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Gómez de la Serna
era trotskista
Diego Vadillo López, madrileño de
nacimiento, es profesor de Lengua
Castellana y Literatura, politólogo,
autor de otras dos novelas con los
títulos Voz arrojada al vacío (2005) y
Utopía y Astigmatismo (2007),
además de destacar más reciente-
mente en la faceta poética con el
poemario Burladeros de Hojaldre
(2010) y ser autor de varios artículos y crónicas en diversas
publicaciones especializadas.
Gómez de la Serna
era trotskista
Prólogo de
Héctor Martínez Sanz
NIRAM ART Madrid * Lisboa * Berlín
Diego Vadillo López
© 2011, DIEGO VADILLO LÓPEZ (del texto)
© 2011, NIRAM ART EDITORIAL (de la presente edición)
© 2011, TUDOR SERBANESCU (de la ilustración) Editor: Horia Barna
Asistente editorial: Thomas Abraham
Título: GÓMEZ DE LA SERNA ERA TROTSKISTA Autor: Diego Vadillo López
Prólogo: Héctor Martínez Sanz “Ramón, la norma descolocada”
Portada: Diseño gráfico por Defeses Fine Arts P.R. Agency
Ilustración: Tudor Serbanescu,
“Ilusión ramoniana” 2011
Paginación: Sofia D’Addezio Producción gráfica: Javier García Gascón
Maquetación: White Family S.L.
1ª — edición 2011
NIRAM ART EDITORIAL Madrid * Lisboa * Berlín
Calle Eusebio Morán Nº 1, 28019 Madrid Tel: (0034) 915 699 272
www.espacioniram.com Reservados todos los derechos
ISBN: 978-84-619-9567-9
Depósito Legal: M - 11874-2011
Imprime: Amundo
Queda prohibida terminantemente la reproducción total o parcial de esta obra sin previo consentimiento por escrito de la editorial.
La T es el martillo del abecedario"
Ramón Gómez de la Serna
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ÍNDICE
Prólogo ……………………………………….. 11
Capítulo I
Trotskismo—Ramonismo…………………… 27
Capítulo II
El juez de paz de lo incongruo…………….. 107
Capítulo III
Greguería vs gregarismo…………………….. 125
Anexos ………………………………………… 153
Ramón, la norma descolocada
por
Héctor Martínez Sanz
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Nunca es la literatura quien nos da grandes
nombres, sino que son ciertos nombres los que
nos dan gran literatura, porque la literatura no
existe sin las obras, y las obras no existirían sin
sus autores. Esto, que parece una de las cinco vías
tomistas, es una verdad como un templo, que deri-
va en una conclusión irrebatible: no hay huevo y
gallina en este tema, no sería posible la literatura
sin obras, pero perfectamente hay obras sin litera-
tura. Todos los años lo percibo en la Feria del Li-
bro, donde la relación entre títulos y literatura es
inversamente proporcional. Sin embargo, lo hemos
dicho, de vez en cuando surgen libros literarios,
libros que son las semillas que germinan en el vas-
to campo de las letras. Son éstos los que impiden la
Ramón, la norma descolocada
Héctor Martínez Sanz
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paulatina desertización de las páginas y su trans-
formación en páramo baldío. Hoy tengo el placer
de prologar uno de ellos. Apareció entre mi correo
mientras me encontraba apartando granos de pa-
ja. El título no era título, sino titular, breve, conci-
so y enigmático. Igual que en el periódico, obligaba
a leer el cuerpo de la noticia de la que Diego Vadillo
informaba y de la que yo doy únicamente la entra-
dilla. Gómez de la Serna era trotskista, primera
línea del libro, la cual tiene todo el peso del descu-
brimiento, del hallazgo sorprendente, insólito y,
nunca mejor dicho, revolucionario. Nos sitúa ya en
la primera línea de las revoluciones llevadas a ca-
bo por Gómez de la Serna y Trotsky. Pero también
nos deja entrever que, de los dos, el único nombre
propio que aparece es el del español. Trotsky sim-
plemente se vuelve adjetivo (del mismo modo sur-
girá ante nosotros Bismarck en lo que Diego Vadillo
llama “juego de equivalencias”). Ya por el título-
titular sabemos que Gómez de la Serna es el eje de
este ensayo. Tan sencillo, tan directo y tan claro.
Siempre, entre un titular y el cuerpo, ha de existir
coherencia. No obstante, esta norma no impide
que el discurso principal vaya ampliándose y rami-
ficándose a partir del tronco común. El contenido
Ramón, la norma descolocada
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puede ir abarcando, poco a poco, del núcleo hacia
los aledaños hasta alcanzar al propio autor del li-
bro. Así ocurre aquí, marchando en círculos hacia
un exterior que delinea el contorno del autor y las
costuras de su pensamiento. Nos desplaza en el
tiempo desde el primer tercio del s. XX, centro del
ensayo, hasta nuestro tiempo actual, con digresio-
nes perfectamente trabadas, con reflexiones y
comparaciones que rompen las fronteras espacio-
temporales entre el referente y el lector. De este
modo, el viaje que comenzaría en el desaparecido
Café Pombo de la madrileña calle Carretas o en el
lejano octubre de la Revolución soviética, puede
tener distintas paradas en el punk-rock, en la lite-
ratura pánica o en los hermanos Marx. Gómez de
la Serna se encuentra sentado, fortuitamente, jun-
to a Los Ramones, a los Sex Pistols, a Sabina, a
Umbral, a Fernando Arrabal, a Groucho, a Rafael
Azcona o a Santiago Segura. A su otro lado, Maruja
Mallo, Valle-Inclán, Neville, Bretón, Sawa u Ortega.
Por citar algunos del hoy y del ayer que sirvan pa-
ra ejemplificar cómo a lo largo de las páginas de
este libro hay música, teatro, cine, pintura, filosof-
ía y literatura, todo el orbe artístico y cultural a
través del tiempo y ejerciendo de marco o de fondo
Héctor Martínez Sanz
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para incisivas especulaciones. Gómez de la Serna
es uno de nuestros autores más incomprendidos y
olvidados, reducido, cuando se le menciona, a de-
terminados clichés, a ciertos sambenitos con los
que se ocultan, inconscientemente, sus grandes
aportaciones y su prolífica obra. Él mismo decía en
su Automoribundia: “Algunos creen que voy a ago-
tarles el universo y por eso me miran con cierta ra-
bia”. Esto, cómo no, tiene su escenario en España.
En Hispanoamérica goza su memoria de un respe-
to y de una admiración (no gracias a la colonia de
españoles que encontró allí) que no existen en su
tierra natal. Aquí en España no, aquí se mima a
los Joyce, Warhol, Duchamp, Georg Trakl o Ezra
Pound. Hacemos bien, es cierto, pero se nos olvida
mirar a lo de casa, al producto nacional. Aquí es
difícil que la sombra del genio se alargue y ensan-
che porque la limitamos con “rabia” y le apagamos
la luz. Es parte de nuestro talante natural que
Diego Vadillo viene a remedar. Pero tampoco se de-
be llegar a la idolatría. Y Diego Vadillo no lo hace
en este libro. Aprueba y reprueba sin clemencia,
sin buscar la de cal y la de arena, con una admira-
ción serena y sincera. Hartos estamos ya del libro
reprobatorio, del juicio sumarísimo, o del texto que
Ramón, la norma descolocada
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nos presenta un becerro de oro. Hartos, realmente,
de la exageración que hace sangre o que limpia
rostros. Diego Vadillo es antes lector que fan, pre-
senta a un Gómez de la Serna bajo las lentes que
le han leído y no bajo la pluma inflamada. Su re-
trato crítico y biográfico del literato resulta verosí-
mil, en el mismo sentido que tendría el término en
una novela, y que, en ocasiones, parece dejarse de
lado en el maltratado género del ensayo. En sus
manos, Gómez de la Serna, Tristán sin Isolda, se
asemeja al personaje protagonista del que se rela-
tan sus vicisitudes, sus grandes aciertos y sus
puntos flacos, sin volverlo norma, ejemplo o mo-
delo, porque la descripción que Diego Vadillo nos
ofrece de él se pinta con colores únicos, colores
imposibles de imitar o restaurar, entre escenas
originales y del costumbrismo bohemio. Tras la
lectura de este ensayo nos queda el regusto dulce
de haber asistido a algo único y el necesario amar-
gor de saberlo irrepetible; la emoción extática e
instantánea del que contempla un fantasma que
en milésimas se desvanece ante los atónitos ojos
llenos de incredulidad, porque creyeron ver lo in-
tangible, la presencia viva de un ausente.
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Ramón es un rebelde cuyos buenos
modales lo hacen canalizar su males-
tar en el presente a través de una fe-
roz e ingente creatividad, capaz de
inundar y desbordar los pantanos asi-
milativos de la chata burguesía patria,
que lo miraba no sin cierto desdén
cuando en las fiestas y reuniones de
salón ejercía de nota discordante. (…)
Ramón fue un golpista estético que
trató de instaurar una revolución per-
manente en la literatura.
Así comienza la descripción que, de Gómez de
la Serna, escribe Diego Vadillo. Y me quedo con
aquello del ejercer de “nota discordante” y con esto
de “fue un golpista estético”. Son dos expresiones
exactas del espíritu ramoniano, el espíritu que
provocó que su nombre se alzase solo y enlazado
al término vanguardia. “Nota discordante”, diso-
nante, estridente en el pentagrama español. Un
verdadero instrumento inarmónico. Disonante, no
en el sentido de desagradable a todo oído, sino
sólo a la armonía social y literaria establecida; es-
tridente, en el sentido del estridentismo mejicano,
Ramón, la norma descolocada
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como difusión y síntesis de los movimientos de
vanguardia; inarmónico, en el sentido de desviarse
de la frecuencia fundamental de una literatura y
un mundo tan rígidos. Pero no sólo discordó, no le
bastó abandonar la cuerda sobre la que se sosten-
ían difícilmente los demás como funambulistas
ciegos, sino que dio ese “golpe estético” de rebelde
contra lo normalizado, desde la fuente original
que encontró en sí mismo al calor del Café Pombo.
Rebelde contra la norma burguesa, sí, como los
modernistas y el noventayocho, pero superando
ambos movimientos, tanto en lo ideológico como
en lo literario (se le incluye muchas veces en la
Generación del 14, aunque como capítulo aparte,
al modo valleinclanesco con los del 98). Gómez de
la Serna, en este combate a letra o muerte con la
norma, como avanzadilla (vanguardia) de la propia
vanguardia, está incluso descolocado respecto de
sus contemporáneos. Ramón es norma para sí
mismo, descolocando todo el orden impuesto en el
arte de la combinatoria de palabras. He menciona-
do antes, de pasada, el método seguido por Diego
Vadillo al escribir este libro y que él mismo llama
“juego de equivalencias”. Se trata de una estrate-
gia que resalta el valor lúdico del texto para escri-
Héctor Martínez Sanz
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tor y lector, el disfrute en la elaboración y la ame-
nidad de la degustación. Sin embargo, esta herra-
mienta también deja en el libro la impronta pe-
dagógica que conlleva, tal y como es usada, hasta
inconscientemente, por los profesores en las aulas (y
Diego Vadillo lo es). Hablo de la posibilidad de es-
tablecer igual o semejante valor entre dos hechos,
aunque cada uno en su ámbito, con el fin de hacer
entender uno de ellos a través del otro sin desvir-
tuarlos. Por esta razón el título del ensayo nos im-
pacta (Trotsky) al mismo tiempo que en su lectura
lo comprendemos. Por esto sus páginas prosiguen
la sorpresa del titular con otras equivalencias
(Bismarck). No es una verdad literal, ni pretende la
rigurosidad de la prueba científica, es una equiva-
lencia subjetiva, una analogía, una representación
mental que permite razonar inductivamente el ob-
jeto de estudio, explicarlo o asimilarlo, a la vez que
nos aproxima a su verdad. Como se deduce del cri-
terio pedagógico, el “juego de equivalencias” cons-
tituye, en lo literario, una estratagema fundamen-
tada en la libre asociación, aunque necesariamen-
te bajo la perspectiva de lo verosímil que ya seña-
lamos. Una libre asociación que encuentra en la
ironía, la paradoja, la metáfora y el humor su me-
Ramón, la norma descolocada
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cha y su propio riel. Esta es la fuente de la riqueza
expresiva de Diego Vadillo en Gómez de la Serna
era trotskista, sobre todo, porque lo descrito de es-
ta forma es la fuente de la que manaba la obra
misma de Gómez de la Serna (añadamos las paro-
nomasias, las aliteraciones, las homofonías o la
invención de palabras desde los procedimientos
morfológicos tradicionales o desde las etimologías).
Él realizaba equivalencias irónicas, metafóricas,
muchas de ellas enraizadas en el humorismo espa-
ñol, nuestro carácter tragicómico capaz de lograr
más comicidad cuanto más trágico sea el fondo
(“nos aliviaríamos si comprendiésemos que morir
es la última diversión de la vida”, escribía), quizás
hasta el esperpento. Simplemente, en lugar de
“equivalencia” lo llamó “greguería” (minimalista en
su forma, omniabarcante en su sentido), porque
no quiso palabra reflexiva o manida, sino palabra
que, según el conocido prólogo a la edición de
1960 (verdadero manifiesto), sirviese tanto para el
griterío de los cerditos cuando van detrás de su
mamá, como para el grito confuso de los seres des-
de su inconsciencia o lo que gritan las cosas,
aquellas cosas que a él le hablaban desde un
cajón. A lo que hay que añadir otra riqueza a este
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libro, la léxica, la de un vocabulario que muchos
hoy no dudarían de tildar esdrújulamente (es
decir, siempre) de culto, aunque sean palabras
de toda la vida, de todo tiempo y de todo español.
Palabras que confieren al ensayo el fluir al ritmo
del río, rápido, cadencioso, reposado en otros ins-
tantes, frío o refrescante, de largo recorrido, cau-
daloso y acaudalado de significados, con sus
afluentes y sus desbordamientos. ¿De qué sirve si
puede ser dicho más pobremente? Con libros como
éste mejoramos nuestro lenguaje, el que usamos
para decirnos a los demás, y no leyendo cualquie-
ra como algunos creen y pretenden. ¿Para qué si
da igual? Así es como se cuida la lengua materna,
la lengua patria, como se recoge en el presente y
como se proyecta al porvenir. Y dirán los estudian-
tes: Pero, profe, si mientras se me entienda… y
Diego Vadillo responderá: “llegará el momento en
que no se te entienda…” y yo, que soy más sombr-
ío, incluiría un “entonces sufrirás”, aunque desde
el fondo de los años, Gómez de la Serna estará cla-
mando socarrón para estos estudiantes: “El rebuzno
es el grito más franco de la creación”.
Héctor Martínez Sanz
Madrid, enero de 2011
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Gómez de la Serna
era trotskista
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"Rencor es la urticaria que le sale al recuerdo"
Diego Vadillo López
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CAPÍTULO I
Trotskismo—Ramonismo
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Trotskismo—Ramonismo
Ramón Gómez de la Serna era trotskista. ¿Él
lo sabía?¿Era consciente? Es lo de menos. A su
manera (a la Sinatra usanza) desarrolló en el
ámbito de las letras una revolución permanente,
que vio su fin al tiempo que él expiraba, si bien se
puede decir que ciertos resabios (a la sombra de
su ingente obra) han perdurado, más o menos so-
terradamente, en postreras plumas.
Sobredotado para la literatura, no cejó de me-
taforizar desde la adolescencia y, al igual que León
Trotsky, dio con una técnica ¿revolucionaria? Él
revolucionó la literatura española con una operati-
va concreta: la greguería. Ambos configuraron una
técnica golpista para cambiar las tornas políticas y
Diego Vadillo López
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literarias (¿o fue a la inversa?). El éxito de ambas
fue la perduración, allende ellos mismos, de sus
legados doctrinales, obtenidos más allá de sí y de-
vueltos una vez pasados por la reelaboración arte-
sana del trabajo creativo-intelectual.
Retazos de sus aportaciones, de su activismo,
gravitan en el imaginario colectivo. Pese a no po-
derse decir que el cuerpo social las haya metaboli-
zado, sí las respira, por estar integradas, a modo
de pequeñas partículas, en la atmósfera.
Y es que ninguno de los dos poseyó la habilidad o
el pragmatismo para rentabilizar sus hallazgos por
ser caudillos sin perfidia. Cierto que ambos están
en la historia, pero también ocupan espacio en
ésta quienes hicieron uso capcioso de esos mismos
hallazgos, en un gregarismo tan tramposo como, a
veces, afortunado.
Ambos, grandes idealistas, se embarcaron
en una amplia y enfebrecida labor creativa y di-
vulgativa. Sin duda creían y descreían y se en-
cargaban de hacerlo patente a través de la obra
Gómez de la Serna era trotskista
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(escrita o vivida).
Los dos desentrañan el espacio, el marco físico en
que se producen los aconteceres objeto de su aten-
ción. Uno, en apariencia, desentraña el espacio con
ojillos más cualitativos; el otro, ingenieramente.
Se ha criticado mucho el exclusivismo de am-
bos. A Ramón se le achacaba un repliegue hacia sí
y, en efecto, es verdad que daba la espalda a la
realidad política, la obsequiaba con su indiferen-
cia. Pero lo suyo, en verdad, era transversal: repu-
blicano de las letras, despreciaba aristocrática-
mente la realidad otorgada por los forjadores de un
escenario aciago a través de una concatenación de
gestiones infames.
Ramón es un rebelde cuyos buenos modales
lo hacen canalizar su malestar en el presente a
través de una feroz e ingente creatividad, capaz de
inundar y desbordar los pantanos asimilativos de
la chata burguesía patria, que lo miraba no sin
cierto desdén cuando en las fiestas y reuniones de
salón ejercía de nota discordante. El envés era la
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