Prohibido suicidarse en primavera...Prohibido suicidarse en primavera 2010 3 D ocumento de trabajo...

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Prohibido suicidarse en primavera 2010

1 Documento de trabajo

P R OHI BI DO SUI CI DAR SE EN P R I MAV ER A COME DI A EN T RE S ACT OS

P E R SON AJE S: C H O L E A L I C I A L A D A M A T R I S T E C O R A Y A K O F E R N A N D O J U A N D O C T O R R O D A H A N S E L A M A N T E I M A G I N A R I O E L P A D R E D E L A O T R A A L I C I A E s t ren ad a en el T ea tro Arb eu , d e México , e l 12 d e jun io d e 1937, p o r la Co mp añ ía Jo sef ina Díaz - Man u el Co l la do .

ACT O PR I MER O E n el Hogar de l Su ic ida, sanator io de almas de l doctor Ar ie l . Vest íbu lo como de hote l de montañ a, recordando esos paradores de tur i smo const ru idos sobre ru inas de antiguos monaster ios y art í s ti camente remozados por un gusto nuevo. T odo es aquí ext raño, suger idor y conf ortab le : e l mobil iar io , l a plást i ca, e l t razado de las arquerías , l a d i spos ic ión i nd i recta de las luces acr i s ta ladas . E n las paredes , b ien v i s ib les , ó leos de su ic idas f amosos reproduciendo las escenas de su muerte: Sócrates Cleopatra, Séneca, Larr a. Sobre un arco, ta l lados en p iedra, los versos de San ta T eresa: «V en, Muerte , tan escondi da —que no te s ienta veni r— porque e l p lacer de mori r —no me vuelva a dar la vida. Ampl ia ver ja a l f ondo, sobre un claro jard ín de sauces y rosales . E l jard ín t iene un lago, v i s ib le en parte , un f ondo le jano de cie lo azul y montañas jóvenes nevadas . E n áng ulo, a la derecha, arranca una gale na oscura, en a rco, con pesada puerta de herr ajes , pract i cab le ; sobre e l d inte l , una inscr ipc ión que d ice: «Galer ía de l S i lencio». E n f rente , ot ra semejante , pero c lara y s in puertas : «Jard ín de la Medi tac ión». E n escena, e l Doctor R oda y Hans , su ayudante, con bata de enf ermero. E l pr imero, de aspecto inte l igente y bondadoso; e l segundo, de rost ro y palabra mortalmente ser ios. E l doctor, a l l ado de una mesa volante de t rabajo , rev i sa sus f i cheros . DOCT OR .—Desengaños de amor, 8. P elagra, 2. V idas s in rumbo, 4. Catást rof e económica. . . cocaína. . . ¿N o tenemos ningún caso nuevo? HAN S.—E l joven que l legó anoche. E stá paseando por e l parque de los sauces , hablando a so las . DOCT OR .—¿ Diagnóst i co? HAN S.—Dudoso. P roblema de amor. P arece de esos cur iosos de la muerte que t ienen miedo cuando la ven de cerca.

DOCT OR .—¿Ha hablado usted con é l? HAN S.—Y o sí , pero no me ha contestado. Só lo qu iere estar so lo. DOCT OR .—¿ Decid ido ? HAN S.—N o creo: muy pál ido, temblándole las manos . A l de jar le en e l jard ín he roto detrás de é l una rama seca, y se vo lv ió sobresaltado, con cara de espanto. DOCT OR .—Miedo nerv ioso. Muy b ien; entonces hay pe l igro todavía. ¿ Su f i cha? HAN S.—Aquí está. DOCT OR ( Leyend o) .—«Sin nombre. E mpleado de banca. V e int i c inco años . Sue ldo, dosc ientas pesetas . Desengaño de amor. T iene un l ibro de poemas inédi to». Ah, un románt ico; no creo que s ea pe l igroso. De todos modos v ig í le lo s in que él se dé cuenta. Y av i se a los v io l ines : que toquen a lgo de Chopin en e l bosque a l caer la tarde. E so le hará b ien. ¿ Ha vuel to a ver a la señora del pabellón verde? HAN S.—¿ La Dama T r i s te? E stá en e l jard ín de Werther. DOCT OR .—¿V igi lada? HAN S.—¿ P ara qué? La he venido observando estos d ías ; ha v i s i tado todas nuest ras insta lac iones : e l l ago de los ahogad os , e l bosque de suspens iones , l a sala de gas perfumado. . . T odo le parece exce lente en pr inc ip io , pero no acaba de dec id i rse por nada. Sólo le gusta l lorar . DOCT OR .—Déjala . E l l l anto es tan sa ludable como e l sudor, y más poét ico. Hay que apl i car lo s iempre que sea pos ible como la medic ina antigua apl i caba la sangr ía . HAN S.—P ero es que igual le ocurre a l prof esor de Fi losof ía . Y a se ha t i rado t res veces a l l ago, y las t res veces ha vuel to a sa l i r nadando. Perdóneme e l doctor, pero creo que n inguno de nuest ros huéspedes hasta ahora t iene e l propós i to ser io de mori r . T emo que estamos f racasando. DOCT OR .—P acienc ia , Hans , nada se debe at ropel lar . La Casa de l Su ic ida está basada en un absoluto respeto a sus acog idos , y en e l cu l to f i losófi co y

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estét i co de la muerte . E speremos. HAN S.—E speremos ( Seña land o con un g esto ). La Dama T r i s te. ( La Da ma T r is te l l ega a l ja rd ín d e la med i ta c ió n. ) DAMA.—P erdóneme, doctor. . . DOCT OR .—Señora. . . DAMA.—He seguido sus consejos con la mejor vo luntad: he l lorado toda la mañ ana, me he sentado bajo un sauce mirando f i jamente el agua.. . Y nada. Cada vez me s iento más cobarde. HAN S ( An imán do la) .—¿ Ha v i sto usted nuestro muestrar io ú l t imo de venenos? DAMA.—Sí , los co lores son prec iosos , pero e l sabor debe ser horr ib le . HAN S.—P uede añadi r le un poco de menta, esp l iego.. . DAMA.—N o sé .. . E l l ago también me gustar ía , pero está tan f r ío . N o sé , no sé qué hacer. . . ¿Q ué pensará usted de mí , doctor? DOCT OR .—P or Dios , señora; le aseguro que no tenemos pr isa a lguna. DAMA.—Gracias . ¡ Ah, mori r es hermoso, pe ro matarse!. . . Dígame, doctor: a l pasar por e l jard ín he sent ido un mareo ext raño. E sas p lantas , ¿ no estarán envenenadas? DOCT OR .—N o; todavía no hemos descubierto la manera de envenenar un perf ume. DAMA.—Lást ima, ¡ser ía tan boni to! ¿ P or qué no lo ensayan ustedes? DOCT OR .—Es d if í c i l . DAMA.— I nténte lo . Y o tampoco tengo pr i sa: puedo esperar. DOCT OR .—Siendo as í , lo ensayaremos. DAMA.—Gracias , doctor, es usted muy amable conmigo. ( Va a sa l i r. Se d et ien e a ver ent ra r al Amante I mag ina r io . E s u n jo ven d e a sp ecto román t ico y en f ermizo . V ive en simismad o. Su ena d et rá s d e é l un a ca mp an a , y se vu elve so b resa ltad o. Se recob ra. Sa lud a tu rba do .) AMAN TE .—Buenos d ías . . . DOCT OR .—¿Ha e leg ido usted ya su. . . procedimiento? AMAN TE .—N o, todavía no. P ensaba. HAN S (Of reciend o la . mercan c ía co mo en un ba za r) .—T enemos un sauce especia l para enamorados , un lago de leyenda. . . S i le gustan los c lás i cos , podemos of recer le el ramo de rosas con áspid , modelo Cleopatra, e l baño t ib io , l a c i cuta socrát i ca. . . AMAN TE .—¿P ara qué tanto? Cuando la vida pesa basta con un árbol cualquiera. HAN S ( Ap resu rán do se a to ma r n ota en su cua d ern o) .—Ah, muy b ien. «Suspens ión». P erf ectamente. ¿ N úmero de cue l lo? AMAN TE .—T re inta y s iete , l argo. HAN S.—T re inta y s iete . ¿T iene preferencia por a lgún árbol? AMAN TE (E n un a rea cc ió n b ru sca ) .— ¡Oh, cá l lese , no puedo o í r le! T iene usted la f r ia ldad de un f uncionar io .

E s od ioso o í r hablar as í de la Muerte . ( T ra n sic ió n. ) P erdón. . . ( Va a sa l i r po r la Ga ler ía d el S i len cio. ) DOCT OR .—Un momento. S i no se ha dec id ido aún.. . esa Galer ía no debe at ravesarse más que en la hora dec i s iva. A l jard ín de la Medi tac ión, por aquí . A M A N T E .—Gracias . DOCT OR .—¿N eces i ta a lguna cosa? ¿ Libro, l i cores , mús ica. . .? AMAN TE .—N ada, grac ias . . . ( Sa le. Salud a a la Dama T r i s te con u na in cl ina c i ón d e ca b eza . ) DAMA.—¿ Otro desesperado? ¡Q ué pena, tan joven. . . ! ¿ Algún desengaño de amor? DOCT OR .—As í parece. DAMA.—¡P ero s i es un n iño! De todos modos , d ichoso é l . ¡S i yo tuviera a l menos una h i s tor ia de amor para recordar la! ( Sa le . ) HAN S.—Y as í todos . Mucho l lanto, mucha t r i s teza poét ica; pero matar no se mata n inguno. DOCT OR .—Esperemos, Hans. HAN S ( S in g ran i lu s ió n) .—E speremos. ¿ Alguna orden para hoy? DOCT OR .—Sí , hágame e l f avor de revi sar la insta lac ión e léct r i ca. La ú l t ima vez que e l prof esor de Fi losof ía se t i ró a l agua no f unc ionaron los t imbres de a larma. ( Sa le Han s. El Do cto r se di spon e a toma r un a s no tas . Se o ye d e p ron to u n g r ito d e mu jer . Po r la Ga ler ía del S i len c io sa le co rriend o Al i cia ; un a mu cha cha , ap ena s mu jer , d e du lce a sp ecto . V is te co n un a senc i l lez h u mi ld e y l imp ia . Vien e esp an tada , co mo h u yen do d e u n p el ig ro in media to .)

A L I C I A Y E L D O C T O R

AL I CI A.—¡No! ¡N o quiero mori r . . . , no quiero mori r! . . . ( A l ver a l Docto r , qu e a cu d e a e l la. ) ¡P aso! ¡Déjeme sal i r de aquí ! DOCT OR .—Calma, muchac ha. ¿ Adonde va usted? AL I CI A.—N o sé: ¡a l a i re l ibre!. . . , ¡a la v ida ot ra vez! . . . ¡Déjeme! ( V o lv iénd o se sob resal tada . ) ¿ Quién anda ah í? DOCT OR .—N adie . AL I CI A.—He v is to una sombra. La he o ído re í r . . . DOCT OR .—V amos, vamos, a luc inac iones. AL I CI A (E mpieza a sen ti rse a l iv iad a. Se p asa una man o p o r la f rente).—¿ Quién es usted? DOCT OR .—El doctor R oda, d i rector de la Casa. T ranqui l í cese . AL I CI A.—¿ P or qué hacen ustedes esto? E sos árboles ext raños , con cuerdas co lgadas , esa mús ica inv i s ib le , esa Galer ía negra qu e da vuel tas y vue l tas . . . ¡E s horr ib le! DOCT OR .—N o lo crea. E stá usted dominada por un miedo pueri l . P ero le aseguro que nada de eso es verdad. ¿Q uiere usted volver conmigo? AL I CI A.—¡No! ¡V olver, no! Q uiero sa l i r de aquí .

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DOCT OR .—N adie la det iene. N o sé quién es usted, n i por dónde ha entrado, n i por qué ha venido aquí ; pero no importa. Ahí está el parque; bordeando e l l ago sa ldrá a la carretera; a l ot ro lado de las montañas se ve , le jos , l a c iudad. E s usted l ibre. AL I CI A ( Co n un a a ma rgu ra in f in i ta ).—La c iudad. . . La c iudad ot ra vez. . . ( Se d eja ca er l lo ran do en u n a s ien to. E l Do cto r la con templa , co nmo vido . Pa u sa .) DOCT OR .—¿P or qué ha venido aquí? ¿ Sabe usted dónde está? AL I CI A.—Sí , f ue un momento de desesperac ión. Había o ído hablar de una Casa de Su icidas , y no podía más . E l hambre.. . , l a so ledad. . . DOCT OR .—¿Ha v iv ido s iempre so la? AL I CI A.—Siempre. N unca he conocido amigos , n i hermanos , n i amor. DOCT OR .—¿T rabajaba usted? AL I CI A.—Más de lo que podía res i s ti r . ¡ Y en tantas cosas! P r imero f ui enf ermera; pero no serv ía: les tomaba demas iado car iño a mis enf ermos, ponía toda mi a lma en e l los . Y era tan amargo después ver los mori r . . . o ver les curar , y marchar, también para s iempre. DOCT OR .—¿N o volv ió a ver a n inguno? AL I CI A.—A ninguno. La sa lud es demas iado egoís ta. Só lo uno me escr ib ió una vez , pero ¡desde tan le jos! Había ido a l Canadá, a cortar árboles para hacerse una casa. . . y meterse dentro con ot ra mujer. DOCT OR .—¿Q ué f ue lo que la dec idió a veni r aquí? AL I CI A.—Fue anoche. N o podía más. E staba sin t rabajo hac ía qu ince d ías. T enía hambre: un hambre dolo- rosa y suc ia; un hambre tan cruel que me producía vómitos . E n una cal le oscura me asal tó un hombre; me d i jo una groser ía at roz enseñándome una moneda. . . Y era tan brutal aquel lo que yo rompí a re í r como una loca, hasta que caí s in f uerzas sobre e l as f a l to , l lorando de asco, de vergüenza, de hambre, insu l tada.. . DOCT OR .—Comprendo. AL I CI A.—N o, no lo comprende usted. Aquí , entre los árboles y las montañas , no pueden c omprenderse esas cosas . El hambre y la so ledad verdaderos só lo exi s ten en la c iudad. ¡A l l í s í que se s iente uno solo entre mi l lones de seres ind i f erentes y de ventanas i luminadas! ¡A l l í s í que se sabe lo que es e l hambre, de lante de los escaparates y los r estaurantes de lu jo!. . . Y o he s ido modelo en una casa de modas . N unca había sab ido hasta entonces lo t r i s te que es después dormir en una casa f r ía , desnuda de c ien vest idos , y con los dedos l lenos de recuerdos de p ie les . DOCT OR .—Espero que no sea la envid i a de l lu jo lo que ha causado su desesperac ión. AL I CI A.—Oh, no. N unca le he pedido demasiado a la v ida. ¡P ero es que la v ida no ha querido darme nad a! A l hambre se la vence; y a la he vencido ot ras veces . P ero. . . ¿ y la so ledad? ¿ Sabe usted por qué he venido aquí? DOCT OR .—Eso es lo que no acabo de comprender.

AL I CI A.—E s natural ; en un momento de desesperac ión, una se mata en cualquier parte. P ero yo, que he v iv ido s iempre so la , ¡no quería mori r so la también! ¿ Lo ent iende ahora? P ensé que en este ref ug io encont rar ía ot ros desd ichados d ispuestos a mori r , y que a lguno me tendería su mano. . . Y l legué a soñar como una f e l i c idad con esta locura de mori r abrazada a a lgu ien; de entrar a l f in en una v ida nueva por un compañero de v ia je . E s una idea r id ícu la , ¿ verdad? DOCT OR ( In teresa do ).—De n inguna manera. ¿ T rató usted de buscar a ese compañero? AL I CI A.—¿ P ara qué? Cuando l legué aquí ya no sentía más que e l miedo. Me perd í por esas galer ías , me parec ió ver una sombra ext raña que me buscaba. . . y eché a correr , gr i tando, ha c ia la luz . Fue como una l lamada de toda mi sangre . E ntonces comprendí mi t remenda equivocac ión; venía huyendo de la so ledad.. . y l a muerte es la so ledad absoluta. DOCT OR .—Magníf i co , muchacha. Su juventud la ha sa lvado. Usted ya no me neces ita , pero acaso yo la neces i te a usted. Dígame, ¿t iene mucho interés en vo lver a esa c iudad donde nadie la espera? AL I CI A.—¿ Adonde voy a i r? DOCT OR .—¿Q uerr ía usted quedarse en esta casa? AL I CI A ( Co n miedo a ún) .—¡Aquí ! DOCT OR .—N o tenga miedo. Aparentemente esto no es más que un ext ravagante Club de Su ic idas . P ero, en e l f ondo, intenta ser un sanator io . Usted, que sólo le p ide a la v ida una mano amiga y un r incón c al iente , t iene mucho que enseñar aquí a ot ros que t ienen la f ortuna y e l amor, y se creen desgrac iados . Ayúden os usted a sa lvar los . AL I CI A.—P ero, ¿ qué puedo yo hacer? DOCT OR .—Usted ha curado her idos ; sea aquí nuestra enf ermera de a lmas . Y a hablaremos. P or lo tanto, o lv ide su desesperac ión de anoche. Mi mesa está s iempre d i spuesta. ¿Q uiere aceptar tambié n mi mano de amigo? AL I CI A ( Es t rech án do la co n mo vida ) .—Gracias. . . DOCT OR .—P or aquí . Y no p ierda su fe . N o le p ida nunca nada a la v ida. E spere. . . y a lgún d ía la v ida le dará una sorpresa maravi l losa. ( Sa le co n e l la . La escen a so la un mo men to . ) ( E sta l la fu era u na a leg re r i sa d e mu jer . E ntra co rr ien do Ch ole: una juven tu d imp etu o sa y sa na . Aso ma da a la ver ja , l la ma con e l g r ito jub i lo so d e lo s mo ntañ ero s. ) CHOLE .—¡Ohoh! ( Ab re la ver ja d e p a r en pa r . P en etra en escen a. Mira ag rad ab lemen te so rp rend id a en to rno , y vu elve a l la ma r ha c ia e l exter io r . ) ¡Ohoh! ( Con testa f u era , la vo z d e Fern and o. ) V OZ.—¡Ohoh! ( En t ra Fern and o , jo ven ta mbién , a leg re y d ec id id o co mo el la . T ra je d e v ia je , eq u ipa je d e ma no , cá mara f o to g rá fi ca en ba nd olera .)

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F E R N A N D O Y C H O L E . Después , l a D A M A T R I S T E FE R N AN DO.—¿ T ierra f i rme? CHOLE .—¡Y qué t ierra! Montañas con so l y n ieve, un lago, un hote l conf ortab le , ¡y nosotros! Mira q ué nombres tan boni tos : «Galer ía de l S i lencio». . . «Jard ín de la Medi tac ión». . . Y en e l parque, ¿ has v i s to? «Sauce de los enamorados», con cuerdas co lgadas . . . para los co lumpios. Dame las grac ias ahora mismo, Fernando. FE R N AN DO.—Gracias , Chole . . . ¡Q ué aspecto ext raño t iene todo esto! CHOLE .—¡E ncantador! FE R N AN DO.—E ncantador, pero ext rañ o. Seguramente uno de esos paradores de tur i smo para ingleses y enamorados . CHOLE .—Lo que nos hac ía f a lta . ¡Ay, qué vacac iones , Fernando! ¿ V es? Siempre debías de jarme conduci r a mí . Te vuelves de espaldas a los mapas , te metes por las carreteras por donde no v a nadie , c ierras los o j os en los cruces apretando e l ace lerador. . . y s iempre sa les a a lgún s i t io inesperado y maravi l loso. La pr imera vez que me dejaste e l vo lante descubrimos as í unas ru inas góti cas , ¿ te acuerdas? La segunda.. . FE R N AN DO.—La segunda nos f uimos contra un castaño de I ndias . CHOLE .—P ero no se dest rozó más que e l coche. ¿ Y aquel la cabaña de pescadores donde nos recogieron? ¿ Y aquella her ida, tan boni ta, que te h ic i s te en e l hombro? ¡Q ué b ien te sentaba aquel gesto t r i s te , Fernando! N o te lo había v i sto nunca. ¿ Dónde f ue? FE R N AN DO.—E n una costa: e l Cantábrico. . . , e l Bál t i co .. . Y a no me acuerdo. CHOLE .—Y o tampoco; pero era un mar autént ico; sin bañis tas , s in casino. ¡Con unos hombres rubios y grandes , que cantaban a coro! Y ahora, ¿ qué me d ice s ahora? ¿ He s ido un buen t imonel? FE R N AN DO.— ; Magníf i co! CHOLE .—Me di j i ste : tenemos una semana de vacac iones en e l per iód ico; vámonos a guarec er nuest ro amor en cualquier r incón t ranqui lo y f e l i z . . . Aquí lo t ienes . FE R N AN DO.—Decididamente, ¿ nos quedamos aquí? CHOLE .—¿ Dónde mejor? Además, no podríamos segui r aunque quis iéramos. ¡S i todo ha s ido providencia l en este v ia je! T omé esta carretera porque no f igura en la gu ía; justo a l l l egar se nos acabó la gasol ina. Y en cuanto nos apeamos sal tó un a a londra a la derecha. ¡Buen augurio! FE R N AN DO.—Así sea. P ero ¿ es qué no hay nadie en este hote l? ( Lla man do a g r i to s h ac ia un lad o. ) ¡Ohoh! ( P au sa .) CHOLE ( Ha c ia e l ot ro) .—¡Ohoh! (P au sa . ) FE R N AN DO.—N adie . CHOLE .—Mejor. ¡La montaña y nosotros! ¿ Q ué más nos hace f a lta? ( So lemn e.) E n nombre de España,

tomamos poses ión de esta i s la desierta. ¡Hurra, cap i tán! FE R N AN DO.— ¡Hurra t imonel ! CHOLE ( Ab r iendo lo s b ra zo s ).—¿ Cómo l lamaremos a este r incón f el i z? FE R N AN DO.—¿ Cómo se l l aman todos los r incones de la t ierra don de estemos tú y yo? CHOLE .—¡El paraí so! FE R N AN DO.—E l paraí so.. . ( Se b esa n riend o , di cho so s d e a mo r y ju ven tud . E nt ra la Da ma T ri s te . Lo s co ntempla con un a ternu ra l l ena d e lá s tima. Fern and o se ap a rta a l ver la. ) ¡La serp iente! DAMA.—P obres . . . ¿ Ustedes tambi én? FE R N AN DO.—Señora. . . DAMA.—¡Q ué pena! T an jóvenes , con toda una v ida por de lante y queriéndose as í . . . N ovios , ¿ verdad? .. . ¡Q ué pena, Señor, qué pena!. . . ( Cru za la escena y sa le) . FE R N AN DO.—¿ P or qué le dará pena a esa señora que seamos tan jóvenes? CHOLE .—N o lo habrá s ido nunca. ¿Has v is to qué a ire melancól i co? FE R N AN DO.—E nf erma de l h ígado, seguro. Lo s iento por t i , Chole : me habías promet ido l levarme al paraí so, pero creo que me has met ido en un balnear io . CHOLE ( Qu e se ha qu eda do mira nd o lo s cu ad ros , ext ra ñ ada ) .—P ues tampoco es un balnear io . F E R N A N D O .—¿ N o ? C H O L E .—Mira. . . FE R N AN DO (Leyend o la s inscr ip c io n es d e lo s cua d ro s q u e el la seña la ).—«Sócrates . S ig lo qu into de Grec ia . C icuta». . . «Séneca. S ig lo pr imero de R oma. Sangr ía».. . CHOLE .—«Larra. S ig lo románt ico de España. P i s tola».. . FE R N AN DO ( Co men zan do a in qu ieta rse.)—Huy, huy, huy. . . CHOLE .—¿ Y aquí? Sobre e l arco: ( Lee. ) «V en, Muerte , tan escondida —que no te sienta veni r porque e l p lacer de mori r— no me vuelva a dar la v ida». Santa T eresa. ( Pa usa. Se mi ran d esco n certad os . ) FE R N AN DO.— ¡A que nos hemos met ido en un convento! CHOLE .—¡Un convento! N o d igas. . . E l c laust ro de mirtos , con un surt idor, l as f i l as de hábi tos b lancos por las galer ías , los mai tines . . . ¡Ser ía magní f i co! FE R N AN DO.—P ara e l tur i smo. P ero no me parece lo más ind icado para dos novios en vacac iones . CHOLE .—Dos novios , dos novios. . . Dicho as í , parecemos dos novios como los demás. ¡Y no! ( Co n f u ego .) ¡Los novios! ¡Los ún icos! ¿ Quié n se ha querido en e l mundo antes que nosotros? F E R N A N D O .—¡N adie! CHOLE .—¿ Q uién se at reverá a quererse después? F E R N A N D O .—¡N adie! CHOLE ( Ab riend o nu evamen te los b ra zo s ).—¡Capi tán! F E R N A N D O .—¡T imonel ! ( Ro mp iend o e l ab ra zo , pa sa Han s po r e l a rco del ja rd ín . Va to ca ndo u na ca mp an i l la . Se a soma a escen a

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y g r i ta .) HAN S.—Sala de la c i cuta. . . ¡ l ibre! ( S igu e co n su ca mpa ni l la . P au sa . Cho le y f eman do se mi ra n in móvi les. ) CHOLE ( Aterrad a) .—¿Ha dicho sa la de l a c i cuta? FE R N AN DO.—Huy, huy, huy. . . (T oma un l ib ro so b re la mesa d el Do cto r .) ¡Demonio! C H O L E .—¿ Q ué? FE R N AN DO.—¡E ste l ibro!. . . «E l su ic idio cons iderado como una de las Bel las Artes». ( Su el ta e l l ib ro .) Me parece, Chole , que no te vuelvo a de jar e l volante . CHOLE ( Di sp on ién do se a hu i r ) .—¿ Dónde pusi s te e l malet ín? FE R N AN DO.—¡E h, a lto! ¡Hui r , no! Somos per iod istas . Chole . Cuando un per iod ista se t ropieza con a lgo sensac ional , no ret rocede aunque lo que tenga de lante sea un r inoceronte. Antes mori r . Deja ese malet ín . ( En t ra e l Do cto r . V a ha c ia su mesa . Se d et ien e a l ver lo s .)

F E R N A N D O , C H O L E Y E L D O C T O R DOCT OR .—¿ Les atienden a ustedes? CHOLE .—N o, grac ias . Só lo entramos a dar un v is tazo. Muy interesante , muy interesante .. . Fernando. . . FE R N AN DO.—¡Chole!. . . Calma. (E l la se reha ce. Deja e l ma let ín . Avan za h ero ica men te.) Desconocido señor, permítame que me presente , Fernando Zar a, per iod is ta; especia l i zado en reportajes sensac ionales . DOCT OR .—Mucho gusto. FE R N AN DO.—Gracias . Chole , mi compañera, mi nov ia, mi n inf a E ger ia y mi est re l la polar . La pare ja más f e l i z de la t ierra. DOCT OR .—Enhorabuena. Doctor R oda, d i rector de la Casa. P ero. . . s i son ustedes una pare ja f e l i z , ¿ qué d iab los v ienen a hacer aquí? ¿ Han l legado ustedes vo luntar iamente? CHOLE .—Hemos l legado f ata lmente. Conducía yo. DOCT OR .—¿Y saben ustedes dónde están? FE R N AN DO.—T odavía no, pero lo sabremos en seguida. E s nuest ra prof esión. DOCT OR .—Será s i yo no me opongo. FE R N AN DO.— Inút i l oponerse. Somos per iod istas : s i nos echa usted por la puerta, vo lveremos por la ventana. Di s f razados de jard ineros , de inspectores de te léf onos , de vendedores de f rutas , nos tendría usted aquí i rremediablemente. N o hay nada que hacer, doctor. CHOLE ( Avan zan do ha c ia é l) .—Nosotros no ret rocedemos aunque tengamos de lant e un r inoceronte. . . ¡Oh, perdón!. . . F E R N A N D O .—¿ Su respuesta? DOCT OR ( Lo s mi ra en tre severo y so n r ien te).—¿Me

perdonarían ustedes s i les advierto que como todos los seres f e l i ces. . . y como todos los per iod is tas , son ustedes un poco impertinentes? FE R N AN DO.—P erdonado. P ero compréndanos , doctor: e l sensac ional i smo es de cu lt i vo muy d i f í c i l . E l mundo produce cada vez menos cosas interesantes , y e l públ i co , en cambio, t iene cada vez más hambre de e l las . Usted no puede imaginarse nuest ra angust ia de exp loradores en busca de lo ext raord inar io ; nuest ro gozo prof esional cuando t ropezamos con una banda de secuest radores , con un adul ter io bonito .. . CHOLE .—¡Ah, la t i ran ía de l públi co! Y luego la t i ranía de l d i rector. T odo le parece poco. P ara e l mes que v iene nos ha enc argado un nauf rag io , un evadido de la Guayana, un parto quíntuple y una aurora boreal . N o es t rabajo f ác i l , no. FE R N AN DO.—N o sabe usted lo que es recorrer un mundo de temas agotados para encontrar esa veta sensac ional que e l públ i co espera s iempre. «La serp iente de mar», que l lamamos en los per iód icos . DOCT OR .—¿Y creen ustedes haber encontrado aquí su «serp iente de mar»? FE R N AN DO.—Le hemos vi s to la co la. CHOLE .—N o nos c ierre las puertas . ¡Ayúdenos , doctor! DOCT OR ( Co n u na so n ri sa d e s imp at ía ) .—E stá b ien, veamos. ¿ Son ustedes , en ef ecto, una pare ja f e l i z? FE R N AN DO ( Po sa ndo la ma no sob re e l ho mb ro d e e l la ) .—¡Cómo no ha habido ot ra! DOCT OR .—¿ E nf ermedad ? CHOLE .—N inguna. DOCT OR .—¿P roblemas esp i r i tuales? F E R N A N D O .—N o exi s ten. DOCT OR .—¿Amor? CHOLE .—¡T orrencial ! DOCT OR .—¿ Di f i cul tades mater ia les ? FE R N AN DO.—¿ N osotros? A nosotros nos de ja usted esta noche en una se lva de l centro de Áf r i ca, y mañana por la mañana tomamos caf é con leche. DOCT OR .—Es envidiab le . E n ese caso, yo puedo f ac i l i tar les su t rabajo. Pero ustedes , en cambio, pueden prestarme a mí un gran serv ic io . LOS DOS.—A sus órdenes . DOCT OR .—P ara la buena marcha de esta casa neces i taba yo encontrar los dos ext remos opuestos de la f ortuna: una v ida en derrota, s in amores , sin pasado y s in porveni r . Y una v ida en p leni tud, audaz , enamorada, l lena de esperanzas y de hor i zontes . Lo pr imero, lo he encontrado hace un momento. ¿ Q uieren ustedes ser aquí la v ida f el i z? CHOLE .—A sus órdenes , doctor ; estamos de vacac iones . DOCT OR .—Pues siendo así , como colaboradores y amigos , escuchen ustedes . ( Se s ien tan ) . F E R N A N D O .—¡ Chole! ( Cho le p repa ra lá p i z y cua d ern o. )

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DOCT OR .—N o; prométanme que no escr ib i rán una sola l ínea hasta que no conozcan a f ondo la insti tuc ión. ( Cho le g ua rd a láp i z y cu ad erno .) DOCT OR .—¿ Conocieron ustedes a l doctor Ar ie l? FE R N AN DO.—E l doctor Ar ie l. . . , s í . . . CHOLE .—Sí , s í . . . , el doctor Ar ie l. DOCT OR .—Bien; no le conocieron ustedes . E l doctor Ar ie l f ue mi maestro. Su f ami l ia , desde va r i as generac iones , era v í ct ima de una ext raña f ata l idad: su padre, su abuelo, su b i sabuelo, todos morían su ic idándose en la p leni tud de la v ida, cuando empezaban a perder la juventud. E l doctor Ar ie l v iv ió torturado por esta idea. T odos sus estudios los de dicó a la b io log ía y la ps i co log ía de l su ic ida, penetrando hasta lo más hondo en este sector desconcertante de l a lma. Cuando creyó que su hora f ata l se acercaba, se ret i ró a estas montañas. Aquí cambió sus amigos , sus a l imentos y sus l ibros . Aquí le ía a lo s poetas , se bañaba en las cascadas f r ías , paseaba sus dos leguas a p ie durante e l d ía y escuchaba a Beethoven por las noches . Y aquí murió , vencedor de su dest ino, de una muerte noble y serena, a los setenta años de f e l i c idad. CHOLE ( En tu s ia sma da ).—¡P ero muy boni to! FE R N AN DO.—Muy per iod íst i co. Este pró logo queda f ormidable para señoras . DOCT OR .—El doctor de jó escr i to un l ibro maravi l loso. ( Lo toma d e la mesa. ) FE R N AN DO.—Sí . «El su ic id io cons iderado como una de las Be llas Artes». DOCT OR .—¡Ah!, ¿ lo conocía usted? FE R N AN DO.—N o hace mucho; pero lo conocía. DOCT OR .—Este l ibro está l leno de c ienc ia; pero también de comprens ión humana y de ternura. V ea la dedicator ia: «A mis pobres amigos los su ic idas». ( Fern an do to ma el l ib ro , qu e ho jea d e vez en cuan do , in teresa do en sus ma pa s y es ta d ís t i ca s .) A estos pobres amigos de jó también e l doctor Ar ie l toda su f ortuna. Con el la se f undó e l Hogar del Su ic ida, cuya d i recc ión me conf ió e l maest ro. . . y donde tienen ustedes su casa. F E R N A N D O .—Gracias . CHOLE .—Hasta aquí , todo va b ien. P ero s i e l doctor Ar ie l murió f e l i z a l f in , ¿ por qué la f undación de esta Casa? DOCT OR .—Ahí empieza e l secreto. E l doctor Ar iel no se l imi tó a hacer una ext ravagancia. Fundó, sagazmente, un Sanator io de A lmas . Aparentemente, esta casa no es más que e l C lub de l perf ecto suic ida. T odo en el la está previs to para una muerte vo luntar ia , estét i ca y conf ortable ; los mejores venenos , los baños con rosas y mús ica. . . T enemos un lago de leyenda, ce ld as ind iv iduales y co lect ivas , f est ines Borgia y tañederos de arpa. Y e l más be llo

pai saje de l mundo. La pr imera reacc ión d e l desesperado, a l entrar aquí , es el ap lazamiento. Su sent ido heroico de la muerte se ve def raudado. ¡T odo se le presenta aquí tan na tural ! E s e l e f ecto moral de una ducha f r ía . E sa noche a lgunos aceptan a l imentos , ot ros l legan a dormir , e invar iab lemente todos rompen a l lorar . E s la pr imera etapa. CHOLE ( E ch and o ma no a su láp i z ) .—Magní f i co. Segunda etapa. ( Fern an do la d et ien e co n un g esto .) DOCT OR .—Etapa de la medi tac ión. E l enf ermo pasa largas horas en s i lenc io y so ledad. Luego, p ide l ibros . Después busca compañía. V a interesándose por los casos de sus compañeros . L lega a sent i r una p iadosa ternura por e l do lor hermano. Y acaba por s a l i r a l campo. E l a i re l ibre y e l pai sa je empiezan a operar en é l . Un d ía se sorprende a s í mismo acar i c iando a u na rosa. . . FE R N AN DO.—Y empieza la tercera etapa. DOCT OR .—La ú l t ima. E l a lma se toni f i ca a l compás de los músculos. El pasado va perd iendo sombr as y f uerza; c ien pequeños caminos se van abr iendo hacia e l porveni r , se van ensanchando, f loreciendo.. . Un día ve las manzanas nuevas esta l lar en e l árbol , a l l abrador que canta sudando a l so l , dos novios que se besan mordiéndose la r i sa . . . ¡Y un ans ia ca l iente de v iv i r se le abraza a las entrañas como un gr i to! E se d ía e l enf ermo abandona la casa, y en cuanto t raspasa e l jard ín , echa a correr s in vo lver la cabeza. ¡E stá sa lvado! CHOLE .—P rec ioso. P arece una balada escocesa. FE R N AN DO.—N o está mal . P er iod ís t i camente era más interesante que se matasen. Pero d ígame: ese s i s tema ¿ no está exces ivamente conf iado en la buena d i spos ic ión de l c l iente? ¿N o han t ropezado ustedes nunca con e l su ic ida auténtico, con el desesperado i rremediable? DOCT OR .—Aquí só lo l legan los vac i lantes . Desdichadamente, e l desesperado prof undo se mata en cualquier parte , s in el menor respeto a la técn ica n i a l doctor Ar ie l . ( Leva ntán do se.) ¿P uedo contar con ustedes? CHOLE .—Desde ahora mismo. DOCT OR .—Voy a encargar que d i spongan sus habi tac iones. FE R N AN DO.—Gracias . ¿N os permite , entre tanto, hacer a lguna interv iú a sus pacientes? DOCT OR .—Bien, pero con t iento. Generalmente son desconf iados y no abren f ác i lmente su corazón a un ext raño. CHOLE .—Aquel joven que se acerca, ¿ es un enfermo? DOCT OR .—Ah, s í : un muchacho románt ico. Le l l amamos aquí e l Amante I maginar io . V ean su f i cha.. . Ha l legado anoche. . . FE R N AN DO.—E ntonces , etapa de la ducha f r ía . DOCT OR .—E xactamente. N o le l leven demas iado la contrar ia . Y sobre todo, natural idad. ( Sa le .) CHOLE .—N atural idad, Fernando.

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( En t ra , s iemp re en s imisma do , e l Ama n te Imag ina r io . Se a cerca a l ver lo s , co n un ra yo d e esp era n za .)

C H O L E , F E R N A N D O Y E L A M A N T E

AMAN TE .—P erdón.. . ¿ Compañeros? CHOLE .—Funcionar ios . . . AMAN TE .—Ah, func ionar ios. . . (V a a seg uir , d es i lu s io na do .) FE R N AN DO.—Q uédese un momento. ¿ P or qué no se s ienta? T iene usted un aspecto muy f at igado. CHOLE .—¿ Q uiere usted tomar a lguna cosa? AMAN TE .—Gracias . Q uiero terminar cuanto antes . ( Señ alan do , so lemn e, la Ga ler ía d el S i lenc io. ) Hoy mismo t raspasaré esa ú l t ima puerta. FE R N AN DO.—¿ Ha eleg ido usted ya su procedimiento? CHOLE .—N o se dec ida sin consul tarnos : tenemos los mejores venenos , un lago de leyenda, ce ldas ind iv iduales y . . . AMAN TE ( Bru sco ).—¡Ah, ustedes también! ¡Cál lense! T odo es f r ío aquí . . . , odiosamente f r ío . Y o esperaba encontrar un corazón amigo. CHOLE .—Cuente usted con ese corazón. Hemos v i sto su f i cha. «Desengaño de amor». N os gustar ía tanto conocer su hi s tor ia . AMAN TE ( Co n gan a s d e co nta r la) .—¿ De veras? ¿La o i r ían ustedes? N o sé s i va ldr ía la pena. . . CHOLE .—¿ Cómo no? ¿Q uiere usted contárnosla? AMAN TE .—Gracias . . . ( Pa u sa .) Y o era un empleado en una casa de banca. Hac ía números por e l d ía y versos por la noche. S iempre había soñado aventuras y v ia jes , pero nunca había real i zado n inguno. Una noche f u i a la Opera. Cantaba Cora Y ako e l papel de Margar i ta . ¡Una mujer esp léndida! FE R N AN DO.—La conozco. Ha dado mucho que hacer a l huecograbado. AMAN TE .—Cora Y ako cantó toda la noche para mí . N o era i lus ión, no; sus o jos se c lavaban en lo s míos , en lo más a l to de la galer ía . ¡Cantaba y l loraba y moría para mí so lo! Aquel la noche no pude dormir . A l día s igu iente equivoqué todas las operac iones en e l banco. Y vo lv í a l teat ro, temblando, dos horas antes de empezar. CHOLE .—¿ R epet ían e l «Fausto »? AMAN TE .—N o, era «Madame Butterf ly». P ero e l f enómeno volv ió a repet i rse. La noche anter ior eran dos o jos azu les y unas t renzas rubias ; ahora eran d os o jos de a lmendra negra y un k imono de est re l las . P ero e l mismo brazo de luz entre los dos. . . E n e l banco, todo e l d inero pasaba por mis manos. Cog í una cant idad, mi sueldo de dos meses . Y le envié un ramo de orquídeas y una tar jeta. Después .. . ( Va c i la . Se ca l la .) CHOLE .—Después , ¿ qué? .. . Diga. AMAN TE .—Después .. . Después ¡f ue la f e l i c idad!. . . Los barcos y los grandes hote les . V iena, El Cai ro , Shanghai . N os besábamos un día en el desierto , entre

los s i cómoros , y a l d ía s igu iente en un jard ín de lotos . ¡Y o, miserable empleado de una banca española, he abrazado en todos los id iomas a Margar i ta y a Madame Butterf ly , a Brunilda, a Scherezada!. . . FE R N AN DO.—E nhorabuena. ¿Y qué más? AMAN TE ( Seco) .—N ada más . CHOLE .—¿ N ada más? ¿ E ntonces? AMAN TE .—¿Q ué? ¿ P or qué me miran as í? ¿N o me creen? ¡Les juro que es verdad! Y o he s ido e l gran amor d e Cora Y ako. ¡E s verdad, es verdad! FE R N AN DO (Ca mb ia u na mira da co n Cho le) .—N o es verdad. AMAN TE .—¡Les juro que s í ! ¿ P or qué no había de ser lo? ¿Q ué tengo yo para que no me quiera una mujer? FE R N AN DO.—N o es por usted. Seguramente es un gran muchacho. P ero ha contado su h i s tor ia de un modo tan ext raño.. . CHOLE .—¿ P or qué ha ment ido usted? Há blenos sin miedo, como a dos amigos . AMAN TE ( V en c id o po r e l to no co rd ial d e Ch ole) .—T iene usted razón. P ara qué menti r , s i nadie me cree. . . Y s in embargo só lo he mentido a medias . E s verdad que he dest rozado mi juventud sobre e l pupi t re de una casa de banc a. E s verdad que Cora Y ako me miraba cantando. Y es verdad que robé por e l la . P ero e l amor y los v ia jes . . . só lo los he soñado. A l d ía s iguiente , cuando volv í a l teat ro con mi corbata nueva, e l vest íbu lo estaba l leno de baúles y decorados suc ios. Mi ramo es taba t i rado en un r incón, y la tar jeta s in abr i r . De mi sueño só lo quedaba la pobre verdad de mi desf a lco, y un ramo de orquídeas p i sadas . . . Pero eso no debe saberlo nadie. Déjenme contar esta h i s tor ia a todo el mundo. N eces ito que la crean todos . N eces i to creer la yo también. . . y después mori r f e l i z . (V o lv iénd ose rá pido .) E l doctor v iene. N o le d igan ustedes nada; é l es ya v ie jo y no puede comprender estas cosas . . . N o le digan ustedes nada. ( Sa le d e p un t i l las . E nt ra e l Do cto r . ) DOCT OR .—Sus habi tac iones está n di spuestas . ¿ Q uieren pasar a ver las? CHOLE .—Y o voy. Saca tú las maletas de l coche, Fernando. Cuando usted quiera, doctor. ( Sa le co n é l , ¡ l eván do se e l ma let ín . Feman do , a so las , d a u no s p a so s en la d i recc ión en qu e sal tó el Amante I mag ina r io . Se vu elve a l ver en t ra r a la Da ma T r is te .)

F E R N A N D O Y L A D A M A T R I S T E F E R N A N D O .—Señora. . . DAMA.—¿ E s usted nuevo en la casa? FE R N AN DO.—Soy. . . e l nuevo ayudante de l doctor. DAMA.—Me parec ió ver le aquí hace un momento, besando a una señorita . FE R N AN DO.—Ah, s í . . . Se ha bía p intado los lab ios con arsénico, y quer ía hacer una experiencia. DAMA.—Q ué interesante , ¡mori r en un beso! A lgo as í

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buscaba yo. FE R N AN DO.—¿ N o ha encontrado todavía su procedimiento? DAMA.—Son todos demas iado brutales . FE R N AN DO.—Sin embargo, s iempre pue den encontrarse mat ices. DAMA.—He pedido a l doctor que probara a envenenar una rosa. Me gustar ía mori r asp i rando un perf ume. FE R N AN DO.—La fe l i c i to : esa tendencia a mori r por las nances es de l más de li cado romant ic i smo. P ero no es cosa f ác i l . DAMA.—Y o he le ído a lguna vez que Leonardo da V inc i h i zo un experimento de envenenamiento de árboles . FE R N AN DO.—Sí , parece ser que t rató de envenenar los f rutos de un melocotonero a t ravés de la sav i a . P ero aquel verano los melocotones se desarro l laron más sanos que nunc a. Y o, en cambio, de pequeño, ten ía un manzano enf ermo en mi huerto. P ara reanimarlo se me ocurr ió dar le en las ra í ces una inyecc ión de acei te de h ígado de bacalao ¡y se cayó muerto de repente! Los árboles t ienen unas reacc iones ext rañas . DAMA.—Lást ima. . . FE R N AN DO.—P uede encontrarse ot ra cosa. ¿ Conoce usted e l l ibro del doctor Ar ie l? ¿ N o? Ah, es un manual perf ecto. V ea en e l apéndice la d i s t r ibuc ión geográf i ca de los su icid ios. ( E xtiend e la , ho ja d e u n ma pa .) Cada raza t iene sus predi lecc iones y sus f ata l id ades. E n la zona del naranjo —E spaña, I ta l ia , R umania— predomina la muerte por amor. E n la zona de l nogal —Francia, I ng laterra, A lemania— e l su ic id io pol í t i co y económico. E n la zona del abeto —Suecia, N oruega, Dinamarca— l a muerte vo luntaria d i sminuye, a l mismo t iempo que aumenta el n ive l de los sa lar ios y la democrac ia . ¡E s la E uropa c iv i l i zada! DAMA.—¿ Dónde está señalado e l su icid io pas ional? FE R N AN DO.—Aquí : l a f ran ja encarnada. V ea, a l margen, la gráf i ca estad íst i ca: «í nd ice anual de su ic id ios por amor: I ng laterra, 14; Franc ia , 2 8; A lemania, 41; I ta l ia , 63; E spaña, 480. . . Es tados Unidos , 2. » DAMA.—¿ Dos so lamente? FE R N AN DO.—Dos. E ran mej i canos nac ionali zados . ( Deja e l l ib ro .) DAMA.—Ah, qué b ien ha hecho usted en leerme es os datos . E sa estadís t i ca me señala e l camino de mi raza. ¡Me gustar ía tanto mori r por amo r! Desgrac iadamente, para eso no basta una voluntad; hacen f a l ta dos .. . ¿ Usted me ayudaría? FE R N AN DO.—Honradís imo, señora, pero. . . es toy compromet ido ya. T engo que su icidarme mañana con una p ian i sta polaca. DAMA.—Siempre l lego tarde. F E R N A N D O .—P erdón. DAMA.—¡Y cuántas veces lo he soñado! ¡E sas pare jas japonesas que se lanzan cogidas de las manos y coronadas de cr i santemos, a l cráter de l Fus i - Y ama! FE R N AN DO.—Una muerte be ll í s ima. Desdichadamente, E spaña es un paí s arru inado: no nos queda n i un

miserable vo lcán para estos casos . ( Leí Da ma . T r i ste se s ien ta . Su sp i ra d eso la da ,. ) Y ahora, s i me hace usted e l honor de una conf idencia, ¿ por qué quiere mori r? DAMA.—¡P or tantas cosas! FE R N AN DO.—¿ P uede dec i rme a lguna? DAMA.—Des i lus ión absoluta. E ste mundo de la mater ia no es e l mío. Odio todo lo grosero: la carne, la t i ran ía de los músculos y la sangre. Q uis iera haber nac ido p lanta, agua de torrente , ¡a lma so la! T engo lást ima de e ste pobre cuerpo mío, que no me ha proporc ionado nunca más que dolor. FE R N AN DO.—¿ Y por lást ima de su cuerpo ha decid ido usted qui társe lo de en medio? Me parece exces ivo. E s lo que l laman los a lemanes , t i rar e l agua de l baño c on e l n iño dentro. DAMA.—¿ P ara qué conservar lo que de nada si rve? Mi carne no exi s te. Só lo mi a lma ha v iv ido. FE R N AN DO.—¿ E stá usted segura? ¿ Me permite una senci l l a exper ienc ia? ( Saca lá p i z y cu ad erno .) Dígame, ¿ qué desayuna usted? DAMA.—¿ Y qué importa eso? FE R N AN DO.—Se lo ruego; es po r su t ranqui l idad. ¿Qué desayuna usted? DAMA.—Un vaso de leche. A veces , a lguna f ruta.. . F E R N A N D O .—¿ Almuerzo? DAMA.—Apenas ; ternera, legumbres. . . gu i santes , generalmente. FE R N AN DO.—Y más f ruta, ¿ verdad? ¿ Suele cenar? DAMA.—Lo mismo. ¿ Por qué me lo pregunt a? FE R N AN DO.—Se lo d i ré en seguida. ¿ Q ué cosas interesantes recuerda de su v ida? ¿Ha v ia jado usted? DAMA.—P oco; conozco P ar í s , Londres , F lorencia. FE R N AN DO.—¿ Ha cul t i vado af i c iones art í st i cas? D A M A .—T oco e l p iano. FE R N AN DO.—¿ Ha le ído mucho? DAMA.—R ománt icos casi s iempre. T oda la obra de V íctor Hugo me es f ami l iar . FE R N AN DO.—¿ Ha ten ido amores? DAMA.—Amor. . . só lo una vez . Y o era una n iña cas i : é l era ten iente de navío . N os besamos en e l puente de l barco, y zarpó rumbo a Fi l ip inas. N o le vo lv í a ver . FE R N AN DO ( Qu e ha id o to ma ndo no ta s y t ra zand o n ú mero s ráp id a men te).—Magní f i co. P ues b ien, señora: ca lcu lándole só lo media v ida; y rac iones d i scretas , resu l ta: que para hacer t res v ia jes cortos , aprender a tocar e l p iano, leer obras completas de V íctor Hugo y besar a un ten iente de navío .. . ha neces i tado usted tomarse ochocientos decal i t ros de leche, t res vagones de f ruta ocho hectáreas de gu i santes ¡Y diec i s iete terneros! E l cuerpo, señora, es una real idad insobornable. DAMA ( Ho rro r izad a) .—¡N o! ¡No es pos ib le! FE R N AN DO.—Ari tmét icamente exacto. DAMA.—¡Q ué vergüenza! FE R N AN DO.—P ero no lo lamente demas iado. Al f in y a l cabo e l cuerpo es de or igen tan d iv ino como e l a lma; y hay que dar a l César lo que es de l César. N o se ponga t r is te . R econci l íese usted cons igo misma.

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¿ Q uiere que la acompañe a dar una vuel ta por e l parque? Hace un so l esp léndido. DAMA.—Gracias . . . ( Acep ta su b ra zo . Se ju st i f i ca. ) P uede usted pensar de mí lo que quiera. N o seré un gran esp í r i tu ; seguramente soy una pobre mujer vu lgar. . . ¡P ero le ju ro que yo no me he comido esos d iec i s iete terneros! ( Sa len . La escena so la. Su ena n d e p ron to —uno , d os , va r ios— t imb res y ca mp an as d e ala rma . Sale co rr ien do Ali c ia . Gr i ta l lo ra nd o. ) AL I CI A.—¡Doctor. . . , doctor! ( Acud e e l Do cto r. ) DOCT OR .—¿Q ué ocurre? AL I CI A.—¡A l l í ( Señ ala la Ga lena d el Si lenc io. ) DOCT OR .—P ronto. . . ¡Hans! ¡Deténgalo!. . . ( Su ena d en tro u n d i spa ro . Cal lan lo s t imb res . Al i c ia se ta pa la ca ra con las man os . En t ra Han s fo rcejeand o co n Juan , q u e lu cha d esesp erad a men te po r d esa s i rse y reco b ra r su a rma . ) JUAN .—¡Déjeme! ¡Suel te! . . . DOCT OR .—¿Q ué ha s ido? HAN S.—N ada ya. He conseguido desviar le la p i s tola a t iempo. Aquí está. DOCT OR .—T raiga. JUAN .—¡Suel te! ( Se d esp rend e v io len ta mente. ) DOCT OR .—P ronto, Hans , ca lme a los demás. Q ue no acuda nadie . ( Sa le Ha ns . A l i cia qu eda a l fon do y escu ch a sin ha bla r to da la escen a . Ju an t ra ía a ho ra d e a rreb ata rle la p i s to la a l Do cto r . ) JUAN .—¡Déjeme! ¡E s mía! DOCT OR .—¡Q uieto! JUAN .—¡E s mía! DOCT OR .—¡N o! ( Lo recha za. . Ju an ca e s in fu erza s en u na b uta ca ; escon d e la cab eza entre lo s b ra zos , so l lo zand o con vu ls ivo . El Do cto r se acerca lenta mente a su escr i to r io. Gua rd a e l a rma. ) ¡Qu é ib a u sted a h a cer! JUAN .—Mori r . N eces i to mori r . ¡Mañana puede ser tarde! DOCT OR .—¿Y por qué? JUAN .—Si no me muero yo, acabaré m atando. Lo sé . . . ¡Y no quiero matar! DOCT OR .—V amos, serénese. ¿ P or qué había de matar usted a nadie? JUAN .—Mataré. Y a he sent ido la tentac ión una vez. La s iento mordiéndome la sangre ahora mismo. Y es horr ib le , porque é l es bueno. P orque él me quiere .. . ¡y no sabe si qu iera todo e l daño que me hace! DOCT OR .—¿Q uién es é l? JUAN .—E s mi hermano. . . Todo lo que yo hubiera querido, todo me lo ha qui tado é l s in saber lo. P r imero

me robó e l car iño de mi madre. Me robó la inte l igencia y la sa lud que yo hubiera querido tener. Me robó la ún ica mujer que podía haberme hec ho f e l i z . É l ha conseguido s in esf uerzo, r iendo, todo lo que yo he deseado dolorosamente, en si lenc io , y t rabajando. Ha pasado s iempre por enc ima de mis entrañas s in darse cuenta.. . ¡y s iempre me ha sonre ído! P ero él no tiene la cu lpa, é l es bueno. ¡E s además mi hermano! L íbreme de esta pesadil la , doctor. . . N o quiero matar lo . . . ¡no quiero matar lo! ( En t ran p rec ip i ta da men te Cho le y Fema nd o. ) CHOLE .—¿ Ha ocurr ido a lgo, doctor? ( So rp rend id a d e ver le . ) ¡Juan! J U A N .—¿ V osotros? DOCT OR .—¿ Se conocían ustedes? .. . FE RN AN DO.—E s mi hermano. . . ( Ava n za ha c ia é l ten diénd ole la s ma no s .)

T e lón

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ACT O SE GUN DO

E n e l mismo lugar, t res días despué s. Luz de tarde. Han desaparec ido los cuadros de muerte , y en su lugar Chole acaba de co lgar un so lo cuadro nuevo: «La P r imavera », de Bott i ce l l i . A l i c ia v i s te bata blanca de enf ermera, con una cruz azu l a l brazo.

C H O L E Y A L I C I A

CHOLE .—¿ Q ueda b ien as í? AL I CI A.—Sí , muy b ien. Los ot ros cuadros eran tan t r i s tes . . . CHOLE ( Di spo n ien do un ca ch a rro d e f lo res) .—¿Y estas f lores? ¿ Le gustan? AL I CI A.—Mucho. Huelen como s i v in ieran de le jos . ¿ De dónde son? C H O L E .—Del sur . AL I CI A.—Las nuest ras no han f lorecido aún. CH OLE .—Y a no tardarán; mañana es e l pr imer d ía de pr imavera. Cuando f lorezcan habrá que ponerlas también en todas las habi tac iones. AL I CI A.—Gracias. CHOLE .—¿ P or qué me da usted las grac ias? AL I CI A.—P orque es una idea boni ta. Aunque no sea para mí . . . Los ot ro s cuadros , ¿ adonde se han de l levar? CHOLE .—Al sótano; con muchís imo respeto, pero a l sótano. ( Qu eda n mirán do se.) E stá usted hoy muy sonriente , A l i c ia. AL I CI A.—E stoy contenta. CHOLE .—¿ P or qué? AL I CI A.—N o sé. . . , se ha re ído usted toda la mañana. N o había te n ido nunca a nadie que se r iera junto a mí. CHOLE ( R ien do ).—E s grac ioso. ¡E stá usted contenta porque me r ío yo! AL I CI A.—Hace mucho b ien o í r re í r . T ampoco había ten ido nunca una amiga. Y usted me d io la mano mirándome a los o jos , tan hondo y tan c laro. . . ¿ Quiere usted darme la mano otra vez? CHOLE (E s t rechá nd osela ca r iño samen te) .—¿ Amiga siempre? AL I CI A.—¡ S iempre! CHOLE .—Y no diga usted «grac ias». Déjeme deci r lo a mí . Usted lo d ice s iempre, a todo. Se lo d i r ía a un pájaro que v in iera a cantar a su ventana. AL I CI A.—¿ P or qué se r íe usted ahora? ¡Se r íe de mí ! CHOLE .—Sí . ¡E s usted tan chiqui l la! AL I CI A ( La o ye f e l i z . Son r íe tamb ién ).—Gracias . ( Sa le . En t ra e l Do cto r .)

C H O L E Y E L D O C T O R DOCT OR .—Señori ta Chole .. . CHOLE .—Buenas tardes , doctor. ¿ N ota usted a lgo nuevo aquí? DOCT OR .—N o sé .. . ¿E sas f lores? ( Vo lv ién do se. ) ¡Los cuadros! P or f in los ha arrancado usted. CHOLE .—E ran demas iado sombríos . N o hac ían n ingún bien a esta pobre gente. DOCT OR .—Sin embargo, ten ían un prestig io so lemne. E n f in. . . ( Co ntempla e l cua d ro . ) «La P r imavera» de Bott i ce l l i . CHOLE .—¿ He e legido bien? DOCT OR .—Sí , es luminoso, t ranqui lo . . . V eo que empieza usted a interesarse de veras por mis enf ermos. CHOLE .—Mucho. N unca había imaginado un espectáculo humano tan desconcertante , t an comedia y t ragedia a l mismo t iempo. DOCT OR .—Es cur ioso. Y está usted at ravesando las mismas etapas que e l los. E l pr imer d ía entró aquí como un golpe de v iento, ans iosa de encontrar a lgo or ig inal para lanzar lo a la publ i c idad. Después , ha ido penetrando en las a lmas , buscando su verdad en e l s i lenc io . E stá usted en p lena etapa de medi tac ión y de ternura. CHOLE .—Algunas de estas h i stor ias íntimas , me han l legado muy hondo. DOCT OR .—¿E ntonces , aquel reportaje sensac ional? CHOLE .—N o lo escr ibi ré ya. DOCT OR .—Lo hará Fernando. CHOLE .—Q uizá. E l es hombre y f uerte . Y o, hoy, no me at rever ía a desnudar en públ i co estos pequeños dolores para sat is f acer una cur ios idad b ien sentada y bien a l imentada. DOCT OR .—Y a aparec ió la mujer. CHOLE .—¡Esa ch iqui l la , s iempre so la , que da las grac ias a todo lo que es hermoso, como s i f uera un regalo! E se pobre empleado de banca, que nunca ha sa l ido de su of i cina y su casa de huéspedes , y se sueña héroe de amores y v ia jes ext raord inar ios . . . DOCT OR .—Además, t rabaja usted ser iamente. Anoche sé que ha estado encerrada en mi b ib l ioteca hasta la madrugada. CHOLE .—Me interesan sus l ibros , sus estad ís ti cas . He descubierto en e l los cosas que no hubiera imaginado nunca. DOCT OR .—¿ Cuáles? CHOLE .—E sa contradicc ión constante de l su ic ida con la lóg ica de la v ida. ¿P or qué se matan más los t r iunf adores que los f racasados? ¿ P or qué se matan más los hombres en la juventud que en la ve jez? ¿ P or qué se matan más los enamorados que los que no han

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conocido amores?. . . ¿Y por qué se matan a l amanecer más que , de noche, y en la pr imavera más que en e l inv ierno? DOCT OR .—Di fí c i l de exp l i car para una mujer f e l i z . P ero la observac ión es c ient í f i camente exacta. CHOLE .—Matarse es s iempre una negac ió n brutal . P ero matarse en p lena juventud, en la hora de l amor y la pr imavera es un insu l to a la naturaleza. DOCT OR .—Q uizá. CHOLE .—¡Es , además, tan contrar io a todos los inst intos! Los animales no se su ic idan. DOCT OR .—A veces , también. E l a lacrán, cuando se s iente rodeado de f uego, se c lava su agui jón venenoso. CHOLE .—P ero eso no es buscar la muerte vo luntar iamente. E s adelantar la un momento, para ev i tar e l do lor . DOCT OR .—El dolor . . . He aquí e l mot ivo supremo. Me parece que, s in darse cuenta, acaba usted de contestar a sus dudas de antes . ¿ N o cree usted que e l dolor es c ien veces más into lerable cuando nos rodea e l amor y e l t r iunf o, cuando la sangre es joven, y todo a nuest ro a l rededor se vi s te de rosas? CHOLE .—N o, doctor, no me haga usted dudar. La v ida no es so lamente un derecho. E s , sobre todo, un deber. DOCT OR .—Ojalá p iense usted s iempre as í . ( P au sa . E n e l umb ra l d el ja rdín apa rece e l Pa d re d e la ot ra A l ic ia ; una n ob le ca b eza b la n ca a go b iad a d e d olo r. Va c i la . Se ad elan ta a l f in , co n un a voz hu mild e y roí a. }

C H O L E , E L D O C T O R Y E L P A D R E D E L A O T R A A L I C I A

P ADR E.—P erdón. . . ¿ E l doctor R oda? .. . DOCT OR .—A sus órdenes . P ADR E.—T engo a lgo que pedi r le. . . A lgo muy ínt imo, muy d if í c i l . . . P ero necesar io. C H O L E .—¿ E storbo ? DOCT OR .—De n ingún modo. La señ orita es persona de mi absoluta confianza. P A D R E .—Doctor. . . D O C T O R .—Diga. P ADR E.—Doctor. . . ¡Hágame usted mori r! D O C T O R .—¿ Y o? P ADR E.—Sí . . . , comprendo que es una peti c ión ext raña. P ero es que usted no sabe. . . Y o también soy médico. He pedido esto mismo a ot ros compañeros : todos me compadecen, pero n inguno ha querido ayudarme. ¡Usted puede hacer lo! P or compas ión, doctor. T ambién yo lo he hecho una vez . ¡Le juro que es absolutamente necesar io! DOCT OR .—¿P or qué? P ADR E.—P orque es . monstruoso segui r v iv iendo as í . Nunca he ten ido grandes mot ivos para

desear la v ida. P ero antes la ten ía a e l la . T enía un deber: unos o jos y una voz que me neces i taban. DOCT OR .—¿Q uién era el la? P ADR E.—E ra mi h i ja . . . Es taba paral í t i ca desde la n iñez . T endida s iempre en una hamaca. N ada se movía en su cuerpo; só lo los o jos . . . y aquel la voz de mús ica, que era una v ida entera. Y o le le ía los poemas de Tennyson; e l la me escuchaba mirándome. Y hablábamos a veces . . . muy poco, muy baj i to , pero bastante pa ra los dos . Hasta que un d ía yo empecé a sent i rme enf ermo. N o podía engañarme; era uno de esos males lentos y seguros , que no perdonan. E ntonces só lo sent í e l terror de de jar la so la . ¡P obre carne quieta! ¿Q ué iba a ser su vida s in mí? N o pude res ignarme a esta idea. T enía a mi a l cance la morf ina. . . Y la f u i durmiendo suavemente.. . , s in dolor . . . hasta que no despertó más . ¿ Comprenden ustedes? E ra mi h i ja y mi v ida. La he matado yo mismo. ¡Y yo estoy todavía aquí ! E stoy s intiendo con espanto que mi mal se a le ja , que acabaré por curarme. . . Y no tengo f uerzas para acabar conmigo. . . ¡Cobarde. . . , cobarde! ( Ca e d es fa l lec ido en un a s ien to . Pa usa. E l Do cto r ap r ieta a ng ust ia do la s mano s d e Ch ole. ) DOCT OR .—Sí , l a v ida es un deber. P ero es , a veces , un deber b ien peno so. CHOLE ( L la ma en vo z a lta) .—¡A l i c ia! P ADR E ( So b resa l tad o) .—¡A l i c ia! ¿ Q uién se l l ama aquí A l i cia? CHOLE .—E s nuest ra enf ermera. P ADR E.— . . . T ambién el la se l l amaba Ali c ia . ( En t ra A li c ia . T ra e u n l ib ro ba jo e l b ra zo. E l P ad re a van za len to ha c ia e l la , mi ránd o la con u na in ten sa emoc ión .) P ADR E.—E s. . . ext raord inar io . . . , cómo se parecen. . . Los mismos o jos ; pero en «e l la» más t r i s tes . Permítame. . . Las mismas manos . ( Ama rg o , co mo s i f u era una in ju sti c ia . ) P ero éstas están sanas , ca l ientes. . . ¿ Y la voz? ¿ Q uiere us ted deci r a lgo, señori ta? AL I CI A ( S in sa b er qu é d eci r , so n riend o) .—Gracias . . . P ADR E.—Ah.. . , no. . . La voz , no. P erdone; t iene usted una voz muy agradable . Pero e l la . . . , cuando e l la dec ía «grac ias», todo cal laba a l rededor. ¿Q ué le ía usted? . . . V ersos . . . ¿ Cono ce los poemas de T ennyson? Si no le molesta, yo se los leeré en voz a l ta . ¿ P uede ser , doctor? .. . E n e l jard ín , ¿quiere? Usted tendida en una hamaca, qu ieta; yo a su lado. . . ¿ Me permite que la t rate de tú? AL I CI A.—Se lo agradezco. P ADR E.—N o. . . , mí reme, s i q u iere. . . P ero hablar ,

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no. . . N o d igas nada. . . A l i c ia. ¡A l i c ia! ( Sa le con e l la .) DOCT OR .—¿ Cree usted que podremos sa lvar le? CHOLE .—Me parece que está sa lvado ya. ( P au sa . Se o ye fu era e l g r ito mon tañ ero d e Fern a nd o. ) LA V OZ.—¡Ohoh! CHOLE .—¡Ohoh! Co rr iend o a é l , a l ver le a pa recer .) ¡ Capi tán! FE R N AN DO.—¡T imonel ! P erdón, doctor. ( La b esa en los la b io s. )

E L D O C T O R , C H O L E Y F E R N A N D O CHOLE .—¡Has estado f uera todo el d ía! FE R N AN DO.—E n la montaña, desde e l amanecer. E l doctor se ha empeñ ado en hacerme suf r i r los encantos de la N aturaleza. CHOLE .—Y has sa l ido s in despedi rte . FE R N AN DO.—E stabas dormida como un t ronco.. . Como un t ronco de sándalo. CHOLE .—¿ T e has acordado de mí? F E R N A N D O .—T odo e l d ía . CHOLE .—¿ P or qué no me has escr i to? FE R N AN DO.—T e escr ib i ré a la noche. CHOLE .—¿ Has v i s to sa l i r el so l? FE R N AN DO.—Sí , t iene grac ia . ¡Sa le con una cara de sueño e l pobre! Y en cuanto asoma, hace más f r ío que antes . CHOLE .—¿ Y es verdad que hay escarcha. . . y pastores con zamarra, y rebaños de ovejas? FE R N AN DO.—Sí , hay ovejas . Y unos pastores muy brutos , con zamarras , que les t i ran p iedras a las ove jas . CHOLE .—A María Antonieta le gustaba s iempre vest i rse de pastora. FE R N AN DO.—Y le cortaron la cabeza. Con permiso, doctor. ( Se d eja ca er d esh ech o en una . b u ta ca .) Vengo chorreando salud. CHOLE .—¿ N o me has t ra ído nada? FE R N AN DO.—Ah, sí ; una rosa de los A lpes , b lanca. De esas que só lo f lorecen entre la n ieve y sobre los ab i smos. La he de jado en tu cuarto. CHOLE .—¿ P or qué has hecho eso? Dicen que se deshojan a l bajar a l l l ano. ¡P obre rosa!. . . ( Sa le .)

F E R N A N D O Y E L D O C T O R . Luego H A N S FE R N AN DO.—Ah, las mujeres. He podido matarme por a l canzar la , y nada. P ero la rosa se deshoja. . . ¡P obre rosa! DOCT OR .—N o parece muy f e l i z con su d ía de campo. FE R N AN DO.—Decididament e soy un sa lvaje urbano. DOCT OR .—Ese a i re cargado de manzani l las , ese bosque de abetos , esas crestas de n ieve, ¿ no le han d icho nada?

FE R N AN DO.—N ada. E s lo mismo que le ha ocurr ido a ese monte el año anter ior y e l ot ro , y hace cuarenta s ig los . Ni un at revi miento, n i una or ig inal idad. El crepúsculo , l a pr imavera, l a ca ída de las hojas . . . ¡S iempre los mismos t rucos! DOCT OR .—A usted la gustar ía una naturaleza anárquica, l lena de sorpresas . FE R N AN DO.—¡Con imaginac ión! Ah, s i no le ayudáramos n osotros . . . E l la produce todos los a l imentos ; pero todos crudos . Y no d igamos ya que no se le haya ocurr ido inventar e l ascensor, l a máquina de escr ib i r , e l s imple torn i l lo . ¡E s que ha ten ido a su cargo los árboles desde e l pr inc ip io de l mundo, y no se le h a ocurr ido n i pensar en e l in jerto! Y a me gustar ía ver a esa pobre N aturaleza ingresar en un per iódico. DOCT OR .—Y s in embargo, la N aturaleza es más de la mitad de l arte . FE R N AN DO.—E so sí ; l itera lmente no tengo nada que reprochar le . E l pai sa je agreste es e l ambiente natural de las cabras y de los poetas . P ero per iod ís ti camente, no t iene la menor emoción. Só lo e l hombre interesa. ( En t ra Han s .) DOCT OR .—¿Alguna novedad, Hans? HAN S.—N inguna. E l profesor de Fi losof ía se ha t i rado a l estanque, como todas las mañan as . Y ha vuel to a sa l i r nadando, como todas las mañanas también. Se está secando. DOCT OR .—¿E l empleado de banca? HAN S.—E n la a lameda de Werther. Le s igue contando la h i s tor ia de Cora Y ako a todo e l mundo. N adie se la cree, y l lora a l atardecer. DOCT OR .—¿Y la señora de l pabel lón verde? HAN S.—¿ La Dama T r i s te? N o sé qué le ocurre; desde hace t res d ías se n iega s i s temát icamente a comer. ( Ferna ndo r íe reco rd an do .) DOCT OR .—Hay que evi tar eso a todo t rance. HAN S.—Y a lo he intentado. Le he ins i st ido: señora, que esto no puede ser; por la ser iedad de la casa. . . Un vaso de leche, un t roc ito de ternera. . . E n cuanto le he dicho eso se ha puesto a l lorar como un caimán. N o la ent iendo. F E R N A N D O .—Y o s í . HAN S.—P arece como s i qu i s iera mori rse de hambre. ¡Y dec ía que busca ba un procedimiento or ig inal ! N o lo ent iendo. ( Severo a Fern and o. ) ¿ Se r íe usted? ¡Y o, no! DOCT OR .—N o está de muy buen humor hoy, Hans . HAN S.—P erdóneme e l doctor, pero hay cosas que no van a mi carácter . Y o soy un hombre ser io . He venido a una casa ser ia . A cumpl i r una f unc ión ser ia . Y desde hace unos d ías esto no marcha. FE R N AN DO.—¿ Desde que l legamos nosotros? HAN S.—E xactamente. ¿P or qué se r íe usted? N adie se había re ído nunca aquí. La señori ta Chole se ha estado r iendo también toda la

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mañana. Y todo se c ontag ia: a l prof esor de Fi losof ía yo le he sorprendido anoche s i lbando e l «Danubio Azul». ¿Adonde vamos a parar? DOCT OR .—Calma, Hans . T odo l legará. HAN S ( S in g ra n f e) .—E speremos. (V a a sal i r . Se d et ien e aterrad o. ) Oh, doctor. . . ¡Los cuadros! DOCT OR .—Ha s ido idea de la señori ta Chole . Los ot ros le parec ían demas iado sombríos . HAN S.—P ero estaban en su casa. Aquel Séneca desangrándose era de una ser iedad a lentadora. ¡Aquel Larra desmelenado y románt ico! ( Se q u ed a co ntemp lan do e l Bot t i cel l i co n un d esp recio inf ini to. ) ¡La P r imavera! ¡Q ué tendrá que hacer aquí la pr imavera ! N o es ser io esto. N o es ser io. . . ( Sa le .) FE R N AN DO.-—E s un tipo cur ioso su ayudante. DOCT OR .—Mutilado de la Gran Guerra. F E R N A N D O .—¿ Mut i lado ? DOCT OR .—Sí , de l a lma. La guerra de ja marcados a t odos ; a los que caen y a los que se sa lvan. E se hombre ten ía una cervecer ía en una a ldea de L ie ja . E ra un muchacho a legre , cantaba las v ie jas canc iones ; tenía amigos , h i jos y mujer. Durante la guerra s i rv ió cuatro años en un hospi ta l de sangre . ¡Cuatro año s v iendo y palpando la muerte a todas horas! Después de l armist i c io , cuando volv ió a su t ierra, sus amigos , su mujer y sus h i jos habían desaparec ido. Y la cervecer ía también. Y e l s it io de la cervecer ía . Hans era un hombre ac abado. Y a no serv ía más que par a rondar a la Muerte . Anduvo buscando t rabajo por sanator ios y hospi ta les , y as í v ino a dar aquí . Y a no sé s i lo tengo como ayudante o como enf ermo. FE R N AN DO (E ntu sia smad o , ech an do mano a su cu ad erno ).—¡P ero eso está muy bien! ¿ Cómo no me lo había contado antes? DOCT OR .— I nterés per iod ís t i co , ¿ verdad? E scr iba. Y cuando termine, venga a buscarme a mi despacho. A usted, hombre f e l i z , tengo ot ra h i s tor ia que contar le . Una h i s tor ia de dos hermanos . . . que acaso le interese más . Escr iba, escr iba. ( Sa le . Ferna ndo , a so las , to ma su s n o ta s. ) FE R N AN DO.—«E l enamorado de la Muerte .. . L ie ja . . . , cervecer ía. . . , 1914. . . ( En t ra Co ra Ya ko , esp lén d id a mu jer , s in eda d , esp ecta cu la r y t r i via l. Mi ra cu r iosa a su a l red ed o r. Desp u és a va n za h ac ia Fern and o. ) FE R N AN DO.—Señora. . . ( Se po n e ráp ida men te su a mer ica na , qu e h a t raído a l b ra zo .) COR A.—¿E s usted empleado de la casa? FE R N AN DO.—Secretar io y cronis ta. COR A.—E spero que no me habré equivocado. E s aquí la . . . FE R N AN DO.—La f undación de l doctor Ar ie l . COR A.—E xactamente. ¿ De modo que es verdad? ¡E stupendo! Y o ten ía miedo de que f uera una

broma. ¿ Tienen ustedes un s it io l ibre? FE R N AN DO.—Siempre. Aquí no se pregunta a nadie de dónde v iene n i a dónde va. P uede usted contar con e l P abel lón Azul . ¿ Caso muy urgente? COR A.—N o. . . , l e d i ré . Desde luego, debo conf esar le que yo no t ra igo e l menor propós i to de matarme. F E R N A N D O .—Ah, ¿ no? COR A.—Soy art i s ta , ¿ sabe? He t r iunf ado en c ien paí ses ; desd ichadamente los años van pasando, las f acu l tades d i sminuyen.. . Y cuando d i sminuyen las f acu l tades no hay más remedio que aumentar la propaganda. N o sé s i me comprende. FE R N AN DO.—Creo que sí . Usted neces i ta un su ic id io- propaganda con negr i tas del doce y f otograf ías a t res colores en las rev i stas . Y desde luego, s in pe l igro. COR A.—E xacto, exacto. E s usted muy inte l igente. FE R N AN DO.—P sé, me def iendo. COR A.—Me parece que nos vamos a entender perf ectamente. E n cuanto a l prec io , no me importa. FE R N AN DO.—N i a mí ; ya le haremos una cosa que esté b ien. ¿ Me permite tomar unos datos para abr i r l a f i cha? (T o ma , un a d el f i ch ero y a no ta ,. ) P rof es ión: art i s ta. COR A.—Cantante de ópera. FE R N AN DO.—Cantante. ¿ Española? COR A.— I nternac ional ; nac í en un barco. FE R N AN DO.—E dad. . . ¿ Le parece bien ve int i cuatro años? COR A.—Gracias . FE R N AN DO.—V einti cuatro. ¿ Su nombre? COR A.—Cora Y ako. FE R N AN DO.—Cora Y ako. (R eco rda nd o d e p ron to . ) ¡Cora Y ako!. . . P ero.. . ¿ es usted Cora Y ako en persona? ¡Oh, dé jeme est rechar esas manos! COR A.—¿ Me ha o ído usted cantar? FE R N AN DO.—¡N unca! P ero es lo mismo. ¡Q ué gran idea la suya de veni r aquí ! COR A.—¿Q ué quiere? E s de lo poco que me f a l taba por intentar. He ten ido en mi carrera duelos , escándalos , un nauf rag io . . . FE R N AN DO.—Ha estado usted casada con un ra ja ind io . Se d ivorc iaron en Cal i f orn ia. COR A.—Ah, ¿lo sab ía usted? FE R N AN DO.—Soy per iod is ta. Los per iod istas nos enteramos de todo por los per iód icos . ( Con temp lá nd ola en can tado . ) ¡Cora Y ako! ¿ Me perdona que la de je so la un momento? Hay a lgu ien en la casa que tendrá e l mayor gusto en atenderla . V oy por é l. ¡Cora Y ako, Cora Y ako! ( Sa le .) COR A ( Mirá nd ole i r) .—Simpát ico muchacho. ( Cu r io sea en to rno co n la mi rad a. Se f i ja en e l Ama nte I ma g in a rio , qu e l l ega po r e l ext remo

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o pu esto co mo un a so mb ra ro má nt ica s in ru mbo . V ien e d esho jan do un a ma rga r ita . Se s ien ta . Su sp i ra .)

C O R A Y A K O Y E L A M A N T E

COR A.—P erdón. . . ¿ Es usted empleado de la casa? (É l la mi ra vaga men te. N ieg a con la ca b eza .) Ah, entonces es un.. . un.. . ( Él a f i rma d el mismo modo . ) ¡Qué interesante! Da escalof r íos . . . ¿Y por qué? AMAN TE .—¡Amor! He amado mucho; he s ido todo lo f el i z que puede ser un hombre. ¿ P ara qué v iv i r más? Y o he ten ido en mis brazos a Margar i ta , a Bruni lda, a Scherazada. . . COR A ( Le mi ra co n inqu ietu d) .—Y a. . . AMAN TE .—¿P or qué me mira as í? Cree que estoy loco, ¿ verdad? Como todos . Ah, no es f ác i l comprenderme. ¡T endrí a usted que haberla conocido a e l la! Y o la v i por pr imera vez en el «Fausto». COR A.—¿E ra cantante? AMAN TE .—¡E ra una voz de p lata enredada a un a lma! Y o era un muchacho pobre, pero ten ía juventud, hac ía versos . . . Cora no neces i taba más . COR A.—¿ Se l l amaba Co ra? AMAN TE .—Cora Y ako. COR A.—Ah, Cora Y ako.. . ¡Q ué interesante! AMAN TE .—Y o estaba en lo más a lto de la galer ía; pero toda la noche cantó para mí . COR A.—¿P ara usted só lo? AMAN TE .—Me lo dec ían sus o jos , que no me dejaban un momento. V olv í a l d ía s igu iente . L e envié un ramo de orquídeas . Aquel las f lores costaban más de lo que yo ganaba para comer. P ero no podía negárse las . . . R obé e l d inero. COR A ( I nteresad a) .—¿R obó usted? AMAN TE .—¿Q ué no hubiera hecho por el la? COR A.—¿T anto l legó a querer la en una noche? AMAN TE .—A veces cabe toda la v ida en una hora. COR A.—¿Y el la? AMAN TE .—E l la comprendió. Besó las f lores despacio , despac io , mi rándome. . . Y as í empezó e l amor. Una semana en Viena.. . El Danubio, e l barco. . . Sa l imos para E l Cai ro . COR A.—E l Cai ro .. . , ya recuerdo. ¿ E s aquel pueblo grande, tan suc io , que t iene el hote l f rente a l teat ro? . . . AMAN TE .—N o recuerdo e l hote l. COR A.—Sí . Y que r iegan l as ca l les con un odre . AMAN TE .—N o sé . Y o só lo recuerdo una tarde en camel lo por la arena ro ja , l as or i l l as de l N i lo , los tambores de l des ierto. . . ¡Y luego, las p i rámides! COR A.—Ah, ¿ pero hay unas p i rámides por a l l í

cerca? AMAN TE .—¿N o conoce usted E g ipto? COR A.—Sí , he estado t res veces ; pero en e l teat ro, en e l cas ino. AMAN TE .—Cora buscaba conmigo e l pai saje ; e l gesto y la canc ión de las razas . Una noche, en Atenas .. . COR A.—¡Atenas! T ambién recuerdo yo Atenas . E s v iniendo de Montevideo, ¿ no? A M A N T E .—A veces , s í . COR A.—Sí , un pueblo de terrazas f rente a l mar. . . , con unos hote les s in baño, unas comidas muy p icantes . . . ( En con tra ndo a l f in la metáf o ra exa cta. ) ¡Había un empresar io rubio que hablaba español ! AMAN TE .—E s pos ib le . Lo que yo recuerdo es aquel la noche en e l P artenón. Cora quería cantar la «T hais» de Massenet , desnuda sobre las gradas de Fid ias . . . Y luego, la I nd ia: los d ioses de la jung la, con s iete brazos , como candelabros . E l Japón de los dragones y los samurais . . . ¿ Conoce usted Oriente? COR A.—N o sé .. . , he estado a l lá ; pero creo que no me he enterado b ien. Dígame.. . ¿ Usted ha estado de verdad? ¿ De verdad, de verdad? ( Seg ún la s po s ib i l id ad es d el d iá logo , h a ido a cercánd o se a é l , a t ra íd a po r u na cu r io s id ad en tre d ivertida y sen t imental , h a sta termina r ju n to s .) AMAN TE .—¿P or qué me lo pregunta? COR A.—P orque ahora me doy cuenta de que yo no he v i s to nada. Me gustar í a que volv iéramos juntos . T ambién yo sé cantar. . . y vest i rme la tún ica de Brunilda, de Scherazada. . . AMAN TE (con una emoc ión v io len ta , ca s i d e mied o , co giénd ole las mano s .)—¿ Por qué me mira as í? E sos o jos . . . esos. . . , esos o jos . . . ¿ Q uién es usted? COR A (t ran qu i la ) .—Cora Y ako. AMAN TE .—¡N o! ¡N o es pos ible! COR A.—N o apr iete tanto. T iene usted que contarme despacio todos esos v ia jes que hemos hecho juntos . E stoy en e l P abel lón Azul . T endré un p lacer verdadero en rec ib i r a l l í sus f lores. . . , aunque no sean orquíde as . AMAN TE .—¡Cora!. . . ¡Cora!. . . ( Sa le d et rá s d e e l la , d es lu mb ra do , a t ra gan tada la vo z .) ( En t ra Ju an , s in ca mino . Se hun d e en un s i l lón . S i len c io . V u elve Cho le. Su mi rad a resb a la so b re Ju an co mo s i en con tra ra la escena d es ierta .)

C H O L E Y J U A N

CHOLE .—N o está aquí. ¿ Has v i s to a Fernando? JUAN ( Con un va go a cen to d e rep ro ch e) .—

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15 Documento de trabajo

Buenas tardes , Chole . CHOLE .—Buenas tardes .. . ¿ Le has v i sto? JUAN ( Ásp ero ).—N o creo que se vaya a perder. CHOLE ( So rp rend id a) .—¿P or qué me hablas con ese tono? T e pregunto por tu h ermano y me contestas como s i te hubiera hecho daño. JUAN .—E ra yo e l que estaba aquí. CHOLE .—Y a. P ero yo le buscaba a él . JUAN .—Sí , ya sé ; a é l , s iempre a é l . V as hac ia é l con los o jos cerrados , como s i nadie más exi s t iese a tu a l rededor. Y si a l pasar me t ropiezas y me apartas s in mira rme, y yo te d igo «buenas tardes , Chole», todavía soy yo e l áspero, la ort iga. ¡E res de un egoísmo admirable! CHOLE .—P erdona.. . JUAN .—De nada. Y a estoy acostumbrado. (Va a sa l i r. Ch ole le d et ien e, imp era tiva. ) CHOLE .—¡Juan!. . . N o acabaré de entenderte nunca. N os hemos cr iado cas i como hermanos , te qu iero como algo mío, y nunca he conseguido saber qué l levas dentro. ¿Q ué guardas ah í cont igo, que te está royendo s iempre? JUAN .—N ada. CHOLE .—¿ P or qué te escondes de tu hermano? Desde que estamos aquí no ha conseguido verte n i una vez. S i te hablo de é l . . . JUAN .—¡Basta, Chole! Háblame de ti o de l mundo. . . o ca l la . ¡Deja ya a Fernando! CHOLE .—E s tu hermano. JUAN .—¿Y para qué lo ha s ido? ¡P ara que se v iera más mi miser ia a su lado! E l nació sano y f uerte ; yo nac í enf ermo. É l era e l orgu l lo de la casa; yo, e l torpe y e l inút i l , e l eterno segundón. Él no estudiaba nunca. ¿ P ara qué? T enía grac ia y ta lento; yo, ten ía que matarme encima de los l ibros para consegui r dolorosamente la mi tad de lo que é l conseguía s in t rabajo. Y o le copiaba los mapas y los problemas mientras é l jugaba en los jard ines , ¡y sus notas eran s iempre mejores que las mías! CHOLE .—P ero eso no s igni f i ca nada, Juan. Fernando no puede ser cu lpable de lo que no está en su vo luntad. JUAN .—Sí , mientras era la in f ancia y estas pequeñas cosas , nada s ign i f i caba. Pero es que esta angust ia ha ido crec iendo conmigo hasta envenenarme toda la v ida. Tú sabes cómo he querido yo a mi madre: la he adorado de rodi l las ; he pasado mis años de n iño contemplándola en si lenc io como una cosa sagrada. P ero el la no podía quererme a mí de l mismo modo. E staba Fernando entre los dos , y donde é l estaba todo era para é l . . . Cuando se puso grave y los médicos p idieron una t ransf us ión de sangre , yo f u i e l pr imero en of recer la mía. Pero los médicos la rechazaron. N o serv ía. . . ¡N o he serv ido nunca! CHOLE .—P ero Juan.. .

JUAN .—¡La de Fernando s í si rv ió! ¿ P or qué? ¿ N o éramos hermanos? ¡P or qué había de tener é l una sangre mejor que la mía!. . . Y después .. . yo la ve lé semanas y semanas . É l seguía jugando f e l i z en los jard ines . N o l legó hasta e l ú l t imo momento. ¡Y s in embargo.. . , mi madre murió vuel ta hac ia é l ! CHOLE .—N o recuerdes ahora esas cosas . N o eres justo. JUAN .—¿Y o? ¡Y o soy e l que no es justo! ¡La v ida s í lo h a s ido!, ¿ verdad? Y Fernando también. ¡Y tú! C H O L E .—¿ Y o? JUAN .—¡T ú!. . . Pero, ¿ es que no lo has v i s to? ¿ E s que no sabes que, después de mi madre, no ha exi s t ido en mi v ida ot ra mujer que tú? C H O L E .—¡ Juan! JUAN .—¿E s que no sabes que has s ido para mí tan c iega como todos? ¿ Que te he querido lo mismo que a e l la , que te he contemplado de rodi l las lo mismo que a e l la . . . y que tampoco he sab ido dec í rte lo? CHOLE .—¡Oh, ca l la! . . . JUAN .—Si te gustaba los tu l ipanes y un d ía encontrabas un ramo sobre tu mesa, s ó lo se te ocurr ía pensar; ¡cómo me quiere Fernando! Y era yo e l que los había cortado. S i te vencía e l sueño en medio de l t rabajo y a l d ía s igu iente lo encontrabas hecho, só lo se te ocurr ía pensar: ¡pobre Fernando! Y Fernando había dormido toda la noche. E se Fernando se me ha at ravesado s iempre en e l camino. E l no t iene la cu lpa, ya lo sé . ¡Ah, s i l a tuviera! S i l a tuv iera, este drama mío podría resolverse . . . CHOLE .—¿ Q ué estás d iciendo? ¡Juan! JUAN .—P ero no la t iene; pero lo más amargo es que é l es bueno. ¡ E s od iosamente bueno! Y por eso yo tengo que morderme las lágr imas , y ver cómo é l es f e l i z robándome todo lo mío; mientras que yo, ¡e l despojado!, s igo s iendo para todos e l egoís ta, e l miserable y e l mal hermano. CHOLE ( Co n u n g r i to d esesp erad o) .—¡Cal la! ¡P or e l recuerdo de tu madre, Juan!. . . JUAN .—¡N o cal lo más! Y a he cal lado toda la v ida. Ahora quiero que me conozcas entero. Q ue sepas todo lo desesperadamente que te qu iero, todo lo que has sido para mí. . . , ¡ todo lo que estás ayudando a desgarrarme, s in sa berlo , cuando r íes con é l , cuando le besas a é l ! CHOLE ( Sup l ican te).—¡P or lo que más quieras! ¿ N o ves que es od ioso lo que estás d ic iendo? ¿ Q ue te estás dest rozando a t i mismo, y estás hac iendo impos ib le nuest ra f e l i c idad? JUAN ( Ama rgo ).—V uestra f e l i c idad. . . ¡Cómo la def iendes! P ero, óyeme un consejo , Chole : s i eres f e l i z , escóndete. N o se puede andar cargado de joyas por un barr io de mendigos . ¡N o se puede pasear una fe l i c idad como la vuest ra por un mundo de desgrac iados! (P au sa .

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16 Documento de trabajo

Ch ole, d errumba da p o r d en t ro , l lo ra en s i len c io . Ju an , a l i v ia do p o r su co nf es ió n , acud e a su t r i s teza . ) P erdóname, Chole . E s muy amargo todo esto; pero te juro que no soy malo. Y o también quiero a Fernando. ¡S i no f uera tan f e l i z ! CHOLE .—Si Fernando no f uera f el i z . . . ¿ qué? JUAN .—Si un d ía le v iera desgrac iado acudi r ía a é l con toda e l a lma. ¡E ntonces s í que ser íamos hermanos!. . . Chole , te he hecho suf r i r , pero ten ía que dec í rte lo. Se me estaba pudriendo aquí dentro. É l no lo sabrá nunca. . . P erdóname. CHOLE .—P erdónanos tú , Juan. P erd ónanos a los dos . . . P ero, dé jame. JUAN .—Adiós , Chole. . . ( Sa le Juan . Ha ido o scu rec iendo , y la escen a está ah o ra en p enu mb ra . Br i l la fu era e l la go i lu mina do . Cho le se d eba te en u na lucha inter io r d e s i len c io s c ru eles .) CHOLE .—I mpos ib le , impos ib le. . . «Si un d ía Fernando f uera desgrac iado, entonces sí que ser íamos hermanos . . . » V olveré i s a ser lo , pobre Juan. Y o estaba en medio de vosotros dos s in saberlo . . . pero ya no lo estaré más . ¿Hui r? N o basta. E sa Galer ía va también a l l ago. . . Dicen que la muerte en e l agua es du lce , como olv idar. T oda la v ida se recuerda en un momento y después nada: un paño f r ío sobre e l a lma. ( Mira f i ja mente a l la go qu e, i lu mina do en la no ch e, a dq u iere a ho ra p resen c ia escénica , co mo un «p erso na je» má s. Se acerca a la Ca ler ía d el S i lenc i o. ) Mori r . . . , o lv idar. . . ( R et ro ced e s in fu erzas . A l fo nd o d e la Ga ler ía emp ieza a o í rse e l vio l ín melan có l i co d e Gr ieg en «La mu erte d e Asse». Cho le, como a t ra ída p o r la melo día a van za a l f in , en u na act i tud d e o f renda . La escen a so la u n mo men to . Han s en tra d e p un t i l la s. Mi ra ha c ia la Ga ler ía , s in cera mente emo c io na do .) HAN S.—¡A l f in tenemos uno! Y e l la prec i samente; la de la r i sa y la pr imavera. ¡V al iente muchacha! ( Se ap ag a la vo z d el v iol ín. En t ran el Docto r y f eman do .)

H A N S , E L D O C T O R Y F E R N A N D O DOCT OR .—¡Hans! E sas luces . . . ( Han s en c ien d e y va a s i tu a rse a la en t ra da d e la Ga ler ía , c ru zad o d e b ra zo s. ) DOCT OR .—¿E spera usted a lgo? HAN S.—Espero. DOCT OR (Va ha c ia , su mesa ).—¿ Usted, Fernando? ¿P iensa t rabajar esta noche? F E R N A N D O .—N o. DOCT OR .—P arece usted preocupado. FE R N AN DO.—Sí , doctor, lo estoy. E sa hi s tor ia

de los dos hermanos que acaba usted de contarme. . . ¿ qué quiere dec i r? DOCT OR .—Oh, nada; es una h i stor ia vu lgar: e l hermano sano y t r iunf ador; e l hermano enf ermo y f racasado. . . FE R N AN DO.—Sí , pero. . . ¿por qué me lo ha contado usted sin mirarme? DOCT OR .—N o hac ía más que expl i car le c ient í f i camente un caso que hemos ten ido aquí . A esa torcedura morbosa de l a lma en los débi les , en los n iños odiados , en los insuf i c ientes , le ha dado la c ienc ia u n nombre bastante estúpido: «comple jo de inf er ior idad». E l nombre es re lat ivamente nuevo; pero e l drama es v ie jo como e l mundo. Según esta nomenclatura e l drama de Caín ser ía el pr imer comple jo de inf er ior idad en la hi s tor ia de l hombre. FE R N AN DO.—Bien, pero.. . ¿ por qué me la ha contado usted s in mirarme? ¿Q uiénes son esos hermanos? DOCT OR .—Cualquiera. FE R N AN DO.—N o, no son cualquiera. . . ¡Uno soy yo! DOCT OR .—T al vez .

D I C H O S Y A L I C I A . L U E G O J U A N Y C H O L E

( En t ra A l ic ia , a terrada , a g r i to s. ) AL I CI A.—¡Doctor, doctor. . . , Fernando! DOCT OR .—¿Q ué ocurre? AL I CI A.—Ha s ido la señori ta Chole .. . ¡E n e l l ago! F E R N A N D O .—¿ Chole? DOCT OR .—¿ Cómo? ¿Q ué quieres dec i r? ¿Q ué s ign i f i ca esto, Hans? ( Se o ye d en tro la vo z d e Jua n l la man do a ng u st ia do .) JUAN .—¡Chole!. . . ¡Chol e!. . . ( En t ra , ¡ra yénd o la en b ra zos , hú medo s lo s vestido s d e lo s d os . La co nd uce d esma ya da ha sta un a sien to . Han s q u ed a en el umb ra l .) ¡P ronto, doctor. . . , pronto! DOCT OR .—¿Q ué ha s ido? JUAN .—N o t iene pulso. . . no la oigo resp i rar . . . ¡Doctor! ( E l Do cto r la e xa min a .) FE R N AN DO.—P ero ¿ qué ha s ido? JUAN .—La v i caer. N o sé s i he l legado a t iempo. F E R N A N D O ( A l Do cto r) .—¿ Vive? DOCT OR .—

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17 Documento de trabajo

Si lenc io . . . (P au sa . Cho le en t rea b re lo s lab io s co n un g emid o. ) E stá sa lvada. FE R N AN DO.—¡Chole!. . . ¡Mírame, Chole! ( Cho le vu elve en s i l en ta mente. Son r íe a l ver a Fern a nd o a su- la do : le bu sca las man os , q u e a p r ieta emo cion ad amen te. ) CHOLE .—¿ . . . Has s ido.. . tú. . .? Grac ias , Fernando. . . JUAN ( Ha q u ed ad o a pa rte. R ep i te co mo u n eco a ma rgo ).—Fernando. . . ¡S iempre Fernando!

T e lón

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18 Documento de trabajo

ACT O TE R CE RO E n e l mismo lugar, a l d ía s igu iente . E s e l pr imer d ía de la pr imavera. Luz f uerte de mañana. Se oye en e l jard ín e l «H imno a la N aturaleza» de Beethoven, mientras va subiendo e l te lón, lentamente. A l i c ia , inmó vi l en el umbral de l f ondo, escucha. E ntra Chole , f at igada y débil . A l i c ia va a acudi r a e l la. Chole le hace un gesto de s i lenc io. Y escuchan las dos hasta que e l h imno termina. CHOLE .—¿ Q ué mús ica era ésa, A l i c ia? ¿ Beethoven? AL I CI A.—E l «Himno a la N atur aleza». CHOLE .—Q ué so lemnidad t iene. Y qué sensac ión de consuelo, de serenidad. P arece un canto re l ig ioso. AL I CI A.—Sí , e l doctor me lo ha exp li cado. Beethoven quiso cantar en esos acordes la pr imera pr imavera de l mundo; la emoción re l ig iosa de l hombre ante e l despertar de la N aturaleza. Un canto de v ida y de f ecundidad. CHOLE .—Y de esperanza. AL I CI A.—T ambién. El maest ro Ar ie l lo hac ía tocar s iempre que se sent ía atormentado por la idea de su dest ino. Y s iempre también, como un deber, a l l l egar e l día de hoy . CHOLE .—¡Hoy! ¿ P ues qué d ía es hoy? AL I CI A.—¡Es e l pr imer d ía de la pr imave ra! ( P au sa .) ¿E stás mejor? CHOLE .—¡Si no ha s ido nada! ¿ Y tú , A l i cia? ¿T e pasa a lgo a t i? T ienes los o jos muy cansados. AL I CI A.—N o he podido dormir en toda la noche. C H O L E .—¿ P or mí ? AL I CI A.—P or t i . Tú eras la r i sa , e l amor , l a juventud. . . ¡Pensar que todo eso ha podido desaparecer en un momento! Cuando te v i con los o jos y las manos apretados , tan f r ía y tan b lanca. . . CHOLE ( Angu st ia da p o r e l recu erdo) .—¡Cal la! AL I CI A.—N o podía cree r lo ; se me rebelaba e l corazón y me dolía como si me lo est ru jaran. CHOLE .—¿ P or qué te lo d i jeron? AL I CI A.—N o me lo d i jo nadie ; lo v i . Y o estaba buscando t réboles a la or i l l a cuando te ca ís te . CHOLE .—. . .¿ Y por qué d ices «cuando te ca í s te»? AL I CI A.—P orque fue as í . ¡N o pudo ser de ot ra manera, Chole! T ú venías andando por la or i l l a , con los o jos a l tos . Cre ía que venías a buscarme. Y de pronto, d i s te un gr i to . . . , resbalaste en la yerba. . . ¿ V erdad que f ue as í , Chole? CHOLE ( Le ap r ieta la s mano s con g rat i t u d) .—Sí . . . así f ue . AL I CI A.—Al o í r aquel gr i to , yo me quedé s in

sangre , qu ieta, como s i estuviera atada. ¡T ú estabas a l l í , a mi lado, luchando con la muerte , y yo no podía moverme! Fue entonces cuando l legó él . C H O L E .—É l . . . ¿ T ú le vi s te? A L I C I A .—Sí . CHOLE .—Dime, A l i c ia , hay una cosa que neces i to saber. . . A L I C I A .—Di . CHOLE .—Q uería saber. . . ( 5e d et ien e con mied o. ) N o, no me d igas nada. T engo miedo a que no sea. AL I CI A.—¿ Q ué? CHOLE .—N ada. ( Desv ía e l to no y le p regu nta. ) ¿ Q ué l ibro l levas ahí? AL I CI A.—Los poemas de Tennyson. Son para e l v ie jo , ¿ te acuerdas? P ara e l padre de la ot ra A l i c ia . Me está esperando. CHOLE .—¿ E stá más t ranqui lo? AL I CI A.—Cuando leemos, sí . CHOLE .—¿ Hablá is? AL I CI A.—A veces ; muy poco, muy baj i to . . . Y a se va acostumbrando a mi voz . CHOLE .—V e con é l ; no le hagas esperar más . AL I CI A.—¿ N o me neces i tas? CHOLE .—T e neces i ta é l . ( En t ra e l Do cto r , t ra e u n ra mo d e f lo res . Al i c ia sa le .)

C H O L E Y E L D O C T O R

DOCT OR .—¿Q ué ta l van esas f uerzas? CHOLE .—Bien ya; de l todo. DOCT OR .—He ido a buscar la a su c uarto; cre í que no se habría levantado hoy. Le l levaba estas f lores . CHOLE .—P rec iosas . Grac ias , doctor. DOCT OR .—De nada. N o son mías . CHOLE .—¿ De Fernando? DOCT OR (Va c i la ) .—T ampoco. CHOLE .—Y a. . . , ya sé . Juan. DOCT OR .—N o se ha at revido a t raérse las é l mismo. P obre muchacho; toda la noche la ha pasado detrás de su puerta, temblando como un n iño, escuchando su a l iento. ¿ Respi ra usted ya b ien? CHOLE .—T odavía me cuesta un poco. P arece espeso el a i re . DOCT OR .—Cargado, s í . E s la l legada de la pr imavera. Aba jo , en las c iudades , no se s iente eso. Se va notando poco a poco; se sabe por los ca lendarios , y porque las muchachas cambian de sombrero. P ero aquí , ¡qué fuerza t iene! L lega de repente; sube por esas laderas , a gr i tos , cargada de menta y de res inas , retum ba en las montañas . . . ¡E s como s i resonara una l l amada desde las entrañas de la t ierra, y todo e l campo se pus iera de p ie! ¿N o se s iente usted como aturd ida?

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19 Documento de trabajo

C H O L E .—Sí , un poco. DOCT OR .—Es la t ierra que nos está l l amando desde dentro. La c iv i l i zac ión nos v a cegando los sent idos a estas cosas . P ero cuando la sav ia esta l la b lanca en los a lmendros , cuando los brezos se ca l ientan, cuando resp i ramos e l o lor de la t ierra mojada. . . ¡Cómo sent imos entonces que estamos hechos de ese mismo barro! ¿ Se sonríe usted? CH OLE .—Le admiro, doctor. Tiene usted una f e s in l ímites en la N aturaleza. DOCT OR .—¿ Usted no? CHOLE .—La tenía. ¿R ecuerda lo que hablábamos aquí mismo ayer? Decía yo que matarse en p lena juventud, en la hora del amor y de la pr imavera, era un insu l to . Y o ten í a la juventud, yo ten ía e l amor, l a pr imavera estaba ya a la puerta. . . Y s in embargo, aquel la misma tarde. . . DOCT OR .—¿P or qué, Chole , por qué? CHOLE .—Q ué importa ya; f ue un arrebato s in sent ido. Me v i s i tuada de pronto como un obstácu lo entre dos hermanos que se qu ieren y que se huyen. Y pensé que apartándome yo, se acercar ían. ¡Q ué locura! DOCT OR .—Todo se arreg lará por s í mismo. La v ida está l lena de caminos. CHOLE .—P ara a lgunos . Hay ot ros que los encuentran todos cerrados . DOCT OR .—Entonces , ¿ s igue usted pensando? CHOLE .—N o, no tenga miedo por mí. Y o me he acercado a la muerte , y he v i s to ya que no resuelve nada; que todos los problemas hay que resolver los de p ie. DOCT OR .—¿ Se s iente usted más f uerte ahora? CHOLE .—P rocuraré ser lo . La v ida me ha ab ierto de pronto una interrogac ión b ien amarga. Y no hay más remedio que dar le una respuesta. N o sé cuándo ni cómo; pero le juro que no será aquí . DOCT OR .—¿N o está a gusto entre nosotros? CHOLE .—N o, s inceramente. P erdóneme, doctor; usted es un gran corazón y un gran a migo; pero me parece que el maestro Ar ie l y usted se han equivocado con la mejor buena f e. Han ideado un ref ug io para a lmas vac i lantes , pero no han sospechado lo que un ambiente as í puede contag iar a los ot ros. Coquetean ustedes con la idea de la muerte , b ur lándose ingeniosamente. P ero la muerte es más hábi l que ustedes ; y hay momentos débiles en que se presenta tan hermosa, tan f ác i l . . . E s un juego pel igroso. DOCT OR .—T al vez . CHOLE .—Y o le aseguro que en mi casa y entre las cosas que me son amigas , no hubiera sent ido nunca esa negra tentac ión de anoche. ¿ P or qué la sentí aquí? P iénse lo doctor: s i me hubiera matado ayer, yo ser ía una gran cu lpable , pero e l doctor Ar ie l y usted tampoco podrían mirarme muy t ranquilos . DOCT OR .—Perdón. . .

CHOLE .—Cierre esta casa, amigo R oda. E mplee su ta lento y la f ortuna de l maestro Ar ie l al l í donde los hombres v iven y t rabajan. P ero hoy que la v ida de l mundo está empezando otra vez , c ierre esa Galer ía con c adenas . ¿ Lo hará usted? DOCT OR .—Acaso. CHOLE .—Hágalo por mí , por todos . . . Hoy es e l pr imer d ía de la pr imavera. ¡Hoy es un de l i to mori r! ( Sa le . El Do cto r q u ed a en s imismado . R ep i te ca s i in con sc ien temen te.) DOCT OR .—T al vez , ta l vez . . . ( En t ra Ha ns .)

E L D O C T O R Y H A N S DOCT OR .—¿Q ué hay de nuevo, Hans? ¿ P or qué se ha qui tado usted su bata? HAN S.—Lo he buscado despacio . E l doctor no puede dudar de mi leal tad; pero yo no s i rvo para c iertas cosas . Vengo a despedi rme. DOCT OR .—¿N os de ja usted? HAN S.—Sí , docto r. Lo s iento; había tomado car iño a la casa, ten ía esperanzas en e l la . P ero esto no marcha. DOCT OR .—N o está usted contento. HAN S.—¿ Y cómo voy a estar lo? Y o v ine l leno de i lus iones a su serv ic io ; usted lo sabe. He puesto de mi parte cuanto he podido, he cum pl ido f ie lmente todas mis ob ligac iones. ¡Y para qué! Desde que estoy en esta casa, só lo e l perro de l jard inero se ha dec id ido a mori rse . Y se murió de v ie jo . N o. . . , no hay porveni r aquí . DOCT OR .—¿Ha encontrado usted ot ro puesto? HAN S.—Ayer me han hablado d e l Hospi ta l General . ¡Aquel lo s í que está b ien organizado! A l l í se muere la gente todos los días como Dios manda, s in l i teratura. P erdóneme e l doctor, pero cada hombre t iene su dest ino. DOCT OR .—Comprendo, Hans . Y no he de ser yo quien estorbe el suyo. HAN S.—He vac i lado mucho, se lo aseguro. He esperado un d ía y ot ro d ía . Anoche, con la señori ta Chole , l legué a tener un rayo de esperanza. ¡ I lus iones! Hoy, ya lo habrá v i s to usted, t iene más ansias de v iv i r que nunca. Y no d igamos de los ot ros . E sta mañana e l prof esor de la F i losof ía ¡ya n i s iqu iera se ha ti rado a l agua! La cantante de ópera anda po r ah í , entre los sauces , besando f ur iosamente a ese pobre muchacho. La misma Dama T r i s te , usted lo sabe, no está t r i s te ya. E sto se hunde.. . DOCT OR .—Está b ien, Hans , está b ien. P ase usted cuando quiera por mi despacho a arreg lar su cuenta. HAN S.—Oh, no vale la pena. E stas cosas no se hacen por dinero. Y o soy un ideali s ta. Adiós , señor R oda. DOCT OR ( T en d ién do le la ma no ).—Adiós , Hans .. . Buena suerte . HAN S ( Sal iendo ) .—Y créame, doctor; s i es to no

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toma otro rumbo ya puede usted cerrar la casa. N o hay nada que hacer. ( Sa le. ) DOCT OR .—Cerrar . . . Q uizá tenga razón. ( L la ma :) Al ic ia . . . ¡A l i cia! ( Sa le en su bu sca . Vin ien do d el ja rd ín en t ra e l Ama nte I mag ina r io . Mira en to mo d esd e la p u erta , co mo s i se s in t iera p ersegu id o. Se d eja ca er d esf al lec id o en un a bu taca con un susp i ro d e al i v io . L lega en seg uida Co ra. )

C O R A Y A K O Y E L A M A N T E

COR A.—¿ Dónde se esconde mi cachorro? AMAN TE ( Sob resal tado ) .—¡Tú! COR A.—Mi héroe, mi lobezno. A lég rate , corazón: sa l ta , gr i ta , aú l la . ¡Y a me t ienes aquí ! AMAN TE .—T e esperaba. COR A.—N adie lo d i r ía ; con esa cara. . . P arece que me huyes . AMAN TE .—¡Y o! Te he estado buscando toda la mañana. COR A.—¿P or dónde, mi j i l guero? Me he levantado cantando, he corr ido por esas montañas gr i tando tu nombre, me he bañado en e l torrente. . . Después he estado t i rando p iedras a tu ventana. ¿ T an dormido estabas? AMAN TE .—¡P ero s i estoy desp ierto desde e l amanecer! COR A.—¿Y no me o ías? T e t i ré p iedras pr imero, hasta que rompí los cr i s ta les . Después te t i ré ramos de v io letas . ¿T ampoco las v ioletas te l legaron? A M A N T E .—T ampoco. COR A.—¡Ah, crue l ; estabas dormido! Y Cora , a tu puerta esperando como una a londra. Cora, que te buscab a; Cora, que te neces i taba. ¡Cora Y ako, lobezno, Cora Y ako! ( Se s ien ta en e l b ra zo d e su b utaca . Lo a rrul la co n ca r i c ia s y p alab ras ) ¿ E res f e l i z? ¿Has pensado en mí? ¿ Soy como tú me soñabas? .. . (É l con testa co n u na s exc la mac ion es gu tu ra les en sup er lat ivo . E l la le imi ta. ) ¡Hum, hum! ¿E s qué no sabes hablar? AMAN TE .—¡E s que no me dejas! COR A.—¿Q ué es lo que te gusta de mí? N o, todo no; s iempre hay a lgo. . . ¿ E l cue l lo? ¿ Las manos? . . . AMAN TE .—Los o jos . Los o jos sobre todo. ¡Son los de aquel la noche! COR A.—¡Aquel la noche que estuve cantando para t i so lo s in darme cuenta! Mira esos o jos , lobezno; aquí los t ienes , son tuyos. . . ¿N o me besas? A M A N T E .—Sí . COR A.—¿P or qué estás temblando? ¿T e doy miedo? Ay, qué pobre muchacho eres , mi héroe, mi poeta. . . , mi pobre poeta p equeño. ¿ Estás t r i s te? Y o te imaginaba v ibrante , apas ionado.. . ¡Subiéndote por las paredes al verme,

arrancando las retamas a l correr , sa l tándome a los hombros!. . . AMAN TE .—T ú te imaginabas un cruce de jabal í y orangután. COR A.—Algo as í. P ero no importa. N o estés t r i s te tú , mi j i l guero mojado, mi poeta de bols i l lo. T e quiero como eres : pequeño, acobardado, soñador. . . ¿P or qué has le ído tanto, pobrec i to mío? T ú no sabes cómo debi l i ta eso. No lo vo lverás a hacer, ¿ verdad? ( Vo lub le , p ers ig u ien do su s p rop ias p a l ab ra s po r la escena .) ¡Ahora vamos a v iv i r! , a correr e l mundo juntos , ¡abrazados! AMAN TE ( Con i lus ión ).—¡Cora! COR A.—Ahora vas a tener conmigo todo lo que soñaste: Eg ipto, y el desierto , y las se lvas , y las i s las de jard ines . . . AMAN TE .—¡Los lotos y los e lef antes b lancos! ¡Las pagodas budistas con sus te jad i l los en f orma de zueco, co lgados de campani l las ! COR A.—Y tantas cosas más que tú no sabes , que no están en los l ibros . Pero hay que hacerse f uerte , mi lobezno: en cuanto sa les de E uropa, ya no hay más que mosqui tos . A M A N T E .—¿ Mosqui tos? ' COR A.—Unos mosquitos verdes , venenosos y pequeños , que se cue lgan por todas partes . Y que dan la f iebre , y e l sueño.. . y a veces , l a locura. P ero no te asustes tú , mi héroe. . . , también hay mosqui teros , y cremas especia les para la p ie l . ¡Y luego, la c ienc ia! P or cada mosqui to que produce Dios , producen una inyecc ión los a lemanes. A M A N T E .—Menos mal . COR A.—¿N o te hace i lusión v i s itar conmigo la I nd ia? AMAN TE .—¡Oh, s í ; los d ioses de l R amayana, e l Ganges sagrado de las t res corr ientes! . . . COR A.—Mira, e l Ganges es mejor de jar lo . Hay serp ientes , ¿ sabes? , y cocodri los . Y luego, las f iebres gást r i cas , que te van poniendo amari l lo , amari l lo . . . ( De p ron to. ) ¿T ú me quieres? ¿ Me quieres , me quieres? AMAN TE ( I rgu iéndo se ga l la rda men te).—¡T e quiero como un cosaco! COR A.—¿ Dispuesto a todo? A M A N T E .—¡A todo! COR A.—¿P or qué no nos vamos ahora mismo? AMAN TE ( Aterra do a l verla tan cerca) .—¿ Ahora? COR A.—Ahora, ahora. . . ¿ A qué esperamos? ( Con su l ta su re lo j. ) E l coche está d i spuesto en un momento. ¿T ú sabes conduci r? A M A N T E .—N o. COR A.—Bien, conduci ré yo. P ero te advierto que yo no sé conduci r a menos de c iento ve inte . Son las once menos cuarto; sa l iendo a las once en punto, a las cuatro estamos de sobra en V enecia; y todaví a podemos tomar e l av ión de la tarde. Y a está. E sta noche cenamos

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en Marse l la . ¿ Hecho? Un momento. V oy a preparar e l coche. AMAN TE .—P ero, Cora. . . , espérate un poco, mujer. C O R A .—¿ Q ué? AMAN TE .—V amos a sa l i r as í . . . ¿s in despedi rnos? COR A.—¿ De quién? Y o no me he despedido nunca. AMAN TE .—Del doctor, de los compañeros .. . Y luego, hay que pensar en todo. Hace f a l ta d inero. COR A.—Bah, para empezar. . . ¿ no tendrás enc ima t re inta mi l pesetas? A M A N T E .—¿ Y o? COR A.—Q uince mil . . . , d iez mi l siqu iera.. . AMAN TE .—Y o no tengo un cént imo. COR A.—E ntonces. . . ¿ el robo de l banco? AMAN TE .—N o robé más que para las orquídeas . COR A.—¡N ada más!. . . Bueno, es lo mismo. Y a encontraremos un cabal lo blanco. AMAN TE .—¿Y adonde vamos con un cabal lo b lanco? N ecesi taremos por lo menos dos. COR A.—¡Dios! ( Ríe d ivert id a .) ¡E res un héroe! ¿ V es cómo ya te vas so ltando? ( Deja d e re í r. ) Oye, ¿ de verdad no sabes lo que es un cabal lo b lanco? AMAN TE .—N o sé . . . , cuando yo estudiaba, un cabal lo b lanco era. . . un cabal lo blanco. COR A.—Ay, n iño mío. . . P ero ¿ qu é os enseñan a vosotros en esa Univers idad? Cuánto te queda que aprender. ¡Anda! A preparar tus cosas . AMAN TE ( In d ec iso) .—E ntonces . . . ¿nos vamos? COR A.—N os vamos. AMAN TE .—E s que. . . no tengo pasaporte. COR A.—Sin é l ; ya se arreg lará eso en e l camino. T odos l os cónsules de l mundo son amigos míos . Los ing leses son los peores , y cuando se sabe sonre í r , también se ab landan. ¿T ú sabes ing lés? A M A N T E .—N o. COR A.—E s lo mismo. T odos hablan f rancés . AMAN TE .—E s que tampoco hablo f rancés . COR A.—P ues te ca l las ; te ca l las en todos los id iomas . ¿ V amos, qué esperas? AMAN TE .—V oy. . . V oy ( Va c ilan te.) ¿ A Marse lla , verdad? COR A.—A Marse l la. A M A N T E .—¿ E n av ión? COR A.—E n avión. ¿P or qué? AMAN TE .—E s que.. . es la pr imera vez que voy a tomar un av ió n. Creo que eso marea mucho. COR A.—Histor ias . Menos que el barco. AMAN TE .—E s que tampoco me he embarcado nunca. COR A ( I mpa c ien te) .—¡Hay p í ldoras! AMAN TE .—Ah. . . , hay p í ldoras. E ntonces .. . ¿ resuel to? COR A.—R esuel to. ¿ Cuánto tardas en preparar tu equipaje?

AMAN TE ( Apu nto d e sol lo za r) .—Cora, Cora. . . C O R A .—¿ Q ué? AMAN TE .—¡Si es que tampoco tengo equipaje! COR A.—¿N ada? ¿N i un smoking? AMAN TE .—T engo dos camisas. . . y un l ibro. COR A.—P ues anda, coge las camisas. AMAN TE .—E l l ibro es un manuscr i to mío.. . inédi to. P oema s. COR A.—Aunque sea tuyo. L ibros , nunca más o estamos perd idos . S i no hubieras le ído tanto no te pasar ían ahora estas cosas . ¿ A las once en punto? A M A N T E .—A las once. COR A.—Fal tan d iez minutos . ¿ Tienes re lo j por lo menos? AMAN TE (N erv io so , se l l eva las man os a lo s b o ls i l lo s. So n ríe f e l i z al en co ntra r lo .)—Sí , re lo j s í . Y de p lata. E s un recuerdo de mi padre. ( Se lo l l eva a l oído co n esp an to . ) ¡P arado! COR A.—P ues pon en punto el re lo j de tu padre. ¡Y no vayas a hacerme esperar, eh! E so s í que no se lo he consent ido nunca a n ingún hombre. S i no estás a las once daré t res boc inazos . P ero a l tercero arranco. A M A N T E .—E staré . COR A.—Hasta en seguida, mi héroe, mi lobezno boni to . ( Lo empu ja a b eso s . Sa le e l Ama nte. Fema n do h a entrad o a t iemp o pa ra ver y o í r e l f ina l d e la escena .) FE R N AN DO.—¿ Se marchan ustedes? COR A.—Dentro de diez minutos . A Marse lla . Y s i hay barco mañana, a la I nd ia. Dígale ad iós a Chole de mi parte ; yo no tengo t iempo. Le pondremos un cable desde E l Cai ro . ¡Adiós , Fernando! FE R N AN DO.—¡Fe l i z v ia je! ( Sa le Co ra . Fern an do ju eg a do lo r ido lo s d edo s d e la mano qu e e l la ha est recha do co n fu erza , y mi ra con lá s t ima ha c ia d on d e sa l ió e l Aman te.) P ob re mu ch acho .. . ( En t ra Ha ns co n su hu mild e equ ipa je: un p o rta ma nta s co n su pa rag ua s. )

F E R N A N D O Y H A N S . Luego, L A D A M A T R I S T E FE R N AN DO.—¿ T ambién usted se va? HAN S.—T ambién. FE R N AN DO ( F i já ndo se en su eq uipa je) .—¿ A E l Cai ro? HAN S.—A la c iudad. Me han of rec ido un puesto en e l Hospi ta l General . FE R N AN DO.—¡Ah!, enhorabuena. HAN S.—Aquel lo es ot ra cosa: hay ambiente . Acabo de leer un resumen en la «Gaceta Médica»: so lamente en una semana; ¡ve int i c inco casos! F E R N A N D O .—E spléndido. HAN S.—Aquí , en cambio, ya ve . Al pr inc ipio la cosa promet ía; acudía la gente , hubo var ios intentos. En f i n , para empezar no estaba mal .

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¡P ero ahora! E sa Cora Y ako ha acabado por ponerme f uera de mí. ¿ La ha o ído usted re í r? ¡E s insul tante! ¿ Y besar? FE R N AN DO.—T iene mucha v ida esa mujer. HAN S.—Demas iada. ( Con fid en c ia l . ) ¿ Sabe usted que ha intentado seduci rme? F E R N A N D O .—¡A usted! HAN S.—A mí. Esta mañana. E staba yo af e i tándome t ranqui lamente a la ventana y , as í como jugando, ha empezado a t i rarme p iedras . T uve que refug iarme en e l inter ior . Cuatro p iedras como nueces metió por los cr i s ta les . Y después un ramo de v io letas . Lo de las p iedras pase, pero un ramo de v io letas a mí . . . ¡Un poco de f ormal idad, señora! ¿ Y e l caso de la Dama T r i s te? E s espantoso. I magínese usted que anoche, en ese césped, entre las acac ias . . . ( V ién do la l l ega r . ) ¡E l la! (E n t ra la Da ma T r i ste , ca ntan do en tre d ien tes e l «Dan ub io Azu l». V ien e son r iente, vest ida d e colo res c la ro s ; g ra cio sa men te re ju ven ec ida , p ero sin bo rd ea r en ning ún mo men to e l g ro tesco .)

D I C H O S Y L A D A M A T R I S T E DAMA.—Buenos d ías , Hans . Buenos d ías , Fernando. FE R N AN DO.—¿ Han v i sto qué mañana tan hermosa? T odo está b lanco de narc i sos ; huele a corazón e l campo. . . ¡Ay, cómo retumba aquí esa pr imavera local ! ¿ Les gusta este vest ido? FE R N AN DO.—E s muy a legre . DAMA.—¿ Discreto, verdad? Y le advierto que no es nada: un nansú grac ioso, unos godés , e l cl ip de p lata. . . , nada. P erdonen ustedes que no me entretenga. . . , me están esperando. ¿ P or qué t iene usted ese a i re tan t r i s te Fernando? ¡Un d ía como hoy! ¿ Se s iente mal? Arr iba ese corazón, amigo mío. ¿P or qué no se v iene usted a comer con nosot ros? FE R N AN DO ( Aso mb ra do ).—¿ A comer? DAMA.—Comemos arr iba, junto a la f uente. Habrá de todo: carnes b landas y de monte, t ruchas de l torrente , f rutas nuevas y vinos rubios andaluces , de esos que hacen cosquil las en e l a lma. ¿ Le esperamos? Anímese, Fernando; hasta luego. ¡Buenos d ías , Hans! ( Ha ce un g ra cio so g esto d e d esp edida , a gi tan do lo s d edo s , y se va f el i z ta ra rean do , ma rcan do in co n sc iente e l p aso d el val s . Fern an do mira a Han s d esco ncertad o. ) FE R N AN DO.—P ero, ¿ es que se ha vuel to loca esa mujer? HAN S.—P eor. ¿N o la ha o ído usted tararear e l «Danubio Azu l»? F E R N A N D O .—Sí , parec ía . HAN S.—¿ Y no lo recuerda eso nada? FE R N AN DO.—¡E l prof esor de Fi losof ía! . . . HAN S.—E l mismo. Anoche los sorprendí juntos , a l c laro de luna, entre las acac ias. ( F i lo só f ico. )

¿ Se ha f i jado usted a lguna vez en los o jos de las vacas? FE R N AN DO.—Sí : son la imagen de la ternura húmeda. HAN S.—P ues bien: anoche e l P rof esor ten ía o jos de vaca. E staban sentados en un r ibazo. É l , mi raba la luna; después la mi raba a e l la . Y susp i raba. Cuando un p rofesor de Fi losof ía se arr iesga a susp i rar , está perd ido. F E R N A N D O .—¿ Los v io usted? HAN S.—¿ Q ué no habré v i s to yo en esta vida? E staban muy juntos , cog idos de las manos . E l se rec l inaba sobre su hombro, y le rec l inaba su hombro, y le rec i taba a l o í do una cosa ínt ima y lenta. F E R N A N D O .—¿ V ersos? HAN S.—Seguro. N o pude coger más que una est rof a sue l ta. Dec ía: ( R ec ita l í r ica men te. ) «T odo cuerpo sumerg ido en e l agua, p ierde su peso una cant idad igual a l peso de l l íquido que desalo ja . » ¿ Le parece a usted? FE R N AN DO.—¡P ero eso es t remendo! HAN S.—T remendo. E s la pr imavera; no hay nada que hacer. Y a se han despedido de l doctor. Se marchan esta tarde ¡ juntos! (P au sa . T on o d e co nf id en cia .) Sólo queda una esperanza. . . l e jana. ¿R ecuerda usted la af i c ión del P rof eso r a t i rarse a los lagos? ( Se acerca , a centua nd o e l secreto. ) Se van a Su i za. ( Se h acen a mb os un g esto d e s i len c io có mp l ice, l l evá ndo se un d edo a lo s la bios . ) ¡A Su iza! ( Sa le Ha ns . Fern an do q u ed a so lo , en s imismad o , con un g esto t ri s te q u e lu cha p o r a rra n ca r se. En c ien d e un p i t i l lo . V u elve el Aman te, mi ra nd o f u rt iva men te a to do s lado s .) A M A N T E .—¿ N o está? FE R N AN DO.—¿ Cora? . . . E n e l jard ín ; preparando e l coche. AMAN TE .—Q ué mujer, Fernando. . . , es terr ib le . ¿ P or qué habrá venido? ¡T an be l la como yo la soñaba! FE R N AN DO.—Y s in embargo es la verdadera. La que cantaba para usted aquel la noche de l «Fausto». AMAN TE .—Ah, no; la mía es ot ra cosa: una i lus ión, un poema sin palabras . Los o jos , s í : son los mismos de aquel la noche. FE R N AN DO.—P uede ser para usted la gran aventura. AMAN TE .—Una aventura pe l igrosa. Usted no la conoce: esa mujer me mata en quince años . F E R N A N D O .—E s e l amor. AMAN TE .—¡P ero qué amor! Y o soñaba los besos de mujer como una car i c ia suave; como un rep icar de pétalos en la pie l. Cora no es eso. FE R N AN DO.—¡Besa f uerte , eh! AMAN TE .—¡Muerde! T repida.. . , es ta l la . Ahora ya me voy acostumbrando un poco. P ero ayer. . . de l pr imer beso que me d io , me t i ró a l sue lo . ¡Y abrazando! Se enrol la , rech ina, so l loza unas

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cosas guturales que ponen los pe los de punta. ¡E s un temb lor de tierra, Fernando, es un temblor! FE R N AN DO.—Le ha tomado usted miedo. AMAN TE .—Miedo, miedo, no. La qu iero, me gustar ía ver la s iempre. P ero un poco desde le jos . FE R N AN DO.—Desde lo al to de la galer ía . AMAN TE .—E so, as í : desde lo a l to. FE R N AN DO.—¿ N o se iban a marchar ustedes juntos? AMAN TE .—Ahí está, que s í . . . , que no tengo más remedio que marchar con e l la , que los minutos van pasando. ¡Y que no sé qué hacer! FE R N AN DO.—La gran aventura no se presenta más que una vez en la v ida. Usted la t iene ahora en sus manos . P iénse lo b ien. AMAN TE .—¡Si pudiera quedarme so lamente con los o jos! FE R N AN DO.—P ero, ¿ no era este momento lo que usted soñaba? AMAN TE .—Ah, soñar es ot ra cosa. FE R N AN DO.—¡Cora Y ako es el amor, los barcos , los paí ses le janos!. . . AMAN TE .—P ero, qué paí ses , Fernando. L lenos de pe l igros horr ib les : los mosqui tos verdes . . . , l as f iebres intestinales . . . , ¡ los cónsules! FE R N AN DO.—¡E s la I nd ia de los d ioses! ¡E l Japón de los héroes y los amantes! AMAN TE .—N o puedo. . . , no puedo.. . ( Se s ien ta , d es fa l lecido .) FE R N AN DO.—E n ese caso, hay ot ra so luc ión. R enuncie a la Cora Y ako autént ica. Q uédese con la que usted ha soñado. Y dedíquese a escr ibi r . AMAN TE .—¿A escr ibi r? FE R N AN DO.—Sí : es ot ra f orma de heroí smo. Las novelas nunca las han escr ito más que los que son incapaces de v iv i r las . ¿Q ué sue ldo ten ía usted en e l banco? AMAN TE .—N ada; dosc ientas c incuenta pesetas . FE R N AN DO.—Y o puedo of recer le qu inientas en e l per iód ico, y vacac iones pagadas . ¿ Quiere usted encargarse de la pág ina de v ia jes y aventuras? AMAN TE ( I lus iona do ) .—¿ Cree usted que serv i ré? F E R N A N D O .—¿ P or qué no? AMAN TE .—E s que yo no he sal ido nunca de mi casa de huéspedes. FE R N AN DO.—¿ Y qué importa eso? E l arte no es cosa de experienc ia; es cosa de imaginac ión. Jav ier de Maiest re hac ía v ia jes maravi l losos a l rededor de su cuarto; Beethoven era sordo; Mi l ton cuando escr ib ió e l canto a la luz , estaba c iego. AMAN TE .—Si va l iera la pena.. . , yo tengo un l ibro de versos . FE R N AN DO.—R ómpalo usted en seguida. Y no se at reva a conf esar eso entre los compañeros ; le perderán e l respeto. ( Su ena en e l ja rd ín e l

p r imer b oc ina zo . ) AMAN TE .—¡Ahí está ya! ( S in acerta r co n su re lo j . ) ¿Q ué hora es? FE R N AN DO.—¡Las once en punto! AMAN TE .—Al tercer boc inazo, arranca. ¿ Q ué hago, Fernando, qué hago? FE R N AN DO.—¡V a uno! N o lo p iense más . ( Señ alan do a l tern a tiva men te a l ja rd ín y a l in ter io r .) O se va usted por ah í a v iv i r aventuras . . . o se va por ahí a escr ib i r las . AMAN TE .—E s que no tengo un cént imo. . . , es toy seguro de que me mareo en e l av ión. . . FE R N AN DO.—¡P ero es una mujer la que le está l l amando! AMAN TE .—N o tengo más que dos camisas. . . FE R N AN DO.—¡E s Cora Y ako! AMAN TE .—Los mosquitos verdes. . . FE R N AN DO.—¡E s e l amor! AMAN TE .—Los cocodri los . . . ( Su ena o t ro b o cina zo. ) F E R N A N D O .—¡Dos! AMAN TE ( A g r ito s. )—¡V oy! ( Co rre h a cia e l ja rd ín . Se d et ien e en e l u mb ra l. Se vu elve, n erv ioso y u rg en te.) Fernando.. . , ¿ qué es un cabal lo b lanco? FE R N AN DO.—¡A estas horas! AMAN TE .—P or su a lma, que es un problema de v ida o muerte. FE R N AN DO.—Según. C ient íf i camente, es un s imple equino monodáct i lo de cua tro patas y p igmento claro. AMAN TE .—¿Y artí s t i camente? FE R N AN DO.—Ah, art í st i camente. . . es un v ie jo que pasa AMAN TE ( Aniqu i la do ).—E l v ie jo. . . que paga ( R eacc io na con v iolen cia .) Y era eso lo que me proponía. . . ¡A mí ! ( A g r i to s o t ra vez .) ¡N o voy! ( Su ena la tercera l la mada . ) FE R N AN DO.—¡Y t res! ( Se a so ma a l ja rd ín . Se le ve ha cer u n g esto d e d esp ed id a. ) AMAN TE ( Co n temp la ndo melan cól i ca mente su re lo j ) . —Las once. A las cuatro en V alenc ia. . . , a l anochecer en Marse l la. . . , el mar. . . (En un impu lso rep en t ino ) Cora.. . ¡Cora! F E R N A N D O .—Y a se f ue. AMAN TE .—Soy un pobre hombre. . . FE R N AN DO.—¡E s usted un héroe! Déje la marchar en paz y recuérdela. E s mejor. Son dos v idas que no podrían f undi rse nunca. Y ahora, a escr ib i r e l reportaje para la semana que v iene. T í tu lo: «Una noche con Cora Y ako en e l Japón. » AMAN TE .—¿E n e l Japón? FE R N AN DO.—Sí . Las fotograf ías ya las haremos en e l estudio , como s iempre. AMAN TE .—¿ Me dejará usted poner a lgo de las gheisas? FE R N AN DO.—Y de los pet i rro jos también; y de los cerezos en f lor . P ero con cu idado, eh, con cu idado. AMAN TE .—¿ Una cosa as í? «Habíamos tomado a l

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amanecer e l av ión de Y okohama. . . » FE R N AN DO.—Así , muy b ien. AMAN TE .—«Cora re ía junto a mí , a t res mi l pies sobre las i s las b lancas de cr i santemos. . . » ( Sa l ien do .) FE R N AN DO.—Así . As í . . . T enemos hombre.

F E R N A N D O Y C H O L E FE R N AN DO ( Acud iend o a e l la a l ver la l l eg a r) .—¡Oh, Chole! ¿ E stás mejor? ¿ T e s ientes débi l todavía? CHOLE .—Y a pasó todo. F E R N A N D O .—¿ T odo ? CHOLE .—E l dolor , e l pe l igro.. . Lo ot ro, habrá que resolver lo tambié n tarde o temprano. ( P au sa . Con un t iern o rep ro ch e. ) ¿ P or qué te escondes , Fernando? N o te he v i s to desde ayer. ¿ Crees que puede adelantarse a lgo as í? Hay de lante de nosotros una verdad crue l que no se borra con cerrar los o jos. FE R N AN DO.—N o p ienses ahora en eso. N o te he v i s to porque el doctor me lo prohib ió. Tenías f iebre; neces i tabas reposo y so ledad. CHOLE .—¿ N o me v i ste anoche? FE R N AN DO.—Sí . N o resp i rabas todavía. Cuando te ca í s te a l l ago. . . CHOLE .—¿ T ambién tú? ¿ T ambién tú dices «cuando te ca í s te»? .. . ¿ P or qué quieres engañarte a t i mismo? N o me caí : lo qu ise yo. I ba a buscar la muerte. FE R N AN DO.—¡N o, Chole , no es pos ible! CHOLE .—T ambién me lo parece a mí ahora. P ero ayer. . . Dime, Fernando; hay una cosa que neces i to saber, que no he querido preguntar a nadie porque tengo miedo a la verdad. P ero que no se puede cal lar más. Dime, anoche. . . , cuando me caí. . . , hubo un hombre que arr iesgó su v ida por la mía. Lo vi entre sueños . . . ¿ E ras tú , verdad? ( Le mi ra a ng ust ia da , esp era ndo . ) F E R N A N D O .—N o. CHOLE .—N o eras t ú . . . FE R N AN DO.—Hubiera querido ser lo . Pero f ue Juan. É l te v io caer; yo no lo supe hasta después , cuando te t ra jeron aquí . CHOLE ( Aca r ic ian do in con scien temen te la s f lo res d el h erma no ).—P obre Juan.. . T oda la noche ha estado s in sueño, con e l o ído pegado a mi puerta, oyéndome respi rar . Ha suf r ido más que yo misma. Tú no sabes , Fernando, qué bueno. . . , qué bueno y qué desgrac iado es tu hermano. F E R N A N D O .—Lo sé todo. CHOLE .—¿ T odo? .. . ¿ Has hablado con é l? FE R N AN DO.—Con e l doctor. E l no me lo d i r ía nunca. Yo tampo co me at revo a hablar le. N os estamos huyendo como dos lobos her idos que se t ienen miedo. CHOLE .—¡Hasta cuándo! FE R N AN DO.—¡Hasta ahora mismo! N o puedo

más . Compréndelo, Chole : hasta para ser desgrac iado hace f a l ta un poco de costumbre. Y o no puedo, no res i s to. CHOLE .—¿ Has pensado a lguna so luc ión? FE R N AN DO.—¡Sal i r de aquí . . . , hu i r! CHOLE .—¿ Y adonde? ¿ Dónde podríamos escondernos que e l recuerdo de Juan no estuviera con nosotros? N o, Fernando. . . , no hay ya f e l i c idad pos ib le. La sombra de tu hermano se meter ía e ntre nuest ros besos , enf r iándonos los lab ios . FE R N AN DO.—¿ Y qué podemos hacer? ¿ E ra so luc ión lo que tú pensaste anoche? ¿ Cre ías que desaparec iendo tú , íbamos a aproximarnos é l y yo? T u muerte nos hubiera separado todavía más , convi rt iendo en odio lo que has ta ahora no ha s ido más que dolor. CHOLE .—E s pos ib le. P ero desde anoche no he de jado de pensar. FE R N AN DO.—¿ Y qué has pensado? CHOLE .—Juan no ha ten ido nunca nada suyo. Ha estado s iempre so lo entre todos nosotros , contemplando nuest ra f e l i cidad con sus o jos hambrientos , como un n iño pobre delante de un escaparate . ¡N o puede segui r solo! V ete tú s i puedes . Y o me quedo. F E R N A N D O .—¿ Con é l? CHOLE .—Y o seré a su lado la madre que no le supo comprende, la hermana que no tuvo. ¡ Q ue haya por lo menos en su v ida una i lus ión de mujer! FE R N AN DO.—¡P ero eso no puede ser , Chole! ¡N o es así como te quiere Juan! CHOLE .—Lo sé ; se lo o í ayer a é l mismo. Y todavía ayer f u i in justa una vez más. Tenía a mi lado un corazón sangrando desesperado , y só lo sent í miedo, cas i repugnancia. . . , como s i un mendigo me asal tara en la ca l le. FE R N AN DO.—N o puede ser , Chole . Ahora es cuando estás c iega, atormentada de remordimientos por cu lpas que no exi s ten. CHOLE .—N o; c iegos estábamos antes ; cuando no había en la t ierra ot ra cosa que nuest ra f e l i c idad. Ni una vez se nos ocurr ió mirar a l rededor nuest ro. ¡Y a l l í estaba s iempre Juan, t i r i tando como un perro a la puerta! FE R N AN DO.—P ero, ¿ es que crees que no lo s iento yo? ¿ Crees que e l corazón de mi hermano no me duele a mí también? Si yo pudiera hacer le f e l i z , todo lo dar ía por é l . P ero es que nada podemos hacer que no sea engañarle . N o te atormentes más . Sa lgamos de aquí . Nunca podrás ser f el i z con é l . CHOLE .—N o se t rata de que yo sea f e l i z . ¡Lo he s ido tanto! Aho ra lo que importa es é l . FE R N AN DO ( n erv io so , co g ién do la d e lo s b ra zo s .)—N o, Chole , no pretendas jugar con tus sent imientos . Mira que el corazón t iene sorpresas pe l igrosas . . . ¡Mira que mañana puede

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ser tarde! CHOLE .—N o es t iempo de pensar. Mi puesto ahora e stá aquí , a su lado. FE R N AN DO.—¿ P orque te sa lvó la vida? CHOLE .—P orque me ha entregado toda la suya. FE R N AN DO.—P ero entonces. . . ( Le leva nta e l ro st ro .) Mírame b ien. ¿Q ué está empezando a nacer dentro de t i? ¡Contesta! CHOLE ( Se su el ta sup l ican te p ero resu e lta) .—¡P or lo que más quieras . . . , dé jame! FE R N AN DO.—N o, no es posib le. E s tu p iedad de mujer que te está tendiendo una t rampa. Y Juan mismo t iene que impedi rte caer en e l la . Q ue nos perdone o que nos mate juntos . . . , ¡pero engañarle , no! (V a ha da e l inter io r l la mand o. ) ¡Juan. . . , Juan! ( Ju an a pa rece en e l u mb ra l d el fo ndo . Ch ole, p á lida a l verle , la n za un a rá pida mirada d e sú pl i ca a Ferna nd o , y se d i r ig e a é l . ) CHOLE .—¡N o le escuches , Juan, no le escuches!. . . Ju an , con los o jo s f i jos en el h erma no , a va n za a pa rtand o a Ch ole s in mi ra r la , con sua ve en erg ía .) JUAN .—¿P ara qué me l lamas con tanto gr i to? ¿ Hay a lgo tuyo en pe ligro y neces i tas , como s iempre, que te lo defienda yo? FE R N AN DO.—N o. Lo único que quiero es q ue ¡cueste lo que cueste! no quede nada oscuro entre nosotros . Ahora necesi to toda la verdad. JUAN .—¿N o la has o ído ya? ¿ O crees que Chole , por grat i tud, iba a representar esta v ie ja f arsa crue l? E l la , tan leal , tan entera, ¿ te la imaginas t ratando de paga r un verdadero amor con unas migajas de esa f e l i c idad que os sobra a los dos? FE R N AN DO (R et roced e sin vo z al co mp ren d er q u e Ju an h a oído ).— Juan. . . JUAN .—N o, Fernando, no; n i yo acepto l imosnas n i e l la caer ía en la torpeza de una ment i ra p iadosa. ¿Q uieres l a prueba? Ahora mismo te la va a da r. . . ¡y con los o jos de f rente! ¿ V erdad, Chole? ( Ch ole, s i tu ada en tre a mb os , ret ro ced e ta mb ién. ) V amos, ¿ qué esperas? Ahí t ienes a Fernando. E l hombre f e l i z , e l que no ha ten ido que luchar jamás porque la v ida se lo ha da do todo; e l que podía jugar en los jard ines cuando se moría su madre.. . Ah í lo t ienes . É l no ha sab ido nunca que había dolor en e l mundo. Con é l están la a legr ía y la sa lud, y todas las grac ias de la v ida. Aquí só lo está e l pobre Juan, con su miser ia y con su amor. E l ige , Chole . ¡P ara s iempre! ( Cho le va c i la . Su pl i ca a Ferna ndo con e l g esto y avan za do lo ro sa men te h ac ia Jua n. ) C H O L E .— Juan. . . JUAN ( La recog e en su s b razo s co n un a emoc ión d esbo rdad a . Sus p alab ras t iemb lan l l ena s d e

f ieb re).—¡La ves , Fernando! ¡ E n mis brazos! Y a no eres tú solo . T ambién Juan puede t r iunf ar ¡por una vez! ( Leva n ta en su s ma no s e l ro st ro d e e l la , l l eno d e lág r ima s .) P ero también. . . por una vez . . . , tengo el orgu l lo de ser más f uerte que tú , más generoso que tú . . . L lévate la le jos . Ahora ya podéis ser fe l i ces s in remordimientos . P orque también yo, ¡por una vez s iqu iera!, he s ido bueno como tú y f e l i z como tú . . . y te he v i s to l lorar . FE R N AN DO ( En u n impu lso f raterna l ) .—¡Juan! JUAN .—¡Hermano! ( Vu elcan en u n ab ra zo to da su ternu ra con ten id a .) Gracias , Chole . . . Y a sab ía yo que no podía ser , que te engañabas a t i misma. P ero grac ias por lo que has querido hacer. L lévate la , Fernando. Só lo os p ido que os vayái s a v iv i r le jos . Dejadme a mí gozar so lo e l ún ico d ía f e l i z que ha habido en mi v ida. . . ( Cho le, s in en co n tra r pa la b ra s d e d esp ed id a , es t recha con mo vid a la s ma no s d e Ju an . R ecog e lu ego sus f lo res , a p retá nd ola s co ntra e l p ech o , y sa le rec l in ad a en e l h omb ro d e Fema ndo . Ju an , a g otad o p o r e l eno rme es fu erzo , d es fa l lece un mo mento. Se do mina . T ien e ah o ra u na exp res ió n d e f r ialda d f ata l. V a a l escr i to r io , lo a b re y to ma un a p i stola . Pa sa A l ic ia. A l ver la , escon d e el a rma , vo lv ién do se.)

A L I C I A Y J U A N

AL I CI A.—Buenos d ías , Juan. . . (Co rre el cerro jo d e la Galer ía d el s i l en c io , y co loca en lu ga r b i en v i s ible u n ca rte l qu e d ice: «P roh ibido su icida rse en P r ima vera ». En e l ja rd ín p ian í s imo —cu erda so la— , co mien za a o í rse d e nu evo e l h imno d e Beetho ven. ) E s una orden de Chole .. . ¿ Le ocurre a lgo, Juan? JUAN .—N ada. . . AL I CI A.—E stá usted temblando. JUAN .—Un poco de f iebre , qu izá. AL I CI A.—E s el d ía. . . ¿ Oye usted esa mús ica? JUAN .—¿Q ué es? AL I CI A.—Beethoven: un h imno de grac ias a la pr imavera. T ambién é l estaba so lo y con f iebre cuando lo escr ib ió . P ero é l sab ía que la pr imavera t rae s iempre una f lor y una pro mesa para todos . JUAN .—¿ Lo cree usted así? AL I CI A.—E l doctor me lo d i jo un d ía: «N o p idas nunca nada a la v ida. Y a lgún d ía la v ida te dará una sorpresa maravi l losa. » JUAN .—¿Y espera usted? AL I CI A.—Siempre. . . ¿ Quiere hacerme e l f avor, Juan? Hoy es d ía de v ida y de esperanza. E s prec i so que desaparezca de aquí todo lo que recuerde la muerte . . . ¿Q uiere darme eso que esconde ah í? JUAN (T u rb ad o , en t rega ndo su p is tola) .—

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P erdón. . . AL I CI A.—V oy a t i rar la a l estanque. E n el mismo s i t io donde Chole resbaló ayer. ( Va a sa l i r. ) JUAN .—Al ic ia. . . E spere. . . , tengo miedo de quedarme so lo . ¿ Me permite que la acompañe, A l i c ia? AL I CI A.—Gracias. . . ( Le of rece su b ra zo . Avan zan ju n to s ha c ia e l ja rdín. E l h imno d e Beeth o ven su ena ah o ra —cu erd a y v ien to— f o rt í s imo y so lemn e. V a ca yend o lenta men te el te lón . )

T elón

F I N DE «P R OHIB I DO SUI CI DAR SE EN P R I MAV ER A»