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Pedro Suárez Ochoa.
EL SILBÓN YA NO TRABAJA EN LOS LLANOS.
LA HISTORIA NUNCA CONTADA.
©Copyright Pedro Suárez, Caracas 2015
ISBN 978-980-12-8063-7
If08520158001667
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser
reproducida o transmitida en cualquier forma o por ningún medio electrónico o
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importación o sistema de recuperación sin permiso escrito del autor.
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A Carmen Consuelo Ochoa Ron, la luz de mi vida y a
quien le debo todo lo que soy. “Gracias por tanto Madre
Bella”.
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PRÓLOGO.
El silbón, un espanto. Un espanto del llano venezolano, una
leyenda; bueno… eso es lo que siempre he escuchado, algo que se
cuenta para asustar a los niños y a los parranderos del campo. ¿Quién
iba a imaginar que este espectro gigante de la noche, llegaría a ser mi
mejor amigo y más leal que un canino? Pero permítanme hablarles un
poco de la versión oficial de su origen y también de otra versión no
contada por nadie, sino por el Silbón mismo hacia mi propia persona.
Perdónenme ustedes, porque sé que no perciben ningún miedo en mí,
y me notan totalmente relajado al hablar de un espanto, pero como
dije antes, es mi amigo y así solemos hablar de nuestros amigos.
Si queremos saber del Silbón instantáneamente, solo tenemos
que entrar en la Internet y Wikipedia nos aporta algo de su origen,
características físicas y de ataques. Distintas páginas web refieren
versiones diferentes, y algunas otras, parecidas a la popular página
del saber.
Pero entre tantas versiones resaltan dos. La primera es, que éste
ser, cuando era niño, era muy malcriado, de carácter explosivo, le
encantaba comer asadura, se podría decir que era adicto a esta
comida. Una vez no había más asadura en casa y rogó
fervorosamente con su peculiar malcriadez a su padre, que le
consiguiera asadura. El padre salió a cazar un venado, pero no
encontró nada y volvió con las manos vacías, el muchacho
encolerizado mató a su padre y lo destripó, sacando sus vísceras y
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luego colocándolas en una gran tapara picada en la mitad, la llevó a su
madre, ésta las tomó y las empezó a cocinar; pero notó que la asadura
no se ablandaba, sospechó lo peor, descubrió todo y su madre lo
maldijo para siempre.
La otra versión y la menciono de manera muy resumida: El
Silbón se había casado con una hermosa joven llanera, sumamente
atractiva, el padre del Silbón la codiciaba día tras día, hasta que en un
momento de desenfreno violó a su nuera, la muchacha contó todo a su
joven esposo y éste, asesinó a su padre de la manera más horrenda.
El abuelo del espanto lo amarró a un árbol y lo torturó a latigazos,
echando agua ardiente en sus heridas y le soltó un perro rabioso
llamado Tureco, para morderlo mientras estaba amarrado y lo maldijo
para toda la vida. Pero existe otra versión, la verdadera, contada por el
mismo Silbón, de la que no tengo razones para dudar y que más
adelante les contaré.
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I PARTE. Hacia San Fernando de Apure.
“Nadie ama al hombre al que le tiene miedo”. – Aristóteles
CAPÍTULO I.
¿Cómo conocí a este horrible y hermoso espanto? En primer
lugar soy de Ciudad Bolívar, una ciudad de las más calientes y
húmedas de Venezuela que nació con el privilegio de estar para
siempre al lado del tercer río más caudaloso del mundo, no solo
caudaloso sino quizás el más misterioso de todos, donde reina uno de
los cocodrilos más imponente del planeta, al que nosotros llamamos
―El Caimán del Orinoco‖. También están los defines llamados
―Toninas‖ y muchas más exóticas especies acuíferas.
Un diciembre de esos que son muy aburridos donde la gente se
vuelve frenética por comprar los estrenos de ropa, zapatos, juguetes y
cualquier guarandinga que se les ocurra comprar con tal de gastar
todo el dinero de su aguinaldo. Pues bien, me quería alejar de todo
este bullicio y pasar un diciembre diferente, alejado de todos esos
zombis que gastan todo su dinero en tela, goma, plásticos, cartón y
etílicos. Así que tomé como destino el monte y no hay mejor monte y
más mágico que el de Apure, vaya soberbia tierra, tierra de los más
feroces guerreros que ha tenido este país.
Llegué a la Capital; San Fernando de Apure, a casa de un viejo
amigo de la infancia que fue vecino y que nunca perdimos el contacto.
Allí fui recibido con carne asada en vara, en cantidades industriales,
con descomunales cachapas de maíz blanco del tamaño de un budare
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grande. Parece que nunca hubiera escasez de alimento en esta
ciudad, a veces cuando caminas por sus calles perfectamente planas,
puedes ver cabezas de ganado tiradas a las esquinas como basura, a
flor de piel con sus cachos. Es que el llanero de esa tierra prefiere
vender la carne fresca el mismo día de sacrificar al animal, a tener que
meterla en refrigeradores. Y créanme, se vende ese mismo día.
Mi amigo y hermano como le digo yo, tiene veintisiete años, dos
años mayor que yo, es un pana alto que casi toca los un metro
noventa, de piel trigueña, de rostro jovial con bastante cabello liso y
negro, posee una moderada barriga cervecera que ganó con el paso
de los años, se llama José Belisario, hijo de guayaneses y el menor de
tres hermanos. Sus padres se mudaron al Apure cuando él tenía
catorce años, todo gracias a un cargo fijo en la gobernación de ese
estado que le consiguió el hermano mayor de su padre.
José vive en una urbanización de gente trabajadora llamada
―Tamarindo‖ y también tienen un humilde pero cómodo campito a unos
veinticinco minutos en carro de la ciudad, donde suelen pasar la
navidad, más no el año nuevo que generalmente lo pasan en Ciudad
Bolívar donde está la mayoría de su familia, así que aparte de pasar
yo la Navidad allí, no tendría que regresar a mi casa en autobús, sino
que me iría cómodamente con ellos en su camioneta rústica, una vieja
Toyota Samurái; pero bien conservada.
Esa Navidad que pasaría allí, era la del 2009 y llegué a su casa
un diez de Diciembre, a lo que tendría bastante tiempo para relajarme.
Ese año había trabajado en una tienda de calzados casi once meses,
donde había renunciado quizás por estar fastidiado por la rutina de
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trabajar ocho horas diarias de lunes a sábado, donde el turco dueño
de la tienda no permite que los vendedores se sienten un instante,
sino que hay que estar parados sonriendo e interrumpiendo a cada
transeúnte que pase por la tienda diciendo la pregunta de disco rayado
―¿Qué buscaba por allí hermano?‖ Y si fuese mujer ―A la orden mi
señora, ¿Que buscaba?‖, ahora no sé porque todos preguntamos
―¿Que buscaba?‖, como si los posibles clientes dejaron de buscar,
quizás es nuestro subconsciente que reconociendo que no queremos
vender reconoce la negatividad implícita en la pregunta. Si no me
creen pueden darse una vuelta por las tiendas del ―Paseo Orinoco‖ de
Ciudad Bolívar y casi cada muchacho o muchacha pregunta ―¿Qué
Buscaba?‖ y no un correcto ―¿Qué Busca?‖.
Lo cierto es que renuncié, me dieron mi pequeña liquidación y
me fui para el Apure, no me compré ningún estreno, quería cuidar mis
tres lochitas para tomarme unas buenas vacaciones, tampoco quería
dejar mi poquita plata en los mismos dueños de tiendas que nos
explotan, no mi señor, que busquen otro bobo. Me fui al terminal antes
que arreciara más la temporada de viaje de diciembre, donde no se
consigue una pasajito y los ―piratas‖ hacen su agosto, mejor dicho, su
diciembre. Solo pasé unos días con mi familia antes de irme, ya ellos
saben que busco monte siempre en diciembre o casi siempre cuando
el bolsillo me lo permite.
Retomando el tema de mi llegada, los Belisario me recibieron
como siempre, como un hijo más. Mi pana José, ansioso por
encontrarse conmigo después de dos años sin vernos, no veía la hora
de salir a parrandear conmigo y conocer nuevas chicas (como me
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encanta una llanera, son lindas, trigueñas, llenas de vitalidad y todas
son amables), en realidad nuevas para mí porque ya él las conocía.
Pasé un gran día, comí una extremada cantidad de carne de
res, chorizo y morcillas de cochino, acompañado de cachapa,
semejante comida solo tuvo un efecto… Noquearme de sueño,
sumado al cansancio que traía del viaje, así que le pedí una hamaca a
la señora Belisario y me ofrecieron fue un rico, cómodo y fresco
chinchorro de moriche. José me gritó desde el patio ―Ay niña, ya te
vas a dormir‖ y su madre le gritó también ―déjalo chico que está
cansado‖.
Me metí en el chinchorro en una habitación grande y fresca que
tienen para la visita, me pusieron un ventilador poderoso sacado de
película, tan poderoso que no necesité ponerle el mosquitero al
chinchorro de moriche, me quité solo los zapatos y allí quedé, no supe
más nada de mí sino al otro día.
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CAPÍTULO II.
Me levanté a las seis de la mañana del siguiente día, el ambiente
estaba bien fresco, el clima de Apure es bastante caliente, quizás un
poquito más que el de Ciudad Bolívar; pero por ser diciembre el clima
se suaviza. Tenía una sed del carajo, mi cuerpo debió usar mucha
agua para digerir toda esa rica carnicería de anoche, quería tomar
bastante agua fría, pero no sin antes botar un poco en el baño.
Cuando me acerqué al baño venía saliendo José, al verme, me dijo:
-- ¿Qué fue niña?, no vayas a irte a dormir temprano hoy, como
ayer, que hay una fiesta en ―San Fernando 2000‖,vas a conocer unas
chamas que están bien bonitas.—Tranquilo Cheo, allí estaremos--, le
respondí, quitándome lagañas y bostezando como hipopótamo. Ese
Cheo, (solemos llamarle Cheo a José desde niño) no pierde tiempo
cuando estoy aquí.
Después de haber ido al baño y asearme, me acerqué a la
cocina para tomar agua fría, pero ya la mesa estaba servida. Le doy
gracias a Dios por mandarme a Venezuela, en la mesa había arepas
de maíz pilado, un bloque de queso llanero, mantequilla de verdad, no
la margarina esa que sabe a jabón, aguacates picados en tajadas,
revoltillo de huevos con la parrillada en picadillo que quedó del día
anterior, café endulzado con papelón; aunque no tomo café, y jugo de
guayaba.
¡Qué vacaciones! Me siento la persona más afortunada del
mundo, sin preocupaciones y sin pensar que tengo que ir a trabajar al
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otro día y decir durante ocho horas ―buenas qué deseaba, qué
buscaba por allí‖. Sin embargo, tengo que agregar que algo dentro de
mí, me decía que no todo iba a salir bien aquí en Apure, tenía un
presentimiento de esos que te dicen ―cuidado que algo va a salir mal‖,
―¡Pendejadas!‖ Dije para mis adentros y me olvidé de eso, usando mi
autonegación que todos llevamos internamente y que nos permite vivir
la vida, impidiendo que caigamos en un estado de paranoia.
Después de ese desayuno de llaneros, me activé ayudando a los
Belisario en sus quehaceres del hogar, a pesar que ellos viven en una
urbanización, tienen un patio de unos veinte por treinta metros, de
tierra húmeda y sumamente fértil, no cometieron el triste error de
tirarle una placa de concreto sino que prefirieron sembrar árboles,
donde destacan un par de gigantes matas de mango, matas de
topocho y cambur, de lechosa, guanábana, níspero, limón y naranja.
Sin mencionar que tienen gallinas, patos y guineos correteando
por todo el patio, todo esto cuidado por un par de perros criollos
grandes de pelajes negros y bien alimentados, casi me olvido de
mencionar a una gata que está recién parida. Todo esto como verán,
genera trabajo diario de mantenimiento, por esa razón muchas familias
prefieren ponerle concreto y techo a sus patios y solo contar con
algunas matas ornamentales, pero bien vale la pena contar con todos
esos árboles, frutas y animales. El día que todas las familias del
mundo decidan poner concreto a sus patios, ese mismo día se habrá
extinguido la hermosa vida natural.
Entre quehaceres del hogar y juegos de mesas se pasó el día. Al
fin llegó la noche, Cheo logró conseguir la camioneta de su papá
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prestada, aunque si no se la hubiese prestado; no importaría mucho,
porque todo queda cerca en San Fernando de Apure y los taxis cobran
barato en comparación con otras ciudades del país, mucho más
barato. Nos pusimos unas pintas modestas, blue jeans y camisas
mangas cortas, con zapatos casuales, no muchos se visten a lo
llanero de pura cepa en la capital.
Mientras íbamos en la camioneta Cheo me daba el parte para
esa noche, como si fuese un militar y me hablaba de un par de chicas
que son de Biruaca, (ciudad de Apure que está al lado de San
Fernando), las muchachas estaban estudiando Administración de
Empresas Agropecuarias en la ―Universidad Simón Rodríguez‖,
apenas terminando el segundo semestre.
–Mira Carlos—me dijo Cheo mientras inclinaba un poco la cabeza de
lado hacia mi sin perder la vista al frente del volante--Una de las
chamas se llama María, tiene diecinueve años, es blanquita y tiene
una cinturita bien linda ¡papá! Y ni hablar de sus pechugas, esa es mía
pendejo; para que sepas, ni la veas, que está apartada y ya le puse el
sello de envío.
–Okey si va—Agregué, con cara de impaciencia para que me diera
parte por la mía.
—La otra se llama Piedad—Siguió contándome con una ligera sonrisa
en su rostro –es alta, una pataruca de cabello lisito y bien largo, es
trigueña tirando a negra, tiene un cuerpazo pero medio plana arriba,
es bonita la ―caraja‖, tiene veintiún años, ya la vas a ver, le hablé de ti,
le enseñé una foto y quedó partida.
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Cheo sabe que me matan las llaneras de piel trigueña o cobriza,
no lo pudo hacer mejor mi hermano.
Llegamos a la fiesta, mi persona llamaba la atención al entrar, lo
pude notar por las miradas que se posaban en mí, se notaba que no
era de allí. Aprovecho para hablar un poco de mis características
físicas: Soy tan alto como Cheo, de piel clara, parezco el propio turco
salido del Líbano, con cejas pobladas y nariz grande, velludo en los
brazos (puedo entrar en top five de hombres más velludos), tengo
barba abundante, si me afeito la cara, me queda de un color gris
tirando a verde, obviamente para esa fiesta me había afeitado la
barba.
María y Piedad no habían llegado, Cheo me introdujo a un grupo
de sus ex compañeros de universidad, rápidamente hice empatía,
gracias a que domino cualquier tema trivial que se suele hablar en
fiestas y reuniones. La música estaba sonando fuerte, la fiesta era en
el estacionamiento de un grupo de casas y estaban celebrando una
graduación universitaria, había muchas clases de bebidas y
pasapalos. Yo con un refresco cola estaba bien, la música que se
escuchaba era el buen merengue de los años ochenta y noventa. En
fin, un gran ambiente se respiraba, muchos estudiantes universitarios
bailando y otros hablando, nadie estaba apartado todos full integrado.
Debo decir que me encanta bailar, aunque solo domino pasos
sencillos, siempre me voy por lo seguro, así que saqué a bailar una
muchacha del grupo donde estaba hablando. Bailamos solamente una
pieza y se cansó o quizás no hubo química entre ambos o esperaba
un mejor bailador. Disimuladamente me reintegré al grupo y de
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repente siento un codazo en mi costilla, era Cheo para avisarme que
las muchachas estaban entrando a la fiesta, fuimos a recibirlas.
–Hola muchachas—Dijo Cheo al acercarse a ellas—Este es Carlos de
quien les hablé.
Las chicas me vieron de pies a cabeza como solo las mujeres
saben hacerlo
—Hola un placer—Dije y extendí mi mano cuan Quijote de la Mancha
y tomé primero la de María, luego la de Piedad.
— El placer es de nosotras—Agregó Piedad con una dulce voz y brillo
en sus ojos.
Nos apartamos del grupo de los amigos de Cheo y nos
sentamos a una de las mesas. María y Cheo se encerraron en su
conversación, lo que me concedía el privilegio de concentrarme toda
esa noche en Piedad.
Después de hablar de nosotros y conocernos, nos fuimos a
bailar, ya habían cambiado el merengue y pasaron a un vallenato bien
movido. Piedad es una mujer de carácter seguro, jovencita pero
refleja madurez, dientes blanquitos y sanos que se les podía ver al
sonreír, su cabello desprendía un aroma rico, donde se mezclaba el
olor de champú y al aceite natural que desprende su pelo y su cintura
era durita como un mango verde. Cheo exageró que era plana,
realmente no lo era, lo que pasa es, que si él no ve pechos grandes
del tamaño de melones para arriba, no le para a las mujeres.
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Bailamos no sé cuántas piezas y los ritmos fueron cambiando,
hasta el reggaetón que nunca falta. Hablábamos mientras bailábamos
y teníamos que hacerlo acercando la boca al oído, porque la música
estaba bien alta, me encanta eso de la música alta, porque es una
excusa para hablar cerca, puedes sentir el aliento en tu oído de la
chica que te gusta y ella el tuyo, de alguna forma eso es algo tierno.
Es allí donde puedes medir cuanto le gustas a una chica, claro, al
menos que seas un Chayane bailando y ella solo esté contigo por el
baile, pero como yo no soy un experto, eso dejaba para especular
sobre una sola opción y es que LE ATRAIGO.
Algo pasó de repente mientras bailaba, sentí una oscuridad y
silencio absolutos, quizás duró un segundo, mi mirada se fue y Piedad
me preguntó al oído: --¿Qué te pasa Carlos?—Y agregó—parece
como si vistes un Espanto, mientras tocaba mi rostro con su tersa
mano—.No vale—Respondí, con una cara media desorientada— creo
que estoy un poco mareado. Ella me tomó de la mano y me invitó a
sentarnos de nuevo a la mesa donde estábamos.
Ya no hablábamos como antes y otra vez sentí un segundo de
oscuridad y silencio absolutos, también sentía un fuerte olor a
mastranto. Recordé el mal presentimiento de esta mañana. Piedad me
acercó una botellita de agua y me dijo: --Toma corazón, tomate un
poquito para que se te pase. No sé si me sentí mejor por el agua que
tomé o por el cariño en sus palabras.
Al rato, después de sentirme mejor, seguimos bailando, solo que
esta vez cambiaron a balada, el mejor de todos los bailes, aunque
dicen que la balada no es baile, para mi si lo es, es el baile perfecto,
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porque puedes acercarte a tu chica un poco más, pero sin caer en la
vulgaridad. Sentí todos los olores de piedad, ella estaba sudando
leve, aunque la noche empezaba a refrescar, dicen que los olores
naturales de las mujeres son mil veces mejor que los de cualquier fina
colonia que pueda existir; de hecho, algunos agregan que nos
enamoramos de las mujeres es por su olor y no por su cara o cuerpo.
Al rato dejé de sentir su fragancia natural y otra vez volvía el
mastranto, aunque más leve y me dije que quizás es algunas de esas
casas que tienen de esa planta silvestre en su patio y que llega el olor
a través de una ráfaga de aire.
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CAPÍTULO III.
Eran las tres de la mañana, la fiesta estaba terminando y
estábamos viendo un grupo en vivo de música llanera, que había
empezado su presentación a la una y media am. Cantaba una mujer
muy atractiva, de piel blanca, llevaba unos jeans negros, botas
vaqueras de mujeres, una camisa de cuadros rojos y blancos,
amarradita en sus puntas, dejando al descubierto su ombligo, en la
cabeza llevaba un recio sombrero de pelo de guama, la mayoría de las
canciones eran al amor, despecho y cachos, las otras canciones
referían al folklore del Apure y su mágica geografía. Sus músicos eran
nada más tres, porque no había bajista, así que solo era arpa, cuatro y
maracas.
Estábamos sentados a la misma mesa, Piedad estaba apoyada
en mí hombro, yo tenía tomada sus manos entre las mías, muchos
seguían bailando joropo al ritmo del grupo (vaya energía tienen los
llaneros, a plena madrugada y zapateando duro). Normalmente me
lleva más tiempo lograr ese grado de intimidad con alguna chica,
había una química fuerte creciendo entre nosotros; no había duda de
eso, el primer beso no había llegado, ―no todavía‖, pero ya me quería
ir para besarla en un lugar con al algo de privacidad. La cantante que
llamaban la ―La Brava de Apure‖ logró una empatía con el público, por
mi parte me quería ir para estar solo con Piedad.
Se hicieron las tres y media y el grupo se despidió con una
canción que llevaba por título: ―Apure y el Silbón‖. El olor a mastranto
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volvió, fuerte como la primera vez, solté las manos de Piedad y
disimuladamente con un pañuelo froté mi nariz dejando de sentir tan
fuerte fragancia. Piedad me mencionó que en esta tierra sale El Silbón
a los hombres parranderos, cuando están borrachos y vuelven solos a
sus casas. Le respondí que entonces estaba inmune al Silbón, porque
no había probado una gota de alcohol toda la noche y más importante
aún, yo no estaba solo… estaba acompañado de la niña más linda del
Apure --¡Gua!--dijo ella, volteando hacia mi cara y dejando de ver al
grupo--¿Bonita yo? Tú estás ciego Carlos. Cuando dijo eso, nos
quedamos viendo fijamente a los ojos como unos veinte segundos,
que pareció un día entero, sus ojos negros grandes, ligeramente
humedecidos, brillaban como la luna de esa noche que servía de
testigo ante la semilla del amor. Dejé de verla y dirigí mi mirada a la
cantante, me decía a mí mismo “¿Qué te pasa Carlos? Tú no te
enamoras, al menos no tan rápido y menos sin conocer a alguien
bien”. Al instante, la Brava de Apure al terminar la canción gritó:
―¡Hombres! Cuídense del Silbón‖ y fue dirigiendo su micrófono con su
mano extendida, señalando todas las mesas y terminando en la mía,
la atractiva cantante se me quedó viendo fijamente por solo un
momento, los presentes me rodearon con su mirada, me sentía el
mismo gafo, así que no quedó más remedio que pelar mis dientes y
sonreír fingidamente.
Seguro que el grupo ya sabía que no era de esos lares, Cheo
siempre con sus vainas‖ lo más probable es que les habló de mí, o
quizás es parte del espectáculo y aleatoriamente me tocó a mí, ―el
más pendejo‖. Bueno yo ya coroné con Piedad, eso es lo que importa
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y no me iba ir a dormir sin besarla y abrazarla, además confiaba en
Cheo, ese es un avión Sukhoi, tiene que tener algo planeado para
cuando salgamos de aquí.
La fiesta terminó, calabaza calabaza, solo que esta vez nadie se
va para su casa. Nos montamos en la Poderosa Samurái, quien era
nuestra más conspiradora cómplice de esa noche o lo que quedaba de
noche. Cheo mientras iba al volante rompió el silencio diciendo:
– Muchachos, ¿qué tal si nos vamos ahorita para la orilla del Río
Apure?, conozco un lugar bien fino y tranquilo, total, ya va amanecer.
–Claro mi amor, vamos—Respondió María, acariciando el cabello de
Cheo al mismo tiempo volteaba hacia atrás, donde estábamos Piedad
y yo, tomados de la mano.
--¿Ustedes quieren chicos?—Preguntó María.
– ¡Por supuesto!—respondí, casi con los ademanes del Chapulín
Colorado.
–Si tú quieres Carlos, Piedad también quiere—agregó Cheo con tono
de travesura. Piedad solo me miró y sonrió agachando luego la cabeza
con picardía e inocencia a la vez.
Pasamos el hermoso puente de Apure que corona al suave e
imponente río Apure, el cual da la impresión de noche que se puede
caminar por encima de el. San Fernando 2000 está al lado de San
Fernando de Apure, solo los divide el puente. Cheo pasó el puente,
luego buscó el camino que él conoce para estar cerquita del Apure.
Llegamos y nos sentamos a la orilla, no tan cerca al río en realidad.
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María y Cheo se apartaron un poco de nosotros pero quedaron a
nuestra vista, antes de apartarse me lanzó un repelente de mosquitos
en spray y me dijo: ―Toma niña, por si los mosquitos te quieren llevar
volando a Bolívar‖.
Era una playita linda y pequeñita con una arena suave y fresca,
su textura no tenía nada que envidiar a una playa del Caribe. Nos
quitamos los zapatos y nos sentamos viendo al horizonte y charlando
a la vez llegamos a conocernos mejor, hablamos de nuestros
intereses, hasta que ya no había nada que decir, le tomé una mano y
se la besé, su mano era suave, parecía esculpida por algún artista del
renacimiento, tenía su aroma, el de ella. Luego acerqué mi rostro
hacia el suyo, nos mirábamos fijamente, la luz de la luna me permitía
verla con claridad, bajé mi vista hacia sus carnosos labios, acerqué los
míos y nos fundimos en un beso tierno, sentía la humedad de sus
labios, que era agradable como la miel silvestre, luego coloqué mi
espalda en la fresca arena y ella me siguió, quedando encima de mí,
pero no con todo su cuerpo sino más bien de lado.
Seguimos besándonos con tierno romance, de pronto ella deja
de besarme y me susurra al oído:
--Te quiero dar algo, ¿Lo quieres?—le contesté sí.
Ella empezó a dar tiernos besos en mi nariz después me pidió
que abriera un poquito la boca, la abrí y ella me dijo –Recibe mi
regalo—ella sopló ligeramente su aliento hacia dentro de mi boca y al
instante sentí algo diferente dentro de mí, como una sutil energía que
recorría cada parte de mi cuerpo y con su mano cerró mis ojos. Cundo
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los abrí vi a Cheo encima de nosotros diciendo –Están muy románticos
ustedes, no ven que ya amaneció--. Lo quería matar, nadie como él
para cortar la nota.
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CAPÍTULO IV.
Algunos días pasaron y misteriosamente perdí el contacto con
Piedad, su amiga María, tampoco sabía mucho de ella, solo nos dijo
por teléfono que Piedad se fue a su casa en Biruaca. Le llamé a su
celular, le mandé mensajes y nada, ni una señal de humo, la busqué
en el FACEBOOK, encontré muchas Piedad, pero ninguna era la mía.
Al final desistí con la esperanza que se pusiera en contacto conmigo,
ella tenía mi número así que no le di más vueltas al asunto, pero debo
admitir que quedé atravesado no por una flecha sino por la Lanza del
General Páez, esa que está en el Boulevard de San Fernando,
sostenida en la mano derecha por el mismo aguerrido General.
Los Belisario se preparaban para irse para su campito, un
terreno modestamente grande, al menos grande para mí que solo
tengo un pequeño patio en mi casa, tiene unas diez hectáreas eso
sería alrededor de unos catorce campos de fútbol de terrero cultivable,
tiene un morichal bien caudaloso cerca sus límites. Dentro del terreno
tienen tres pozos o aljibes. Apure debe estar encima de un océano de
agua dulce, por donde se haga un hueco profundo, allí sale agua de
seguro, de hecho muchas de las casas de la capital tienen agua
potable que suministra una empresa del gobierno regional, también
cuentan con un pozo y una motobomba.
El campito se llama ―El Conuco de Apure‖, tienen un par de
caballos, pocas reses, lo suficiente para hacer queso, suero y
mantequilla. Cuentan con una moderada cochinera con cincuenta o
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más cochinos, todos bien alimentados. La mayoría del terreno está
sembrado de maíz, el resto está sembrado de pasto, árboles de
naranja, limones y un robusto conuco donde tienen yuca, ñame,
ocumo, tomates, ají y pimentón. La casa del campo está rodeada por
diferentes árboles frutales que le otorgan sombra por las cuatro
esquinas y la mantiene fresca todo el día. La vivienda es amplia con
cinco cuartos y una sala pequeñita, la cocina, el comedor y el recibidor
está afuera, como anexo a la casa, en un lateral, sin paredes solo bajo
un techo de zinc, de modo que todo queda a aire libre, donde cada
quien puede colgar su chinchorro, hamaca y campechana. Tienen
televisión satelital pero nadie le presta atención a la tv cuando se está
allá, salvo para ver las noticias. La electricidad llega con comodidad
por estar tan cerca de la capital, por eso cuentan con una línea blanca
básica. Los baños están afuera, donde llega abundante agua fresca de
uno de los aljibes por la fuerza de una motobomba.
Aparte de los Belisario, en el campo vive el Señor Bartolomeo
García con su esposa y un hijo de veinte años. Son los que hacen
posible la prosperidad de ese campito, no tienen salario porque es su
casa también. Bartolo (así le llaman), es socio del Señor Belisario, las
ganancias están divididas en cincuenta y cincuenta, hay plena
confianza entre ellos. Bartolo es de esos llaneros que tienen que vivir
en el llano, en el monte, con su mujer, la campechana y su lata de
chimó, él y su hijo Juan parecen llaneros de ―Santos Luzardo‖,
atléticos, llenos de fibra muscular de albañil, de mediana estatura y
piel tostada por el sol, son hombres que se paran a las tres de la
madrugada para ordeñar las vacas, hacer queso, cosechar maíz y los
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tubérculos, llevan a pastar las reses y de vez en cuando salen a cazar
con una vieja escopeta pero operativa y bien cuidada que heredó de
su Abuelo Don Jacinto García quién vivió todas las dictaduras de
Venezuela del siglo veinte.
Ahora, ¿Qué hicimos esos días que estuvimos allá?, aparte de
ayudar con las faenas diarias, hicimos muchas hallacas de maíz
blanco, en Ciudad Bolívar la hacen con maíz amarillo. Se mató un
cochino y se apartaron los perniles para la Noche Buena, el resto se
aprovechó todo, para hacer morcillas, chorizos y chicharrón del más
exquisito del mundo, ese que sale con bastante carnita, la carne
magra del cochino se usó para las hallacas y para comer frita con
cachapa y queso de mano. La carne de res para este plato navideño
se tomó del congelador, también se mataron cuatro pollos grandes.
Hicimos seiscientas hallacas, de las cuales una parte se iba para
Ciudad Bolívar para la reunión familiar del año nuevo de los Belisario.
La zona donde estábamos se llama ―El Morichalito‖, existe un
grupo de casitas todas dispersas y algunas haciendas, todas
equidistantes. Hablamos de un promedio de dos kilómetros de
distancias entre las casitas y haciendas. En una de las haciendas que
se llama ―La Encantada‖ dedicada a la cría de búfalos y porcinos, se
hacían las fiestas de la comunidad. El dueño de la hacienda pedía una
colaboración de cada familia de ―El Morichalito‖ (Los Belisario
colaboraron con cuatro cochinos) sumado a lo que La Encantada
aportaba, se formaban tremendos parrandones, contrataban artistas
locales para la música llanera. No faltaba nada, debido que no existía
el egoísmo ni la viveza de la ciudad entre ellos.
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Así se fueron mis días allí, trabajo, diversión y comida de la
buena. Pero un día, o mejor dicho ―una noche‖ hizo la diferencia y
marcó para siempre mi destino. Dos noches antes de Navidad, en una
de esas parrandas, me quedé con un grupo de peones jugando
dominó hasta tarde de la noche, (soy un asiduo jugador de dominó).
Todos en la fiesta se empezaron a ir, incluso los Belisario y los García
ya se habían retirado. Les dije que me quedaría, que quizás
amanecería allí y me iría para la casa al salir el sol. De La Encantada
a la casa de los Belisario había unos tres kilómetros de camino.
Los peones con que jugaba, trabajaban para La Encantada y ya
era domingo, así que no trabajarían ―al cantar el gallo‖. Todos los
presentes estaban tomando un ron hecho por ellos mismos, a base de
caña de azúcar. Eran las tres pasadas de la media noche. La luna
estaba oculta por las nubes y la noche estaba fría, por mi parte no
tenía sueño, no puedo decir lo mismo de los peones que ya el alcohol
empezaba hacer su trabajo de masajear el cerebro y deprimir al
máximo sus sistemas nerviosos.
Finalmente todos se fueron excepto tres llaneros, entre ellos mi
compañero de juego de toda esa noche, ―Don Carlos‖; mi tocayo, un
señor de unos setenta años, lleno de vitalidad. Don Carlos, una noche
antes, nos habló del Silbón a Cheo y a mí. Nos refirió que algunas
noches, sobre todo en temporada de parranda salía ese ―Espanto‖ por
esos lugares. En sus propias palabras y con su tono pausado de
llanero nos advirtió lo siguiente: ―No parrandeen mucho, váyanse
temprano siempre, sobre todo antes de la una de la madrugada. Si
llegan a escuchar el silbido fuerte y claro, aprovechen y corran que el
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Espanto está bien lejos, deben ir pronunciado en la carrera todas las
groserías que puedan contra él, griten que no le tienen miedo, (como
decir que no le tienen miedo y estar corriendo a la vez, pensé y me
causó mucha gracia), si empiezan a escuchar el silbido a lo lejos es
porque ya lo tienen cerca, van a sentir el sonido de un saco con
huesos arrastrándose, no dejen de gritarles insultos, recuérdenle su
maldición y a su madre, no demuestren miedo y se irá por donde vino‖.
--Don Carlos—lo interrumpí para preguntarle. --¿Es verdad que
le chupa el ombligo a los parranderos para beberle el ron de toda esa
noche? (Eso me parecía sumamente gracioso). –Sí, toda la caña de
esa noche—me respondió y agregó—Si El Silbón sabe que le fueron
infieles a sus mujeres los descuartiza y los mete en su saco de huesos
para toda la eternidad. Nos contó más acerca de Él, que también visita
algunas casas como presagio a la muerte y si se sienta cerca de la
casa a contar sus huesos que lleva en el saco, ya la muerte es
inminente. Agregó otros detalles, yo en realidad lo escuchaba por
respeto, ya esa leyenda me la sabía, cuando niño me asustó, sobre
todo cuando escuché por primera vez esa canción con relato de un
personaje llamado ―Juan Hilario‖, recuerdo que el silbido si era
espeluznante, realmente llegaba a la psiquis, era un sonido simulando
las notas musicales de ―do-re-mi-fa-so-la-si‖.
―Los llaneros y sus vainas, pero reconozco que sienten y viven sus
mitos y leyendas como verdaderas”.
Eran las tres y media de la madrugada, Don Carlos y los otros
peones se cansaron de jugar y estaban que se dormían. Me tocaba
irme solo, lo preferí así porque todos ellos estaban muy tomados y no
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quería un volcamiento de camioneta. Total, solo eran tres kilómetros
de caminata y la luna se había despejado, lo que agregaba excelente
iluminación natural. Me despedí y los llaneros bromearon sobre El
Silbón, pero Don Carlos estaba serio, viéndome con sus ojos
profundos, solo me dijo: ―Ya sabes qué hacer si te sale‖ –Claro no te
preocupes Carlos—le dije con una leve sonrisa en mi rostro.
Me fui alejando de la hacienda, el camino de tierra estaba lleno
de pequeñas piedras, lo que producía un sonido singular que me
encanta, al mezclarse con mis botas llaneras mientras camino. El
ambiente estaba apacible y fresco. con una brisa moderada, solo el
sonido de los insectos se escuchaba. con algunas aves nocturnas que
estaban cerca. Pero la luna de pronto empezó a ocultarse con las
nubes, la brisa empezó a pegar fuerte y los arboles alrededor del
camino se sumaron al coro de sonidos con el empuje del viento en sus
ramas y hojas. Empezaba a preocuparme, “no me voy a preocupar
con toda esa psicología de terror que me metieron”, me dije a mi
mismo y con eso me tranquilicé y empecé a disfrutar mi camino
nuevamente.
Cuando llegué a la mitad del recorrido dejé de escuchar todos
los sonidos de mí alrededor; excepto el de mis pasos, de repente volví
a sentir ese fuerte olor a mastranto cuando estaba con Piedad, pero
esta vez más intensificado, al punto que me lagrimearon los ojos y
empecé a ver un poco borroso. Me froté los ojos y empecé a ver
mejor, pero el olor no se iba. Me estaba asustando y fui acelerando el
paso. Ya no pensaba en leyendas ni mitos, me dejé llevar por mi
instinto, por mi cerebro primitivo, el cual me dictaba ¡HUIR! a la vez
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que inyectaba adrenalina a mi torrente sanguíneo, acelerando mi
corazón. Algo nuevo se agregó a todo lo que sentía a mí alrededor y
eso era… la oscuridad absoluta. Entré en pánico, pero no podía correr
porque no veía nada, así que recorté el paso de la caminata, con mis
manos adelante buscando tantear algo, no fuese que tropezara con
algún obstáculo, me guiaba con el sonido que producía las suelas de
mis botas al pisar la tierra y las piedras, sabía que si me mantenía así
iría bien porque el camino era directo a la casa.
Mientras caminaba poco a poco pero con la adrenalina a mil,
sucedió algo que me paralizó por completo, me sentía perdido y
totalmente desorientado, el sonido de mis botas se los había tragado
el silencio. Hasta que…