Post on 30-Mar-2016
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ANTOLOGIAS
(CUENTOS)
YESSICA CHARRYGAITAN
STEFANIA RAMIREZ
ASESORIA
PROFESOR ALBERTO RINCO (COMUNICACIÓN
MEDIATICA)
PROFESORA ELIZABETH ANGEL
(TECNOLOGIA)
PROGRAMA DE FORMACION
COMPLEMENTARIA
IV SEMESTRE
2009
(Autor: L.A.V.M)
Vivía en el bosque verde un conejito dulce,
tierno y esponjoso. Siempre que veía algún
animal del bosque, se burlaba
de él. Un día estaba sentado a
la sombra de un árbol, cuando
se le acercó una ardilla.
- Hola señor conejo. Y el
conejo mirando hacia él le sacó la lengua y
salió corriendo. Que mal educado, pensó la
ardilla. De camino a su madriguera, se
encontró con un cervatillo, que también
quiso saludarle:
- Buenos días señor conejo; y de nuevo el
conejo sacó su lengua al
cervatillo y se fue
corriendo. Así una y otra
vez a todos los animales
del bosque que se iba
encontrando en su camino.
Un día todos los animales
decidieron darle un buena lección, y se
pusieron de acuerdo para que cuando
alguno de ellos viera al conejo, no le
saludara. Harían como sino le vieran. Y así
ocurrió.
En los días siguientes todo el mundo
ignoró al conejo. Nadie hablaba con él ni le
saludaba.
Un dia organizando una fiesta todos los
animales del bosque,
el conejo pudo
escuchar el lugar
donde se iba a
celebrar y pensó en ir,
aunque no le hubiesen
invitado.
Aquella tarde cuando todos los animales se
divertían, apareció el conejo en medio de la
fiesta. Todo hicieron como sino le veían. El
conejo abrumado
ante la falta de
atención de sus
compañeros decidió
marcharse con las
orejas bajas. Los
animales, dándoles
pena del pobre conejo, decidieron irle a
buscar a su madriguera e invitarle a la
fiesta. No sin antes hacerle prometer que
nunca más haría burla a ninguno de los
animales del bosque.
El conejo muy contento, prometió no
burlarse nunca más de sus amigos del
bosque, y todos se divirtieron mucho en la
fiesta y vivieron muy felices para siempre.
LA ROSA Y LA CUCHA
POR Gustavo Ruiz
Había una vez, un perro que era muy rico. No le
faltaba nada. Tenía una gran cucha especialmente
diseñada por los mejores arquitectos de la zona. Siempre vestía con chalecos y corbatas, comía los
mejores manjares, hasta tenía una heladera y una
cocina donde guardaba los mejores huesos traídos por sus dueños de Europa. Era muy soberbio, y le
molestaba que los niños se le acerquen a su cucha.
Siempre caminaba erguido por los alrededores con el hocico parado y sacando pecho, mirando de reojo a
los demás perros.
LA ROSA Y LA CUCHA
Enfrente vivía un perrito en una cucha muy humilde,
y todas la mañana, con su gran regadera de plástico,
regaba una rosa verde que creció junto a su puerta.
Tanke, así se llamaba el perrito, era
muy bueno con los niños y todos lo
querían mucho en el barrio. Era
alegre, juguetón y siempre estaba
contento.
Al perro millonario de enfrente, que se hacía llamar
Mister Perro, no le gustaba que todos los niños
siempre estén jugando con Tanke.
Mister Perro entonces
decidió que quería una rosa
igual a la de Tanke.
Llamó a sus amigotes y les
ofreció mucho dinero a
quien lograra traerle una rosa igual que la de
Tanque. Los amigotes de Mister Perro estuvieron
buscando por varios días, pero no encontraron nada.
Entonces Mister Perro mandó a fabricar una rosa
verde de plástico muy linda, pero los niños seguían
sin acercarse a su cucha, y furioso Mister Perro se
comió su rosa de plástico.
Así decidió ponerse un antifaz y por la
noche, con una tijera cortó la rosa de
Tanque y la plantó cerca de su cucha.
Por la mañana, Tanque al no ver su rosa verde se
puso triste, y cruzó en frente a preguntarle a Mister
Perro si había visto quien se llevó su rosa. Grande
fue su sorpresa al ver que Mister Perro estaba
regando una rosa verde parecida a la de él.
Tanke volvió triste a su
cucha. Pero a los pocos días
la rosa se marchitó y otra
rosa verde creció junto a su
cucha.
Nuevamente los niños jugaban alrededor de la cucha
de Tanke.
Mister Perro miraba y no
comprendía que fue lo que falló.
Se puso a llorar y al verlo,
Tanque se le acercó y le dijo: “la
rosa verde crecerá junto a tu
cucha solo si eres un perro bueno, juguetón y
alegre”.
“Ahora entiendo”, dijo Mister Perro, “de ahora en
adelante seré un perro bueno.
No me llamaré más Mister Perro, usaré mi verdadero
nombre que es Moky, y seré bueno, siempre
bueno...”.
Y a los pocos días sé lo veía a Moky regando su
linda rosa verde.
FIN
El Asno y El Hielo
Era invierno,
hacía mucho frío y todos los caminos se
hallaban helados. El asnito, que
estaba cansado, no se encontraba con ánimos para caminar hasta el establo. -iEa, aquí me quedo! -se dijo, de-jándose caer al
suelo. Un aterido y hambriento gorrioncillo fue a posarse cerca de su oreja y le dijo: -Asno, buen amigo, tenga cuidado; no estás en el camino, sino en un lago helado.
-Déjame, tengo sueño! Y, con un largo bostezo, se quedó dormido. Poco a poco, el calor de su cuerpo comenzó a fundir el hielo hasta que, de pronto, se rompió con un gran chasquido. El asno despertó al caer al agua y empezó a pedir socorro, pero nadie pudo ayudarle, aunque el gorrión bien lo hubiera querido. La historia del asnito ahogado debería hacer reflexionar a muchos holgazanes. Porque la pereza suele traer estas consecuencias.
Fin
Cuento la sirenita
Hacía muchos años que el rey del mar era viudo. Su anciana madre era quien se ocupaba de cuidar a sus seis hijas, las princesitas del mar. De estas, la más bella era la menor. Como todas sus
hermanas, no tenía pies: su cuerpo terminaba en cola de pez. A partir de los quince años, las princesitas podían salir de las aguas y ver pasar los barcos. Aquel año la menor los cumplía y esperaba con impaciencia el momento en que pudiera ver el mundo. Al fin llegó el día en que la sirena pudo asomar la cabeza a la superficie.
A poca distancia había un barco y sobre la cubierta se hallaba un joven y guapo príncipe. La princesa no era capaz de apartar los ojos de él. Estaba enamorada.
Durante los días siguientes sólo pudo pensar en aquel apuesto príncipe. Su único deseo era convertirse en un ser humano y vivir siempre junto al joven príncipe. Por eso se decidió a visitar a la bruja del mar. Quizás ella pudiera ayudarla.
La bruja del mar no dudó en hacer un trato con ella: la libraría de la cola
y le daría dos piernas para andar, por medio de un brebaje que sólo ella sabía preparar, pero cada vez que diese un paso sería como si pisase un afilado cuchillo por los dolores que tendría que sufrir.Si no conseguía enamorar al príncipe, a la mañana siguiente de casarse él con otra doncella, la sirenita se convertiría en espuma flotante en el agua. Además, a cambio del brebaje, debía entregarle su hermosa voz. La princesita aceptó el trato.
A la mañana siguiente, cuando el príncipe daba su acostumbrado paseo, encontró a la sirenita ya convertida en una bellísima muchacha. Le preguntó quién era, pero la princesa no podía hablar. Entonces el joven la tomó de la mano y la llevó al interior del palacio. La sirenita era feliz a
pesar de los agudos dolores que padecía cada vez que daba un paso. Desde aquel día la sirenita y el príncipe se hicieron inseparables. Una noche, llegó al puerto del palacio un barco de donde bajó la princesa que estaba prometida en matrimonio con el príncipe. El joven se quedó frío como el hielo al verla porque no la conocía.
Su padre, el rey, le dijo que su deber era casarse con aquella doncella pero el príncipe dijo que, antes que casarse con una mujer que jamás en su vida había visto y que no le inspiraba amor, prefería renunciar al trono.Ante esa amenaza el viejo rey cedió, escribió una carta de disculpas a su amigo el padre de la princesa y se quejó de haber pasado la mayor vergüenza de su vida, pero en el fondo se alegró de lo que había pasado.
Después de que el barco se llevó a la princesa, el príncipe tomó de la mano a la sirenita y dándole un beso le declaró su amor. La pequeña niña cantó de emoción dejando asombrado al príncipe con su melodiosa voz y sintió cómo se iban para siempre los dolores de sus piernas.
Los dos reinos de mar y tierra celebraron felices el matrimonio de los príncipes quienes fueron felices para siempre. De la bruja del mar, nadie volvió a saber.
EL FLAUTISTA HAMELIN
Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que
merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas.
Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún
peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquitante plaga. Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados. Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones,
convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro
a quien nos libre de los ratones". Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín". Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta. Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados. Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y
reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas
como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te
pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?".Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas. Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual
que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra
vez, insistentemente. Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico. Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista. Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza. Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.
EL MAGO DE OZ Dorita era una niña que vivía en una granja de Kansas con
sus tíos y su perro Totó. Un día, mientras la niña jugaba con
su perro por los alrededores de la casa, se vió envuelta en un
tornado. Cuando Dorita lo vio a lo lejos, intentó correr en
dirección a la casa, pero su tentativa de huida fue en vano. La
niña tropezó, se cayó, y acabó siendo atrapada, junto con su
perro, por el fuerte remolino de aire. Sus tíos vieron
desaparecer en el cielo a Dorita y a Totó, sin que pudiesen
hacer nada para evitarlo. Dorita y su perro viajaron a través
del tornado y aterrizaron en un lugar totalmente desconocido
para ellos. Allí, encontraron unos extraños personajes y un
hada que, respondiendo al deseo de Dorita de encontrar el
camino de vuelta a su casa, les aconsejaron a que fueran
visitar al mago de Oz, que habitava en la ciudad esmeralda.
Les indicaron el camino de baldosas amarillas, y Dorita y
Totó lo siguieron. En el camino, los dos se cruzaron con un
espantapájaros que pedía, incesantemente, un cerebro. Dorita
le invitó a que la acompañara para ver lo que el mago de Oz
podría hacer por él. Y el espantapájaros aceptó.
Más tarde, se encontraron a un hombre de hojalata que,
sentado debajo de un árbol, deseaba tener un corazón. Dorita
le invitó a que
fuera con ellos a
consultar al
mago de Oz. Y
continuaron el
camino. Algún
tiempo después,
Dorita, el
espantapájaros
y el hombre de
hojalata se
encontraron a
un león rugiendo
débilmente,
asustado con los
ladridos de
Totó.
El león lloraba
porque quería
ser valiente. Así
que todos
decidieron
seguir el camino
hacia el mago de Oz, con la esperanza de hacer realidad sus
deseos. Cuando llegaron al país de Oz, un guardián les abrió
el portón, y finalmente pudieron explicar al mago lo que
deseaban. El mago de Oz les puso una condición: primero
tendrían que acabar con la bruja más cruel de reino, antes de
ver solucionados sus problemas.
Ellos lo aceptaron. Al salir del castillo de Oz, Dorita y sus
amigos pasaron por un campo de amapolas y aquél aroma
intenso les hizo caer en un profundo sueño, siendo capturados
por unos monos voladores que venían de parte de la bruja
malvada. Cuando despertaron y vieron a la bruja, lo único
que se le ocurrió a Dorita fue arrojar un cubo de agua a la
cara de la bruja, sin saber que eso era lo que la haría
desaparecer.
El cuerpo de la bruja se convirtió en un charco de agua, y
desapareció. Rompiendo así el hechizo de la bruja, todos
pudieron ver como sus deseos eran convertidos en realidad,
excepto Dorita. Totó, como era muy curioso, descubrió que el
mago no era sino un anciano que se escondía tras su figura. El
hombre llevaba allí muchos años pero ya quería marcharse.
Para ello había creado un globo mágico. Dorita decidió irse
con él. Durante la peligrosa travesía en globo, su perro se cayó
y Dorita saltó tras él para salvarle. En su caída la niña soñó
con todos sus amigos, y oyó cómo el hada le decía: - Si quieres
volver, piensa: "en ningún sitio se está como en casa". Y así lo
hizo. Cuando despertó, oyó gritar a sus tíos y salió corriendo.
¡Todo había sido un sueño! Un sueño que ella nunca
olvidaría... ni tampoco a sus amigos.
EL AVE FENIX
En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto. Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y
cuando ella y Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera
espada del ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito
murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única
en el mundo.
El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas. Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de
Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano
de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla. ¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg. ¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas. ¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia.
En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!.
PETER PAN
Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las
afueras de Londres. Wendy, la mayor, había contagiado a sus
hermanitos su admiración por Peter Pan. Todas las noches les
contaba a sus hermanos las aventuras de Peter.
Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita
moverse por la habitación.
Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan,
y el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con
Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los Niños
Perdidos...
- Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de
polvo mágico para que podáis volar.
Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás,
Peter les señaló:< - Es el barco del Capitán Garfio. Tened
mucho
cuidado con
él. Hace
tiempo un
cocodrilo le
devoró la
mano y se
tragó hasta el
reloj. ¡Qué
nervioso se
pone ahora
Garfio cuando
oye un tic-tac!
Campanilla se
sintió celosa
de las
atenciones
que su amigo
tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los
Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran
pájaro que se acercaba con Peter Pan.
La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no
había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del
golpe. Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y,
también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan.
Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos,
que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca
Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros
a Wendy, a Michael y a John. Para que Peter no pudiera
rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando
para ello con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse
del cariño que Peter sentía hacia Wendy.
Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido
para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.
Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua,
Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó
contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas
cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar
a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla:
que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la
fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se
salvó. Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de
los piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda
con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía
salvarles, cuando de repente, oyeron una voz: - ¡Eh, Capitán
Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo! Era
Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a
tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta.
Comenzaron a luchar.
De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste
se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto,
el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy
posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al
Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el
infatigable cocodrilo. El resto de los piratas no tardó en seguir
el camino de su capitán y todos acabaron dándose un
saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y
de los demás niños. Ya era hora de volver al hogar. Peter
intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él
en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de
menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó
de nuevo a su casa. - ¡Quédate con nosotros! -pidieron los
niños. - ¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os
hagáis mayores nunca.
Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra
imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos. -
¡Prometido! -gritaron los tres niños mientras agitaban sus
manos diciendo adiós.
LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE
ORO Érase un labrador tan pobre, tan pobre, que ni siquiera poseía una vaca. Era el más pobre de la aldea. Y resulta que un día trabajando en el campo y lamentándose de su suerte, apareció un enanito que le dijo: — Buen hombre, he oído tus lamentaciones y voy a hacer que tu fortuna cambie. Toma esta gallina; es tan maravillosa que todos los días pone un huevo de oro.
El enanito desapareció sin más ni más y el labrador llevó la gallina a su corral. Al día siguiente, ¡oh sorpresa!, encontró un huevo de oro. Lo puso en una cestita y se fue con ella a la ciudad, donde vendió el huevo por un alto precio. Al día siguiente, loco de alegría, encontró otro huevo de oro. ¡Por fin la fortuna había entrado a su casa!. Todos los días tenía un
nuevo huevo. Fue así que poco a poco, con el producto de la venta de los huevos, fue
convirtiéndose en el hombre más rico de la comarca. Sin embargo, una
insensata avaricia hizo presa su corazón y pensó: “¿Por qué esperar a que cada día la gallina ponga un huevo?
Mejor la mato y descubriré la mina de oro que lleva dentro”. Y así lo hizo, pero en el interior de la gallina no encontró ninguna mina. A causa de la avaricia tan desmedida que tuvo, este tonto aldeano malogró la fortuna que tenía
HANSEL Y GRETTEL ( la casita de chocolate) Había una vez un leñador muy, muy pobre que vivía junto a un enorme bosque con su esposa y sus dos hijos: un niño y una niña. El niño se llamaba Hansel, y la niña, Grettel. Siempre andaban faltos de todo y llegó un día en que la cosecha fue tan escasa que
el leñador ni siquiera tenía suficiente comida para dar a su familia el pan de cada día. Cierta noche en que no podía dormirse, tantas eran sus preocupaciones, despertó a su esposa para hablar con ella. ¿Qué va a ser de nosotros? -le dijo-. ¿Cómo vamos a alimentar a nuestros hijos si ni siquiera hay bastante para los dos? -Te diré lo que podemos hacer, esposo mío -respondió la mujer-. Mañana temprano llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque, encenderemos una
hoguera y les daremos un trozo de pan, luego nos iremos a trabajar y los dejaremos allí solos. No podrán encontrar el camino de vuelta a casa y nos libraremos de ellos. -No, mujer -dijo el leñador-. Me niego a hacer algo así.
¿Crees acaso que tengo el corazón de piedra? Los
animales salvajes los olerían enseguida y los devorarían. -¡Qué
tonto eres! -exclamó la mujer-. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos morimos de hambre los cuatro? Muy bien, no lo hagamos, pero entonces vete cortando madera para hacer cuatro ataúdes -dijo, y no le dejó tranquilo hasta que consiguió convencerlo. Los niños, que no podían dormirse a causa del hambre, escucharon las palabras de su madrastra. Grettel se puso a llorar amargamente. -Estamos perdidos -le dijo a su hermano. -No -dijo Hansel-. No tengas miedo, encontraré la manera de escapar. Y en efecto, en cuanto oyó roncar a sus padres, se levantó, se puso el abrigo y salió por la puerta de atrás. Era noche de luna llena y las piedrecitas que había a la entrada de la casa brillaban como si fueran de plata. Hansel se agachó y cogió cuantas le cabían en los bolsillos. Luego volvió a entrar. -Tranquilízate, mi querida hermana -le dijo a Grettel-, y vete a dormir. Dios no nos abandonará -dijo, y se metió en la cama de nuevo. Al día siguiente, antes incluso de que saliera el Sol, la mujer se acercó a
despertar a los niños. -¡Arriba, perezosos, nos vamos al bosque a cortar leña! -dijo y les dio a cada uno un trozo de pan-. Aquí tenéis, para desayunar. Y no os lo comáis todo que no hay más. Grettel metió los dos trozos en su abrigo, puesto que Hansel tenía los bolsillos llenos de piedrecitas. Al cabo de unos minutos, emprendieron la marcha. Después de caminar un trecho, Hansel
se detuvo y miró hacia la casa, maniobra que repetía cada cierto
tiempo. -¡Hansel! -le dijo una de ellas su padre-. ¿Qué estás mirando? No te quedes atrás, podrías perderte. -Estaba mirando a mi gato, que me saludaba con la pata desde el tejado -dijo Hansel. -Pero qué burro eres -intervino la mujer de su padre-. No es tu gato, es el Sol, que se refleja en la chimenea. Pero en realidad Hansel no había visto a su gato, ni siquiera se había fijado en la casa; se volvía de espaldas para dejar caer una piedrecita blanca. Al llegar a la parte más densa del bosque, el padre dijo: -Ahora, hijos, id a buscar leña, voy a encender un fuego para que no os quedéis fríos. Hansel y Grettel reunieron leña bastante para hacer una pila del tamaño de una pequeña colina. Su padre la prendió fuego y en el momento en que comenzó a arder, fue la mujer la que se dirigió a los niños: -Ahora tumbaos junto a la hoguera, niños.
Vuestro padre y yo vamos a cortar leña. Cuando terminemos, vendremos a buscaros. Hansel y Grettel se sentaron junto al fuego y a mediodía comieron sus
trozos de pan. Oían los golpes del hacha, de modo que pensaban que su padre estaba cerca. Sin embargo, no se trataba del hacha. El leñador había atado una rama a un árbol y el viento hacía que golpeara contra el
tronco seco del mismo.
Como llevaban mucho tiempo allí quietos, acabaron por cerrárseles los ojos y se quedaron dormidos. Cuando despertaron era noche cerrada. Grettel empezó a llorar. -¿Cómo vamos a salir de este bosque? -decía. Hansel la consoló. -Vamos a esperar a que la Luna esté en lo alto del cielo -le dijo- y encontraremos el camino. En efecto, cuando la Luna comenzó a elevarse en el cielo, el niño cogió a su hermana de la mano y los dos siguieron el camino que les señalaban las piedras blancas. Caminaron durante toda la noche y al amanecer llegaron a su casa. Llamaron a la puerta y les abrió su
madrastra, diciendo: -Niños, qué malos sois. ¿Por qué habéis
dormido durante tanto tiempo? Ya pensábamos que no volveríais. El leñador, sin embargo, se alegró muchísimo de ver a sus hijos. Su conciencia no le había dejado dormir. Pero los tiempos de escasez no habían pasado y los niños, desde su cama, volvieron a oír una conversación entre su padre y su mujer. -Ya nos lo hemos comido todo, sólo nos queda media hogaza de pan. Tenemos que deshacernos de los niños. Esta vez los llevaremos más lejos, para que no puedan encontrar el camino de vuelta. No hay otra
manera de salvarnos. El leñador sintió un gran peso en el
corazón. "Preferiría compartir con ellos lo poco que nos queda", se dijo, pero sabía que su esposa no escucharía sus argumentos y se limitaría a burlarse de él. El hombre que cede una sola vez está acabado, y como el leñador había cedido anteriormente, ahora se veía obligado a hacerlo de nuevo. Pero como los niños estaban despiertos y oyeron la conversación, Hansel se levantó en cuanto sus padres se quedaron dormidos. Pretendía salir para recoger piedrecitas, como la vez anterior, pero en esta ocasión la mujer había cerrado la puerta con llave y el niño no pudo salir. Sin embargo, consoló a su hermana diciéndole: -No llores, Grettel, y sigue durmiendo.
Seguro que Dios nos ayuda. A primera hora de la mañana, la mujer fue a despertar a los niños. Estos recibieron un trozo de pan cada uno, un trozo todavía más pequeño que en la anterior ocasión. Hansel lo partió en miguitas, y mientras se dirigían al bosque las iba echando por el camino. -Hansel, ¿por qué te paras
y miras hacia atrás? -le preguntó su padre. -Estoy mirando a mi
paloma, que está sobre el tejado, saludándome con las alas -dijo Hansel. -¡Tonto! -dijo la mujer-. No es tu paloma, es el Sol, que se refleja en la chimenea. La mujer los condujo a lo más profundo del bosque, más lejos que nunca, a un lugar en el que jamás habían estado. Volvieron a encender una hoguera, y la mujer dijo: -Sentaos ahí,
niños, y dormid si estáis cansados. Nosotros vamos al bosque a cortar madera. Volveremos por la tarde, cuando hayamos terminado. A mediodía, Grettel compartió con Hansel su trozo de pan, puesto que éste había ido echando el suyo sobre el camino. Después se quedaron dormidos. Pasó la tarde, pero nadie fue a buscar a los pobres niños, que, por otra parte, no se
despertaron hasta bien entrada la noche. -No te preocupes -dijo
Hansel consolando a su hermana-, en cuanto salga la Luna podremos ver las migas de pan que he ido dejando por el camino y así encontraremos el camino de vuelta a casa. Salió la Luna por fin, pero los niños no pudieron encontrar el camino, pues los miles de pájaros que habitan en los bosques se habían ido comiendo las migas que Hansel había dejado. -No importa -le dijo el niño a su hermana-, ya encontraremos la forma de regresar. Desgraciadamente, esto no fue posible.
Anduvieron durante toda la noche y todo el día siguiente, pero no pudieron encontrar un camino por el que pudieran salir del bosque. Pasaron mucha hambre, pues no encontraron nada de comer aparte de algunas bayas. Al final del día se encontraban tan agotados que sus piernas se negaban a seguir sosteniéndolos por más tiempo, de manera que se tumbaron debajo de un árbol
y se durmieron. Al tercer día desde que abandonaran la casa de su padre, volvieron a ponerse en marcha, pero sólo consiguieron internarse en el bosque cada vez más. Pronto se percataron de que si no encontraban ayuda, muy pronto acabarían por perecer. A eso del mediodía vieron un precioso pájaro blanco posado en una rama. Tan dulce era su canto que se detuvieron a escucharlo. Cuando terminó de trinar levantó el vuelo y aleteó
frente a ellos. Los niños lo siguieron, llegando a un casita sobre la que el pájaro se posó. Al aproximarse más a la casa, comprobaron que estaba hecha de pan y cubierta de pasteles, mientras que la única ventana que tenía era de azúcar transparente. -¡Por fin podremos comer! -exclamó Hansel-. Yo comeré un poco del tejado, Grettel, y tú puedes comerte una parte de la ventana, seguro que está muy dulce -dijo, y estiró las manos para romper un trozo de tejado
con el fin de probarlo. Grettel se acercó a la ventana y comenzó a
lamerla. En ese momento, se oyó una aguda voz que provenía del interior: -Vaya, vaya, ratoncita. ¿Quién se come mi casita? Los niños respondieron: -La hija del cielo, señora, la tempestad, segadora. Y siguieron comiendo sin inquietarse.
Hansel, a quien le gustó mucho el techo de la casa, cogió un pedazo bien grande, mientras que Grettel tomó el panel de la ventana y se sentó para disfrutar más cómodamente de él. De repente, se abrió la puerta y se asomó por ella una anciana apoyada en un bastón. Hansel y Grettel se asustaron tanto que dejaron caer lo que tenían en las manos. La anciana,
sin embargo, hizo un gesto con la cabeza y dijo: -¡Oh, qué bien, unos niños! ¿Quién os traído hasta aquí, queridos? Pasad y sentaos conmigo, no tengáis miedo. Cogió a ambos de la mano y los metió en su casa, dándoles una deliciosa comida: leche,
pasteles azucarados, manzanas y nueces. Cuando terminaron se encontraron con que había dos preciosas camitas preparadas para ellos. Nada más meterse en la cama, Hansel y Grettel se quedaron dormidos como benditos. La anciana se había comportado como la más amable de las anfitrionas, pero en realidad era una vieja bruja que había seguido muy de cerca a los niños pues debéis saber que las brujas tienen los ojos de color rojo y son cortas de vista, aunque, para compensar, y como los animales, tienen un sentido del
olfato muy desarrollado, especialmente para oler a los humanos;
de hecho, sólo había construido la casita de pan con la intención de atraparlos en sus redes.
Siempre que alguien caía en su poder, lo mataba, lo cocía y se lo comía en un gran banquete. -Ya los tengo, ahora no se me pueden escapar -se dijo la bruja en cuanto los vio dormidos. Por la mañana temprano, antes de que los niños se despertaran, lo primero que hizo la bruja fue ir a ver su próximo manjar. Al ver sus rosadas mejillas, sus tiernas carnes, no pudo reprimir una sonrisa. -Serán un
bocado exquisito -se dijo y cogió a Hansel para llevarlo al establo, donde lo encerró.
Luego regresó a buscar a Grettel y la sacudió hasta despertarla. -Levántate, perezosa, ve por agua y haz algo de comida para tu hermano. Cuando engorde, me lo comeré. Grettel se echó a llorar, aunque de poco le sirvió, porque sabía que no le quedaba más remedio que hacer lo que la bruja ordenaba. Prepararon una magnífica comida para el pobre Hansel. Grettel, sin embargo, sólo comió conchas de cangrejo. Todas las mañanas, la vieja bruja se acercaba al establo. -Hansel -le llamaba-, saca un dedo para que vea cómo engordas. Pero Hansel siempre sacaba un hueso que la bruja, que veía muy, muy mal, confundía con
uno de los dedos del niño, preguntándose por qué tardaba tanto
en engordar. Al cabo de cuatro semanas perdió la paciencia. -¡Grettel! -llamó a la pobre niña-. Ve por agua. No me importa que esté delgado, mañana me como a Hansel. Grettel no podía dejar de llorar. -¡Dios mío, ayúdanos! -decía mientras cogía el agua-. Si por lo menos nos hubieran devorado los animales del bosque, habríamos muerto juntos. -Deja de quejarte -le dijo la bruja-, de poco te va a servir. Por la mañana temprano Grettel tuvo que salir a encender el fuego para calentar el agua. -Primero prepararemos el pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y hecho la masa -dijo, empujando a Grettel hacia el horno, del que salían enormes llamas-. Ahora métete dentro y mira a ver si está lo bastante caliente para hacer el pan. En realidad, lo que la bruja pretendía era cerrar el horno en cuanto Grettel estuviera dentro, porque también quería comérsela a ella aquel mismo día. Pero Grettel se percató de sus intenciones. -No sé qué hacer, ¿cómo entro? -¡Estúpida! -se quejó la bruja-. ¿No ves que la puerta es lo bastante grande? Mira, hasta yo cabría en él -dijo, acercándose al horno y metiendo en él la cabeza. En cuanto Grettel vio que la vieja metía la cabeza, le dio un
empujón y la bruja cayó dentro del horno. Grettel cerró la puerta de hierro y corrió el cerrojo. ¡Cómo gritaba la bruja! Fue horrible, pero Grettel salió corriendo, dejando que muriese miserablemente. La niña se dirigió a buscar a su hermano, abrió la puerta del establo y llamó: -¡Hansel, somos libres, la bruja ha muerto! Hansel salió del establo como un pájaro enjaulado cuando abren su prisión. Cómo se abrazaron y besaron y se regocijaron de ser libres por fin. Como ya no había ningún motivo para seguir sintiendo miedo, entraron en la casa y allí encontraron, en todos los rincones de la sala, cajas de perlas y
piedras preciosas. -Son más bonitas todavía que las piedras
blancas -dijo Hansel y se llenó los bolsillos con ellas. -Yo también quiero llevarme algo a casa -dijo Grettel, y yació un cofre en su delantal. -Bueno, pero ahora vámonos -dijo Hansel-. Alejémonos del bosque de las brujas. Después de caminar durante horas, llegaron a un gran lago. -Por aquí no podemos pasar -dijo Hansel-. No hay ningún puente. -Ni tampoco ningún transbordador -añadió Grettel-, pero mira, ahí hay un pato. Voy a ver si puede ayudarnos. Y le llamó del siguiente modo: -Mi señor don pato, venga usted aquí, que yo de este lago no puedo salir. Le falta algún puente que ayude a cruzar. ¿Y sobre su lomo?, ¿nos podría llevar? El pato nadó hacia ellos. Hansel montó sobre su lomo y tendió la mano a su hermana. -No -dijo Grettel-, pesaríamos demasiado y no podría con nosotros. Tenemos que cruzar por separado. Y, en efecto, así lo hicieron. Al otro lado del lago el bosque les resultaba familiar, y al cabo de un trecho vieron la casa de su padre en la distancia. Echaron entonces a correr y entraron con estrépito, abrazándose a su padre con alborozo. Su mujer había muerto, pero no era esto lo que más había preocupado al hombre, que no había vivido una sola hora de tranquilidad desde que abandonara a sus hijos en el bosque. Grettel sacudió su delantal y las perlas
rodaron por la estancia, mientras Hansel sacaba de sus bolsillos un puñado de piedras preciosas tras otro. Gracias a ellas terminaron sus penurias y pudieron vivir felices para siempre.