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Istmo / r e v i s t a d e l i t e r a t u r a y p s i c o a n á l i s i s /

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Directora

Macarena García Moggia

Editor

Gonzalo Abrigo Gutiérrez

Diseño

Constanza Jarpa-Luco

ISSN: 0718-2821

© Derechos Reservados

Se permite la reproducción de textos con mención de la fuente

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EDIT

ORI

AL/

Una vez más preparamos un número de Revista Istmo que centra su mirada en el cruce entre

literatura y psicoanálisis en territorio nacional, pero esta vez lo hacemos siguiendo la pista al

género narrativo exclusivamente. Los textos aquí incluidos se vuelcan de maneras distintas

a pensar en torno a algunas obras y autores que conforman el mapa de la narrativa chilena,

tomando en cuenta la tradición pero también lo nuevo, las más recientes generaciones de

escritores que renuevan el género en nuestro medio.

Organizada en tres partes, la revista propone un recorrido que comienza interrogando a

novelistas actuales sobre la manera en que algunas nociones provenientes de la teoría psicoa-

nalítica les permiten pensar la propia experiencia creativa. Así, bajo el título El creador literario

y el fantaseo —eco éste y los demás de algunas rumiaciones freudianas que sobrevuelan la

revista—, se reúnen algunos ensayos muy libres en su estructura que divagan, por ejemplo,

sobre la obsesión de la escritura, sobre el peso de las palabras o sobre la rebeldía intrínseca, si

no edípica, del creador, todos textos más bien emotivos en los que se cuela, finalmente, algo

de la extrañeza que separa al escritor de sus ficciones.

Un segundo momento de la revista presenta al lector algunos ensayos de carácter menos

personal sobre la obra de algunos autores posiblemente canónicos en el medio nacional. Entre

otras cosas, se incluye por ejemplo una lectura excepcional de Adriana Valdés sobre Casa de

Campo, de Donoso, revisado y reeditado para la ocasión; también un acucioso análisis del

ánimo meditativo e introspectivo del autor de Cavilaciones; también un asertivo ensayo sobre

la constelación epocal que permite y permitió leer una novela como Hijo de Ladrón de Manuel

Rojas. La cita que titulara este apartado no podía ser sino Recordar, repetir, reelaborar, enten-

diendo que las explicaciones están de sobra.

El recorrido finaliza con algo así como un mesón de libros publicados recientemente, pre-

sentaciones, reseñas y comentarios de novelas que puestas una al lado de las otras permiten

imaginar un dialogo posible entre ellas o delimitar al menos un cierto panorama de la narrativa

actual. Lo que se deja entre ver de alguna forma es que pese a todo se sigue pensando Chile,

lugar de origen y destino de nuestras incertidumbres, y que parece aún vigente en nuestro me-

dio esa genialidad freudiana de anudar el inconsciente, la memoria y la imaginación. El título

que reúne estos escritos es Análisis terminable e interminable, ese texto donde Freud habla de

la “roca de base” como metáfora del límite de lo que es en verdad ilimitado. Como el mar. En

el horizonte de los istmos.

Quienes trabajamos en la preparación de este número, agradecemos muy especialmente a

cada uno de los escritores que accedieron a colaborar con la revista. Istmo se debe a esa genti-

leza. También a la de Constanza Jarpa, cuya obra ilustra estas páginas y genera una atmósfera

cinematográfica que conduce la lectura.

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CON

TEN

IDO

S/

I E l c r e a d o r l i t e r a r i o y e l f a n t a s e o

Escritores y obsesiones: siete peldaños 17Alejandra Costamagna«Nota al pie»: transferencia con un cuento de Rodolfo Walsh 21Carlos LabbéUna relación con la palabra 25Cynthia RimskySujeto y Narratividad 29Marcelo MelladoCincuenta minutos 33Alberto Fuguet

I I R e c o r d a r , r e p e t i r , r e e l a b o r a r 4 9

Manuel Rojas en la constelación de su época: oficio de la escritura y psicoanálisis de las clases 51Federico GalendeCarlos Droguett: poética del Imbunche 57Felipe MicheaSobre Casa de Campo, de José Donoso 65Adriana ValdésLa literatura como artilugio demoníaco o la segunda comedia de A. Couve 73Francisco Cruz

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Juan Emar: Al interior del molino 83Ana María RiscoEl juego del melodrama en María Luisa Bombal 93Constanza RamírezBolaño, costuras, natación 97Gonzalo Abrigo

I I I A n á l i s i s t e r m i n a b l e e i n t e r m i n a b l e 1 0 5

Formas de volver a casa, la novela familiar de Alejandro Zambra 107por Macarena GarcíaEstrellas muertas, de Álvaro Bisama 111por Paz LópezNi felicidad ni corrección. Ramal, de Cynthia Rimsky 113por Gonzalo AbrigoLa oscuridad tras las palabras. Hermano ciervo, de Juan Pablo Roncone 115por María de los Ángeles QuinterosPresentación de Animales Domésticos, de Alejandra Costamagna 117por Alejandro ZambraHumor fáctico. Presentación de La Hediondez, de Marcelo Mellado 121por Pablo Oyarzún

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I E l c r e a d o r l i t e r a r i o y e l f a n t a s e o

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PRIMERO: VELOCIDAD/

El escritor obsesivo es lento. Aunque lento no es exactamente la palabra. Al

escritor obsesivo no le llegan ideas inspiradas con perfiles de perfección; no

escribe de un plumazo. Son más bien ideas sueltas, sin forma, que aparecen

de repente. Ideas que se le pegan. Que le hacen abrir y cerrar la libretita o

buscar un papel con urgencia. Abrir y cerrar el computador. Sacarle y ponerle

la tapa al lápiz. Y así van tomando forma los párrafos sueltos. Al final nunca

está claro dónde partió la idea. Dónde empezó a escribir lo que después que-

dó y en una de ésas fue libro o apunte para una charla o para una publicación

dedicada a temas de Literatura y Psicoanálisis, por ejemplo.

SEGUNDO: DESVELO/

El escritor obsesivo es insomne. De esos insomnes que miran con cero

romanticismo el insomnio. Lo malo del insomnio, piensa, es que no siempre

es aprovechable. Y lo peor es que nunca se sabe cuándo es aprovechable y

cuándo no. Lo más aprovechable quizás sea lo inconexo. El mundo de ideas

que corren en ese estado de embriaguez que se produce en los extremos

del desvelo. “Si he percibido ciertas cosas en la vida es porque tuve la suerte

de no poder dormir”, dijo alguna vez Émile Cioran. Mentía, cree el escritor

insomne. No le cree nada al rumano. Nadie puede mirar el insomnio como un

don, piensa. Y corrige a Cioran: “Si he escrito ciertas cosas es porque tuve la

mala suerte de no poder dormir”.

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TERCERO: DUDAS/

¿Proceso creativo? ¿Método? ¿Construcción argumental? El escritor obsesivo

duda. Su respuesta es no sé, a veces, de repente. “Cree en ti, pero no tanto;

duda de ti, pero no tanto”, escribió el sintético Augusto Monterroso. Y luego:

“Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única ver-

dadera sabiduría que puede acompañar a un escritor”. Y el escritor obsesivo

duda y acumula diálogos, escenas, palabras. Duda y escribe. Duda todos los

días. Escribe sobre las dudas, cambia sus juicios. Si antes pensaba, por ejem-

plo, que un texto bien escrito debía tener una sintaxis impecable, ahora cree

que bajo el ropaje de la incorrección formal puede haber un material brillante.

Y puede que el brillo derive precisamente de la insolencia de esa escritura no

moldeada, un poco salvaje. Ahora piensa que hay que poner el ojo ahí tam-

bién: en el inconsciente del texto. Que es posible encontrar joyas escondidas

bajo una puntuación de apariencia defectuosa o de una cortina de muletillas,

barbarismos, excesos de signos y otros vicios que empañan la lectura en la

superficie. Ahora piensa que la buena escritura no se agota en los puntos y las

comas bien puestos, sino también en el nervio latente de lo escrito.

CUARTO: SISTEMA/

El escritor obsesivo no tiene sistema, ya lo vimos. Escribe a pedacitos: ideas

que aparecen como rumiaciones. Se levanta, va al baño, cambia el agua del

guatero y del bambú, recibe la cuenta del gas, le da comida al gato, revisa el

correo electrónico, manda un mensaje a los editores de una revista, dice que

escribirá sobre obsesiones y literatura, escucha el sonido de una cortadora

de pasto quizás dónde, desconecta el teléfono, pela una manzana, mira con

envidia al gato flojo desparramado en el sillón, se sienta, piensa que todavía

no escribe una línea, piensa que en realidad no sabe cuál es el vínculo exacto

entre escritura y obsesiones; piensa que se ha metido en un problema.

QUINTO: ECOS/

El escritor obsesivo piensa que hay que olvidar la teoría. Pero no hay que olvi-dar, en cambio, que la mejor ficción brota de la realidad. Al escritor le parece que es conveniente escuchar todo el tiempo. Escuchar, sobre todo, el eco de las palabras. No mirar en menos al inconsciente. Al revés: afanarse con las obsesiones. Buscar el pliegue común con el personaje y la historia escogidos. Incluso si fuera un defecto o un vicio. Y una vez hallado, encaminarse en la ficción. Escribir en bruto y dejar que las palabras reposen. El escritor concibe la lectura como un sedimento. Y piensa que hay que leer no sólo libros. Leer las cartas al director, los anuncios del metro, los manuales de instrucciones,

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la guía de teléfonos, el menú, las páginas de hípica, el chiste. Pero hay que

atender, eso sí, al eco de Chéjov.

SEXTO: MÚSICA/

El escritor obsesivo, que en verdad es la escritora obsesiva, piensa —pienso—

que el argumento es una excusa. Lo que importa, en realidad, es la forma.

El cómo antes que el qué. La estructura, el tono, el ritmo. Que el texto

fluya. No sólo que esté correctamente escrito. No sólo que sea una buena

historia. No sólo que no chirríe. Que suene, que no lo diga todo, que insinúe.

Roberto Bolaño lo apuntaba de otro modo: “Lo que se cuenta siempre es una

variación de lo que el hombre se viene contando a sí mismo desde hace miles

de años”, decía. “Lo que cambia, lo que permite que el árbol, si aceptamos

darle esa figura a la experiencia literaria, se mantenga vivo y no se seque es

la estructura, nunca el argumento. Esto, por supuesto, no quiere decir que el

argumento, el tema, no importe, claro que importa, o tal vez lo que importa

sea la dosificación del tema, la reformulación de la dosis temática, pero lo

importante es la estructura. La estructura es la música de la literatura”.

SÉPTIMO: SILENCIO/

Dijo Chéjov que en literatura es mucho mejor quedarse corto que decir

demasiado. Digo yo: sugerir, deslizarse apenas por la cubierta de las palabras.

Decir sin decir.

istmo 19

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Ni hablar mejor de quien reescribe, de quien nos edita. Todavía. En cambio el

traductor está ahí para que le atribuyan la errata y la prosodia que no fluye;

si alguien manifiesta que no le interesa la novelística de Clarice Lispector, de

Ryunosuke Akutagawa, de Milorad Pavic, lo primero es responderle que no ha

leído la traducción adecuada. Sin embargo el error de la traducción se reduce

a un mismo recurso, señala León de Sanctis, ese traductor que yace en «Nota

al pie», de Rodolfo Walsh: «el medio centenar de notas al pie con que mi

ansiedad había acribillado el texto. Ahí renuncié para siempre a ese recurso

abominable».1

El cuento empieza con la llegada de Otero, editor, a la pensión donde ha sido

encontrado el cadáver de León de Sanctis, traductor que editorial la Casa ha

empleado durante décadas. La vieja le entrega al editor la carta póstuma del

suicidado. El texto que describe el diálogo entre la vieja pensionista y Otero

—a la espera de que llegue el comisario al lugar de los hechos— va página a

1«En 1944 Walsh empezó a trabajar como corrector de pruebas en la editorial Hachette.

Argentina era la gran potencia editora de nuestra lengua; en esa década la novela policial,

subgénero antes desdeñado, conquistaba la aprobación de la intelligentsia y sobre todo de un

público lector cada día más numeroso. Walsh aprendió su oficio haciendo traducciones para

la serie de Hachette que, sin disimulo de sus propósitos, se llamaba precisamente “Evasión”»

(José Emilio Pacheco, «Nota preliminar» a Obra literaria completa de Rodolfo Walsh, 1981). El

cuento está disponible en todas las ediciones completas de Walsh, también en internet: http://

niusleter.com.ar/biblioteca/RodolfoWalshNotaalpie.pdf istmo 21

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página cediendo su espacio a la nota al pie que transcribe esa carta póstuma.

Se trata de un cuento que ningún editor querría incluir en algún libro: es

arduo transferir la diagramación original con que se publicó en Un kilo de oro

(1947) a la caja de página en cualquier otra edición; el efecto de la nota al pie

que consume el lugar del cuerpo de texto corre el riesgo de perderse. Cómo

glosar un cuento cuya forma no se puede transmitir sino mediante la copia

exacta, el facsímil, el mimeógrafo, la fotocopia, la digitalización de su textura.

Cómo llevar a cabo una interpretación sin traducir, sin entender, sólo descri-

biendo. Cómo un texto puede ser traspasado de un lugar a otro sin dejar de

manifiesto una alteración en ese primer lugar de su discurso y una reordena-

ción ahí donde es llevado. Quizá existe una forma irrepetible en este cuento:

la primera entre las últimas frases del traductor, esa nota al pie que empieza

así: «lamento dejar interrumpida la traducción».2

He aquí la recuperación circular de un trabajo a medio camino —un libro de

traducción pendiente remite a una carta suicida que remite a un trabajo de

traducción pendiente—, y de la figura de un editor perplejo por perder a su

más antiguo empleado. Otero es «su editor»: ejerce sobre él poder econó-

mico, corrige su trabajo literario y a la vez es suyo. Le pertenece. Es que el

oficio de la escritura, la edición y la traducción tienen la gracia de ofrecer una

permuta constante de roles. En su Tres ensayos sobre teoría de la sexualidad

(1905), Sigmund Freud llama «transferencia» a la circulación de impulsos que

fluyen recíprocamente entre paciente y terapeuta; hablar y escuchar son nece-

sariamente acciones intercambiables para que haya diálogo, como intercam-

biables son los roles de traducción y escritura, traductor y traducido, objeto y

sujeto. El término alemán que originalmente usó Freud para este fenómeno

es übertragung, que según Bruce Fink está bien traducido al inglés —al

castellano, agrego— como transferencia, sí,3 pero que «literalmente se utiliza

2 Si en este cuento quien lee traduce a quien edita, y éste a su vez traduce el trabajo de quien

traduce, cabe la posibilidad de que la carta del suicida –esa explicación para su muerte– sólo

sea una fantasía del editor para no entender su suicidio, o para entenderlo a través de una

negativa a entender. La nota al pie podría ser la carta del traductor suicida dirigida a su editor

o la carta del traductor suicida que su editor imagina: sólo escuchamos una traducción del

editor. Y la carta del otro, la de su autor, nunca es abierta. La suya es una nota al pie tachada

nuevamente, por última vez. 3 Este artículo es parte de un ensayo largo que preparo sobre el proceso de la lectura como

transferencia en un sentido amplio, y específicamente en la relación entre texto literario y

crítica, recepción, comentario, nota al pie, por la cual un lector determinado accede a un

inconsciente literario que sería el reverso del inconsciente síquico personal: colectivo, contin-

gente, relativo al entorno y a los conflictos concretos que dispusieron la superficie simbólica

consciente del texto. Esta nota la escribo para traspasarte a ti, que lees esto, mi propia

ansiedad al publicar una parte de este ensayo largo que no tengo certeza de terminar; también

para que no taches mi trabajo copiándome –digo, traduciendo– mis elucubraciones sin un solo

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[en el ámbito germánico] para decir transmisión, traducción, trasposición o

aplicación (de un idioma o registro a otro idioma o registro), en referencia

a “nuevas ediciones o facsímiles de los impulsos o fantasías que se excitan

durante el proceso de análisis”».4

El traductor de Walsh5 —con sus dos lenguas, dividido entre la cansada

conciencia obrera y la promesa de vida social burguesa que hay en la letra—

acude al suicidio cuando se le hace evidente que el editor y su editorial, la

Casa, no podrán traducirle de vuelta esa angustia que para él mismo es

incomprensible. En un momento de su trabajo literario logró hacer hablar al

diccionario inglés-español, imaginar que conversaban, pero ya las páginas no

le hablan. Ahora está del todo solo en su pieza de pensión. La editorial era la

promesa de una Casa y sin explicación se acabó esa promesa.6 Sólo queda el

silencio final, dejar la carta de despedida y pasar la lengua por el sobre una

última vez. Qué pasa entonces con el editor que no clausura la transferencia,

que quiere escuchar a su traductor y a sus escritores, que recibe las proyec-

ciones de ellos sobre su propio cuerpo, que intermedia esos párrafos en los

suyos para llevárselos lejos con tal de que no hagan daño: a dónde se los

lleva, acaso los devuelve en forma de textos tachados, corregidos, anotados,

rechazados, reescritos. Qué otra forma toma esta contratransferencia literaria

más que la de una edición definitiva, la de un libro cuyas tapas aseguran que

el flujo constante de las palabras se mantenga inerte ahí, sólo hasta que tú lo

vuelvas a abrir y la transferencia empiece de nuevo en la primera página del

cuento de Walsh: lamento dejar interrumpida la traducción.7

diálogo con mis palabras.4 Bruce Fink, Fundamentals of Psychoanalytic Technique. A Lacanian Approach for Practitio-

ners, W. W. Norton and Company, Nueva York, 2007. La traducción es mía. Sin pudor declaro

en esta nota que uso excitar en vez de despertarse para hacer énfasis en la calentura sexual

que este verbo connota durante mis días en Santiago. 5 Escribe Rodolfo Walsh sobre su propia diglosia de argentino irlandés: «Mi padre era mayordo-

mo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche.

Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su

coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en

1947, y otro nos dejó como única herencia» («Rodolfo Walsh por Rodólf Fowólsh», en Ese

hombre). 6 Pero esta idealización de la labor editorial, ¿de dónde viene? ¿Por qué en Santiago seguimos

admirando la edición cuando proviene de Barcelona, Buenos Aires y México y no la de edito-

riales santiaguinas que durante veintiún años han florecido y han dado frutos literarios consi-

derables? Habría que ponerle atención a esa lengua burócrata, arribista y proclive al abuso que

quiere decir otra cosa por nosotros cada vez que hablamos en este castellano, y cuya historia

detalla Ángel Rama en La ciudad letrada.7 El suicidado traductor del cuento se llama León de Sanctis, «el más sanguinario animal

que sin embargo camina entre los santos» (la traducción es mía; aludo a Isaías 11: 6, donde istmo 23

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se anuncia un mundo diferente donde «morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el

cabrito se acostará»). Walsh dedica el cuento a la muerte de un amigo en 1954, un tal Alfredo

de León. ¿Qué se traspasa desde una muerte hacia la ficción de una muerte? La extinción. El

silencio impenetrable. En la traducción de mi lectura, ¿debo yo ser el comisario del cuento y

preguntarle a Walsh si efectivamente él recibió la carta póstuma de un obrero literario, si él era

ese editor que no quiso enterarse de la muerte de quien traduce, de quien se hace cargo? La

respuesta será el silencio impenetrable: el 25 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh fue secuestra-

do por militares en una calle de Buenos Aires y nunca más nadie supo de él. ¿Entonces yo soy

el comisario del cuento o, nuevamente y al infinito, seremos tú y yo ese editor que se niega

a traducir en Chile, que prefiere dejar la muerte de su lengua como una nota al pie del libro

policial? ¿Fue el editor o el escritor quien no quiso abrir la carta del detenido desaparecido?

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Una

rela

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y

Recuerdo que terminé de leer el texto que la psicoanalista me había encar-

gado escribir la sesión anterior. No recuerdo el tema, ni en qué forma me

hizo dirigir la mirada a ciertas palabras que había o se repetían en la página,

preguntándome por qué las había usado y qué significado tenían. Hacía años

que escribía, exactamente desde los once, sin embargo con ningún intento

quedaba conforme. No recuerdo si me pidió que las subrayara o yo tracé una

línea bajo ellas. Sí recuerdo que por primera vez noté una distancia entre el

texto y yo, y en vez de ver lo que yo sentía (y no lograba transmitir), tuve ante

mis ojos un grupo de palabras.

¿Quiénes eran esas palabras?, ¿cómo habían llegado a mi vida?, ¿en qué

circunstancias? La psicoanalista me dijo que podía comenzar buscando en un

diccionario etimológico y me dirigí hacia la Biblioteca Nacional. Fue un alivio

no encontrar persona conocida en el camino y así salvarme de explicar que

iba en busca de unas palabras.

El diccionario tenía muchos tomos, muy pesados. Cuando los hube reunido

sobre la mesa, me dispuse a leer. Me pregunto si alguien se percató aquella

tarde, en la sala de Referencias y Bibliografía, de la presencia de una mujer

joven que leía un diccionario etimológico y no cesaba de llorar y llorar. No hay

nada extraño en llorar con una novela o con un poema, pero llorar con un

diccionario etimológico… Por otra parte, cómo no llorar ante la fosa donde

iban cayendo las palabras que me habían acompañado en mis días y noches

de soledad, angustia, tristeza; descubrir su falsedad no menguaba la pérdida. istmo 25

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No recuerdo cuánto tiempo transcurrió hasta que logré calmarme o al menos

dejar de llorar. Me sentía demasiado frágil para levantarme, ubicar los tomos

en sus respectivos anaqueles, rescatar mi carné y salir a la calle junto a mi

antigua identidad.

Como en mi rostro persistían las huellas del llanto, no me atrevía a levantar la

cabeza. Así fue como volví los ojos nuevamente hacia las palabras y cami-

né entre las ruinas con un pañuelo. A medida que paseaba, comenzaron a

maravillarme las historias que se tejían alrededor de aquellas palabras —que

aparecían nuevas, refrescadas, alegres— y de sus usos; me dejé llevar por el

eco, encantada con las relaciones que iba descubriendo, los mundos y las vo-

ces que se cruzaban. Las palabras eran caminos que me proponían seductoras

búsquedas que hacían cosquillear las plantas de mis pies y hubiese querido

dejarlo todo para ir tras ellas.

Si esto me produjo un inmenso alivio, imagino el alivio que deben haber

sentido las palabras cuando dejé de atormentarlas porque no expresaban

exactamente lo que yo sentía. Como atormentan los niños a los animales,

cuando quieren obligarlos a realizar gestos o movimientos que son propios de

los humanos, así llevaba yo años fustigando a las palabras y a mí con ellas.

Ahora las palabras estaban de un lado de la mesa y yo del otro. Si quería

atraerlas hacia la página, iba a tener que conocerlas, descubrirlas, estudiar-

las, seducirlas, llamarlas, construirles un nido donde se sintieran cómodas,

caminos que las condujeran a esos nidos, jardines para que salieran a pasear,

un bosque a través del cual pudieran volver a casa.

Años más tarde encontré una explicación acerca de la Torah que bien podía servir para las palabras: “Una bellísima y majestuosa doncella está recluida en una cámara aislada de palacio, y tiene un amante cuya existencia sólo ella conoce. Por amor a ella, él pasa por su reja incesantemente y voltea los ojos en todas direcciones para descubrirla. Ella sabe muy bien que él está por siempre rondando el palacio y, ¿qué hace al respecto? Abre de par en par una pequeña puerta en su recámara secreta, por un instante revela su rostro al amante y luego rápidamente se retira. Sólo él, nadie más, se da cuenta; pero él sabe que es por amor a él que ella se le ha revelado por un instante, y el corazón, el alma y todo en el interior de él se dirigen hacia ella. (…) Cuando por fin él está en términos cercanos, ella le descubre su rostro y sostiene una conversación con él acerca de todos sus misterios secretos y todos los cami-nos secretos que han estado ocultos en su corazón desde tiempo inmemorial. Así un hombre se hace un verdadero adepto a la Torah, un ‘señor de la casa’, pues a él, ella le ha descubierto todos sus misterios sin guardar ni esconder uno solo...” (El Libro del Esplendor).

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Desde entonces he logrado concluir con muchas dudas cuatro novelas, cuatro

caminos, cuatro formas de relacionarme con las palabras. No sé si he logrado

superar los conflictos que me condujeron al diván, no sé si se solucionan o se

miran desde otro lugar, pero las palabras y yo tenemos una relación, somos

dos rostros.

Algunas veces, en mis talleres, propongo que escojan una palabra y la

busquen en un diccionario, en internet, o que recuerden un suceso de su

infancia, que la mantengan en la boca, sientan su peso, su olor. A diferencia

del psicoanálisis, ignoro lo que ocurre en sus vidas, cuáles son sus conflictos;

tampoco los conversamos, pero cuando vuelven con el ejercicio escrito, traen

un brillo distinto en la mirada. No es el diván, no es el taller, es la palabra.

istmo 27

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celo

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o

LA ENUNCIACIÓN/

Este título, levemente pretencioso, es un intento de indagación desde la práctica narrativa, de esa zona ambigua y de suelo pedregoso en que se esta-blecen las relaciones entre texto y subjetividad. Es decir, el área en donde es posible articular lo real, lo imaginario y lo simbólico, privilegiando este último eje como marca significante, que es el registro de la cultura, del Orden Simbó-lico que un inconsciente codificado elabora desde un siempre ahí, sin historia. Lugar generatriz de la escritura o genotexto. Zona paradojal en que surge el sujeto de la enunciación. Estamos en territorio lacaniano o en esos límites que Lacan llama lingüístería.

Estamos citando sin comillas. No puedo sino pensar que la práctica narrativa es también un trabajito analítico de cita, también llamado intertextualidad, guardando las distancias y el respeto por el trabajo académico-intelectual del citado (y de los no citados que también están presentes); lo nuestro no es más que un “pololito”, ese trabajo con harto elemento “suple”, a lo maestro chasquilla, pero no menos serio; pega o modo de trabajo que recuerda el bricolage de Levi-Strauss, aunque sin el rigor de la caja de herramientas cartesiana.

Obviamente esa formación discursiva llamada sujeto es un producto de eso que Lacan dice que está estructurado como un lenguaje, el inconsciente. Y la historia de eso que llamamos literatura suele ser el registro de los modos de instalación de ese sujeto. istm

o 29

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Mi relación con la jerga analítica (disculpar expresión, que puede sonar

peyorativa) o, al menos, con la semiológico-estructural, está determinada por

una lectura desordenada de Foucault, Lacan, Roland Barthes, y otros. Se trata,

entonces, de un tema de lectura, de cómo leemos lo que leemos: la escritura

sería una especie de informe de lectura que siempre se enfrenta a una triada

fundante, ya sea la que acabamos de citar (lo real, lo imaginario y lo simbóli-

co), o la triada edípica o la de la escuela de la sospecha, esa que conforman

Marx, Nietzsche y Freud. Este último nos legó un modelo de lectura, ya sea

de relatos orales (de diván) o de relectura analítica de textos clásicos (canóni-

cos) provenientes de distintos géneros clasificatorios del texto, ya sea mito o

tragedia.

Y es a partir de estos ejes retórico-teóricos, levemente trinitarios, que me

hago al relato. Y sin la intención de venderle pan al panadero me reconozco

usuario de algunas herramientas parciales que suelen servir para desarrollar

temas globales, y que provienen de esa matriz sospechosa (según noción de

Paul Ricoeur). Y que, por cierto, han funcionado para mí como una especie de

linterna platonizante (burda metáfora que cita el mito cavernario) que inaugu-

raría la impostura epistemológica y que provocaría, simbólica y materialmente,

la expulsión de los poetas de la República, entre otras cosas.

LA OPERACIÓN/

En ese contexto figurativo hace su aparición un concepto metafórico de

Freud, la “novela familiar”, noción que por motivos operacionales siem-

pre tengo presente a la hora de emprender un trabajo narrativo. Cualquier

proyecto novelesco tiene su origen en una “fantasía neurótica de un sujeto”,

según la definición del diccionario de Laplanche y Pontalis.

En mi trabajo narrativo, por ejemplo, el delirio del sujeto chilensis lo obliga

a desarrollar una impostura fantasiosa obsesiva, es decir, a construirse un

otro (in)validado y (no)legitimado, a través de un relato sintomatológico.

Su carencia radical de capital simbólico no lo faculta para la vida despierta

y está obligado a montar una escena farsesca, no trágica, en una versión

comediante del Edipo hamletiano, especie de degradación del género. Hay

que recordar al Príncipe de Dinamarca dirigiendo una comedia farsesca que

le servía de estrategia fatal. Me lo comentaba Nicanor Parra, paseando por el

barrio Barrancas de San Antonio en alguna oportunidad, que Hamlet era un

“carerraja chilensis”, quien asumiría la comedia para no enfrentar la función

que le corresponde, que es la venganza, hacerse hombre; opta, en cambio,

por el carerrajismo adolescentario y lúdico, manipulador y teatrero. En el caso

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del Hamlet achilenado no hay ni siquiera el fantasma de un padre; hay, en

cambio, una orfandad estructural, y una madre fálica que debe impostar su

clítoris en la figura de un huacho mal hecho, para decirlo de un modo burdo,

a la manera de la lengua procolálica, “flaite”, que hace de prótesis o herra-

mienta criminal para ajustar cuentas con el padre fatalmente ausente, y que

es cualquier cosa que huela a institucionalidad.

Con esta especie de psicoanálisis silvestre o salvaje, chapucero, que siempre

transita por el wrong way o por el camino de tierra de la figuralidad retórica,

emprendemos el trabajo narrativo. Contar historias no puede ser otra cosa

que un modo de dar cuenta colectiva y pública de las patologías individuales

estructurantes de un orden social. El habla de un personaje o el discurrir del

narrador es sólo un síntoma de un delirio o de una voluntad criminal o, al

menos, de la disolución de un mundo (o la construcción de otro con leyes

arbitrarias).

EL CAMPO/

Lo paradojal es que en la situación del campo narrativo chilensis uno ocupa

el lugar del huerfanito iconoclasta que jamás ocupará el sitio del padre. La

obsesión de canon súperyoico de nuestro campo artístico-literario; las ganas

del Padre-Maestro, ojalá abusador, según el modelo del pastor que hace y

deshace con sus discípulos, es fundamental, aunque la amenaza trágica está

latente. Esa voluntad canónica determina un giro identitario brutal, el estar

siempre reproduciendo la comida totémica y el arrepentimiento que le sucede.

¿Qué es contar historias en este contexto? La respuesta es simple, y por lo

mismo, inadmisible: es entregar informes de lectura. Cuando leemos, por

ejemplo, las indicaciones de lectura de un Foucault, que en el prólogo de Las

Palabras y las Cosas asume que el libro surgió de la lectura de un texto de

Borges, “El Idioma Analítico de John Wilkins”, donde aparece una clasifi-

cación zoológica de carácter fantástica, esa que clasifica a los animales en

“pertenecientes al Emperador o dibujados por un pincel de pelo de camello

finísimo o que de lejos parecen moscas, etc.”, no podemos dejar de pensar

que leer puede constituirse, de pronto, en un registro epistemológico clave,

inaugurando un gesto retórico que quiebra el orden del discurso. Lectura se-

miológica que nos hace distinguir niveles y jerarquías de códigos que rompen

los cánones. Suponemos que Freud leyó o practicó algo análogo con el mito y

la tragedia clásica, o en el relato de casos clínicos. Aquí la lectura se hace sig-

nificativa, se transforma en una escritura, en una analítica, en una operación

que da cuenta de cómo está organizada la cultura. istmo 31

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Escribir, no puedo sentirlo de otra manera, es una práctica de lectura que

intenta descubrir lo Otro, u otros órdenes. Siempre va a estar en peligro una

institución, y siempre va a haber una policía que fiscalice lecturas e interpreta-

ciones. La práctica de la escritura, por definición, al menos en cierto registro

de la modernidad, está condenada a matar al padre.

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INT. - OFICINA SIQUIATRA - TARDE

Invierno, alrededor de las 16:30. Frío afuera. Por la ventana del piso 11 se

intuye el Cerro San Cristóbal a través de la bruma de la contaminación.

Pareciera que hubiese neblina pero es el grueso smog. El edificio es moderno,

la consulta es pequeña, nueva, diseñada para profesionales que necesitan lo

básico. Hay un calefactor halógeno encendido, lo que le da a toda la oficina

un color anaranjado. Hay un diván, comprado en Muebles Sur, y dos sillones

que se enfrentan.

El siquiatra es relativamente joven, tiene bigotes pero no barba y luce un

sweater grueso tipo marino que le recuerda una foto de Hemingway que una

vez compró en una librería del Drugstore.

Esta es su primera consulta independiente. Es propia: le ofrecieron el 10%

de pie; tiene colegas que pagan más en arriendo. No tiene muchos pacientes

aún. Se consiguió una asesoría con Carabineros de Chile a través de un primo

y una vez por semana pasa un día en el Hospital de la institución atendiendo

cabos y prefectos que han vivido experiencias traumáticas.

Su laptop está conectado a wi-fi. Hay un afiche de la película Los 400 golpes

de Truffaut que compró en París en un congreso. También tiene una foto

enmarcada de Carl Jung. En un rincón hay una repisa con muchos libros. istmo 33

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La oficina no tiene sala de espera.

El siquiatra se llama igual que el paciente que va a entrar: M. El siquiatra tiene

doce años más que su paciente.

Suena el timbre.

M29 cierra la página del suplemento literario “Radar” del diario argentino Pá-

gina 12 y se acerca a la puerta. El chico es de su misma altura. M17 es guapo

sin ser bonito. M17 le da la mano.

DOCTOR

Eres puntual. Adelante.

M.

Llegué diez minutos antes: estaba esperando en la escala de emergencia.

Quería ver quién salía pero no salió nadie. No tienes muchos pacientes, veo.

DOCTOR

Pasa. Este es tu lugar.

M.

Este es tu lugar. Por favor. ¿Así recibes a la gente que va a tu casa? Puta: ¿va

gente a tu casa?

DOCTOR

Te noto tenso... ¿Quieres hablar de algo?

M.

Vine para acá, ¿no? Algo debo querer. ¿Me siento o me acuesto?

DOCTOR

Lo que tú quieras.

M17 se lanza arriba del diván pero queda mirándolo a la cara. M29 se sienta en su sofá.

M.Nos llamamos igual.

DOCTORAsí es.

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M.

¿Cómo quieres que te diga?

DOCTOR

Como te sientas más cómodo. Puedes llamarme por mi nombre y yo por el

tuyo, ¿te parece?

M.

Ahí vemos. Muchas veces uno no le dice nunca el nombre a la persona con

que uno habla porque uno ya sabe como se llama y es redundante, ¿no?

Silencio. Un largo silencio.

DOCTOR

¿Cómo llegaste a mí? ¿Alguien te recomendó o...? ¿Has estado en terapia

antes?

M.

No.

Silencio largo.

M. (CONT’D)

Mis padres ni siquiera saben. Pagaré al contado. Me tienen una cuenta y

nada, tengo ahorros. Heredé, además. Mi abuela.

Silencio.

M. (CONT’D)

Luego les diré que estoy viniendo a verte y se asustarán y urgirán y me lo

pagarán todo. ¿O necesito ser mayor para que me atiendas si el que paga soy

yo? Googlié y no decía nada de eso. ¿Hay algún problema? ¿Quieres que te

pague ahora? Será al contado. Don’t worry, doctor House.

Silencio breve.

DOCTOR

¿Cómo llegaste hasta acá?

M.

En bici. istmo 35

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DOCTOR

Digo...

M.

Sé lo que quieres decir. Te encontré en Facebook y luego seguí investigando.

Unos cutters que encontré dicen que eres como un Dios. Tienen un foro en

la red y ahí un par empezaron a mojarse alabando lo “empático” que eres.

Dicen que escuchas y entiendes. Ahí anoté tu nombre.

DOCTOR

Cutters.

M.

Sí. Gente que se corta. Existen. ¿Sabías?

DOCTOR

¿Por qué te interesan los jóvenes que se automutilan?

M.

Son secas en la cama: como sienten que son feas o freaks, son más needy que

la cresta pero agotan rápido. Son muy de alta mantención. Mal. Igual prefiero

las minas con menos rollos. Antes me atraía la gente más rara pero uno crece.

Uno se cansa, para ser más preciso.

DOCTOR

¿Y tú nunca has pensando o estuviste a punto de…?

M.

Estás más huevón. Ni siquiera me tatuaría. Cuido y me gusta mi cuerpo. Me

va bien con mi cuerpo. Pero nada... Me parece bizarro... Yo no lo hago pero

te confieso que me atrae o sorprende que una mente sea capaz de hacerlo.

Me intriga una persona que es border. Me parecen más intensos que los que

sólo juegan wii o twitean sus putos pensamientos emos.

DOCTOR

¿Conoces mucha gente intensa, como dices?

M.

Últimamente he estado como conociendo gente fuera del círculo de los cuatro

colegios y...

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DOCTOR

¿Cuatro colegios...?

M.

Si supieras cuales son, no me preguntarías cuales son. Obvio. Te delataste

solo, doc. Ya: eres clase media emergente, nada de malo en eso. Al revés. El

primero de tu familia que fue a la universidad: bien. A pesar del metro, estás

a millones de kilómetros de Maipú. Huiste lejos. Te entiendo. Igual hay movili-

dad social en este país, digan lo que digan.

Silencio.

M. (CONT’D)

Nada: conocí una mina, tiramos, harto, ene... la mina muy agradecida, muy

loca... reconozco que hice cosas con ella que nunca había hecho...

DOCTOR

¿Qué?

M.

¿Perdón? No vine a contarte cosas para llenar tu pendrive mental para que

luego te puedas masturbar en tu oficinita. Huevón: tengo un CI de 137. No

todo lo necesitas saber o preguntar. Hay mucha información que se obtiene

sólo con mirar. Hasta con oler, huevón. ¿Puedo seguir?

DOCTOR

Sigue.

M.

Caché que la Sara —esta mina— era muy onda Crepúsculo, muy True Blood,

gótica para el pico... Mal. Muy cagada de la cabeza, así que le hice el quite...

pero antes la escuché un rato y... luego vi un día en mi casa esta serie de

HBO, un par de capítulos, al menos, del siquiatra cagado de la cabeza... bien

rica una de sus pacientes: la mina que hace de Alicia en Alicia en 3D; la mina

que también hace de la hija en esta película de una familia con dos mamás...

nada... ¿dónde iba?

DOCTOR

Una serie sobre un analista.

M.

De pendejo vi Analízame. Buena. Cómica. Me pareció cómica, ahora quizás istmo 37

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me parecería mala, no sé. Uno evoluciona en sus gustos. Y nada: casi la mitad

de mi curso va al sicólogo pero a mí me pareció muy fome. Quiero algo más

power.

Silencio.

DOCTOR

Me gustaría que me contaras más de ti; información, digamos, más acotada.

¿Cuántos hermanos son...? ¿Vives con tus dos padres? ¿Qué hacen?

M.

Ya te di mi edad por teléfono... nacionalidad es como obvio... yo cacho que

basta con ver mi ropa, mi cara, no sé, el dato que te di de que pagaré yo ya te

sirve para deducir mi status...

DOCTOR

Te gusta manejar las cosas. ¿Por eso viniste? ¿Algo no te está resultando…?

M.

Vine porque no tengo amigos y me pareció mejor arrendar un siquiatra que,

no sé, ir a una puta a darme un masaje. Creo que me voy a ir. Eres pasivo-

agresivo, ¿sabías?

DOCTOR

Tu idea es que nos veamos cada cierto tiempo...

M.

No sé si quiero volver a verte. Creo que no hemos “empatizado”.

DOCTOR

¿Cómo crees que podríamos mejorar esta relación?

M.

No es una relación: te pago, y vos abres tus oídos. ¿Estarías aquí gratis? ¿Se-

rías mi amigo?

DOCTOR

Perfectamente.

M.

Amigo de huevones menores de edad. Los dos en una pieza. Muy iglesia cató-

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lica. No. Yo no sería amigo tuyo. No creo que tengamos mucho en común.

DOCTOR

¿Tú crees que la amistad se basa en las cosas que dos personas tienen en

común?

M.

Nada. Te gusta ganar, doc, veo. Simplemente tenía curiosidad. Eso. No soy

Dexter, no soy un sicópata, no me voy a mandar un Columbine/Elephant. ¿O

prefieres que gaste la plata en ropa o en subir a la puta nieve?

Silencio. Un silencio largo.

M. (CONT’D)

Si uno no está, entonces nada te puede pasar.

DOCTOR

¿Cómo?

M.

Fue algo que escuché. Una canción. Y es cierto. OK, ¿puedo seguir? ¿Puedo

seguir por la puta? Porque esto va a ser sobre mí, ¿no? Yo estoy pagando. It´s

my time.

DOCTOR

En efecto, es tu tiempo y este espacio es para que te sientas cómodo y tran-

quilo. Acá puedes sentir o hablar lo que quieras. ¿Siempre miras Facebook?

M.

Soy del siglo 21. ¿Qué quieres que haga? ¿Que lea poesía a la luz de la vela?

Soy relativamente normal. Y tengo bastante más amigos que tú en Facebook.

¿Es ético que un siquiatra tenga Facebook?

DOCTOR

¿Qué te parece a ti?

M.

¿La dura? Creo que eres un tipo medio solo, medio aburrido, con issues no

del todo resueltos, y que te gusta escuchar cosas de otros porque a veces

sucede que te topas con problemas o gente parecida y eso onda que te

conforta. Te gusta captar que no eres el único y te gusta también estar acá istmo 39

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encerrado, escondido, tratando de ayudar porque cachai que eres mejor

ayudando porque tú ya no vas a cambiar como quisieras cambiar, no vas a ser

como te gustaría ser.

DOCTOR

¿Y cómo me gustaría ser?

M.

¿Tú? Puta, mejor. Más libre, suelto, pero no te enganches. El que debería

hacer transferencia luego soy yo, ¿no? Punto para mí.

DOCTOR

Tú ves esto como un... ¿partido?

M.

Todo el mundo quiere ganar, Doctor. ¿Acaso no te enseñaron eso en la uni-

versidad?

DOCTOR

¿Y tú…? Cómo te llevas, digamos, contigo mismo. ¿Qué cosas te molestan o

duelen…? ¿Qué cosas te gustaría enfrentar de otra manera...?

M.

¿Qué lazo tengo conmigo? Puta... no sé: pasamos harto tiempo juntos. Puta

la pregunta huevona.

DOCTOR

¿Cómo te llevas con tu inconsciente…?

M.

¿Me estás hueveando?

DOCTOR

Duermes bien.

M.Duermo hasta tarde. Y me duermo tarde. No vas a analizarme mis sueños, no soy huevón. No tengo pesadillas. A veces sueño cosas pencas, como todos. A veces ni sueño.

DOCTOR¿Te gustaría ser otra persona? Alguien que quizás conozcas o... alguien del

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cine: un actor, un personaje... ¿Alguien del deporte?

M.

Ese no es el tema.

DOCTOR

¿Cuál es?

M.

Córtala, ya. Calma. Podrías tomarte un ravotril. ¿Tomas? ¿Tienes? Porque

esa es la gracia de un siquiatra, ¿no? Los huevones pueden recetar. Me vas a

recetar.

DOCTOR

¿Sientes que necesitas algo...? Algo que te quite la ansiedad.

M.

Puede ser.

Silencio.

M. (CONT’D)

Mi abuela decía que soy como un erizo; si intentan tocarme, saco mis espinas

y pincho. Cuando me agreden, o a veces para jugar, puedo ser —podía ser—

extremadamente cruel e hijo de puta. Ella decía que dentro de mí, soy todo

viscoso, más viscoso que el resto, incluso, pero que lo escondo. Puede ser.

DOCTOR

¿Sientes que necesitas a veces esconder lo que te afecta?

M.

Puta, todos escondemos lo que somos, lo que sentimos. ¿De qué otra forma

nos vamos a proteger?

Silencio largo.

M. (CONT’D)

Nada.

DOCTOR

¿Nada qué? istmo 41

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M.

Nada. Eso. Nada. No tengo nada que decir. No fue idea mía. No quise venir.

Me obligaron.

DOCTOR

¿Quién?

M.

Mi mamá. Mi mamá odia que sea como yo soy.

DOCTOR

Antes me dijiste que...

M.

Tengo 17. Por muy maduro que sea, soy inmaduro. Adolezco. Estoy en forma-

ción. Muto. Te mentí. ¿Acaso la gente no miente acá dentro?

Silencio.

M. (CONT’D)

Está chata que me echen de clases. Me quieren echar del colegio.

Silencio.

DOCTOR

¿Tú quieres que te echen?

M.

Me da lo mismo. Solo sé... nada. Las cosas ya no son como antes. Ojalá

pudiera desaparecer.

DOCTOR

¿A qué te refieres, Matías?

M.

Nada. No pasa nada. De verdad. Todo bien. Es un trámite. Igual me podrías

dar Ravotril, ¿no? ¿Sí? Lo que pasa es que...

DOCTOR

¿Qué?

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M.

Las cosas no van por ahí. ¿No es lo que tú crees?

DOCTOR

¿Qué crees que creo?

M.

Que estoy cagado. Que sufro crisis de pánico. Que soy un huea prepotente.

DOCTOR

¿Por qué habría de creer eso?

M.

¿Por qué crees? En todo caso, no quiero hablar, no te metai en lo que no te

importa. Sé que no te intereso, es lo que haces nomás. Te dedicas a escuchar

secretos ajenos.

DOCTOR

¿Crees eso?

M.

Qué te importa lo que creo, concha de tu madre. Puta qué te importa lo que

pienso o creo. Podrías preguntarme qué siento.

DOCTOR

Bota tu ira, me parece bien. No pasa nada. No me voy a enojar.

M.

Puta el huea huea. Deja de hablar como siquiatra. Si tuvieras hijos... ¿tienes?

DOCTOR

Ese es un tema personal.

M.

Puta la hueá: querís saber hueás mías y no querís hablar tú.

DOCTOR

No estoy en terapia.

M.

Deberías. istmo 43

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DOCTOR

Quizás estoy. Eso no lo sabes. No soy perfecto, ni intento parecer que lo soy.

M.

No lo eres.

DOCTOR

Sin duda que no, pero igual te puedo ayudar. Una cosa no implica la otra.

M.

No estoy en terapia.

DOCTOR

Quizás sería bueno que vinieras una vez por semana. ¿Te acomodaría eso?

M.

No. No sé. Veamos.

Silencio.

M. (CONT’D)

Ayer me corrí dos pajas y me fumé dos pitos y le saqué vodka a mi viejo y me

fui a manejar por La Dehesa. ¿Qué opinas?

DOCTOR

Que eres un adolescente. ¿Te sientes culpable? ¿Mal?

M.

No. ¿Culpable? ¿De qué?

DOCTOR

¿Crees que deberías estar aquí?

M.

Depende. No, no creo.

De pronto, M. se tapa la cara y comienza a llorar. Llora. Silencio.

M. (CONT’D)

Puta, odio llorar. Hace tiempo que no lloraba.

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DOCTOR

¿Parece que recién te pasó algo?

M.

Me puse a llorar, sí. ¿Te gustó mirarme como lloraba?

DOCTOR

Parece que te emocionaste...

M.

Ah, ahora lees mentes.

DOCTOR

Tus ojos se llenaron de lágrimas. Parece que conectaste con algo.

M.

Quizás. Y te gustaría saber qué, ¿no?

DOCTOR

¿Quieres compartirlo?

M.

No. Ya lloré en público. ¿No crees que me merezco un regalo? ¿Una receta de

algo con una estrella impresa en su caja?

DOCTOR

¿Sientes que necesitas medicamento? Conversémoslo. ¿Qué te gustaría no

sentir? ¿Qué te gustaría aplacar?

M.

Aplacar. Te gustan las palabras pedantes. ¿Conectar? No cachai que justa-

mente de eso se trata: de no conectar. Así te curas. Así te salvas.

Silencio.

DOCTOR

Vamos a tener que dejarlo hasta acá. ¿Te parece que nos volvamos a ver? Yo

creo que sería bueno.

M.

¿No podemos seguir un rato más? istmo 45

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DOCTOR

Se cumplió la hora de la sesión. Una hora acá dentro dura cincuenta minutos.

M.

¿Sí? ¿Cincuenta minutos?

DOCTOR

Sí. Pero podemos vernos de nuevo. ¿Quieres agendar una hora?

M.

¿Una hora de cincuenta minutos?

DOCTOR

Sí.

Silencio.

M.

¿Cincuenta minutos?

DOCTOR

Sí.

M.

¿Entonces por qué esta hora duró setenta?

El chico saca su iPhone. El cronómento marca justo 71 minutos.

M. (CONT’D)

Parece que tampoco tenías paciente después que yo. Veintiún minutos. Me

regalaste 21 minutos pero luego me mientes. ¿Debería confiar en ti? ¿O

conectaste con algo?

Silencio.

El chico se levanta y saca su billetera. Deja unos billetes de diez mil pesos en

una mesita, al lado de una caja de pañuelos desechables Kleenex.

M. (CONT’D)

Me creíste todo. Igual lo de la receta era hueveo. Conozco un dealer que

mueve. Suerte. Creo que la vas a necesitar.

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El chico cierra la puerta. Antes de hacerlo, apaga la luz. La oficina queda a

oscuras, iluminada sólo por el brillo halógeno del calefactor.

istmo 47

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I I R e c o r d a r , r e p e t i r , r e e l a b o r a r

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Federico Galende

A Manuel Rojas hay que pensarlo al lado de Alberto Romero, de Gon-

zález Vera y de Edwards Bello. Es cierto que en su última década terminó

escribiendo como el Faulkner de Las palmeras salvajes (el Faulkner predilecto

de Borges), armando uno que otro manual sobre literatura chilena y com-

poniendo incluso una pieza antiburguesa sobre las barriadas marginales con

Isidora Aguirre. Pero sin esta comparación inmediata, la dialéctica que esbozó

entre oficio y escritura pierde sentido, en parte porque fueron Romero, Gon-

zález Vera y Edwards Bello quienes introdujeron y se disputaron a la vez, un

poco como el August Sander que retrataba a través de rostros cotidianos la

fisonomía de las clases en Weimar, la instantánea literaria de la realidad social

chilena.

Dos décadas antes que Rojas publicara Hijo de ladrón —una psicología de los

oficios libertarios—, Romero había escrito una novela bien contrapunteada

entre la desdicha del destino y la psicología de las clases bajas. Esa novela fue

La viuda del conventillo, un pequeño tratado costumbrista sobre la debilidad

de los caracteres sociales y las condicionantes de la precariedad y la traición.

Tengo a mi lado un articulito que el crítico Manuel Vega escribió a propósito

de esa novela en 1935 en El diario ilustrado. Se trata de un material interesan-

te, que anima una primera relación entre el mundo del trabajo y el mundo del

escritor: “Son las diez de la noche. En la esquina de Santo Domingo y Teatinos

hay un hombre de pie, cuya silueta ha llegado a ser familiar a los vecinos del

barrio”. El hombre, desde luego, es Romero, sobre quien Manuel Vega anexa istmo 51

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de inmediato un par de detalles raros: dice que “usa lentes a lo Harold Lloyd”

y que camina con la lentitud propia “de los más ágiles cazadores de ambien-

te”.

Se entiende: Romero ejerce el oficio del escritor, pero para hacerlo necesita

antes salir a recolectar expresiones sociales que atisba en medio de la noche.

Esas expresiones se las lleva de inmediato a su casa, con la destreza de quien

transporta un bicho de luz que no debe apagarse en la mano pero tampoco

escurrirse. Lo que Manuel Vega da a entender es que el oficio de Romero

comienza ahí, en ese traslado cuidadoso entre un mundo y otro, en ese

deambular que husmea y absorbe trozos de ciudad en una instantánea sobre

la que trabajará durante el resto de la noche. Tiene que ser de noche porque

de día Romero camina por Santo Domingo hasta el correo, donde trabaja un

rato antes de cruzar la Plaza de Armas para perderse, enseguida, en alguna

fuente de la calle Merced. Tiene que ser de noche porque además sólo ahí su

cuerpo y la ciudad pueden comunicarse a la intemperie, una intemperie que

resulta de la división precisa entre dos tiempos, el de la calle y el del escritorio,

pero también entre el ya-no del paisaje de Chile —su pampa salitrera, los

bosques del sur, la playa costina o el resto de los rincones de los que hablaba

Mariano Latorre— y el no-aún de su metrópolis moderna.

En ese intersticio el escritor se hace flâneur, posa, se presta a la toma, el án-

gulo y el claroscuro, mientras busca de paso las fórmulas expresivas que nece-

sita, esas instantáneas de perdición bajo la discontinuidad de los faroles, esos

retratos pasajeros de las clases desamparadas con las que más tarde empezará

a componer sus collages. Mientras lo hace toma café. ¿Cómo le gusta a usted

el café, Romero? “Negro, muy negro”, dice que le gusta. Dice que le gusta así

porque evidentemente así escuchó una vez que le gustaba a Balzac cuando

Balzac escribía en la buhardilla de la rue Lesdiguières. Pero esto último no lo

dice, no lo menciona, lo oculta. Oculta que le copia los lentes a Harold Lloyd,

que toma el café como Balzac, aunque a la vez admite que para ser escritor

hay que impregnarse de todo lo que esté a mano, como esas mismas voces

roncas y desvalidas que palpa durante la noche y que, en lugar de llevarlo a

escribir la novela del cajetilla o del Gentleman, lo conducen a fundar una es-

pecie de psicología de la amargura: la de los tugurios cuya traición o bajeza es

el recurso que las clases altas depositan en el corazón solidario de los pobres.

La psicología de Romero es una teoría de la infección, una con la que también

se infecta cuando concibe su oficio como el de un escritor que camina o el

de un caminante que escribe. Sin caminar, sin recorrer la noche, sin trabar

amistad con todos esos seres derrotados —“choferes, borrachos, mujeres

gordas y desgreñadas”— no se puede escribir. Lo que Romero así consolida

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—a espaldas del escritor de embajadas o del ghostwriter que lo preceden: un

Blest Gana, un Lastarria— es la figura del escritor moderno. El escritor moder-

no es el que trabaja dos veces: el que trabaja en la calle para absorber en su

escritura el pulso del oficio nocturno y el que trabaja recortándose a sí mismo,

a la vez, de la impersonalidad de ese oficio.

El artista moderno trabaja dos veces porque, tal como se puede deducir de

las teorías de Rancière, interviene en lo público, políticamente, explorando al

mismo tiempo una excepcionalidad laboral que deja su práctica fuera del tra-

bajo anónimo del resto de los oficios. Esta excepcionalidad es todo un espíritu

de época; es la que Romero demarca y la que un escritor como González Vera

había ido a buscar previamente al habla de los suburbios para contaminarse

y distanciarse a la vez de eso que lo habita y está presente en sus novelas

breves: la “fachada vulgar”, la “pared pintarrajeada”, los “pasadizos obs-

truidos”, los “quiltros raquíticos” del conventillo. Si uno dice “para contami-

narse”, es porque en González Vera la primera persona de la narración suele

asomar su cabeza en medio de pasillos atorados con braseros, medias tiradas

y cajas de cartones repletas de porquerías. Pero lo hace de un modo distante:

puliendo la voz, distinguiéndola del bullicio, utilizándola para pasar en limpio

los quejidos de las viudas, las altisonancias de la chusma, los murmullos de

los pobres, los gemidos de los enfermos; usando palabras que entresaca de la

monotonía del rumor del conventillo para depositarlas enseguida en una es-

critura exacta, económica, distante, una escritura que, en la línea de Romero,

entra y sale de las voces impersonales o anónimas de las que se nutre.

O sea que se trata de un escritor que necesita nutrir su voz de lo mismo de

lo que necesita separarla, y para hacerlo le atribuye al oficio de la escritura

un lugar particular: un vacío o un hueco en torno al cual gira la vida centrí-

fuga del tiempo oral cotidiano. En ese sentido, las “vidas mínimas” no son

cachos o trozos caídos de la pericia luminosa de la escritura sino al revés: la

escritura es un pozo, una voz baja o menor, un punto invisible en medio del

conventillo desde el que el hombre de letras espía las miserias de su propia

clase. Este modo de proceder de González Vera, consistente en perseguir el

rincón o la trastienda desde donde escrutar, sin ser visto, el mundo social que

lo forjó, se opone claramente a lo que hace Edwards Bello: salir a la superficie

del oficio para abrir las puertas tras las que se ocultan los excrementos de su

propia clase. Sus crónicas son la solapa de una burguesía en decadencia que

se esmera en “mantener las formas”, crónicas que sabemos que por la época

se consumen a escondidas, a espaldas de un ecumenismo que conjura las es-

cenas del prostíbulo, el psicologismo de la ramera o la figura del héroe fugaz

devenido “patiperro de la horda”. Por eso podemos proponer, antes de llegar

a Manuel Rojas, que entre El roto y Vidas mínimas, que se publican en 1920 y istmo 53

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1923 respectivamente, ya se traman dos grandes legados acerca de la relación

entre clase social y oficio de la escritura. Pues si Edwards Bello se mueve desde

aquel bisabuelo que funda la gramática del estado o desde el colegio MacKay

o desde la educación sentimental francesa a la psicología secreta del pros-

tíbulo y la escritura deshilachada, González Vera se mueve al revés: transita

desde el oficio mundano —letrista de carruajes, cobrador de tranvías, barbero

o incluso lustrabotas— al universo del escritor que se consagra a la economía

política de la frase.

*

Sin esta constelación, decíamos, a Manuel Rojas no se lo entiende, acaso

porque sin ella tampoco habría escrito. En parte porque lo suyo es hacerse

justamente un lugar entre la pose balzaciana de Romero, la voz desmedida de

Edwards Bello y la lengua trabajada de González Vera. Es cierto que con Gon-

zález Vera comparte esa acumulación incómoda de oficios mundanos —de

pintor a electricista, de artista circense a funcionario del trasandino—, oficios

que por lo demás lo arrancan de aquellas primeras piezas sin ventana en el

barrio de Caballito, de esas tristes tardes de domingo en Flores o esas camina-

tas por el barrio de Pichincha en Rosario (por entonces le llamaban la “Chica-

go argentina”), pero hay una diferencia fundamental: Manuel Rojas no traba

el oficio mundano por detrás de la lengua que habla en limpio. Lo que hace,

para seguir con los cruces entre clase y literatura, es todo lo contrario: acuesta

esos oficios afligidos en la superficie misma del texto, los torna materia palpa-

ble, los hace escribir. Nadie podría afirmar que en Rojas hay un psicoanálisis,

pero, si lo hubiera, éste consistiría en hacer hablar en bruto a las palabras, sin

afinarlas. Las manos “gruesas”, los párpados “abultados”, la cara “cortajeada

por el tiempo”, las palabras “abarrotadas”, las piezas “hacinadas”, la comida

“densa”, el estómago “ahíto”. Todo allí se inclina hacia lo abundante y lo

espeso, hacia lo capitoso y lo directo: la escritura es un caldo hirviente o una

pócima que redime en el instante al hombre arruinado por el oficio.

¿Pero acaso no es él mismo un hombre arruinado? Claro, pero por eso

escribe, por eso se convida a sí mismo esas cazuelas de vocablos primitivos.

Éstas son un intersticio ya distinto al de Romero, un intersticio entre el cuerpo

fugitivo del anarquista arrinconado en la última callejuela del cerro, atrapado

entre el paredón y la policía armada, y el cuerpo que encuentra en las plazas

animadas por las multitudes un calor en el que envolverse. Si allá arriba las

palabras resoplan, gimen, escupen o hacen la pausa animal desde la que ha-

blan los órganos que palpitan, aquí abajo en la plaza se convierten en orejas

que atienden a la turba. Esto podría conducirnos a ver en Rojas a un primer

pensador de las multitudes, pero en realidad las multitudes son en su litera-

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tura un espacio en el que traspapelar el cuerpo. Allí, en medio del bullicio, en

medio de las agitaciones, el cuerpo se borronea o se deshace como blanco,

se esconde como un pequeño árbol en un bosque de gritos. Las multitudes

son menos un anhelo político literario que una guarida o escondite, una

madriguera de voces en la que se pueden rastrear de paso los estallidos de los

caracteres sociales y las estrategias de la sobrevida. En esos retablos anarquis-

tas Rojas se encuentra con su propio vocabulario inconsciente, formado por

las palabras “cojo”, “hambruna”, “cauceo”, “picada” o “desalojo”.

Pero más allá de esas palabras, que pueblan sus páginas como una psicología

de voces intermitentes, la dialéctica de la multitud es finalmente el telón de

fondo para otro contrapunto, que es probablemente el que más le interesa:

el que se suscita entre el oficio impersonal del trabajador y el plus que, en la

inmanencia del trabajo, lleva a terminar por fin con éste. Esto significa que

el artista moderno, que en la literatura de Romero trabaja dos veces —como

alguien que trabaja para entrar en relación con la lengua del otro y alguien

que trabaja para retrazar la singularidad de lo que hace, a la vez, respecto

de esa lengua—, tiene una vuelta de página en Hijo de ladrón, donde lo que

Manuel Rojas compone es en realidad un tránsito literario entre el esfuerzo y

la astucia. Más precisamente: entre el “esfuerzo de las manos” y la “astucia

de los dedos”. Si el esfuerzo de las manos lleva al mito del Sísifo condenado

a la infinitud inútil y absurda del trabajo —el del cuidador de lanchas, el de

la costurera sombría, el del reparador de las vías férreas—, la astucia de los

dedos interrumpe abruptamente ese absurdo por medio de la intromisión de

la magia del ratero.

La vida circular del conventillo que encuentra en González Vera la solución del

escritor que huye, se convierte en Manuel Rojas en una dialéctica entre quien

se dedica de por vida al oficio cuya forma circular lo humilla y quien rompe

con esa humillación haciendo de la ciudad un lugar de paso y un escenario de

ocasión para hacerse de algún botín. La fórmula de Manuel Rojas no es en-

tonces, como la de su amigo José Santos, restarse a lo que circula inútilmente

en el conventillo sino, por el contario, construir el tránsito por medio del cual

se pasa de la “inutilidad útil” del trabajo a la “utilidad inútil” del oficio lite-

rario, de la inmanencia de la producción a la ilusión onírica del invento. Con

independencia de que el invento sea una de las piezas privilegiadas de uno

de los escritores que más se le aproxima, Roberto Arlt, este tránsito parece

requerir a la vez de un pasaje que va del hombre tangible al fantasma etéreo.

O también: de la dignidad del obrero de las “manos callosas” al cinismo

encantador de los “dedos ligeros”.

Se trata de un pase que anuda de un modo magistral “literatura” y “robo”. istmo 55

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Un nudo que en su camino no requiere del esfuerzo, sino de la magia o la

destreza. No se vive para hacer de la experiencia del paseante un motivo

para la literatura; se vive como se escribe. Por eso al padre de Aniceto Hevia,

el ladrón, le sucede exactamente lo mismo que al escritor, que pierde su

cuerpo macizo en el presente del oficio. El padre de Aniceto Hevia es el ladrón

invisible que conduce a leer la figura del autor moderno como aquel que está

muerto o que ocupa al menos, como dice Foucault, el lugar de un muerto.

Manuel Rojas se comenta de este modo a sí mismo, se hace su propio psicoa-

nálisis a través de lo que escribe. Pero lo que escribe no toma nunca la forma

de un cuerpo literario preciso cuya entrada o salida lo obligan a marcar tarje-

ta, la tarjeta del artista moderno, sino el cuerpo de una ficción en cuyo seno

la vida del escritor aparece y desaparece varias veces. Él mismo confesó más

de una vez que varias de las anécdotas de Hijo de ladrón eran trasposiciones

de su propia vida en la figura de Hevia, cuyo padre es alguien que consagra

el oficio a la destreza de un fantasma. “Las cerraduras de las casas en que

vivíamos —dice Aniceto— funcionaban siempre como instrumentos de alta

precisión: no rechinaban, ni oponían resistencia a las llaves y casi parecían

abrirse con la sola aproximación de las manos de mi padre, como si entre el

frío metal y los ligeros dedos existiera alguna oculta atracción”.

La literatura de Manuel Rojas hace del arte de escribir una condensación entre

el cuerpo que se humilla engrasándose con las grúas del puerto y el cuerpo

que se desmaterializa para escurrirse del mundo de la producción. Escribir

se convierte así en un oficio inmaterial por medio del cual el escritor analiza

el gasto de su cuerpo en el oficio material lindante. No es que la literatura

redima; pero sí puede tomar de los ladrones el uso ejemplar de esas palabras-

ganzúas con las cuales se hacen saltar, sin siquiera rozarlos, los canceles de los

estamentos formales de la lengua.

Manuel Rojas escribe para abrir fisuras en los panteones de una lengua hecha;

o para profanarlos, rozándolos con la ilusión inmaterial de su oficio. ¿No son

acaso sus ladrones los aguafiestas de las clases constituidas? ¿No son acaso

ellos quienes irrumpen en los salones del barrio alto sin que nadie los note?

Se irrumpe midiendo, rozando, burlando. Se irrumpe así, nunca forzando,

como si en la yema de los dedos del escritor de oficio se hubieran alojado

para siempre palabras que hacen saltar cerrojos. Después de esto, escritor y

ladrón conviven bajo una misma sábana y son el mismo fantasma, uno en el

que se unen el robo como exacción de la conciencia arruinada del oficio y la

escritura como magia ya célebre del espíritu furtivo.

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Felipe Michea

“La violencia es muda; la violencia empieza donde el discurso acaba”

Hannah Arendt

El asesino, el artista y el monstruo/

Hablar de aquella violenta insistencia que caracteriza a los personajes de

las obras de Carlos Droguett, del modo en que nos presentan la desmesura.

Según Maryse Renaud, hay tres seres que aparecen para estructurar toda su

obra: el asesino, el artista y el monstruo: “El primero, por ser él quien ejerce la

violencia a la vez que la sufre, por ser, de alguna manera, victimario y víctima;

el artista, porque comprende la necesidad de la violencia y porque, escribien-

do, la asume, ejerciéndola a su manera; y, finalmente el monstruo, producto

extravagante y caprichoso de la violencia natural”.1 El común denominador

entre estas tres figuras, afirma Renaud, estriba en su radical soledad, una

soledad intensa y excesiva, posible rasgo unario de la poética de Droguett, no

exclusiva en todo caso en las letras chilenas.

Diría que se trata de una insistencia desde la cual podría establecerse una car-

tografía de lo anímico en Chile, reflejo especular del cuerpo subjetivo, social y

geográfico originario. Asumiendo la incansable necesidad de recrear aque-

lla escena fundacional, la literatura chilena se constituye en un devenir de

imágenes cuyo leit motiv ya estaba ahí, inmemorial, inmaterial y monumental.

La extranjería del narrador frente a lo narrado advierte que no está en la me-

moria sino en el reencuentro con aquella escena, fabulación ominosa que a

trazos y fragmentos se recrea de manera ritual. La literatura chilena reescribe

obsesiva y delirantemente los sueños, ensoñaciones y pesadillas que confor-

man esa fantasía originaria; incansable, ha puesto su esfuerzo en recrear este istmo 57

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exceso del cual proviene, haciendo de esa violencia su sentido.

VIOLENCIA FUNDACIONAL E INTESTINA, VIOLENCIA PRIMIGENIA/

Armando Uribe —poeta y abogado— dará cuenta, para Chile y sus gentes,

de la ancestral relación entre Violencia, Poesía y Ley. De la atenta lectura de

los textos antropológicos de Freud, Uribe referirá que Chile no sólo posee

una conciencia colectiva sino, además, un inconsciente colectivo que estaría

estructurado, de antiguo, por un fantasme. Tal fantasme (inconsciente), fan-

tasía originaria estructurante, se manifestará de manera irracional, carente de

palabra y razón, destruyendo el lazo social que es sustento de una vida civili-

zada. Uribe habla de pulsiones irracionales que devienen barbarie, destrucción

y demencia. Habla sobre aquel registro ominoso, unheimlich: la raíz de lo

ominoso como un variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de

antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo, ese fantasme para lo incons-

ciente colectivo chileno desde el cual la nación adviene o se constituye, y que

Uribe llama “la violencia que quiere ser legítima”.2

Y Droguett… Droguett asesino, Droguett artista, Droguett monstruo:

Se ha perdido tanta sangre ya en nuestra pequeña e intensa historia. Ninguno quiso nunca

recogerla, todos la dejaron que corriera sola. Nadie tuvo voluntad, no, no tuvieron cabeza para

recoger la sangre corrida en cada siglo, en cada tiempo, en cada presidencia, en cada política.

Cada vez, cada ocasión, cada acontecimiento, existió la mano mala para verter la sangre, pero

nunca tuvo existencia la mano terrible para recoger, para contar esa sangre. Abro la historia

de nuestro pueblo y me quedan manchadas de sangre las manos, desde la primera hoja arau-

cana. Toda la vida la dejaron que corriera, que cayera para secarse ahí mismo donde tumbó

el asesinado, pero, cada día de escuela, los niños de nuestra tierra, cuando abren el libro de

la historia, ven que las manos, hojeando la historia, les quedan empapadas. La sangre corre

haciendo ondulaciones, haciendo un rumor de muchedumbre colorada por adentro del libro.

Hemos sentido siempre sonar ahí la sangre, toda la sangre chilena vertida en la tierra nuestra y

ella sola echada a correr entre las líneas, reunida en un gran río grueso. Es una sangre que cla-

ma al oído verdadero que quiera oírla, que corresponda con ella, que llama a gritos de sangre

a la mano metida en el destino y que venga a rescatar, para trabajarla, para elaborarla. Toda la

sangre chilena, vertida por el crimen, se ha perdido. Ha sido ella nuestra mejor sustancia para

confeccionar lo nuestro verdadero, lo de nosotros que dure. ¿Cómo han podido perderla? Toda

la sangre, tanta sangre.3

Habla sobre ese horror que adviene desde muy remoto, desde hace largo

tiempo. Así lo reprimido retorna al presente; así la ensoñación, el sueño, la

pesadilla; así la sangre vertida, “nuestra mejor sustancia para confeccionar lo

nuestro verdadero”; así la necesaria insistencia ritual, obsesiva, delirante, de

reescribirla. El llamado que hace es a recrear ese horror desde el registro de

la palabra, esperando de ella la donación de lo nuestro verdadero. La historia

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de este país, escribe el historiador Alfredo Jocelyn-Holt, “implica sacudones

emotivos, pasiones que alguna vez se sintieron y luego desaparecieron, se ol-

vidaron, contuvieron, o bien, simplemente se eliminaron o silenciaron. Si estos

siniestros son elocuentes es porque han dejado fisuras aún dolorosas; se han

ido acumulando trastornos que han azotado nuestras emociones y afectos

más íntimos”. Necesario se vuelve, por tanto, rastrearlos, dice, “captarlos en

el espejo, detectarlos en nuestro propio rostro y en las fachadas que improvi-

samos después que se ha caído todo”. No queda otra alternativa que sufrirlos

una y otra vez, aunque solo sea como historia, como recuento.

De esos afectos se hace cargo la escritura de Droguett, del recuento de aque-

llo originario, advertido ya en La Araucana del conquistador Alonso de Ercilla:

“Abro la historia de nuestro pueblo y me quedan manchadas de sangre las

manos, desde la primera hoja araucana”. Su esfuerzo está puesto en recrear

esa atroz violencia matriz de la cual proviene una nación que nace de la pala-

bra poética pero en cuya historia la sangre advierte su sentido. La Araucana

es un canto declamado y dirigido al Rey que manifiesta explícitamente el afán

del pueblo de constituirse ante sus ojos y oídos, en vista de la atroz violencia

e injusticia para con los naturales ejercida a sus espaldas por los conquista-

dores. Lo que muestra es una tierra de guerra bajo el imperium de la fuerza.

Como bien entendió García de la Huerta de Foucault, la Ley durante el siglo

XVI estaba estrechamente ligada al cuerpo del rey y su presencia: necesitaba

en América, y en Chile especialmente, del advenimiento de su cuerpo para

que recobrara su imperium.4 La palabra por sí sola no bastaba. Fue necesa-

rio que hiciera advenir el cuerpo o parte de éste —los ojos y oídos— a la

espera ilusionada de que pueda advenir con ello un orden a partir de la razón,

aunque desligada de la palabra. Así entendida, la palabra —poética— deviene

fundamentalmente un reconocimiento y la posibilidad de un encuentro.

De manera que Ercilla y Droguett asumen la misma soledad: esa “soledad que

es intensidad y exceso”, de la que hablaba Renaud; una soledad que deviene

un medio para una obra a pesar de ellos mismos, que posibilita finalmente un

encuentro, un reconocimiento, el necesario padecimiento. Es entonces que

adquiere sentido pleno la reflexión que hace Armando Uribe al reclamar para

Chile y sus gentes la ancestral relación entre Violencia, Poesía y Ley.

IMBUNCHE O INVUNCHE/

¿Qué formas adopta esta recreación mítica/ritual que la palabra plena decla-

ma y redime asumiendo que ésta sería tributaria de aquella ancestral relación

entre Violencia, Poesía y Ley? istmo 59

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El Imbunche o Machucho de la Cueva es un ser humano deforme que lleva

la cara vuelta hacia la espalda. Cocidos todos sus orificios, los brazos y los

dedos torcidos. Anda sobre una pierna por tener la otra pegada por detrás al

pescuezo o la nuca. De este modo se imposibilita su huida cuando pequeño,

y más tarde se impide su alejamiento de la Cueva, de la cual es guardián. Se

trata de un niño regalado a la Mayoría por su padre brujo, o bien raptado del

seno de alguna familia para destinarlo a la custodia de la Cueva. En su crianza

se le suministra leche de “gata” (nodriza india); más tarde, carne de “cabri-

to” (párvulo) y, en su edad adulta, de “chivo” (individuo adulto). No tiene la

facultad de hablar, sólo emite sonidos guturales, ásperos, muy desagradables.

Su alimentación corre a cargo de los brujos. Únicamente en caso de escasear

demasiado, se le permite salir en tres pies a buscarla en las inmediaciones.

Durante estas pequeñas salidas va profiriendo sus alaridos, aterrorizando a

cuantos lo oyen. De esta manera, nadie se atreve a mirarlo. Los únicos que

pueden verlo sin peligro son precisamente los brujos.5

Será el imbunche o invunche la representación de un sujeto atrozmente

des-creado. Robado a sus padres por los brujos (es decir sin nombre), mal

alimentado (condenado a alimentarse de leche y carne cruda), cercados sus

sentidos (cocedura de sus orificios), torturado e imposibilitado de movilidad

(torcedura del cuerpo), esclavizado y bestializado, mantenido o creado preten-

didamente en la barbarie (sin el conocimiento de la lengua civilizada, incapaz

por ello de nombrar por medio de la palabra). Esta figura mítica recrea la atroz

violencia por la cual el sujeto no logra advenir. No pudiendo inscribirse en

una imagen especular materna que lo sindique y que posibilite el advenimien-

to del símbolo y de un sujeto en/para lo social (Civilización), el imbunche o

invunche adviene en el delirio, alienado a una imagen corporal despedazada,

desmembrada, desgarrada y en la bestialidad de su habla primordial: sonidos

guturales, graznidos, alaridos, su fallida subjetividad (Barbarie). Existen opera-

ciones realizadas por brujos, referirá Uribe, cuyo objetivo no es otro que el de

des-crear una creatura. El imbunche o invunche emerge como una creación

mítica/ritual que devela lo horroroso y atroz de aquel fantasma originario y

estructurante, a saber, “la violencia que quiere ser legítima”.

Las reescrituras de este mito atraviesan toda la historia de la nación chilena.

Su primera referencia, en el sentido que se ha expuesto, la realiza Pedro de

Oña en su poema Arauco Domado, conocido como respuesta a la afrenta

sentida por García Hurtado de Mendoza al no verse figurado en La Araucana

y dirigido al enaltecimiento de su figura y su lucha con los bárbaros; allí Pedro

de Oña refiere el robo de mujeres y niños, españoles o criollos, a manos de los

araucanos, y el horror que provocaría en los cristianos (españoles) la repre-

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sentación de lo otro (mapuche) como un estado de barbarie y caos. Ya en

la República, José Victorino Lastarria en su novela Don Guillermo utilizará el

motivo del imbunche o invunche para reclamar a los miembros del gobierno

instituido de la época, de raigambre claramente conservadora, la generación

de políticas de gobierno cuyo fin no sería otro que mantener al pueblo en la

completa incultura y desvalimiento. En el siglo XX, en los años 70, José Do-

noso publicará El Obsceno Pájaro de la Noche, desplegando un universo des-

concertante y horroroso, unheimlich, que da cuenta de Chile y sus gentes y la

forma de vivir y morir de los chilenos, cuyo personaje principal, “el mudito”,

habitante de la Casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba,

representa al imbunche o invunche, alegoría de la cultura en Chile, comenta

Eugenia Brito, “en correlación con un mundo imaginario, que es el espejo de

otro inaccesible que lo requiere tan sólo como estatuto existente, eternamen-

te mágico, demanda que termina en andrajo, harapo, pústula e imbunche”.6

Por su parte, Carlos Droguett publicará en 1965 Patas de Perro. Allí “Bobi”,

mitad humano mitad bestia, es el débil recuerdo de Carlos, aún incierto,

abandonado por sus padres, que llevará la interrogante sobre sus orígenes y

pertenencia negada desde el discurso de las instituciones humanas socializa-

das y sus representantes (padres, comunidad, escuela, policía, psiquiátrico),

pertenencia natural, animal, negada desde el rechazo de las jaurías de perros

con quienes “Bobi” cuestiona su existencia. “Bobi” monstruo desaparecerá

una noche sin dejar rastro o huella, la cual tiende indefectiblemente a pasar al

olvido y del cual la escritura de Carlos es innegable testimonio. Patas de Perro

actualiza en “Bobi” aquella dicotomía Civilización/Barbarie, Centro/Marginali-

dad propia de una tradición cultural latinoamericana.7 Dotándolo de palabra,

Droguett asume la reescritura de la ancestral relación entre violencia, poesía y

ley, tomando aquella sangre, “toda la sangre chilena vertida en la tierra nues-

tra y ella sola echada a correr entre las líneas”, para recrear esa atroz violencia

de la cual proviene.

ERRANCIAS, TRAVESÍAS, EXTRAVÍOS/

El año 1980 Diamela Eltit y Lotty Rosenfeld comienzan una investigación en

torno a la ciudad y los márgenes. Buscaban, dice Eltit, “captar y capturar una

estética generadora de significaciones culturales, entendiendo el movimiento

vital de esas zonas como una suerte de negativo —como el negativo foto-

gráfico— necesario para configurar un positivo —el resto de la ciudad— a

través de una fuerte exclusión territorial para así mantener intacto el sistema

social tramado bajo fuertes y sostenidas jerarquizaciones”.8 Así comienzan

una travesía de errancia y extravío, conociendo, en Conchalí, en un sitio istmo 61

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eriazo el año 1983 al “Padre Mío”, un hombre en completo estado de delirio

que a pesar de ello era capaz de autoabastecer sus necesidades vitales, y de

cuyos encuentros, hablas y registros sucesivos el año 83, 84 y 85 se publicará

un libro que llevará su nombre.

Diamela Eltit refiere nunca más haber visto al “Padre Mío”, pese a haber

retornado varias veces a ese lugar y preguntar por él en los alrededores; le

habrían señalado que se había ido.

El año 2001 Carlos Franz publica La Muralla Enterrada, obra destinada a dar

con aquella ciudad imaginaria/literaria de Santiago: “Lecturas que también

son deseo, sueño de un desciframiento mayor: leer a Chile. Leerlo desde

su capital y desde su imaginación. Leer nuestro país en el cruce de dos de

sus señas de identidad más potentes: la primordial huella física de nuestra

existencia, nuestra metrópolis; y la principal marca metafísica que hemos

dejado en el mundo de los símbolos, nuestra imaginación literaria, nuestras

ficciones”. Para tales efectos, Franz comienza una travesía de errancia y en-

soñación que contempla 73 obras escritas entre los años 1900 y 2000, entre

las cuales aparecen Patas de Perro y El Obsceno Pájaro de la Noche. Franz

logra delimitar un Santiago imaginario que contempla 7 sectores o barrios

que más o menos corresponderían, metafóricamente, a zonas de la ciudad

real, hallando también aquella dicotomía que representaría “El Centro”, sede

del poder político y económico identificado con una ciudadela amurallada

que resguardaría la razón y el corazón (afectos) cautelado y defendido, y “La

Chimba”, palabra que en quechua significa “al otro lado del río”, ubicada al

norte del río Mapocho, durante la Colonia lugar de vivienda de indígenas y

que significaría todo aquello que “El Centro” niega: la muerte (cementerios),

la locura (psiquiátrico), el vientre (la Vega), la bohemia (Barrio Bellavista), el

resto (basural). Allí, “en esta amalgama de pulsiones primarias —entre el

inconsciente y el vientre—, reaparece uno de los símbolos más poderosos

de Santiago [Chile]: el imbunche. Al negar la muerte y la locura, cortamos las

alas de nuestra creatividad… cosemos el imbunche de Chile”.

Se sabe, Conchalí, comuna más grande del sector norte de Santiago, fue de-

nominada “La Chimba” durante la Colonia. En aquellas travesías que propi-

cian el extravío, Diamela Eltit encontrará y perderá al “Padre Mío”, contabili-

zándose en su relato tres ocasiones que dan significación a su experiencia: “Es

cultura, pensé”; “Es Chile, pensé”; “Hoy recuerdo que pensé: es literatura, es

como literatura”. De igual manera, Carlos Franz encontrará y perderá en “La

Chimba” a “Bobi” y a “el mudito”. En su relato se repite la experiencia:

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Una identidad chilena inclusiva en sus diferencias y negaciones, sólo puede traslucirse en los

descuidos de nuestro poder, cuando la vigilancia racional se afloja. En el arte, en la embria-

guez, en la violencia, en el mito; allí, a veces, decimos la verdad. La novela es todas esas cosas:

arte de imaginar, embriaguez de la razón, violencia que le hacemos a la realidad… Mito.9

Notas

1 Maryse Renaud, “Violencia y Escritura: Aproximación a la obra de Carlos Droguett” en Colo-

quio Internacional sobre la obra de Carlos Droguett, Centre de Recherches Latino–Américaines

de l’Université de Poitiers, 1983.2 Armando Uribe, El Fantasma de la Sinrazón & El Secreto de la Poesía, Be-uve-drais Editores,

Santiago, 2001.3 Carlos Droguett, Los asesinados del Seguro Obrero, Ercilla, Santiago, 1983.4 Marcos García de la Huerta, Reflexiones americanas. Ensayos de Intra-historia, Editorial Lom,

Santiago, 1999.5 Oreste Plath, Geografía del mito y la leyenda chilenos, Nascimento, Santiago, 1983.6 Eugenia Brito, Donoso 70 Años: Coloquio Internacional de Escritores y Académicos: 5 al 7 de

octubre de 1994, Ministerio de Educación, Departamento de Programas Culturales; Universi-

dad de Chile, Departamento de Literatura, Santiago, 1997. 7 Daniela Ochoa, Patas de Perro de Carlos Droguett. Configuración de sujeto escindido, la mar-

ginalidad develada. Tesis para optar al grado de Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánica

Mención Literatura, Universidad de Chile, Santiago, 2001.8 Diamela Eltit, El Padre Mío, Editorial Lom, Santiago, 2003.9 Carlos Franz, La Muralla Enterrada, Planeta, Santiago, 2001.

istmo 63

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Adriana Valdés

Hace ya varios meses que circula en Chile Casa de Campo, de José Dono-

so;¹ las principales publicaciones informativas del país se han referido a ella, y

no corresponde, por lo tanto, más que tomar a vuelo de pájaro (no necesa-

riamente obsceno, por ahora) las principales observaciones válidas que se han

hecho. Las críticas y entrevistas han establecido que la acción transcurre en

un never-never land, Marulanda, país inexistente y, por lo tanto, imaginario,

en un tiempo que la solapa dice es el estreno de la ópera Aída; que el escritor

interviene constantemente en la narración, revindicando las prerrogativas

del llamado autor omnisciente, a quien resulta ya un tic vilipendiar; que la

historia es la de la familia Ventura, que extrae sus incalculables riquezas de la

venta de unas láminas de oro que adquiere a precio ínfimo de unos nativos

supuestamente antropófagos, y que abandona su casa de campo dejando en

ella sólo a los niños; que los niños “se desmandan”; que, a la vuelta de los

mayores, son los sirvientes los encargados de “poner orden”; que la historia

tiene connotaciones alegóricas relacionadas con la actual situación chilena,

que alguien se encargó de explicitar, para uso de entendimientos tardos o de

informadores (tal personaje es..., los sirvientes son...).

Lo anterior sirve para fijar los límites de este artículo y proporcionar solapada-

mente algunos datos a quienes no han leído la novela. Fijar los límites, porque

no se trata aquí de informar, sino más bien de dar cuenta de una lectura, de

intentar una reflexión distinta a la del comentario. istmo 65

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LA CASA: EL LUGAR CON LÍMITES² /

La casa en que veranea la familia Ventura, tan cuidadosamente separada

del “exterior” por las mil y tantas lanzas negras de punta dorada que los

niños sueltan trabajosamente, una a una, en secreto, aparece decimonónica,

como el narrador de la historia: podría ser una casa de novela gótica, con su

biblioteca, su gran fresco trompe l’oeil, sus numerosas balaustradas y terrazas,

su torreón en el que aúlla una especie de fantasma familiar, sus covachas y

sótanos tortuosos donde habita una corte de sirvientes, sus altillos proclives a

la exploración sexual entre primos, su piano nobile (averigüé que se trata del

piso principal de la casa...). Esto ya da una observación relacionada con otras

novelas cuyos protagonistas son niños enfrentados a un mundo sin mayores;

no estamos, como en El Señor de las Moscas, de Golding, o en Dos Años de

Vacaciones, de Verne, ante el conflicto niños-naturaleza. La casa es un espacio

jerarquizado, expresión de relaciones de dominio preexistentes; cada uno de

esos espacios tiene una función determinada por esas relaciones; cada uno

prefigura entonces la posible transgresión. Se postula así una relación distinta

a la de hombre-naturaleza. Los lugares por los cuales se desplazan los niños

son lugares culturales; la situación del grupo de niños está determinada por

el mundo de relaciones perpetuado por sus padres, y que se prolongará —

supuestamente— a través de ellos.

...le importaba mucho, ahora, que todo siguiera igual... para casarse cuando grandes, y al

tener hijos olvidar que se comportarían como se comportaban ellos ahora, sustituyendo a sus

padres en el centro del cuadro de las relaciones idílicas protegidas por el acuerdo circular del

olvido. (p. 185)

Como la casa de ejercicios de la Encarnación de la Chimba, uno de los esce-

narios de El Obsceno Pájaro de la Noche, la casa de la familia Ventura no tiene

en esta novela la función de un telón de fondo o de un decorado de ópera;

dentro del conjunto de elementos que configuran el sentido de la novela

(“una obra literaria tiene sentido, pero no un sentido”) funciona como una

metáfora. Sus espacios y límites son los espacios y límites de una forma de ex-

perimentar el cuerpo humano, por una parte, y la sociedad humana, por otra.

No tardó en advertir que para los Ventura el primer mandamiento era que jamás nadie debía

enfrentarse con nada, que la vida era pura alusión y ritual y símbolo... se podía hacer todo,

sentirlo todo, desearlo todo, siempre que no se nombrara... (p. 182)

Construida por la familia Ventura, la casa es un lugar de magnificencias, de terrores y de límites. Hay una vida de los adultos que se limita al piano nobile, donde se desarrollan las actividades de las cuales se habla; hay secciones de la casa —como del cuerpo, como de la experiencia— sobre las cuales “se corre

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un tupido velo”, en particular los sótanos laberínticos, las olvidadas minas de

sal, las venas subterráneas que comunican la casa con el caserío de los nativos

y desmienten los límites artificiales entre una y otra forma de humanidad. Las

conversaciones de los Ventura son ejemplo de los procedimientos mediante

los cuales se fijan esos límites y de las motivaciones que encierran.

Sabía, como buena Ventura, que toda autoridad emana de la negación; que sólo quien posee

referencias inaccesibles para el otro es superior. (p. 144)

Se trata de establecer la propia superioridad, sobre la base de la diferencia: la

diferencia respecto de los niños, de los sirvientes, y sobre todo de los nativos.

A estos últimos se les tiene horror, sobre todo por presumirse que son antro-

pófagos. Sin embargo, en las conversaciones de los Ventura, las expresiones

(“es una ricura”, “está de comérselo”) y las turbias historias olvidadas tras

el “tupido velo” muestran emblemáticamente3 el funcionamiento de la

represión psicológica: tratar un estímulo interior como si fuera uno exterior,

arrojarlo hacia afuera, proyectarlo.4

Comparó esta sensación con la del miedo a un ansiado ataque sexual de parte de este ser de

otra raza, habitante de un estadio inferior del desarrollo humano, antropófago, caníbal, salva-

je, y para quien, entonces, el desenfreno no podía tener limitaciones, ni siquiera el de devorar

a la compañera en el amor. (p. 221)

Tal como la casa tiene esas condenadas y olvidadas comunicaciones con el

caserío, entre la familia y los nativos existe una continuidad; o, mejor dicho

(poco se sabe “realmente” de los nativos en la novela, si no es como negati-

vos de la imagen que tienen los Ventura de sí mismos), los nativos no son sino

aquello sobre lo cual se proyectan los terrores de la familia, el horror ante cier-

tos aspectos de sí misma que ésta no puede asumir y por lo tanto borra. Los

viajes hacia el caserío —el de Adriano Gomara, el de su hijo Wenceslao— tie-

nen aspectos iniciáticos y míticos, sacrificiales, hasta eucarísticos. El descenso

por los sótanos hacia “el otro extremo de mi ser, por así decirlo” (Wenceslao,

p. 360) es un descenso en busca (fallida) de la integración entre dos partes de

un ser escindido, o de una sociedad escindida; un intento de integrar el “otro

extremo”, para trascender así la pseudoexperiencia propuesta por el piano

nobile de la casa (de la sociedad) que se postula a sí mismo como la totalidad

del mundo.

ALGUNAS NOTAS SOBRE EL NARRADOR/

Tal como se edifica un espacio organizado y continuo, el de la casa —espacio,

se ha visto, engañoso, hecho de silencios y omisiones— la narración a istmo 67

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su vez se hace organizada y continua, a través de la más reconocible de sus

posibilidades, la del narrador decimonónico. Como el fresco trompe l’oeil, la

narración tiene un “escriba” que funciona como centro de la perspectiva, ojo

que organiza la coincidencia de las líneas en el punto de fuga,5 que recuerda

su presencia y explica sus intervenciones en tanto fabulador omnímodo. Sin

embargo, este espacio narrativo que podríamos llamar “geométrico” no hace

sino encubrir el espacio del vértigo: no todas las puertas del fresco trompe

l’oeil están verdaderamente pintadas; algunas son puertas reales, y tras ellas,

descubren los niños, hay armas guardadas. Así, se piden a la seguridad de la

narración decimonónica algunas de sus características; pero ya el modo de esa

narración no está postulado como “natural” ni como el único posible, sino a

modo de disfraz, y podrá desecharse o alterarse en un determinado momen-

to, recordando que no es más que “una ficción, o mejor decir un “acuerdo”,

que es lo esencial en toda ficción, que nos permitirá entendernos” (p. 356).

Lo peor es haber tenido certezas y saber que ahora, de reconstruirse algo, será reconstruir

cualquier cosa menos certezas, por saberlas peligrosas. (p. 358)

La progresiva destrucción del sujeto que habla se dio en la narrativa de

Donoso, muy especialmente en El Lugar sin Límites y en El Obsceno Pájaro

de la Noche; en esos libros se percibía el reconocimiento de una experien-

cia contemporánea, la del vaciamiento del sujeto narrador. En El Obsceno

Pájaro... la multiplicidad de narradores y la destrucción del “yo” en tanto

sujeto gramatical de la narración daban cuenta de este vaciamiento6. En Tres

Novelitas Burguesas esos procedimientos se dejaban de lado para sustituirlos

por la obsesión de la máscara y de la suplantación, de la identidad como

disfraz. En Casa de Campo es el disfraz lo que toma el lugar central, en tanto

cubre un sujeto vacío, que sólo se expresa a través de máscaras y espejos, sin

certidumbre alguna de identidad. Como el disfraz de poupée diabolique para

Wenceslao, el disfraz de narrador decimonónico sirve como un recurso más

de una narración que por conveniencia se ciñe a sus límites.

Como si no bastaran las citas en que el narrador se refiere explícitamente a

ese “disfraz de escritor”, se reitera en el libro el recurso barroco de “la escena

dentro de la escena”, la invención dentro de la invención. No sólo en el fresco

trompe l’oeil, sino también en el juego de La Marquesa Salió a las Cinco, cuyo

título cita la frase que Valéry consideraba típica de la arbitrariedad novelesca.

En ese juego, los niños-personajes de Casa de Campo representan los perso-

najes de La Marquesa Salió a las Cinco. Las relaciones entre la narración de los

sucesos inventados en ese juego y los sucesos de la narración principal pare-

cen espejear, deformándolas, las relaciones entre los sucesos de la narración

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principal y otro contexto más amplio que, a falta de mejor término, podría

llamarse “mundo”. En otras palabras, el juego es un microcosmos en relación

con la novela, que es a su vez un microcosmos con respecto al “mundo”, y el

disfraz del narrador no es el de ninguno de los personajes de Casa de Campo,

sino el de uno de los personajes del “mundo”; este último (el “mundo”) se

ve entonces sometido a las mismas reglas de la ficción, compuesto por una

sucesión de máscaras o de papeles. Personajes novelescos crean a su vez

personajes ficticios; el “autor” se enfrenta, conversando, con uno de sus per-

sonajes, Silvestre Ventura, quien le reprocha contar la historia de la familia en

forma exagerada. Mediante la máscara del narrador y la introducción de éste

como personaje, mediante también la escena dentro de la escena, se relativiza

el lugar del sujeto narrador y el del sujeto lector que ha entrado con él en este

pacto o acuerdo de la ficción; ambos —narrador y lector— pueden (o pode-

mos), como bien dice Borges, ser personajes ficticios. No es este un recurso

nuevo en la literatura, por supuesto, ni lo pretende. La narración se ve como

una actividad que selecciona su forma a partir de un repertorio preexistente

de artificios. Lo que interesa especialmente de esta forma es su aparición en

un determinado tiempo y en un determinado contexto: la adecuación entre

aquello que se escoge como artificio y un determinado momento a grandes

rasgos histórico. El disfraz y la máscara están apuntando a un sector de signi-

ficación delimitado por el mito y por la literatura, y ya buscado y explorado en

otras obras de Donoso: el de la imaginería demoníaca.

LA IMAGINERÍA DEMONÍACA/

Después del toque de queda era el Mayordomo, con su tropa de lacayos, quien decidía qué

era delito y qué castigo merecía (...) se les pagaba estupendamente para que mantuvieran el

orden, y el orden, claro, no podía existir si no se cultivaba en los corazones infantiles la imagen

de padres amables y serenos. (p. 37)

El transcurso de la historia, en Casa de Campo, va acentuando ciertos rasgos

ya presentes en los escenarios que se acaban de describir. Tenemos el lugar,

los habitantes, el narrador de su historia, los elementos de la misma; el

espacio escindido de la casa, el narrador escindido, sujeto vacío y disfraz. Pero

hay también un transcurso de acontecimientos, y estos llevarán a la ruina de

la casa, al desprendimiento de las máscaras de los Ventura, a la destrucción

de las imágenes. Los viajes iniciáticos y míticos no tienen aquí un final feliz;

nunca se alcanza la integración de los espacios escindidos, “el otro extremo

del ser”, sino que se vuelve a la necesidad de reafirmar, por todos los medios,

la escisión, la autoridad, la imagen, transferida ya de los padres a su carica-

tura, los instrumentos que terminarán por destruir a los mismos padres: los

sirvientes, el Mayordomo. istmo 69

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La casa había quedado como arrumbada en la llanura, un lujoso objeto desasosegante,

descompuesto, (…) acogía a las gramíneas que se apoderaban de su arquitectura (…) y trase-

gando su miseria de una habitación en otra, Juan Pérez pulía y pulía las barandas de bronce

(…) brillando como significantes de la civilización mantenida. (pp. 411-412)

La historia puede reflejarse en la imaginería que domina las últimas partes

del libro. Se trata de las imágenes “de un mundo, fracasado y destruido, de

ruinas y catacumbas, de instrumentos de tortura y de los movimientos del

delirio. Y, tal como la imaginería apocalíptica se vincula estrechamente al cielo

religioso, (este) opuesto dialéctico se relaciona con el infierno existencial... o

con el tipo de infierno que el hombre instaura sobre la tierra”.7

Los textos literarios que han configurado estos espacios demoníacos los repre-

sentan como sociedades en que la escisión llega al máximo: por una parte el

tirano, por otra las víctimas expiatorias, sacrificadas para aumentar la vitalidad

del resto del grupo; la comunión eucarística se transforma en canibalismo,

aparece la tortura, la mutilación, el desgarro del cuerpo, en un escenario de

naturaleza estéril, de ruinas de la casa altanera, de laberintos, de catacum-

bas.8 Muchas de estas imágenes no son nuevas en las narraciones de Donoso;

tal vez lo diferente de Casa de Campo consista en que su dimensión no es ya

la de la psicología individual, dominante en El Obsceno Pájaro..., sino la de

límites y espacios que intentan proyectar las estructuras de esa experiencia al

plano de la sociedad.

UNA ESCRITURA SITUADA/

El narrador se preocupa de explicitar su rechazo a una ficción en que sus

personajes —los Ventura— puedan “reconocerse”; de rechazar también “la

hipócrita no ficción de las ficciones en que el autor pretende eliminarse si-

guiendo reglas preestablecidas por otras novelas, o buscando fórmulas narra-

tivas novedosas que deberán hacer la convención de todo idioma aceptado no

como convencional sino como ‘real’” (p. 54). Adopta así la actitud ya indicada

de dueño absoluto de sus ficciones, descrita ya (esa actitud) como un disfraz

escogido entre muchos posibles, un distanciamiento en relación con un sujeto

desde el cual no se habla, pero que se espejea en las diversas formas en que

la propia novela se refiere a la ficción y al lenguaje.

Una de las funciones de la fantasía es la de desviar la atención, la de servir,

como La Marquesa, a modo de “engañifa”; el idioma marquesal puede usarse

además como encubrimiento, para evitar ser comprendido por quienes oyen;

puede ser también el goce de los niños de transformarse en citas paródicas

y conmovidas, de tomar los complicados y exquisitos atavíos de sus mayores,

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guareciéndose así de los terrores de la historia. Pero también el juego de La

Marquesa, fantasía y engañifa, resulta un espejo deformante de la misma

historia, la cual va modificando el juego e introduciendo en él elementos

diferentes. El juego es un modo de asimilar deformando, así como el sueño

asimila los ruidos o las circunstancias que rodean al durmiente y las incorpora,

modificándolas.

Il malvagio traditore manoseaba su pistola al contemplar esa alondra escapada que, burlán-

dose de él, amenazaba perderse por las perspectivas de las logias abiertas a los insuperables

cielos del arte. (p. 433)

Así, en la novela, más allá del paralelo fácil, que existe, su relación con el

“mundo” y con una situación concreta es evidente, y su instrumento para

reflexionar acerca de ese mundo es la fantasía. Temas como el poder, la

dominación, el miedo; la conciencia falseada y los mecanismos que tiene para

falsearse; la supervivencia mínima en tiempos difíciles; el orden, etc., tienen

todos lugar en esta construcción imaginaria. También lo tiene —y opresiva-

mente— la situación en que se escribe, las restricciones que incorpora esta

escritura que tiene que escoger los circunloquios y los laberintos que habita.

Finalmente, la escritura puede asimilarse a una de las metáforas que contiene

el mismo libro. Mauro y otros niños arrancan subrepticiamente, una por una,

las lanzas negras de puntas doradas que escinden los espacios de la casa de

los del mundo exterior; su actividad es frenética y obsesiva, y sus finalidades

no del todo claras para ellos mismos; quizá, dice la novela, cuando esas lanzas

“no estuvieran esclavizadas a la función alegórica que ahora las tenía presas

en la forma de una reja, quizá entonces la metáfora comenzaría a revelarles

infinitas significaciones ahora concentradas en esta apasionada actividad”. La

actividad de la escritura revela sus sentidos a medida que se hace; y los textos,

que son su producto, nos entregan la huella de esa actividad que se ha pro-

puesto, en todas las situaciones de esta novela, un leitmotiv obsesivo: el de un

sujeto que se busca a sí mismo tras el artificio de su máscara de narrador; un

sujeto situado y sitiado, que busca deshacer los límites de espacios escindidos,

en una actividad cuyo sentido total se irá revelando a medida que se hace.

Notas

* Nota de la autora, en 2011: el texto fue escrito hace más de treinta años, en plena dictadura.

Preferí no modificarlo, salvo la omisión de cuatro líneas (que ya no se entienden) alusivas a

críticas periodísticas de la época. Nota de los editores: este texto fue publicado originalmente

en Revista Mensaje, Nº284, Noviembre de 1979; con algunas modificaciones, fue incluido más

tarde en Composición de lugar, Editorial Universitaria, Santiago,1996.1 José Donoso, Casa de Campo, Seix Barral, Barcelona, 1978. Todas las citas corresponden a istm

o 71

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esta primera edición. 2 El Lugar sin Límites es el título de una novela de Donoso, publicada en México (Editorial

Joaquín Mortiz) en 1967. Otras obras del mismo autor: Veraneo y otros cuentos (1955), El

Charleston (1960), Coronación (1958), Este Domingo (1966), El Obsceno Pájaro de la Noche

(1970), Historia personal del “boom” (1972) y Tres Novelitas Burguesas (1975).3 “No intento apelar a mis lectores para que ‘crean’ en mis personajes: prefiero que los reciban

como emblemas —como personajes, insisto, no como personas— que por serlo viven sólo en

una atmósfera de palabras, entregándole al lector, a lo sumo, alguna sugerencia utilizable,

pero guardando la parte más densa de su volumen en la sombra” (p. 404).4 Norman O. Brown, El cuerpo del amor, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1972, p. 156.

Dice también: “El enemigo exterior es (parte de) nosotros mismos, proyectados; nuestra propia

maldad proscrita. La única defensa contra un peligro interno consiste en hacerlo un peligro

externo; entonces podemos combatirlo, puesto que hemos conseguido engañarnos y ya no lo

vemos en nosotros” (p. 171).5 Véase al respecto Severo Sarduy, Barroco, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1974, sobre

“Las Meninas”. Véase también su ensayo acerca de El Lugar sin Límites, en Escrito sobre un

cuerpo, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1969.6 Véase mi ensayo: “El imbunche - estudio de un motivo”, en Antonio Cornejo Polar y otros,

Donoso. La destrucción de un mundo, Fernando García Cambeiro Editor, Buenos Aires, 1975.7 Northrop Frye, Anatomie de la Critique, Gallimard, París, 1969, sobre la teoría de la significa-

ción de los arquetipos, imaginería demoníaca, p. 180.8 Ibid., p. 181.

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Francisco Cruz

“Construir una obra hacia la catástrofe”

Nietzsche

Se me ocurre que una posible lectura de la novela póstuma de Adolfo

Couve, sería entenderla en la perspectiva de lo que Hal Foster llamó —en

El retorno de lo real y a propósito de las imágenes perturbadoras de Andy

Warhol — una conmoción de segundo orden.1 En el caso de Adolfo Couve,

se trataría de la conmoción producida por la escritura de La comedia del arte,

por el tejido de una historia en la que los agujeros proliferan, en la medida en

que se multiplican las lenguas, allí donde la voz del narrador sigue la lógica

del extrañamiento. Primero, al distanciarse lúcidamente de sus viejos recursos:

en la confesión del fracaso del arte de narrar, en el apelar a la argucia lingüís-

tica del habla común, en el ejercicio de la autoparodia; y luego, al complicar

en forma ambivalente la figura del sujeto narrador en un progresivo efecto

(artilugio demoníaco) de descontrol y automatismo de su voz.

Este proceso de la lengua se consuma en La segunda comedia: “…hay una

voz que le dicta su tarea al escritor”,2 dice Roberto Merino. Según la necesi-

dad de este dictado, en Cuando pienso… se apura también el desplazamiento

progresivo del narrador de La comedia hacia la materia viscosa de su propia

ficción. El recurso a la primera persona y, luego, al personaje que cuenta su

historia, rematan en el hundimiento definitivo del narrador en el cuento, al

hablar desde el inicio por la boca de la ominosa figura de cera. Queda claro

que el doble de Camondo no era Sandro (el pintor talentoso),3 sino el propio

escritor que, de esta forma, sanciona la turbadora complicidad de los proyec-

tos rotos. La figura siniestra que adopta, al confundirse con el pintor de cera,

no es más que la cifra de su voz: istmo 73

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Cuando la cera reemplazó mi carne, atrapó mis huesos y detuvo el flujo de mis venas, cuando

aquella musa tomó la apariencia ajena y condujo a Marieta, mi vieja modelo, hasta el altillo de

la residencial, permitiéndole arrancar mi pesada cabeza de mis hombros, yo permanecí en esa

torre aún con vida… todo indicaba que era imposible el más insignificante atisbo de vida en

tan categórico despojo, y sin embargo, en ese montón de cera, ésta porfiaba y subsistía…

Es este un motivo recurrente en el arte y la literatura que explotan el registro

estético de lo grotesco y siniestro. Las figuras de cera, las muñecas inteligen-

tes, los autómatas, los ataques de epilepsia y los accesos de locura, enseña

Freud4. Todas variaciones sobre una misma confusión entre lo animado y lo

inanimado, lo natural y el mecanismo artificial. ¿Acaso el narrador de Cuando

pienso en mi falta de cabeza también padece esta confusión, perturbado ante

su ominosa lengua mecánica?

En términos de Foster, y en la línea de Freud y Lacan, la lengua mecánica o

el sujeto conmocionado lo que hacen compulsivamente es repetir el trauma,

sin poder recordarlo y así dominarlo como algo del pasado, desde la acoraza-

da distancia de la memoria. Basta con leer tan sólo los títulos de la segunda

parte de Cuando pienso… para observar que el mecanismo de la repetición se

intensifica en La segunda comedia: “Cabeza mala”, “Perder la cabeza”, “Ca-

beza de niña”, “Romperse la cabeza”, “Perder la cabeza”, “Cabeza mala”,

“Cabeza de niña”, “Romperse la cabeza”. La conmoción de segundo orden,

en este caso, supone la duplicación e intensificación del “mismo” trauma

que, en principio, se trató de conjurar. Por eso es que en su novela póstuma

Couve retoma la historia del pintor Camondo, pero dejándose arrastrar por

esa alteración que desató en el narrador la escritura de La comedia del arte: el

pánico ante su perfecto desplome como narrador. El juego paródico, irónico e

hiperlúcido de la primera Comedia se le fue de las manos al sujeto de la voz,

hasta el límite de su propia disolución o extrañeza de sí en la apuesta por la

libertad.5

De ahí que La segunda comedia no cuente la historia de un escritor falli-

do. Porque el narrador ya no puede contar nada más: sólo puede repetir el

fracaso del pintor, cuya historia ha producido su propio naufragio. Para este

narrador conmocionado, ya no hay nada que tramar. Sólo queda repetir una

y otra vez el trauma duplicado e intensificado. Así, fondo y forma, ahora,

parecen apuntar a la estructura misma de todo trauma: el infinito descalce

entre sujeto y mundo y, en consecuencia, la inevitable pérdida del quicio de la

identidad.

Por eso, desde el principio, a Camondo se le sustraen todas las posibilidades

de calzar con un mundo. Al entrar en la iglesia del Cristo Pobre:

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Di vueltas al templo vacío… esa antesala sagrada estaba vedada a mi destino. De no ser así, mi

fin se habría ceñido a la lógica que dictaban esos muros. Yo era allí un completo extraño…

Pero no sólo el mundo de Dios, también el orden de las potencias a las que el

pintor había servido durante toda su vida, ya es una pura lejanía espectral:

…a los dioses que me habían dejado en ese estado miserable, y al parecer irreversible, no los

sentía cercanos.

Si aparece el motivo del Mundo (el Dios y los dioses), es porque Camondo,

semejante en esto al cazador Gracchus de Kafka, ha quedado atrapado en

el umbral de la vida y la muerte, al equivocar el camino hacia el definitivo

descanso, quizás por “un momento de descuido del piloto”.6

Mi desubicación era tan completa que ni la muerte sabía cómo asumirme, y de la vida sólo me

restaba ese insignificante vestigio… // ¡Qué lágrimas ni nada, si yo no tenía cabeza!

En el templo desierto, Camondo ya sólo puede encontrar la posibilidad del

disfraz, un hábito de franciscano, cuyo holgado capuchón le sirvió para ocul-

tar en las sombras y el vacío todo lo que le faltaba: “la cabeza, los rasgos, las

facciones, [los] ojos, la boca, el mentón, la frente”. Hay que atender también

a la ausencia de lágrimas; porque es el índice de un sujeto extraño incluso a la

melancolía; a esa pena que se respira en la castigada atmósfera de gran parte

de la obra anterior de Couve.

El Mundo, todo mundo, aparece roto, quebrado, extraño y distante:

…ese verano se me negaba; el calor rehusaba tocarme y un desapego del entorno impedía

vincularme al mundo. / Las calles se me aparecían como las dejara el último sismo: el pavi-

mento amontonado exhibiendo sus aristas y una viejecita enclenque…trepando esos bloques

dispuestos sin orden.

Pero la imposibilidad de calzar con el mundo, desde el peor al mejor de todos

los mundos posibles, es también el trance de la desrealización del propio

sujeto. Es a lo que visiblemente apunta la figura de la pérdida de la cabeza.

Cuando el pintor es devuelto —como por accidente— a la vida de carne

y hueso, nunca más lo abandonará la fijación obsesiva por las cabezas y, en

particular, por la suya perdida de cera:

Era un verano tórrido, setecientos mil turistas colmaban las playas; en lugar de arena había

cabezas, ¡tantas cabezas! / ¿Dónde había Marieta dejado la mía de cera? ¿En algún museo o

bajo tierra? / ¿Han visto mi cabeza?, me daban ganas de gritar…

istmo 75

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En La segunda comedia se repite una y otra vez el pavor (la conmoción) ante

la desrealización del yo. Es la angustia que siente el narrador, por ejemplo, al

imaginar que podía haber sido devuelto “en el cuerpo de otro”; y su alegría

al ver frente a un espejo que “era el mismo”. Ominosa autoironía. Porque

esta identidad se estrena, inmediatamente, como máscara, “en la fiesta de

disfraces de la calle Pedro Montt”. Pero no es tanto el motivo de la máscara lo

que atenta contra la identidad; más significativo es que el pintor haya elegido

la máscara de “un señor… cualquiera”, de todos y de nadie en particular.

Con la máscara de nadie, Camondo reaparece en público, en “una kermesse

a beneficio de los niños huérfanos (…) fue el último intento —dice su voz—

que hice en el litoral por reinsertarme entre los demás”.

Hacia el final de la primera parte, el narrador toma distancia del personaje.

Pero no para recuperar su puesto, ya definitivamente dislocado:

¡Vámonos Camondo, acá ya no nos quieren, acá todo está terminado! ¿Qué será de ti a la

hora de mi muerte?... te llevaste, Camondo, lo mejor del desfile, no hubo clavel que no rebo-

tara en tu pecho, tu pecho hueco, peto de mala resonancia, latón de fantasía… Camondo al

proscenio, yo al último rincón del paraíso; ese teatrucho destartalado del Colón de San Pablo

con Matucana, donde obtuviste la mención honrosa en el concurso de pintura al aire libre…

El recurso al desdoblamiento, sólo viene a subrayar la complicidad de los

proyectos rotos. Es cierto que en este pasaje el narrador retoma su lugar. Pero

ese lugar es el último rincón de un viejo teatro ya devastado. Quizás pudiera

decirse que es el teatro de una memoria también fragmentada y en ruinas, en

cuyas tablas actúa Camondo, observado por el narrador desde la altura del

paraíso. Porque es el teatro donde el sujeto pintor fue celebrado. Sería, enton-

ces, el mismo teatro de la memoria que estalla en pedazos, como trauma y

repetición, en La comedia del arte: la pantalla rota que desmonta al narrador.

A ese cuyo puesto en Cuando pienso… es el paraíso, el lugar donde subían

“los condenados”.

El trastorno de la identidad aparece asociado a la experiencia de un desquicia-

miento temporal. Camondo, al pensar en su falta de cabeza, no sólo recuerda

su primer viaje a Italia (y, en particular, el monumento a Savonarola: “dentro

del capuchón no había absolutamente nada, sólo tinieblas”), sino que tam-

bién afirma haber vivido en otro tiempo:

Me pregunto ¿cómo era en ese entonces mi apariencia? ¿Acaso la misma que hoy luzco aquí

en San Antonio, merodeando por los muelles del puerto? / Suerte la mía haber sido testigo de

cómo el medioevo añejo expiraba en las calles del Renacimiento. / Yo estuve en Florencia

cuando la redondez de la Tierra se impuso y la línea del horizonte cayó por los suelos, todo

se volvió profundidad, conocimos la distancia, la atmósfera permitió el volumen y la luz tomó

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contacto real por primera vez con las cosas, mostrándonos en su roce la esencia de las mismas.

/ Por fin pudimos en la bottega, nosotros, meros aprendices, pagar unos florines a unos cuan-

tos marineros de Indias para que posaran como apóstoles y como Cristo.

¿Dónde está la cabeza de Camondo? En otro espacio y otro tiempo (“En

algún museo o bajo tierra”). La desrealización o extrañamiento del yo, están

patéticamente ligados a un sentimiento de descalce en el tiempo; pero tam-

bién a la ominosa impresión de que el propio lugar de origen es u-tópico.7

*

Observa Roberto Merino acerca de la lengua dislocada en La segunda come-

dia: “La presencia de esta voz inconsciente resulta tan ominosa como la de

uno de los personajes del libro, un inquietante anticuario que recorre pueblos

chicos, inefable como el demonio y a cuyo paso se incendian las zarzas de

los campos costeros”.8 ¿Cuál es el vínculo entre este personaje demoníaco

(Albrecht) y la voz del narrador?

Su entrada en el relato, hacia el final de la novela, intensifica no sólo el

recurso a lo fantástico, sino también la aceleración de la lengua. Pero el fondo

siempre es el mismo: la obsesiva fijación del narrador por su cabeza perdida.

Así, lo que viene a contarle el anticuario es nada menos que el destino de la

cabeza de cera; pegada a un muñeco representa, ahora, a San Tarcisio, en

el templo del pueblo de Cuncumén. El efecto del cuento sobre Camondo es

perturbador: su cabeza perdida en el cuerpo de otro, de otro que, a su vez,

no es más que la réplica de una identidad ya muerta.

Creí desfallecer, sentí que se reducían mis piernas, que el camino se volvía pantanoso, me

tomé de un brazo, me transpiraba la frente a borbotones… // ¡Mi cabeza, mi cabeza! Me cubrí

los ojos, no quería oír más sobre el asunto… ¿Quién lo diría? Vendida, transportada, como

la de Holofernes, la del Bautista, la de Medusa, la de Dioniso, Sorel, Dantón, Capeto y tantas

otras; al abrirlos, mi sorpresa fue todavía mayor, el comerciante en objetos antiguos no estaba

en ninguna parte, se había hecho humo…

El demonio se oculta, para reaparecer en distintas formas inquietantes: el

fuego, un toro negro, la figura del hombre con “las cuencas vacías, la boca

verde, pútrida, las manos al revés y feas”, una rata monstruosa. En esta esce-

na grotesca, la potencia del signo cristiano se sustrae al destino de Camondo.

Por eso, en vez de crucifijo, su mano mecánica recoge un boleto, que le había

estirado el mismo demonio:

No supe más, perdí el conocimiento, el control, una fuerza violenta me llevó con una velocidad

inaudita hasta depositarme bajo la marquesina de nuestro primer coliseo. istmo 77

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La pérdida del conocimiento, del control, la sensación de ser arrastrado por

una fuerza violenta y a una velocidad inaudita, son todas cifras del devenir de

la lengua en La segunda comedia. Pues la lengua de Camondo (de quien dice

aquí perder el control) no difiere de la voz del narrador. Además, ¿hacia dón-

de lo arrastra esta fuerza violenta? Otra vez al teatro y, más específicamente,

a la Ópera, nada menos que a la matriz de la voz que se empieza a desatar en

La comedia del arte9 y cuyo oscuro potencial se agota en Cuando pienso…

Quizás pudiera decirse, entonces, que el ominoso anticuario, cuya entrada

intensifica la aceleración y multiplicación de la lengua (en el recurso a lo

fantástico y a otras voces fuera de tiempo y lugar: “Yo, Marcos Crassus…”),

es algo así como el doble de la voz del narrador. La figura que refleja, en su

juego de espejos, al enigmático sujeto del lenguaje de La segunda comedia.

En un punto del camino, sanciona esta inquietante familiaridad, cuando se

acerca como rumor hasta el dislocado e inefable puesto del narrador:

A mis espaldas sentía la voz del comerciante que no cesaba de susurrarme incoherencias,

suciedades, sandeces, la lengua tan revuelta que expulsaba todos esos horrores a medias.

El episodio de la Ópera apuntaría en la dirección de esta lectura. No hay que

olvidar que marca el retorno a la matriz del lenguaje. En este lugar, eso sí,

ya es una voz que transita hacia su agotamiento. Al escuchar la obertura, el

gesto del narrador es muy elocuente:

La reconocí de inmediato, me era familiar, tanto, que alcé la voz para repetir, intentando dejar

el lugar: ¡El Fausto, de Gounod! Pero me rendí…

Todo el devenir del lenguaje en La comedia del arte podría estar cifrado en

estas líneas. El violento impulso de alzar la voz para repetir algo tan familiar

como inquietante. El intento de dejar el lugar (la matriz de ese lenguaje; se

recuerda la tentación inicial del narrador10) ante el progresivo extrañamiento

de lo familiar. La rendición del cautivo.

Es altamente significativo que sea la mano de fuego del siniestro amigo Albre-

cht, lo que retiene al narrador en su puesto de espectador cuando durante el

entreacto intenta dejar el palco por segunda vez. Sabemos que este narra-

dor es espectador y personaje al mismo tiempo. Pero ocurre que “todo el

segundo acto” es cantado por el demonio “(el barítono legítimo amordazado

en el camarín)”. Otra vez, la ominosa figura del anticuario le roba el puesto al

sujeto de la voz en el segundo acto de La comedia del arte: “Cuando pienso

en mi falta de cabeza”.

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El personaje demoníaco parece reflejar, entonces, al sujeto del lenguaje como

una potencia extraña, inexplicable e incontrolable; esa fuerza violenta que

arrastra al narrador a una velocidad inaudita, y cuyas metamorfosis (fuego,

toro, rata, etc.) apuntan, de nuevo, a la catástrofe del propio yo. Porque el

juego de las apariencias del demonio, inefable y dinámico, no es otro que el

de la desidentidad. Así, se repite en su figura, como doble del impresentable

sujeto de la lengua, la obsesiva fijación del narrador por su falta de cabeza.

En el templo de Cuncumén, frente a la cabeza de cera vestida de otro:

–¡Ése soy yo, soy yo!– grité a voz en cuello... / –Ésa es mi cabeza… ése soy yo… / –Ése soy yo,

es mi cabeza…

Se observa la repetición del trastorno de la identidad. Y se intensifica con la

ridícula y atroz incertidumbre frente a esa réplica inerte, oscura parodia del sí

mismo perdido: “Lo cierto es que desde que vi la cabeza tras el vidrio, tuve

serias dudas de que fuese la mía; pero así y todo insistí en ello por el inmenso

deseo que tenía de encontrarla”.

Hay algo de la antigua fe que parece retornar en la figura del Tarcisio. Pienso,

bajo el nombre de fe, en una de las grandes obsesiones del trabajo literario

de Couve. Lo que Flaubert llamó: “la religión de la belleza”. Pero si retorna en

este punto, ya no puede ser más que como descalce. A las dudas del narrador

acerca de que esa cabeza fuera la suya, se suman las palabras de la sombra

de Marcos Crassus: “…sus facciones son tan distintas, este rostro nada se

asemeja al genuino… es que Tarcisio era tan diferente”. El descalce mayor, sin

embargo, es el de la infinita distancia entre el comediante y el viejo papel que

le tocó representar en el pasado. Casi como en versos extraños al relato, dice

el narrador:

Os dieron su nombre, os lo han prestado, como cuando el actor mejor, escéptico y vicioso, maquillado, se transforma e interpreta un papel modelo.

Hacia el final, la figura de una Musa vuelve como la última cifra del viejo pa-

pel; pero tan desrealizada como el propio narrador. Es la hermosa joven que,

con alas de cartón, hace de ángel en un cuadro plástico de Navidad. La figura

reaparece en el sueño de Camondo y actúa como tentación del retorno, de

la vuelta atrás, a los espejismos del Arte. La Musa es tan artificial —ángel de

cartón y sonámbula dentro del sueño de otro—, como inquietante. Ante el

inevitable rechazo de Camondo:

…no la volví a ver, sólo una lechuza dio un grito de muerte y cruzó el vano del cielo entre el istmo 79

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follaje, con ese vuelo acompasado característico de esas aves de rapiña. / Iba sobre mi cabeza,

llevando en sus alas la luz de la luna, la espuma del mar, las nieves eternas, todos los blancos

que resisten la oscuridad de la noche… observé el vuelo de esa última musa, insistente como

ninguna, lejana, para siempre desilusionada de mi persona…

La Musa se parece al demonio: en el acto de tentar, en la metamorfosis de

su apariencia y en lo inquietante de la figura de la lechuza que anuncia la

muerte. Y es que el demonio —lo mismo que el Apolo castigador en La

comedia—, no sería más que la potencia invertida de la violenta y antigua fe

del narrador —“los dioses se tornan demonios una vez caídas sus religiones”

(Heine). Dicho de otra manera: la potencia traumática de la pérdida del marco

(modelo, lenguaje, recursos) dentro del cual se había construido y orientado

este sujeto.

Para el narrador no sólo el Arte, el mundo entero deviene espejismo, artificio,

ilusión. Un baile de sombras. ¿Y más allá? Nada. Así el palacete, lugar del

baile: “una simple fachada de utilería, una maqueta, repleta es cierto de toda

suerte de ornamentaciones, pero sujeta por atrás con soportes y tirantes de

madera”.

Es el espectáculo de “la opulencia [y] el poder”. En la imaginación de Camon-

do, se acercaba todavía más a la irrealidad del sueño que su anterior encuen-

tro con la Musa, los dioses, el Arte, el demonio. En la gran escalera, “iban y

venían verdaderos maniquíes, figurines…”.

Notas

1 Cfr. Hal Foster, El retorno de lo real, Akal, Madrid, 2001, pp. 133-140. Para ser justos, la

ocurrencia del modelo fosteriano de lectura aplicado a la obra de Couve pertenece original-

mente a Adriana Valdés, quien en el Prólogo a Cuando pienso en mi falta de cabeza ofrece

varias iluminaciones en esa dirección. Mi trabajo toma como punto de partida algunas de esas

iluminaciones y se propone explorar otros posibles desarrollos. En este sentido, es altamente

deudor de todo el ejercicio crítico que Adriana Valdés ha dedicado a la obra de Couve. 2 Roberto Merino, “Adolfo Couve desde la última fila”, en Luces de reconocimiento. Ensayos

sobre escritores chilenos, Ediciones UDP, Santiago, 2008, p. 122.3 El doble en el sentido de la materialización del aspecto exitoso del pintor, frente a su figura

fallida. Así leyó Couve a estos personajes: “Camondo es el pintor que hay en mí y que pinta

sin ganas. O sea, pinta mal. Y Sandro es el pintor bueno que hay en mí y que no tiene necesi-

dad de escribir”; en “Los artistas son monjas”, entrevista realizada por Claudia Donoso, Revis-

ta Caras (ed. extraordinaria), 1995. Podría pensarse que el “pintor malo” es el destino hacia el

que necesariamente transita el “pintor bueno” (ajeno a la literatura), producto de la violenta

inhibición que sufre. Más aún, sería el “pintor malo” lo que hizo al narrador. La inquietante

familiaridad entre ambos es tan intensa que éste, finalmente, tuvo que repetir y elaborar en La

comedia del arte el “desgano” de aquél, produciendo así su propio naufragio.4 Cfr. Lo siniestro, Olañeta, Barcelona, 2001, p. 18 y ss.

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5 Enseña Kayser que las configuraciones artísticas y literarias que se mueven dentro del registro

estético del grotesco tienen un carácter lúdico que, sin embargo, supone riesgos: “[El juego]

Puede comenzar con alegría y casi con libertad tal como Rafael quiso jugar con sus arabescos.

Pero también puede arrastrar al jugador, robarle su libertad y colmarlo de estremecimiento

ante los fantasmas frívolamente conjurados por él”. En Lo grotesco. Su configuración en pintu-

ra y literatura, Nova, Buenos Aires, 1964, p. 228.6 Franz Kafka, “El cazador Gracchus” en Relatos completos, Losada, Madrid, 2004, p. 472. En

un tono muy kafkiano, el narrador de La segunda comedia atribuye el equívoco, más adelante,

a “un Caronte impago, ya sin voluntad siquiera para mover los remos y completar la barca con

sombras sin vuelta”. 7 Ha sido Adriana Valdés quien ha reparado en esta relación escéptica o melancólica de

Couve con sus grandes modelos. Es cierto que lo hace a propósito de su literatura. Pero ya he

sugerido, por más que de manera insuficiente, la complicidad entre ambos proyectos. El texto

sobre el que llama la atención Adriana Valdés es el Prólogo de Couve al llamado Cuarteto de

la infancia, antología de cuatro novelas ejemplares que, entre otras cosas, sirve para medir

la sintonía de su trabajo literario de cara al programa literario que abiertamente asumió.

En el Prólogo se observa la permanente ambivalencia emocional que quizás podría definir

la compleja relación de Couve con dicho ideal literario. Por una parte, retorna el fantasma

flaubertiano de la “religión de la belleza” (el texto es de 1996, posterior a La comedia del

arte), del realismo decimonónico como cuestión de fe o pasión inevitable: “La escuela realista

a la que adhiero, más que una porfía o lo que podría pensarse como un anacronismo, es en mí

un sentir profundo”. Por otra parte, queda cifrado todo el escepticismo en el carácter utópico

que Couve le atribuye al mismo objeto de culto: “Una vez conocidas estas obras, me gustaría

retornaran a su utópico lugar de origen a través de la traducción al francés, enriquecidas con

la profunda experiencia americana”. Escribe Adriana Valdés: “Hay mucha tristeza en este

reconocimiento de un lugar de origen ‘utópico’ –ya no está allí, y tal vez jamás lo estuvo. Tal

vez, o ciertamente, el lugar de origen es una creación del deseo; esa Francia decimonónica no

le era propia ni tal vez era tal como se la imaginaba”. En Prólogo a Cuando pienso en mi falta

de cabeza, Seix Barral, Santiago de Chile, 2000, p. 14.8 Roberto Merino, “Adolfo Couve desde la última fila”, en Luces de reconocimiento. Ensayos

sobre escritores chilenos, ed. cit., p. 122.9 Es sabido que Couve reconoció, por primera vez, el tono y la atmósfera más cercanos a la

vida de su “hallazgo” (el tema de La comedia del arte), mientras escuchaba Don Giovanni de

Mozart: “...lo escribí, después pasaron seis meses y lo volví a escribir de nuevo, lo quemé, lo

hice dos veces y la tercera vez me seguía este tema y estaba escuchando Mozart, me acuerdo,

estaba escuchando Don Giovanni que también es un arquetipo y me di cuenta lo aéreo que

era, lo transparente, porque los personajes de los arquetipos no tienen huesos, no tienen

carne, no tienen nada, son símbolos no más. Entonces yo dije, no soy Mozart, voy a escribirlo

así no más, voy a contarlo de qué se trata. Y ahí entonces resultó el libro y más o menos se

armó”. Encuentro con Adolfo Couve en La Sebastiana, 13 de junio de 1997. Transcripción de

audio. 10 “Tentando estoy de olvidar mi intención descuidada de ‘hablar’ sobre mis protagonistas y,

en cambio, sumirlos en el relato convencional…”. La comedia del arte, en Narrativa completa,

p. 365.

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Ana María Risco

A la memoria de Pablo García R., por incontables razones

“Entraba, pues, con actitud de místico a esas construcciones abandonadas y cada vez que cerraba la puerta tras de mí y

se apagaba el chirrido de los goznes, inclinaba la cabeza con respeto religioso como venerando de instinto lo que presentía encontrarse allí, algo grande, muy grande, que si bien es

cierto que nunca se mostraba claramente, manifestaba su presencia haciéndome

guardar el más absoluto silencio” Cavilaciones, Juan Emar

“Yo no aprecio en todas las cosas más que la

facilidad o la dificultad para conocerlas, para

realizarlas. Pongo un cuidado extremo en

medir estas gradaciones, en no apegarme…

¿y qué me importa lo que sé muy bien?”

La velada de Monsieur Teste, Paul Valéry

Desde hace un tiempo, la imagen que nos hacemos de Juan Emar no corresponde ya con la del escritor olvidado e incomprendido con el que se en-contró, mientras recorría ávida su prosa, la generación que comenzó a releerlo en los años 70. Entre ese tiempo en que la obra de Emar asomaba como fascinante rareza arqueológica de principios del siglo XX, oculta por décadas bajo las calles más transitadas de la narrativa chilena, y la actualidad, diversas miradas y ensayos críticos han ido desempolvando sus relieves,1 hasta sacar a relucir casi todos los ángulos y detalles de este curioso artefacto literario que se presenta hoy, así rehabilitado por sus nuevos lectores, como una de las más istm

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excepcionales expresiones que produjo, totalmente fuera de programa, la lla-

mada vanguardia literaria local. A este cambio de fortuna crítica que hoy per-

mite abrirse un camino más o menos informado en medio de la profusa obra

emariana (caracterizada también por su condición cualitativamente dispareja)

ha colaborado de manera importante el mundo editorial, que ha reeditado

entre el 90 y la actualidad todos los libros que el mismo autor publicó durante

su vida,2 como también aquella parte de la obra que jamás pensó publicar,

constituida por el voluminoso diario Umbral.3 Si a ello se suma la temprana

recopilación crítica de las notas de arte, aparecidas en el diario La Nación en

los años 20 (significativo trabajo de Patricio Lizama que comenzó a iluminar el

diálogo riquísimo del proyecto literario emariano con las operaciones moder-

nizadoras de la visualidad4) y la reedición de escritos biográficos, como diarios

y cartas,5 se tiene un panorama más o menos cabal del peso que, al menos en

su propio país, ha terminado cobrando la voz de este escritor en otro tiempo

tan devaluado.

Y sin embargo, no por todas estas razones Emar resulta hoy una especie

de libro abierto. En el laberíntico interior de su literatura, lleno de parajes y

atmósferas enrarecidas, arquitecturas, pilares, umbrales y espacios oníricos

o psíquicos que son al mismo tiempo tan recorribles como los de cualquier

relato realista, subsisten rincones en los que sigue siendo necesario moverse a

tientas, ayudándose por las más recientes marcaciones dejadas por la crítica,

por supuesto, pero no por ello menos a salvo de entrar en las turbulencias

que de tanto en tanto agitan allí la ficción, para dar cuerpo y contextura dra-

mática a una conciencia que se mira a sí misma ficcionar y moverse compleja-

mente en este espacio especular.

Entre esos lugares que cautelan y conservan lo experimental de la escritura

emariana, como aquello dado a leer a lo largo de su interminable y dispa-

rejo renglón, tengo en mente aquí uno particularmente recóndito puesto

que se encuentra en un inédito llamado Cavilaciones. Un escrito no del todo

desconocido gracias al estudio que le dedicó hace unos años David Wallace,6

y que resulta particularmente atractivo para quienes se han interesado por los

pormenores de la etapa formativa del escritor ya que, dada su fecha presun-

ta de realización (probablemente el año 22), resulta igualmente anterior al

surgimiento del Jean Emar-crítico de arte, como del malogrado Juan Emar-

narrador. De factura inclasificable (hasta donde deja ver esta única versión

accesible de Cavilaciones impresa en la tesis de Wallace) este escrito temprano

se inicia y termina con un tipo de escritura entrecortada, rotular podría decir-

se, compuesta de enunciados que parecen dar título a ideas cuyo desarrollo

queda regularmente trunco —corcoveos de una conciencia que parece querer

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proyectar sus movimientos analíticos, sin saber muy bien cómo, en el terreno

de la literatura— o aparentan ser fórmulas o síntesis de experiencia, abocadas

a un misterioso cálculo de posibilidades (equivalencias tal vez entre duda, ex-

periencia y mal) todo lo cual hace particularmente perceptible en este escrito

eso que Anguita llamó alguna vez “la maquinaria matemático-sensible” de la

escritura emariana.7

Entre ambos tramos de esta particular arquitectura de enunciados, como una

especie de claro narrativo en medio del texto, se yergue el lugar recóndito al

que pretendo referirme, en el que se sitúa una experiencia extrañadora de

la infancia.8 Una experiencia que se reconstruye de modo distanciado, como

rememoración de una historia formativa no exenta de tormentos y angustio-

sas fatigas intelectuales derivadas del descubrimiento de que “nada hay en el

mundo que no sea el más oscuro misterio”, y que, en contraste con la propia

experiencia biográfica de Emar (que al momento de escribir Cavilaciones tenía

menos de 30 años y no había escrito libro alguno) se despliega aquí como la

retrospección de un anciano.

Si bien Cavilaciones es en gran medida un escrito que advierte, invistiéndolo

de pocas glorias y beneficios, el estado de turbación, debilidad e inquietud

que asalta a quien se arroja a la tarea de poner en suspenso su relación con

el mundo para explorar de qué manera ésta se constituye —tarea analogable

a la del propio escritor a lo largo de su incomprendido periplo literario—,

puede leerse también como expresión (tal vez más rotunda) de ese desdén tan

emariano por aquella forma de existencia inmediatamente refractaria a este

suspenso. A aquel sujeto de la certidumbre, al que acepta el mundo que le ha

sido heredado sin ponerlo en entredicho, el Emar temprano de Cavilaciones

le destina también tempranamente el camino de una conquista pequeña: la

esfera de los procedimientos y de la vida práctica empujada por el “deber”

y la “necesidad”, que pronuncian sus demandas en medio del bullicio, muy

lejos del umbral a partir del cual la conciencia humana se repliega y desdobla,

para luego exteriorizarse (como lo hace en este mismo escrito de juventud),

superando constantemente su propio contorno.9

*

Además de articular un discurso abigarrado y excéntrico, por su naturaleza

inclasificable, en torno a la necesidad ética y estética de producir un suspenso

que permite examinar cómo acontece el despliegue de la conciencia, suspen-

so que se identifica aquí con la condición esencial del hombre que medita y

crea, Cavilaciones se presenta como la instancia donde propiamente istmo 85

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ocurre el juego de repliegue y desdoblaje que lleva a un sujeto a experimentar

el quiebre y la recuperación crítica de lo dado, como un ejercicio que se abre

camino primariamente desde la experiencia sensible. Lo interesante es cómo

afloran en este escrito, gracias a una prosa fluida y sonora que cobra cuerpo

en medio de un bosque de sentencias crípticas e indescifrables, las dimensio-

nes y los detalles de esa experiencia; cómo se la torna objeto narrativo a partir

del efecto de rememoración; cómo se la objetiva en calidad de procedimiento

casi fisiológico otorgándole una suerte de espacialidad y encerrándola en un

laboratorio (el lugar recóndito que vengo anticipando) que cobra aquí, para

decirlo de una vez, la forma de un viejo y ruinoso molino de agua emplazado

—como lo hubiese podido estar en cualquier escrito costumbrista de época—

en los faldeos de un cerro “de mi país”, “alejado de la mano de los hombres”

y poblado, en cambio, de siniestras “bestezuelas”.

En medio de las verdosas atmósferas de ese recinto plagado de malezas,

abandonado hace rato por los afanes productivos, y en el que se eleva en

cambio el murmullo de un hervidero de insectos y sabandijas, “agitándose en

incansables faenas, entre las maderas carcomidas (…) bajo las rumbas [sic] de

materiales viejos y enmohecidos, dentro de los montones de paja que fermen-

taba”, recuerda el personaje de Cavilaciones haber “pasado las horas de sol”,

horas de la más irresponsable infancia “para sentir, sentir desordenadamente

un contacto voluptuoso con la naturaleza”.

Si bien el molino se presenta en estos pasajes de Cavilaciones como un tem-

plo vernáculo para la exaltación y el goce de los sentidos y para un encuentro

ritual con el orden de la naturaleza —que se impondrá desde estas vivencias

como el gran modelo al que responde, separándose, toda forma “cultural” de

creación— lo que ocurre en su interior está lejos de acontecer como bucólica

exploración en los rincones más pintorescos del paisaje hispanoamericano, al

modo en que podría quererlo la prosa romántico naturalista de los contempo-

ráneos de Emar. Los rumores del molino emariano no riman con el bienhechor

o telúrico sonsonete del costumbrismo. Si se elevara su escala desde la sutile-

za de su registro, ese rumor evocaría probablemente al del infierno. El obser-

vador infantil que hace dentro de tan legendaria y pestilente bóveda el apren-

dizaje de un místico, vive allí experiencias sensibles que lindan derechamente

con el delirio y la adicción. No se trata de la caza de animalitos a resguardo

del ojo adulto o de la observación admirativa de los colores y olores penetran-

tes del mundo silvestre americano; se trata de una desatada experiencia de los

sentidos en torno a su propio trabajo, de un ejercicio obsesivo que empuja la

sensación por caminos extremos hasta que ésta “toma un sabor picante (…)

y se hace mareadora”, adquiriendo “proporciones fabulosas que resuenan en

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el alma del hombre contemplativo como un excitante que pone los nervios en

vibración”. Con fervor casi religioso, el niño rememorado en Cavilaciones se

entrega dentro del molino a tareas inhabituales, como distinguir gradaciones

y timbres particulares en el zumbido aparentemente uniforme de los bichos; u

otras progresivamente más complejas, como sostener la atención durante un

tiempo exagerado en un estímulo diminuto, hasta desestabilizar la escala de

lo percibido y entregarlo a la conciencia como una “anti-naturaleza” o bien,

por último, integrarse a tal punto con el objeto de atención que el yo termina

por disolverse, al modo en que podría lograrlo un avezado y arcaico chamán,

en la experiencia de “ser”, por ejemplo, una horrible tarántula.

El intenso pasaje de Cavilaciones que se aboca a rememorar la exploración

de las sensaciones dentro del molino está cargado de una voluptuosidad que

subraya, en lugar de negar, las connotaciones perversas y espantosas que el

orden de lo sensible —y la conquista de las apariencias por los sentidos— ha

tenido para una vasta tradición de pensamiento que Emar parece no dejar

de observar aquí, con el rabillo del ojo, como si deliberadamente no quisiera

purgar este camino de sus relaciones fantasmales con la figura del “mal”.

Aunque de hecho Satanás asoma en forma explícita entre las fuerzas implica-

das en las experiencias del molino, la exploración de los sentidos y de las fa-

cultades sensibles que allí se desatan emerge, sin embargo, como un umbral

inaugural dentro de un proceso subjetivo de conocimiento de la experiencia

del conocimiento, signado por un sello virtuoso que arraiga en la naturaleza

crítica y creativa de su dinámica. De esa primera voluntad gozosa y lúbrica por

extremar el alcance de la sensación para advertir sus límites, surge en Cavila-

ciones un sujeto que finalmente ha de preguntar por el lugar y la gravitación

de la sensualidad en la construcción de una conciencia posible de mundo. La

pregunta sería previsible si no se transformara, hacia el final del pasaje, en

una crítica inesperada y arrolladora a la musculatura sensible, tan arduamente

entrenada al interior del viejo molino y tan sensiblemente rememorada en

el escrito como experiencia clave de la infancia: “Quise dar forma a tantas

sensaciones que me hacían considerar con desdén a mis semejantes. Fue un

intento del todo estéril. Apenas dado el primer paso noté que en mi interior

había más vacíos que llenos, y sobre todo que carecía del hilo que pudiese

conectar lo sentido con la vida y aún conmigo mismo. Sentí una impresión de

separatividad que me deprimió en alto grado: el recuerdo de mis sensaciones

parecía hallarse en una esfera lejana, aislada, inabordable; yo, por otro lado,

me sentí incomunicado con aquella esfera sin tener ni un ligero presentimien-

to de su significado y sin sospechar ni el más remoto medio que con ella me

uniera; y en otra parte, más lejos aún, sentí la vida, ajena a mis recuerdos y a

mi ser”. istmo 87

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*

Hay una relación que establecer en este punto, al tamiz de múltiples diferen-

cias, entre la cavilosa voz de este escrito temprano de Emar y otra emblemáti-

ca de la literatura europea de principios de siglo que elabora una experiencia

extrañadora en el lenguaje, acontecida coincidentemente a un sujeto que ha

buscado su retiro en el campo. Me refiero a la voz de Lord Chandos, el escri-

tor ficcionado por Hugo von Hofmannsthal (en épocas no tan lejanas a las de

Emar, signadas en el contexto de ese autor austriaco por el siniestro avance

hacia la instalación del totalitarismo nazi en gran parte de Europa). En La carta

de Lord Chandos, aquella fingida y notable epístola al filósofo Francis Bacon,

el joven personaje de Hofmannsthal familiarizado ya tras su huída de la ciu-

dad con los diversos afanes de la vida rural —y con las expectativas y temores

frente al orden natural que ella entraña—, informa haber perdido completa-

mente “la facultad de pensar o hablar con coherencia sobre cualquier cosa”:

“Al principio, se me fue volviendo imposible discutir sobre un tema elevado

o general y pronunciar aquellas palabras tan fáciles de usar que cualquier

hombre puede servirse de ellas sin esfuerzo. Sentía un malestar inexplicable

sólo con pronunciar ‘espíritu’, ‘alma’ o ‘cuerpo’”. Y esta infección, añadía,

“se fue expandiendo paso a paso como una herrumbre que devora todo lo

que queda a su alcance. Todo se fraccionaba, y cada parte se dividía a su vez

en más partes, y nada se dejaba sujetar ya por un concepto”.

Como este atribulado personaje de Hofmannsthal al que, tras su contacto con

las praderas abiertas “cualquier criatura, un perro, una rata, un escarabajo, un

manzano atrofiado” se le hacía más real que un concepto, el sujeto de Cavi-

laciones experimenta al fondo de su imbricación sensual con los objetos en el

viejo molino de la infancia, un vaciamiento, o una especie de embotamiento

que se transforma en una innombrabilidad de la experiencia. Una “escisión”,

cercana al “fraccionamiento” que impide a Chandos alcanzar con las palabras

la esfera del concepto, corroe el contorno de sus sensaciones e impide que

adquieran la envergadura de un evento significativo, lo que la memoria y la

escritura denuncian volviendo críticamente sobre los límites y clausuras de

esos ejercicios extremos en el molino. Para haber transformado este conjunto

de desordenadas y fabulosas sensaciones en conocimiento, señala el texto

caviloso de Emar, “habría sido necesario (…) haber sabido, por lo menos,

‘cómo’ ellas se producen, ‘qué’ valor tenía en mí la sensibilidad con respecto

a mis demás facultades, y ‘cual‘ [sic] era la diferencia que se formaba entre un

ser procediendo como yo y otro que procediera en forma distinta (…) es decir

que éstas no debieran haber quedado como único objetivo, sino que debieran

haber determinado, puesto en movimiento, si se quiere, mis facultades de

comprensión”.

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Entre las diversas razones que pueden llevarnos a considerar Cavilaciones

—y particularmente el fragmento que da cuenta del memorable paso por

el molino— como una recuperación lúcida, traducida al plano narrativo, de

la molienda de experiencias que va consolidando, en su arduo y caviloso

acontecer, la lógica constructiva del texto emariano, creo que una esencial

es la dinámica crítica que lo caracteriza. Lo rememorado en este singular

escrito parece ser la historia formativa de una conciencia que se configura

ante sí, a través de un proceso de sucesivos despertares ante la naturaleza

y la realidad que se inicia en la experiencia sensible, se prolonga durante el

proceso de rememoración que interpola una distancia correctiva respecto de

la sensación, para decantar luego en una tercera faena que acontece en la

esfera del “sentido”, como acontecimiento de escritura. A diferencia de Lord

Chandos que escribe para declarar a Bacon su avance paulatino a la mudez

(una mudez que profetizaba la desolación traumática de Europa), el caviloso

personaje de Emar —que acusa desde otro ángulo el fiero conservantismo y

las fuerzas restrictivas que amenazan la libertad de decir y de pensar en su

propio medio— vuelve al intento enunciativo, al imperativo de pronunciarse

a favor de una libertad que es primariamente la libertad de pulsar las fibras

constitutivas de la subjetividad, retornando una y otra vez al lugar donde su

conciencia se construye y estructura, más allá del dominio de lo dado que

lanza su primer dardo embriagador a la esfera de lo sensible. Sólo tras haber

llevado hasta el extremo las piruetas voluptuosas de aproximación a esta

dimensión apariencial del mundo (en laboratorios que dejan de ser, con el

tiempo, el ominoso molino para trasladarse a la actividad onírica, las mujeres

u otras —“diabólicas”— orgías), quien en este texto se reconoce de camino a

la escritura cae en la epifánica cuenta de que no son precisas ya otras fuentes

de estímulo, fuera de las normales, para detonar el proceso autocrítico de

la experiencia: “Entonces recogí las notas sueltas y evoqué mis recuerdos,

sintiéndome por primera vez con verdaderos deseos de meditar y comprender

cuantas locuras habían llenado mi juventud. Creí, en un comienzo, que sería

ésta una tarea sencilla, mas apenas púseme a cavilar empezaron a brotar los

problemas en forma tal, que la cabeza dábame vueltas. Como antes había

dicho a la sensibilidad, ahora díjele a la mente ¡Alto! Y empecé a poner orden

a notas y recuerdos”.

La superación crítica de cada momento articulador de la experiencia aparece

perfilada en este escrito —su figura tal vez más rudimentaria— como una

especie de modalidad esencial sobre la que puede proliferar, como en efecto

lo hizo profusamente, la escritura emariana. Una escritura que va a inscribirse,

como ya sabemos, en insalvable y fatídica distancia con los modelos narrativos

de su contexto, prolongando a lo largo de su desarrollo esta potente voluntad istmo 89

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de “separación” crítica que parece estar en el centro de su programa poético-

literario. Mientras la prosa chilena se concentraba, salvo contadas y notables

excepciones, en producir la imagen de un mundo rural exótico o silvestre (el

paisaje como telón de fondo para la condición silvestre del hombre ameri-

cano), Emar hacía su ejercicio diferencial en un escabroso rincón del mismo

entorno, en el que sin embargo sólo podían oírse muy lejanos los golpes

de pala del jornalero o el cabalgar impetuoso del patrón sobre los solitarios

caminos flanqueados por columnas de álamos. Triviales ruidos incidentales

para los ejercicios de una conciencia en estado de alerta, que haría su miseria

y su conquista hundiéndose reiteradamente, sin momentos consumatorios ni

triunfales, en la observación de su propio fondo caviloso.

Menos como el enmudecido Chandos de Hofmannsthal, que como el

concienzudo Edmond Teste de Paul Valéry, otro contemporáneo suyo, Emar

asumirá a partir de este escrito la tarea de producir al “ser absorto en su

variación”. Con la espalda vuelta hacia toda forma de certidumbre y los ojos

ya hartos ante la constatación de lo dado, hará su camino internándose en

la íntima extrañeza, separándose de sí mismo para verse pensar, “estando y

viéndose” al mismo tiempo, “viéndose ver y así sucesivamente…”,10 según

un plan que pudiera entreverse en el parágrafo final de Cavilaciones: “Trataré

de ir lentamente y no dejarme arrancar del problema que me agite. Hallar

soluciones, hallar verdades, no pretendo. Otros podrán decir después si lo que

me atrevo a avanzar ante cada problema pudiera ser una solución o siquiera

una posibilidad. (…) Lo que yo escribo son sólo cavilaciones. Es cuanto puedo

hacer en mi rincón de anciano: ¡Cavilar, cavilar y cavilar!”.

Notas

1 Son articuladores de esta recepción contemporánea Eduardo Anguita, Alejando Canseco-

Jerez, David Wallace, Pablo Brodsky, Patricio Varetto, Adriana Valdés y Pedro Lastra, entre

otros, cuyos ensayos y perspectivas han contribuido notoriamente a la valoración tardía de este

escritor.2 Ayer, Lom, Santiago, 1998; Diez, Tajamar Editores, Santiago, 2006; Un año, Barataria, Barce-

lona, 2009; Miltín, 1934, Pehuén, Santiago, 2010. 3 Umbral, Dibam, Santiago, 1996.4 Jean Emar, Escritos sobre arte (1923-1925). Recopilación de Patricio Lizama, DIBAM, Santia-

go, 1992. 5 Considérese en estos géneros Cartas a Carmen. Correspondencia entre Juan Emar y Carmen

Yáñez 1955-1963. Prólogo, selección y notas de Pablo Brodsky, Cuarto Propio, Santiago,

1998 o M(i) V(ida). Diarios 1911-1917. Edición de Tomás Harris, Pedro Pablo Zegers y Daniela

Schütte, DIBAM, Santiago, 2007.6 David Wallace, Cavilaciones de Juan Emar. Tesis para optar al grado de Licenciatura en

Humanidades, con mención en Lengua y Literatura Hispanoamericana, Universidad de Chile,

Santiago, 1993. Existe versión presumiblemente original de este texto en el Fondo Juan Emar

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del Centre de Recherches Latino-Américaines de la Université de Poitiers.7 Eduardo Anguita, “Apuntes sobre Juan Emar”, El Mercurio, 2 de octubre de 1977.8 Esta última cuestión explica el grado de atención que prestó al inédito David Wallace, cuya

lectura de Emar subraya los vínculos explícitos del escritor con el legado de filosofías ocultistas.9 Sobre estas dos formas de habitar el mundo –la cavilosa y la fáctica– que al interior de la

literatura emariana convergen más de una vez en la conciencia de un sujeto que se desdobla

y se ve a sí mismo actuar e incluso meditar, como el demediado Teste de Valéry, aconsejo ver

particularmente Frente a los objetos, un avance del libro Miltín, 1935 que nunca se publicó,

y la lectura que sobre ese curioso texto hizo Josefina de la Maza en Frente a los objetos: el

discurso crítico de Jean Emar. Tesis de Licenciatura en artes con mención en teoría e historia,

Facultad de Artes, Universidad de Chile, 2003.10 Tomo estas expresiones entrecomilladas de Paul Valéry, La velada de Monsieur Teste.

istmo 91

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Constanza Ramírez

En 1939, Silvina Ocampo, directora de la revista Sur, le encargó a María

Luisa Bombal que escribiera una crítica a Puerta cerrada, un melodrama que

recién se estrenaba en los cines de Buenos Aires. Según las palabras de la

escritora, la película “tenía alguna belleza, tenía emoción y Libertad Lamar-

que estaba fantástica (. . .) y desde el punto de vista cinematográfico, este

melodramón estaba bien hecho”. Bombal escribió una reseña que ensalzaba

la belleza del film, contraviniendo cualquier prejuicio intelectual en torno al

género. Su crítica planteaba que se debe entrar en el juego y no catalogar,

así, ligeramente, a la obra como inverosímil y cursi para quedar bien con

“la inteligencia y el buen gusto”, dejando de considerar sus especificidades

estéticas del género. El texto de la revista Sur llamará la atención del director

de Puerta cerrada, Luis Saslavsky, quien le pedirá a María Luisa que escriba

un guión para su próxima película, y de esto nace La casa del recuerdo, el

primer melodrama escrito por María Luisa Bombal, que fue recibido con gran

éxito, mostró su capacidad como guionista, e hizo evidente su afinidad con el

género.

El discurso melodramático se articula en base al amor, lo cual implica que

tanto el amor/pasión como el deseo hegemonizan la narración, transformán-

dose en el único sentimiento literariamente interesante. El melodrama hace

uso de un lenguaje sentimental, corporal y performático, lo cual genera un

desorden lingüístico, excesos semióticos y repeticiones de fórmulas;1 ade-más, construye una imagen social del cuerpo, que tiene zonas privilegiadas, hipersignificativas, y otras que se anulan en el imaginario erótico colectivo. istm

o 93

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El cuerpo del melodrama está parcelado y dicha parcelación es construida a

través de la mirada.2 Por esa razón los ojos se constituyen como instrumento

esencial de la comunicación, median la posibilidad del encuentro entre los

sexos estableciendo una primera relación definida por la opción ser mirado

/ no ser mirado. Luego la mirada se transforma metafóricamente en caricia

o reproche, y en ese sentido realiza un recorrido erótico que escrito por las

manos sería demasiado explícito.

El melodrama, en tanto género, en tanto estética, se constituye como un

espacio de evasión de la cotidianidad dura y tediosa de sus consumidores, en

la medida en que se construye a partir de una imaginación regulada que no

pretende reflejar ordenaciones reales. Se trata de un mundo de ensoñación

propuesto como alternativa imaginaria frente a la realidad de las relaciones

entre hombres y mujeres.

Podríamos decir que el género melodramático es homologable, en primer

lugar, a la relación entre inteligencia femenina e inteligencia masculina

propuesta por Bombal en sus testimonios. En ella lo femenino se liga a lo

sensual, mientras que lo masculino, al intelecto. El hombre es “the power in

the trone”, mientras que la mujer es “puro corazón”. El hombre es “la ma-

teria gris... Por eso no se entienden”; el estilo de la mujer es “menos áspero,

menos realista; es un estilo más del corazón, diría yo, porque las mujeres so-

mos sentimentales y no materialistas”. En su concepción, a lo femenino le es

connatural una expresión y una recepción del sentimiento amoroso, mecanis-

mo que se ve frustrado ya que el sujeto masculino se posiciona en otra lógica

y no es capaz de satisfacer esta afectividad. Se trata de pasiones diferentes,

vividas de otra forma. Y la imaginación melodramática proporciona el espacio

para el desarrollo de la llamada “inteligencia femenina”.

El mundo fictivo de Bombal está dividido entre los espacios de gobierno

masculino y femeninos. En los primeros opera la razón y la palabra, y la mujer

es rechazada. Entre ellos encontramos la casa y la ciudad. Los femeninos, en

tanto, se elaboran como refugios de evasión, en donde el deseo de amar y

ser amada se realiza completamente. Ahí opera el despliegue de la propia

mirada, con lo que el desarrollo de la subjetividad y autoconciencia es llevado

hasta el límite. Tal como en la estética melodramática, estos espacios se confi-

guran mediante la exaltación de la pasión y el desborde del lenguaje corporal.

La operación de los códigos melodramáticos puede verse con mayor deten-

ción en La última niebla, publicada por la autora en 1934. La novela narra la

experiencia de una mujer que ha contraído matrimonio con su primo, viudo

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desde hace un año. Cuyo drama radica en que su marido aún sigue enamo-

rado de su primera esposa, de modo que ella es solo una reemplazante de

aquella mujer. La narradora no se constituye como objeto de deseo de su ma-

rido, y esa frustración la lleva a refugiarse en el bosque, lugar donde sosten-

drá un inesperado encuentro sexual. Sin embargo, ese amante furtivo resulta

fantasmático, se constituye en la ambigüedad de un espectro que puede o no

ser real. Aquella confusión es tejida por la niebla que inunda todo y opaca la

percepción de la narradora.

El encuentro sexual de esta mujer con su amante se configura con los códigos

del melodrama, en tanto que sucede en el espacio femenino del bosque, ela-

borado como el espacio evasivo del desamor. Por otra parte, la construcción

de la narradora, en tanto sujeto, se estructura desde la mirada. Al comienzo

de la novela, el marido la mira desde la distancia: “…hay algo como de recelo

en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la mirada hostil con

la que de costumbre se acoge siempre a todo extranjero”, dirá la narrado-

ra. Luego, mirándola fijamente, el marido le dice: “te miro y pienso que te

conozco demasiado”. La narradora está deserotizada, negada en su condición

esencial de mujer. Ella habita el espacio racionalizado de lo masculino.

En oposición a esto, el bosque es el lugar de refugio para la mujer que ahoga-

da en el espacio de la casa huye para internarse ahí. Frente al estanque la na-

rradora se desnuda y allí, en el reflejo del agua, contempla por primera vez su

cuerpo: “No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas,

que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos;

ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas suspendidas

sobre el agua. Me voy enterrando hasta las rodillas en una espesa arena de

terciopelo. Tibias corrientes me acarician y me penetran”. En este punto la

mirada dirigida a ella misma se vuelve autoerótica. Se regocija en sí misma,

construyéndose, al mismo tiempo, como objeto y sujeto de deseo.

Desde este juego de la mirada, los códigos tradicionales del melodrama han

sido superados. Y ésa es la operación de Bombal: descubrir y poner en escena

el cuerpo de la mujer que, antes censurado, es ahora exhibido completamen-

te. En este sentido, la mirada dibuja como voyerista y nos invita a asistir al

espectáculo del cuerpo que se descubre a sí mismo. Una especie de Narciso

que, en vez de ahogarse en su reflejo, se hunde y complace en el deseo au-

toerótico; el sujeto no muere sino que se restituye, y así aquel deseo deviene

autonomía, cuerpo gozoso que desea y es deseado a la vez.

Ese retorno del goce estructura el encuentro con el amante. La escena sucede istmo 95

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en el claro de bosque y es narrada desde la mirada femenina. Ahí se reconoce la subjetividad de la mujer y es ella la que construye su objeto de deseo. Es lo que se ha denominado, la “feminización del amante”. En este encuentro se descubre totalmente la erotización de la mirada, junto con la percepción go-zosa. “Un hombre está frente a mí, muy cerca de mí. Es joven; unos ojos muy claros en un rostro moreno y una de sus cejas levemente arqueada prestan a su cara un aspecto casi sobrenatural. De él se desprende un vago pero envol-vente calor” (…) “Él está nuevamente frente a mí, desnudo. Su piel es oscura, pero un vello castaño, al cual se prende la luz de la lámpara, lo envuelve de pies a cabeza en una aureola de claridad. Tiene piernas muy largas, hombros rectos y caderas estrechas”.

Además de complacerse en el disfrute del otro, su goce se completa en el hecho de sentirse deseada, es decir, contemplada por ese otro: “una vez des-nuda permanezco sentada al borde de la cama. Él se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo la cabeza hacia atrás y este ademán me llena de íntimo bienestar”. Es la máxima plenitud de la subjetividad femenina. Ella se ha hecho visible por y para sí misma.

El encuentro con el amante es sobre todo corporal, la palabra racional ha quedado fuera de él. No hay un intercambio “discursivo”, sino una exacerba-ción de los códigos extralingüísticos. De esa manera, los códigos melodramá-ticos han sido absorbidos por Bombal y reelaborados como elementos de su propia poética, subvirtiéndolos o sobrepasándolos. Finalmente, Bombal esta-blecerá una distancia irónica frente a ellos, en la medida que, si bien existe la evasión y la vivencia del amor, el punto de fuga es inútil. El espacio real que las condena pesa más. De ahí que en La amortajada la expresión “sufro, sufro de ti como de una herida constantemente abierta” resulte, como lo explica Lucía Guerra, una frase absurda y que mirada con extrañeza, su narradora reconozca como inútil. Lo mismo sucede con el sentimiento de ridiculez que le despierta el suicidio de Regina: “el suicidio de una mujer casi vieja, qué cosa más repugnante”.

En aquella fisura entre melodrama y realidad radica el drama de la subjeti-vidad bombaliana. Son mujeres que viven en el margen de su realización, heroínas que entran en el juego del amor y allí se arriesgan y, me atrevería a

afirmar, ganan, pues vivencian un amor intenso y gozoso.

Notas

1 Herman Herlinghaus, “La imaginación melodramática. Rasgos intermediales y heterogéneos de una categoría precaria” en Narraciones anacrónicas de la modernidad: melodrama e inter-medialidad en América Latina, Cuarto Propio, Santiago, 2002.2 Beatriz Sarlo, El imperio de los sentimientos, Norma, Buenos Aires, 2004.

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Gonzalo Abrigo

UNO/

La felicidad de avanzar a partir de un poema incluido en Viajes de Ida y

Vuelta: poetas chilenos en Europa (Ediciones Documentas, 1992), antología

organizada por Soledad Bianchi, reunión de exiliados y emigrados o sencilla-

mente desarraigados poetas a esa fecha, varios volvieron, otros se quedaron;

unos pasaron a la novela, también al retiro o a dedicarse a distintos asuntos.

No fue escogido al azar:

En una fotografía de Lacan impartiendo un curso

se puede ver a una muchacha, de pie a su lado

izquierdo, unos tres metros de distancia, fumando

apoyada en la pared, el rostro vuelto hacia Lacan,

los ojos no mirando la mano que el psiquiatra

inmoviliza en el aire, sino su rostro: los ojos

de él miran a sus estudiantes y los de ella,

que seguramente llegó tarde y por eso no se pudo

sentar, lo miran a él, con ternura y algo de tristeza,

con indiferencia, como si acabara de hacer el amor

esa misma mañana, y pese a que todo estuvo bien, algo,

ella lo intuye, no funcionara.

La soledad de la muchacha remonta los años,

y su mirada, además de desdoblarse en la mirada

de otras muchachas frente a aparadores comerciales

o viajando por países del Tercer Mundo, es semejante

a la palabra escuchada en sueños, que a veces nos explica istmo 97

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contra qué hay que abandonar lo que más amamos

y correr, cuando el sueño se transforma en pesadilla,

por universidades interminables hacia los fracturados brazos

de ciertos ángeles; pero sabemos que estamos soñando.

Y la soledad sólo es una fotografía en blancos y negros

diluidos, una tormenta dibujada en un papel,

y la muchacha vuelve su rostro ovalado, sus ojos

se ladean en la dirección de Lacan, y entre ella y él

hay una mujer que parece que escribiera la lección

para que la vehemencia sea leída en los años venideros.

La estudiante mira con pureza, ella sí sabe que

no va a salvarse. Lo que ha dejado o lo que dejará,

aquello que le daría una forma, le abrirá también el vacío.

Mira con pureza, hizo el amor en la mañana, o en la noche

del día anterior (con un muchacho de destino similar

o con una broma cruel y cotidiana que se juega a sí misma)

y sabe de algún modo que no va a salvarse. Los ojos

de Lacan están hundidos, el izquierdo en el perfil oculto,

el derecho en una depresión que la cámara no capta.

Este Lacan de labios entreabiertos, levantando la mano

izquierda, los dedos extendidos, fuertes, la abundante

cabellera peinada hacia atrás, con una camisa oscura

y una chaqueta oscura, dando la espalda a una gran

pizarra con constelaciones de tiza, palabras legibles ahora

de otra manera, y números licuados en nubes, de

una clase anterior, tal vez ya olvidada cuando sacaron

la foto y tomaron, sin desearlo, por supuesto,

a esa bella muchacha sosteniendo un cigarrillo, en

los amaneceres fijos de la memoria, algo así como

la confidencia de una niña salvaje que besa al azar

en las escaleras de incendio del poema.

“Alrededor de Lacan” pertenece, en el momento en que es publicado, a un

libro inédito hasta ese año, La Universidad Desconocida, que al siguiente el

Ayuntamiento de Talavera de la Reina editó en su Colección Melibea. Póstu-

mamente vino la edición ampliada que hizo Anagrama en el dos mil siete.

Ignoro si este poema fue finalmente incluido en esas ediciones, hasta ahora

no pude verificarlas.

El poema se basa en una fotografía donde aparece Lacan dictando alguno de

sus seminarios. A su izquierda figura sentada una mujer que parece meca-

nografiar la lección. Más a su izquierda, o hacia la esquina inferior derecha

nuestra, la muchacha protagonista del poema, que fuma, que mira y muy

probablemente escucha al profesor, y cuyo gesto particular el poema aspira

a develar. Impresiona la voz asumida: juego proyectivo sobre una imagen de

composición extremadamente llamativo. Nada menos que el último gran hé-

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roe del psicoanálisis en primer plano, más la estudiante que a esa hora orbita

y concentra otra atención, la de Roberto Bolaño, para dar rienda suelta a su

descripción en verso, su libre écfrasis de lo congelado.

Tal vez resulte inevitable asociar este poema a la novela Amuleto. La chica del

curso del analista perfectamente podría corresponder a un modelo primitivo

de lo que termina siendo el personaje Auxilio Lacouture —ya estrenada en

Los Detectives Salvajes—, joven poeta uruguaya que, encerrada en el baño

de una universidad mexicana en días de la revuelta estudiantil de 1968 y

de la Matanza de la plaza de Tlatelolco, desciende a un pozo de recuerdos

y profecías que la involucran a ella tanto como a su círculo más cercano

en una sucesión de hechos revestidos de esa tensión que Bolaño convirtió

acaso en su firma más visible, la del sueño lúcido que descifra el enigma del

mal. Obviamente este viaje narrativo no podía prescindir de ese universo de

biografías episódicas (necrológicas dirá Julio Ortega) de poetas y artistas tan

característicos de su obra. Turno esta vez para Lilian Serpas, poeta salvado-

reña que alguna vez intimara con el Che Guevara, y para la pintora catalana

Remedios Varo, favorecida por la gobernatura de Lázaro Cárdenas a principio

de los años cuarenta, gracias a la cual pudo pasar de Europa a México y esta-

blecerse allí junto a su pareja Benjamin Péret, acaso el más leal de los poetas

surrealistas, que escribió, dicho sea de paso, un verso monumental, por qué

no recordarlo:

Regar todos los días las banderas con aceite de máquinas.

Echemos abajo la filiación insinuada: al parecer la inspiración directa de Auxilio Lacouture sería una maestra de escuela, Alcira Soust Scaffo, uruguaya que habría llegado a México en los setenta y compartido con la movida infra- istm

o 99

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rrealista. Pero poco interesa seguir la pista del personaje de Amuleto; mucho

menos hacer su genealogía. A lo más aventurar un par de ideas acerca del

trazo de Roberto Bolaño, que a lo mejor pueden filtrarse gracias a este poema

absolutamente lateral dentro de su obra, un poco como para eludir un rato la

discusión más repetida, la polvareda crítica y especulativa que comúnmente

una obra literaria frondosa genera, cuando esa frondosidad es capaz de com-

petir con la realidad (y este ha sido sin duda el caso), es decir, cuando el vigor

de una imaginación ha terminado por imponerse.

De todas formas me gustaría quedarme con Lacouture, encomendarme

provisoriamente a Auxilio, desvergonzadamente pedírselo, auxiliarme de La-

couture, o mejor y con algo más de beneficio, de La couturière, “La costure-

ra” si trasladamos del francés, guardando todas las reservas de la literalidad,

y completar el sacrilegio hasta bautizar con ese nombre a la muchacha de

la foto, la bella estudiante del curso de Lacan, un poco como en venganza

celebratoria de la ruina de esa primera aproximación basada exclusivamente

en la búsqueda de la verdad, anhelo de certeza propio de una clase de crítica

que rehúye de sí misma como género, y que se anquilosa, como un nuevo y

mal aceitado siglo XX, en su afán objetivo.

DOS/

De los muchos cuadros de la historia de la pintura titulados “La costurera”

(por ejemplo el de Velázquez de 1640, o ese más o menos conocido de

Hammershoi), quisiera valerme de un falso Vermeer, que no es precisamente

“La costurera” o “La encajera”, uno de sus más famosos (1669), sino aquel

pintado o, sería más correcto decir, elaborado por un hombre llamado Han

Van Meegeren, quizá el más grande falsificador de la historia del arte, titulado

otra vez “La costurera” (conocido en inglés como The Lace Maker), el cual no

corresponde a una imitación del original, sino a una pintura hecha en el estilo

Vermeer, por tanto “atribuible”.

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Torcido plan de negocios, rindió dividendos favorables a este genio en negati-

vo, y también uno bulladamente desfavorable: el juicio en su contra después

de la caída de Hitler, acusado de haber vendido patrimonios nacionales al

Reich, cuadros que lógicamente correspondían a sus propias falsificaciones tal

como demostró Van Megeeren cuando alegó en su defensa, comprometién-

dose a pintar públicamente custodiado por expertos y policías, acción que pa-

radójicamente le permitió librarse de la cadena perpetua arguyendo que con

su habilidad había hecho justamente lo contrario: proteger los originales de

la amenaza de uno de sus clientes frecuentes, Hermann Goering, “el verdugo

del Tercer Reich”, como lo apodó alguna vez el artista John Heartfield.

¿Por qué preferir la falsificación? Por una razón que puede ser juzgada legíti-

mamente como arbitraria: a diferencia de la de Velázquez o Hammershoi, la

mujer que pintó Van Meegeren levanta la cabeza, no atiende a la labor pese

a que tiene, sí, sus manos sobre ella, sino que mira en dirección de quien le

retrata. Mira de frente y al mirar crea el suspenso que es suyo. No está dedi-

cada al trabajo en el momento en que es capturada; sin embargo, ella es una

costurera, ella es “La costurera” pese a que íntegramente no esté cosiendo.

Eso sí: no olvidar que esta obra es originalmente atribuida, es decir, deudora

de una historia donde se ha hecho pasar por algo que no es, por tanto al

menos cabría sembrar un manto de dudas sobre el verdadero oficio de esta

mujer: ¿cómo es posible que esta costurera no esté dedicada, cabeza gacha,

concentrada como la de Hammershoi, como la de Velázquez o como la del

cuadro auténtico de Vermeer?

Los ojos de la muchacha miran, escribe Bolaño, el rostro de Lacan; con ter-

nura y con tristeza, y también con indiferencia. Y esa mirada se parece “a la

palabra escuchada en sueños, que a veces nos explica / contra qué hay que

abandonar lo que más amamos”. La mirada de la muchacha, de esta “costu-

rera” como la he terminado llamando (una falsa Lacouture), parece ofrecerle

al propio Bolaño una explicación, clave de lectura que bien podría compararse

con aquella revelada alguna vez por Kafka: “las sirenas tienen un arma aún

más terrible que su canto, a saber: su silencio”. Ante el mutismo de la foto-

grafía, del doble mutismo obligado de la muchacha (que sólo oye a Lacan y

que ya es pura imagen), Bolaño opone en su poema lo que ha escuchado sin

escuchar, aquello que es análogo a una profecía o advertencia, que es dable

descifrar para, por decirlo así, tomar precauciones, decidir, o atenerse a las

posibilidades de la consecuencia, pues algo aún más terrible puede suceder

cuando la costurera suspende el trabajo: todavía es posible distinguir las

costuras en su labor, cómo ha cosido, y cómo un género con otro son capaces

de componer uno nuevo. istmo 101

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TRES/

Lo que hay alrededor de Lacan es una mirada. El poema se aprovecha de ella,

de la mirada, para proyectar la suya y apostar. La chica de la foto mira con pu-

reza, “sí sabe que / no va a salvarse. Lo que ha dejado o lo que dejará, / aque-

llo que le daría una forma, le abrirá también el vacío”. ¿No son estos versos el

mejor retrato, el trazo que resume a la mayoría de los héroes circulantes en la

obra de Bolaño, sus situaciones morales con el padecimiento que traen apa-

rejado, y que el propio Bolaño les tiene muy a menudo reservado? Redención

imposible para la alumna del seminario, que resuena en la conocida anécdota

de la triestina Lucía Joyce, caso clínico evaluado por Carl Jung. “Donde usted

nada” dijo al célebre padre y haciendo la comparativa con el oficio de escribir,

“ella se ahoga”. Con esta frase Jung inevitablemente hacía un reparto: nada-

dores de un lado, ahogados del otro. Certeramente y a partir de este agudo

diagnóstico diferencial, Ricardo Piglia ha visto en el psicoanálisis así como en

la literatura verdaderas artes de nadar: el artista “…ha podido nadar antes,

pero no sabe si va a poder nadar la próxima vez que entre en el lenguaje”; el

psicoanálisis “…un arte de mantener a flote en el mar del lenguaje a gente

que está siempre tratando de hundirse”. ¿Pero no es la literatura —especial-

mente la narrativa— también el espacio abierto precisamente para mantener

a flote en el lenguaje a seres de dudosa estabilidad? Bolaño, en ese sentido,

ha pasado a ser el referente obligado de un relato que se conmisera constan-

temente de las tribulaciones de sus personajes, pero cuya vocación eminen-

temente antipoética —para fortuna de sus lectores— consigue moderar esa

voluntad meramente compasiva, ecualizando en ella comedia y tragedia de

esa manera magistral que a mí me gustaría llamar humor negro chileno.

Aquello que permite una forma, un destino, es también e inmediatamente

la historia de una finitud. Escéptica y permanente sacada de piso. Es este el

momento donde Bolaño deja de ser borgiano, deja de ser idéntico al brillante

humorismo ilustrado de la literatura de Bustos Domecq, no más tiempos

circulares ni historias de la eternidad, para echar otra raíz, una raíz donde no

es posible arraigar nada, donde ninguna bala puede volver a ser la misma,

donde la literatura deja de ser doméstica, producida a partir del orden al que

obliga una biblioteca infinita, y se vuelve irremediablemente salvaje, fraguada

desde una zona notoriamente menos resguardada, donde el catálogo de la in-

formación cede a las incertidumbres de la experiencia, y donde las bestias de

Bolaño ya no tienen mucho que ver con el bestiario borgiano, porque andan

a tientas, tropezando, ni siquiera sometidas al malentendido, enfrentadas a la

intemperie, desamparadas incluso del oráculo que les pudiera asegurar de an-

temano —y gracias a un demiúrgico diseño— el mito, el cuento, la tragedia.

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CUATRO/

En la pizarra se lee: D’un discours qui ne serait pas du semblant, título del

seminario XVIII, “De un discurso que no sería del semblante”. Curiosamente

fue en este seminario que Lacan tuvo una aproximación muy especial relativa

a pensar literatura y letra, escritura y lectura en relación a la meditación psi-

coanalítica. “Lituraterra” (1971) es el título de una de esas clases incluidas en

el seminario anunciado en la pizarra. Ahí Lacan peroró en torno al concepto

de “Litoral”, espacio fronterizo entre saber y goce, donde asomaría siem-

pre el síntoma, que no es otra cosa que palabra, o algo así, si acaso puedo

disculparme —creo que sí— de descifrar correctamente a Lacan, el eminente

profesor de atuendos oscuros. Lo que importa para esta vez y para siempre

—palabras legibles ahora de otra manera— es el poderoso hallazgo imagina-

tivo de ese interregno, que no es mar ni es costa, pero sólo es posible por el

encuentro obligado, necesario y feliz de mar y costa.

Género cosido a otro género, la costura se parece al litoral. La lituraterra…

perdón, la literatura, o alguna versión de ella, es borderline. Y la mirada de

esa muchacha alrededor del psicoanalista, confidencia de una niña salvaje,

acaso nos sopla, en la trastienda, en las escaleras de incendio de este poema,

con esa cabeza falsificadamente altiva, cómo novela y antipoesía han tenido

en la obra de Roberto Bolaño, tan familiar a las costas o costuras mediterrá-

neas —ese jardín de al lado que fue el litoral catalán, Castelldefels o Blanes—,

uno de los más lucidos, o lúcidos (en cambio Lucía se ahogaba) estilos de

nado surgido en la literatura latinoamericana del último tiempo.

*

POST SCRIPTUM/

O como colofón, una profecía natatoria:

“El río es ancho y caudaloso y por sus aguas asoman las cabezas de por lo

menos veinticinco escritores menores de cincuenta, menores de cuarenta,

menores de treinta. ¿Cuántos se ahogarán? Yo creo que todos” (“Sevilla me

mata”, en Entre paréntesis).

Ñuñoa, junio 2011 istmo 103

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I I I A n á l i s i s t e r m i n a b l e e i n t e r m i n a b l e

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Formas de volver a casa, la novela familiar de Alejandro Zambra

por Macarena García

Anagrama, Barcelona, 2011

En la portada hay una fotografía de un niño que viaja sentado en una micro,

balón en mano, debe tener alrededor de diez años. Aunque parece dormido,

sus ojos semiabiertos miran directo a la cámara, como si se supiese observa-

do y poco le importara. En su mirada hay una cierta inocencia pero se cuela

también algo de misterio, el misterio de si va solo y quién sabe donde va, la

inocencia del que es llevado a un lugar que desconoce tomado de la mano de

alguien en quien confía.

La imagen resulta elocuente. En ésta, su última novela, Alejandro Zambra

realiza un trayecto autobiográfico por su infancia, con los ojos del presente,

o lo que puede ser también un relato biográfico del presente a la luz de su

niñez, de sus historias de juventud. Ocupando distintas posiciones, distancias

que varían frente a lo que narra, la historia de Formas de volver a casa es la

de un escritor que cuenta su infancia en los ochenta, en plena dictadura, el

tiempo en que “crecimos a la rápida”; su juventud en los noventa, “la década

de las preguntas”, y lo que vino después: el amor y la literatura, el retorno de

los primeros años y la adultez de la vida cotidiana, el trabajo, la amistad y las

pasiones. El personaje observa su propia historia pero al detenerse ve reflejada

en ella a toda una generación —la conocida hache mayúscula—, hijos la

mayoría del silencio impuesto en el país, de un cierto extravío; hijos todos de

padre y madre, familias bien o mal constituidas que trazaron el mapa, una

especie de cartografía que nos precede, esa historia que es también la nuestra

aunque su autoría al cabo no nos pertenece. Así como tampoco el papel prin-

cipal. En la novela se cuenta el chiste de un niño que le dice a su papá que istmo 107

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cuando grande va a ser un personaje secundario ¿por qué? porque la novela

es tuya, le contesta.

Escribir acá es parecido a encender una linterna y observar, iluminar solamen-

te algunos rincones, dice un pasaje, sin hablar de inocencia ni de culpas ni de

perdón. Pero se me ocurre que puede ser también algo así como observarse

ante el espejo vestido con la ropa de los padres, como quien se atreve a

descubrir ahí lo que del propio rostro en verdad es ajeno. Bajo la forma de un

diario, se ensayan unos versos que dicen: La cálida esperanza de volver / Sin

pasos sin camino de memoria / La larga convicción de que esperamos / Que

nadie reconozca nuestra cara / La cara que perdimos hace tiempo que me

hicieron recordar a Le Clezio, en El Africano, cuando habla de la extrañeza

que siempre le causó su cara porque debió aceptarla nada más al momento

de nacer, sin que nadie le preguntara si la quería o no, y porque es a la vez la

cara de otro, de un extraño decía él, su padre. En Formas de volver a casa el

rostro de los padres es difuso —“nuestros padres nunca tienen cara realmen-

te. Nunca aprendemos a mirarlos bien”— quizá porque representa el punto

ciego del rostro que quisiéramos ahora, eso que no alcanzamos a ver y que

por lo mismo nos cuesta revelar.

Pero si hay algo que no busca el autor esta vez es esconder la cara; y ahí

de hecho parece estar la apuesta. “Leer es cubrirse la cara”, anota Zambra,

“escribir es mostrarla”. La decisión de no protegerse es explícita, así como

también la de no proteger la historia de sus vacíos y contradicciones, los ho-

yos negros de lo que aún permanece demasiado cerca. En la novela, el recurso

a la ficción no intenta extender un velo de coherencia sobre los recuerdos. A

lo más dispone de un escenario en el que los personajes en juego inician su

“baile de máscaras”, conminados, se dice, tan solo a “comparecer”. Tam-

poco cede lugar a ilusión alguna de reparar la imagen heroica de los padres

perdidos de la edad dichosa, como lo hubiese querido Freud: acá los padres

abandonan a los hijos y los hijos abandonan a los padres, irremisiblemente

—“los padres protegen o desprotegen pero siempre desprotegen. Los hijos

se quedan o se van pero siempre se van”. Y todo es injusto, además, “sobre

todo el rumor de las frases, porque el lenguaje nos gusta y nos confunde”:

la escritura es injusta, traidora, porque no se recuerda en palabras sino en

imágenes, en ruidos que son traducidos “a una prosa pasable”, y en este caso

mucho más que pasable.

En una novela suya muy temprana y muy próxima a ésta, Paul Auster decía

que la memoria es el espacio en que una cosa ocurre por segunda vez. La idea

es bella, aunque también extraña: la memoria como algo que transcurre entre

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un original y la copia; quizá el trayecto, el retorno de un lugar a otro; quizá

la misma micro en la que viaja el niño que aparece en portada. Como sea, en

Formas de volver a casa hay un acontecimiento que se repite, traumático, y

que marca lo que pueden ser los límites de ese espacio para la memoria: es

el terremoto, el del ochenta y cinco y luego el del dos mil diez, con el miedo

consiguiente, y la destrucción. También se repite la derecha en el gobierno, la

rabia y la vergüenza. En la imagen final, un hombre en vela tras el terremoto

mira por la ventana los autos que pasan; como si practicara un viejo ritual,

uno tras otro los cuenta y atento a los que se repiten piensa en los niños que

viajan dentro.

istmo 109

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Estrellas muertas, de Álvaro Bisama

por Paz López

Alfaguara, Santiago, 2010

Muchas veces las sinuosidades del presente hacen que recordemos con triste-

za aquellos pasajes en los que creímos alguna vez ser felices. O puede suceder

lo contrario, que gracias al presente nos demos cuenta que en aquel tiempo

éramos más felices de lo que pensábamos. En todo caso, como ya se ha

dicho, de la felicidad difícilmente podremos ser contemporáneos. Sobre ese

tipo de desajuste y de impotencia nos informan especialmente las imágenes

del recuerdo, y Estrellas muertas, última novela de Álvaro Bisama, está hecha

precisamente de imágenes: “Parte así: con una imagen”, advierte la voz del

libro. Con una imagen y no con una evidencia: “la foto abre la puerta, mi

memoria es la habitación. Tengo la cabeza llena de muebles”.

Porque es cierto, la década de los noventa en Chile, años sobre los que una y

otra vez vuelve la protagonista de esta novela, no fue una época especialmen-

te dichosa. “Lo nuestro era sólo la marea y la resaca. La era de la sangre y el

vértigo ya había pasado”, se lamenta ella. Una especie de pudridero donde

iban a parar los restos de los que alguna vez fueron reyes, y donde nosotros,

los que todavía éramos muy pequeños para haber sido héroes, estábamos

destinados al tedio y al “aburrimiento de días iguales a otros”. Pero no se

trata de una certeza histórica. Hay en esta novela, me parece, algo más íntimo

que la reflexión obsesiva sobre el contexto político en que sin duda se inscri-

be. Y esa intimidad, diría, no proviene de la narración de sucesos personales

ni de desventuras individuales, aunque los haya, sino de la seguidilla de brotes

espontáneos de memoria que pueblan sus páginas, brotes impensados que,

con su poder único e irresistible, vuelven perceptible la densidad borrosa istmo 111

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de los hechos del pasado. “La vida emerge como el fondo de un cuadro,

borrosa, hecha una silueta difusa, vuelta una sombra de sí misma”, dice ella.

Esa extenuante actividad rememorante que recorre Estrellas muertas, parece

ir sometiendo, de a poco, los hechos del pasado y del presente a una misma y

pálida imagen del recuerdo.

Esto se debe, tal vez, a que en esta novela son los objetos y no las personas

quienes tendrían la virtud de despertar la memoria, como si el pensamiento

viviera en ellos y no en quien se aplica en recordar: los espejos ennegrecidos

de algún café en Valparaíso, las fotos pegadas sobre un muro que captan la

secuencia de un naufragio, una vieja canción, un par de estrellas fluorescentes

titilando sobre un cartón piedra, los muros mohosos de un hotel en ruinas,

las camillas desgastadas del hospital, alguna pequeña ciudad del norte. De

golpe, todas esas calles y lugares, esos objetos del pasado y del presente

vibran, y lo hacen de un modo tal que es imposible no sentir que nosotros, los

lectores, somos también los restos de una historia que terminó mal. Porque en

Estrellas muertas, de eso no cabe duda, las historias terminan mal. Y aunque

algo sepamos de ese destino fatal, aunque sepamos que las historias pocas

veces terminan bien, es el tiempo y no nosotros quien se encarga finalmente

de pasarlo en limpio. Algo parecido, se me ocurre, quiere decir esta frase que

comienza a cerrar el libro: “Entre nosotros, en algún momento del futuro, so-

brevino el llanto”. Algo parecido, también, a la extraña confusión de tiempos

y sensaciones que se precipitan en el acto mismo de recordar.

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Ni felicidad ni corrección. Ramal, de Cynthia Rimsky

por Gonzalo Abrigo

Fondo de Cultura Económica, Santiago, 2011

La historia de la literatura está llena de vías férreas secundarias. Últimamente

ha sido el historiador Carlo Ginzburg quien ha mostrado con intrépida erudi-

ción el rendimiento de aquello que, a la hora del catastro final, es desechado

por aparente falta de méritos para postular a narración indiscutida del pasado.

No es distinto el caso de la literatura. De ningún modo un “escritor de prime-

ra” fue la opinión que tuvo de Kafka el severo Edmund Wilson si comparaba

con Proust o con Joyce, esos tremendos “organizadores de la experiencia

humana”. En una lógica parecida, minúscula puede parecer hoy a más de

algún kafkiano rimbombante la obra de Walser al lado de la del propio Kafka.

¿Son las distancias las que definen una vía férrea como principal y otra como

secundaria? ¿Cuál es la magintud de una obra para ser considerada como de

segunda o primera?

Desde cualquier parte se puede narrar. La vía férrea secundaria, el ramal que

hace Talca/Constitución, sirve a Cynthia Rimsky para sumar otra novela de

viaje que nunca es lo mismo que un viaje literario. En todo caso habría que

decir, por decir, novela de viajeros. A diferencia de su anterior Los perplejos,

el periplo que da pie a Ramal es mucho más corto si consideramos el cuenta

kilómetros. Pero en una novela no cuentan los kilómetros. Tal vez cuenta

el argumento, o menos el argumento que cómo o quién cuenta el cuento,

las aceleraciones, frenos, cambios de marcha, lo específico en ese régimen

imprevisible de velocidades, esa cajita de cambios que bien podría ser otra

definición más de narrador; o de “experiencia humana” como sentenciaba

ceñudo y taxativamente Wilson. istmo 113

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No cuentan los kilómetros sino quién los cuenta, cómo la distancia se va gas-

tando hasta diluirse entera gracias a los movimientos que realiza el narrador.

No tanto un narrador en propulsión como describió alguna vez Susan Sontag

a W. G. Sebald. Más bien uno dedicado a componer, mediante el móvil de ese

hombre a quien el Servicio Nacional de Turismo ha encargado la elaboración

de un proyecto salvador, la exploración de una vida difusa en un trayecto que

no lo es menos, y donde la mayoría de los gestos parecen gobernados, más

allá del objetivo costumbrismo del paisaje o la geografía, por una elusividad

destinada precisamente a señalar un cuadro de difuminación general, que de

ninguna manera es decadente, pues no puede ser decadente lo que jamás ha

gozado de mayor esplendor. Sin duda un retrato de Chile y uno de los acier-

tos de la novela de Rimsky: revelación de una postal eterna, fuera del tiempo,

y cuya paciencia narrativa colinda frágilmente con lo indestructible.

Esta prosa cuidadosa, tanteante, casi informativa a ratos pero perspicaz y

reflexiva de súbito y siempre oportuna, no parece anunciar que Ramal reserve

una tragedia. La fatalidad del hijo del proyectista prácticamente sella una

historia cuyo primer y documentado impulso no era otro que ese notable

vagabundeo indagatorio por una región familiar y extraña en partes iguales.

Que las vueltas que da este hombre permanentemente afuerino, extranjero,

dedicado a una misión que en un momento “no sabe bien cómo empezó”,

comiencen paulatinamente a dibujar contornos personales algo más defini-

dos (el hijo, la ex esposa, la situación de esa separación), otorga al relato un

vértigo insospechado hacia el final, un presente biográfico del personaje que

prácticamente se había disimulado en las observaciones culturales-sociales

propiciadas por el recorrido del tren, y en la memoria melancólica de los even-

tos relativos al padre, su consulta dental, al autoexilio y los reflejos fantasma-

les de otra época en la casa de Maruri.

Un viajero no participa de la pauta ordenada que ofrece el paquete turístico

(esto también podría valer para comparar tipos de novela). Digamos que goza

o padece de esa gracia. Parte de un punto y no sabe bien dónde llegará, ni

cómo, ni qué verá, ni con quién compartirá ni por cuánto tiempo. Hay un

riesgo en ello, un riesgo que está “más allá del facilismo del presente”. Es lo

que puede intentar enseñar al hijo sólo tres días al mes, cargado de convic-

ción, este proyectista y mesías frustrado en su intento de salvar el ramal. Pero

esto al hijo le parece ya demasiado enfático. Tampoco en esa vía secundaria

propuesta por el padre puede avizorar su felicidad o su corrección. El destino

que narra Cynthia Rimsky en esta ejemplar novela termina violentamente

dándole la razón.

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La oscuridad tras las palabras. Hermano ciervo, de Juan Pablo Roncone

por María de los Ángeles Quinteros

Los libros que leo, Santiago, 2011

Muchos cadáveres; una desolada vitrina de cuerpos inertes es lo que Juan

Pablo Roncone (1982) deja ver —y otras veces no demasiado— en las ocho

historias que componen Hermano ciervo. Personajes cuya fragilidad conmue-

ve no tanto por la crueldad de las circunstancias en las que se ven inmersos,

sino por el estoicismo con que cada uno de ellos vive y carga con sus culpas.

Y de eso también está repleto este libro: vínculos destrozados por el peso de

lo no dicho, por la carga del “pudo ser”.

Roncone, a lo largo de lo que algunos llaman “historias mínimas”, mantiene

un ritmo marcado por la fragmentación y, sobre todo, conserva la tensión na-

rrativa gracias a lo no narrado, a lo que solo se deja ver parcialmente en la pe-

numbra. De esta manera, sus cuentos funcionan como la técnica artística del

claroscuro, develando la médula de sus relatos gracias al vacío, a los espacios

en negro que rodean a sus personajes. Hombres que recuerdan trozos de su

pasado u hombres que inventan un pasado inexistente, ¿cuál es la diferencia?

Absolutamente ninguna: “Las historias solo avanzan con mentiras”. Es este

el gran motor, los recuerdos tergiversados por el presente, la falacia en la que

viven sus personajes y los secretos guardados para mantener la precaria calma

que sostiene sus vidas. Todas estas vidas esconden una gran mentira pero, pa-

radójicamente, son estos mismos espejismos los que dirigen a los personajes a

seguir engañando y engañándose para poder escapar de “el infierno que son

los demás”. Por esto mismo, la galería de hombres aturdidos por el secretismo

de sus errores está compuesta de seres obligados a la soledad de sus calvarios

personales. O a la soledad del que se siente más a gusto con extraños que istmo 115

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con gente más cercana y familiar.

Así el autor es capaz de ir generando cierta sospecha en el lector, donde los

escenarios más simples se tiñen de extrañeza, los diálogos más cotidianos se

transforman en aseveraciones equívocas, y las delimitaciones de cada perso-

naje se confunden intertextualmente, planteando un juego de espejos que

pareciera no tener fin.

Tras la estética de una escritura pulida suena constantemente un ruido de

fondo, un pavor latente que se avecina, por lo que pareciera que los perso-

najes de Hermano ciervo no hablan, sino que susurran y caminan cabizbajos

para no atraer la mala suerte, la posibilidad de nuevos cadáveres. Como el

ciervo de la portada, siempre los cadáveres serán seres indefensos, animales

inocentes, niños vulnerables y jóvenes abandonados al azar.

El contraste entre ese ruido persistente, sucio y ensordecedor, difiere con la

pulcritud de la escritura, de modo que entre las palabras escogidas por Ronco-

ne para contar sus historias y el significado de lo que subyace en esas palabras

aparentemente limpias —pero que en el fondo contienen ese ruido amena-

zante—, ocurre una disociación efectiva: “La tercera vez que visité a la madre

de Raimundo conseguí pasar al jardín. Un jardín sin ninguna planta, pero

no se me ocurre una palabra que no sea ´jardín para denominar ese espacio

intermedio entre la rejita y la casa. El jardín: chatarra y cajas”. Se establece, de

esta forma, un pacto entre el lector y el autor, en el que este último conviene

en nombrar ciertas realidades sumamente complejas con palabras polifónicas

y que solo aspiran a sugerir dichas realidades.

Los personajes de Hermano ciervo hablan de “amigos” que en realidad no lo

son, buscan la verdad de “hermanos” muertos que nunca fueron realmente

hermanos, algunos son “víctimas-asesinas”, otros intentan recordar padres

ausentes o vengarse contra el olvido del cadáver del hijo muerto, cuando

el cadáver ni siquiera existe. Y este es el común denominador de todos los

cuentos, construir ficciones sin olvidarse nunca de lo que son: nuevas menti-

ras para expresar lo inenarrable. O quizás construirlas sabiendo que en esas

mentiras laten algunas pistas que puedan dar cuenta de un referente —la

realidad— que siempre ha tenido una relación ambigua con la literatura.

Principalmente eso propone Hermano ciervo, un mundo aparente donde el

lenguaje se reduce a reproducir huellas de lo sucedido, únicamente huellas,

porque el resto solo se insinúa. Y la opción de develar el resto —la oscuridad

tras la imagen colorida— es escurridiza como la verdad de las cosas.

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Presentación de Animales Domésticos, de Alejandra Costamagna

por Alejandro Zambra

Random House Mondadori, Santiago, 2011

En uno de sus brillantes ensayos literarios, el poeta W. H. Auden da algunas

pistas sobre lo que él considera la formación ideal de un escritor. No ten-

go a mano ese texto, pero creo recordar que aconseja a los escritores que

aprendan varias lenguas, que estudien —entre otras materias— mitología,

meteorología y cocina, y también —last but not least— que cultiven un huer-

to y que críen una mascota. Desconozco cuánto sabe Alejandra Costamagna

sobre mitología o meteorología y tampoco sé si es una buena cocinera, pues

a pesar de que yo la he invitado a almorzar muchas veces ella nunca ha

retribuido esas invitaciones. Estoy seguro, en cambio, de que Alejandra tiene

gatos, porque hablar con ella es hablar sólo a veces de literatura, pero con

demasiada frecuencia sobre sus gatos, de manera que, para decirlo con un

leve redoble de tambores, sé mucho sobre los gatos de Alejandra Costamag-

na, aunque lamentablemente no los conozco, porque —creo que es necesario

repetirlo— ella nunca me ha invitado a su casa.

No sé si Alejandra alguna vez tuvo un huerto o al menos un jardín. Ahora

que lo pienso no es difícil imaginar a alguno de sus personajes regando las

plantas o podándolas cuidadosamente. Me parece haber leído un cuento de

Alejandra, un cuento inexistente que sin embargo me parece haber leído, un

cuento sobre un personaje que se despierta a las cuatro de la madrugada y en

vez de tomar un vaso de agua o de fumarse un cigarro, se levanta, va al patio,

se pone a regar el jardín, y mientras el agua cae y moja sus pantuflas siente

algo parecido a la felicidad. Nunca he leído ese cuento de Alejandra, porque

Alejandra no lo ha escrito, pero pienso que debería escribirlo, que sería un istmo 117

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cuento hermoso, un cuento que solamente ella podría escribir, porque hay

ciertas situaciones, hay algunas atmósferas y sobre todo un temple y un alien-

to reconocibles en la escritura de Alejandra Costamagna. Lo he pensado más

de una vez en estos días, a propósito de ciertos momentos, a raíz de ciertas

sensaciones cotidianas: he pensado esto parece un cuento de Alejandra Cos-

tamagna. Porque hay un mundo que intuimos y por el que a veces circulamos

pero que es sólo de ella, un mundo que, si esto sonara bien, podríamos llamar

costamagniano, pero la verdad es que no suena muy bien.

Ese mundo, como digo, se parece mucho al nuestro, y sin embargo conserva

un lado irreductible, a veces incluso orgullosamente secreto. Pienso en los

finales, sobre todo. Lo que los relatos de Animales domésticos cuentan no

es exactamente lo que parecen contar, y nos demoramos un poco en darnos

cuenta; al principio nos dejamos llevar por la historia y creemos reconocerla e

incluso durante un rato nos sentimos en casa y caminamos seguros por esos

territorios que creemos familiares, pero de pronto descubrimos un matiz, un

discreto dejo, una marca que no podíamos prever. Entendemos entonces que

no habíamos entendido, entendemos que el cuento era otro; que estamos

y no estamos ahí: nos reconocemos en esas vidas porque también nosotros

somos así, esos también son nuestros problemas, pero a la vez sabemos que

sólo ellos, que solamente esos personajes actuarían de esa manera. Porque los

personajes de Alejandra Costamagna poseen ese aire de verdad que provoca

esa famosa y placentera confusión, el milagro genuino de la literatura: lo que

pasa cuando la vida parece estar en el lado del libro; cuando de pronto los

personajes son tan reales que durante un largo y valioso segundo nos volve-

mos nosotros, con el libro en las manos, menos reales.

Animales domésticos es un libro sobre hijos sin hijos, sobre gente que habla

sola o con el gato, sobre enfermos que no confían “ni en los doctores ni en

los milagros ni en las excepciones” y sobre seres solitarios que, como se dice

en un relato, no creen “ni en Patanjali ni en Cristo ni en el camino del medio

ni en los sobrevivientes ni en los sucesores ni sobre todo en los padres”.

Pero principalmente Animales domésticos es un libro sobre los límites de lo

cotidiano; sobre las presencias que tenemos tan encima que somos incapaces

de verlas, de sentirlas.

Un aspecto que admiro mucho del trabajo de Alejandra es esa especie de

amable sobriedad que late en su escritura. Es su tono, su sello: nunca exhibe

su autoridad, aunque de hecho sabe siempre muy bien de lo que habla. Co-

noce a su gente, conoce su jardín, conoce a sus gatos, pero no se demora en

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aspavientos ni se queda en las frases para el bronce. Y respeta enormemente

a los lectores. Creo que eso es necesario destacarlo. Alejandra respeta a los

lectores y en ese sentido se distancia de ese grupo numeroso de narradores

que publican novelas ya subrayadas y con negritas y con cursivas, pues tienen

miedo a que los lectores no entiendan, y por eso enfatizan y alardean y gritan

tanto.

Ese miedo, el miedo a quedarse hablando solo, es comprensible, es un rumor

inseparable del oficio, pero el que escribe debe estar dispuesto a quedarse

hablando solo, porque un escritor es alguien que intenta decir algo que no

ha sido dicho, algo que probablemente sea difícil e incluso imposible decir.

Alejandra Costamagna escribe desde esa conciencia; escribe para buscar y

este libro es el inconfundible testimonio de sus hallazgos.

Santiago, miércoles 13 de abril de 2011

istmo 119

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Humor fáctico. Presentación de La Hediondez, de Marcelo Mellado

por Pablo Oyarzún

Alquimia Ediciones, Santiago, 2011

Probablemente soy la persona menos indicada para presentar este libro. Ra-

zón por la cual agradezco la abismante generosidad de Marcelo al pedírmelo.

Digo que soy el menos indicado, porque (confieso) apenas he leído su obra,

como casi diría que apenas he leído cualquier obra que no sean unos tomos

de edades pretéritas, que atesoro entrañablemente y releo con fruición cuan-

do se me da el tiempo, que es casi nunca. No obstante, creo poder decir que

he permanecido siempre atento a las señas que de él o a propósito de él reci-

bo. Me pasa a veces que creo conocer a alguien (me refiero a su escritura, su

pensamiento, su obra) por tales señas, aunque nunca hubiese tenido acceso a

las cosas concretas que haya hecho. No sé, será algo como de atmósfera, de

resonancia o reverberación, que me proporciona este presunto conocimiento.

Y cuando me encuentro con esas cosas concretas, ocurre que de un modo u

otro no están tan lejos de lo que imaginaba o entreveía. Eso mismo me ha pa-

sado leyendo La Hediondez. (Suena curioso esto, ¿no? Leer la hediondez.) Me

ha pasado con un efecto de ampliación, que es típico de cuando la curiosidad

o la soterrada atención que he mantenido por una escritura, un pensamiento

o una obra con la que no he entrado en contacto efectivo, se ve plenamente

retribuida por la cosa en cuerpo presente. Me he divertido interminablemente

leyendo La Hediondez, y me gustaría decir por qué.

Pero antes, algo más sobre la frase con que empecé. Decía que soy quizá la persona menos indicada para esta presentación, pero no solo por mi ignoran-cia constatable, sino también por otra razón. Vengo, entre marchas y murgas, de terminar un seminario sobre el humor en que pasé revista a teorías y casos. istm

o 121

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En la última sesión, la de cierre, que siempre es un problema, porque se su-

pone que habría que decir algunas cosas concluyentes, y el camino recorrido

nunca da para eso, en esa sesión final, gracias a la invaluable ayuda de un

amigo que me acompañó buena parte del trayecto, hablé del humor y de las

relaciones superficiales. Desde allí sostuve que el humorista es un filósofo al

revés.

Me explico. Si uno le hace caso a los empiristas, que son unos tipos sensatos,

convendrá en que las relaciones superficiales son, la verdad, lo único a lo

que tenemos acceso. Somos criaturas de experiencia, y esta no nos muestra

más que hechos y estados de cosas. Las relaciones las ponemos nosotros,

por observar que determinados hechos y estados de cosas se presentan de

manera frecuente y son, por eso, semejantes. Pero no tenemos idea, o más

bien dicho, nos hacemos ideas sin contar con pruebas y evidencias categóri-

cas, acerca de lo que pueda estar a la base de esas relaciones y semejanzas

que les atribuimos a las cosas por simple hábito. De donde se sigue que las

dichas relaciones son superficiales, como también lo es la semejanza que ellas

acusan. Y, si vamos a ser sinceros, además de superficiales son eminentemen-

te fortuitas, por regulares que puedan parecernos.

A esto agregué que los filósofos son una especie peculiar de personas que no

se contentan con la corteza, sino que buscan el carozo. Porfían, entonces, en

hacerse las ideas aquellas. Donde la mera honestidad del testigo nos obligaría

a confesar que no sabemos realmente por qué pasa lo que pasa, ellos ven un

fundamento, una causa, un principio. Donde la misma honestidad nos recla-

ma conceder que las relaciones que barruntamos en la superficie de las cosas

son fortuitas y transitorias, ellos proclaman regularidad y permanencia. Hacen

de la semejanza identidad.

Tengo una buena y una mala noticia. La mala es que todos somos un poco

filósofos. Acaso la necesidad de orientarnos en el mundo, de no andar total-

mente perdidos, nos lleva indefectiblemente a serlo, y a hacernos ideas de

lo que en el fondo no sabemos (o sea, no sabemos el fondo). Todos estamos

ideologizados, como se diría hoy por hoy. La buena noticia es que hay humo-

ristas. Estos nos traen de vuelta a la superficie. En vez de andar abrochando

hechos con causas y razones, hacen crónica de casualidades, en vez de escle-

rotizar las semejanzas, enseñan que no pasan de ser roces o flujos y que solo

son posibles por las diferencias a que se deben. Donde los otros andan viendo

e instituyen uniformidad y coherencia, estos ven y promueven la dispersión

carnavalesca.

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Creo que Marcelo es de este lote. Y como todos sus integrantes, remueve los

fondos estancos, trae frescura a los recintos encerrados. Es cierto: la frescura

que trae viene cargada de aromas mixtos, y se tiene que pagar el precio de

la ofensiva pestilencia si se quiere gozar la ráfaga saludable. Es natural, si se

piensa que la brisa sopla desde el puerto.

Se podría creer que Mellado sienta sus reales en San Antonio para inscribir un

nuevo hito del litoral central en la geografía literaria chilensis. El hito estaba

disponible. Con Isla Negra, El Tabo, Las Cruces y Cartagena ocupados, no

siendo San Sebastián un lugar particularmente apto, y Santo Domingo de

un cuiquerío detestable (me abstengo de hablar de El Quisco y Algarrobo),

San Antonio, la ciudad portuaria, mefítica y muy poco agraciada, perma-

necía huérfana. Pero la verdad es que Mellado es muy astuto. No agrega el

hito linealmente. Como todos los demás fueron apropiados por poetas (tres

mayores y uno menor, tres oficiales y un suboficial, o un sub-suboficial, si se

prefiere), Mellado los reinscribe narrativamente en la fábula de una contienda

político-cultural (o cúlturo-política) entre poetas rasos y poetastros y hasta un

poetiso de pérfidas intenciones.

Se suceden los episodios. Cada capitulito los va reportando. Uno que es

muy determinante para la trama, titulado “La Performance”, refiere el acto

declarativo, propositivo y exhibitivo mediante el cual, en solemne sesión del

Concejo Municipal, el arrinconado gremio de poetas en alianza obrera formu-

la, por boca del viejo líder Prudencio Aguilar y del aun más viejo Archibaldo

Zúñiga, su voluntad de recuperar la dignidad de la bibliotecaria de la comuna.

Digo, por boca de Aguilar y también gráficamente en amplias hojas engoma-

das a los traseros de los agremiados allí presentes, traseros que son expuestos

al unísono en una concertada acción de “cara pálida”. En inglés le dicen

mooning. Hace mucho tiempo, a la pregunta de una inocente alumna de por

qué se le llamaba así a esa performance, le escuché responder muy digna-

mente a la directora del colegio donde hacía clases en aquellos años: That’s

because they show the two moons at their backs. Más que de la explicación,

me quedé prendado de la sintaxis. El evento en cuestión es determinante,

porque es la oportunidad para que todos, personajes que merodean en la

narrativa y lectores que se asoman a ella, nos enteremos del monumento

de culo que posee la muy bien apellidada Elizabeth Portentosa, monumento

natural que más tarde es inmortalizado escultóricamente. Y no falta en el

episodio el aporte a la fetidez por causa de una presunta ventosidad que a

alguien se le habría escapado en medio de la operación.

Así más o menos ocurre con todos los capitulitos: pasan, con molto vivace, istmo 123

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como una rapsodia de imágenes y palabreríos, un desfile variopinto donde

una cosa lleva a la otra por albures que son más férreos que la causalidad.

Todo lo que pasa en esta narración y todos los personajes que la pueblan

obedecen al régimen de la dispersión. En sus azarosos encuentros, en sus

minúsculos propósitos, son “la metonimia (o quizá la sinécdoque, que suelen

confundirse)” de ese otro régimen, no muy distinto del anterior, pero erizado

de ambiciones, imposiciones y prepotencia, que es como están las cosas. En

su prólogo, Álvaro Bisama tiene una hermosa frase a este propósito: dice que

la guerrilla literaria que enfrenta al gremio de los poetas “genuinos” con los

“impostores” convierte “a la chimuchina diaria de la vida poética (…) en un

bonsái de los poderes fácticos del presente chileno”.

La hediondez es algo más que el título de esta novela. Atribuida en un

comienzo a un precario zoológico en ciernes, dedicado a recuperar fauna

averiada (el título de “animales exóticos” la enaltece), y en especial a los

meados de los zorros chilla, va difundiéndose inexorablemente. La misma

biblioteca pública que hace de vértice (o vórtice) de la historia se hunde en su

propia putrescencia; las faenadoras de harina de pescado y las expansiones

inmoderadas del puerto contribuyen abundantemente con lo suyo, hasta que

el hedor pareciera invadirlo todo, y emanar de buena parte de las intenciones

y acciones que aquí se refieren.

A mí me suena (o me huele) la hediondez como una palabra disparada a ma-

nera de diagnóstico, de interpelación y de insulto, de impávida constatación,

al fin, de cómo están las cosas. Es el clima mismo de la facticidad.

Facticidad, digo, como forma del poder: esa que evocaba del prólogo de Bisa-

ma, “poderes fácticos”, es una expresión reiterativa en el libro. Su consumado

trasunto y la suma de su concentración es La Caleta, una especie de órgano

oficioso de aire kafkiano que alberga a una caterva de oscuros mandatarios

y a sus esbirros, y al que está allegado el poetiso antes mencionado y su

mafia poético-delictiva. En su seno se congregan de la manera más transver-

sal (como se dice ahora) grupos y sujetos deleznables que van desde sapos

y soplones de la dictadura que siguen enquistados en el aparato público,

rádicos masones que ejercen regularmente la malversación y el desfalco, ex-

concertacionistas buscando hacerse la vida desde la costumbre inextirpable

del manejo, el arreglín y la influencia, narcos y mercenarios, que en su total

suman una fauna harto más hedionda que la del precario zoológico.

El punto es que hoy los poderes fácticos han llegado a tomarse el poder ente-

ro, cooptando todo eso que se llama autoridad y legitimidad, y sin lo cual difí-

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cilmente se puede pensar en hacer alguna cosa en conjunto. ¿No vemos hoy

mismo con la evidencia de un sol incandescente cómo los poderes instituidos

son denunciados en la calle por su incompetencia y su inoperancia, cómo

se les va despojando una a una de sus ínfulas y van quedando en su cruda

desnudez? Y además, también en este caso con ánimo de carnaval, como de

quien dice: “ya puh, corten el hueveo”, “que alguna vez empiece la fiesta”.

Decía que los humoristas son filósofos al revés (y viceversa, por supuesto).

Muy distintos unos de los otros, pero emparentados por la inversión. Tienen

—ambas tribus— un solo punto de contacto: ni unos ni otros aceptan lo dado

como meramente dado. Abocados a lo fáctico, son sus enemigos jurados.

Pero quizá no es exactamente así. Porque se podría contar también una

fábula sobre filósofos genuinos e impostores. Estos últimos, los impostores,

que hoy pasan por genuinos, son dados a lo dado, y se ocupan en registrarlo,

concebirlo, interpretarlo; los otros, los genuinos, que hoy no pasan de ser

unos diletantes, son reacios a concederlo, y un poco como los humoristas (o

los poetas) atienden no a lo dado, sino a lo que se va dando, no a lo dado,

sino a lo dando: el hormigueo en la superficie de las relaciones.

Por eso me parece tan brillante la asociación de poesía y surf que es el medio

de relación entre la Portentosa y Chucho Velásquez. Yo, que fui inducido

por una inolvidable y pésima película de Maldita Sea, en Rock & Pop TeVé,

a vincular surf y nazismo de manera casi inmanente, gracias a esta novelita

he tenido una revelación. Como la poesía, acaso, el humorismo es el arte de

surfear por la superficie de lo que se va dando, hace emerger por preciados

instantes todo lo que sedimenta y se aconcha, y todo queda al fin como un

luminoso y fugaz borboteo y un rastro de espuma en la orilla.

Si no me equivoco mucho, es más o menos cómo ocurre aquí.

Al final del relato, lo que fue el hallazgo de un tesoro precioso, unos manus-

critos amarillentos que se nos induce a creer serían del Abate Molina o del

visionario Lacunza, sin que por supuesto se nos regale ninguna prueba de

autenticidad, por lo cual lo más probable es que no valieran mucho más que

los hongos que los adornaban, hallazgo que debía habernos dado una clave

de todo el embrollo a que hemos sido invitados y sometidos, se borronea en

medio del combate con jureles y reinetas, entre marchas y murgas, que sella

épicamente la victoria de los poetas agremiados vindicadores de la libertad

y la ignominiosa derrota de los secuaces del poetiso. Queda desplazado el

hallazgo por la consagración de la Biblioteca Mínima Familiar de Prudencio y istmo 125

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por sendos casorios entre los dos poetas surfistas (con la asistencia de un cura

con igual afición) y dos secundarios vespertinos harto folladores. Apenas un

paréntesis recuerda como de manera oblicua e improbable el descubrimiento

patrimonial.

Voy a decir algo que quizá sea político-poéticamente incorrecto: leyendo esta

novela me vino mucho recordar a los hermanos Coen. Tiene eso de cartogra-

fía del azar, de personajes centrífugos, de intriga por la que se desviven sus

protagonistas y que resulta ser inane a fin de cuentas, a la manera de una

empanada de viento. (Esta imagen se la escuché a un profesor corpulento,

ceñudo y socialista en mi remoto pasado de estudiante: se valía de ella para

objetar la filosofía de Heidegger.) Es que de pronto pensé qué buena película

se podría hacer de este libro.

Pero, de hacérsela, no se podría perder esa rara belleza del lenguaje de

Mellado, que Rodrigo Pinto discierne tan bien en el bonus track del libro: la

mezcolanza de los modelos y tropos discursivos, que revuelven, siempre entre-

cortadamente, la crónica y el informe, el metalenguaje culturalista y el análisis

de coyuntura, la interjección y el reportaje, la noticia y la mera narración,

y que traman la perfecta combinación de acidez y corrosión satírica con la

ternura por las nimiedades.

Una última cosa: ¿dije que era la persona menos indicada, etc., etc.? Lo

reafirmo, y creo que esto ha sido una trampa que me ha tendido Marcelo con

abismante generosidad. Por la novelita pasa un personaje que deja las páginas

impregnadas de tufo penetrante. Bochorno Oyarzún se llama (de modo que

“la ‘o’ del apodo se asimila al apellido”), y no parece ser de tendencias cri-

minales como sus asociados de La Caleta. Poeta inviable e impertérrito, salva

por sola aparición a Claudia, la folladora, de los embates nauseabundos del

famoso poetiso. Se lo agradezco.

Santiago, 6 de julio de 2011

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SOBRE LO

S AU

TORES

Gonzalo Abrigo. Escritor. Licenciado en psicología.

Ha sido colaborador en diferentes publicaciones

tales como diario La Nación, Revista Istmo, Intersec-

ciones, Extremoccidente, con artículos, entrevistas,

reseñas y ensayos literarios sobre poesía y narrativa.

Editor del presente número de Revista Istmo, actual-

mente se dedica a labores editoriales. 

Alejandra Costamagna. Escritora y periodis-

ta. En voz baja (1996), su primera novela, obtuvo

el Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral. En el

2005 alcanza el Premio Altazor por el volumen de

cuentos Últimos Fuegos. Ha sido parte del Interna-

tional Writting Program, beca para escritores de la

Universidad de Iowa (2003). Finalista del Premio

Planeta-Casa de América 2007 con Dile que no

estoy, novela galardonada ese mismo año con

el Premio del Círculo de Críticos de Arte. En el 2008

se le concede el Premio Anna Seghers de literatura

(Alemania) y en el 2009 el premio Mejores Obras

Literarias (Obra Inédita) del Consejo Nacional del

Libro y la Lectura por los cuentos Animales Domésti-

cos (Mondadori, 2011).

Francisco Cruz. Licenciado en Filosofía, Pontifica

Universidad Católica de Valparaíso. Doctor © en

Estética y Teoría del Arte, Universidad de Chile.

Actualmente es becario de Conicyt y se desempeña

como profesor de Poética y Teoría del Arte Moderno

en el Instituto de Arte de la Pontifica Universidad

Católica de Valparaíso.

Alberto Fuguet. Escritor, periodista, cronista y di-

rector de cine. Dentro de sus obras más importantes

destacan las novelas Mala onda, Tinta Roja, Por

favor, rebobinar y Missing (Premio de la Crítica

Universidad Diego Portales 2010); los libros de

cuentos Sobredosis (Premio Municipal de Santiago

1990) y Cortos; las antologías McOndo y Cuentos

con Walkman, así como la biografía ficcionada Mi

cuerpo es una celda, sobre el escritor y crítico de

cine colombiano Andrés Caicedo. Su labor como

periodista y cronista lo ha llevado a colaborar en

numerosos medios nacionales y extranjeros tales

como las revistas Qué Pasa, Time, Playboy, y los

diarios El Mercurio, El País y The New York Times.

Como cineasta ha destacado en la dirección de las

películas Se arrienda y Velódromo.

Federico Galende. Ensayista y profesor nacido en

Rosario, Argentina. Autor de La Oreja de los Nom-

bres. Lugares de la melancolía en el pensamiento de

occidente, Editorial Gorla, Buenos Aires, 2005; de

Filtraciones 1, 2, y 3 (Conversaciones sobre arte en

Chile), publicadas por ARCIS-Cuarto Propio en San-

tiago en 2007, 2009 y 2011; y de Walter Benjamin

y la Destrucción, Metales Pesados, Santiago, 2009.

Ha dado cursos en diversas universidades sobre

temas de arte, estética y filosofía, y sobre los mismos

ha escrito para numerosos medios. Actualmente es

profesor de posgrado de la Facultad de Artes de la

Universidad de Chile y miembro de Extremoccidente.

Macarena García M. Licenciada en psicología, con

estudios de posgrado en Edición de Libros, Universi-

dad Diego Portales, y Master en Humanidades por la

Universitat Pompeu Fabra. Ha dado cursos de arte,

literatura y psicoanálisis en Universidad Andrés Bello,

Universidad Alberto Hurtado y Universidad Católica

de Valparaíso y como editora ha participado de

proyectos como Revista Intersecciones y Prospectos

de Arte. Es directora de Revista Istmo y miembro de

Extremoccidente. Actualmente vive en la cuidad de

Barcelona.

Carlos Labbé. Escritor, crítico literario y editor. Ha

publicado las novelas Libro de plumas (Ediciones

B, 2004), Navidad y Matanza (Periférica, 2007)

y Locuela (Periférica, 2010). Además, es autor de la

hipernovela Pentagonal: incluidos tú y yo, así como

del libro de cuentos Caracteres blancos (Sangría

Editora, 2010). Fundador de la editorial indepen-

diente Sangría Editora. El año 2010 fue incluido en

la prestigiosa revista Granta como uno de los 22

mejores narradores en lengua española menores de

35 años. 

Paz López. Socióloga. Magíster en Teoría del arte y

Doctora © en Estética y Teoría del Arte, Universidad

de Chile. Actualmente se desempeña como coordi-

nadora académica del Magíster en Estudios Cultura-

les de la Universidad Arcis. Ha publicado ensayos y

reseñas en Mapocho, Adeptos y Prospectos de Arte

y es miembro de Extremoccidente.

Marcelo Mellado. Escritor y profesor. Tras El

Huidor (Ojo de Buey, 1992) y El Objetor (Cuarto

Propio, 1996), en el año 2001 aparece su novela La

Provincia (Editorial Sudamericana). En el 2004 y el

2007, editorial La Calabaza del Diablo publica res-

pectivamente la novela Informe Tapia y el volumen

de relatos Ciudadanos de baja intensidad, por el que

obtiene el Premio de la Crítica Universidad Diego

Portales 2008. En el año 2010 se reúnen sus relatos

en Armas Arrojadizas (Ediciones Metales Pesados);

en el 2011 aparece la plaquette de cuentos Media-

nía (Editorial Economías de guerra) y la novela La

Hediondez (Alquimia). Columnista del diario The

Clinic y de El Mercurio, actualmente vive en el puer-

to de San Antonio.

Felipe Michea. Psicólogo de la Universidad Católica

istmo 129

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SOBR

E LO

S A

UTO

RES

de Valparaíso y co-fundador de Revista Istmo. Ac-

tualmente vive en la ciudad de Rancagua.

Pablo Oyarzún. Filósofo, ensayista y traductor.

Profesor de posgrado de la Facultad de Artes de la

Universidad de Chile, entre sus numerosas publica-

ciones se cuentan: El dedo de Diógenes, 1996; De

lenguaje, historia y poder, 1999/2006; Arte, visua-

lidad e historia, 2000; Anestética del ready-made,

2000; La desazón de lo moderno, 2001; El rabo del

ojo. Ejercicios y conatos de crítica, 2003; Entre Celan

y Heidegger, 2005; La letra Volada, 2009, además

de traducciones de I. Kant, W. Benjamin, P. Celan,

Ch. Baudelaire, J. Swift y Pseudo-Longino, entre

otros.

María de los Ángeles Quinteros. Egresada de

Derecho, Licenciada en Literatura Hispánica por la

Pontificia Universidad Católica y Magíster en Edición

de libros de la Universidad Diego Portales. Se ha des-

empeñado como gestora de derechos de autor para

la Biblioteca Nacional de Chile, como coordinadora

editorial en El Mercurio-Aguilar y actualmente es

asistente editorial en Editorial Planeta.

Constanza Ramírez. Doctor © y Magíster en Lite-

ratura de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Licenciada en Literatura de la Universidad Diego

Portales. Su área de investigación se inscribe en la

narrativa y poesía chilena e hispanoamericana. Ac-

tualmente desarrolla su proyecto de tesis doctoral

consistente en un estudio comparativo de los poetas

Enrique Lihn, Gonzalo Millán y Néstor Perlongher.

Además, es parte de un proyecto Fondecyt que

analiza el ensayo chileno y es profesora de la Univer-

sidad Andrés Bello.

 

Cynthia Rimsky. Escritora. En el 2001, tras regresar

a los países de donde emigraron sus antepasados,

publica la novela Poste restante (Sudamericana,

2001; Sangría Editora, 2010). El año 2002 recibe la

beca Fundación Andes para residir en el norte del

país y escribir La novela de otro (Edebé, 2004). En

el año 2009 publica Los perplejos (Sangría Editora),

que combina el viaje con su personal investigación

sobre el filósofo medieval Maimónides. En el 2011

participa en la antología Junta de vecinas (Espa-

ña) y publica la novela Ramal (Fondo de Cultura

Económica).

Ana María Risco. Ensayista y profesora. Doctora

en Filosofía con mención en Estética, Magíster en

Teoría e Historia del arte y periodista de la Univer-

sidad de Chile. Ha escrito y publicado en medios

periodísticos y especializados diversos artículos

sobre arte y literatura. Es autora del libro Crítica

situada - La escritura de Enrique Lihn sobre artes

visuales (Programa Magíster en TEHA, Facultad de

Artes, Universidad de Chile, 2004) y responsable, en

conjunto con Adriana Valdés, de la publicación del

libro de Enrique Lihn, Textos sobre arte (Ediciones

UDP, Santiago, 2008).

Adriana Valdés. Ensayista y traductora. Autora

de Composición de lugar. Escritos sobre cul-

tura (Santiago, Editorial Universitaria, 1996),

de Memorias visuales. Arte contemporáneo en

Chile (Ediciones Metales Pesados, 2006), y de nu-

merosos ensayos sobre artistas visuales y literatura

publicados en Chile y en el extranjero. Miembro de

número de la Academia Chilena de la Lengua desde

1993. Ha sido profesora invitada en el Doctorado

en Filosofía con mención en Estética y Teoría del

arte de la Universidad de Chile, en el Doctorado de

Literatura de la Universidad Católica de Chile y en

otras universidades. 

Alejandro Zambra. Escritor, crítico literario y

profesor. Ha publicado los libros de poesía Bahía

Inútil, Ediciones Stratis, 1998 y Mudanza, Quid Edi-

ciones, 2003; Ediciones Tácitas, 2008. Las novelas

Bonsái,  Anagrama, 2006, Premio de la Crítica de

Chile 2006 y Premio del Consejo Nacional del Libro

de Chile 2006, traducida al inglés para Melville

House por Carolina de Robertis; La vida privada de

los árboles, Anagrama, 2007, y Formas de volver a

casa, Anagrama, 2011. Además, el libro de ensayos

No leer, Ediciones Universidad Diego Portales, el

2010. Ese mismo año fue incluido en la prestigiosa

revista Granta como uno de los 22 mejores narra-

dores en lengua española menores de 35 años. Ha

colaborado en diversos medios como La Tercera, El

Mercurio, Las Últimas Noticias y Revista Ñ.