Post on 09-Mar-2016
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LA LUCHA DE UNA MUJER
Me lo contaba mientras estábamos sentados en el porche de su
casa, a las afueras de Barcelona, tomando yo una cerveza y ella un
zumo de piña, pues nunca ha bebido nada alcohólico salvo acaso
humedecer los labios en el cava, en alguna fiesta o celebración
importante, o cuando asa castañas en su casa, que las acompaña con
un vasito de moscatel.
Se llama Dolores y vino de su Huelva natal hasta las catalanas
tierras, atraída sin duda por la esperanza de encontrar un futuro
mejor, con más perspectivas que las que se le presentaban allá en su
tierra, donde sus ocupaciones consistían en ayudar a sus padres en
las tareas propias del cortijo en el que vivían, cercano al pueblo,
siendo estas tareas cuidar siete u ocho vacas, un rebaño de ovejas,
dos cerdos y casi cien gallinas, amén de echar una mano en las
faenas del campo: coger la aceituna, limpiar los campos de malas
hierbas para sembrarlos despues…
En contra de lo que pudiera pensarse, Dolores era feliz en ese
su pequeño mundo, y se sentía orgullosa de poder ayudar a sus
padres y hermanos al sostenimiento de la economía familiar. Era
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una vida sencilla pero gratificante en muchos aspectos como, sin ir
más lejos, los atracones de naranjas que se daba, subida al gran
naranjo que tenían en el patio del cortijo. No cabe duda que debía
disfrutar de lo lindo, a juzgar por cómo se le aviva la mirada y el
énfasis que pone en sus palabras mientras me lo cuenta.
Pero como todo tiene un final, también acabó esta etapa en la
vida de Dolores, y sintió deseos de conocer otras ciudades, otras
costumbres y otras gentes sobre todo despues de escuchar las cosas
que contaban aquellos que habían tenido la “fortuna” de poder irse
del pueblo a trabajar a las ciudades grandes: Madrid, Barcelona, el
País Vasco…Sin ir más lejos, Lucía, su hermana mayor, llevaba
tres años ya en Hospitalet, población importante pegada a
Barcelona, y cuando venía al pueblo de vacaciones le contaba a
todos las maravillas de la gran ciudad, con sus amplias avenidas,
sus grandes monumentos, un trabajo de ocho horas que te permitía
tener tu propio dinero y ser independiente…
Así que un año, concretamente en mil novecientos setenta y
cuatro, al finalizar las vacaciones del verano, por fin se decidió y se
fue con su hermana y su cuñado a vivir en su casa de Hospitalet,
hasta que tuviera bastante dinero para poder buscarse un piso de
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alquiler y ser independiente, que era a lo que ella de verdad
aspiraba.
Los primeros días los dedicó a ver Barcelona y aprender a ir
sola en el metro, mientras aprovechaba para ir buscando trabajo,
para lo cual se compraba el periódico “La Vanguardia”, donde
venían páginas y más páginas de ofertas y demandas de empleo.
Sentada en un banco del parque con un bolígrafo en la mano,
iba rodeando con un círculo las posibles trabajos a los que podría
acceder, teniendo en cuenta que ella no tenía ninguna especialidad
ni estudios, pues ni siquiera fue un curso completo a la escuela y
aprendió a leer, escribir, y las llamadas “cuatro reglas”, porque fue
un mes al convento del pueblo, donde las monjas enseñaban a las
niñas las nociones básicas, y también algo de costura. Me dice, con
algo de pena, que el hecho de que sus padres no se hubieran
preocupado apenas por que asistiera a la escuela regularmente, es
una de las pocas cosas que puede reprocharles.
Estuvo pateándose los cinturones industriales de Barcelona y
los pueblos lindantes más de veinte días sin conseguir encontrar
trabajo, y cada vez se desmoralizaba más, hasta que un día que
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debía tener la moral por los suelos, al llegar a casa se sentó en el
sofá y se puso a llorar.
Su hermana trató de animarla diciéndole que no era para
tanto, que ella conocía a gente que le había costado hasta dos meses
o más encontrar trabajo. Por su parte, el cuñado le dijo que al día
siguiente se cambiaria el turno, para poder acompañarla a una
fábrica donde trabajaba una paisana de ellos con la que estuvo
hablando el día anterior, y le había dicho que estaban admitiendo
gente.
De modo que al otro día fueron hasta una fábrica por la zona
de Sants, barrio de Barcelona, poblado entonces de numerosas
fábricas, hablaron con el jefe de personal y éste les dijo que
efectivamente admitían gente, así que le hicieron firmar un contrato
y le dijeron que podía ir a trabajar el lunes siguiente. Lo que hizo
muy contenta y animada al ver que las cosas empezaban a
enderezarse, y podría mirar su futuro en Cataluña con mayor
optimismo.
Cuando llevaba seis meses trabajando en la empresa, un
viernes por la tarde, la llamaron al despacho del jefe de personal
para decirle que su contrato había finalizado por lo que ya no tenía
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que seguir yendo a trabajar. Esto no le pilló por sorpresa pues ya lo
venía haciendo la empresa regularmente con otros compañeros, ya
que en los tiempos en que transcurre esta historia, y con el sindicato
vertical bastante afín a los patronos, una de las muchas
arbitrariedades que se cometían con los trabajadores, eran hacerles
firmar los contratos en blanco, de tal manera que luego el
empresario lo completaba a su conveniencia, que solía ser casi
siempre por un periodo de seis meses. Si le interesaba a la empresa,
el contrato se lo renovaban por otros seis, de lo contrario el
trabajador se iba a la calle y aquí paz y despues gloria.
Dolores ya se había informado a través de un abogado
laboralista de uno de los incipientes sindicatos obreros, de cuáles
eran sus derechos en materia de contratación, y estaba enterada
también que había una ley reciente por la que si a los quince días, la
empresa no había prescindido de los servicios del trabajador, éste,
automáticamente, pasaba a tener contrato indefinido, que en la
práctica era ser fijo.
De modo que la muchacha le pidió al jefe de personal la carta
de despido, obligatoria por parte de la empresa cuando rescinde el
contrato de un empleado, pero el jefe argumentó que no le iban a
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dar ninguna carta por que no había tal despido, era simplemente que
había finalizado su contrato laboral, enseñándole al mismo tiempo
el contrato que la propia joven había firmado en blanco seis meses
atrás.
Dolores contraatacó echándoles en cara que, para poder
trabajar, hicieran firmar los contratos en blanco a la gente,
quedando el trabajador a merced del empresario, y que además ella,
al haber pasado ya los quince días de prueba que marca la ley, tenía
contrato indefinido.
Así estuvo Dolores forcejeando más de una hora con el
director y el jefe de personal. Las acaloradas voces se oían fuera del
despacho, y mientras la muchacha se mantenía firme en sus
convicciones, sin arredrarse, ellos cada vez estaban más nerviosos,
pues no contaban con una reacción de este calibre por parte de ella,
acostumbrados como estaban a despedir a los trabajadores según su
conveniencia.
Los jefes insistían en que se fuera a su casa, que su contrato
había finalizado, y ella insistiendo en que le dieran la carta de
despido. Como se negaron a dársela, la chica dijo que se iba a su
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puesto de trabajo a continuar con su faena, hasta las diez de la
noche, su hora de salida.
De modo que salió del despacho dando un portazo y se fue a
la máquina donde trabajaba. A los diez minutos se presentó el
portero, un tipo de aspecto patibulario, ya entrado en años que
cojeaba visiblemente, con una cicatriz que le llegaba desde la oreja
izquierda hasta debajo del labio inferior. Este individuo le conminó
con muy malas maneras a que se fuera a su casa de una vez, si no
quería tener un disgusto, llegando a decirle que si no hacía caso y se
largaba de allí, se le caería el pelo. Parecía un perro de presa
dispuesto a lanzarse sobre la muchacha. Demostrando un
desparpajo y una entereza de ánimo más que notable para su edad,
dieciocho años recién cumplidos, Dolores le respondió:” Usted ya
ha cumplido con la orden que le han dado de asustarme, así que, a
menos que quiera pegarme, que no lo creo, váyase y déjeme
tranquila”. Refunfuñando y soltando amenazas, al final se fue el
portero. No habían pasado ni cinco minutos cuando llegó su
encargado de sección insistiéndole para que se fuera. Ante la
rotunda negativa de ella, el encargado le dijo que le iba a quitar los
fusibles a la máquina para que no pudiera trabajar.
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Lejos de arrugarse con esta nueva “vuelta de tuerca”, le
contestó al lacayo de la empresa que no le importaba, porque había
lo menos siete máquinas más donde se hacía la misma faena. Ni
corto ni perezoso, el encargado le dijo que le quitaría los fusibles a
todas las máquinas, y así lo hizo, con lo que no le quedó más
remedio que dejar de trabajar.
Sin embargo era mujer de recursos, y como lo que quería era
que constara que había estado trabajando hasta las diez, su hora de
salida, cogió una escoba y se puso a barrer el suelo, dejando
constancia de ello en los correspondientes boletines de trabajo.
Cuando llegó la hora se marchó a su casa y llamó a un compañero
que trabajaba en su mismo turno y en una máquina cercana a la
suya. Este compañero era muy buen chico y servicial, pero tenía la
mala costumbre de llegar casi siempre tarde al trabajo, por lo que la
llamada de Dolores era para que el lunes procurara estar en la
puerta de la fábrica, a la hora de entrar a trabajar. La muchacha
estaba segura que cuando fuera a entrar no la dejarían, y quería
tener un testigo de este hecho. Esa semana cambiaba el turno y
tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana.
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Y así fue. El lunes estaba el portero como siempre en la
entrada, pero la puerta la tenía abierta solo lo justo para que pasaran
los trabajadores de uno en uno. Cuando Dolores fue a entrar, el
portero le dijo que tenía orden de no dejarla pasar. Ella insistió pero
fue inútil. Discutiendo a grito pelado estaban la muchacha y el
portero cuando llegó el jefe de personal mucho antes de lo que
habitualmente lo hacía, sin duda avisado por teléfono de lo que
pasaba. Nueva discusión y forcejeo verbal en la entrada de la
fábrica.
Ese día Dolores y la empresa estaban citados en la sede del
sindicato vertical para tratar de llegar a un acuerdo, por lo que
dejaron las espadas de la discusión en alto, hasta la hora que tenían
fijada para el siguiente “asalto”.
Eran alrededor de las doce y media cuando se vieron de nuevo
Dolores y el jefe de personal, en una de las salas del edificio de
sindicatos, situado en la parte baja de Vía Layetana, en Barcelona.
Cada una de las partes dio sus razones delante del representante de
la Administración. El principal argumento de la empresa, como ya
es sabido, era que a la trabajadora se le había acabado el contrato de
seis meses. Otro de los motivos consistía en que había menos
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trabajo, por lo que sobraban operarios en la fábrica. Dolores
respondió:
─Ustedes son unos tramposos pues hacen firmar el contrato
en blanco a la gente y luego ponen el tiempo que quieren; además
cuando transcurrieron los quince días de prueba que marca la ley,
automáticamente pasé a ser fija. Y con respecto a que ha decaído el
trabajo, dígame entonces por qué la gente sigue haciendo horas
extras en la fábrica.
El jefe de personal a estas alturas estaba empezando a ponerse
nervioso. No parecía la persona apropiada para defender los
intereses de la empresa. Su hablar balbuceante contrastaba con la
firmeza y la seguridad que demostraba Dolores. No obstante
continuó con sus objeciones:
─Si que hacen horas extras, pero solo una por trabajador.
─Pues con esa hora de más que hacen algunos, puedo yo
trabajar una jornada normal, de ocho horas, y aún me sobrarían
unas cuantas diarias.
El funcionario del sindicato no tuvo más remedio que reconocer
que efectivamente hacer firmar los contratos en blanco era una
práctica habitual entonces, pero ilegal a todas luces, así que le
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preguntó a la chica si quería poner una demanda contra la empresa,
y sacó un formulario para empezar a rellenarlo, pero Dolores le dijo
que no rellenara nada porque ella tenía un abogado particular que le
estaba llevando el caso.
Al oír esto, el representante de la empresa empezó a ponerse
más suave, menos drástico, y dijo:
─Bueno, no creo que haya necesidad de llegar a ese extremo.
Seguramente lo podremos solucionar de una manera más amistosa.
Sin embargo tengo que consultar con el director pues yo soy un
mandado ─Parece que ante la perspectiva de que se iba a encargar
del asunto un abogado que no pertenecía al organismo estatal, ya no
lo tenía tan claro la empresa, acostumbrados como estaban a que la
administración hiciera la vista gorda ante sus chanchullos.
Al cabo de tres días la llamaron de nuevo al despacho y le
presentaron un contrato nuevo, indefinido, para que lo firmara. Esta
lucha de Dolores sirvió para que otros trabajadores, sobre todo
mujeres, que estaban en la misma situación que ella, no las
despidieran al cumplir los seis meses. Pero no fue ésta la única
batalla que la muchacha venida de un oscuro pueblo onubense, sin
ningún tipo de estudios, ni siquiera los primarios, pero con valentía
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y arrestos a toda prueba, tuvo que librar en los diecisiete años que
permaneció en la fábrica de Sants.
Ya desde su primer mes de trabajo, al comparar su hoja de
salarios con la de otros compañeros, se dio cuenta que las mujeres
cobraban menos que los hombres.
Aquello le chocó sobremanera, pues al lado de la máquina que
ella ocupaba, había varios hombres trabajando en máquinas
idénticas, haciendo la misma faena y el mismo número de piezas, y
no se podía explicar porqué a las mujeres les pagaban menos, por lo
que lo comentó con algunas que ya llevaban varios años trabajando
en la empresa. Sin embargo no se atrevió reclamar, porque acababa
de llegar y no quería que la tomaran entre ojos tan pronto. Así que
decidió esperar.
Fue despues de los hechos que se acaban de relatar sobre su
contrato de trabajo y la pretensión de la empresa de despedirla,
cuando se decidió a plantear una reclamación formal a la dirección
para que se equipararan los sueldos de hombres y mujeres y se
hiciera realidad esa vieja aspiración femenina, “a igual trabajo,
igual salario”.
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Un día, despues de hablar con una compañera de la que se
había hecho muy amiga, y que también era bastante “lanzada”,
decidió ir al despacho del director a exponerle la cuestión
directamente, pero como era de esperar la dirección no quiso saber
nada del asunto, así que despues de estar un rato argumentando sus
razones, que se basaban en que ellas hacían el mismo trabajo que
los hombres, al ver que no conseguía nada positivo, salió de la
oficina dando un portazo, muy enfadada. Lo de los portazos era
algo que no podía reprimir, sobre todo ante injusticias manifiestas.
Al día siguiente fue al despacho del abogado laboralista que le
había asesorado en su anterior “refriega” con la empresa, y le
planteó el asunto de la igualdad de salario hombre-mujer para ver
qué camino podía tomar. El abogado le dijo que no era fácil que la
empresa accediera a sus pretensiones pues en el convenio
provincial del metal había varios apartados en los que trataba de
“trabajos específicos para mujeres”, refiriéndose a aquellos que por
ser menos pesados podrían hacer las mujeres, pero eso sí, con un
sueldo inferior al de los hombres. Le dijo también el letrado que si
quería seguir adelante con su reclamación, procurara recoger la
mayor cantidad posible de firmas de las mujeres para dar mayor
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fuerza a su propuesta, y que por tramitar y llevar adelante el asunto
le cobraría unas mil pesetas. Había unas cuarenta mujeres, así que
haciendo un cálculo rápido tocaban a veinticinco pesetas cada una.
Ese mismo día despues de salir del trabajo y en su casa, se
preparó un especie de documento con una sencilla hoja de block,
escribiendo en el encabezamiento: “las abajo firmantes dan su
completo apoyo a Dolores Fernández, en su reclamación a esta
empresa sobre la equiparación del salario de las mujeres al de los
hombres, a igual trabajo”. Tenían que poner nombre y apellidos,
número de D.N.I. y la firma.
Para que no pudieran sancionarla por abandono del puesto de
trabajo, recogía las firmas despues de acabar su jornada laboral,
pero aún así al día siguiente su encargado de sección le dijo que el
director quería hablar con ella, así que se apresuró a ir al despacho
del mandamás.
─Buenos días, me han dicho que quería usted hablar conmigo.
─Así es. Ha llegado a mis oídos que está usted recogiendo
firmas. ¿Se puede saber que se trae entre manos?
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─Mire usted, los mismos que le han dicho lo de las firmas
también le pueden decir de qué se trata. Seguro que no tardan
mucho en averiguarlo.
─Entonces, ¿se niega a decirme que es lo que pretende con
esas firmas?
─No se preocupe que pronto se enterará.
─Está bien, pero le advierto que si se le ve de nuevo por los
puestos de trabajo, entreteniendo a las operarias, será sancionada.
─ ¿Nada más?
─Eso es todo.
─Buenos días.
Las firmas que le faltaban las fue recogiendo en la calle a la
hora de entrar o salir del trabajo.
En los cálculos que hizo sobre la recogida de firmas pecó de
optimista, pues de las cuarenta y dos mujeres que había en la
fábrica varias no quisieron saber nada del asunto; dos de ellas
estaban liadas con sendos encargados, y otras tres tenían demasiado
miedo para comprometerse, pues creían que la empresa tomaría
represalias contra ellas e incluso podría despedirlas. Dolores pensó
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que el miedo era libre y había personas que lo tenían en cantidades
industriales.
Con las firmas que recogió y el dinero se presentó de nuevo
en el gabinete del abogado. Éste inició los trámites pertinentes
mandando una carta con la reclamación a la empresa y otra idéntica
a la administración, que a su vez envió un aviso a la empresa de que
en los próximos días se personaría un inspector, para ver si los
puestos de trabajo de las mujeres eran equiparables a los de los
hombres.
Varios días despues el director la llamó de nuevo, para
comunicarle que ya no vendría el inspector de trabajo pues la
empresa había decidido pagar el mismo salario a hombres y
mujeres. Otra batalla ganada.
Y siguieron más…
FIN