
latinoamericanas empezó con un ataque sostenido del empirismo y el vehaviorismo
contra las interpretaciones dominantes de una sociología liberal en decadencia. La
sociología empirista pretendió que no era una ideología y creyó poder fundamentar
esa posición. En América Latina, esta corriente apareció junto con los embriones de
una sociología profesional, disciplina especializada de un gremio celoso en
establecer sus propios linderos. El sociólogo latinoamericano más reconocido de
esta corriente, Gino Germani, inició el asedio a la sociología académica “o
impresionista” con trabajos escritos entre 1945 y 1953, publicados en Sociología
Científica (México, Universidad Nacional, 1956), y en “Diez años de discusiones
metodológicas en América Latina” (Ciencias Sociales, II, Washington, 1951, pp. 67-
86). El pensamiento de Germani llegó a dominar el arranque profesional de la
sociología, y prevaleció hasta principios de los sesentas. Los embates de C. Wright
Mills contra la sociología norteamericana, que el sociólogo argentino había
postulado firmemente como paradigma de la “sociología científica”, pusieron a
Germani a la defensiva. En las “Notas sobre el problema de la neutralidad valorativa
y otras cuestiones de epistemología” (1963) Germani mostró, por vez primera, una
cierta inseguridad y pidió, sin exigir, que la “sociología mantuviera un sano contacto
con lo real y con lo históricamente posible”. Esta última afirmación aludía al clima
de ilusione sus esperanzas de “alcanzar lo imposible” que había despertado la
revolución cubana. El libro de Germani sobre La sociología en la América Latina.
Problema y Perspectiva (1964) incluyó algunos ensayos significativos de la crítica
cintificista al “pensamiento pre-sociológico” y a la “sociología tradicional”.
La crítica cientificista, con sus planteamientos teóricos y metodológicos, ocupó gran
parte de la tarea académica de esos años. Su influencia llegó a ser subyugante en
los centros de decisión académica y entre los nuevos profesionales, ansiosos de
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distinguirse y probar sus nuevas armas. Hasta los opositores se vieron obligados a
usar el lenguaje de los iniciados para mostrar el carácter retórico de la auto- llamada
“sociología científica”. Pero la crítica al cientificismo llevó más tarde a poner en tela
de juicio no sólo sus métodos de investigación estructural-funcionalista, sino, sus
esquemas de un “desarrollo social” más o menos lineal y progresivo. Ambos
sirvieron para explicar muy poco de lo que iba a ocurrir en América Latina.
Otra corriente fundamental de la posguerra no sólo en el campo de la investigación
económica, donde originalmente prevaleció, sino en las demás disciplinas sociales
fue el de la crítica al “desarrollismo”, (1) palabra que resume la muy influyente serie
de trabajos originados en el patrocinio de la Comisión Económica para la América
Latina (CEPAL), fundada en 1948. Un “trabajo clásico” de Raúl Prebish, como lo
calificó Celso Furtado, “El desarrollo de América Latina y sus principales
problemas”, preparado para la conferencia de CEPAL de 1949 destacó
precisamente “el falso universalismo de la ciencia económica” y sentó las bases
para enfrentarse a los autores y libros entonces en boga en los círculos de
economistas anglosajones. (2)
Visto a distancia, puede decirse que el marco teórico “cepalino” constituyó en los
años cincuenta una versión técnica muy refinada del pensamiento nacionalista y
populista que, nacido en las épocas de Cárdenas o Vargas, sufriría los embates
más severos con la consolidación de la dependencia latinoamérica, (periodo que va
de la creación de la OEA en 1948, a la implantación de la llamada “Alianza para el
Progreso” en 1961) los proyectos de “integración latinoamericana” y el corolario de
mecanismos económicos y golpes de estado que fueron liquidando en América
Latina tantos proyectos nacionalistas y populistas.
La síntesis más lúcida de la concepción cepalina del desarrollo latinoamericano es
la de O. Rodríguez: “Informe sobre las críticas a la concepción de la CEPAL”
(mimeo). Ahí se advierte cómo el pensamiento cepalino fue evolucionando desde
posiciones nacionalistas y populistas hasta el “reformismo modernizante”
característico de “La Alianza para el Progreso”. En efecto, durante los años sesentas
los planteamientos “capalinos”, coincidieron con los de la ALPRO en el sentido de
que los principales obstáculos al desarrollo no eran ya considerados como
predominantemente externos, sino que debían superarse mediante reformas
internas, agrarias y fiscales que al fin no se hicieron.
En sus mejores épocas, la CEPAL logró imponer una serie de criterios
independientes que le permitieron “desarrollar los elementos de un análisis incisivo
de los síntomas del subdesarrollo latinoamericano”, según las palabras de uno de
sus más conocidos críticos. André Gunder Frank: “Cepal: política del Subdesarrollo”
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(Santiago 1969). A la CEPAL le fue sin embargo imposible “realizar un análisis
igualmente incisivo en las causas del subdesarrollo y de una estrategia
verdaderamente capaz de superarlo”.
Desde los años cincuenta la crítica a las facetas más conservadoras del cientifismo
y al desarrollismo se apoyó sobre todo en posiciones populistas y nacionalistas, a
veces de influencia “cepalina”, otras de corte “tercermundista”, (de moda en Africa
y Asia) y otras más siguiendo las líneas de enfrentamiento al imperialismo,
características de movimientos de liberación nacional, como los de Guatemala
(1944-54) y Bolivia (1952-64). La revolución cubana sacudió la conciencia de toda
América, y los medios universitarios la vivieron con gran profundidad. A partir de
entonces aumentó la actitud crítica contra el “cientificismo” y el “desarrollismo” y
cobró creciente influencia el marxismo. Pero la mayor parte de las nuevas
tendencias no formuló una crítica a las anteriores. Sin embargo, fue altamente
significativo que uno de los sociólogos norteamericanos más brillantes de entonces,
Wright Mills, haya escrito el Listen Yankee, un libro en defensa de la Revolución
Cubana que hizo oír la voz de la América Latina a las nuevas generaciones y cimbró
al stablishment sociológico de “las Américas”. Con su libro, Mills llevó a un terreno
concreto sus propias críticas previas de la sociología cintificista y funcionalista en
boga. Otro sociólogo latinoamericano -Camilo Torres- publicó por ese tiempo
algunos grabajos críticos sobre “un nuevo paso en la sociología latinoamericana”
(El Tiempo de Bogotá, 2 de noviembre de 1961) y sobre “El problema de la
estructuración de una auténtica sociología latinoamericana” (Hermes, 1966, 2,
Santiago de Chile, 33-40). En los trabajos de Camilo Torres se advertía, más que
una crítica teórica o metodológica a la sociología prevaleciente, una crítica moral.
El sociólogo y sacerdote llegó a convertirse en uno de los héroes de la revolución
latinoamericana. Su muerte, al frente de una guerrilla, conmovió profundamente a
los círculos universitarios. En el terreno académico Camilo Torres sentó las bases
de una existencia y una conciencia que influirían en las decisiones teóricas y
metodológicas de muchos sociólogos católicos, como Franz Hinkelammert, quien,
en su Dialéctica del Desarrollo Desigual, (Universidad Católica de Valparaíso,
1972), no sólo hizo una sólida crítica a las teorías “integracionistas” y desarrollistas
de Roger Vekemans, S.J., (3) sino una crítica revolucionaria a las teorías de la
dependencia.
Los sesentas: Revolución y contraespionaje.
La década de los sesenta se inició entre el fervor que despertó desde entonces la
revolución cubana, y los aprestos contrarrevolucionarios de la Administración
Kennedy. Las clases dominantes cerraron sus filas y sus instrumentos represivos,
de modo que a nadie quedaran dudas sobre sus intenciones: liquidar cualquier
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gobierno civil que no pudiera controlar los movimientos populares ascendentes. Al
mismo tiempo surgió una ola revolucionaria y el planteamiento de nuevas
estrategias para la revolución latinoamericana, en los trabajos militantes y teóricos
de Fidel Castro, Ernesto Guevara, y muchos otros líderes de la revolución
latinoamericana. Los nuevos revolucionarios cuestionaron viejas categorías y líneas
de acción, e invitaron a pensar en términos originalmente revolucionarios. No sólo
lucharon en el terreno ideológico contra las antiguas ideas sobre la “burguesía
nacional”, sino contra las líneas políticas que había mantenido los partidos
comunistas desde la época del Frente Popular y de la alianza Antiimperialista. en
uno de sus ensayos sobre la América Latina. “El papel de los intelectuales en los
movimientos de liberación nacional” (Casa de las Américas, La Habana, marzo-abril,
1966), el sociólogo francés Régis Debray afirmaba: “En este continente quien no
piensa -o en rigor, quien no piense- en la revolución tiene todas las probabilidades
de estar pensando poco o mal”. Ante la perspectiva de las luchas concretas, la
investigación social empezó a realizarse cada vez más, bajo la presión moral e
intelectual de un mundo revolucionario.
Los aprestos contrarrevolucionarios llegaron también al campo de la sociología.
Suscitaron una violenta protesta en los medios universitarios de América Latina e
incluso de los Estados Unidos, particularmente entre la gente progresista y
revolucionaria, y a veces entre aquélla que, sin serlo, quería conservar un mínimo
de honestidad académica. La crítica surgió de todas partes. El periodista Gregorio
Selser publicó un libro titulado Espionaje en América Latina, el Pentágono y las
Ciencias Sociales (1967) en que denunciaba y documentaba el “Plan Camelot” y los
proyectos “Simpático”, “colonial”, “Numismático”. Los chilenos Aniceto Rodríguez,
del partido Socialista, y Jorge Montes, del Partido Comunista, así como varios
sociólogos europeos y norteamericanos escribieron artículos de denuncia que Irving
Louis Horowiz divulgó en su libro The rise and Fall of Proyect Camelot: Studies in
the Relationship between Social Science and Practical Politics, (Massachusetts,
MIT, 1967). en casi todos los países latinoamericasno se registró una ofensiva
creciente contra este tipo de agresiones “científicas”, esa sociología de espionaje
que se había ostentado como “no ideológica”. La sociología empirista y la
“cooperación internacional” cayeron en máximo desprestigio porque muchos de sus
estudios habían servido para diseñar golpes de estado e intervenciones extranjeras:
Brasil (1964), Santo Domingo (1964), Chile (1973), habían servido, hasta sin
saberlo, para imponer el “despotismo represivo” preconizado por los científicos de
la “Rand Corporation”. (4) La cooperación académica internacional, como fenómeno
aparentemente nutro, pareció imposible. Las relaciones universitarias entre
investigadores latinoamericanos y norteamericanos entraron en un punto de
profundo deterioro.
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De 1965 en adelante los sociólogos latinoamericanos empezaron a publicar nuevas
críticas a la sociología científica y desarrollista, que ya habían elaborado y
transmitido en la cátedra desde hacía varios años. En ella aparecieron muchas de
sus esperanzas y de sus desilusiones. en 65, Octavio Ianni publicó su “Sociología
de la sociología en América Latina”, contra el positivismo empirista y la
mediatización de la temática latinoamericana. Rodolfo Stavehagen dió a conocer
sus “Siete tesis equivocadas sobre América Latina”, ensayo que constituyó fuerte
sacudida, por la sencillez en la presentación y el ataque simultáneo a los ideólogos
del imperialismo, a los ideólogos de la burguesía nacional, y a las tesis marxistas
de la alianza obrera y campesina. En 1967 Theotonio dos Santos formuló una crítica
frontal y abiertamente marxista a “La ofensiva ideológica del cientifismo” (en La
Nueva Dependencia). Un año después el mismo autor dió a conocer su amplio
ensayo sobre “La Crisis de la teoría del desarrollo y las relaciones de dependencia
en América Latina”. Dos Santos avanzaba en el análisis de clases, criticaba el
“pensamiento de la clase hegemónica: el desarrollismo y el nacionalismo” y
enjuiciaba algunas tesis de la nueva “teoría de la dependencia”, formuladas por
varios sociólogos progresistas sobre la base -entre otros- del trabajo pionero de
Sergio Bagú: Economía de la sociedad colonial. (Buenos Aires, El Ateneo, 1949).
Circularon también por ese tiempo las críticas al cientificismo y al desarrollismo de
André Gunter Frank: “Sociología del Desarrollo y Subdesarrollo de la Sociología”
(Pensamiento Crítico, 1968 21 y 22). Frank arremetió contra las teorías
norteamericanas en boga y sus epígonos de América Latina afirmando que “su
sociología se volvía cada vez más subdesarrollada”. González Casanova publicó
también en 1968, en la revista Marcha de Montevideo, un artículo sobre “La nueva
sociología y la crisis de América Latina”. En el artículo ponía en entredicho “los
temas, las categorías, las técnicas y los métodos” de una sociología
predominantemente “ahistórica”, que se decía “rigurosa” y que había olvidado “las
más relevantes variables: el neocolonialismo y las clases sociales”. El mismo autor
editó en 1970 una guía para el estudio de la sociología latinoamericana (Universidad
de México), en la que colaboraron Ruy Mauro Mrini, Tomás Amadeo Vasconi, y
otros más. Esta obra buscaba recuperar los temas y autores clásicos de la
sociología latinoamerican, y vincularlos a las corrientes proresistas actuales.
La teoría de la dependencia
En 1970, Fernando Henrique Cardoso publicó con Enrique correa Weffort un ensayo
crítico de la sociología latinoamericana. Se trata de un importante balance de la
evolución de la disciplina y de sus nuevos planeamientos que terminaron
agrupándose genéricamente bajo el rubro “teoría de la dependencia”. En el ensayo
de Cardoso y Weffort, la teoría de la dependencia aparece vinculada todavía a la
necesidad de “revolución más que de reformas”, de “autonomía nacional más que
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de desarrollo”, y de la “destrucción del Estado” a “partir de la capacidad de acción
política de los grupos revolucionarios”. Apuntaba la necesidad de grupos y clases y
proponía determinar estructuralmente y “definir históricamente” el “núcleo de la
aproblemática de los países dependientes: que para Cardoso está constituido por
“las relaciones entre grupos y clases internas y las relaciones de entre países, en el
contexto de las relaciones que caracterizan al sistema capitalista internacional” (Cit.
p. 31-32). Ese “núcleo” prevalecería sobre el análisis de clases. En 1972, Antonio
García publicó un trabajo, que registraba las nuevas orientaciones de los sociólogos
“Hacia una teoría latinoamericana de las ciencias sociales del Desarrollo”. El trabajo
presentaba interés por la forma en que un economista se acercaba a los nuevos
intentos de explicar “un mundo escindido no sólo en clases sociales, sino en áreas
nacionales”.
Las aportaciones de los estudios de la dependencia parecieron originalemnte haber
consistido en enfrentar un estructuralfuncinalismo coincidente con la penetración
imperialista. También introdujeron en la discusión académica las categorías de un
marxismo rehecho frente al nacionalismo y el reformismo que todavía recibían el
apoyo de comunistas y socialistas. Entre las limitaciones de la recomposición teórica
destacan el énfasis dado a la crítica al nacionalismo en detrimento de la crítica
revolucionaria al imperialismo; hay crítica al reformismo sin una crítica paralela del
neofascismo, y una la crítica paralela del neofascismo, y una crítica al neofascismo
sin un planteamiento progresista o revolucionario de la política de masas que
pudiera oponérsele. En el terreno metodológico las limitaciones de la teoría de la
dependencia nacen sobre todo del predominio del análisis histórico. Las
consecuencias de estas limitaciones fueron cierto tipo de posiciones izquierdistas
que no correspondían a la lucha real revolucionaria o progresista, y cierto tipo de
críticas conformistas que no correspondían a ninguna lucha. Los teóricos de la
“dependencia” se distinguieron entre sí porque unos parecieron apoyar o apoyaron
abiertamente un proyecto insurreccional radical, mientras otros no apoyaron ni ese
proyecto, ni el nacionalista, ni el democrático. Unos y otros descuidaron la
importancia de la clase obrera en las luchas nacionales, democráticas y
revolucionarias.
La sociología de la dependencia planteó muchos problemas teóricos y estratégicos
-a veces sólo aludidos, o eludidos-. En los últimos años han sido objeto de críticas
cada vez más severas, dirigidas a señalar sus límites y distorsiones y a ver más
directamente la relación o distancias que las distintas versiones guardan con el
análisis concreto de clases. Las aportaciones de los estudios de la dependencia
harán difícil regresar al mal llamado “marxismo tradicional”, pero sus alusiones y
elusiones inducen a superar las categorías regionales del imperialismo, el
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colonialismo internacional e interno y la propia “dependencia”, para dar lugar
esencial a una crítica basada directamente en el estudio de las clases sociales.
La crítica a las teorías de la dependencia fue la siguiente etapa de la vida
académica. Por momentos logró regresarla. Una de las más amplias bibliografías
de esa crítica se encuentra en el artículo de A. Gunder Frank: “La dependencia ha
muerto, viva la dependencia y la lucha de clases. Una respuesta a críticos”.
(Sociología y Desarrollo, jul. 1972). El trabajo fue precedido por otro del propio
Frank, titulado Mea culpa en el que con razón el autor se alarmaba de los elogios
que había hecho Alperín a su libro obre Capitalismo y subdesarrollo en América
Latina. Alperín afirmaba que el libro de Frank es “una presentación impresionante y
convincente de la manera decisiva en que, a partir de la Conquista, el destino de los
latinoamericanos siempre ha sido afectado por acontecimientos fuera de su
continente y fuera de su control”. Ante esta grave y fundada interpretación, Frank
reconoció que había incurrido “en falta de comunicación’ o que “no se había sabido
explicar bien ante el lector”. En efecto, los problemas de comunicación de Frank,
sus equívocos y animosidades verbales, le llevaron a librar combate con todas las
gamas ideológicas posibles, desde la John Birch Society hasta los militantes de la
nueva y la vieja izquierda. Ello no sólo se debió a la fama que alcanzaron sus libros
y a la agresividad lexicológica agradable al autor, sino a la ambigüedad que
caracteriza muchos de sus planteamientos sobre la llamada teoría de la deendencia.
La mejor y más calificada crítica a Frank -aunque sin mención expresa- es la que
aparece a pie de página en dos notas de Régis Debray (La critique des Armes pp.
47 y 51) donde se enjuicia a los autores “que reducen la historia del capitalismo al
inmutable y pobre esquema de “periferias- centro”, o de “colonias-metrópoli
económico” no hay ninguna autonomía política, ninguna lucha válida por la
“autodeterminación”, y nada bueno que no sea la liberación total, la cual ni existe ni
se precisa cómo puede alcanzarse.
La teoría de la dependencia parece ahora, a la vuelta de los años, la versión
académica -desarmada- de una nueva línea política de las fuerzas de izquierda
latinoamericana: pero, precisamente por su ambigüedad, el término llegó a ser del
dominio verbal hasta de los voceros de las dictaduras antipopulistas, lo cual no
quiere decir que izquierdistas y fascistas hayan tenido igual posición; tuvieron
dramáticas coincidencias, que a veces les costaron la vida a los primeros, tras haber
sido enemigos verbales o instrumentos de los segundos.
Fernando Henrique Cardoso publicó a fines de 1972 “Notas sobre el estado actual
de los estudios sobre dependencia: en el que hizo una historia intelectual del
concepto para definir las “divergencias” reales y “poner al margen algunas
incomprensiones y falsas polémicas”. En el ensayo trató de precisar la problemática
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teórica y metodológica de los estudios sobre la dependencia, sus relaciones con
otros fenómenos, como el imperialismo, y con otros métodos, como el histórico.
Destacó “el nuevo carácter de la dependencia” a que se había referido Theotonio
dos Santos desde 1968; subrayó la integración creciente del capital monopólico, las
oligarquías locales y los Estados dependientes, así como la internacionalización del
mercado interno. sostuvo la posibilidad de un nuevo desarrollo -contradictorio y
desequilibrado- que habría de basarse, “más que en la explotación de la plusvalía
absoluta” y en la “expoliación suministrada por las regiones explotadas”, en “la
explotación de la plusvalía relativa y el aumento de la productividad” (pp. 112, 115).
Según Cardoso, la industrialización de la periferia se debía enfocar “a través de la
perspectiva del capital y de la inversión, mucho más que a través de la idea de que
el capitalismo avanzado requiere mano de obra superexplotada de la periferia”. Su
toma de posición tendía a restar importancia al imperialismo y a la explotación
combinada y neocolonial, al tiempo que proponía estudiar el capitalismo y el
socialismo, y comletar la teoría de la dependencia con la del imperialismo. De ese
modo Cardoso parecía frenar el ataque al imperialismo actual, y reclamar a la vez
el derecho a enjuiciarlo como fenómeno histórico general. En todo caso sus
predicciones sobre el “capitalismo avanzado” y la explotación relativa predominante
ocurrieron al tiempo que se iniciaba un largo proceso de empobrecimiento absoluto
de los países y los trabjadores de la región, sellado por la implantación de nuevos
regímenes de conquista y “esclavismo asalariado”. En el terreno metodológico,
Cardoso declaró que “implicita o explícitamente” la fuente que servía de base a sus
estudios era el marxismo, y destacó la necesidad de no caer en el “empirismo
historicista” o “neopositivismo”: había que realizar análisis concretos de clases,
análisis históricos, que no “coincidieran las estructuras dadas como invariables” (p.
103), que establecieran cuidadosamente los periodos de estudios y que también
concibieran la historia como “alternativa” como “futuro”. En esa forma el autor no
sólo enfrentó a posibles críticos marxistas, señaló también -sin superar- el tipo de
problemas que pesaban sobre la teoría de la dependencia, desde su nacimiento en
la matriz de una sociología estructuralista. El ensayo muestra la enorme sutilez
alcanzada por un pensamiento que sostiene algunas posiciones estructuralistas y
avisora posibilidades de análisis histórico y revolucionario impracticado; que padece
un “aislamiento académico, estructuralista y cada vez más apolítico” al que es
incapaz de superar, salvo en proposiciones discontinuas.
La necesidad de dar mayor peso a las clases sociales apareció más claramente
señalada en un ensayo de Francisco C. Weffort titulado “Notas sobre la teoría de la
dependencia. ¿Teoría de clase o ideología de clase o ideología nacional?” Wefort
advirtió que la “imprecisión de la noción de la dependencia, en cualquiera de las
acepciones mencionadas, está en el hecho de que oscila irremediablemente, desde
el punto de vista teórico, entre un enfoque nacional y un enfoque de clase”. Estos
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problemas eran los que había buscado precisar la Sociología de la explotación
(1969) a partir de la categoría cosntitutiva de las clases sociales. En el ensayo
principal de un libro que llevaba ese título, González Casanova desarrolló las
fórmulas clásicas de Marx para despejarlas en la etapa de la competencia
monpolista y del imperialismo. Su análisis de la explotación de clases y regiones
internacionales e internas apareció todavía a nivel de excesiva abstracción. Otros
ensayos del mismo libro tal vez fueron más concretos y trataron el mismo problema
de manera más sencilla; pero con un enfoque sistemático que prevaleció sobre el
histórico.
Poco a poco se hizo sentir la necesidad de volver a análisis históricos concretos. La
crítica más sólida y reciente de la teoría de la dependencia que se orienta en ese
sentido es la de Agustín Cueva, quien no sólo cuestionó el carácter mismo de “un
nuevo objeto teórico” cuando se habla de “dependencia”, sino el predominio
omnímodo de la categoría dependencia sobre la categoría explotación, de la
“nación” sobre la clase, con las implicaciones políticas e ideológicas que estos
hechos tienen y que fueron apuntados en Las categorías del desarrollo económico
y la investigación en ciencias sociales, (Universidad de México, la edición, 1976)
aunque con un formalismo que no expresó el carácter concreto de las categorías
sociales reales, de las clases y sus luchas naturales y políticas, de sus
alineamientos y experiencias en la historia de la liberación nacional en los países
coloniales, semi-coloniales y dependientes. Este libro, antecedente de la Sociología
de la Explotación, fue un planteamiento teórico que codificó la crítica a las
categorías del empirismo y la dependencia sosteniendo la necesidad de incluir en
cualquier análisis las categorías de clase social y la explotación. Todavía el autor
estaba polemizando con los estructural-funcionalistas.
Para una crítica de la sociología revolucionaria
La crítica a los estudios especializados sobre la revolución latinoamericana es
escasa. Hugo Calello publicó un opúsculo de difícil lectura sobre La Ciencia Social
y la revolución latinoamericana (1969), donde plantea la necesidad de la
investigación científica militante y las posibilidades de un conocimiento distinto al
académico. con perspectiva más pedagógica y pragmática, Víctor D. Bonilla,
Orlando Fals Borda y otros autores publicaron el opúsculo Causa Popular, Ciencia
Popular. Una metodología del conocimiento científico a través de la acción (1972).
Ahí se formula una crítica a las ciencias sociales académicas y al neocolonialismo,
y se trazan las pautas de una investigación militante que ha producido varios
trabajos, muy lejanos a la universidad y también a los movimientos políticos y
revolucionarios, populares o nacionales, aunque vinculados a algunas regiones del
campo y a algunos campesinos.
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En el terreno teórico y metodológico, sin duda la crítica más amplia y de mayor
interés sobre la revolución y las ciencias sociales es la de Clodomiro Almeyda
Almeyda, publicó en 1971 un libro titulado Sociologismo e ideologismo en la teoría
revolucionaria. El libro critica “la tendencia empírica (…) fuente teórica del
oportunismo práctico, que halla su principal expresión en lo que llamamos
sociologismo, originado por la influencia deformante de la sociología empírica
norteamericana en las nuevas generaciones intelectuales de izquierda”. En el
“sociologismo” encuentra el “ideologismo” -por otra parte’ descubre el “voluntarismo”
y el “dogmatismo”. El libro de Almeyda es uno de los enjuiciamientos más profundos
a la sociología d ela izquierda latinoamerica desde los años sesenta. Su ensayo no
se limita a las investigacioenes universitarias. Abarca todos los fenómenos de
realismo e idealismo, de objetivismo y subjetivismo, de conformismo y dogmátismo,
de oportunismo y sectarismo, de deformación derechista del pensamiento
revolucionario y de espontaneísmo, anti-autoritarismo, antipartidismo, voluntarismo,
entre los que oscila el pensamiento y la acción de las clases medias
latinoamericanas cuando utilizan las categorías marxistas o dicen sustentarlas sin
comprender las distintas prácticas de una política de masas cuyo eje sea la clase
obrera. Buena parte del ensayo de Almeyda está dedicado a criticar el
“sociologismo”, hijo del “impacto de la sociología conductista o funcionalista
norteamericana en las nuevas promociones de intelectuales de izquierda” (p. 101).
Almeyda observa cómo el “sociologismo” oculta una serie de realidades que sólo
puede descubrir la praxis revolucionaria (aunque no siempre lo haga). El
“sociologismo” es incapaz de comprender el capitalismo como sociedad y Estado, y
la naturaleza de la dependencia, porque éstos sólo se pueden entender “a través
del socialismo que, como hecho, como dato, no existen en la sociedad capitalista”.
El “sociologismo” sólo advierte el dato, pero no lo percibe como momento de un
proceso; suprime el ideal sin explicarlo y situarlo, no ve “el hecho abierto hacia su
propio devenir”, no estudia los procesos revolucionarios y contrarrevolucionarios, ni
los relaciona con “las categorías fundamentales que define en la situación general
de la sociedad moderna, caracterizada por el tránsito del capitalismo al socialismo”
(p. 45); tampoco se plantea el problema teórico y práctico de “constituir un agente
político revolucionario”, esto es, no descubre ni practica la necesidad de la
penetración de la teoría revolucionaria -socialista- en la teoría y la práctica del
movimiento obrero y de las masas, ni el cambio cualitativo que significa la misma
teoría sin las masas y con las masas. “La desviación oportunista o sociologista -
escribe Almeyda- hace prevalecer el elemento objetivo de la situación, al extremo
de que la valoración de lo que es llega a ser tan intensa que se subestima la
posibilidad de cambio, se le juzga ‘utópica’ e ‘imposible'” (p. 55).
Almeyda revela la pobreza científica del “dato indiferente, incapaz de recoger “lo
posible latente: y cuyo analista está lejos “de comprometerse, de tomar posición” y
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de “comprometerse, de tomar posición” y de “comprender el presente” porque no
comprende el futuro ni intenta cambiar aquél en función de uno y otro, yendo “más
allá del dato”, hacia “la creación de una nueva realidad”, que no sólo debe
explicarse, sino también crearse. El sociologismo es incapaz de avanzar en el
conocimiento social, de pasar de la teoría marxista abstracta a la “teoría situacional
específica”, de descubrir los rasgos significativos para hacer la historia -la historia
de la revolución en América Latina- con sus “situaciones y legalidades específicas
en Chile o México: (p. 89), carece de recursos para elaborar “la teoría de la acción
singular”, para explicarla y ponerla en práctica. Por ello no puede volverse eficaz
como teoría – como explicación – ni puede volver lúcida la práctica revolucionaria
que no percibe ni práctica.
En el terreno opuesto el sociologismo está el “ideologismo” con vertientes
voluntaristas, espontaneísas, contundentes y dogmáticas, que construyen “una
verdadera mitología de la clase obrera”. Los “sociologistas” sólo reparan en “las
motivaciones inmediatas” no revolucionarias de importantes núcleos de la clase
obrera, en los “procesos objetivos de conservatización que se observan en ella a
medida que aumenta su nivel de vida” -hechos comprobados a través de los
“surveys” y las encuestas. Los “ideologistas”, por su lado, imaginan una situación
en que los obreros “estarían en todo momento cuestionando constantemente el
sistema”, e incluso sostienen que la clase obrera no necesita “partido político” que
represente y dirija su militancia política. Almeyda dibuja el círculo del conformismo
puro y el de la práctica subversiva pura. No analiza sin embargo las bases sociales
de esos círculos, en violenta confrontación ideológica, ni la forma combinada en que
uno y otro obedecen a una “dialéctica natural” y generan una dialéctica de
movimientos de masas paralelos, políticos y revolucionarios. Tampoco busca
desentrañar cómo se separan y vinculan “sociologistas” e “ideologistas” en
situaciones concretas, en acercamientos y alejamientos de masas, de sindicatos,
de partidos, movimientos o alianzas y frentes revolucionarios. La denuncia de los
círculos del conformismo y la subversión pura no lleva al autor al análisis del cambio
de las fuerzas revolucionarias que tienden a romper los círculos, ni menos al
planteamiento de las políticas complementarias y combinadas, que de una manera
preconciente o deliberada tienden a establecer ambos en forma de espiral.
En la crítica revolucionaria que viene desde los campos guerrilleros y recoge su
experiencia, destaca uno de los libros menos comentados y más serios de Régis
Debray La critique des armes (Paris, Seuil, 1974). En él, debray acomete una amplia
autocrítica de sus porpias concepciones “foquistas”, y de las concepciones
izquierdistas y estructuralistas (especial pp. 47, 51 y 225-262). Narra la historia de
los ambientes teóricos de los revolucionarios latinoamericanos que influyeron en las
ciencias sociales y en la generación de ideologías académicas. Aunque en
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ocasiones todavía cede a su facilidad para los “jeux d’esprit”, la obra encierra una
gran parte de la originalidad del pensamiento latinoamericano desde el triunfo de la
Revolución Cubana hasta la caída de la Unidad Popular. Otra obra de la mayor
importancia para estudiarla crítica revolucionaria de la época es La Revolución
Continental de Rodney Arizmendi, el más profundo esfuerzo de un antiguo
comunista por comprender las corrientes teóricas de su tiempo, incluidas las de los
propios partidos comunistas y las de los “nuevos revolucionarios” latinoamericanos,
deseosos de extender la experiencia de la revolución cubana, y, ambos, puntos de
referencia de la sociología latinoamericana de izquierda.
El enjuiciamiento de la literatura contrarrevolucionaria ha sido escaso. John Saxe
Fernández ha dedicado varios ensayos a la ciencia y la contrarrevolución; pero dada
la magnitud del fenómeno en sus manifestaciones de guerra interna (control de la
natalidad, control militar de las migraciones, control y destrucción genocida de los
cuadros dirigentes, control y destrucción de una fuerza de trabajo -que dejó de ser
“reserva” y se convirtió en amenaza para una economía dominada por el “saving
labor capital“-) y dada la necesidad de grandes movimientos antifascistas, de
resistencia y liberación, la crítica a las investigaciones fascistas y neofascistas es
tan pobre como las investigaciones mismas. El fenómeno de la “contrarrevolución
preventiva” y la “desestabilización”, con sus viejas y nuevas formas de
manipulación, la combinación de trampas de césares, modelos matemáticos y
medidas macro-económicas y macro-políticas, y uso contrainsurgente de viejos y
nuevos textos marxistas para una política de masas contra las masas, no obstante
su peligrosidad, apenas ha sido objeto de análisis críticos y sistemáticos por la
investigación social al servicio de las fuerzas democráticas y revolucionarias.
Resumen y perspectivas
En la evolución de la crítica a las ciencias sociales se plantea de algún modo la
historia del poder. La universidad y los centros de investigación de América Latina
expresaron con sus explicaciones, su metodología y técnicas, la historia de la
consolidación y crisis del Estado imperial, y de los grupos y clases que luchan contra
él rebelándose, sometiéndose, integrándose, o acumulando fuerzas para nuevas
batallas.
La dominación creciente de América Latina por el imperialismo norteamericano tuvo
como secuela académica la crítica al “imperialismo en sociología” y el predominio
de las nuevas técnicas de investigación estructural-funcionalista, útiles instrumentos
en manos de sus administradores y estrategas. No todos los autores de esta
corriente fueron funcionarios del imperio, pero incluso los que guardaron una
distancia académica frente a él, tarde o temprano vieron a muchos de sus discípulos
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y colaboradores realizar estudios y encuestas directamente al servicio de la
penetración imperial, mientras otros, al enfrentarse al imperio, de algún modo
renegaban del funcionalismo.
Las críticas surgidas de la oposición al imperio expresan en distintas formas la lucha
de las burguesías nacionales, públicas y privadas, las de las capas medias, las de
los movimientos progresistas y revolucionarios de base obrera y campesina, con
proyectos democráticos, nacionalistas, de liberación nacional e incluso socialistas.
Estas críticas cobraron las más distintas formas de masas a las que directa o
indirectamente pretendías servir. El incremento del nivel teórico y técnico de los
especialistas en ciencias sociales, basado en conceptos y normas del
neopositivismo, lejos de ser útil a los sociólogos que luchaban contra la penetración
imperial y por apoyar a los movimientos democráticos y revolucionarios, con
frecuencia obstaculizó el desarrollo de un pensamiento realmente dialéctica capaz
de profundizar con rigor en los problemas a que se enfrentaban las fuerzas a que
ese conocimiento pretendía servir. Emplear un lenguaje marxista ortodoxo no fue
siempre signo de investigación. Con frecuencia sirvió como forma de identificación
política, como propagnada de ideas y posiciones, no fue éste el lenguaje
predominante del mundo académico que “investigaba”; ese mundo en general
rechazó el lenguaje partidario, para buscar el neologismo y la alusión. Parte de la
sociología que optó por las alusiones e ilusiones de la “Revolución Latinoamericana”
pretendió, y en algunos casos logró, el respaldo de fuerzas antagónicas. Buscó un
punto de alusiones atractivas para granjearse a la vez la venia de las fundaciones y
sus funcionarios académicos y la simpatía de los estudiantes rebeldes. En
muchísimos casos -con posiciones radicales o moderadas- el problema de los
científicos sociales fue de reconocimiento, más que de conocimiento.
Hubo otro tipo de sociología inconsecuente y mimética -el de la disciplina política
convertida en vulgaridad de la conceptualización y el lenguaje, y el de
construcciones barrocas de modelos abstractos- que quitó a la crítica democrática
y revolucionaria, la posibilidad de un auténtico respaldo científico a las masas y los
trabajadores. Ni por los problemas tratados, ni por la elaboración teórica, ni por el
análisis histórico, político y de clases, ni por el lenguaje vulgar o conceptual
empleados, las obras botadas de esta actitud fueron realmente los “libros útiles” que
requieren los movimientos de masas y las organizaciones progresistas y
revolucionarias.
Las ciencias sociales ampliaron su conocimiento de América Latina conforme la
crisis se profundizó, pero yendo siempre a la zaga de la crisis, por debajo de los
movimientos más avanzados, ya porque los siguieran fielmente en sus
planteamientos, (sin enriquecerlos con un conocimiento teórico e histórico riguroso,
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propio de una verdadera investigación que lograra esclarecer contextos, establecer
relaciones concretas significativas, realizar selecciones de las grandes
expreriencias prácticas, y elaborar antologías delas más sagaces interpretaciones
de los líderes democráticos y revolucionariso) ya porque se alejaran de la lucha real
hacia construcciones de conceptos sobre modelos sociales, imprecisamente
alusivos al marxismo-leninismo, los cuales incluso criticando y enjuiciando al
sistema dominante quedaban prisioneros del mismo, al no proporcionar instumentos
teóricos e históricos de lucha a las fuerzas trabajadoras y sus aliados, y al limitarse
a lo sumo a elaborar ecos o reflejos formales e impotentes de las protestas
populares, democráticas y revolucionarias.
La crítica a las ciencias sociales que reclamó para sí la representación de las luchas
liberadoras (por su expresión vulgar o por la de un nuevo conceptismo o
culteranismo cuyo punto de referencia era unas veces el propio pueblo imitado y
vulgarizado, y otras la nueva Roma estructuralista) no permitió que de la originalidad
de su pensamiento derivaran estudios concretos sobre la revolución
latinoamericana y sus antecedentes en los distintos países y regiones, ni que se
lograra una reelaboración histórica de los conceptos más generales del marxismo,
profunda, precisa, documentada, útil a los militantes sin bibliotecas, sin tiempo ni
condiciones para un trabajo sistemático a la vez teórico y táctico, histórico y
coyuntural. El proceso latinoamericano -el actual y más rico- siguió relegado a un
registro y reflexión predominantemente orales, circunstanciales, sin que los
especialistas pudieran establecer los vínculos entre esa problemática y su propio
trabajo intelectual de historia pasada y presente, de variaciones sociales y políticas
ocurridas en amplias regiones. Los estudios más avanzados se limitaron análisis de
sistemas de clases, más estructurales que históricos o políticos. En la mayoría de
esos estudios hubo un excesivo interés por la tipificación de las sociedades, por su
caracterización formal y su traducción al mundo conceptual del marxismo, en
detrimento de análisis científicos que superaran las etapas de la mera clasificación,
para ir en busca de definiciones del poder real, útiles a la acción política. La crítica
a las ciencias sociales que se hizo eco de los movimientos de masas, buscó ser
reconocida por sus “autoridades”. Cuando llegó incluso a plantear una problemática
de fenómenos históricos, de las técnicas historiográficas aplicadas a periodos
largos, a episodios y coyunturas políticas de los que dejar una obra real. Caso
extremo de sujeció intelectual que sometía o frenaba a las masas con las
“autoridades” de una y otras.
En medio de una historia riquísima como la de América Latina, pocos fueron los
libros de historia social, política, cultural que dieran cuenta del pasado inmediato en
trabajos de síntesis, monografías, acervos de fuentes documentales, destinados a
ligar la historia de los días pasados con la historiografía de sus circunstancias y
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antecedentes cercanos o remotos. Esos libros no se han escrito o existen en
número y calidad muy inferiores y marginales la grandeza y dramaticidad de las
luchas, y son también inferiores a las posibilidades de una cultura superior que
muestra su liberación sólo parcial con las mistificaciones vulgarizadoras y
demagógicas, o con las culturales y conceptuales. La vieja prohibición colonial de
escribir libros sobre el Nuevo Mundo mostró tener un arraigo inquebrantable, y las
tretas y artes de una cultura colonial antigua y renovada, por loas que dejaba la
experiencia de las luchas anticoloniales a la memoria del vulgo y su lenguaje, o las
eludía con palabras y conceptos remotos, mostraron una vigencia efectiva, a veces
casi natural e inconsciente en sus autores. La cultura verbal del hombre colonizado
prevaleció sobre la escrita para narrar las experiencias en reflexiones más
originales. Toda la historia de la cultura Hispanoamérica como cultura opresiva se
impuso sobre a de la liberación en el campo de las ciencias sociales, anulando o
limitando muchísimas obras.
No obstante, la sociología progresista y crítica del sistema imperante fue objeto de
las más brutales persecuciones. Lo sigue siendo. En algunos casos la crisis del
Estado, y el desarrollo de nuevos regímenes autoritarios, fascistas y neofascistas,
llevó al cierre de los departamentos de sociología de las universidades y a la
persecución de los sociólogos. Muchos sociólogos fueron cesados, encarcelados,
exiliados, victimados a consecuencia de su mimetismo popular- revolucionario o de
sus alusiones ilustradas al proceso revolucionario, débiles en la vinculación de la
cultura cotidiana y la cultura superior, y en la igualación de los actos con las
palabras, pero amenazantes para los tiranos con lemas que podían convertirse en
programas, o abstracciones capaces de preñar la realidad. Pero, sobre todo, porque
muchos de ellos, de una manera u otra, se pusieron al lado de las masas y sus
organizaciones. Con frecuencia la persecución de la sociología ocurrió al tiempo
que eran eliminados los derechos individuales y sociales para el conjunto de la
población. Las ciencias sociales no fueron las primeras víctimas, pero al final
dejaron de ser cultivadas en la mayoría de las universidades de América Latina. Las
universidades latinoamericanas -autónomas y liberales- entraron en crisis, fueron
clausuradas, fueron sustituidas por centros de formación técnica, administrativa,
militar. Los sociólogos partieron al exilio, se encerraron en pequeños centros de
reclusión académica más o menos asociados a isntituciones internacionales,
huanitarias, socialdemócratas y liberales, o se fueron a la lucha política, abierta o
clandestina. Tal llegó a ser la situación de los especialistas en ciencias sociales en
la década de los setentas. La vida académica no desapareció del todo. Se desplazó
a países donde subsisten regímenes constitucionales, o siguió trabajando en
pequeños claustros más o menos aislados dentro de los países tiranizados. Desde
ellos, la crítica que tiende a prevalecer -con creciente influencia de Gramsci- parece
inclinarse por una sociología realmente histórica y concreta que produzca los
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ensayos del mayor rigor posible sobre los hechos del pueblo. en algunos casos sus
autores seguramente lograrán unir la cultura superior y escrita, sistemática en el
campo o la biblioteca, con los movimientos de las masas; el libro útil, con las
organizaciones proletarias y los movimientos de liberación.