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LA VIDA DE LAS ABEJAS MAURICE MÆTERLINCK .

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LA VIDA DE LASABEJAS

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PRÓLOGO

Maurice Mæterlinck, autor de la joya literaria queva a leerse, nació en Gante, Bélgica, en 1864.

Dedicóse, desde muy joven, a la literatura, y es-pecialmente al teatro, en el que ha alcanzado gran-des éxitos.

Sus dramas han sido traducidos a varios idio-mas, y a una edad en que muchos comienzan ape-nas a escribir, los teatros de París y de Londresabrían de, par en par las puertas a sus obras.

Su indisputable mérito ha hecho que se le llameel Shakespeare belga.

Mæterlinck vive desde hace muchos años enFrancia y «se ha naturalizado parisiense» según lafeliz expresión de un escritor francés.

Su Vida de las Abejas es una obra admirable. Apesar de su título poco prometedor, es un libro de

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alta literatura, cuyo pensamiento filosófico, cuyasapreciaciones morales y sociológicas, cuyas agudasobservaciones del pequeño insecto y cuyas compa-raciones profundas y geniales entre su destino y eldestino humano, están envueltas como por esplén-dida y regia vestidura, en un estilo lleno de elegan-cia, nutrido, sintético, en que abundansorprendentes descripciones, cuadros arrancados ala Naturaleza por una pluma que nada tiene que en-vidiar al pincel.

Esta obra es la última que haya escrito el notabledramaturgo belga y data del año 1901. Remata dig-namente su reputación universal, presentándolo a la vez como pensador, como sabio, como poeta ycomo escritor de alto vuelo e impecable estilo.

Ninguno de los que lean este pequeño libro de-jará de aprender algo en sus brillantes páginas, queal propio tiempo le abrirán ancho campo a la medi-tación, Y le ofrecerán más de una idea consoladoraen estos tiempos taciturnos de desconsuelo y positi-vismo.

Las obras principales de M. Maurice Mæterlinck,son: Serres Chancles, tres volúmenes de obras dramá-ticas, Les Disciples a Sais et les fragments de Novalis, LeTrésor des Humbles y Sagesse et Destinée.

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Todas estas obras han tenido numerosas edicio-nes.

El señor Alfredo Ebelot en una de sus últimascorrespondencias de París, escribió a La Nación lassiguientes apreciaciones sobre La Vida de las Abejas.

« ... Es una de las obras más notables, en mihumilde modo de ver, que se hayan publicado esteaño. Quiero hablar de La vie des abeilles) de MauricioMæterlinck, un belga naturalizado parisiense, unpoeta en prosa matizado de filósofo y de sabio.Tiempo ha que las abejas han despertado las medi-taciones de Poetas y de sabios. Desde Virgilio, parano remontar más allá, hasta Darwin, las costumbresde estos maravillosos insectos han dado margen aobservaciones y reflexiones en que rebosan la sim-patía y la admiración que indefectiblemente inspirana quien los estudia. A medida que se las conociómejor la organización social que han llegado a darse,ha sentado un problema de grande transcendencia.¿Es mero instinto lo que les ha permitido establecerinstituciones y realizar trabajos de tan innegable per-fección ó ha de llamarse inteligencia, en el sentidolato que atribuimos los hombres a esta palabra, lafuerza mental» que dirige a las abejas? Decir que esinstinto equivale sencillamente a modificar los tér-

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minos en que se formula el problema, figurándoseque con esto se ha dado un paso hacia la solución.Es substituir una palabra a otra, no explicar un he-cho. Decir que es inteligencia y que existe, por de-cirlo así, una sociología de las abejas, sometida a unproceso de evolución y de progreso intelectual ypolítico, como se diz pasa para el cerebro de loshumanos y los destinos de la humanidad, esto en-traña también un fenómeno cuya explicación nosescapa, y escapará tal vez eternamente a los que vi-vimos en esta tierra, pero cuyo estudio, aun cuandoresultase estéril, importa muchísimo a la compren-sión del papel que nos cabe en la creación, al con-cepto que nos hemos de formar del carácter de lavida y de la distribución de la misma en el Universo,y ofrece de consiguiente un interés trascendental. »

Se necesitaba valor para emprender una historianatural y filosófica de las abejas después de habersido desarrollado este tema por Huber, con laabundancia y precisión de un naturalista de campa-nillas que le dedicó veintitantos años de su vida; porMichelet, con la clarividencia apasionada y el estilomágico del más artista de los historiadores. No ha-blo de Darwin, cuyo capítulo consagrado a las abe-jas en el Origen de las especies, forma una de las más

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preciosas joyas de este libro inmortal.Mæterlinck ha tenido este valor y le ha salido

bien. Su libro no desmerece de los mejores que ha-yan sido escritos sobre la materia. No desmerececomo fondo, pues harto se ve desde las primeraspáginas, que no es un aficionado a la apicultura, si-no que tiene el fuego sagrado de la observación y dela experimentación. No desmerece como fondopues hay páginas descriptivas que, por el calor y lavivacidad del colorido, pueden colocarse al lado delas análogas del mismo Michelet. Todo lo relativo alvuelo nupcial de la reina de las abejas es un modelode exactitud palpitante y luminosa.

El libro, sin embargo, no se asemeja a ningúnotro. Posee una originalidad penetrante, un acentopersonal y moderno. Tanto en la forma como en elfondo, se resiente de la época en que ha sido escri-to, época inquieta en que las ideas que se ventilan ylos métodos de ejecución de que se valen escritoresy artistas plásticos para expresarlas, llevan un sellode ardor febril al propio tiempo que de cansanciodescontentadizo, de duda descorazonada al propiotiempo que de fe entusiasta; época turbia en que losantiguos ideales se desvanecen en las almas, y enque los nuevos, lentamente elaborados en medio de

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la incertidumbre universal, no han llegado a tomarcuerpo y a revestirse de formas definidas.

La conclusión general que se desprende de laobra es que no sabemos nada, y que cuanto más nosesforzaron en explorar a tanteos los misterios quenos rodean, más hondo, más insondable nos pare-ce el abismo de lo que ignoramos. Incapaces decomprender la razón de ser del Universo y la causaignota de todo cuanto existe, se desarrolla y muere,mejor dicho, se transforma en esta tierra, nos con-tentamos con palabras huecas para satisfacer nues-tro vano deseo de darnos cuenta de las cosas. Estaspalabras cambian con las épocas. A la fatalidad anti-gua sucedió el Dios-Providencia, substituido hoy díaen la mente de los pensadores por la ley de evolu-ción, que importa tal vez una ilusión tan inciertacomo las antojadizas explicaciones anteriores. ¿Quéimporta? La nobleza de nuestro destino no estribaen descubrir la verdad, empresa superior a nuestrasfuerzas; estriba en el afán con que perseguimossiempre una verdad siempre fugitiva.

Se pregunta: ¿,qué es la inteligencia? Más valdríapreguntar:

¿qué es la vida? Cuestión tan insoluble como laotra, pero más correcta del punto de vista de la lógi-

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ca, pues quién nos dirá si la inteligencia no es unatributo de la vida, y si no son ambas un destello dela mismísima energía inmanente esparcida en lacreación? Estudiemos, pues, la vida, no en su prin-cipio, que nos está vedado, sino en sus manifesta-ciones. Este estudio modificará probablemente lasnociones que nos figuramos hoy día tener sólida-mente demostradas, como se modificaron las no-ciones sucesivas que parecieron evidentes oindiscutibles a los hombres de antaño. Pues bien,venga lo que venga. Hasta ahora cada explicaciónque ha surgido del problema del Universo, elimi-nando la que antes era unánimemente aceptada, hasido más racional y consoladora que la que venía areemplazar. Confiemos que lo mismo pasará en lofuturo. Sobre todo, tenemos en el pecho el anhelode conocer siempre más, de ensanchar la esfera delo que sabemos. Puede ser que en este anhelo, quees nuestra facultad primordial, esté la llave de nues-tros desatinos.

He tratado de dar una pálida idea de la filosofíadel libro. Se habrá notado que no es éste un manualordinario de la Historia Natural, únicamente desti-nado a darnos a conocer mejor unos bichitos, depor sí sumamente interesantes. El autor sabe pensar

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y hacer pensar. Esta filosofía no es desanimadora,es varonil y reconfortante. Incita a trabajar por me-ro gusto, por el dignificante honor de trabajar, deelevarse un tanto más en la escala del conocimiento,sabiendo de antemano que los adelantos que se rea-lizan serán de poca monta, algo como una insignifi-cancia en comparación de la inmensidad delproblema acometido, pero una insignificancia que,en relación con lo insignificante que somos, tendráasimismo gran mérito. Hay momentos en que laexposición de esta noble doctrina inviste un interésdramático, y esto, agregado a la primorosa delicade-za literaria de otros trozos, constituye en resumenun librito de un encanto poco común.

Buenos Aires, 1909

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VIDA DE LAS ABEJAS

LIBRO PRIMERO

En el umbral de la colmena.

I

No es mi intención escribir un libro de apicultu-ra ni de cría de abejas. Todo los países civilizadoslos poseen excelentes, y sería inútil rehacerlos.Francia tiene los de Dadant, de Georges, de Layensy Bonnier, de Bertrand, de Hamet, de Weber, deClément, del abate Coilin, etc. Los países de lenguainglesa tienen los de Langstroth, Bevan, Cook,Cheshire, Cowan, Root y sus discípulos. Alemaniatiene los de, Dzierzon, von Berlespeh, Pollmann,Vogel y muchos otros.

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No se trata tampoco de una monografía científi-ca, de la Apis mellifica, Ungustica, fasciata, etc., ni deun conjunto de observaciones o de estudios nuevos.Casi nada diré que no sea conocido por cuantoshayan frecuentado un tanto las abejas. Deseandoque mi trabajo no resulte pesado, reservo para obramás técnica cierto número de experimentos y deobservaciones que he hecho, durante mis veinteaños de apicultura, y cuyo interés es en demasía li-mitado y esencial. Quiero hablar sencillamente delas blones avettes1 de Ronsard, como se habla a quienno lo conoce, de un objeto que se conoce y se ama.No me propongo adornar la verdad, ni substituir,según el justo reproche de Réaumur a cuantos deellas se ocuparon antes que él, lo maravilloso decomplacencia o imaginario, a lo maravilloso real.Mucho de maravilloso hay en una colmena, peroeso no es razón para añadírselo. Por lo demás, yahace largo tiempo que, he renunciado a buscar eneste mundo maravilla más interesante y hermosaque la verdad, o al menos que el esfuerzo del hom-bre para conocerla. No nos esforcemos por encon-trar la grandeza de la vida en las cosas inciertas.Todas las cosas muy seguras son muy grandes, y 1 Podría traducirse por las blondas abellas.

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hasta ahora no la conocemos bajo todas sus fases.No afirmaré, pues, nada que no haya verificado yomismo o que no esté admitido de tal manera por losclásicos de la apidología, que toda verificación seaociosa. Mi parte se limitará a presentar los hechosde una manera igualmente exacta, pero algo másviva, a mezclarlos con algunas reflexiones más desa-rrolladas y más libres, a agruparlos de un modo algomás armonioso que el que cabe en una gula, en unmanual práctico o en una, monografía científica.Quien haya leído este libro no se hallará en condi-ciones de dirigir una colmena, pero conocerá más omenos todo cuanto se sabe de seguro, de curioso,de profundo y de íntimo acerca, de sus habitantes.No es nada en comparación de lo que queda poraveriguar. Pasaré por alto todas las tradiciones erró-neas que constituyen todavía en el campo y en mu-chos libros, la fábula del colmenar. Cuando hayaduda, desacuerdo, hipótesis, cuando toque, lo des-conocido, he de declararlo lealmente. Ya se verá quenos detenemos a menudo ante lo desconocido. Fue-ra de los grandes actos sensibles de su policía y desu actividad, nada muy preciso se sabe sobre las fa-bulosas hijas de Aristeo. A medida que se las cultivase aprende, a ignorar más las profundidades de su

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existencia real, pero esa es ya una manera de, igno-rar mejor que la ignorancia inconsciente, y satisfe-cha que constituye el fondo de nuestra ciencia de lavida, y eso es probablemente todo cuanto el hom-bre puede vanagloriarse, de aprender en este mun-do.

¿ Existía algún trabajo, análogo sobre la abeja?En cuanto a mí, aunque crea haber leído casi todocuanto se ha escrito sobre ella, no conozco, en elgénero, sino el capitulo que le reserva Michelet alfinal del Insecto, y el ensayo que le consagra LudwigBüchner, el célebre autor de Fuerza y Materia, en suGeistes-Leben der Thiere. Michelet ha desflorado ape-nas el asunto; en cuanto a Bilelmer, su estudio es,bastante completo, pero leyendo sus afirmacionesaventuradas, sus rasgos legendarios, los rumoresdesde hace mucho desdeñados que contiene, sospe-cho que no ha salido de su biblioteca para interrogara sus heroínas, y que nunca ha, abierto una sola delas zumbantes colmenas, como inflamadas de alas,que es necesario violar antes que nuestro instinto seamolde a su secreto, antes de quedar impregnadopor la atmósfera, el perfume, el espíritu, el misteriode las vírgenes laboriosas. Aquello no huele a mielni a abeja, y tiene el defecto de muchos de nuestros

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libros sabios, cuyas conclusiones son a menudopreconcebidas, y cuyo aparato científico está for-mado por un enorme cúmulo de anécdotas dudosasy tomadas de todas las manos. Por lo demás, raravez me encontraré con él en mi trabajo, porquenuestros puntos de partida, nuestros puntos de vistay nuestros objetos son muy diversos.

II

La bibliografía de la abeja (comencemos por loslibros para quedar más pronto libres de ellos y llegara la fuente misma, de esos libros), es de las más ex-tensas. Desde el origen, ese pequeño ser extraño,que vivo en sociedad, bajo leyes complicadas y queejecuta en la sombra trabajos prodigiosos, atrajo lacuriosidad del hombre. Aristóteles, Catón, Varron,Plinio, Colummella, Palladio, se ocuparon de ella,sin hablar del filósofo Aristomaco que, según dicePlinio, las observó durante cincuenta, y ocho años, yde Phylisco de Thasos, que vivió en lugares desier-tos, para, no ver sino abejas, y recibió el sobrenom-bre de El Salvaje. Pero esa es más bien la leyenda dela abeja, y todo lo que de ello se puede sacar, es de-cir, casi nada, se encuentra resumido en el canto

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cuarto de las Geórgicas de Virgilio.Su historia no comienza hasta el siglo XVII, con

los descubrimientos del gran sabio holandésSwammerdam. Conviene, sin embargo, agregar undetalle poco conocido, y es que, antes de Swam-merdam, un naturalista flamenco, Clutio, habíaafirmado ciertas verdades importantes, entre otras lade que la reina es la madre única de todo su puebloy posee los atributos de ambos sexos; pero no lashabía probado. Swammerdam Inventó verdaderosmétodos de observación científica, creó el micros-copio, imaginó inyecciones conservadoras, fue elprimero que disecó las abejas, precisó definitiva-mente, por el descubrimiento de los ovarios, y deloviducto, el sexo de. La reina, a quien hasta enton-ces se había creído rey, y con esto iluminó con uninesperado rayo de luz toda, la política, de, la col-mena, fundándola sobre la maternidad. Trazó, porfin, cortes de la colmena, y dibujó planos tan per-fectos, que hoy mismo sirven para ilustrar más deun tratado de apicultura. Vivía en la hormigueante yturbulenta Amsterdam de aquel entonces, echandode menos la «dulce vida del campo» y murió a loscuarenta y tres años, abrumado por el trabajo. Conun estilo piadoso y preciso en que lucen bellos

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arranques sencillos de, una fe que teme vacilar, yque todo lo refiere a la gloria del Creador ' consignósus observaciones en su gran obra Bybel der Nature,que, un siglo más tarde, el doctor Boerhave hizotraducir del neerlandés al latín, bajo el título de Bi-blia naturce (Leyda 1737).

En seguida vino Réaumur, quien, fiel a los mis-mos principios, hizo una multitud de, experimentosy observaciones curiosas en sus jardines de Cha-renton, y reservó a lao abejas un volumen entero desus Memoires pour servir a l’histoire des insectes. Puedeleerse con fruto y sin fastidio. Es claro, directo, sin-cero, y no carece de cierto encanto brusco y seco.Se dedicó, ¡sobre todo a desvanecer eran númerode antiguos errores, esparció algunos nuevos, aclaróen parte el origen de los enjambres, el régimen polí-tico de las reinas, halló, en una, palabra, varias ver-dades difíciles, y puso sobre la pista de muchasotras. Especialmente consagró con su ciencia, lasmaravillas de la arquitectura de la colmena, y todocuanto de ella dijo no ha sido mejor dicho hastaahora. Se le debe también la idea de las colmenascon vidrios, que, perfeccionadas más tarde, hanpuesto a la vista la vida privada de esas hoscas obre-ras que comienzan su obra con la luz deslumbrante

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del sol, pero que sólo la coronan en las tinieblas.Para ser completo, debería citar también las investi-gaciones y los trabajos, algo posteriores, de CharlesBonnet y de Schirach (quien resolvió el enigma, delhuevo regio); pero me limito a las grandes líneas yllego a Frangois Huber, el maestro y el clásico de laciencia apícola de hoy en día.

Huber, nacido en Ginebra en 1750, quedó ciegoen su primera juventud. Interesado en un principiopor los experimentos de Réaumur, los que queríacomprobar, pronto se apasionó por esas investiga-ciones, y con la ayuda; de un criado abnegado e in-teligente, Francois Burnens, dedicó su vida entera alestudio de las abejas. En los anales del sufrimiento yde las victorias humanas, nada más conmovedor ylleno de buenas enseñanzas que la historia, de aque-lla paciente colaboración en que el uno, que no veíamás que un fulgor inmaterial, guiaba con el espíritulas manos y las miradas del otro, que gozaba de la,luz real; en que aquel que, según se asegura, jamáshabía visto con sus, ojos un panal de miel, a travésdel velo que duplicaba, para él el otro velo con quela Naturaleza lo envuelve todo, sorprendía los se-cretos más profundos del genio que formaba esepanal de miel invisible, como para enseñarnos que

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no hay estado en que debamos renunciar a esperar ybuscar la verdad. No enumeraré lo que la cienciaapícola debe a Huber; más corto será decir lo queno le debe. Sus Nuevas observaciones sobre las abejas',cuyo primer volumen fue escrito en 1789 bajo laforma de cartas a Charles Bonnet, y cuyo segundovolumen sólo apareció veinte años más tarde, con-tinúan siendo el tesoro abundante y seguro a queacuden todos los apidólogos. Seguramente se en-cuentran algunos errores, algunas verdades imper-fectas; desde su libro se ha agregado mucho a lamicrografía, al cultivo práctico de las, abejas, al ma-nejo de las reinas, etc. ; pero no se ha podido des-mentir ni hallar en falta a una sola, de susobservaciones principales, que permanecen intactasen nuestra experiencia actual, y como base de ésta.

III

Después de las revelaciones de Huber, el silen-cio reina durante varios años; pero pronto Dzier-zon, cura de Karlsmark (en Silesia), descubre lapartenogénesis, es decir, el parto virginal de las rei-nas, imagina la primera colmena de panales móviles,gracias a la cual el apicultor podrá en adelante tomar

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su parte, en la cosecha de miel, sin matar sus mejo-res colonias, y sin aniquilar en un instante el trabajode, un año entero. Esa colmena, muy imperfectatodavía, es perfeccionada magistralmente porLangstroth, que inventa el cuadro móvil propia-mente dicho, propagado en Norte América conéxito extraordinario. Root, Quinby, Dadant, Cheshi-re, de Layens, Cowan, Heddon, Howard, etcétera...le hallan todavía algunas valiosas mejoras. Mehring,para ahorrar a las abejas la elaboración de la cera yla construcción de, almacenes que les cuestan mu-cha miel y lo mejor de, su tiempo, tiene la idea deofrecerles panales de cera mecánicamente estampa-dos, que las abejas aceptan y apropian al punto a susnecesidades. De Hruschka halla el Smelatore que,empleando la fuerza centrífuga, permite extraer lamiel sin romper los panales. La capacidad y la fe-cundidad de las colmenas quedan triplicadas. Portodas partes se fundan vastos y productivos colme-nares. Desde ese momento acaban la inútil matanzade las ciudades más laboriosas y la odiosa selecciónal revés, que era su consecuencia. El hombre se hizorealmente amo de las abejas, amo furtivo e ignora-do, que todo lo dirige sin dar una orden, y que esobedecido sin ser reconocido. Se substituye, a los

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destinos de las estaciones. Repara las injusticias delaño. Reúne las repúblicas enemigas. Iguala las ri-quezas. Aumenta o disminuye los nacimientos. Re-gula la fecundidad de la reina. La destrona y lareemplaza después de un difícil consentimiento quesu habilidad arranca a un _pueblo que se enloqueceante la sospecha de una inconcebible intervención.Viola pacíficamente, cuando lo considera útil, el se-creto de las cámaras sagradas, y toda la política en-redada y previsora del gineceo real. Despoja cinco eseis veces seguidas del fruto de su trabajo a las her-manas del buen convento infatigable, sin herirlas,sin desalentarlas y sin empobrecerlas. Proporcionalos depósitos y graneros de sus moradas a la cose-cha de flores que la primavera desparrama en 811prisa desigual, por la falda de las colinas.

Las obliga a reducir el número fastuoso de, losamantes que aguardan el nacimiento de las prince-sas. En una palabra, hace de ellas lo que quiere, yobtiene de ellas lo que pide, con tal que su pedidose someta a sus virtudes y a sus leyes, porque a tra-vés de las voluntades del dios inesperado que se haapoderado de, ellas- demasiado vasto para ser dis-cernido y demasiado extraño para ser comprendido,miran más lejos de lo que mira ese dios mismo, y

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sólo piensan en cumplir, con inquebrantable abne-gación, el deber misterioso de su raza.

IV

Ahora que los libros nos han dicho cuánto deesencial tenían que decirnos, acerca de una historiatan antigua, dejemos la ciencia adquirida, por losdemás, para ir a ver las abejas con nuestros propiosojos. Una hora que pasemos en el colmenar nosenseñará cosas quizá menos precisas pero infinita-mente más vivas y fecundas.

No he olvidado el primer colmenar que vi y enque aprendí a amar las abejas. Hace ya muchos añosera en una populosa, aldea de esa Flandes Zelandesaque, tan clara y tan graciosa, más que la misma Ze-landa, espejo cóncavo de Holanda, ha concentradoel gusto a los colores vivos y acaricia los ojos, comocon lindos y grandes juguetes, con sus tejados, sustorres y 21 sus carretas iluminadas, sus armarios ysus relojes que brillan en el fondo de los corredores;sus arbolitos alineados a lo largo de los malecones, ylos canales, que parecen aguardar alguna ceremoniabienhechora e ingenua; sus buques y sus barcas depasajeros, de popa esculpida sus puertas y sus ven-

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tanas semejando flores sus esclusas irreprochables;sus puentes levadizos minuciosos y multicolores;sus casitas barnizadas como lozas armoniosas y res-plandecientes de las que salen mujeres en forma decampanillas y adornadas de oro y plata, para ir a or-deñar las vacas en prados rodeados de barrerasblancas, a tender la ropa en la alfombra recortada enóvalos, y losanges, y meticulosamente verde, de loscéspedes floridos.

Una especie de anciano sabio, bastante parecidoal viejo de Virgilio.

Homme égalant les rois, honune approchant desdieux, Et comme ces derniers satisfait et tranquillo,hubiera dicho La Fontaine, habíase retirado allí,donde, la vida parecería más estrecha que en otraparte, si fuese posible estrechar realmente la vida.Allí había levantado su refugio, no hastiado -el justono conoce los grandes hastíos, -- sino algo fatigadode interrogar a los hombres que contestan menossencillamente que los animales y las plantas, a lasúnicas preguntas interesantes que se puedan hacer ala Naturaleza y a las leyes verdaderas. Toda su feli-cidad, lo mismo que la del filósofo escita, consistíaen las bellezas de un jardín, y entre esas bellezas, lamás amada y la, más visitada era un colmenar, com-

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puesto de doce campanas de paja que había pintadounas de rosa vivo, otras de amarillo claro, la mayorparte de azul pálido, porque había observado, mu-cho antes de los experimentos de sir John Lubbock,que el azul es el color preferido por las abejas. Ha-bía instalado el colmenar junto a la blanqueada pa-red de la casa, en el rincón que formaba una de esassabrosas y frescas cocinas holandesas de paredes deloza en que resplandecían los estaños y los cobresque por la puerta abierta, se reflejaban en un apaci-ble canal. Y el agua, cargada de imágenes familiares,bajo una cortina de álamos, guiaba las miradas haciael reposo de un horizonte de molinos y de prados.

En aquel lugar, como donde quiero, que se pon-gan, las colmenas habían dado a las flores, al silen-cio, a la suavidad del aire, a los rayos del sol, unsignificado nuevo. En cierto modo se tocaba el ob-jeto de la fiesta del verano. Descansábase en la en-crucijada fulgurante, a que convergen y de dondeirradian los caminos aéreos que desde el alba hastael crepúsculo recorren, atareados y sonoros, todoslos perfumes de la campiña. Allí íbase a oír el alma,dichosa y visible, la voz inteligente y musical, el focode alegría de las horas hermosas del jardín. Allí iba aaprenderse, en la escuela de las abejas, las preocupa-

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ciones de la Naturaleza omnipotente, las luminosasrelaciones de los tres reinos, la organización inago-table de la vida, la moral del trabajo ardiente y de-sinteresado y lo que es tan bueno como la moral deltrabajo, las heroicas obreras enseñaban también agustar el sabor algo confuso del descanso, subro-gando, por decirlo así, con los rasgos de fuego desus mil alitas, las delicias casi intangibles de aquellosdías inmaculados que giran sobre sí mismos en loscampos del espacio, sin traernos nada más que unglobo transparente, vacío de recuerdos, como unafelicidad demasiado pura.

V

Para seguir todo lo sencillamente que sea posi-ble la, historia anual de la colmena, tomaremos unaque despierta a la primavera y reanuda su trabajo, yveremos desarrollarse en su orden natural los gran-des. episodios de la vida de la abeja, a saber: Laformación y la partida del enjambre, la fundación dela nueva ciudad, el nacimiento, los combates y elvuelo nupcial de las jóvenes reinas, la matanza delos machos, el retorno del sueño invernal, Cada unode, estos episodios traerá naturalmente consigo to-

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das las aclaraciones necesarias sobre las leyes, lasparticularidades, las costumbres, los acontecimien-tos que lo provocan o lo acompañan, de maneraque al cabo del año apícola, que es breve y cuya ac-tividad sólo se extiende de abril al fin de septiembre,nos habremos encontrado con todos los misteriosde la, casa de la miel. Por ahora, antes de abrirla yde dirigirle una mirada general, bastará saber que secompone de una reina, madre de todo su pueblo; demillares de obreras o neutras, hembras incompletasy estériles y por último de algunos centenares demachos, entre los cuales, se elegía esposo único ydesdichado de la soberana futura, la que las obrerasse darán después de la partida, más o menos volun-taria, de la madre reinante.

VI

La primera vez que se abre una colmena, se ex-perimenta algo semejante a la emoción que se senti-ría al violar un objeto desconocido y lleno quizá desorpresas temibles, una tumba por ejemplo. Hay entorno de las abejas una leyenda de amenazas y depeligros. Hay el recuerdo enervado de esas picadu-ras que provocan un dolor tan especial que no se

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sabe a qué compararlo: se diría que es una aridezfulgu-rante, una especie de llama del desierto que seesparce por el miembro herido, como si nuestrashijas del sol hubieran extraído de los rayos irri-tadosde su padre, un veneno resplandeciente para defen-der con mayor eficacia los tesoros de dulzura quesacan de sus horas benéficas.

Verdad es que, abierta sin precaución por quienno conozca ni respete el carácter y las costumbresde sus habitantes, la colmena se transforma al puntoen ardiente zarza de cólera y de heroísmo. Pero na-da es más fácil de adquirir que la pequeña habilidadnecesaria para manejarla impunemente. Basta conun poco de humo proyectado a propósito, con mu-cha sangre fría y suavidad, y las bien armadas obre-ras se dejan despojar sin pensar en desnudar elaguijón. No reconocen a su amo, como se ha soste-nido, no temen al hombre, pero ante el olor delhumo, ante los lentos ademanes que recorren sumorada sin amenazarlas, se imaginan que no se tratade un ataque ni de un gran enemigo del que sea po-sible defenderse, sino de una fuerza o de una catás-trofe natural, a la que es bueno someterse. En vezde luchar en vano, y llenas de una previsión que sise engaña es porque mira demasiado lejos, tratan

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por lo menos de salvar el porvenir y se arrojan so-bre sus reservas de miel para sacar y esconder en sumismo cuerpo con qué fundar en otra parte, encualquiera inmediatamente, una ciudad nueva si laantigua es destruida, o si se ven obligadas a abando-narla.

VII

El profano ante quien se abre una colmena deobservación2 sufre al principio un desencanto. Se lehabía asegurado que aquel cofrecito de vidrio ence-rraba una actividad sin ejemplo, un número infinitode leyes sabias, una asombrosa suma de genio, demisterios, de experiencia, de cálculo, de ciencia, decertidumbre, de hábitos inteligentes, de sentimien-tos y de virtudes extrañas. No descubre en ella másque un confuso montón de pequeñas bayas rojas,bastante parecidas a los granos de café tostado o a 2 Se llama colmena de observación, una colmena con crista-les, provista de cortinas negras o de postigos. Las mejoressólo contienen un panal, lo que permite observarlo por susdos caras. Se puede, sin peligro ni inconveniente, instalarestas colmenas, provistas de una salida exterior, en un salón,una biblioteca, etc. Las abejas que habitan la que se encuen-

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pasas de uva aglomeradas sobre los vidrios. Esaspobres bayas están más muertas que vivas, se trasla-dan con movimientos lentos, incoherentes incom-prensibles. No reconoce las admirables gotas de luzque un momento antes se volcaban y salpicaban sintregua en el hálito animado, lleno de perlas y de oro,de mil abiertos cálices.

Tiritan en las tinieblas. 'Se sofocan en una mu-chedumbre transida; se diría que son prisionerasenfermas o reinas destronadas que no tuvieron másque un segundo de brillo entre las, flores iluminadasdel jardín, para volver en seguida a la miseria ver-gonzosa de su taciturna y repleta morada.

Sucede con ellas lo que con todas las realidadesprofundas. Hay que aprender a observarlas. Un ha-bitante de, otro planeta que viera a los hombresyendo y viniendo casi insensiblemente por las calles,amontonándose en torno de ciertos edificios, o enciertas plazas, aguardando quién sabe qué, sin mo-vimiento aparente, en el fondo de sus habitaciones,deduciría también que son inertes y miserables. Sóloa la larga se deslinda la actividad múltiple de esainercia.

tra en París, en mi gabinete de trabajo, cosechan en el de-sierto de piedra de la gran ciudad con qué vivir y prosperar.

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La verdad es que cada una de esas pequeñas ba-yas casi inmóviles, trabaja, sin descanso y ejerce unoficio diferente. Ninguna de ellas conoce el reposo,y las que, por ejemplo, parecen más dormidas ycuelgan contra los vidrios en muertos racimos, tie-nen la tarea más misteriosa y abrumadora: forman ysecretan cera. Pero pronto hemos de encontrarnoscon el detalle de esta unánime actividad. Por elmomento basta llamar la atención sobre el rasgoesencial de la naturaleza de la abeja, que explica elamontonamiento extraordinario de ese trabajo con-fuso. La, abeja es ante todo, y aún más que la, hor-miga, un ser de muchedumbre. Sólo puede vivir enmontón. Cuando sale de la colmena, tan atestadaque tiene que abrirse, a cabezazos su camino por lasparedes vivientes que la encierran, sale de su ele-mento propio. Se sumerge un instante en el espaciolleno de flores, como se sumerge el nadador en elocéano lleno de perlas; pero, bajo pena de muerte,es menester que a intervalos regulares vuelva a res-pirar la multitud, lo mismo que el nadador sale arespirar el aire. Aislada, provista de víveres abun-dantes, y en la temperatura más favorable., expira alcabo de pocos días, no de hambre ni de frío, sino desoledad. La acumulación, la ciudad, desprendo para

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ella un alimento invisible tan indispensable como lamiel. A esa necesidad hay que remontar para fijar elespíritu de las leyes de la colmena. En la colmena, elindividuo no es nada, no tiene más que una existen-cia condicional, no es más que un momento indife-rente, un órgano alado de la especie. Toda su vidaes un sacrificio total al ser innumerable y perpetuode que forma parte. Es curioso comprobar que nosiempre ha sido así. Aún hoy se encuentran entrelos himenópteros melíferos, todos los estados de lacivilización progresiva de nuestra abeja doméstica.En lo más, bajo de la escala, trabaja sola, en la mise-ria; a menudo ni siquiera ve su descendencia (lasProsopis, las Coletas, etc.) a veces vive en medio dela escasa familia anual que se crea (los Abejorros).Forma en seguida asociaciones temporarias, (losPanurgos, los Dasipodos, los Halitos, etc.), para lle-gar por fin, de grado en grado, a la sociedad casiperfecta pero implacable de nuestras colmenas, enque el individuo es completamente absorbido por larepública, y en que la república es, a su vez, regu-larmente sacrificada a la ciudad abstracta e inmortaldel porvenir.

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VIII

No nos apresuremos a sacar de estos hechosconclusiones aplicables al hombre. El hombre tienela facultad de no someterse a las leyes de la Natura-leza; saber si hace mal o bien en usar de esa facul-tad, es el punto más grave y menos aclarado de lamoral. Pero no por eso es menos interesante sor-prender la voluntad de la Naturaleza, en un mundodistinto. Pues, en la evolución de los himenópteros,que, inmediatamente después del hombre, son loshabitantes del globo más, favorecidos desde elpunto de vista de la inteligencia, dicha voluntad pa-rece muy clara. Tiende visiblemente a la mejora dela especie, pero demuestra al propio tiempo que nola desea o no puede obtenerla sino con detrimentode la libertad, de los derechos y de la felicidad pro-pias del individuo. A medida que la sociedad se or-ganiza y se eleva, la vida particular de cada uno desus miembros ve decrecer su círculo. En cuanto hayun progreso en alguna parte, éste sólo resulta delsacrificio cada vez más completo del interés perso-nal al general. En primer término es menester quecada, cual renuncie a vicios que son actos de inde-

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pendencia. Así, en el penúltimo grado de la civiliza-ción ápica, se encuentran los abejorros que son to-davía semejantes a nuestros antropófagos. Lasobreras adultas merodean sin cesar en torno de loshuevos para devorarlos, y la madre, se ve obligada adefenderlos encarnizadamente. Es menester, en se-guida, que cada cual, después de haberse desemba-razado de los vicios más peligrosos, adquiera ciertonúmero de virtudes cada vez más penosas. Lasobreras de los abejorros, por ejemplo, no piensanen renunciar al amor, mientras que nuestra abejadoméstica viva en perpetua castidad. Por otra parte,pronto veremos todo lo que abandona en cambiodel bienestar, la seguridad, la perfección arquitectó-nica, económica y política de la colmena, y volve-remos sobre la asombrosa evolución de loshimenópteros, en el capítulo consagrado al progresode la especie.

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LIBRO SEGUNDO

El enjambre.

I

Las abejas del enjambre que elegimos, han sacu-dido, pues, el entorpecimiento del invierno. La reinaha vuelto a poner desde los primeros días de febre-ro. Las obreras han visitado las anémonas, las alia-gas, las pulmonarias, las violetas, los sauces, losavellanos. Luego, la primavera ha invadido la tierra;los graneros y las cuevas rebosan de miel y de polen,millares de abejas nacen cada día. Los machos,gruesos y pesados, salen de sus vastas celdas, reco-rren los panales, y el hacinamiento de la ciudad de-masiado próspera llega a ser tal que, por la tarde, asu regreso de las flores, centenares de trabajadoras

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retrasadas no encuentran dónde alojarse y se ven enla necesidad de pasar la noche a la puerta, donde lasdiezma el frío.

Una inquietud conmueve a todo el pueblo, Y laviejo, reina se agita. Comprende que se prepara unnuevo destino. Ha cumplido religiosamente su de-ber de buena creadora, Y del deber cumplido surgenla tristeza y la tribulación. Una fuerza invencibleamenaza su reposo; pronto tendrá que, abandonarla ciudad en que reina. Y, sin embargo, esa ciudad essu obra y es ella entera. No es su reina en el sentidoque le daríamos entre los hombres. No da ordenalguna y se encuentra sometida, como el último desus vasallos, al poder oculto y soberanamente sabioque llamaremos, mientras no tratemos de descubrirdónde reside, «el espíritu de la colmena». Pero ellaes allí la madre y el órgano único del amor. La hafundado en la incertidumbre y la pobreza. La harepoblado sin cesar con su substancia, y todoscuantos la miman, obreras, machos, larvas, ninfas, ylas jóvenes princesas cuyo próximo nacimiento va aprecipitar su partida, y una de las cuales la sucede yaen el pensamiento inmortal de la especie, han salidode su vientre.

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II

«El espíritu de la colmena» ¿ Dónde está y quéencarna? No es semejante al instinto particular delpájaro que sabe construir su nido con destreza y quebusca otros cielos apenas reaparece el día de la emi-gración. No es tampoco una especie de costumbremaquinal de la especie, que sólo quiere ciegamentevivir y que choca con todos los ángulos de la casua-lidad en cuanto una circunstancia, imprevista per-turba la serie de los fenómenos acostumbrados. Porel contrario, sigue paso a paso las circunstancias to-dopoderosas, como un esclavo inteligente y listoque sabe sacar partido, de las órdenes más peligro-sas de su amo.

Dispone implacablemente, pero con discrecióny como si estuviera sometido a algún gran deber delas riquezas, la felicidad, la libertad, la vida de todoun pueblo alado. Regula día por día el número delos nacimientos y lo pone en estricta relación con elde las flores que iluminan la campiña. Anuncia a lareina su destronamiento o la necesidad de que parta,la obliga a dar la vida a sus rivales, cría previamentea éstas, las protege contra la saña política de la ma-dre, permite o prohibe, según la generosidad de los

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cálices multicolores, la edad de la primavera y losprobables peligros del vuelo nupcial, que la primo-génita de las princesas vírgenes vaya a matar en sucuna a sus jóvenes hermanas que entonan el cantode las reinas. Otras veces, cuando la estación avan-za, cuando se acortan las horas floridas, ordena, pa-ra clausurar la era de las revoluciones, y apresurar lavuelta al trabajo, que las obreras mismas asesinen atoda la descendencia real.

Este «espíritu» es prudente y económico, perrono avaro. Parece que conociera las leyes fastuosas yalgo locas de la Naturaleza en cuanto atañe al amor.De modo que, durante los abundantes del verano,tolera, como que entre ello si elegirá su amante lareina que va a nacer, la presencia incómoda de tres-cientos o cuatrocientos machos aturdidos, desma-ñados, inútilmente atareados, pretenciosos, total yescandalosamente holgazanes, ruidosos, glotones,groseros, sucios, insaciables, enormes. Pero cuandola reina está fecundada, cuando las flores se abrenmás tarde y se cierran más temprano, una mañanadecreta fríamente la matanza general y simultánea.

Reglamenta el trabajo de cada una de las obre-ras. Distribuye, de acuerdo con su edad, la tarea alas nodrizas, que cuidan las larvas y las ninfas; a las

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damas de honor que proveen al mantenimiento dela reina y no la pierden de vista; a las ventiladorasque azotando las alas ventilan, refrescan o calientanla colmena, y apresuran la evaporación de la mieldemasiado cargada de agua; a los arquitectos, a losalbañiles, a las cereras, a las escultoras que forman lacadena y edifican los panales; a las saqueadoras quesalen al campo en busca del néctar de las flores quese convertirá en miel, el polen que sirve de alimentoa las larvas y las ninfas, el propóleos que sirve paracalafatear y consolidar los edificios de la ciudad, elagua, y la sal necesarias para la juventud de la na-ción. Impone su tarea a las químicas, que garantizanla conservación de la miel instilando en ella, pormedio de su dardo, una gota de ácido fórmico; a lastapadoras que sellan los alvéolos cuyo tesoro estámaduro; a las barrenderas que mantienen la meti-culosa limpieza de las calles y de las plazas públicas;a las necróforas que llevan lejos de allí los cadáveres;a las amazonas del cuerpo de guardia que velan día ynoche, por la seguridad de la entrada, interrogan acuantos van y vienen, examinan a las adolescentes asu primer salida, espantan a los vagabundos, lossospechosos y los rateros, expulsan a los intrusos,atacan en masa a los enemigos temibles y si es nece-

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sario barrean la puerta.«El espíritu de la colmena», en fin, es el que fija

la hora del gran sacrificio anual al genio de la espe-cie, hablo de la enjambrazón, en que un pueblo en-tero, llegado a la cúspide de su prosperidad y de supoderío, abandona de pronto a la generación futuratodas sus riquezas, sus palacios, sus moradas y elfruto de sus fatigas, para marcharse a buscar a lolejos, la incertidumbre y la desnudez de una nuevapatria. He ahí un acto que consciente o no, va másallá de la moral humana. Arruina a veces, empobre-ce siempre, dispersa inevitablemente, la ciudad di-chosa para, obedecer a una ley más alta que la dichade la ciudad. ¿Dónde se formula esa ley que, segúnhemos de verlo en seguida, está lejos de ser fatal yciega, como se cree? ¿Dónde, en qué asamblea, enqué consejo, en qué esfera común funciona ese es-píritu a que todos se someten, y que está, él tam-bién, sometido a un deber heroico y a una razónque siempre mira al porvenir?

Sucede con nuestras abejas corno con la mayorparte de las cosas de este mundo; observamos algu-nas de sus costumbres y decimos. hacen este, tra-bajan de esta manera, sus reinas nacen así, susobreras permanecen vírgenes, enjambran en tal

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época. Creemos conocerlas con esto y no pedimosmás. Las miramos revoloteando de flor en flor, ob-servamos el ir y venir palpitante de la colmena; esaexistencia nos parece muy sencilla, y limitada, comolas demás, a los instintivos cuidados del alimento yla reproducción. Pero que el ojo se acerque y tratede darse cuenta... ahí está la complejidad espantosade los fenómenos más naturales, el enigma de lainteligencia, de la voluntad, de los destinos, del ob-jeto, de los medios y de las causas, la organizaciónincomprensible del más mínimo acto de la vida.

III

En nuestra colmena se prepara, pues, la enjam-brazón, la gran inmolación a los dioses exigentes dela raza. Obedeciendo a la orden del «espíritu», quenos parece bastante poco explicable, considerandoque es exactamente contrario a todos los instintos ya todos los, sentimientos de nuestra especie, sesentaa setenta mil de las ochenta o noventa mil abejasque forman la población total, van a abandonar a lahora prescrita la ciudad materna. No partirán en unmomento de angustia, no huirán con resoluciónrepentina y azorada, de una patria devastada por el

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hambre, la guerra o la peste. No; el destierro es de-tenidamente meditado, y la hora pacientementeaguardada. Si la colmena está pobre, desolada porlas desgracias de la familia real, las intemperies, elsaqueo, las abejas no la abandonan. No la dejan sinoen el apogeo de su felicidad, cuando, después deltrabajo forzado de la primavera, el inmenso palaciode cera con sus ciento veinte mil celdas bien arre-gladas, rebosa de miel nueva y de esa harina de arcoiris que se llama «el pan de las abejas» y que sirvepara alimentar las larvas y las ninfas.

La colmena nunca, está tan bella como la víspe-ra del heroico renunciamiento. Esa, es para ella lahora sin igual, animada, algo febril y sin embargoserena, de la plena abundancia y del júbilo pleno.Tratemos de imaginárnosla, no tal como la ven lasabejas, porque no podemos sospechar de qué mági-ca manera se reflejan los fenómenos en las seis osiete, mil facetas de sus ojos laterales, y en el tripleojo ciclópeo de su frente, sino tal como la veríamossí fuéramos de su tamaño.

Desde lo alto de una cúpula más colosal que laSan Pedro en Roma, bajan hasta el suelo, verticales,múltiples y paralelas, gigantescas paredes de cera,construcciones geométricas, suspendidas en las ti-

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nieblas y el vacío, Y que, en proporción, no podríancompararse a ninguna construcción humana, por suprecisión, su audacia y su enormidad.

Cada una dé, esas paredes, cuya substancia sehalla aún completamente fresca, virginal, plateada,inmaculada, perfumada, está formada por millaresde celdas y contiene víveres suficientes para ali-mentar al pueblo entero durante varias semanas.Aquí, se ven las resplandecientes manchas rojas,amarillas, malva y negras del polen, fermentos deamor de todas las flores de la primavera, acumula-dos en los, transparentes alvéolos. En torno, comolargas y fastuosas tapicerías de oro, de pliegues rígi-dos e inmóviles, la miel de abril, la más linda y másperfumada, reposa ya en sus veinte mil depósitos,cerrados con un sello que sólo se violará en los díasde miseria. Más arriba, la miel de mayo continúamadurando en sus cubas abiertas, a cuyos bordes seven cohortes vigilantes que mantienen una corrientede aire continua. En el centro, y lejos de la luz cuyaschispas, de diamante entran por la única abertura,en la, parte más caliente de la colmena, dormita y sedespierta el porvenir. Es el regio dominio de loshuevecillos, reservado a la reina y sus acólitos: alre-dedor de diez mil mansiones en que reposan los

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huevos, quince o dieciséis mil cuartos ocupados porlas larvas, cuarenta mil casas habitadas por las nin-fas, cuidadas por millares de nodrizas3. Por fin, enel saneta sanctorum de aquellos limbos, aparecentambién los tres, cuatro, seis o doce palacios cerra-dos, muy vastos en proporción, de las princesasadolescentes que aguardan su hora, envueltas en unaespecie de sudario, inmóviles y pálidas, pues se lasalimenta en las tinieblas.

IV

Y el día prescripto por el «espíritu de la colme-na», una parte, del pueblo, estrictamente determina-da de acuerdo con leyes inmutables y seguras, cedesu puesto a aquellas esperanzas todavía sin forma.En la ciudad dormida se deja a los machos, entrequienes será elegido el amante real, a las abejas muyjóvenes que cuidan los huevecillos, y algunos milla-res de abejas que continuarán saqueando las flores,a lo lejos, vigilarán el tesoro acumulado y manten-drán las tradiciones morales de la colmena. Porquecada colmena tiene su moral particular. Se encuen-

3 Las cifras que aquí damos son rigurosamente exactas. Sonlas de una colmena grande en plena prosperidad.

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tran algunas muy virtuosas y otras muy pervertidas,y el apicultor imprudente puede corromper un pue-blo, hacerle perder el respeto hacia la propiedadajena, incitarlo al saqueo, darle costumbres de con-quista y de holgazanería que lo harán temible paratodas las pequeñas repúblicas de los contornos.Basta con que la abeja haya tenido ocasión de com-probar que el trabajo a lo lejos, entre las flores de lacampiña que hay que visitar por centenares paraformar una gota de miel, no es ni el único ni el másrápido medio de enriquecerse, y que es, más fácilintroducirse fraudulentamente en las ciudades malcustodiadas, o por la fuerza en las que, son dema-siado débiles para defenderse. En breve pierden lanoción del deber deslumbrador pero implacable quehace de ella la esclava alada de las corolas en la ar-monía nupcial de la Naturaleza, y a menudo cuestamucho hacer que vuelva al camino del bien tan de-pravada colmena.

V

Todo indica que no es la reina, sino el «espíritude la colmena» quien resuelve la enjambrazón. Pasacon la reina lo que con los jefes entre los hombres;

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parece que mandan, pero ellos mismos obedecen aórdenes más imperiosas y más inexplicables que lasque dan sus, súbditos. Cuando el «espíritu» ha fijadoel momento, es menester que desde la, aurora, quizádesde la víspera o la antevíspera, haya dado a cono-cer su resolución, porque apenas ha sorbido el sollas: primeras gotas de rocío, cuando ya se observaen torno de la zumbante ciudad una desusada agita-ción, ante la que el apicultor no suele engañares. Aveces hasta se diría que, hay lucha, vacilación, retro-ceso.

Acontece, en efecto, que durante varios días se-guidos la inquietud dorada y transparente crezca ose apacigüe sin razón visible. ¿ Fórmase en ese ins-tante una nube que no vemos en el cielo que lasabejas ven o un pesar en su inteligencia? ¿ Discúteseen zumbador consejo la necesidad de la partida? Nolo sabemos, como no sabemos tampoco de quémanera da el «espíritu de la colmena» a conocer suresolución a la multitud. Si es cierto que, las abejasse comunican entre sí, se ignora si lo hacen a la ma-nera de los hombres. Ese zumbar perfumado demiel, ese estremecimiento embriagador de los her-mosos días de estío, que es uno de los más dulcesplaceres del criador de abejas, ese canto de fiesta del

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trabajo que sube y baja en torno del colmenar en elcristal de la hora, y que parece el murmullo de ale-gría de las abiertas flores, el himno de su felicidad, eleco de sus suaves olores, la voz de los claveles blan-cos, del tomillo, de la mejorana, puede no ser oídopor ellas. Tienen, sin embargo, toda una escala desonidos que nosotros mismos discernimos y que vade la felicidad profunda a la cólera, a la desespera-ción; tienen la oda de la reina, los estribillos de laabundancia, los salmos del dolor; tienen por fin, loslargos y misteriosos gritos de guerra de las princesasadolescentes, en los combates y las matanzas quepreceden al vuelo nupcial. ¿ Es esa una música ca-sual que no turba su silencio interior? Verdad queno las conmueven los ruidos que producimos entorno de la colmena, pero quizá consideren queesos ruidos no son de su mundo y no tienen interésalguno para ellas. Es verosímil que, por nuestraparte, no oigamos más que una mínima parte de loque dicen, y que emitan una multitud de armoníasque nuestros órganos no pueden distinguir. De to-dos modos, más adelante veremos que saben enten-derse y concertarse con una rapidez a vecesprodigiosa, y por ejemplo, cuando el gran ladrón demiel, la enorme Esfinge Atropos, la mariposa si-

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niestra, que lleva a la espalda una calavera, penetraen la colmena al murmullo de una especie de en-cantamiento irresistible que le es propio, la noticiacircula de ámbito en ámbito, y desde la guardia de laentrada hasta las últimas obreras, que trabajan, allá,en los últimos panales, todo el pueblo se estremece.

VI

Largo tiempo se ha creído que al abandonar lostesoros de su reino para lanzarse de ese modo a lavida insegura, las cuerdas moscas de miel, tan eco-nómicas, tan sobrias, tan previsoras por lo regular,obedecían a tina especie de locura fatal, a un impul-so maquinal, a una ley de la especie, a un decreto dela Naturaleza, a esa fuerza que, para todos los seres,está oculta en el tiempo que se desliza.

Trátese de la abeja o de nosotros mismos, lla-mamos fatal a todo cuanto no comprendemos to-davía. Pero, hoy, la colmena ha entregado ya dos otres de sus secretos materiales, y está comprobadoque ese éxodo no es ni instintivo ni inevitable. Noes, una emigración ciega, sino un sacrificio que pa-rece razonado de la generación presente a la genera-ción futura. Basta con que el apicultor destruya en

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sus celdillas a las jóvenes reinas, inertes todavía yque al mismo tiempo, si las larvas y las ninfas sonnumerosas, agrande los depósitos y los dormitoriosde la nación: al punto todo el tumulto improductivocae como las gotas de oro de una lluvia obediente,el trabajo habitual se disemina por las flores, y lavieja reina, indispensable otra vez, sin esperar nitemer sucesores, tranquilizada respecto del porve-nir, renuncia ese año a volver a ver la luz del sol.Reanuda pacíficamente en las tinieblas su tarea ma-terna que, consiste en poner, siguiendo una espiralmetódica, de celdilla en celdilla, sin omitir una sola,sin detenerse jamás, dos o tres, mil huevecillos pordía.

¿Qué hay de fatal en todo esto, si no es el amorde la raza de hoy a la raza de mañana? La mismafatalidad existe en la especie humana, pero su podery su extensión son menores en ella. No producejamás esos sacrificios totales y unánimes. ¿A quéfatalidad previsora, que reemplaza a ésta, obedece-mos? Se ignora, y no se sabe qué ser nos mira comonosotros miramos a la abeja.

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VII

Pero el hombre no turba, la historia de la col-mena que hemos elegido, y el ardor, húmedo aún,de un bello día que avanza a paso tranquilo y ya ra-diante bajo los árboles, precipita la hora de la parti-da. Desde lo alto hasta el pie de los doradospasadizos que separan las paredes paralelas, lasobreras se, ocupan en terminar los preparativos delviaje. Y en primer lugar, cada una carga con unaprovisión de miel suficiente para cinco o seis días.De la miel que se llevan sacarán, por medio de unaquímica que aún no se ha explicado claramente, lacera necesaria para comenzar acto continuo laconstrucción de los edificios. Se proveen, además,de cierta cantidad de propóleos, especie de resinadestinada a calafatear las rendijas de la nueva mora-da, a fijar lo inseguro, a barnizar los tabiques, a ex-cluir toda luz, porque les agrada trabajar en unaobscuridad casi completa, en la que se dirigen gra-cias a sus ojos de facetas o quizá a sus antenas, quese suponen asiento de un sentido ignoto para palpary medir las tinieblas.

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VIII

Saben, pues, prever las aventuras del día, máspeligroso de su existencia. Hoy, en efecto, entrega-das a las preocupaciones y a los azares quizá prodi-giosos del gran acto, no tendrán tiempo de visitarlos jardines y los prados y mañana, pasado, es posi-ble que sople viento o llueva, que sus alas se hieleny que las flores no se abran. Sin esta previsión lasaguardaría el hambre y la muerte. Nadie acudiría ensu socorro, y no solicitarían el socorro de nadie. Deciudad a ciudad ni se conocen ni se ayudan jamás.Hasta ocurre que el apicultor instala la colmena enque ha, recogido a la vieja, reina y el racimo de abe-jas que la rodea, precisamente al lado de la colmenaque acaban de abandonar.

Sea cual sea el desastre, que las hiera, diríase quehan olvidado irrevocablemente la paz, la felicidadlaboriosa, las enormes riquezas y la seguridad de suantiguo palacio, y todas, una por una, hasta la últi-ma, morirán de frío y de hambre en torno de sudesdichada soberana, antes que volver a la casa na-tal, cuyo buen olor de abundancia que no es másque el perfume de su trabajo pasado, penetra hasta

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su desolación.

IX

He ahí algo, se dirá, que no harían los hombres,uno de los hechos demostrativos de que, a pesar delas maravillas de esa organización, no hay en ella niinteligencia ni conciencia verdaderas. ¿Qué sabe-mos? Fuera de que es muy admisible que haya enotros seres una inteligencia de otra naturaleza que lanuestra, y que produzca efectos muy diferentes sinser por eso muy inferiores; ¿somos acaso, y sin salirde nuestra pequeña parroquia humana, tan buenosjueces de las cosas del «espíritu»? Basta que veamosdos o tres personas que hablen y se agiten detrás deuna ventana sin oír lo que dicen, para que ya nos seamuy difícil adivinar el pensamiento que las mueve.¿Creéis que un habitante de Marte o de Venus que,desde lo alto de una montaña, viera ir y venir por lascalles y las plazas públicas de nuestras ciudades, lospequeños puntos negros que somos en el espacio,se formaría ante el espectáculo de nuestros movi-mientos, de nuestros edificios, de nuestros canales,de nuestras máquinas, una idea exacta de nuestrainteligencia, de nuestra moral, de nuestra manera de

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amar, de pensar, de esperar, en una palabra, denuestro ser íntimo v real? Se limitaría a determinaralgunos hechos bastante sorprendentes, como lohacemos en la colmena, y sacaría de ellos proba-blemente, consecuencias tan inciertas, tan erróneascomo las nuestras.

En todo caso, mucho le costaría descubrir en«nuestros pequeños puntos negros» la gran direc-ción moral, el admirable sentimiento unánime quebrilla en la colmena. «¿Adónde van?- » se pregunta-ría después de habernos observado durante años osiglos, ¿qué hacen? ¿obedecen a algún dios? No veonada que conduzca sus pasos. Un día parecen edifi-car y amontonar pequeñas cosas, y al día siguiente,las destruyen y desparraman. Van y vienen, se reú-nen y se dispersan, pero no se, sabe lo que desean.Ofrecen una multitud de espectáculos inexplicables.Algunos hay, por ejemplo, que no hacen movi-miento alguno. Se les reconoce por su pelaje. Máslustroso; a menudo son también más voluminososque los demás. Ocupan mansiones diez o veinteveces más vastas, más ingeniosamente ordenadas ymás ricas que las moradas comunes. Hacen todoslos días en ellas comidas que se prolonga horas, en-teras, y a veces hasta tarde de la noche. Todos

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cuantos se les acercan parecen honrarlos, y los por-tadores de víveres salen de las casas vecinas y llegandesde el fondo de la campaña para ofrecerles rega-los. Debe creerse que son indispensables y queprestan a la especie servicios esenciales, aunquenuestros medios de investigación no nos hayanpermitido todavía reconocer con exactitud la natu-raleza de esos servicios. Por el contrario, se venotros que, en grandes cajas atestadas de ruedas quegiran como un torbellino, en cuartucos obscuros, entorno de los puertos, y sobre pequeños cuadradosde tierra que excavan del alba a la puesta de sol, nocesan de agotares penosamente. Todo nos hace su-poner que esa agitación es digna de castigo. Y enefecto, se les aloja en estrechas viviendas, sucias yruinosas. Están cubiertos de una substancia incolo-ra. Su entusiasmo por su obra perjudicial o por lomenos inútil parece tal, que apenas descansan eltiempo de comer y de dormir. Su número es, enrelación a los primeros, como de mil a uno. Es sor-prendente que la especie haya podido sostenersehasta nuestros días en condiciones tan desfavora-bles para su desarrollo. Por otra parte, es conve-niente agregar que fuera de la obstinacióncaracterística de sus penosas agitaciones, tienen un

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aspecto inofensivo y dócil, y que se contentan conlas sobras de los que son evidentemente los guar-dianes y quizá los salvadores de la raza.»

X

¿No es asombroso que la colmena que vemostan confusamente, desde lo alto de nuestro mundo,nos dé, a la primer mirada que a ella dirigimos, unarespuesta segura y profunda? ¿No es admirable que,esos edificios llenos de, certidumbre, sus usos, susleyes, su organización económica Y política, susvirtudes, sus crueldades mismas, nos muestren in-mediatamente el pensamiento o el dios a que lasabejas sirven y que no es ni el dios menos legítimo,ni el menos razonable que se pueda concebir, aun-que quizá sea el único que todavía no hayamos ado-rado seriamente, quiero decir el porvenir? Solemostratar, en nuestra historia humana, de valuar la fuer-za y la grandeza moral de un pueblo o de una raza, yno hallamos para ello otra medida que la persisten-cia y la amplitud del ideal que persiguen y la abnega-ción con que a él se sacrifican. ¿Hemos, hallado confrecuencia un ideal más conforme a los deseos delUniverso, mas firme, más augusto, más desinteresa-

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do más manifiesto, y una abnegación más total ymás heroica?

XI

Extraña republiquita, tan lógica y tan grave, tanpositiva, tan minuciosa y tan económica, y sin em-bargo, víctima de sueño tan vasto y tan precario Pe-queño pueblo tan resuelto y tan profundo,alimentado de calor y de luz, y de lo más puro quehay en la Naturaleza, el alma de las flores, es decir,la sonrisa más estridente de la materia, y su esfuerzomás conmovedor hacia la felicidad y la belleza,¿quién nos dirá los problemas que has resuelto yque nos quedan por resolver, las, certidumbres quehas adquirido y que nos quedan por adquirir? Y si esverdad que has resuelto esos problemas, que, hasadquirido esas certidumbres, no con ayuda de lainteligencia, sino en virtud de algún impulso primi-tivo y ciego, ¿hacia qué enigma más insoluble aúnnos, empujas? Pequeña ciudad llena de fe, de espe-ranzas, de misterios ¿ por qué aceptan tus cien milvírgenes una tarea que ningún esclavo humano ha,aceptado jamás? Si economizaran sus fuerzas, si seolvidaran algo menos de ellas mismas, si fueran un

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poco menos ardientes en el trabajo, verían otro,primavera y un segundo estío; pero en el momentomagnífico en que todas las flores las llaman, parecenacometidas por la embriaguez, mortal del trabajo, ycon las alas rotas, con el cuerpo reducido a nada ycubierto de heridas, perecen casi todas en menos decinco semanas.

Tantus amor florum, et generandi gloria melis, exclamaVirgilio, que nos ha transmitido, en el cuarto librode las Geórgicas, consagrado a las abejas, los erroresencantadores de los antiguos, que observaban laNaturaleza, con ojos todavía deslumbrados por lapresencia de los imaginarios dioses.

XII

¿ Por qué renuncian al sueño, a las delicias de lamiel, al amor, a los adorables ocios que, por ejem-plo, conoce su hermana alada la mariposa? ¿No po-drían vivir corno ella? El hambre no las hostiga.Dos o tres flores bastan para alimentaras, y visitandoscientas o trescientas por horra, para acumular untesoro de cuya dulzura no gustarán. ¿Para qué darsetanto trabajo, de dónde viene, tanta seguridad? ¿Essegura, entonces que la generación por la que morís

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merece tal sacrificio, que ha de ser más bella y másdichosa, que hará algo que no hayáis hecho? Vemosvuestro objeto, es tan claro como el nuestro: queréisvivir en vuestra descendencia, tanto como la tierramisma; más ¿qué objeto tiene ese gran empeño y lamisión de esa existencia eternamente renovada?

Pero, ¿ no seremos más bien nosotros, que nosatormentamos entre, la, vacilación y el error, lossoñadores pueriles que nos planteamos problemasinútiles? Aunque, de evolución en evolución, hubie-seis llegado a ser omnipotentes y felices, aunquehubieseis alcanzado las mayores alturas para domi-nar desde ellas las leyes de la Naturaleza, aunquefueseis, en fin, diosas inmortales, aún seguiríamosinterrogándoos, y os preguntaríamos lo que espe-ráis, dónde os encamináis, cuándo os detendréis,declarándoos sin deseos. Estamos constituidos detal modo que nada, nos satisface, que, nada, nosparece tener su objeto dentro de sí, que nada cre-emos que exista sencillamente, sin segunda inten-ción. ¿Acaso hemos podido hasta ahora, imaginaruno solo de nuestros dioses, desde el más groserohasta, el más razonable, sin hacer inmediatamenteque se agite sin obligarlo a crear una multitud deseres y de cosas, a buscar mil fines más, allá de sí

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mismo, y nos resignaríamos jamás a representartranquilamente y durante algunas horas una, formainteresante de la actividad de la materia, para volveren seguida, sin pena ni sorpresa, a la otra forma quees la inconsciente, la ignota, la dormida, la, eterna?

XIII

Pero no olvidemos nuestra colmena en que elenjambre, se impacienta, nuestra colmena que hier-ve y rebosa ya en olas, negras y vibrantes, como unvaso sonoro bajo el ardor del sol. Es mediodía, ydiríase que en torno del calor que reina, los árbolesreunidos detienen todas sus hojas, como se detieneel aliento en presencia de una cosa muy dulce peromuy grave. Las abejas dan la miel y la cera perfuma-da al hombre que las cuida; pero lo que quizá valgamás que la miel y que la cera, es que llaman su aten-ción sobre, la alegría de junio, es que, le hacen sabo-rear la armonía, de los meses hermosos, es quetodos los acontecimientos en que se mezclan estánligados a los cielos puros, a las fiestas de las flores, alas horas más felices del año.

Son el alma del estío, el reloj de los minutos deabundancia, el ala diligente de los perfumes que se

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exhalan, lade los rayos de luz que se ciernen, elcanto de la atmósfera que se despereza y descansa,el murmullo de las claridades que palpitan, y suvuelo es el signo visible, la nota convencida y musi-cal de, las pequeño, alegrías innumerables que nacendel calor y viven en la luz. Hacen comprender la vozmás íntima de las buenas horas naturales. Para quienlas ha conocido, para quien las ha amado, un estíosin abejas parece tan desdichado y tan imperfectocomo si careciera de pájaros y de flores.

XIV

El que asiste por primera vez al episodio ensor-decedor y desordenado de la enjambrazón de unacolmena bien poblada, se ve bastante desconcerta-do, y no se acerca sin temor. Ya no reconoce a lasserias y apacibles abejas de las horas laboriosas. Lashabía, visto momentos antes, llegar de todos losrincones de la campiña, preocupadas como burgue-sitas a quienes nada podría distraer de las tareas delhogar. Entran casi inadvertidas, abrumadas, ja-deantes, atareadas, agotadas pero discretas, saluda-das al pasar con un ligero movimiento de antenaspor las jóvenes amazonas de la entrada. Cuando

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mucho cambian tres o cuatro palabras, probable-mente indispensables, al entregar apresuradamentesu cosecha de miel a las portadoras adolescentesque siempre están en el patio interior de la, fábrica;o bien van ellas mismas a depositar en los vastosgraneros que rodean el nidal, las dos pesadas ca-nastas de polen colgadas de sus muslos, para, volvera salir inmediatamente después, sin preocuparse delo que pasa en los talleres, en el dormitorio de lasninfas o en el palacio real, sin mezclarse, aunque seaun instante, al gentío de la plaza pública que, se ex-tiende ante el umbral, y que en las horas de grancalor invade el parloteo de las ventiladoras que, se-gún la expresión pintoresca de los apicultores «ha-cen la barba.»

XV

Hoy todo ha cambiado. Verdad es que ciertonúmero de obreras, como si nada, hubiese de pasar,se van tranquilamente al campo, vuelven, asean lacolmena, suben a los cuartos de los huevecillos, sindejarse contagiar por la general embriaguez. Son lasque no han de, acompañar a la reina, las que perma-necerán en la vieja morada para guardarla, cuidar y

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alimentar los nueve o diez mil huevos, las dieciochomil larvas, las treinta y seis mil ninfas y las siete úocho princesas que se quedan allí. Han sido elegidaspara ese deber austero, sin que se sepa en virtud dequé reglas, ni por quién, ni cómo. Son tranquilas einflexiblemente fieles a él, y aunque Me haya preo-cupado de repetir muchas veces el experimento,empolvando con materias colorantes algunas deesas «cenicientas» resignadas, que se reconocen fá-cilmente por su andar serio y algo pesado en mediodel pueblo de, fiesta, muy rara vez he encontradoalguna en la embriagada, multitud del enjambre.

XVI

Y sin embargo, el atractivo parece irresistible. Esel delirio del sacrificio, quizá inconsciente, ordenadopor el dios; es la fiesta de la miel, la victoria de laraza y del porvenir es el único día de júbilo, de olvi-do y de locura es el único domingo de las abejas. Secreería que es también el único día en que comen asatisfacción, en que *Conocen plenamente la dulzu-ra del tesoro que amontonan. Parecen prisioneraslibertades y repentinamente transportadas a un paísde exuberancia y de recreo. Se regocijan, no pueden

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dominarse. Ellas, que no hacen jamás un movi-miento falto de precisión o inútil, van, vienen, salen,entran, vuelven a salir para excitar a sus hermanas,para ver si la reina está pronta, para engañar y atur-dir la espera. Vuelan mucho más alto que de cos-tumbre, hacen vibrar en torno de la colmena elfollaje de los altos árboles, No tienen ya temores nicuidados. Ya no son bravías, suspicaces, recelosas,coléricas, agresivas, indomables. El hombre, el amoignorado a quien no reconocen nunca y que no lo-gra avasallarlas sino plegándose a todos sus hábitosde trabajo, respetando todas sus leyes, siguiendopaso a paso el surco que en la vida traza su inteli-gencia, siempre encaminado hacia el bien de maña-na y que nada desconcierta ni desvía de su objeto, elhombre puede acercárseles, rasgar la cortina rubia ytibia que forman a su alrededor sus ruidosos torbe-llinos, tomarlas en la mano, recogerlas como un ra-cimo de frutas... son tan mansas, inofensivas comouna nube de libélulas o de falenas, y aquel día, di-chosas, no poseyendo nada ya, confiadas en el por-venir, y con tal de, que no se las separe de su reinaque lleva ese porvenir consigo, se someten a todo yno hieren a nadie.

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XVII

Pero la verdadera señal no ha sido dada todavía.En la colmena reina una, agitación inconcebible yun desorden cuyo pensamiento no se puede descu-brir. En las, épocas ordinarias, y de vuelta, en casa,las abejas olvidan que tienen alas, y cada una de ellasse mantiene casi inmóvil, pero no inactiva, en el si-tio que le está designado por su género de trabajo.Ahora, trastornadas, se mueven en círculos com-pactos de arriba abajo de los tabiques verticales,como una, pasta vibrante revuelta por una manoinvisible. La temperatura interior se eleva rápida-mente, hasta tal punto que la cera de los edificios seablanda y deforma a veces. La reina que, por lo co-mún no sale nunca de, los panales del centro, reco-rre enajenada, jadeante, la superficie de lavehemente muchedumbre que gira sobre sí misma.¿Lo hace para apresurar o para retardar la partida?¿Ordena e implora? ¿Propaga la prodigiosa emocióno la recibe? Parece bastante evidente, según lo quesabemos de la psicología general de la abeja, que, laenjambrazón se hace siempre contra la voluntad dela soberana. En el fondo, la reina es para las ascéti-

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cas obreras, sus hijas, el órgano del amor, indispen-sable y sagrado, pero algo inconsciente y a menudopueril. Así es que la tratan como a una madre bajotutela. Tienen hacia ella un respeto, una ternura he-roica y sin límites. Para ella se reserva, la miel máspura, especialmente destilada y casi enteramente,asimilable. Tiene una escolta de satélites y de licto-res, según la expresión de Plinio, que vela por elladía y noche, facilita su trabajo materno, prepara lasceldillas en que ha de poner, la mima, la acaricia, laalimenta, la asea, basta. absorbe sus excrementos. Almenor accidente que le ocurra, la noticia vuela deabeja en abeja, y el pueblo se atropella y se lamenta.Si se la saca de la colmena, y las abejas no puedentener la esperanza de reemplazarla, sea porque noha dejado descendencia predestinada, sea porque nohay larvas de obreras de menos de tres días (porquecualquier larva de obrera que tenga menos de tresdías puede, gracias a una alimentación especial,transformarse en ninfa real, gran principio demo-crático de la colmena que compensa las prerrogati-vas de la predestinación materna.), si en semejantescircunstancias se la toma, se la aprisiona y se la llevalejos de su mansión, comprobada su pérdida a vecespasan dos o tres días antes de que la sepa todo el

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mundo, tan vasta es la ciudad, el trabajo cesa o pocomenos en todas partes. Se abandona a los peque-ñuelos, numerosísimas obreras andan de aquí paraallá en busca de la madre, otras salen desaladas a versi la encuentran, las guirnaldas de obreras ocupadasen construir los panales, se rompen y disgregan, lassaqueadoras no visitan ya las flores, la guardia de lapuerta deserta de su puesto, y las rateras extrañas ytodos los parásitos de la miel, perpetuamente al ace-cho de una coyuntura favorable, entran y salen li-bremente sin que nadie piense en defender el tesorocodiciosamente acumulado. Poco a poco la ciudadse empobrece, se despuebla, y sus habitantes, desa-lentados no tardan en morir de tristeza y de miseria,aunque frente a ellas se abran y brillen todas las flo-res del verano.

Pero que se les restituya la soberana antes quesu pérdida haya pasado a la categoría de hecho con-sumado e irremediable, antes que la, desmoraliza-ción sea demasiado profunda (las abejas son comolos hombres: una desgracia y una desesperaciónprolongada rompen su inteligencia, y degradan sucarácter), que se la restituyan pocas horas después, yla acogida que le hagan será extraordinaria y con-movedora. Todas se apresuran a rodearla, se

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amontonan, trepan unas sobre otras, la acarician alpasar con sus largas antenas que, contienen tantosórganos todavía inexplicados, le ofrecen miel, la es-coltan en tumulto hasta las habitaciones reales. Alpunto el orden se restablece, el trabajo se reanudade los panales centrales de los huevecillos hasta losmás lejanos anexos en que se hacina el sobrante dela cosecha, las recolectoras salen en filas negras yvuelven a veces menos de tres minutos después,cargadas ya de néctar y de polen, los rateros y losparásitos son expulsados o hechos pedazos, bárren-se las calles, y la colmena resuena dulce y monóto-namente con el cántico dichoso y especialísimo, elcanto íntimo de la real presencia.

XVIII

Se tienen mil ejemplos de esa adhesión, de esaabnegación absoluta de las obreras hacia su sobera-na. En todas las catástrofes de la pequeña república,la caída de la colmena e e los panales, la grosería ola ignorancia del hombre, el frío, el hambre, la en-fermedad misma, si el pueblo perece a montonescasi siempre la reina se salva, y se la encuentra vivabajo los cadáveres de sus fieles hijas. Es que todas la

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protegen, facilitan su fuga, le forman con sus cuer-pos una muralla y un abrigo, le reservan el alimentomás sano, y las últimas gotas de miel. Y mientras lequeda un átomo de vida, cualquiera que sea el de-sastre, el desaliento no entra en la ciudad de las«castas bebedoras de rocío.» Romped sus panalesveinte veces seguidas, quitadles veinte, veces sushijos y sus víveres, y no lograréis hacerlas dudar delporvenir, y diezmadas, hambrientas, reducidas a unapequeña tropa que apenas puede disimular a la ma-dre a los ojos del enemigo, reorganizarán los regla-mentos de la colonia, proveerán a lo más urgente, sedividirán de, nuevo la tarea de, acuerdo con las ne-cesidades anormales del momento desgraciado, yreanudarán inmediatamente el trabajo con una pa-ciencia, con un ardor, con una inteligencia, con unatenacidad que no se hallan a menudo hasta ese gra-do en la Naturaleza, aunque la mayor parte de losseres muestren en ella más valor y más confianza,que el hombre.

. Para alejar el desaliento y mantener su amor,no se necesita siquiera, que la, reina esté presente,basta con que al morir o al marcharse haya dejado lamás frágil esperanza de, descendencia. «Hemosvisto -dice el venerable Langstroth, uno de los pa-

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dres de la apicultura moderna- hemos visto una co-lonia que no tenía suficientes abejas para cubrir unpanal de diez centímetros cuadrados, tratando decriar una reina. Conservaron esta esperanza durantedos semanas enteras; al fin, cuando su número ha-bía quedado reducido a la mitad, la reina nació, perosus alas eran tan imperfectas que no pudo volar.Aunque fuera impotente, las abejas no la trataroncon menos respeto. Una semana después, sólo que-daba, una docena de abejas; por fin, algunos díasmás tarde, la reina desapareció, dejando en los pa-nales algunas infelices inconsolables.»

XIX

He aquí, entro otras muchas, una circunstancianacida de las inauditas pruebas por que nuestra in-tervención reciente y tiránica hace pasar a las infor-tunadas pero inquebrantables heroínas y en la quese ve a lo vivo el último acto del amor filial y de laabnegación: más de, una vez, y como todo aficiona-do a abejas, he hecho que me manden de Italia rei-nas fecundadas, porque la raza italiana es mejor,más robusta, más prolífica, más activa y más mansaque la nuestra. Esos envíos se hacen en cajitas llenas

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de agujeros. Pónense en ellas algunos víveres, y lareina se encierra acompañada por cierto número deobreras, elegidas hasta donde es posible, entre las demás edad (la edad de las abejas se reconoce, fácil-mente, pues, cuando envejecen, presentan el cuerpomás liso, enflaquecido, casi calvo, y sobre, todo lasalas gastadas y desgarradas por el trabajo), para ali-mentarla, cuidarla y velar por ella durante el viaje.Muy a menudo encontrábame con que la mayoríade las obreras había sucumbido. Una vez, todas ha-bían muerto de hambre; pero, como de costumbre,la reina estaba intacta, y vigorosa, y la última de suscompañeras había perecido ofreciendo probable-mente a su soberana, símbolo de, una vida más pre-ciosa y más vasta que la suya, la última gota de mielque, tenía reservada en el fondo del buche.

XX

Observando este efecto tan constante, el hom-bre ha sabido aprovecharse, del admirable sentidopolítico, del ardor para el trabajo, de la perseveran-cia, de, la magnanimidad, de la pasión del porvenirque de él se derivan o que en él se hallan encerra-dos. Gracias a ese efecto, hace ya algunos años que

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ha logrado domesticar hasta cierto punto y sin queellas lo sepan, a las bravías guerreras que no ceden aninguna fuerza y que en su inconsciente esclavitud,todavía no sirven sino a sus propias leyes sojuzga-doras. Puede creer que teniendo la reina tiene en lamano el alma y los destinos de la colmena. Segúncomo la emplee, según como la maneje, por decirloasí, provoca, por ejemplo, y multiplica o reduce elenjambrazón, reúne o divide las colonias, dirige laemigración de los reinos. No es menos cierto que lareina no constituye, en el fondo, nada más que unaespecie de viviente símbolo que, como todos lossímbolos, representa un principio menos visible ymás vasto, que es bueno que el apicultor tenga encuenta si no quiere exponerse a más de un percance.Por lo demás, las abejas no se engañan y no pierdende vista, a través de su reina visible y efímera, suverdadera soberana inmaterial y permanente, que essu idea fija. Que, esa idea sea consciente o no, sóloimporta si queremos admirar más, especialmente alas abejas que la tienen o a la Naturaleza que la hapuesto en ellas. En cualquier punto que se encuen-tre, sea en esos débiles cuerpecillos, sea en el grancuerpo incognoscible, la idea es digna de atención.Y, para decirlo de paso, si nos cuidáramos de no

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subordinar nuestra admiración a tantas circunstan-cias de lugar y de origen, no perderíamos tan a me-nudo, la oportunidad de abrir los ojos con asombro,y nada es más benéfico que abriremos así.

XXI

Se dirá que estas son conjeturas muy aventura-das y demasiado humanas, que las abejas no tienenprobablemente idea alguna de ese género, y que lanoción del porvenir, del amor de la raza, y tantosotros que les atribuimos, no son en el fondo sino lasformas que adopta para ellas la necesidad de vivir, eltemor al sufrimiento y a la, muerte y el atractivo delplacer. Convengo en ello; todo esto no es, si sequiere, más que, una manera de hablar, y poca, im-portancia le doy. Lo único cierto en todo esto, co-mo es lo único cierto en cuanto sabemos, es que seha comprobado que en tal o cual circunstancia, lasabejas se conducen con su reina de tal o cual mane-ra. El resto es un misterio, y a su alrededor sólopueden hacerse conjeturas más o menos agradables,más o menos ingeniosas. Pero si habláramos de loshombres como sería indudablemente más cuerdohablar de las abejas, ¿tendríamos derecho de decir

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mucho más?Nosotros también obedecernos solamente a las

necesidades, al atractivo del placer o al horror alsufrimiento; lo que llamamos nuestra inteligenciatiene el mismo origen y la misma misión que lo quellamamos el instinto en los animales.

Realizamos ciertos actos, cuyos resultados cre-emos conocer, soportamos otros cuyas causas nosalabamos de penetrar más que ellos; pero fuera deque esta suposición no descansa sobre nada inque-brantable, esos actos son mínimos y escasos, com-parados con la enorme multitud de los demás, ytodos, tanto los mejor conocidos cuanto los másignorados, los más pequeños cuanto los más gran-diosos, los más inmediatos cuanto los más lejanosse realizan en una noche profunda, en la que esprobable que seamos casi tan ciegos como las abe-jas.

XXII

«Se convendrá, dice Buffon, que tienen lasabejas una mala voluntad bastante divertida,- seconvendrá en que si se toman esas moscas una poruna, tienen menos inteligencia que el perro, el mono

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y la mayoría de los animales; Se convendrá en queson menos dóciles, menos cariñosas, en que tienenmenos sentimientos, en una palabra, menos cuali-dades relativas a las nuestras; así, pues, se debe con-venir también en que su inteligencia aparente sóloprocede de su multitud reunida; sin embargo, esamisma reunión no supone inteligencia alguna, por-que, no se reúnen con miras morales y porque seencuentran juntas sin su consentimiento. Esa socie-dad no es, por consiguiente, más que una aglomera-ción física, ordenada por la Naturaleza eindependiente de todo conocimiento, de todo ra-ciocinio. La abeja madre produce diez mil indivi-duos a la vez en el mismo sitio; esos diez milindividuos, aunque fueran diez veces más estúpidosde lo que supongo, se verían obligados, aunque sólofuera para continuar existiendo a componérselas dealgún modo; como tanto los unos como los otros,obran con fuerzas iguales, aunque hayan comenza-do por perjudicarse, a fuerza de perjudicarse llega-rán pronto a perjudicarse lo»menos posible, es decira ayudarse; parecerán, pues, entenderse y concurriral mismo fin; el observador les atribuirá pronto lasvisitas, y el talento que les falta, querrá dar razón decada una de sus acciones, cada movimiento suyo

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tendrá bien pronto su motivo, y de ahí saldrán ma-ravillas o innumerables monstruos de raciocinio;porque esos diez mil individuos, producidos de unavez, y que habitaron juntos, que se han metamorfo-seado todos casi al mismo tiempo, no pueden dejartodos de hacer la misma cosa, y por poco senti-miento que tengan, adquirir las costumbres comu-nes, arreglares, hallarse bien juntos, ocuparse de sumorada, volver a ella después de haberse alejado,etc., y de ahí la arquitectura, la geometría, el orden,la previsión, el amor a la patria, la república en una,palabra, todo fundado, como se ve, en la admira-ción del observador.» He ahí una manera comple-tamente contraria de explicar nuestras abejas. Aprimera vista podría parecer la más natural; pero¿no sería, en el fondo, por la sencillísima razón deque no explica casi nada? Paso por alto los erroresmateriales de esa página; pero acomodarse de esemodo, perjudicándose lo menos posible, a las nece-sidades de la vida común, ¿no supone acaso, ciertainteligencia que parecerá más notable cuando, seexamine de más cerca cómo tratan «esos diez milindividuos» de no perjudicarse y cómo logran pres-tarse ayuda? También, ¿no es esa nuestra propiahistoria? y ¿qué dice el viejo naturalista irritado que

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no se aplique exactamente a todas nuestras socieda-des humanas? Nuestra sabiduría, nuestra, virtudes,nuestra política, agrios frutos de la necesidad, dora-dos por la imaginación, no tienen otro objeto que elde utilizar nuestro egoísmo, y encaminar hacia elbien común la, actividad naturalmente perjudicial decada individuo. Y luego, una vez más, si se quiereque las abejas no tengan ninguna de las ideas, nin-guno de los sentimientos que les atribuimos, ¿quénos importa el origen de nuestro asombro? Si secree que es imprudente admirar las abejas, admira-remos la Naturaleza, y siempre llegará un momentoen que ya no sea posible arrancarnos nuestra admi-ración, y nada perderemos por haber retrocedido yaguardado.

XXIII

Sea, lo que sea, y para no abandonar nuestraconjetura que tiene por lo menos la ventaja de rela-cionar en nuestro espíritu ciertos actos que estánevidentemente ligados en la realidad, las abejas ado-ran mucho más en su reina el porvenir infinito de laraza que a la, reina misma. Las abejas no tienen na-da de sentimentales, y cuando una de ellas vuelve

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del trabajo tan gravemente herida que la juzgan in-capaz de seguir prestando servicios, la expulsan sinpiedad de la colmena. Y sin embargo, no puede de-cirse que sean incapaces de sentir una especie decariño personal hacia la madre. La reconocen entretodas las demás: aun cuando esté vieja, miserable,estropeada, la guardia de la puerta no permitirá ja-más que una reina, desconocida, por joven, por be-lla ' por fecunda que, parezca, penetre en lacolmena. Verdad que, ese es uno de los principiosfundamentales, de, su policía, al que sólo se falta aveces, en épocas de gran cosecha de miel, en favorde alguna obrera extraña bien cargada de víveres.

Cuando la reina ha quedado completamente es-téril, las abejas la reemplazan criando cierto númerode princesas reales. Pero ¿qué hacen de la vieja so-berana? No se sabe, pero los criadores de abejas hansólido encontrar en los panales de la colmena, unareina magnífica y en la flor de la edad, y allá en elfondo, en un cuartujo obscuro, la antigua maestra,como también se, la llama, flaca y baldada. Pareceque en esos casos, las abejas han tenido que, prote-gerla hasta el fin contra el odio de su vigorosa rivalque sólo sueña en su muerte, porque las reinassienten entre sí un horror invencible que las hace

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precipitarse la una sobre la otra apenas se hallan dosbajo el mismo techo. Fácilmente se creería que, ase-guran de ese modo a la más vieja una especie deretiro humilde y tranquilo, para que acabe sus díasen un rincón olvidado de la ciudad. Tocamos aquí,de nuevo, en uno de los mil enigmas del reino de lacera, y tenemos oportunidad de comprobar una vezmás, que la política y las costumbres de las abejasno son en manera, alguna fatales, y estrechas, yobedecen a muchos móviles más complicados quelos que creemos conocer.

XXIV

Pero los hombres turbamos a cada instante lasleyes de la Naturaleza, que deben parecerlas másinquebrantables. Todos los días las ponemos en lamisma situación en que nos encontraríamos si al-guien suprimiese bruscamente en torno nuestro lasleyes de la gravedad, del espacio, de la luz o de lamuerte. ¿Qué harán, pues si introducimos fraudu-lentamente, una segunda reina en la, ciudad? En elestado natural, y gracias a las cantinelas de la entra-da, este caso no se les ha presentado jamás desdeque, vinieron al mundo. Pero no por eso se aturden,

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y saben conciliar lo mejor posible, en tan prodigiosacoyuntura, dos principios que respetan como órde-nes divinas. El primero es el de la maternidad única,que, no se tuerce jamás, fuera del caso (y como ex-cepción exclusiva para ese caso) de esterilidad de lasoberana reinante. El segundo es más curioso aún,pero si bien no puede ser conculcado, permite quese le orille judaicamente, por decirlo así. Ese princi-pio es el que reviste, de una especie de inviolabili-dad a toda reina, cualquiera que ella sea. Será fácilpara las abejas traspasar a la intrusa con mil dardosemponzoñados; perecería inmediatamente, y ya sólotendrían que arrastrar su cadáver fuera de la colme-na. Pero, aunque tengan el aguijón siempre pronto,aunque se sirvan de él a cada instante, para combatirentre sí, para matar los machos, los enemigos o losParásitos, jamás lo sacan contra una reina, del mismomodo que las reinas, no desnudan jamás el suyocontra el hombre, ni contra los animales, ni contrauna abeja común; y su arma regia, que en lugar deser recta como la de las obreras, es encorvada comouna cimitarra, no se desenvaina sino cuando se tratade combatir con una igual, es decir, con una reina.

Como, verosímilmente, ninguna abeja se atrevea asumir el horror de un regicidio directo y san-

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griento, en todas las circunstancias en que importaorden y a la prosperidad de la república que, unareina perezca, se esfuerzan por dar al asesinato la,apariencia de la muerte natural; subdividen el cri-men hasta lo infinito, de modo que se convierte encrimen anónimo. «Empaquetan» entonces, a la so-berana extranjera, para usar la expresión técnica delos apicultores, lo que significa, que la envuelvenpor completo con sus cuerpos innumerables y en-trelazados. Forman de ese modo una especie decárcel viviente, en que la cautiva no se puede mover,y que mantienen en torno suyo durante veinticuatrohoras si es necesario, hasta que muere de hambre osofocada.

Si la reina legitima se acerca en ese momento yolfateando una rival, parece dispuesta a atacarla, lasmóviles paredes de la, cárcel se abrirán al puntoante ella. Las abejas formarán círculo en rededor deambas enemigas, y atentas pero imparciales, sin to-mar parte en él, asistirán al combate singular, por-que sólo una madre puede, sacar el aguijón contra,otra madre, sólo la que lleva en el vientre cerca deun millón de vidas parece tener derecho de dar deun sólo golpe cerca de un millón de muertes.

Pero si el choque, se prolonga sin resultado, si

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los dos encorvados aguijones resbalan inútilmentesobre las pesadas corazas de quitina, la reina quehaga ademán de huir, tanto la legítima como la ex-traña, será tomada, detenida y cubierta por la palpi-tante, cárcel, hasta que manifieste la intención devolver á, la lucha. Bueno es agregar que en los nu-merosos experimentos que se han hecho sobre estepunto, se ha visto casi invariablemente que la sobe-rana reinante ha quedado con la victoria, sea que,sintiéndose en su casa, en medio de los suyos, tengamás audacia y ardor que la otra, sea que las abejas, sibien imparciales en el momento del combate, losean menos en la manera de encarcelar a las rivales,porque ese encarcelamiento no parece perjudicar ala madre, mientras que la extraña sale de él siempre,visiblemente estropeada y lánguida.

XXV

Un experimento fácil demuestra, mejor quecualquier otro que las abejas reconocen a su reina ysienten hacia ella verdadero cariño. Sacad la reina deuna colmena, y bien pronto veréis producirse todoslos fenómenos de angustia y desesperación que hedescripto, en el capítulo anterior. Devolvédsela, po-

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cas horas después, y todas sus hijas correrán a suencuentro, ofreciéndole miel. Las unas formaráncalle, a su paso; las otras, poniéndose cabeza abajo yabdomen arriba, trazarán ante ella grandes semicír-culos inmóviles pero sonoros, en los que, cantan sinduda el himno del regreso, diríase, que demostrandode acuerdo con sus ritos regios, el respeto solemneo la felicidad suprema.

Pero no esperéis engañarlas substituyendo lareina legítima con una madre extraña. Apenas hayadado ésta algunos pasos en la plaza, las obreras in-dignadas acudirán de todas parte. Será inmediata-mente, cogida, envuelta y mantenida en la terriblecárcel tumultuosa cuyos muros obstinados irán re-levándose, por decirlo así, hasta que muera, pues eneste caso particular nunca ocurre que una reina salgaviva.

También una de las grandes, dificultades de laapicultura es la introducción y el reemplazo de, lasreinas. Es curioso ver a qué diplomacia, a qué com-plicados ardides tiene que recurrir el hombre paraimponer su voluntad y engañar a esos insectillos tanperspicaces, pero siempre de buena fe, que aceptancon un valor conmovedor los, acontecimientos másinesperados, y no ven en ellos, aparentemente, más

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que un capricho nuevo pero fatal de, la Naturaleza.En suma, en toda esa diplomacia, y en el desordendesesperante que muy a menudo producen esosaventurados ardides, el hombre cuenta siempre, casiempíricamente, con el admirable sentido práctico delas abejas, con el tesoro inagotable de sus leyes y desus costumbres maravillosas, con su amor al orden,a la, paz, al bien público, con su fidelidad al porve-nir, con la firmeza tan hábil y el desinterés tan seriode su carácter, y, sobre todo, con una constanciapara cumplir con sus deberes, que nada, logra can-sar. Pero e1 detalle de esos procedimientos pertene-ce a los tratados de apicultura propiamente dicha, ynos llevarían demasiado lejos. 4

4 Por lo general se introduce la reina extraña encerrándola enuna jaulita de alambre, que se cuelga entro dos panales. Lajaula está provista de una puerta de cera y miel que las abejasroen cuando se ha disipado de su cólera, libertando así laprisionera á quien acogen muy a menudo sin malevolencia.El señor S. Simmins, director del gran colmenar de Ro-ttingdean, ha descubierto últimamente otro procedimientode introducción, sencillísimo, que casi siempre sale bien yque va generalizándose entre los apicultores que se preocu-pan de su arte. Lo que por lo común hace tan difícil esa in-troducción, es la actitud de la reina. Se azora, huye, se oculta,se porta como una intrusa, despierta sospechas que el exa-men de las obreras no tarda en confirmar. Simmins la aislaen un principio, por completo, y la hace ayunar durante me-

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XXVI

En cuanto al afecto personal de que hablába-mos, y para terminar con ese punto, si bien es pro-bable que exista, es también seguro que la memoriade la abeja es corta, y si pretendéis reponer en sureino a una madre, desterrada durante algunos días,sus enfurecidas hijas, la recibirán de tal modo queserá necesario apresurarse, a arrancarla del encarce-lamiento mortal, castigo de las reinas desconocidas.Es que han tenido tiempo de transformar en celdas, dia hora antes de introducirla. Levanta en seguida un rincónde la cubierta interna de la colmena huérfana, y deposita lareina extraña en lo alto de uno de los panales. Desesperadapor su aislamiento anterior, la reina se siente feliz al hallarseentre otras abejas, y hambrienta acepta ávidamente loa ali-mentos que se le ofrecen. Las obreras, engañadas por estaconfianza, no investigan, se imaginan probablemente que havuelto la antigua reina, y la acogen con alegría. Parece resul-tar de este experimento que, contra la opinión de Huber y detodos los observados, las abejas no son capaces reconocer asu reina. Sea como sea, las dos explicaciones, igualmenteplausibles- aunque quizá se encuentre la verdad en nuestratercera que aún no hemos conocido,- demuestran una vezmás cuán compleja y obscura es la psicología de la abeja. Yde ésta, como de todas las cuestiones de la vida, no hay másque una conclusión que sacar- que es necesario, mientras notengamos algo mejor, que la curiosidad reine en nuestro co-

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reales una decena de habitaciones obreras, y el por-venir de la raza no corre ya, peligro alguno. Su cari-ño crece o disminuye, según represente o no la reinaese porvenir, Así, frecuentemente se ve cuando lareina virgen realiza la peligrosa ceremonia, del«vuelo nupcial, » que sus vasallas, temerosísimas deperderla, la acompañan en su trágica y lejana re-cuesta del amor, de que hablaré en seguida, cosa queno hacen nunca cuando se ha cuidado de darles unfragmento de panal con celdas de huevecillos, en lasque hallan la esperanza de criar otras madres. Elcariño puede, también, convertirse en furor y enodio, si la soberana no cumple todos sus debereshacia la divinidad abstracta que llamaríamos la so-ciedad futura y que conciben más vivamente quenosotros. Ha, sucedido, por ejemplo, que los api-cultores impidieran, por diversas razones, que lareina se reuniera al enjambre, reteniéndola en lacolmena por medio de un enrejado por cuyas finasmallas podían pasar sin sospecha las delgadas y ági-les obreras, pero que' no lograba franquear la pobreesclava del amor, notablemente más pesada y cor-pulenta que sus, hijas. A la primera salida y notandoque, la reina no las había seguido, las abejas volvían razón.

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a la colmena, y reñían, empujaban y maltrataban deuna manera muy manifiesta a la infeliz prisionera, aquien acusaban sin duda de pereza o suponían algodébil de razón. A la, segunda salida, su mala volun-tad parecía evidente, la cólera aumentaba y las heri-das se hacían más graves. Por fin, a la, tercera,juzgándola, irremediablemente infiel a su destino yal porvenir de la raza, casi siempre la condenaban yla mataban en la cárcel real.

XXVII

Como se ve, todo está subordinado a ese porve-nir con una previsión, un acuerdo, una inflexibili-dad, una habilidad para interpretar las circunstanciasy sacar partido de, ellas, que confunden de, admira-ción cuando se tiene en cuenta, todo lo imprevisto,todo lo sobrenatural que nuestra reciente, interven-ción siembra sin cesar en sus moradas. Quizá sediga que en el último caso interpretan muy mal laimpotencia de la reina para seguirlas. ¿Seriamos mu-cho más perspicaces nosotros, si una inteligencia, deorden diferente y servida, por un cuerpo tan colosalque sus movimientos son casi tan inapreciables co-mo los de un fenómeno natural, se entretuviera en

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tendernos lazos de esa especie? ¿No hemos emplea-do algunos miles de años para inventar una inter-pretación suficientemente plausible del rayo? Todainteligencia, se ve, atacada de lentitud cuando sale,de su esfera, que es siempre pequeña, y se halla enpresencia de acontecimientos que no ha puesto enmarcha. Además, si la, prueba del enrejado se gene-ralizara y prolongara, no es seguro que las abejas noacabaran por comprenderla y corregir sus inconve-nientes. Ya han comprendido muchas, otras, sacan-do de ellas el partido más ingenioso. La, prueba delos «panales movibles» o la de las «secciones» porejemplo, en que se las obliga a almacenar la miel dereserva en cajitas simétricamente, amontonadas, obien la prueba extraordinaria de la «cera estampada»en que los alvéolos están esbozados solamente porun delgado contorno de cera, cuya utilidad com-prenden al punto y que estiran con cuidado, paraformar celdas perfectas, sin pérdida de substancia nide trabajo, ¿ no descubren, en todas las circunstan-cias que no se presentan en forma de lazo tendidopor una especie de dios dañino y burlón, la mejor yla, única solución humana? Para citar una de esascircunstancias naturales pero completamente anor-males: si una babosa o un ratón se deslizan en la,

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colmena, y los matan, ¿qué harán para desembaraza-res del cadáver que pronto envenenaría la atmósfe-ra? Si es imposible expulsarlo o despedazarlo, loencerrarán metódica y herméticamente en un sepul-cro de cera y de propóleos, que se elevará de unamanera extraña entro los monumentos ordinariosde la ciudad. El año pasado encontró en una de miscolmenas, una aglomeración de tres de esas tumbas,separadas como los alvéolos de los panales por pa-redes medianeras, para economizar la cera lo másque fuese, posible. Las prudentes sepultureras ha-bíanlas levantado sobre los restos de tres caracolitosque un niño había introducido en su falansterio. Porlo común, cuando se trata de caracoles, se conten-tan con tapar con cera el orificio de la concha. Perocomo en este caso, las conchas estaban más o me-nos rotas, juzgaron más sencillo sepultar y agrieta eltodo y para no entorpecer el tráfico de la entrada,dejó en la incómoda mole, cierto número de galeríasexactamente proporcionadas no a su tamaño sino alde los machos, dos veces más grandes que ellas.Esto, y el hecho siguiente, ¿no permiten creer que undía han de llegar a descubrir por qué no puede se-guirlas la reina a través del enrejado? Tienen unsentido segurísimo de las proporciones, y del espa-

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cio que su cuerpo necesita para moverse. En las,regiones en que, pulula la asquerosa esfinge calave-ra, la Acherontia Atropos, construyen a la entradado las colmenas una serie de columnitas de cera en-tre las que el saqueador nocturno no puede introdu-cir su enorme abdomen.

XXVIII

Pero pasemos a otro punto; si me fuera menes-ter agotar todos los ejemplos, no acabaría nunca.Para resumir el papel y la posición de la reina, puededecirse que es el corazón esclavo de la ciudad, cuyainteligencia la rodea. Es la soberana única, pero estambién la sierva real, la depositaria cautiva y la, de-legada responsable del amor. Su pueblo la sirve y lavenera, aunque no olvida que no se somete a supersona sino a la misión que cumple y a los destinosque, representa. Muchísimo trabajo costaría encon-trar una república humana cuyo plan abrace tanconsiderable, porción de los deseos de nuestro pla-neta; una democracia en que la independencia sea alpropio tiempo más perfecta y más razonable, y laesclavitud más total mejor razonada. Pero tampocose hallaría república en que los sacrificios sean más

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duros y más absolutos. No vayáis a creer que admi-ro esos sacrificios tanto como sus resultados. Seríaevidentemente de desear que, esos resultados pudie-ran obtenerse con menos sufrimiento y menos ab-negaciones. Pero, una vez aceptado el principio,que, quizá sea necesario en el pensamiento denuestro globo, su organización es admirable. Cual-quiera que sobre este punto sea la verdad humana,la vida no se considera en la colmena como una,serie de horas más o menos agradables de las quees bueno entristecer y agriar los minutos indispen-sables para su sostenimiento, sino como un grandeber común, severamente dividido y hacia un por-venir que retrocede sin cesar desde el principio delmundo. Cada uno renuncia en ella a más de la mitadde su felicidad y de sus derechos. La reina dice adiósa la luz del día, al cáliz de las flores y a la libertad; lasobreras al amor, a cuatro o cinco años de vida y alconsuelo de ser madres. La reina ve su cerebro re-ducido a la nada, en provecho de los órganos de lareproducción, y las trabajadoras ven que estos últi-mos órganos se atrofian en beneficio de su inteli-gencia. No sería justo sostener que la voluntad notiene parte alguna en estos renunciamientos. Verdades que la obrera no puede variar su propio destino,

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pero dispone del de todas las ninfas que la rodean yque son sus hijas indirectas. Hemos visto que sicualquier larva de obrera es alimentada y alojadasegún el régimen real, puede convertirse en reina, ydel mismo modo, que si se cambiara de alimenta-ción y se redujera la celda a cualquier larva real, se latransformaría en obrera. Estas prodigiosas eleccio-nes se practican todos los días en la penumbra do-rada de la colmena. No se efectúan al azar, sino quelas hace una sabiduría cuya lealtad, cuya gravedadprofunda sólo puede burlar el hombre ' sabiduríasiempre despierta, que las hace o las deshace te-niendo en cuenta todo cuanto pasa fuera de la ciu-dad y todo lo que ocurre entre sus paredes. Sidomina imprevista abundancia de flores, si la colinao las orillas del arroyo resplandecen bajo una nuevacosecha, si la reina está vieja, o menos fecunda, si lapoblación se acumula y se siente estrecha, veréisedificar celdas reales. Esas mismas celdas podrán serdestruidas si la cosecha falta o se agranda la colme-na. Muchas veces serán conservadas mientras la jo-ven reina no haya realizado con éxito el vuelonupcial, para ser destruidas cuando entre en la col-mena arrastrando tras, ella, como un trofeo, la señalirrecusable de su fecundación. ¿Dónde reside, esa

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sabiduría que de tal modo pesa el porvenir y el pre-sente, y para quien lo que aún no está visible es demás peso que todo cuanto se ve? ¿ Dónde se sientaesa prudencia anónima que renuncia y elige, queeleva y rebaja, que con tantas obreras podría hacertantas reinas y que de tantas madres hace un pueblode vírgenes? Hemos dicho en otra, parte que se en-cuentra en el «espíritu de la colmena»; pero, ¿dóndebuscar, al fin, el «espíritu de la colmena» sino en laasamblea de las obreras? Para convencerse de quereside allí, quizá no hubiera sido necesario observartan atentamente las costumbres de la república real.Bastaba, como lo hicieron Dujardin, Brandt, Girard,Yogel y otros entomólogos, colocar bajo el micros-copio, junto al cráneo algo vacío de la reina y la ca-beza magnífica de los machos en que resplandecenveintiséis mil ojos, la cabecilla, ingrata y preocupadade la virgen obrera. Veríamos que en esa cabecilla sedesarrollan las circunvoluciones del cerebro másvasto y más ingenioso de la colmena. Es también, elmás bello, el más complicado, el más delicado, elmás perfecto en otro orden y con diferente organi-zación, que exista en la Naturaleza5, después del ce-

5 El cerebro de la abeja, según los cálculos de Dujardin, for-ma, la 174 parte del peso total del insecto; el de la hormiga

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rebro del hombre. En esto, también, como en todoel régimen del mundo que conocemos, donde seencuentra el cerebro, se encuentra la autoridad, laverdadera fuerza, la sabiduría y la victoria. Aquítambién un átomo casi invisible de la substanciamisteriosa, avasalla y organiza la materia, y sabecrearse un lugarcito triunfante y duradero, en mediode las potencias enormes e inertes, de la nada y de lamuerte.

XXIX.

Volvamos ahora a nuestra colmena que enjam-bra; y donde no se ha aguardado el fin de estas re-flexiones para dar la señal de la partida. Apenas seda esa señal, diríase que todas las puertas de la ciu-dad se abren al mismo tiempo bajo un empuje re-pentino e insensato, y la negra muchedumbre seevado o más bien brota de ellas, según el número de la 296. En cambio, los cuerpos pedunculados que parecendesarrollarse proporcionalmente a los triunfos que la inteli-gencia alcanza sobre el instinto, son algo menos importantesen la abeja que en la hormiga. Como una cosa compensa laotra, parece resultar de estas estimulaciones, respetando laparte perteneciente a la hipótesis, y teniendo en cuenta la

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aberturas, ora en doble, ora en triple, ora en cuá-druple chorro directo, tendido, vibrante y continuo,que se esparce y se extiende en seguida en el espa-cio, como una red sonora tejida por cien mil alasexasperadas y transparentes. Durante algunos mi-nutos la red flota encima del colmenar con un pro-digioso murmullo de diáfanas, sedas, que, mil y mildedos electrizados rasgaran y recosieran sin cesar.Ondula, vacila, palpita, como un velo de júbilo, queinvisibles manos sostuvieran en el cielo, plegándoloy desplegándolo desde las flores hasta el azur, a laespera de una llegada o de, una partida, augusta. Porfin uno de los extremos desciende, otro so eleven,las cuatro puntas llenas de sol del radios manatoque canta se reúnen, y semejante a uno de esos tapi-ces inteligentes que, para realizar un deseo atravie-san el horizonte, en los cuentos de hadas, se dirigetodo entero, plegado ya, para cubrir la, presenciasagrada del futuro, hacia el tilo, el peral o el sauce,en que la reina acaba de detenerse como un clavo deoro, del que cuelga una por una sus ondas musicalesy en torno del cual envuelve su tela de perlas ilumi-nada de alas.

obscuridad de la materia, que el valor intelectual de la abeja yla hormiga debe ser más o menos el mismo.

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En seguida renace el silencio, y aquel vasto tu-multo, y aquel velo temeroso que parece urdido coninnumerables amenazas, con innumerables cóleras,y aquella ensordecedora granizada, de oro quesiempre en suspenso, resonaba sin tregua sobre to-dos lo objetos de, los contornos, todo se reduce, alminuto siguiente, a un grueso racimo inofensivo ypacífico, suspendido de una rama de, árbol y for-mado por millares de pequeñas bayas vivas, peroinmóviles, que aguardan pacientemente el regresode los exploradores que salieron en busca de unabrigo...

XXX

Es la primer etapa del enjambre que se llamaenjambre primario, a cuya cabeza se encuentrasiempre la vieja reina. Acostumbra posarse en elárbol o arbusto más cercano al colmenar, porque lareina, pesada a cansa de los huevecillos, y como noha visto luz desde el vuelo nupcial o desde la en-jambrazón del año anterior, vacila todavía antes delanzarse en el espacio y parece haber olvidado el usode las alas.

El apicultor aguarda, a que la masa esté bien

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aglomerada, y luego, con la cabeza cubierta por unsombrero de paja (porque la abeja más inofensivasaca inevitablemente el aguijón apenas se enreda enlos cabellos, creyéndose víctima de un lazo), perosin careta ni velo, si tiene experiencia, y después dehaber metido los brazos hasta el codo en agua fría,recoge el enjambre, sacudiendo vigorosamente larama encima de una colmena vuelta del revés. Elracimo cae pesadamente, en ella, como un frutomaduro. O bien, si la rama es demasiado gruesa,toma a manos llenas del montón, con ayuda de unacuchara, y derrama en seguida donde quiere las vi-vientes cucharadas, como si fueran de trigo. Nadatiene que temer de las abejas que zumban en tornosuyo y cuya multitud le cubre la cara y las manosEscucha, su canto de embriaguez, que no se parecea su canto de cólera. No tiene que temer que el en-jambre se divida, se irrita, se disipe o se le escape.Ya lo he dicho: ese día, las misteriosas obreras tie-nen un espíritu de fiesta y de confianza que nadalograría alterar. Se han deshecho de los bienes quetenían que defender, y ya no reconocen a sus ene-migos. Son inofensivas a fuerza de ser felices, y sonfelices sin que se sepa por qué: cumplen con la ley.Todos los seres tienen, así, su momento de ciega

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felicidad, que la Naturaleza les procura para arribara sus fines. No nos sorprenda que las abejas se de-jen engañar por ella: nosotros mismos, que, conayuda de un cerebro más perfecto, la observamosdesde hace tantos siglos, somos también su juguete,y todavía ignoramos si es afectuosa, impasible ebajamente cruel. .

El enjambre permanecerá donde haya caído lareina, y aunque hubiera caído sola en la colmena,una vez señalada su presencia, todas las abejas sedirigirán, en largas filas negras, hacia el retiro ma-terno, y mientras la mayoría penetra apresurada-mente en él, otra multitud, deteniéndose en elumbral de las puertas desconocidas, formarán juntoa éste los círculos de júbilo solemne con que acos-tumbran saludarlos acontecimientos falsos. «Tocanllamada» dicen los campesinos. En aquel mismoinstante el inesperado abrigo es aceptado y explora-do hasta, en sus menores recovecos; millares de pe-queñas memorias prudentes y fieles reconocen yanotan su colocación en el colmenar, su forma, sucolor. Los puntos de referencia de los alrededoresson cuidadosamente determinados, la ciudad nuevaexiste ya por entero en el fondo de sus valerosasimaginaciones y su ubicación está marcada en la in-

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teligencia y el corazón de todos sus habitantes;dentro de sus muros óyese resonar el himno deamor de la presencia real y el trabajo comienza.

Si el hombre no lo recoge, 1a historia del en-jambre, no termina aquí. Permanece colgado de larama hasta el regreso de las obreras que hacen deexploradores o de furrieles alados, las que desde, losprimeros momentos de la enjambrazón, se han dis-persado en todas direcciones, volando en busca deun albergue. Vuelven luego una, por una, y dancuenta de, su misión, y ya que es imposible penetrarel pensamiento de las abejas, fuerza es que inter-pretemos humanamente el espectáculo a que asisti-mos. Es, pues, probable, que se escuchenatentamente sus informes. Una, sin duda, preconizaun árbol hueco, otra alaba las ventajas de una grietaen una pared vieja, de una cavidad en una gruta, deuna madriguera a menudo sucede, que la, asambleavacila y delibera hasta la siguiente mañana. Por finse hace la elección y el acuerdo se establece. En unmomento dado todo el racimo se agita, hormiguea,se disgrega, se esparce, y con vuelo impetuoso ysostenido, que ya esta, vez no reconoce obstáculos,trasponiendo cercas, trigales, campos de lino, haci-nas, estanques, aldeas y ríos, la vibrante nube se di-

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rige en línea recta hacia un punto determinado,siempre muy lejano. Raro es que el hombre puedaseguirla en esta segunda etapa. Vuelve a la Naturale-za, y pedregosas huellas de su destino...

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LIBRO TERCERO

La fundación de la ciudad.

I

Veamos, más bien, lo que, en la colmena ofreci-da por el apicultor, hace el enjambre que éste harecogido. Y antes recordemos el sacrificio consu-mado por las cincuenta mil vírgenes que, segúnRonsard,

Portent un gentil eceur dedans un petít corps

y admiremos otra vez el valor que necesitan paravolver a comenzar la vida, en el desierto en que hancaído. Han olvidado, pues, la ciudad opulenta ymagnífica, en que nacieron, en que su existencia

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estaba tan asegurada, tan admirablemente organiza-da, donde el jugo de todas las flores que se acuerdandel sol, permitía sonreír ante las amenazas del in-vierno. Han dejado adormecidas en el fondo de suscunas, millares y millares de hijas que no volverán aver. Han abandonado, además del enorme, tesorode cera, de propóleos y de polen acumulado porellas, cerca de ciento veinte libras de miel, es decir,doce veces el pego del pueblo entero, cerca de seis-cientas mil veces el peso de cada abeja, lo que repre-sentaría para, el hombre cuarenta y dos miltoneladas de víveres, toda una flotilla de grandesbuques cargados de alimentos más preciosos y másperfectos que cuantos conocemos, porque la miel espara las abejas algo como de vida líquida, una, espe-cie, de quilo inmediatamente asimilable, y casi sindesperdicio.

Aquí, en la nueva morada, no hay nada, ni unagota de miel, ni un jalón de cera, ni un punto dereferencia, ni un punto, de apoyo: la desolada des-nudez de un monumento inmenso que no tuvieramás que el techo y las paredes exteriores. Los mu-ros, circulares y lisos, no contienen más que som-bra, la, bóveda monstruosa se ahueca en lo altosobre el vacío. Pero la abeja no sabe lo que son inú-

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tiles lamentaciones, en todo caso no se detiene, ahacerlas. Su ardor, lejos de, abatirse ante una pruebaque triunfaría, de cualquier valor, es más grande quenunca. Apenas se ha levantado y puesto en su lugarla colmena, apenas comienza a apaciguares el de-sorden de. la caída tumultuosa, cuando ya se veoperarse en la mezclada multitud una división com-pletamente inesperada. La parte. mayor de las abe-jas, como un ejército que obedeciera órdenesprecisas, comienza a trepar en espesas columnas alo largo de las, paredes verticales del monumento.Llegadas a la cúpula, las primeras que la alcanzan seaferran a ella con las uñas de sus patas anteriores;las que llegan enseguida se cuelgan de las primeras yasí sucesivamente, hasta formar largas cadenas quesirven de puente a la multitud que continúa subien-do. Esas cadenas se multiplican poco a poco, refor-zándose y enzarzándose hasta lo infinito, y seconvierten en guirnaldas que, bajo la ascensión in-numerable, y no interrumpida, se transforman a suvez en una cortina espesa y triangular, o más bienen una especie de cono compacto y vuelto haciaabajo, cuya punta se une, a la cima de la, cúpula, ycuya base baja ensanchándose hasta la mitad o lasdos terceras partes de la altura total de la colmena.

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En ese momento, cuando la última abeja que sesiente llamada por una voz interior a formar partedel grupo, se une a la cortina suspendida en las ti-nieblas, la ascensión termina, todo movimiento vaapagándose poco a poco en la cúpula, y el extrañocono aguarda durante largas horas, en un silencioque podría creerse, religioso y en una inmovilidadque parece pavorosa, la llegada del misterio de lacera.

Entretanto, y sin preocuparse, de la formaciónde la maravillosa cortina de cuyos pliegues ya a des-cender un don mágico, sin parecer tentado a reunir-se a ella, el resto de las abejas, es decir, todas las quehan permanecido en la parte baja de la colmena,examina, el edificio y emprende los trabajos necesa-rios.

El piso es cuidadosamente barrido, Y las hojassecas, las pajitas, los granos de arena son llevadoslejos de allí, uno por uno, una por una, a la manía, eel aseo de las abejas llega y cuando en el corazóndel invierno los grandes fríos las impiden durantelargo tiempo efectuar lo que en apicultura se llamael «vuelo de limpieza, antes que ensuciar la colmenaperecen en masa, víctimas de horrorosas enferme-dades de vientre. Los machos, sólo ellos, son inco-

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rregiblemente descuidados, y cubren desvergonza-damente de inmundicias los panales que frecuentany que las obreras se ven obligadas a limpiar conti-nuamente.

Después del barrido, las abejas del mismo grupoprofano, del grupo que no se mezcla al cono sus-pendido en una especie de éxtasis, comienzan a em-betunar minuciosamente el contorno inferior de lamorada común. En seguida pasan revista a todas lasgrietas, que llenan y cubren' de propóleos, y co-mienzan, de arriba abajo del edificio, a barnizar lasparedes. La guardia de, la entrada se reorganiza, ypronto algunas obreras salen al campo, para volvercargadas de néctar y de polen.

II

Antes de levantar los pliegues de la misteriosacortina a cuyo abrigo se colocan los cimientos de laverdadera morada, tratemos de darnos cuenta de lainteligencia que tendrá que desplegar nuestro pe-queño pueblo de emigradas, de la precisión del ojo,de los calcillos y la industria necesarios para adaptarel asilo, parra trazar en el vacío el plano de la ciu-dad, determinar lógicamente el sitio de los edificios,

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que se trata de levantar lo más económica y lo másrápidamente que sea posible, porque la reina, apu-rada por poner, derrama ya los, huevecillos por elsuelo. Es necesario, además, en aquel dédalo deconstrucciones diversas, todavía imaginarias y cuyaforma será forzosamente inusitada, no perder devista las leyes de la ventilación, de la estabilidad, de,la solidez, considerar la resistencia de la cera, la na-turaleza de los víveres que han de, almacenarse, lafacilidad de los accesos, las costumbres de la sobe-rana, la distribución en cierto modo preestablecida,porque, es orgánicamente, la mejor, de los depósi-tos, do las casas, las calles y los pasadizos, y muchosotros problemas que sería larguísimo enumerar.

Ahora bien, la forma de las colmenas que elhombre ofrece a las abejas varía hasta lo infinito,desde el árbol hueco o el caño de barro todavía enuso en Africa y en Asia, pasando por la clásica cam-pana de paja que se destaca en medio de una matade girasoles y de malvas bajo las ventanas o en elhuerto de la mayoría de nuestros cortijos, hasta lasverdaderas fábricas de la apicultura movilista de hoyen día, en las que se acumulan a veces hasta cientocincuenta kilogramos, de, miel, contenidos en tres ocuatro pisos de panales superpuestos y rodeados de

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un marco que permite sacarlos, manejarlos, extraerde ellos la cosechan por medio de la fuerza centrí-fuga, valiéndose de una turbina, y volverlos a poneren su lugar, como si se tratara de un libro en unabiblioteca bien ordenada.

El capricho o la industria del hombre introduceun día el dócil enjambre, en una u otra, de estas ha-bitaciones desorientadas. Toca a la mosquita darsecuenta, orientarse, modificar planos que la fuerza delas cosas quiere, inmutables, por decirlo así, deter-minar en aquel espacio insólito la posición de los,almacenes de invierno que no pueden pasar de lazona de calor desprendido por la población medioembotada; a ella le toca, en fin, prever el punto enque se concentrarán los panales de los huevecillos,cuya colocación, so pena de desastre, debe ser casiinvariable, ni demasiado alta ni demasiado baja, nidemasiado cerca ni demasiado lejos de la puerta.Sale, por ejemplo, del tronco de un árbol derribadoque sólo formaba una larga galería horizontal, estre-cha y aplastada, y hela aquí en un edificio elevadocomo una torre, y cuyo techo se pierde en las tinie-blas. O bien, para aproximarnos más a su ordinariasorpresa, habíase acostumbrado desde hace siglos avivir bajo la cúpula de, paja do nuestras colmenas

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rústicas, y he aquí que, se la instala en una especiede gran armarlo o de gran cofre, tres o cuatro vecesmás vasto que su casa natal, y en medio de un labe-rinto de marcos suspendidos unos encima de otros,ora paralelos, ora perpendiculares a la entrada, yformando una red de andamiaje que embrolla todaslas superficies de la mansión.

III

Eso no importa; no hay ejemplo de que un en-jambre se haya negado a ponerse a la tarea, y se hayadejado desanimar o desconcertar por lo extraño delas circunstancias, con tal de que la habitación quese le ofrecía no estuviera impregnada de malos olo-res, o fuera realmente inhabitable. Hasta en este úl-timo caso no se produce desaliento, azoramiento nirenuncia al deber. El enjambre abandona sencilla-mente el refugio inhospitalario para ir en busca demejor fortuna, algo más lejos, No puede decirsetampoco, que se haya conseguido nunca hacerleejecutar un trabajo pueril o ilógico. Jamás se hacomprobado que las abejas hayan perdido la cabeza,ni que, no sabiendo qué partido tomar, hayan em-prendido al azar, mansiones incómodas y estram-

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bóticas. Volcadlas en una esfera, en una pirámide,en una canasta oval o poligonal, en un cilindro o enuna espiral, visitadlas algunos días después, si hanaceptado la morada, y veréis que esa extraña multi-tud de, pequeñas inteligencias independientes hansabido ponerse, inmediatamente, de acuerdo paraelegir sin vacilar, con un método cuyos principiosparecen inflexibles, pero cuyas consecuencias sonvivas, el punto más propicio, y a menudo el únicositio utilizable del absurdo habitáculo.

Cuando se las instala en una de esas grandes fá-bricas llenas de marcos de que acabamos de hablar,no tienen en cuenta dichos marcos sino en cuantoles procuran un punto de partida o puntos de apoyocómodos para sus panales, y es muy natural que nose ocupen ni de los deseos ni de las intenciones delos hombres. Perro si el apicultor ha tenido cuidadode guarnecer de una faja de cera la tablita superiorde algunos de ellos, las abejas comprenderán inme-diatamente las ventajas que les ofrece aquel trabajopreparado, estirarán cuidadosamente la fajita, y sol-dando a ella su propia cera, prolongarán metódica-mente el panal según el plan indicado. Del mismomodo, y el caso es frecuente en la actual apiculturaintensiva, si todos los marcos de la colmena están

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cubiertos de arriba abajo con hojas de cera estam-pada, no pierden el tiempo construyendo a un ladoo de través, y produciendo inútilmente cera, sinoque, al hallar la tarea medio hecha, se contentan conhacer ahondar y alargar cada uno de los alvéolosesbozados en la, hoja, rectificando sucesivamentelos puntos en que se, aparte de la vertical más rigu-rosa, y de esta manera tendrán en menos de, unasemana una, ciudad tan lujosa y tan bien construida.como la que, acaban de abandonar, mientras que,libradas a sus propios recursos, hubieran necesitadodos o tres meses para edificar la misma profusiónde almacenes y de casas de blanca cera.

IV

Bien parece que ese talento de apropiación ex-cede singularmente los límites del instinto. Además,nada tan arbitrario como esas distinciones entre elinstinto y la inteligencia propiamente dicha. Sir JohnLubbock, que ha hecho sobre las hormigas, avispasy abejas observaciones tan personales y tan curiosas,se inclina mucho, quizá por una predilección in-consciente y algo injusta, hacia las hormigas, que haobservado con preferencia, porque cada observador

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desearía, que el insecto que estudia fuese más inteli-gente o más notable que los demás, y bueno es pre-cavieres contra este pequeño extravío de, amorpropio; sir John Lubbock, digo, se, inclina mucho anegar a la abeja todo discernimiento y toda facultadde raciocinio desde que sale de la rutina de sus ha-bituales trabajos. Da como prueba de ello un expe-rimento que todo el mundo puede repetirfácilmente. Introducid en un botellín media docenade moscas y media, docena de abejas; luego, con elbotellón acostado horizontalmente, volved el fondohacia la ventana de la habitación. Las abejas se em-peñarán durante horas enteras, hasta morir de fatigao de inanición, en hallar salida, a través del fondo decristal, mientras que las moscas habrán escapado enmenos de dos minutos, por el gollete que ocupa elextremo opuesto.

Sir John Lubbock saca de esto la conclusión deque la inteligencia de la abeja es extremadamentelimitada, y que la mosca es mucho más hábil parasalir del paso y hallar el camino. Esta conclusión nome parece irreprochable. Volver alternativamentehacia la claridad, veinte veces seguidas si queréis,ora el fondo, ora el gollete de la esfera transparente,y las veinte veces seguidas las abejas se volverán al

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mismo tiempo, para dar frente a la luz. Lo que laspierde en el experimento del sabio inglés, es suamor a la luz y su misma razón. Evidentemente, seimaginan que, en toda cárcel, la salvación está dellado de la claridad más viva, obran en consecuencia,y se obstinan en obrar con demasiada lógica. Nuncahan tenido conocimiento del misterio sobrenaturalque para ellas debe constituir el vidrio, esa atmósfe-ra repentinamente impenetrable, que no existe en laNaturaleza, y el obstáculo y el misterio deben sertanto más inadmisibles, tanto más incomprensibles,cuanto más inteligentes sean. Mientras que, las mos-cas sin seso, desdeñando la lógica, el llamado de, laluz, el enigma del cristal, revolotean al azar en elglobo, y dando con la suerte de los tontos, que, aveces se salvan donde, perecen los más cuerdos,acaban necesariamente por hallar al paso el buengollete que las liberta.

V

El mismo naturalista da otra prueba de la faltade inteligencia de la abeja, y la halla en la página,que sigue del gran apicultor americano, el venerabley paternal Langstroth: «Como la Mosca -dice

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Langstroth- no ha sido llamada a vivir sobre las flo-res sino sobre substancias en que podría ahogarsefácilmente, se posa con precaución en el borde delos recipientes que contienen alimentos líquidos, ybebe con prudencia, mientras que la pobre abeja searroja a ellos de cabeza y perece en seguida. El fu-nesto destino de sus hermanas no detiene a las de-más cuando se acercan a su vez al cebo, pues seposan como si estuvieran locas, sobre los cadáveres,y sobre las moribundas, para participar de su tristesuerte. Nadie puede imaginar hasta dónde llega, sulocura si no ha visto la tienda de un confitero asal-tada por millares de abejas famélicas. He visto sa-carlas a miles de los jarabes en que se habíanahogado; posarse a miles en el azúcar hirviendo; elsuelo cubierto y las ventanas oscurecidas por lasabejas, las unas arrastrándose, las, otras volando,otras en fin, tan completamente enmeladas que, nopodían ni arrastrarse ni volar; ni una, de, cada diezera capaz de llevar a la colmena el botín mal adqui-rido, y, sin embargo, el aire estaba lleno de legionesque llegaban, tan locas como las anteriores.

Esto no es más decisivo de lo que sería para unobservador sobrehumano que quisiera fijar los lí-mites de nuestra inteligencia, la vista de los estragos

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del alcoholismo, o de un campo de batalla. Menosquizá. La situación de la abeja, si se la compara conla nuestra, es extraña en este mundo. Ha sido colo-cada en él para vivir dentro de la Naturaleza indife-rente e inconsciente, y no al lado de un serextraordinario que trastorna en torno suyo las leyesmás constantes y crea fenómenos grandiosos e in-comprensibles. En el orden natural, en la selva na-tal, el enloquecimiento de que habla Langstroth nosería posible mientras algún accidente no rompierauna colmena llena de miel. Pero entonces no habríaallí ni ventanas mortales, ni azúcar hirviente, ni jara-be demasiado espeso, y por consiguiente ni muer-tes ni otros peligros que los que corre todo animalque persigue su presa.

¿Conservaríamos mejor que ellas nuestra sangrefría, si una potencia insólita tentara a cada pasonuestra razón? Nos es, pues, harto difícil juzgar a lasabejas, que nosotros mismos volvemos locas, y cuyainteligencia no ha sido armada para descubrir nues-tras emboscadas, lo mismo que no aparece armadala nuestra para burlar las de un ser superior, hoydesconocido, pero sin embargo posible. No cono-ciendo nada que: nos domine, deducimos de elloque ocupamos la cumbre de la vida sobre la tierra;

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pero, al fin y al cabo, eso no es indiscutible. Noquiero creer que cuando hacemos cosas desordena-das y miserables caemos en los brazos de un geniosuperior, pero no es inverosímil que eso parezcacierto algún día. Por otra parte, no se puede soste-ner razonablemente que las abejas carezcan de, in-teligencia porque todavía no hayan logradodistinguirnos de un oso o de un mono grande y nostraten como tratarían a los ingenuos huéspedes de laselva primitiva. Hay en nosotros, y en torno nues-tro, potencias, tan desemejantes como aquéllas, y nolas distinguimos mejor.

En fin, para terminar esta apología, con la, queestoy cayendo en el pequeño extravío que repro-chaba a sir John, Lubbock, ¿no se necesita ser inte-ligente para cometer tan grandes locuras? Asísucede siempre en este, dominio incierto de, la inte-ligencia, que es el estado más precario y más vaci-lante de la materia. En la misma claridad de lainteligencia está la pasión, que no se podría decir aciencia cierta si es el humo o la mecha de la llama. Yaquí la pasión de las abejas es lo bastante noble paraexcusar las vacilaciones de la inteligencia. Lo que lasimpulsa a esa imprudencia no es el ardor animal dehartarse de miel. Podrían hacerlo cómodamente en

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las despensas de su morada. Observadlas, seguidlasen una circunstancia, análoga, y las veréis, tanpronto como llenan el estómago, volver a la colme-na, vaciar en ella el botín, para visitar y abandonartreinta veces en una hora la maravillosa vendimia.El mismo deseo realiza, pues, tantas obras admira-bles: el celo por llevar cuantos bienes puedan a lacasa de sus hermanas y del porvenir. Cuando laslocuras humanas obedecen a causa tan desinteresa-da como esa, a menudo les damos otro nombre...

VI

Sin embargo, menester es decir toda la verdad.En medio de los prodigios de su industria, de supolicía y de su renunciamiento, una cosa ha de sor-prendernos siempre o interrumpirá nuestra admira-ción: su indiferencia por la muerte o la desventurade sus compañeras. Hay en el carácter de la abejauna bifurcación muy extraña. En el seno de la col-mena todas se aman y se ayudan. Están tan unidascomo los buenos pensamientos de una misma alma.Si herís a una de ellas, mil se sacrificarán por vengarsu injuria. Fuera, de la colmena no se conocen ya.Mutilad, aplastad, o más bien guardaos de hacerlo,

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porque sería una crueldad inútil: el hecho es cons-tante, pero en fin, supongamos que mutiláis, queaplastáis en un panal colocado a pocas varas de sumansión, diez, veinte o treinta abejas salidas de, lamisma colmena; las que no hayáis tocado n ' o vol-verán la cabeza y seguirán bebiendo por medio desu lengua fantástica como un arma china, el líquidoque es para ellas más precioso que la vida, indife-rentes a las agonías cuyas últimas convulsiones lasrozan, y a los gritos de desesperación que se exhalanen torno suyo. Y cuando el panal esté vacío, paraque nada se pierda, para recoger la miel pegada a lasvíctimas, subirán tranquilamente sobre las muertas ylas heridas, sin moverse por la presencia de las unasni pensar en socorrer a las otras. No tienen, pues,en este caso, ni la noción del peligro que corren,porque la muerte que se siembra, en rededor suyono las perturba, ni el menor sentimiento de solidari-dad o de compasión. En cuanto al peligro, la cosa seexplica; la abeja no conoce el miedo, y nada laasusta en el mundo, salvo el humo. Al salir de lacolmena aspira al mismo tiempo que el ambiente lalonganimidad y la condescendencia. Se aparta, antequien la incomoda, afecta ignorar la existencia deiquien no la siga demasiado de cerca. Diríase que

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sabe que se halla en un universo perteneciente atodos, en que cada cual tiene derecho a su sitio, enque conviene ser discreto y pacifico. Pero bajo estaindulgencia se oculta apaciblemente un corazón tanseguro de sí mismo que no piensa en ostentarse. Laabeja hace un rodeo si alguien la amenaza, pero nohuye jamás. Por otra parte, en la colmena no se li-mita a esta pasiva ignorancia del peligro. Se lanzacon inaudita impetuosidad contra todo ser viviente,hormiga, león ú hombro, que se atreve a rozar elarca santa. Llamémoslo, según nuestra disposiciónde espíritu, cólera, encarnizamiento estúpido, o he-roísmo...

Pero nada hay que decir sobre su falta de solida-ridad y hasta, de simpatía en la colmena.

¿Debe creerse que haya de estos límite uno im-previsto en toda especie de inteligencia, y que lallamita que emana trabajosamente del cerebro a tra-vés de la, difícil combustión de tantas materiasinertes, sea siempre tan vacilante que no iluminebien un punto sino en detrimento de muchos otros?Puede considerarse que la abeja, o la Naturaleza enla abeja, ha organizado de una manera más perfectaque en cualquier otro ser, el trabajo en común, elculto y el amor del porvenir. ¿Pierden de vista por

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esa razón todo lo demás? Aman delante de ellas, ynosotros amamos sobre todo en torno a nosotros.Quizá baste con amar aquí para no tener amor quegastar allá... Nada es más variable que la direcciónde la caridad o de la compasión. A nosotros mis-mos, en otro tiempo, nos hubiera chocado menosque hoy esa insensibilidad de las abejas, y muchosantiguos no hubieran pensado siquiera en repro-chársela. Por otra parte, ¿Podemos sospechar, aca-so, todas las sorpresas de un ser que nos observara,como nosotros las observamos?

VII

Quedaría por examinar, para darnos idea másclara de su inteligencia, cómo se comunican entre sí.Manifiesto es que sé, entienden y que una repúblicatan numerosa y cuyos trabajos son tan variados ytan maravillosamente concertados no podría subsis-tir en el silencio y el aislamiento espiritual de tantosmiles de seres. Deben, pues, tener la facultad de ex-presar sus pensamientos o sus sentimientos, sea pormedio de un vocabulario fonético, sea, más proba-blemente, valiéndose de una especie de lenguajetáctil, o de una intuición magnética, que, quizá res-

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ponda a sentidos o a propiedades de la materia quenos son totalmente desconocidos, intuición cuyoasiento podría, hallarse en esas misteriosas antenasque palpan y comprenden las tinieblas, y que, segúnlos cálculos de Cheshire, están formadas en lasobreras por doce mil pelos táctiles y cinco mil cavi-dades olfativas. Lo que prueba que no se entiendensólo respecto de sus trabajos habituales, sino quetambién lo extraordinario tiene nombre y lugar ensu lenguaje, es la manera cómo se difunde en lacolmena una noticia, favorable, o adversa: la partidao el regreso de la madre, la caída de un panal, la en-trada de un enemigo, la intrusión de una reina ex-traña, la aproximación de, una banda desaqueadoras, el descubrimiento de un tesoro... Acada uno de estos acontecimientos, la actitud y elmurmullo de las abejas son diferentes, y tan caracte-rísticos que el apicultor experimentado adivina fá-cilmente lo que pasa en la alborotada sombra de lamultitud.

Si queréis Una prueba aún más precisa, obser-vad a la abeja que acaba de, encontrar unas gotas demiel derramadas en el antepecho de la ventana o enun rincón de nuestra mesa de trabajo. En un princi-pio se atiborrará tan ávidamente que, con toda tran-

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quilidad y sin temor de distraerla, podréis marcarleel corselete con una manchita de pintura. Pero esaglotonería no es más que, aparente. La, miel no llegaal estómago propiamente dicho, al que podría lla-mares su estómago personal; queda en el depósito,en el primer estómago, que es, si así puede decires,el estómago de la comunidad. Apenas haya llenadoeste depósito, la abeja se alejará, pero no directa yaturdidamente, como lo haría, una mariposa o unamosca. Por el contrario, la veréis volar unos instan-tes retrocediendo, con un vaivén atento, en el huecode la, ventana o alrededor de la mesa, con la cabezavuelta hacia el interior de, la habitación.

Está reconociendo los lugares y fijando en lamemoria la posición exacta del tesoro. En seguidase dirige, a la colmena, vuelca su botín en una de, lasceldas del granero, para volver tres o cuatro minu-tos después a tomar una nueva carga en el antepe-cho de, la providencial ventana. Cada cincominutos, y mientras quede, miel, hasta la tarde si esnecesario, sin interrumpirse, sin descansar, seguiráhaciendo viajes regulares de la ventana a la colmenay de la colmena a la ventana.

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VIII

No quiero adornar la verdad como lo han hechotantos de los que escribieron sobre las abejas. Lasobservaciones de este género sólo ofrecen algúninterés cuando son completamente sinceras. Aun-que hubiera reconocido que las abejas son incapacesde darse cuenta de un acontecimiento exterior, hu-biera podido encontrar, me parece, frente, a la pe-queña decepción experimentada, algún placer encomprobar una vez más que el hombre, después detodo, es el único ser realmente inteligente que ha-bita nuestro globo. Y luego, cuando se llega a cierta,altura de la vida, se experimenta más placer diciendocosas verdaderas que cosas sorprendentes. Convie-ne en ésta, como en cualquier otra circunstancia,atenerse a este principio: si la gran verdad desnudaparece por el momento menos grande, menos nobleo menos interesante que el adorno imaginario quepodría prestársele, la culpa está en nosotros, quetodavía no sabemos discernir la relación siempresorprendente que debe tener con nuestro ser toda-vía ignorado y con las leyes del Universo, y en este)caso no es la verdad sino nuestra, inteligencia la que

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necesita verse engrandecida y ennoblecida.Confesaré, pues, que las abejas marcadas vuel-

ven a menudo solas. Deba creerse que existen enellas las mismas diferencias de carácter que entre loshombres, que las hay taciturnas y charlatanas. Ciertapersona quo presenciaba mis experimentos, soste-nía, que muchas, evidentemente por egoísmo o porvanidad, no quieren revelar la fuente de su riqueza ocompartir con sus amigas la gloria, de un trabajoque la colmena debe considerar milagroso. He. ahívicios bien antipáticos, que no exhalan el buen olorleal y franco de la casa, de las mil hermanas. Seacomo sea, sucede, a menudo, también, que la abejafavorecida por la suerte vuelve, a la miel acompaña-da, por dos o tres colaboradoras. Sé que sir JohnLubbock, en el apéndice de su obra Ants, Bees andWasps, levanta largos y minuciosos cuadros de ob-servaciones, de, los que puede sacarse en conse-cuencia, que casi nunca sigue otra abeja a laindicadora. Ignoro con qué especie de abejas traba-jaba el ilustre naturalista, o si las circunstancias eranespecialmente desfavorables. En cuanto a mí, con-sultando mis propias tablas, hechas con cuidado ydespués de tomar las precauciones posibles para quelas abejas no fueran atraídas directamente por el

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olor de la miel, veo que, por término medio, cuatroabe-jas entro diez, conducían a otra.

Hasta he dado un día con una extraordinariaabejita italiana, cuyo corselete marqué con una man-cha azul. Ya en el segundo viaje llegó con dos her-manas. Aprisioné a éstas sin asustarla. Se fue luego yvolvió con tres asociadas a quienes encerró también; así sucesivamente hasta que cayó la tarde, hora enque, contando mis prisioneras, comprobé que habíacomunicado la noticia, a dieciocho abejas.

En suma, si hacéis los, mismos experimentos,reconoceréis que la comunicación, si no regular, espor lo menos frecuente. Esta, facultad es tan cono-cida por los cazadores de abejas de Norte Américaque la explotan cuando se. Trata de descubrir unnido. «Eligen -dice M Josiah Eme-ry (citado porRomanes en la Inteligencia de los animales, t. I. pág.117)- eligen para, comenzar sus operaciones, uncampo o un bosque alejado de toda, colonia deabejas domesticadas. Llegados al terreno buscanalgunas abejas que estén trabajando en las flores, lascazan y las encierran en una caja de miel, y luego,cuando se han hartado, las sueltan. Viene luego unmomento de espera cuya duración depende de ladistancia a que se halla el árbol de las abejas; por fin,

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y con paciencia, el cazador acaba siempre por verque sus abejas vuelven escoltadas por varias com-pañeras. Apodérase de ellas como antes, les ofreceun banquete, y las suelta a cada, una en un puntodiferente, cuidando de observar la dirección quetoman ; el punto a que convergen le indica, aproxi-madamente la posición del nido.»

IX

Observaréis también en vuestros experimentosque las amigas que parecen obedecer a la consignade la buena suerte, no vuelan siempre de conserva yque a menudo pasa un intervalo de varios segundosentro una y otra llegada. En cuanto a estas comuni-caciones, ¿sería, pues, necesario plantear el proble-ma que sir John Lubbock ha resuelto en cuanto alas de las hormigas?

Las compañeras que acuden al tesoro descu-bierto por la primer abeja, ¿no hacen más que se-guirla o bien pueden ser enviadas por ésta yencontrarlo por sí mismas, siguiendo sus indicacio-nes y la descripción de los lugares que aquélla leshubiese hecho ? Hay en ello, como se comprende,desde el punto de vista de, la extensión y del trabajo

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de la inteligencia, una diferencia enorme. El sabioinglés, valiéndose de un complicado e ingeniosoaparato de puentecillos, pasadizos, fosos llenos deagua y puentes volantes, ha llegado a establecer que,en este caso, las hormigas seguían sencillamente, lapista del insecto indicador. Dichos experimentoseran practicables con las hormigas, pues se las pue-de obligar a que pasen por donde se quiera, peropara la abeja están abiertos todos los caminos, gra-cias a sus alas. Sería necesario, pues, imaginar otromedio. He aquí uno que he puesto en práctica, queno me ha dado conclusiones decisivas, pero quemejor organizado y en circunstancias más, favora-bles, traería, consigo conclusiones más ciertas y sa-tisfactorias.

Mi gabinete de trabajo, en el campo, se encuen-tra en el primer piso, encima de un piso bajo bas-tante elevado. Fuera del tiempo en que florecentilos y castaños, las abejas acostumbran tan pocovolar a esa altura, que durante una semana antes dela observación, había dejado sobre mi mesa un pa-nal desoperculado (es decir con las celdas abiertas),sin que una sola hubiera sido atraída por el perfumey acudido a visitarlo.

Tomé entonces, de una colmena con cristales,

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colocada no lejos de la casa, una abeja italiana.Llevéla a mi gabinete, la puse sobre el panal y la

marqué mientras, comía. Una vez repleta levantó elvuelo, volvió a "a colmena, y habiéndola seguido,vila apresurarse en la superficie de la muchedumbre,hundir la cabeza en una, celdilla vacía, volear la miely disponerse, a salir de, nuevo. La espié y me apode-ré de ella apenas reapareció en el umbral. Repetíveinte, veces seguidas el experimento, tomando su-jetos diferentes y suprimiendo siempre la abeja «ce-bada» para que, las demás no pudieran seguirle, lapista. Para hacer esto con mayor comodidad, habíacolocado a la puerta de la colmena una caja de vi-drio, dividida por medio de una trampa en doscompartimentos. Si la abeja marcada salía sola melimitaba a aprisionarla, como lo había hecho con laprimera e iba a aguardar en mi gabinete la llegada deaquellas a quienes hubiera, podido comunicar la no-ticia. Si salía, acompañada por una o dos abejas, ladetenía en el primer compartimento de la caja, sepa-rándola de ese modo de sus amigas, y después demarcar éstas con otro color, las dejaba en libertadsiguiéndolas con la vista. Es evidente que si se hu-biera realizado una comunicación verbal o magnéti-ca,, que comprendiese una descripción de los

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lugares, un método de orientación, etc., yo encon-traría en mi gabinete, cierto número de, abejas in-formadas de ese modo. Debo reconocer que sólo hevisto llegar una. ¿ Siguió las indicaciones recibidasen la colmena? ¿Llegó por casualidad? La observa-ción era insuficiente,, pero las circunstancias no mepermitieron continuarla. Solté, las abejas, «cebadas»y mi gabinete se vio muy pronto invadido por unazumbadora muchedumbre, a la que habían enseña-do por su método habitual, el camino del tesoro6.

X

Sin deducir nada de este experimento incom-pleto, muchos otros rasgos curiosos nos obligan aadmitir que las abejas tienen entre sí relaciones espi-rituales que van más allá de un «sí,» de un no o delas relaciones elementales que se determinan por un

6 He repetido el experimento al brillar los primeros soles deesta primavera ingrata. Me ha dado el mismo resultado ne-gativo. Por otra parte, un apicultor amigo mío, observadormuy hábil y muy sincero, a quien sometí el problema, escribeque acaba de obtener, valiéndose del mismo procedimiento,cuatro comunicaciones indiscutibles. El hecho exige ser veri-ficado, y la cuestión no queda resuelta. Estoy convencido deque mi amigo se ah dejado llevar al error por su deseo, muynatural, de ver su experimento coronado por el éxito.

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ademán o por el ejemplo. Podría citarse, entre otros,la móvil armonía del trabajo en la colmena, la sor-prendente división de la tarea, la marcha regular queen ella se observa. He comprobado, por ejemplo,que las cosechadoras que había marcado por la ma-ñana, se ocupaban por la tarde, siempre que las flo-res no fueran muy abundantes, en calentar o ventilarlos huevecillos, o bien las descubría, repetido el ex-perimento al brillar los primeros soles de esta pri-mavera ingrata. Me ha dado el mismo resultadonegativo. Por otra parte, un apicultor amigo mío,observador muy hábil y muy sincero, a quien sometíel problema, me escribe que acaba de obtener, va-liéndose del mismo procedimiento, cuatro comuni-caciones indiscutibles. El hecho exige ser verificado,y la cuestión no queda resuelta. Estoy convencidode que mi amigo se ha dejado llevar al error por sudeseo, muy natural, de ver su experimento corona-do por el éxito. La multitud que forma las misterio-sas, cadenas adormecidas en medio de las cualestrabajan las cereras y las escultoras. He observadotambién que las obreras que veía recogiendo polendurante un día e dos, no lo llevaban ya al siguientey volvían a salir en busca de néctar y recíproca-mente.

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Podría citarse, también, en cuanto a la divisióndel trabajo, lo que el célebre, apicultor francésGeorges de Layens llama la distribución de las abejassobre las plantas melíferas. Todos los días, desde laprimera hora de sol, desde la vuelta de las explora-doras de la aurora, la colmena que despierta escuchalas buenas noticias de la tierra : «Hoy florecen lostilos del borde del canal, el trébol blanco ilumina lahierba de los caminos, la coronilla y la salvia de losprados van a abrir, los lirios y las rosas rebosan depolen.» ¡Pronto! hay que organizarse, que tomarmedidas, que distribuir la tarea. Cinco mil de lasmás robustas irán hasta los tilos, tres mil de las másjóvenes animarán el trébol blanco. Estas aspirabanayer el néctar de las corolas, hoy, para, que descansela lengua y las glándulas del estómago, irán a recogerel polen rojo del rosedal, aquéllas el Polen amarillode los grandes lirios, porque no veréis nunca queuna abeja recoja o mezcle polea de distinto color oespecie, y la colocación metódica en los graneros, deacuerdo con los matices y el origen de la hermosaharina perfumada es una de las grandes preocupa-ciones de la colmena. Así son distribuidas las órde-nes por el genio oculto. Las trabajadoras salen enseguida en largas filas y cada cual vuela derecho a su

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tarea. «Parece -dice Layens,- que las abe-jas esténperfectamente informadas, respecto de la localidad,el valor melífero y la relativa distancia de todas lasplantas que, se hallan en cierto radio, en torno de lacolmena. Si se observa con cuidado las diversas di-recciones que toman las recolectoras, y si se va veren detalle la cosecha de las abejas en las diversasplantas de los contornos comprobamos que lasobreras se distribuyen sobre las flores proporcio-nalmente al número de plantas de la misma especiey a su riqueza melífera a la vez. Aún hay más : cadadía calculan el valor del Mejor líquido melífero quepueden cosechar. Si, por ejemplo, en la primavera,después del florecimiento de los sauces, y cuandonada ha florecido aún en los campos, las abejas notienen más recurso que, las primeras flores de losbosques, puede vérselas visitando activamente lasanémonas, las pulmonarlas, las aliagas y las violetas.Algunos días después, cuando florecen en gran nú-mero los campos de coles o de colza, se verá que lasabejas abandonan casi por completo la visita a lasplantas de los bosques, todavía en pleno floreci-miento, para consagrarse a vigilar a las flores de colo de colza. Todos los días organizan así su distribu-ción en las plantas, para cosechar el mejor líquido

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azucarado en el menor tiempo posible. Puede decir-se que la colonia de las abejas, tanto en sus trabajosde cosecha como en el entorno de la colmena, sabeestablecer una distribución racional del número delas obreras, aplicando a ella el principio de la divi-sión del trabajo. »

XI.

Pero, se dirá, ¿ qué nos importa que las abejassean más o menos inteligentes? ¿Por qué pesar deese modo, con tanto cuidado, una pequeña huellade materia casi invisible, corno si se tratara de unfluido de que dependieran los destinos del hombre?Creo, sin exagerar, que el interés que en ello tene-mos, es de los más apreciables. Al hallar fuera denosotros una huella, real de inteligencia, experi-mentamos algo como la emoción de Robinson aldescubrir la señal de un pie humano en la playa desu isla. Parece, que estamos menos solos de lo quecreíamos. Cuando tratamos de darnos cuenta de lainteligencia de las abejas, estudiarnos en ellas, endefinitiva, lo más precioso de nuestra substancia, unátomo de esa materia extraordinaria que, dondequiera que se fije, tiene la, propiedad magnífica de

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transfigurar las ciegas necesidades, organizar, embe-llecer y multiplicar la vida, mantener en suspenso,de un modo más sorprendente, la fuerza obstinadade la muerte y la gran ola inconsiderada, que arrastracasi todo cuanto existe en una inconsciencia eterna.

Si fuéramos los únicos que poseyéramos ymantuviéramos una partícula de materia en ese es-tado particular de florescencia o de incandescenciaque llamamos la inteligencia, tendríamos algún de-recho a creernos privilegiados e imaginarnos que laNaturaleza arriba, en nosotros a una especie demeta ; pero, he ahí toda una categoría de seres, loshimenópteros, en que arriba a una meta poco más omenos idéntica. Esto no resuelve nada, si se quiere,pero el hecho no deja por eso de ocupar un puestohonroso entre la multitud de pequeños hechos quecontribuyen a aclarar nuestra posición sobre la tie-rra. Se halla en esto, desde cierto punto de vista, unacontraprueba de la parte más indescifrable de nues-tro ser ; superposiciones de destino que dominamosdesde un lugar más elevado que ninguno de los quealcanzaremos para contemplar los destinos delhombre. Vese aquí, en pequeño, grandes y sencillaslíneas que nunca hemos tenido oportunidad de de-senredar ni de seguir hasta el fin en nuestra, esfera

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desmesurada. Obsérvase el espíritu y la materia, laespecie y el individuo, la evolución y la permanen-cia, el pasado y el porvenir, la vida y la muerte,acumuladas en una chocilla que nuestra mano le-vantaría y que abarcamos de una mirada y unopuede preguntarse si la potencia de los cuerpos y ellugar que ocupan en el tiempo y el espacio, modifi-can tanto como creemos la idea secreta de la Natu-raleza, que, nos esforzamos por sorprender en lapequeña historia de la colmena secular en pocosdías, como en la gran historia de, los hombres, tresde cuyas generaciones desbordan de un largo siglo.

XII

Reanudemos, pues, donde la habíamos dejado lahistoria de nuestra colmena, para apartar cuanto seaposible, uno de los pliegues de la cortina de guirnal-das en cuyo centro comienza el enjambre a sufrirese extraño sudor casi tan blanco como la nieve ymás ligero que el plumón de un ala. Porque la ceraque nace no se parece a la que conocemos : es in-maculada, imponderable, parece realmente el almade la miel que es a su vez el espíritu de las flores,evocada en un encantamiento inmóvil, para conver-

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tirse más tarde, en nuestras manos, sin duda comorecuerdo de su origen en que hay tanto azur, per-fume, espacio cristalizado, rayos sublimados de luz,de pureza, de magnificencia, la perfumada ilumina-ción de nuestros postreros altares.

XIII

Muy difícil es seguir las diversas faces de la se-creción y el empleo de la cera en un enjambre quecomienza a edificar. Todo pasa en el fondo de lamuchedumbre, cuya aglomeración cada vez másdensa debe producir la temperatura favorable, a esaexudación el privilegio de las abejas más jóvenes.Huber, el primero que las estudió con una pacienciaincreíble y a costa de peligros a veces serios, consa-gra a estos fenómenos más de doscientas cincuentapáginas interesantes pero forzosamente confusas.Yo, que no hago una obra técnica, me limitaré, va-liéndome cuando sea necesario de lo que él observó,a relatar lo que puede ver cualquiera que haya reco-gido un enjambre en una colmena con cristales.

Confesemos desde un principio que todavía nose sabe por medio de qué alquimia se transforma lamiel en cera en el cuerpo lleno de enigmas de nues-

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tras abejas suspendidas. Se comprueba solamenteque al cabo de dieciocho a veinticuatro horas deespera, en una temperatura tan elevada que se cree-ría que arde, una llama en el hueco de la colmena,aparecen unas escamitas blancas en la abertura delos cuatro pequeños bolsillos de cada lado del ab-domen de la abeja.

Cuando la mayor parte de, las que forman el co-no tienen ya el vientre galoneado con esas laminitasde marfil, se ve, de pronto que una, de ellas, comoasaltada por repentina inspiración, se destaca de, lamultitud, trepa rápidamente a lo largo de la pasivamuchedumbre, hasta la cima interna de la cúpula, yse une sólidamente a ella, apartando a cabezazos alas compañeras que embarazan sus movimientos.Tomo, entonces con las patas y la boca una de lasocho placas que lleva en el vientre, la roe, la acepilla,la ablanda, la amasa con su saliva, la pliega y la en-dereza, la aplasta y la vuelve a formar, con la habili-dad de un carpintero que manejara una tablamaleable. Por fin, cuando la substancia amasada deese modo le parece de las dimensiones y la consis-tencia deseadas, la aplica a la cima, de la cúpula de lanueva ciudad, porque se trata de una ciudad al re-vés, que baja del cielo y no se eleva del seno de la

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tierra como las ciudades humanas.Hecho esto, ajusta a esa clave de la bóveda sus-

pendida en el vacío, otros fragmentos de cera queva tomando de, abajo de sus anillos de cuerno ; daal conjunto un lengüetazo final, un postrer golpe deantenas, y luego, tan bruscamente como llegó, seretira y pierde entre la multitud.

Inmediatamente la reemplaza, otra, que reanudael trabajo donde la anterior lo dejó y agrega el suyo,endereza lo que no le parece conforme con el planoideal de la tribu, y desaparece a su vez, mientras unatercera, una cuarta, una quinta, le suceden, en unaserie de apariciones inspiradas y repentinas, sin queninguna acabe la obra y llevando todas su parto a launánime labor.

XIV

Un pedacito de cera informe todavía pende en-tonces de lo alto de la bóveda. Cuando parece lobastante grande, se ve surgir del racimo otra abejacuyo aspecto difiere sensiblemente del de las funda-doras que la han precedido. Podría creerse, al ver lacerteza de su determinación y la expectativa, de lasque la rodean, que, es una especie de ingeniero ilu-

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minado que, señala de, pronto en el vacío el sitioque debe ocupar la primera celda, de la, que tienenque depender matemáticamente, todas las demás.Sea como sea, la abeja pertenece a la clase de lasobreras escultoras o cinceladoras que, no producencera y se contentan con trabajar los materiales quese les suministran. Elige, pues, la posición de laprimera celda, ahueca un momento el pedazo decera, llevando hacia los bordes que se elevan en re-dedor de la cavidad la que saca del fondo. Después,y como lo hacían las fundadoras, abandona de re-pente su esbozo, una obrera impaciente la reempla-za, y sigue su obra, que una tercera acabará,mientras las otras comienzan alrededor, con elmismo método de trabajo no interrumpido y suce-sivo, el resto de la superficie y el lado opuesto de lapared de cera. Diríase que una ley esencial de lacolmena divide en--- ella el orgullo de la tarea, y quetoda obra debe ser allí común y anónima, para quesea fraternal...

XV

Pronto se vislumbra el panal naciente. Todavíaes lenticular, porque los pequeños tubos prismáticos

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que lo componen, desigualmente prolongados, vanacortándose en una degradación regular del centro ala extremidades. En ese momento tiene más o me-nos el aspecto y el espesor de una lengua humanaformada en sus dos caras por celdas hexágonalesjuxtapuestas y unidas por la parte trasera.

Cuando están construidas las primeras celdas,las fundadoras fijan en la bóveda un segundo y lue-go un tercero y un cuarto pedazo de cera. Esos pe-dazos se escalonan a intervalos regulares ycalculados de tal manera que, cuando los panaleshayan adquirido toda su fuerza, lo que sólo sucedemucho más tarde, las abejas tendrán siempre el es-pacio necesario para circular entre los tabiques pa-ralelos.

Es necesario, pues, que en su plano prevean elespesor definitivo de cada panal, que es de veintidóso veintitrés milímetros, y al propio tiempo el anchode las calles que los separan y que deben tener alre-dedor de once milímetros de ancho, es decir, el do-ble de la altura de una abeja, pues tendrán que,pasar espalda con espalda entre los panales.

Por otra parte, no son infalibles, y su certidum-bre no parece maquinal. En circunstancias difícilessuelen cometer errores bastante grandes. Muy a

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menudo media demasiado o muy poco espacio en-tre los panales. Esto lo remedian lo mejor que pue-den, sea haciendo oblicuar el panal demasiadopróximo, sea intercalando en el vacío sobrado gran-de, un panal irregular. «A veces se equivocan -diceRéaumur- y este hecho parece ser uno de los queprueban que raciocinan. »

XVI

Sabido es que las abejas construyen cuatro espe-cies de celdas. En primer lugar las celdas reales, queson excepcionales y se parecen a una bellota, en se-guida, las grandes celdas destinadas a la cría de losmachos y al almacenamiento de las provisionescuando las flores superabundan, luego las pequeñasceldas que sirven de cuna a las obreras y de almace-nes ordinarios y que, normalmente, ocupan cerca delos ocho décimos de la superficie edificada en lacolmena. Y por último, para, unir sin desorden lasgrandes a las pequeñas, construyen cierto númerode celdas de transición. Fuera de la inevitable irre-gularidad de estas últimas, las dimensiones del se-gundo y del tercer tipo están tan bien calculadas,que cuando iba a establecerse el sistema decimal y

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se buscaba en la Naturaleza una medida fija que pu-diera servir de. punto de partida y de patrón incon-testable, Réaumur propuso el alvéolo de la abeja7.Cada uno de esos alvéolos es un tubo hexagonalcolocado sobre una base piramidal, y cada, panalestá formado por dos capas de esos tubos, opuestospor la base, de tal modo que cada uno de los tresrombos o losanges que constituyen la base pirami-dal de una celda del anverso, forma al mismo tiem-po la base también piramidal de tres celdas delreverso.

En estos tubos prismáticos se almacena la miel.Para evitar que dicha miel se escapo durante eltiempo de su maduración, lo que sucedería inevita-blemente si fueran horizontales en la estrictez de lapalabra como parecen serlo, las abejas los levantanligeramente, dándoles un ángulo de cuatro o cincogrados.

«Además del ahorro de cera - dice Réanmur- 7 Este patrón fue rechazado, y no sin motivo. El diámetro delos alvéolos es de una regularidad admirable, pero, comotodo lo producido por un organismo vivo, no es matemáti-camente invariable en la misma colmena. Además, como lohace notar M. Maurice Girard, las diversas especies de abejastienen distinto apotegma de alvéolo, de manera que el patrón

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considerando el conjunto de esta maravillosa cons-trucción, además de la economía de cera que resultade la disposición de las celdas, además de que pormedio de esta disposición las abejas llenan el panalsin que quede vacío alguno, resultan otras ventajasrespecto a la solidez de la obra. El ángulo del fondode cada celda, la cuna de la cavidad piramidal, tienepor estribo la arista que forman juntas las dos carasdel hexágono de otra celda. Los dos triángulos oprolongaciones de las caras hexagonales que llenanuno de los ángulos entrantes de la cavidad encerradapor los tres rombos, forman juntas un ángulo planopor el lado en que se tocan ; cada uno de esos án-gulos, que es donde cayo por dentro de la celdasostiene del lado de su convexidad una de las lámi-nas empleadas para hacer el hexágono de otra celda,y la lámina que se apoya sobre ese ángulo, resiste lafuerza que tendería a empujarlos hacia fuera y asíresultan consolidados los ángulos. Todas las venta-jas que pudieran pedirse con relación a la solidez decada celda, le son procuradas por »su propia figura ypor la manera como están »dispuestas unas con re-lación a otras.»

sería distinto de una colmena a otra, según la especie de quelas abejas que la habitaran.

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XVII

«Los geómetras saben -dice el doctor Reid, -que sólo hay tres especies de figuras que puedanadoptarse para dividir una superficie en pequeñosespacios semejantes de forma regular y de igual ta-maño sin intersticios. Son éstas el triángulo equiláte-ro, el cuadrado y el hexágono regular que: en lo queconcierne, a la construcción de las celdas, llevaventaja sobre las otras dos figuras, desde el puntode vista de la comodidad y de la resistencia. Ahorabien, las abejas adoptan precisamente la forma he-xagonal, como si conocieran sus ventajas.

Del mismo modo, el fondo de las celdas secompone de tres planos que se encuentran en unpunto, y ha sido demostrado que ese sistema deconstrucción permite realizar una economía consi-derable de trabajo y de materiales. Faltaba aún saberqué ángulo de inclinación de los planos correspondea la economía mayor, problema, de matemáticassuperiores que ha sido resuelto por algunos sabios,entre ellos Maclaurin, cuya solución se hallará en los

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anales de la Sociedad Real de Londres8. Ahora bien,el ángulo determinado así por el cálculo, correspon-de al que se mide en el fondo de las celdas.

XVIII

No creo, naturalmente, que las abejas se entre-guen a estos complicados cálculos, pero no creotampoco que la casualidad o la sola fuerza de las

8 Réaumur había propuesto al célebre matemático Koenig elproblema siguiente: «Entre todas las celdas hexagonales defondo piramidal compuesto de tres rollibos semejantes eiguales, determinar la que puede construirse con menos ma-terial. Koenig halló que dicha celda tenia el fondo formadopor tres rombos, cada ángulo mayor de los cuales era de109º 26´ y cada pequeño de 70º 34´. Ahora bien, otro sabio,Maraldi, midió tan exactamente cuanto es posible los ángu-los de los rombos construidos por las abejas, y fijó los án-gulos mayores en 109º 28´ y los pequeños en 70º 32´ . Entreambas soluciones sólo había, pues, una diferencia de T. Esprobable que el error, si lo hubo, deba ser imputable a Ma-raldi más que a las abejas, porque ningún instrumento per-mite medir con infalible precisión los ángulos de las celdasque no están bastante claramente definidos.

Otro matemático, Cramer, a quien se sometió el mismoproblema, dió una solución que se acerca aún más a la de laabeja , 109º 28´ y medio para los mayores y 70º 31´ y mediopara los pequeños. Maclaurin, rectificando a Koenig, da 70º32´ y 109º 28´´ . M. León Lalanne 109º 28´ 16´´ y 109º 28´16´´ y 70º 311 44´´

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cosas produzca estos sorprendentes resultados. Paralas avispas, por ejemplo, que construyen como lasabejas panales hexagonales, el problema era el mis-mo, y lo han resuelto de un modo mucho menosingenioso. Sus panales no tienen más que una, capade celdas, y no poseen el fondo común que sirve ala vez a las dos capas opuestas del panal de las abe-jas. De ahí menor solidez, más irregularidad y unapérdida de tiempo, de materiales y de espacio, quese puede valuar en la cuarta, parte del esfuerzo y latercera del espacio. Las Trigonas y las Meliponas,que son verdaderas abejas domésticas, pero de unacivilización menos avanzada, no construyen tampo-co sus celdas para la cría sino en una sola fila, yapoyan sus panales horizontales y superpuestos,sobre informes y dispendiosas columnas de cera. Encuanto a sus celdas de provisiones, son grandesodres reunidos desordenadamente, y allí donde po-drían cortarse, y realizar por consiguiente la econo-mía de subsistencia y de espacio de que aprovechanlas abejas, las Meliponas, sin darse cuenta de, esaposible economía, interponen torpemente entre lasesferas, celdas de paredes planas. Así, cuando secompara uno de sus nidos con la ciudad matemáticade nuestras moscas de miel, crecríase ver un pobla-

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chón de cabañas primitivas al lado de una de esasciudades implacablemente regulares que son el re-sultado, quizá sin encanto pero lógico, del genio delhombre que lucha más arduamente que en la anti-güedad contra el tiempo, el espacio y la materia.

XIX

La teoría corriente, renovada, por otra parte, deBuffon, sostienen que las abejas no abrigan inten-ción alguna de hacer hexágonos con base piramidal;que lo único que quieren es cavar en la cera alvéolosredondos, pero como sus vecinas y las que trabajansobre la otra superficie del panal, cavan al mismotiempo, con las mismas intenciones, los puntos enque se encuentran los alvéolos van creando forzo-samente la forma hexagonal. Esse agrega, lo queocurre con los cristales, con las escamas de ciertospeces, las pompas de jabón, etc. ; es también lo queocurre en el siguiente experimento propuesto porBuffon, «Que se llene -dice-una vasija con guisanteso cualquier grano cilíndrico y que se tape exacta-mente, después de haberle echado tanta agua cuantaquepa entre los granos ; que se haga hervir esa agua,y todos los cilindros se transformarán en columnas

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de seis caras. Se ve bien clara la razón de esto, quees puramente mecánica: cada grano de figura, ciIín-drica tiende, al hincharse, a ocupar el mayor espacioposible dentro de un espacio dado ; se hacen, pues,necesariamente hexagonales por la compresión re-cíproca. Cada abeja trata de ocupar, también, el ma-yor espacio posible en un espacio dado; es, pues, delmismo modo necesario, desde que, el cuerpo de lasabejas es el ciIíndrico que sus celdas sean hexago-nales, por la misma razón de los obstáculos recípro-cos.»

XX

He ahí unos obstáculos recíprocos que creanuna maravilla, como, por la misma razón, los viciosde los hombres producen una virtud general, que essuficiente para que la especie humana, tan a menu-do odiosa en sus individuos, no lo sea en su con-junto. Podría objetarse desde luego, como lo hanhecho Broughman, Kirby, Spence, y otros sabios,que, el experimento de las pompas de jabón y de losguisantes no prueba nada, porque en uno y otrocaso, el efecto de la presión no produce sino formasmuy irregulares y no explica la razón de ser del fon-

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do prismático de las celdas.Podía contestarse, sobre todo, que hay más de

una manera de sacar partido de las ciegas necesida-des, que la avispa cartonera, que el abejorro velludo,las Meliponas y las Trigonas de Méjico y del Brasilaunque las circunstancias y el objeto sean semejan-tes, llegan a resultados muy diferentes y manifiesta-mente, inferiores. Podría decirse, también, que si lasceldas de la abeja obedecen a la ley de los cristales,de la nieve, de las pompas de jabón y de los guisan-tes hervidos de Buffon, obedecen al propio tiempo,por su simetría, general, por su disposición en doscapas opuestas, por su inclinación calculada, etc., amuchas otras leyes que no se encuentran en la mate-ria.

Podría agregarse que, también, todo el genio delhombre consiste en cómo saca partido de necesida-des análogas, y que si esa manera nos parece la me-jor posible, es porque no hay juez alguno por arribade nosotros. Pero bueno es que estos razonamien-tos se desvanezcan ante los hechos, y para poner delado una objeción sacada de un experimento, nadavale tanto como otro experimento.

Con el fin de convencerme de, que la arquitectu-ra hexagonal estaba realmente inscripta en el cere-

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bro de la abeja, recorté y quité un día del centro deun panal, en un sitio en que al mismo tiempo habíahuevecillos y celdas llenas de miel, un disco del ta-maño de una moneda de un peso. Cortando luegoel disco por el medio del espesor de su circunferen-cia, en el punto en que se unen las bases piramidalesde las celdas, apliqué sobre la base de una de las dossecciones obtenidas así, una redondela de estañoinmensa de la misma dimensión y lo bastante resis-tente para que las abejas no pudiesen deformarla nidoblarla. En seguida puse la sección con su redon-dela en el sitio de donde la había sacado. Una de lascaras del panal no ofrecía, pues, nada anormal,puesto que el daño quedaba reparado de ese modo,pero en la otra veíase una especie de gran agujerocuyo fondo era: formado por la, redondela de esta-ño y que ocupaba el lugar de unas treinta celdas. Lasabejas se quedaron en un principio desconcertadas,fueron en multitud a examinar y estudiar el abismoinverosímil, y durante varios días se agitaron en tor-no de él, y deliberaron sin resolver. Pero como yolas alimentaba abundantemente, todas las tardes,llegó un momento en que ya no tuvieron celdas dis-ponibles para almacenar sus provisiones. Es proba-ble que, entonces, los grandes ingenieros, los

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escultores y las cereras sobresalientes, recibieran la,orden de sacar partido del abismo inútil.

Una pesada guirnalda de cereras lo envolvió pa-ra mantener el calor necesario, otras abejas bajaronal agujero y comenzaron fijando sólidamente la re-dondela de metal por medio de pequeños garfios decera, regularmente escalonados en sus bordes, y quela unían a las aristas de las celdas circundantes. Em-prendieron entonces, ligándolas a dichos garfios, laconstrucción de tres o cuatro celdas en el semicír-culo superior de la redondela. Cada una de esas cel-das de transición o de reparación tenía la partesuperior más o menos deformada para soldarla alalvéolo contiguo del panal, pero su mitad inferiordibujaba siempre sobre el estaño tres ángulos per-fectamente determinados de los que salían ya trespequeñas líneas rectas que esbozaban regularmentela primera mitad de la siguiente celda.

Al cabo de cuarenta y ocho horas, y aunque sólopudieran trabajar tres o cuatro abejas al mismotiempo en la abertura, toda la superficie del estañoquedaba cubierta de esbozos de alvéolos. Dichosalvéolos eran, es verdad, menos regulares que los deun panal común : razón por la cual la reina que losrecorrió se negó a poner en ellos cuerdamente, por-

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que de allí sólo hubiera salido una generación atro-fiada. Pero todos eran perfectamente: hexagonales ;no se encontraba en ellos una sola curva, ni unaforma, ni un ángulo redondeado. Sin embargo, to-das las condiciones habituales estaban variadas, lasceldas no eran excavadas en el mismo trozo de cera,según la observación de Huber, ni en un capuchónde cera, según la de Darwin, circulares primero yluego hexagonales por la presión de sus vecinas. Nopodía tratarse de obstáculos recíprocos, puesto quenacían una por una y proyectaban libremente sobreuna superficie rasa, las pequeñas líneas de sostén.Parece, pues, seguro que el hexágono no es el re-sultado de necesidades mecánicas, sino que se en-cuentra realmente en el plan, en la experiencia, en lainteligencia y en la voluntad de las abejas. Otro ras-go curioso de su sagacidad, que a punto al pasar, esel de, que, los cangilones que construyeron sobre laredondela no tenían más fondo que el rnismo metal.Los ingenieros de la cuadrilla presumían evidente-mente, que el estaño bastaría para contener el líqui-do, y juzgaron inútil untarlo de cera. Pero, pocodespués, cuando se depositaron algunas gotas demiel en dos de esos cangilones, observaron proba-blemente que, se, alteraba más o menos al contacto

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del metal. Cambiaron entonces de opinión, y cu-brieron con una especie de barniz diáfano toda lasuperficie del estaño.

XXI

Si quisiéramos poner en claro todos los secretosde esa arquitectura geométrica, tendrán todavía queexaminar más de una cuestión interesante, porejemplo la forma de las primeras celdas que se su-jetan al techo de la colmena, y se modifican de mo-do que toquen a ese mismo techo por el mayornúmero posible de puntos.

Habría que observar también, no tanto laorientación de las grandes calles, determinada por elparalelismo de los panales, cuanto la disposición delas callejuelas y pasadizos abiertos aquí y allí a travésy en torno de los panales, para facilitar el tránsito yla circulación del aire, y que habitualmente estándistribuidos como para evitar los, rodeos demasiadolargos, o una probable aglomeración. Habría, porfin, que estudiar la construcción de las celdas detransición, el instinto unánime que impulsa a lasabejas a aumentar, en un momento dado, las dimen-siones de sus moradas, sea porque la extraordinaria

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cosecha exija recipientes, mayores sea porque juz-guen que la, población es bastante numerosa o quees necesario el nacimiento de los machos. Habríaque admirar al propio tiempo la economía ingeniosay la armoniosa seguridad con que pasan, en estoscasos, de lo pequeño a lo grande y de lo grande a lopequeño, de la simetría perfecta a una asimetría ine-vitable, para volver, apenas se, lo permiten las leyesde una geometría animada, a la, regularidad ideal, sinque se, pierda una celda, sin que haya, en la serie desus edificios, un barrio sacrificado, infantil, vacilanteo bárbaro, o una zona no utilizable. Pero temo ha-berme extraviado ya en muchos detalles desprovis-tos de interés para un lector que quizá no hayaseguido nunca con los ojos una banda de abejas, oque, no se ha interesado por ellas sino de paso, co-mo todos nos interesamos al pasar por una flor, unpájaro, una piedra preciosa, sin pedir más que unadistraída certidumbre superficial, y sin repetirnos lobastante que, el secreto más mínimo de un objetoque vemos en la Naturaleza no humana, atarle quizámás directamente al enigma profundo de nuestrosfines y de nuestros orígenes, que el secreto denuestras pasiones más arrebatadoras y con mayorcomplacencia estudiadas.

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XXII

Para no hacer pesado este estudio paso igual-mente, por alto el instinto bastante, sorprendenteque suele hacerlas adelgazar y demoler la extremi-dad de sus panales, cuando tratan de prolongarlos oensancharlos, y sin embargo, ha de convenirse enque demoler para reedificar, deshacer lo que se ha-bía hecho para rehacerlo, su-pone una singular ma-nifestación del ciego instinto de construir. Pasotambién sobre notables experimentos que puedenhacerse para obligarlas a construir panales circula-res, ovales, tubulares o de contornos caprichosos, ysobre la manera ingeniosa, con que logran hacercorresponder las celdas ensanchadas de las partesconvexas con las celdas estrechadas de las partescóncavas del panal.

Pero, antes de abandonar este asunto, detengá-monos aunque, sólo sea un minuto, a considerar lamisteriosa manera que tienen de concertar el trabajoy de tomar sus medidas cuando esculpen, al mismotiempo y sin verse, las dos caras opuestas de un pa-nal. Mirad por transparencia uno de esos panales, yobservaréis, dibujada por sombras agudas en la cera

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diáfana, toda una red de prismas, de aristas tan acu-sadas, todo un sistema de concordancia tan infali-ble, que se las creería estampadas sobre acero.

No sé si los que no han visto nunca el interiorde una colmena se representan suficientemente ladisposición y el aspecto de los panales. Que so figu-ren, para tomar la colmena, de nuestros campesinos,en los que la abeja está librada a sí misma, que se,imaginen una campana de paja o de mimbre ; esacampana está dividida de arriba abajo por cinco,seis, ocho, y a veces diez tajadas de cera perfecta-mente paralelas y bastante semejantes a grandes ta-jadas de pan que bajan de la cima de la campana ytoman estrictamente la forma ovoidal de las pare-des. Entre cada una de esas tajadas se ha dejado unintervalo de once milímetros más o menos, en elque permanecen y circulan las abejas. En el mo-mento en que comienza en lo alto de la colmena laconstrucción de una de esas tajadas, la pared de ceraque la esboza y que será más tarde adelgazada y esti-rada, es todavía muy espesa, y aisla completamentelas cincuenta ó sesenta abejas que trabajan sobre lacara anterior, de las cincuenta o sesenta que cincelanal mismo tiempo la cara posterior, de modo que esimposible que se vean mutuamente, a menos que su

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vista tenga el donde, atravesar los cuerpos más opa-cos. Sin embargo, una abeja de la cara anterior noexcava un agujero, no agrega un fragmento de ceraque no corresponda exactamente a un relieve o unacavidad de la cara posterior, y recíprocamente.¿Cómo lo consiguen? ¿Cómo es que la una no cavademasiado hondo y la otra no se queda corta?

¿Cómo coinciden siempre tan mágicamente to-dos los ángulos de las losanges? ¿Quién les dice quecomiencen aquí y se detengan allá? Hay que con-tentarse, una vez más, con esta respuesta que nodice nada : «Es uno de los misterios de la colmena.»Huber ha tratado de explicar ese misterio, diciendoque, intervalos dados, por la presión de las patas ode los dientes, quizá provocarán un ligero relieve enla cara opuesta, del panal, o que se darán cuenta delespesor más o menos grande, del trozo de cera, porla flexibilidad, la, elasticidad o alguna otra propiedadfísica de esa materia, como también que sus antenasparecen prestarse al examen de las partes más sutilesy contorneadas de los objetos, y les sirven de, com-pás en lo invisible, y, por fin, que, la relación de to-das las celdas deriva matemáticamente de ladisposición y las dimensiones de las de la, primerafila, sin que se necesiten otras medidas. Pero se ve

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que estas explicaciones no son suficientes : las pri-meras son hipótesis inverificables; las demás no ha-cen sino cambiar de, sitio al misterio. Bueno eshacer cambiar de sitio a los misterios lo más a me-nudo que se pueda, pero no hay que hacerse la ilu-sión de que una mudanza basta para destruirlos.

XXIII

Dejemos por fin los llanos monótonos y el de-sierto geométrico de las celdas. Los panales estáncomenzados y se hacen ya habitables. Aunque, loinfinitamente pequeño se agregue, sin esperanza,aparente, a lo infinitamente pequeño, y nuestra vis-ta, que ve tan poco, mire, sin vislumbrar nada, laobra de cera que no se interrumpe ni de día ni denoche, avanza con extraordinaria rapidez. La reinaimpaciente ha recorrido ya varias veces los astillerosque blanquean en la obscuridad, y apenas quedanterminadas las primeras líneas de habitaciones, tomaposesión de ellas con su cortejo de guardianas, con-sejeras o criadas, pues no podría decirse si es segui-da, venerada e vigilada. Cuando llega al sitio quejuzga, favorable o que sus consejeras le imponen,enarca la espalda, se encorva e introduce, la extre-

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midad de su largo abdomen enforma de huso enuno de los cangilones vírgenes, mientras todas lascabecitas atentas, las cabecitas de enormes ojos ne-gros de los guardias de su escolta la envuelven en uncírculo apasionado, le sostienen las patas, le acari-cianlas alas, y agitan sobre ella sus febriles antenas,como para animarla, apresurarla y felicitarla.

Se reconoce fácilmente, el sitio en que se en-cuentra, por esa especie de escarapela estrellada, omejor, ese medallón ovalado cuyo topacio central esella misma, y que se parece bastante a los impo-nentes medallones que usaban nuestras abuelas. Es,por otra parte notable, ya que se ofrece la, oportu-nidad de notarlo, que las obreras eviten siempre,volver las espaldas a la reina. Tan pronto como éstase aproxima a un grupo, todas se arreglan de talmodo que, invariablemente, le presentan los ojos ylas antenas y andan ante ella hacia atrás. Es una se-ñal de respeto o más bien de solicitud que, por inve-rosímil que parezca, no es menos constante y porcompleto general. Pero volvamos a nuestra, sobera-na. A menudo, durante el ligero espumo que acom-paña visiblemente la emisión del huevo, una de lashijas la toma en sus brazos y uniendo las frentes ylas bocas, parece hablarla en voz baja. La reina,

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bastante, indiferente hacia esas manifestaciones untanto desaforadas, ni se precipita ni se conmueve,entregada por completo a su misión que parece serpara ella, más que un trabajo, un deleite amoroso.En fin, al cabo de, algunos segundos se levanta concalma, se aleja. un paso, da, un cuarto de vuelta so-bre sí misma, y antes de introducir en ella la puntadel vientre, mete la cabeza en la celda vecina, paraasegurarse de que todo está en orden, y de que nova a poner dos, veces en el mismo alvéolo, mientrasdos o tres abejas de la obsequiosa escolta ruedansucesivamente a la celda abandonada, para ver si laobra se ha consumado y rodear de cuidados o poneren lugar seguro el huevecillo azulado que la sobera-na acaba de depositar en ella. Desde ese momentohasta, los primeros fríos del otoño la reina no sedetiene, ya, poniendo mientras la alimentan, y dur-miendo si es que duerme sin dejar de poner. Repre-senta desde ese momento la potencia devoradoradel porvenir que invade todos los rincones del rei-no. Sigue paso a paso a las infelices obreras que sematan construyendo las cunas que su fecundidadreclama. Asistese, así a un concurso de dos instintospoderosos cuyas peripecias iluminan, para mostrar-nos si no para resolverlos, varios enigmas de la col-

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mena.Sucede, por ejemplo, que las obreras logran

cierta ventaja. Obedeciendo, a sus costumbres debuenas amas de casa que se preocupan de las provi-siones para los malos días, apresúranse a llenar demiel las celdas conquistadas a la avidez de la especie.Pero la, reina se acerca; es menester que los bienesmateriales retrocedan ante la idea de la Naturaleza, ylas obreras trastornadas desocupan apresurada-mente el importuno tesoro.

Sucede también que su ventaja sea de un panalentero : entonces, no teniendo ante la, vista la querepresenta la tiranía de los días que nadie ha de ver,se aprovechan para edificar con la mayor rapidezposible, una zona de grandes celdas, celdas. de ma-chos, cuya construcción es mucho más fácil y rápi-da. Llegada a esa zona ingrata, la reina deposita enella desganadamente, algunos huevecillos: la dejaatrás y va, en su límite a exigir nuevas celdas deobreras ; las trabajadoras obedecen, estrechan gra-dualmente sus alvéolos, y la persecución vuelve aempezar hasta que la madre insaciable, azote fecun-do y adorado, vuelve, de la extremidad de la colme-na las celdas del principio, abandonadas entre tantopor la primera generación que acaba de nacer, y que

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pronto saldrá del rincón de sombra en que naciera,a esparcirse por las flores de las cercanías, a poblarlos rayos de sol, a animarlas horas benévolas, parasacrificarse, a su vez la generación que ya la reem-plaza en las cunas.

XXIV

¿Y la reina abeja, a quién obedece? A la alimen-tación que se la da porque río toma, los alimentospor sí misma la cuidan como una criatura, las mis-mas obreras molidas por su fecundidad. Y ese, ali-mento que le miden las obreras es, a su vez,proporcionado a la abundancia de las flores y al bo-tín que llevan las visitadoras de cálices. Aquí, pues,como en el resto del mundo, una porción del cír-culo se sumerge en las tinieblas; aquí, como en to-das partes, de afuera, de una potencia desconocidaprocede la orden suprema, y las abejas se sometencomo nosotros al amo ignoto de la rueda que girasobre sí misma, aplastando las voluntades que lahacen mover.

Una persona, a quien enseñaba hace poco, enuna de mis colmenas de cristales, el movimiento esarueda tan visible como la gran rueda de un reloj

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una persona que veía en toda su desnudez la agita-ción innumerable de los panales, el aleteo perpetuo,enigmático y loco de las nodrizas sobre la cámara delos huevecillos, los puentecilos y las escalas anima-das que forman las cereras, las espirales invasoras dela reina la actividad diversa o incesante de la mu-chedumbre, el esfuerzo implacable e inútil las idas yvenidas abrumadas de ardor, el sueño ignorado fue-ra de las cunas que ya espía el trabajo de mañana, elmismo reposo de la muerte alejado de una mansiónque, no admite ni enfermos ni tumbas, una personaque miraba todo esto, pasado el primer asombro, notardó en volver hacia otro lado los ojos en que seleía no sé qué entristecido espanto.

Hay, en efecto, en la colmena, bajo la alegría delprimer aspecto, bajo los resplandecientes recuerdosde los hermosos días que la llenan convirtiéndola enel joyel del estío, bajo el ir y venir embriagado que laliga con las flores, con el azul del cielo, con la abun-dancia tan apacible de cuanto representa belleza yfelicidad, hay en efecto, bajo todas esas delicias, ex-teriores, un espectáculo de los más tristes que versepuedan. Y nosotros, ciegos, que sólo podemos abrirojos obscurecidos cuando miramos a las inocentescondenadas, bien sabemos que no sentimos compa-

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sión por ellas solas, que no dejamos de compren-derlas a ellas solas, sino que nos hallamos frente auna forma, lamentable de la gran fuerza que nosanima y nos devora, también.

Sí, si se quiere, esto es triste, como es triste todoen la Naturaleza, cuando se la mira de cerca. Asíserá mientras no sepamos su secreto, si lo tiene. Y siun día llegamos a saber que no lo tiene, o que esesecreto es horrible, entonces nacerán otros deberesque quizá no llevan nombre todavía. Entretanto,que nuestro corazón repita, si lo desea : «Eso estriste,» pero que nuestra razón se contente con decir: «Eso es así.» Nuestro deber del momento es inda-gar si no hay nada detrás de esas tristezas, y para esono hay que apartar los ojos de ellas, sino mirarlasfijamente, y estudiarlas con tanto interés y tantovalor como si fueran alegrías. Justo es que antes dequejarnos, antes de juzgar a la Naturaleza, acabemosde interrogarla.

XXV

Hemos visto que las obreras, apenas cesan de,sentirse perseguidas de, cerca, por la amenazadorafecundidad de la madre, se apresuran a construir

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celdas de provisiones, cuya construcción es máseconómica, aunque, su capacidad sea mayor. Hemosvisto, por otra parte, que la madre prefiere poner enlas celdas pequeñas, y que reclama continuamentemás. Sin embargo, a falta de ellas y mientras se loprocuran, resignase a depositar sus huevos en lasanchas celdas que encuentra a su paso.

Las abejas que allí nazcan serán machos o zán-ganos, aunque los huevos sean completamenteiguales a los de obreras. Ahora, al revés de lo quesucede en la transformación de, una obrera en reina,lo que determina este cambio no es ni la forma ni lacapacidad del alvéolo, porque de un huevo puestoen una celda grande y transportado en seguida a unacelda de obrera, nacerá un macho más o menosatrofiado, pero indiscutible (he logrado operar cua-tro o cinco veces este cambio, bastante difícil a cau-sa de la pequeñez micróscopica y la extremadafragilidad del huevo). Necesario es, pues, que la rei-na, cuando pone, tenga la facultad de reconocer ode determinar el sexo del huevo que deposita, yapropiarlo al alvéolo en que lo deja. Raro es que seequivoque. ¿Cómo hace? ¿Cómo separa entre losmillares y millares de huevecillos que contienen susovarios, los machos de las hembras, y cómo bajan a

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su voluntad al único oviducto?Henos aquí, de nuevo, en presencia de, otro de

los enigmas de la colmena, y de uno de los más im-penetrables. No se ignora que la reina, aún virgen,no es estéril, pero que, en ese estado sólo puedeponer huevos de machos. Sólo después de la fecun-dación del vuelo nupcial, produce a su elecciónobreras o zánganos. A consecuencia del vuelo nup-cial, queda definitivamente falta de ellas en pose-sión, hasta la muerte, de los espermatozoariosarrancados a su infeliz amante. Esos espermatozoa-rios, cuyo número calcula el doctor Leuckart enveinticinco millones, se conservan vivos en unaglándula especial situada bajo los ovarios, a la entra-da del oviducto, y que se llama espermateca. Se su-pone que la estrechez del orificio de las pequeñasceldas y la forma de dicho orificio que obliga a lareina a encorvarse y sentarse, ejerce cierta presiónsobre la espermateca, presión que hace salir los es-permatozoarios para fecundar el huevecillo a su pa-so. Esa presión puede no ejercerse en las celdasgrandes y no hacer entreabrir la espermateca. Otros,por el contrario, opinan que, la reina gobierna real-mente los músculos que abren o cierran la esper-mateca sobre la vagina, y en efecto, estos músculos

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son numerosísimos y tan poderosos como compli-cados. Sin querer resolver cuál de estas dos hipóte-sis es la mejor, porque cuanto más se adelanta yobserva, mejor se ve que uno no es más que unnáufrago en el océano hasta ahora tan desconocidode, la Naturaleza, y mejor se sabe que siempre hay,un hecho pronto a surgir del seno de una ola re-pentinamente transparente, para destruir en un ins-tante lo de cuanto se creía saber, confesaré, sinembargo, que me inclino a la segunda. En primerlugar los experimentos de un apicultor bordalés, M.Drory, demuestran que si se quitan todas las celdasgrandes de una colmena, llegado el momento deponer huevos de machos, la madre no vacila en de-positarlos en las celdas de obreras, y a la inversa,pondrá huevos de obreras en celdas de machos, sino se han dejado otras a su disposición.

En seguida, las hermosas observaciones de M.Fabre sobre las Osmias, abejas silvestres y solitariasde la familia de las Gastrilégidas, prueban hasta laevidencia que no solamente la Osmia conoce deantemano el sexo del huevo que va a poner, sinoque ese sexo es facultativo para la madre, que lodetermina según el espacio de que dispone, «espaciomuchas veces fortuito y no modificable» que, esta-

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blece aquí un macho, allá una hembra. No entraréen el detalle de los experimentos del gran entomó-logo francés. Son extremadamente minuciosos, ynos llevarían demasiado lejos. Pero, cualquiera quesea la hipótesis aceptada, una ú otra explicarían muybien, fuera de toda inteligencia del porvenir, la pro-pensión de la reina a poner en las celdas de obreras.

Es probable que esa madre, esclava, que nos in-clinamos a compadecer, pero que quizá sea unagran enamorada, una gran voluptuosa, experimentecon la unión del principio macho y hembra que, seopera en su ser, cierto deleite y como una renova-ción de la embriaguez del vuelo nupcial, único en suvida. Aquí también debemos admirar la Naturalezaque nunca es tan ingeniosa ni tan disimuladamenteprevisora como cuando trata, con los lazos quetiende el amor, de asegurar con un placer el interésde la especie. Pero entendámonos y no nos enga-ñemos con nuestra propia explicación. Atribuir deese modo una idea a la Naturaleza y creer que conello basta, es arrojar una piedra en uno de esosabismos inexplorables que se hallan en el fondo deciertas grutas, e imaginarse que el ruido que produ-cirá al caer en él contestará a todas las preguntas,cuando no nos revelará otra cosa que la inmensidad

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del abismo.Cuando se repite: «la Naturaleza quiere esto, or-

ganiza esta maravilla, se dedica a este fin» es comosi se dijera que una pequeña manifestación de la vi-da logra mantenerse, mientras nos ocupamos deella, sobre la enorme superficie de la materia quenos parece inactiva y que llamamos, evidentementesin razón, la nada y la muerte. Un concurso de cir-cunstancias que nada tenía de necesario, ha mante-nido esa manifestación, entre otras mil, quizá taninteresantes, tan inteligentes como ella, pero que nohan tenido la misma suerte y desaparecieron parasiempre sin haber hallado oportunidad de maravi-llarnos. Sería temerario afirmar otra cosa, y por lodemás, nuestras reflexiones, nuestra teología obsti-nada, nuestras esperanzas y nuestras admiracionesson , en el fondo, parte de lo desconocido que ha-cemos chocar contra algo menos conocido aún, pa-ra hacer un ruidito que nos da conciencia, del gradomás alto de la existencia particular a que podamosalcanzar sobre esta misma superficie muda e impe-netrable; como el canto del ruiseñor y el vuelo delcóndor les revelan también el más alto grado deexistencia propia a su especie. No por eso deja, deser cierto que uno de nuestros deberes mejor de-

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terminados es el de producir ese ruidito cada vezque se presenta la oportunidad de hacerlo, sin desa-lentarnos porque sea verosímilmente inútil.

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LIBRO CUARTO

Las reinas jóvenes.

I

Cerremos aquí nuestra joven colmena, en que lavida, reanudando su movimiento circular, se extien-de y multiplica para dividirse a su turno apenas lle-gue a la plenitud de la fuerza y la felicidad, yabramos por última vez la ciudad madre, para ver loque ocurre en ella después de la salida del enjambre.

Tranquilizado el tumulto de la partida, y cuandola han abandonado las dos terceras partes de sushijos, sin intención de regresar, la desdichada ciudadqueda como un cuerpo que ha perdido la sangre:fatigada, sola, muerta casi. Sin embargo, han queda-do algunos millares de abejas que, inconmovibles

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aunque algo languidecidas, vuelven al trabajo, reem-plazan a las ausentes lo mejor que pueden, encierranlas saqueadas provisiones, van a visitar las floresvelan por el depósito del porvenir, conscientes de lamisión y fieles al deber que un destino preciso lesimpone.

Pero, si el presente parece tétrico, todo cuanto elojo ve está poblado de esperanzas. Nos hallamos enuno de esos castillos de las leyendas alemanas, cuyosmuros están revestidos de millares de redomas quecontienen las almas de los hombres por nacer. Noshallamos en la morada de la vida que precede a lavida. Por todas partes, suspensas en las cunas biencerradas, en la superposición infinita de los maravi-llosos alvéolos de seis caras, hay millares y millaresde ninfas, más blancas que la leche, que con los bra-zos cruzados y la cabeza, inclinada sobre el pecho,aguardan la hora del despertar. Al verlas en sus se-pulturas uniformes, innumerables y casi transpa-rentes, diríase que son gnomos encanecidos quemeditan, legiones de vírgenes deformadas por lospliegues del sudario e inhumadas en prismas hexa-gonales multiplicados hasta el delirio por un geó-metra inflexible.

Sobre toda la extensión de esas paredes perpen-

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diculares, claustro de un mundo que crece, se trans-forma, vuelve sobre sí mismo, cambia cuatro o cin-co veces de vestido y teje su mortaja en la sombra,baten las alas y danzan centenares de obreras paramantener el calor necesario y también para un ob-jeto más obscuro, porque su danza tiene sacudidasextraordinarias y metódicas que deben responder aalgún fin que ningún observador ha determinadotodavía, según creo.

Al cabo de varios días, las tapas de esos millaresde urnas (en una colmena grande se cuentan de se-senta a ochenta mil), se agrietan, y dos grandes ojosnegros y graves aparecen bajo dos antenas que pal-pan ya la existencia en torno suyo, mientras un parde activas mandíbulas acaban de ensanchar la aber-tura. Las nodrizas acuden al punto y ayudan a lajoven abeja a salir de su cárcel, la sostienen, la ace-pillan, la limpian y le ofrecen en la punta de la len-gua la primer miel de su nueva vida. La abeja, quellega de otro mundo está aún aturdida, algo pálida,vacilante. Tiene el aspecto débil de un viejecillo es-capado de la tumba. Diríase que es un viajero cu-bierto por el polvo algodonoso de los ignotoscaminos que conducen a la existencia. Por lo demás,es perfecta de pies a cabeza, inmediatamente sabe

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cuanto necesita saber, y semejante a los hijos delpueblo, que, desde que nacen, por decirlo así, com-prenden que no tendrán tiempo de jugar ni de reír,se dirige a las celdas cerradas y comienza a batir lasalas y a moverse cadenciosamente para calentar a suvez a sus amortajadas hermanas, sin detenerse adescifrar el sorprendente enigma de su destino y desu raza.

II

Sin embargo, en un principio se lo ahorran lastareas más fatigosas. No sale de la Colmena hastaocho días después, de su nacimiento para realizar suprimer «vuelo de aseo» para llenar de aire las bolsasde las tráqueas, que se hinchan, desarrollan todo sucuerpo y la convierten desde ese instante en la espo-sa del espacio. Vuelve en seguida, aguarda una se-mana más, y entonces se organiza en compañía delas hermanas de la misma edad, su primera salida derecolectora, en medio de una conmoción muy espe-cial, que los apicultores llaman el «fuego de artifi-cio.» Debería, más bien, decirse, el «fuego deinquietud.» Se ve, en efecto, que, tienen miedo; hijasde la sombra estrecha y de la muchedumbre, se ve

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que tienen miedo del abismo azul y de la soledadinfinita de la luz, y su júbilo vacilante está tejido deterrores. Se pasean en el umbral, vacilan, parten yretornan veinte veces. Se balancean en el aire, con lacabeza obstinadamente vuelta hacia la casa natal,describen grandes círculos que se elevan Y que, depronto, caen como bajo el peso de una pena, y sustrece. mil ojos interrogan, reflejan y conservan a lavez la imagen de todos los árboles, de la fuente, dela reja, de la espaldera, de los techos y las ventanasde los alrededores, hasta que el camino aéreo pordonde se deslizarán al regreso, quede tan inflexi-blemente trazado en su memoria como si dos hilosde acero lo señalaran en la atmósfera.

He aquí un nuevo misterio. Interroguémoslocomo los demás y si calla como ellos, su silencioensanchará a lo menos con unas cuantas fanegasnebulosas pero sembradas de buena voluntad, elcampo de nuestra ignorancia consciente, el más fér-til de los que posee nuestra actividad. ¿ Cómo hallanlas abejas su morada que a veces, es imposible quevean, que a menudo está oculta bajo los árboles, ycuya entrada no es, en todo caso, más que un im-perceptible punto en la extensión sin límites? ¿Có-mo es que, transportadas en una caja a dos o tres

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kilómetros de la colmena, rara vez se extravían?¿La distinguen a través de los obstáculos? ,

oriéntanse con la ayuda de puntos de referencia oposeen ese sentido especial y poco conocido queatribuimos a ciertos animales, a las golondrinas y alas palomas, por ejemplo, y que se llama el sentido dela dirección? Los experimentos de J. H. Fabre, -deLubbock: y especialmente los do M. Romanos(Nature, 29 de, octubre de 1886), parecen establecerque no son guiadas por ese instinto extraño. Porotra parte, he comprobado más de una vez que noprestan atención alguna a la forma o al color de lacolmena. Parecen detenerse más sobre el aspectoacostumbrado del plato en que descansa la casa,sobre la disposición de la entrada y de la tablita dearribo9. Pero eso mismo es accesorio, y si durante laausencia de las acopiadoras se modifica por com-pleto la fachada de su mansión, no dejan de volverdirectamente, a ella desde las profundidades del ho-rizonte, y sólo manifiestan alguna vacilación al tras-poner el irreconocible umbral. Su método de,orientación, según podemos juzgarlo por nuestros 9 La tablita de arribo que a menudo no es más que la prolon-gación del delantal o del plato sobre la que descansa la col-

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experimentos, parece más bien basado en referen-cias extremadamente minuciosas y precisas. Lo quereconocen no es la colmena, sino, tres o cuatro mi-límetros más o menos, su posición relativa a losobjetos que la rodean. Y esa referencia es tan mara-villosa, tan matemáticamente segura, tan profunda-mente impresa en su memoria, que si después decinco meses de invernada, en un sótano obscuro, sevuelve a colocar la colmena sobre su plato, peroalgo más a la derecha o a la izquierda, de lo que,estaba todas las obreras al regresar de sus primerasflores arribarán con vuelo imperturbable y rectilíneoal punto preciso que ocupaba el año anterior, y sólotanteando darán por fin con la entrada. Podríacreerse, que el espacio ha conservado durante todoel invierno la, huella indeleble de sus trayectorias, yque su senderito laborioso queda grabado en elcielo.

Así, cuando se, traslada una colmena, muchasabejas se pierden, a menos que se trate, de un largoviaje, y que todo el. paisaje que conocen hasta tres ycuatro kilómetros a la redonda se haya transforma-do; a menos también que no se tenga, cuidado de

mena, forma una especie de pórtico, atrio o descanso, ante laentrada principal o agujero de vuelo.

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colocar una tablita, un pedazo de teja, un obstáculocualquiera delante del «agujero de vuelo» para ad-vertirlas de que algo ha cambiado y permitirles quese orienten de nuevo y rehagan su punto de llegada.

III

Esto dicho, volvamos a la ciudad que se repue-bla, en que la multitud de cunas no cesa de abrirse,en que, la misma substancia de las paredes se poneen movimiento. Esta ciudad, sin embargo, no tienereina todavía. Sobre los bordes de uno de los pana-les del centro se levantan siete ú ocho edificios ex-traños que hacen pensar, entre, la llanura escabrosade las celdas ordinarias, en las protuberancias y loscircos que hacen tan raras las fotografías de la luna.Son especies de cápsulas de, cera rugosa o de be-llotas inclinadas y perfectamente cerradas, que ocu-pan el espacio de tres o cuatro alvéolos de obreras.Están generalmente agrupadas sobre un mismopunto, y una guardia numerosa, singularmente in-quieta y atenta, vela sobre la región en que flota nose sab qué prestigio. Allí se forman las madres. Encada una de estas cápsulas ha sido depositado, antesde la partida del enjambre, un huevo en un todo

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semejante a los de las obreras, sea por la misma ma-dre, sea más probablemente, aunque no pueda afir-marse, por las nodrizas que lo transportan de, algúnnido vecino.

Tres días después sale del huevo una pequeñalarva, a la que se prodiga una alimentación especial ytan abundante cuanto es posible; y aquí podemossorprender uno por uno los movimientos de uno deesos métodos magníficamente vulgares de la Natu-raleza que cubriríamos, si se tratara de los hombrecon el nombre augusto de Fatalidad. La pequeñalarva, gracias a ese régimen, adquiere, un desarrolloexcepcional, y sus, ideas se modifican al propiotiempo que, su cuerpo, hasta el punto de que laabeja que de ella nace parece pertenecer a una razade insectos completamente distinta.

Esta abeja vivirá cuatro o cinco años en lugar deseis o siete semanas. Su abdomen será dos vecesmás largo, su color más dorado y claro, y tendráencorvado el aguijón. Sus ojos contarán solamente,con ocho o nueve mil facetas en lugar de doce otrece mil. Su cerebro será más estrecho, pero susovarios se harán enormes, y poseerá un órgano es-pecial, la esperinateca, que la hará hermafrodita, pordecirlo así. No tendrá uno solo de los útiles de la

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vida labriosa : ni saquillos para la secreción de lacera, ni cepillos, ni canastas para recoger el polen.No tendrá ninguna de las costumbres, ninguna delas pasiones que creemos inherentes a la abeja. Noexperimentará ni el deseo del sol, ni la necesidad delespacio, y morirá sin haber visitado una flor. Pasarásu existencia en la sombra y en la agitación de lamuchedumbre, a caza infatigable de cunas que po-blar. En cambio, será la única que conozca la in-quietud del amor. No está cierta de, tener dosmomentos de luz en su existencia, porque la salidadel enjambre no es inevitable, y quizá no haga másque una vez uso de sus alas, pero esa vez será paravolar al encuentro del amante. Es curioso ver quetantas cosas, órganos, ideas, deseos, costumbres,todo un destino, se encuentren así en suspenso, noen una simiente, ello sería el milagro ordinario de laplanta, del animal y del hombre, sino en una subs-tancia extraña e inerte: en una gota de miel10.

10 Ciertos apidólogos sostienen que obreras y reinas, despuésde salidas del huevo, reciben el mismo alimento, una especiede leche muy rica en azóe, que secreta una glándula especialque está provista la cabeza de las nodrizas. Pero al cabo dealgunos días, se destetan las larvas de obreras, que se some-ten al régimen más grosero de la miel y el polen, mientrasque la futura reina es alimentada hasta su completo desarro-

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IV

Ha transcurrido cerca de una semana desde laPartida del enjambre con la vieja reina. Las ninfasprincesas que duermen en las cápsulas no tienentodas la misma edad, porque está en el interés de lasabejas que los reales nacimientos se sucedan a me-dida que ellas vayan resolviendo si debe, salir unsegundo y hasta un tercer enjambre de la colmena.Desde hace algunas hace a1gunas horas han idoadelgazando gradualmente las paredes de la cápsulamadura, y después la joven reina que roía el interiory al mismo tiempo la redondeada tapa muestra lacabeza, sale a medias de la celda, y ayudada por lasguardianas que acuden, la cepillan, la limpian y laacarician, se desprende y da sus primeros pasos so-bre el panal. Como las obreras que, acaban de nacer,está pálida y vacilante, pero al cabo de unos diezminutos afirmansele las piernas, e inquieta, com-prendiendo que no está sola, que tiene que con-quistar su reino, que hay ocultas pretendientes en lascercanías, recorre, las murallas de cera en busca de

llo con la leche preciosa que se ha llamado <papilla real>.Sea como sea, el resultado y el milagro son iguales.

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sus rivales. Aquí intervienen la cordura, las decisio-nes misteriosas del instinto, del espíritu de la col-mena y de la asamblea de las obreras. Lo mássorprendente, cuando se sigue con la mirada en unacolmena de cristales, la marcha de esos aconteci-mientos, es que jamás se observa la menor vacila-ción, la más mínima división.

No se halla señal alguna de discordia o de discu-sión. Reina exclusivamente una unanimidad prees-tablecida, tal es la atmósfera de la ciudad y cadaabeja parece saber de antemano lo que han de pen-sar las demás. Sin embargo, el momento es uno delos más graves para ellas: aquel es, hablando conpropiedad, el minuto vital de la ciudad. Deben elegirentre tres o cuatro partidos que, tendrán conse-cuencias lejanas, totalmente distintos y que una pe-queñez puede hacer funestos. Tienen que conciliarla pasión en el deber innato de la multiplicación dela especie con la conservación de la casta y susvástagos. Algunas veces se equivocan, lanzan suce-sivamente tres o cuatro enjambres que debilitan porcompleto la ciudad madre y que, demasiado débilestambién para organizarse lo bastante, pronto, sor-prendidos por nuestro clima que no es el suyo deorigen, del que las abejas conservan el recuerdo a

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pesar de todo, sucumben a la entrada del invierno.Son víctimas, entonces, de, lo que se llama la «fie-bre, de la enjambrazón,» que. es, como la fiebrecomún, una especie de reacción demasiado ardientede la vida, reacción que va más allá de su objeto,cierra el círculo y encuentra la muerte.

V

Ninguna de las resoluciones que van a tomar pa-rece imponerse, y si el hombre permanece comosimple espectador, no puede prever la, que elegirán.Pero lo que demuestra que la elección es siemprerazonada, es que el hombre puede influir en ella,hasta determinarla, modificando ciertas circunstan-cias, disminuyendo o aumentando, por ejemplo, elespacio que, acuerda, sacando panales llenos de mielpara substituirlos con panales, vacíos pero provistosde celdas de obreras.

Trátase, pues, no de que sepan si han de lanzaren seguida un segundo o un tercer enjambre, podríadecirse que eso no era más que una resolución cie-ga, que obedeciera a los caprichos o las incitacionesaturdidas de una hora favorable, trátase de que to-men al instante y por unanimidad medidas que, las

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permitan lanzar el segundo enjambre tres o cuatrodías después del nacimiento de la primera, reina, y eltercero tres días después de la salida de la reina jo-ven a la cabeza del segundo enjambre. No puedenegarse que aquí se encuentra todo un sistema, todauna combinación de previsiones, que abraza un es-pacio considerable de tiempo, sobre todo si se lecompara con la brevedad de su vida

VI

Estas medidas se refieren a la guardia de las jó-venes reinas, todavía amortajadas en sus caracolesde cera. Supongo ahora que las abejas consideranmás sensato no lanzar el segundo enjambre. En estecaso, aún son posibles dos partidos. ¿Permitirán a laprimogénita de las vírgenes reales, a la que hemosvisto nacer, que destruya a sus hermanas enemigas,o aguardarán que haya realizado la peligrosa cere-monia del «vuelo nupcial,» del que puede dependerel porvenir de la nación ? A menudo autorizan lamatanza, inmediata ; a menudo, también, opónensea ella, pero bien se comprende, que es difícil sacaren limpio si lo hacen previendo una segunda en-jambrazón o los peligros del «vuelo nupcial,» por-

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que más de una vez se ha observado que después dedecretar la segunda enjambrazón, han renunciadobruscamente a ella, y destruido toda la descendenciapredestinada, sea porque el tiempo se hubierapuesto propicio, sea por cualquier otra razón que,no podemos penetrar. Pero admitamos que hayanjuzgado mejor renunciar a la enjambrazón, y aceptarlos riesgos del «vuelo nupcial.» Cuando nuestra jo-ven reina, impulsada por su deseo, se acerca a la,región de las grandes cunas, la guardia se aparta a supaso. La soberana, presa de, sus furiosos celos, seprecipita sobre la primera cápsula que encuentra, ycon patas y dientes se esfuerza por despedazar lacera. Lo consigue, arranca violentamente el capulloque tapiza la mansión, desnuda a la dormida prince-sa, y si su rival tiene ya formas determinadas, sevuelve, introduce el aguijón en la celda, y lo esgrimefrenéticamente hasta que la, cautiva sucumba a lasheridas del arma ponzoñosa. Entonces se tranquili-za, satisfecha, con la, muerte que pone, un limitemisterioso al odio de, todos los seres, envaina suaguijón, lánzase sobre otra cápsula y la abre, parapasar adelante si no encuentra en ella más que unalarva o una, ninfa imperfecta, y no se detiene hastael momento en que, sofocada, extenuada, sus uñas y

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sus dientes resbalan sin fuerza por las paredes decera.

Las abejas que, se hallan en torno contemplansu cólera sin tomar parte en ella, y se apartan paradejarla el campo libre; pero a medida que van que-dando celdas perforadas y devastadas, acuden aellas, sacan y arrojan fuera de la colmena el cadáver,la larva viva, aún e la ninfa violada, y se hartan ávi-damente con la preciosa papilla real que llena elfondo del alvéolo. Luego, cuando su reina, rendida,abandona su furor, ellas mismas acaban la matanza,de los inocentes, y la raza y las casas soberanas de-saparecen.

Esta, junto con la ejecución de los machos, másdisculpable por otra parte, es la hora horrible de lacolmena, la única en que las obreras permiten que ladiscordia y la muerte invadan sus mansiones. Y co-mo sucede a menudo en la Naturaleza, las privile-giadas del amor son las que atraen sobre ellas lasflechas extraordinarias de la muerte violenta.

A veces, pero el caso es raro, porque las abejastoman precauciones para evitarlo, a veces nacensimultáneamente dos reinas. Entonces al salir de lacuna se traba el combate, inmediato y mortal, delque Huber fue el primero que señaló una particula-

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ridad bastante extraña: cada vez que, en sus ataques,ambas reinas cubiertas de coraza, se colocan en unaposición tal que esgrimiendo el aguijón ambas seherirían recíprocamente diríase que como en loscombates de la Ilíada, un dios o una diosa, que qui-zá sea el dios o la diosa de la raza, se interpone, y lasguerreras, asaltadas por espantos concordantes, seseparan y huyen, desaladas, para reunirse poco des-pués y huir de nuevo si el doble desastre vuelve aamenazar el porvenir de su pueblo, lista que una, deellas logra sorprender a su rival imprudente o torpe,y matarla sin peligro, porque la ley de la especie sóloexige un sacrificio.

VII

Después que la joven soberana ha destruido lascunas y muerto su rival, es aceptada, por el pueblo,y ya no le falta, para reinar verdaderamente y versetratada como lo era su madre, sino realizar el vuelonupcial, pues las abejas no se ocupan de ella, y lerinden pocos homenajes mientras es infecunda. Pe-ro, su historia suele ser a menudo menos sencilla, ylas obreras renuncian rara vez a hacer un segundoenjambre.

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En este caso, como en el otro, y llevada por elmismo objeto, se acerca a las celdas reales, pero enlugar de hallarse en ellas con criadas sumisas que laanimen, tropieza con una guardia numerosa y hostilque le cierra, el paso. Irritada e impulsada por suidea fija, la reina, trata de forzar o burlar el bloqueopero por todas partes encuentra centinelas que ve-lan por las princesas dormidas. Se obstina, vuelve ala carga, se la rechaza cada vez más bruscamente,llega a maltratársela, hasta que comprende de unamanera informe que aquellas pequeñas obreras re-presentan una ley ante la que debe cederla otra qu laanima.

Aléjese, por fin, y su cólera no satisfecha se pa-sea de panal en panal, haciendo resonar en ellos elcanto de guerra e el lamento amenaza, el que todoapicultor conoce, que asemeja el sonido de unatrompeta argentina y lejana y que es tan poderosoen su debilidad enconada, que se oye, sobre todo denoche, a tres o cuatro metros de distancia a travésde las dobles paredes de la colmena mejor cerrada.

Ese grito real tiene sobre las obreras una in-fluencia mágica. Las sumerge en una especie de te-rror y de, estupor respetuoso, y cuando la reina lolanza sobre las celdas prohibidas, las guardias que la

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rodean y la tironean se detienen bruscamente, bajanla cabeza, y aguardan inmóviles a que, haya acabadode resonar. Créese también que, gracias al prestigiode ese grito, que imita el Esfinge Atropos, puedepenetrar en las celdas en que se, harta de miel, sinque las abejas piensen en atacarla.

Durante dos o tres días, a veces hasta cinco, elultrajado gemido vaga de esa manera y llama alcombate a las pretendientes protegidas. Estas sedesarrollan entretanto, quieren ver la luz a su vez, ycomienzan a roer las tapas de sus celdas. Un grandesorden amenaza a la república. Pero el genio de lacolmena, al tomar su decisión ha previsto todas susconsecuencias, y las guardianas bien instruidas, sa-ben hora por hora lo que tienen que hacer paraguardarse de las sorpresas de un instinto contraria-do y para conducir a su objeto dos fuerzas opuestas.No ignoran que si las reinas jóvenes que tratan denacer lograran escaparse, caerían en manos de suhermana, mayor, invencible ya, que las destruiríauna por una. Así, a medida que una de las empare-dadas adelgaza interiormente las puertas de la torre,las obreras la cubren por el lado de afuera de unanueva capa de cera, y la, impaciente se encarniza ensu trabajo, sin sospechar que está royendo un obs-

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táculo que renace, de sus ruinas. Al mismo tiempose escuchan las provocaciones de, la rival, y cono-ciendo su destino y su deber real aun antes de haberpodido lanzar una mirada a la existencia, y saber loque es uina colmena, la otra contesta heroicamente.desde el fondo de su cárcel. Pero como su grito tie-ne que atravesar las pared de una tumba, es muydiferente del de la reina, sofocado, cavernoso, y elcriador de abejas que, se acerca al caer la tarde,cuando los ruidos se adormecen en la campiña y seeleva el silencio de las estrellas, o interroga la entra-da de las ciudades maravillosas, reconoce y com-prende lo que anuncia el diálogo de la virgen quevaga y de las vírgenes cautivas.

VIII

Esta prolongada reclusión es, por otra parte, fa-vorable a las jóvenes abejas que salen de, ella yamaduras, vigorosas y prontas para tender el vuelo.Además, la espera ha fortalecido a la reina libre, y laha colocado en condiciones de afrontar los peligrosdel viaje. El segundo enjambre, o enjambre secundarioabandona entonces la colmena, llevando a la cabezaa la primogénita, de las reinas. Inmediatamente des-

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pués de su salida, las obreras que han quedado en lacolmena, dan libertad a una de las prisioneras, querepite las mismas mortíferas tentativas, lanza losmismos gritos de cólera, para abandonar la colmenaa su vez, tres días más tarde, a la cabeza del tercerenjambre, Y así sucesivamente, en caso de fiebre deenjimbrazón, hasta el agotamiento completo de, laciudad madre.

Swammerdam cita una colmena que, con susenjambres y los enjambres de sus enjambres, pro-dujo treinta colonias en una sola estación.

Esta multiplicación extraordinaria se observaespecialmente después de los inviernos desastrosos,como si las abejas, siempre en contacto con las vo-luntades secretas de, la Naturaleza, tuvieran con-ciencia del peligro que amenaza a la especie. Pero enépocas normales esa fiebre es bastante rara en lascolmenas fuertes y bien gobernadas. Muchas en-jambran sólo una vez, algunas no enjambran siquie-ra.

Por lo común, después de la primera enjambra-zón, las abejas renuncian a dividirse más, sea porquenoten el debilitamiento excesivo de la casta, seaporque una perturbación del cielo les aconseje laprudencia. Permiten entonces que la tercera reina

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asesine a las cautivas, y la vida ordinaria se reanuda,y reorganiza con tanto más ardor cuanto que casitodas, las obreras son muy jóvenes, la colmena estáempobrecida y despoblada, y hay grandes vacíosque llenar antes del invierno.

IX

La salida del segundo y del tercer enjambres separecen a la del primero, y todas las circunstanciasson semejantes, salvo que en éstos las abejas sonmenos numerosas, la tropa menos circunspecta ysin exploradores, y que la joven reina, virgen, ar-diente y ligera, vuela mucho más lejos, y desde laprimer etapa arrastra a su gente a gran distancia dela colmena. Agréguese que esta segunda y terceraemigración son mucho más temerarias, y que lasuerte de, esas colonias errantes es bastante azarosa.No tienen a su cabeza, representando el porvenir,más que una reina infecunda. Todo su destino de-pende del vuelo nupcial que va a realizarse. Un pája-ro que pase, unas gotas de lluvia, un viento frío, unerror, pueden provocar un desastre sin remedio. Lasabejas lo saben tan bien que, una vez encontrado elabrigo, a pesar de su fidelidad ya sólida a su morada

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de un día, a pesar de los trabajos comenzados, amenudo lo abadonan todo para acompañar a la jo-ven soberana que sale en busca de su amante, parano apartar los ojos de ella, para envolverla y velarlacon millares de alas abnegadas, o perderse con ellacuando el amor la arrastra tan lejos de la nueva col-mena que, el camino todavía inusitado del regresovacila y se dispersa en todas las memorias

X

Pero la ley del porvenir es tan poderosa queninguna abeja titubea ante estas incertidumbres yestos peligros de muerte. El entusiasmo de los en-jambres, secundarios y terciarios es igualar el prime-ro. Cuando la ciudad madre ha tomado su decisión,cada una de las jóvenes reinas peligrosas encuentrauna bandada de obreras que siguen su fortuna y laacompañan en ese viaje en que hay muchísimo queperder y nada que ganar si no es la esperanza desatisfacer un instinto. ¿Quién les da esa energía, quenosotros no tenemos jamás para romper pasadocomo con un enemigo? ¿ Quién elige entre la mul-titud las que deben partir, y quién designa las quehan de quedar? No se va, ni se queda tal o cual otra

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clase, aquí las más jóvenes, allá las más viejas: alre-dedor de cada reina que, ya no ha devolver, seamontonan recolectoras muy viejas junto con obre-ritas que, afrontan por primera vez el vértigo delespacio. No es tampoco el azar, la ocasión, el im-pulso o el desaliento que dan una idea, un senti-miento o un instinto, lo que aumenta o reduce lafuerza, proporcional de un enjambre. Muchas vecesni he puesto a valuar la relación del número de lasabejas que lo componen y el de las que. se quedan, yaunque las dificultades del experimento no permitanalcanzar una precisión matemática, he podido com-probar que esa relación, si se tienen en cuenta loshuevecillos, es decir, los nacimientos próximos, eslo bastante constante, para hacer suponer un verda-dero y misterioso cálculo por parte, del genio de lacolmena.

XI

No seguiremos las aventuras de, esos enjambres.Son numerosas y a menudo complicadas. A vecesdos enjambres, se mezclan; otras, en el zafarranchode la partida, dos o tres de las reinas prisioneras es-capan a la vigilancia de las guardianas y se unen al

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racimo que se, forma. A veces, también, una de lasjóvenes reinas, rodeada de macho, aprovecha elvuelo del enjambre para, hacerse fecundar, y arrastraentonces a todo su pueblo a una altura y una distan-cia extraordinarias. En la práctica de la apicultura,siempre se devuelven a la colmena madre esos en-jambres secundarios y terciarios. Las reinas se vuel-ven a encontrar en la colmena, las obreras formancírculo en torno de sus combates, y cuándo la mejorha triunfado, enemigas del desorden, ávidas de tra-bajo, arrojan fuera los cadáveres, cierran la puerta alas violencias del porvenir, olvidan el pasado, subena las, celdas y vuelven a tomar el tranquilo senderode las flores que las aguardan.

XII

Para simplificar nuestro relato reanudemosdonde habíamos interrumpido la historia de la reinaa quien las abejas permitieron asesinar a las herma-nas en sus cunas. Ya he dicho que a menudo se,oponen a estas matanzas, aun cuando no parezcanabrigar la intención de lanzar un segundo enjambre.A menudo, también, las autorizan, porque el espí-ritu político de las colmenas es tan diverso como el

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de las naciones humanas de un mismo continente.Pero lo cierto es que al autorizarlas cometen unaimprudencia. Si la reina perece o se extravía en elvuelo nupcial, no queda quien la reemplace, y laslarvas de obreras han pasado ya la edad de la regiatransformación. Pero, en fin, la imprudencia, estácometida, y he aquí a la primer nacida, soberanaúnica y reconocida en el pensamiento del pueblo.Sin embargo, todavía está virgen. Para que llegue, aser semejante a la madre a quien reemplaza, es nece-sario que se encuentre con el macho dentro de losveinte, primeros días que siguen a su nacimiento. Si,por cualquier causa, este encuentro se retarda, lavirginidad de la reina se hace irrevocable. Sin em-bargo, ya lo hemos dicho, aunque sea virgen no esestéril. Aquí nos encontramos con la gran anomalía,la precaución o el capricho sorprendente de la Na-turaleza que se llama la partenogénesis, y que escomún a cierto número de insectos, los Pulgones,los Lepidópteros del género Psiquis, los Himenóp-teros de la tribu de los Cinípedos, etc. La reina vir-gen es, pues, capaz de poner como si hubiera sidofecundada, pero de todos los huevos que ponga, enlas celdas grandes o en las pequeñas, no naceránsino machos y como los machos no trabajan nunca,

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como viven a costa de. las hembras, como ni siquie-ra van a saquear las flores por su propia cuenta y nopueden proveer a su alimentación, al cabo de algu-nas semanas después de la muerte de las últimasobreras extenuadas, sobreviene la ruina y el aniqui-lamiento total de la colonia.

De la virgen saldrán millares de machos, y cadauno de los machos poseerá millones de esos esper-matozoarios, ninguno, de los cuales ha podido pe-netrar en su organismo. No es esto mássorprendente, si se quiere, que mil otros fenómenosanálogos, porque al cabo de poco tiempo, cuandouno trata de resolver estos problemas, especial-mente, los de la generación, en que lo maravilloso ylo inesperado brotan por todas partes y mucho másabundante, mucho más humanamente, sobre todo,que en las cuentos de hadas más milagrosos, la, sor-presa es tan habitual que no se tarda en perder lanoción de ella. Pero el hecho no es menos curiososin embargo. Por otra parte, ¿cómo poner en claroel objeto de la Naturaleza al favorecer de ese modoa los machos, tan funestos, en detrimento de lasobreras, tan necesarias? ¿Temo que la inteligencia delas obreras las incline, a reducir más de lo conve-niente el número de esos parásitos ruinosos pero

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indispensables para el mantenimiento de la especie?¿Es ello una reacción exagerada contra la desdichade la reina infecunda? ¿Es una, de las precaucionesdemasiado violentas y ciegas que no ven la, causadel mal, ultrapasan el remedio, y para precaver unaccidente enojoso provocan una catástrofe? En larealidad, pero no olvidemos que, esa realidad no esen absoluto la realidad natural y primitiva, porqueen el bosque, originario las colonias debían estarmucho más, dispersas que ahora, en la realidad,cuando una reina permanece infecunda, no es jamáspor falta de machos, que son siempre numerosos yacuden de muy lejos. Será, más bien, que el frío o lalluvia la detengan demasiado tiempo en la colmena,y más a menudo aún, que sus alas imperfectas no lepermitan levantar el gran vuelo que exige el órganodel zángano. Sin embargo, la Naturaleza, sin teneren cuenta estas causas, más reales, se, preocupa apa-sionadamente de la multiplicación de los machos.Desbarata otras leyes más para obtenerlos y sueleencontrarse en las colmenas huérfanas, dos o tresobreras apremiadas por un deseo tal de mantener laespecie, que a pesar de sus ovarios atrofiados, seesfuerzan por poner, ven que sus órganos se dilatanun tanto bajo el imperio de sus exasperado senti-

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miento, y logran depositar algunos huevos; pero deesos huevos, como de los de la virgen madre, sólosalen machos. Aquí sorprendemos en plena inter-vención una voluntad superior, pero quizá impru-dente, que contraría de un modo irresistida.Semejantes intervenciones son demasiado frecuen-tes en el mundo de los insectos. Es curioso estu-diarlas. Como ese mundo es más poblado, máscomplejo que los otros, a menudo se ven mejor enél ciertos designios de la Naturaleza, a quien se sor-prende en medio de experimentos que podrían con-siderarse no concluidos. Tiene, por ejemplo, ungran deseo general que manifiesta en todas partes: elmejoramiento de la especie por el triunfo del másfuerte. Por lo común, la lucha está bien organizada.La hecatombe de los débiles es enorme, y poco im-porta que la recompensa del vencedor sea, eficaz ysegura. Pero hay casos en que se diría que no hatenido tiempo de desenredar su combinación en sí,en que la recompensa es imposible, en que la suertedel vencedor es tan funesta como la de los venci-dos. Y para no abandonar nuestras abejas, no co-nozco nada más notable a este respecto que lahistoria de los triongulinos del Sitaris Colletis. Severá por lo demás, que varios detalles de esa historia

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no son tan extraños a la del hombre como pudieracreerse.

Esos triongulinos son las larvas primarias de unparásito propio de tina abeja salvaje, obtusilingua ysolitaria, la Colleta, que construye su nido en gale-rías subterráneas. Espían a la abeja a la entrada deesas galerías, y en número de tres, cuatro, cinco y aveces más, se prenden a sus pelos, y se le instalansobre la espalda. Si la lucha de los fuertes contra losdébiles se, realizara en ese momento, no habría lu-gar a nada, y todo pasaría de acuerdo con la, leyuniversal. Pero, no se sabe, por qué, su instintoquiere, y por consiguiente la Naturaleza ordena, quese mantengan quietos, mientras permanecen en laespalda de la abeja. En tanto que ésta visita las flo-res, edifica y provee las celdas, aguardan paciente-mente su hora. Pero, apenas se ha puesto el huevo,todos, saltan encima y la inocente Colleta cierra cui-dadosamente la celda bien provista de víveres, sinsospechar que encierra al propio tiempo en ella lamuerte de su prole.

Una vez cerrada la celda, el inevitable y salvadorcombate de la selección natural comienza al puntoentre- los triongulinos, en torno del único huevo. Elmás fuerte, el más diestro toma a su adversario por

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la juntura de la coraza, lo levanta sobre su cabeza enlas mandíbulas, y lo mantiene así durante horas en-teras, hasta que expira, pero, durante la lucha, otrotriongulino que ha quedado solo, o que ya ha venci-do a su rival, se apodera del huevo y comienza acomérselo. Es necesario, pues, que el último vence-dor triunfe de ese nuevo enemigo, lo que le, es fácil,porque el triongulino que, satisface su hambre pre-natal, está prendido a su huevo con tanta obstina-ción que no piensa en defenderse.

Lo mata, por fin, y el otro se encuentra solo enpresencia del huevo tan precioso y tan bien ganado.Hunde ávidamente la cabeza en la abertura practi-cada por su antecesor, y emprende la larga comidaque ha de transformarlo en insecto perfecto y pro-veerlo de las herramientas necesarias para salir de lacelda en que está secuestrado. Pero la Naturaleza,que quiere la prueba de la lucha, ha calculado, porotra parte, el premio del triunfo con una precisióntan avara, que un huevo entero basta apenas para laalimentación de un triongulino. «De manera diceTAL Mayet, a quien debemos el relato de estas des-concertantes desventuras de manera que a nuestrovencedor le falta todo el alimento que su postrerenemigo absorbió antes de morir, e incapaz de so-

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portar la primera muda, muere a su vez, queda sus-pendido a la piel del huevo, o va a aumentar en elazucarado líquido, el número de los ahogados.

XIII

Este caso, aunque rara, vez se presente tan claro,no es único en la historia natural. Vese en él al des-nudo, la, lucha entre la voluntad consciente deltriongulino que quiere vivir y la voluntad obscura ygeneral de la Naturaleza, deseosa también de queviva y hasta de que fortifique y mejore su vida, másde lo que su propia voluntad lo impulsaría a hacerlo.Pero por una inadvertencia extraña, el mejora-miento impuesto suprime la vida misma del mejor, yel Sitaris Colleti, hubiera desaparecido desde hacemucho, si algunos individuos aislados por una ca-sualidad contraria a las intenciones de la Naturaleza,no escaparan a la excelente y previsora ley que portodas partes exige el triunfo de los más fuertes.

Ocurre, pues, que la gran potencia que nos pa-rece inconsciente, pero necesariamente sabia,puesto que, la vida que organiza y sostiene, le dasiempre, la razón, ¿ocurre, pues, que cometa erro-res? Su razón suprema, que invocamos cuando he-

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mos tocado a los límites de la nuestra, ¿tiene, tam-bién sus desfallecimientos? Y si los tiene, ¿quién loscorrige?

Pero volvamos a su intervención irresistiblecuando toma la forma de partenogénesis. Y no ol-videmos que estos problemas, planteados en unmundo que, parece tan lejano del nuestro, nos tocanmuy de cerca. En primer lugar, es probable, que ennuestro propio cuerpo, que tanto nos envanece, lascosas pasen de la misma manera. La voluntad o elespíritu de la Naturaleza, al operar en nuestro estó-mago, nuestro corazón e la parte inconsciente de,nuestro cerebro, no debe diferir en nada del espírituo de la voluntad que ha puesto en los animales másrudimentarios, las plantas y los mismos minerales.Además, ¿quién se atrevería a afirmar que, no seproducen jamás en la esfera consciente del hombre.,intervenciones más secretas pero no menos peligro-sas? En el caso que nos ocupa, ¿quién tiene razón,en resumidas cuentas, la Naturaleza o la abeja? ¿Quésucedería si ésta, más dócil o más inteligente, com-prendiendo demasiado bien el deseo de la Naturale-za, la siguiera hasta el extremo, y, puesto que exigeimperiosamente machos, multiplicara éstos hasta loinfinito? ¿No correría, el riesgo de destruir su espe-

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cie? ¿Debe creerse que hay intenciones de la Natu-raleza que es peligroso comprender y funesto seguircon tanto ardor, y que uno de sus deseos os el deque no se penetren y se sigan todos esos deseos?¿No es ese, quizá, uno de los peligros que corre laraza humana? También sentimos en nosotros fuer-zas inconscientes que quieren todo lo contrario delo que nuestra inteligencia reclama. ¿Es bueno queesa inteligencia, que, por lo común, después de ha-ber girado en torno de sí misma, ya no sabe dóndeir, es bueno que reúna sus fuerzas y les añada supeso inesperado?

XIV

¿Tenernos derecho de deducir del peligro de lapartenogénesis que la Naturaleza, no siempre sabeproporcionar los medios, al objeto, que lo que tratade mantener se mantiene a veces merced a otrasprecauciones que ha tomado contra esas precaucio-nes mismas, y a menudo también por circunstanciasextrañas que no ha previsto en manera alguna? Pe-ro, ¿ trata de mantener algo? La Naturaleza, se dirá,es una palabra con que cubrimos, lo incognoscible,y pocos hechos decisivos autorizan a atribuirle un

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objeto y una inteligencia. Es verdad. Aquí estamosmanejando los vasos herméticamente cerrados queamueblan nuestra concepción del Universo. Para noponer invariablemente sobre ellos la inscripcióndesconocida que desalienta o impone silencio, lesgrabamos, según su forma y su tamaño, las palabras«Naturaleza», «Vida», «Muerte», «Infinito», «Selec-ción», «Gen de la especie», y muchos otros, así co-mo los que nos precedieron habíanles puesto losnombres de «Dios», «Providencia», «Destino», «Re-compensa», etc. Eso, si se quiere y nada más. Pero sisu interior permanece obscuro, por lo menos hemosganado esto: que siendo la inscripción menos ame-nazadora, podemos acercarnos a los vasos, tocarlos,aplicarles el oído con saludable curiosidad.

Pero, cualquier nombre que se le ponga, locierto es que tino de, esos vasos, el más grande, elque lleva al costado la palabra «Naturaleza», encierrauna fuerza muy real, la más real de todas, y que sa-be, mantener sobre nuestro globo una cantidad yuna calidad de vida, enorme y maravillosa, por me-dios tan ingeniosos que, puede decirse sin exagera-ción, ultrapasan cuanto el genio del Hombre seríacapaz de organizar. Esta cantidad y esta, calidad, ¿semantendrían por otros medios? ¿ Nos engañamos

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cuando creemos ver precauciones en aquello en quequizá no haya más que un azar afortunado que so-brevive a un millón de desgraciadas casualidades.

XV

Puede ser; pero esas casualidades afortunadasnos dan, entonces, lecciones de admiración queigualan a las que hallaríamos más arriba de la casua-lidad. No nos limitemos a mirar los seres que tienenuna chispa de inteligencia o de conciencia y quepueden luchar contra las leyes ciegas, no nos incli-nemos siquiera, sobre los primeros representantesnebulosos. del reino animal que comienza: los Pro-tozoarios. Los experimentos del célebre, mierosco-pista M. H. J. Carter, F. R. S., demuestran, enefecto, que ya en embriones tan ínfimos como losmixomicetes, se manifiestan una voluntad, deseos ypreferencias ; que se notan movimientos de astuciaen infusorios privados de todo organismo aparente,tales como el Amaeba que espía con disimulado, pa-ciencia a las jóvenes Acinetas a la salida del ovariomaterno, porque sabe que en ese momento no tie-nen todavía tentáculos venenosos. Ahora bien, elAmaeba no posee ni sistema, nervioso ni órgano de

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especie, alguna que se pueda observar. Vamos di-rectamente a los vegetales que son inmóviles y pare-cen sometidos a todas las fatalidades, y sindetenernos en las plantas carnívoras, en las Droseras,por ejemplo, que obran realmente como los anima-les, estudiemos más bien el genio que desplieganalgunas de nuestras flores, las más sencillas, paraque la visita de una abeja traiga consigo, inevitable-mente, la fecundación cruzada que, les es necesaria.Veamos el juego milagrosamente combinado delrostellum, de los retináculos, de la adherencia y lainclinación matemática y automática de las poliniasen el Orchis Morio, la humilde orquídea de nuestrascomarcas11; desmontemos la doble báscula infalible

11 Imposible es dar aquí el detalle de ese lazo maravillosodescrito por Darwin. En seguida va una síntesis grosera: enla Orchis Morio el polen no es pulverulento, sino aglomera-do en pequeñas masas llamadas polinias. Cada una de esasmasas- son dos,- termina en su extremidad inferior en undisco vicioso (el rectináculo), encerrado en una especie desaco membranoso (el rostellum) que el menor contacto haceestallar. Cuando una abeja se posa sobre la flor, su cabeza, aladelantarse para chupar el néctar, roza el saco membranosoque se desgarra y deja descubiertos los dos discos viscosos.La polinias, gracias a la liga de los discos, se pegan a la cabe-za, del insecto, que al dejar la flor, se las lleva como doscuernos bulbosos. Si esos dos cuernos cargados de polenpermanecieran derechos y rígidos en el momento en que la

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de las anteras de la salvia, que acaban de tocar en talsitio del cuerpo al insecto que la visita, para que a suvez toque en tal sitio preciso el estigma de una florvecina; sigamos también los movimientos sucesivosy los cálculos del estigma de la Pediculariss Sylvatica;veamos cómo, a la entrada, de la abeja, todos losórganos de esas tres flores se ponen en Acción, comoesos mecanismos complicados que suelen verse enlas ferias de, nuestras aldeas, y que se ponen en mo-vimiento apenas un tirador hábil ha hecho mosca,en el blanco.

" Podríamos descender más abajo aún, mostrar

abeja penetra en una orquídea vecina, no harían más quetocar y hacer estallar el saco membranos de la segunda flor,pero no alcanzaría al estigma u órgano hembra que se tratade fecundar, y que se halla situado debajo del saco membra-noso. El genio de la Orchis Morio ha previsto la dificultad, yal cabo de treinta segundos, es decir, en le escaso tiempo queel insecto necesita para acabar de chupar el néctar y trasla-darse a orta flor, eltallo de la pequeña masa se seca y se con-trae, siempre del mismo lado y en el mismo sentido; bulboque contiene el polen se inclina, y su grado de inclinaciónésta calculado de manera que el instante en que la abeja entreen la flor vecina, se hallará precisamente al nivel del estigmasobre el cual debe derramar su fecundación polvillo. (Ver,para todos los detalles de este drama íntimo del mundo in-consciente de las flores, el admirable estudio de CharlesDarwin: De la fecundación de las orquídeas por los insectos,y de los buenos efectos de la cruza, 1862)

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como lo ha hecho Ruskin en sus Ethics of the Dust, lascostumbres, el carácter y las astucias de los cristales,sus querellas, lo que hacen cuando un cuerpo extra-ño va a trastornar sus planos, que en sus más anti-guos de cuanto nuestra imaginación puede concebir,su manera de admitir o de rechazar un enemigo; lavictoria posible, del más débil sobre el más fuerte,por ejemplo, el Cuarzo todopoderoso que, cedecortésmente al humilde y cazurro Epídoto, y que lepermite subírsele encima, la lucha, ora horrorosa,ora magnífica del cristal de roca con el hierro, laexpansión regular, inmaculada, y la pureza intransi-gente de tal trozo hialino que rechaza de antemanotoda mancha, y el crecimiento enfermizo, la inmo-ralidad evidente de su hermano, que las acepta y seretuerce miserablemente, en el vacío; podríamosinvocar los extraños fenómenos de cicatrización yde reintegración cristalina, dé que habla ClaudioBernard, etc. Pero esos misterios nos son demasia-do extraños. Limitémonos a las flores, últimas figu-ras de una vida que aún tiene alguna relación con la,nuestra. Ya no se trata de animales, de insectos a losque atribuyamos una voluntad inteligente y particu-lar por cuyo medio subsisten. Con razón o sin ellano les atribuimos ninguna. En todo caso no pode-

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mos encontrar en ellas la menor señal de los órga-nos en que pacen y se ubican por lo común la vo-luntad, la inteligencia, la iniciativa de una acción.Por consiguiente, lo que obra en ellas de una mane-ra tan admirable procede directamente de lo que enotras partes llamamos: la Naturaleza. Ya no se tratade la inteligencia del individuo, sino de la fuerza in-consciente e indivisa que tiende lazos a otras formasde ella misma. ¿Induciremos que esos lazos seanotra cosa que simples accidentes fijados por unarutina Accidental también? No tenemos todavía de-recho para ello. Puede decirse que, si les hubiesenfaltado esas milagrosas combinaciones, esas floresno hubieran sobrevivido, pero que otras, que nonecesitaran de la fecundación cruzada, las hubieranreemplazado sin que nadie notara la no existenciade las primeras, sin que la vida que ondula sobre latierra nos hubiera parecido menos incomprensible,menos diversa y menos sorprendente...

XVI

Y, sin embargo, difícil sería no reconocer queciertos actos con todo el aspecto de actos de pru-dencia y de, inteligencia, provocan y mantienen las

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casualidades afortunadas. ¿De dónde emanan? ¿Delsujeto mismo, e de la fuerza de que saca la vida?No diré: «poco, importa» al contrario: nos importa-ría inmensamente saberlo. Pero mientras no lo se-pamos, ya sea la flor la que se esfuerce pormantener y perfeccionar la vida que la Naturalezaha puesto en ella, ya sea la Naturaleza la que hagaesfuerzos para mantener y mejorar la parte de exis-tencia que ha tomado la flor, ya sea, por último, elazar, quien acabe por organizar al azar, una multitudde apariencias nos invita a creer que algo igual anuestros más elevados pensamientos, surge porinstantes de un tesoro común que tenemos que ad-mirar sin que se encuentra.

Suele parecernos que de ese tesoro común surgeun error. Pero, aunque sepamos muy pocas cosas,muchas veces tenemos que, reconocer que, eseerror es una acto de prudencia que ultrajosa el al-cance de nuestras primeras miradas. Hasta en el pe-queño círculo que abarcan nuestros ojos, podemosdescubrir que si la Naturaleza parece equivocarseaquí, es porque juzga conveniente corregir allí unainadvertencia presumida. Ha colocado las tres floresde que hablábamos, en condiciones tan difíciles queno pueden fecundarse por si mismas, pero juzga

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provechoso, sin que profundicemos por qué, queesas tres flores se hagan fecundar por sus vecinas, yel genio que no ha mostrado a la derecha lo mani-fiesta a la izquierda, activando la inteligencia de susvíctimas. Los rodeos de este genio continúan inex-plicables, para nosotros, pero su nivel sigue siendoel mismo. Parece descender a un error, admitiendoque sea posible un error, pero se eleva inmediata-mente, en el órgano encargado de repararlo. A cual-quier parte que nos volvamos domina nuestrascabezas. Es el océano circular la inmensa sábana deagua sin medida de profundidad, sobre la cualnuestras ideas, más audaces y más independientesno serán jamás sino sumisas burbujas. Hoy le lla-mamos la Naturaleza; quizá mañana le encontremosotro nombre, más terrible o más dulce. Entretanto,reina a la vez y con espíritu igual, sobre la vida ysobre la muerte, y procura a las dos hermanas irre-conciliables las armas magníficas o familiares quetrastornan y ornamentan su seno.

XVII

En cuanto a saber si toma precauciones paraconservar lo que se agita en su superficie, o si hay

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que cerrar el más extraño de los círculos diciendoque lo que se agita en su superficie toma precaucio-nes contra el mismo genio que lo hace vivir, soncuestiones reservadas. Imposible nos es conocer siuna, especie ha, sobrevivido a pesar de los cuidadospeligrosos de la voluntad superior, independiente-mente de ellos, o si lo ha conseguido merced a ellosúnicamente.

Todo lo que podemos comprobar es que tal es-pecie subsiste, y que, por consiguiente, la Naturalezaparece tener razón sobre este punto. Pero ¿quiénnos dirá cuántas otras, que no hemos conocido ca-yeron víctimas de su inteligencia olvidadiza o in-quieta? Todo lo que nos es dado comprobar aún,son las formas sorprendentes, y a veces enemigasque toma, ya, en la inconsciencia absoluta, ya enuna. especie de conciencia el fluido extraordinarioque llamamos vida, que nos anima conjuntamentecon todo lo demás, y que es precisamente lo queproduce nuestros pensamientos que lo juzgan ynuestra vocecita que se esfuerza por hablar de ello.

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LIBRO QUINTO

El vuelo nupcial.

I

Veamos ahora cómo se produce la fecundaciónde la reina abeja. En esto, también, la Naturaleza, hatomado medidas extraordinarias para favorecer launión de machos y hembras nacidos de castas dife-rentes; ley extraña que nada la obligaba a establecer,capricho o quizá inadvertencia inicial cuya correc-ción gasta las fuerzas más maravillosas de su activi-dad.

Es probable que si hubiera empleado en asegu-rar la vida, atenuar el sufrimiento, dulcificar lamuerte, alejar las casualidades horribles, la mitad delgenio que prodiga en torno de la fecundación cru-zada y de algunos otros deseos arbitrarios, el Uni-

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verso nos hubiera ofrecido un enigma menos in-comprensible, menos lastimoso que el que tratamosde penetrar. Pero no en lo que hubiera podido ser,sino en lo que es, conviene beber nuestra concienciay el interés que hacia la vida tenemos.

En torno de la reina virginal, y viviendo con ellaentre la muchedumbre de la colmena, se agitancentenares de machos exuberantes, siempre ebriosde miel, cuya única razón de ser es un acto de amor.Pero, a pesar del contacto incesante de dos inquie-tudes que en todas partes derriban todos los obstá-culos, la, unión nunca se opera en la colmena, yjamás se ha logrado fecundar una reina cautiva12.Los amantes que la rodean ignoran lo que ella esmientras permanece en medio de ellos. Sin sospe-char que acaban de dejarla, que dormían con ellasobre los mismos panales, que quizá la hayan atro-pellado en su salida impetuosa, van a pedirla al es-pacio, en los ámbitos más recónditos del horizonte.Diríase que los ojos admirables, que adornan su ca-beza entera como un casco flamígero, no la cono-cen ni la desean sino cuando se ciernen en el azul 12 El profesor Mc Lain ha logrado hace poco fecundar artifi-cialmente algunas reinas, pero mereced a una verdadera ope-

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del cielo. Todos los días, de las once a las tres,cuando la luz está en todo su esplendor, y sobretodo cuando el Mediodía despliega hasta los confi-nes del cielo sus grandes alas azules para atizar lasllamas, del sol, su horda emponchada se lanza enbusca de la espesa que en leyenda alguna de prince-sas inaccesibles, puesto que veinte o treinta tribus larodean, acudidas de todas las ciudades del contorno,para formarlo un cortejo de más de diez mil preten-dientes, y puesto que uno solo, entre esos diez mil,será el elegido para un único beso de un solo mi-nuto, que lo desposará con la muerte al mismotiempo que con la dicha, mientras los demás vuelan,inútiles, en torno de la enlazada pareja, y pereceránbien pronto, sin volver a ver la aparición prestigiosay fatal.

II

No exagero esta sorprendente y loca prodigali-dad de la Naturaleza. En las mejores colmenascuéntanse por lo general de cuatrocientos a qui-nientos machos. En las degeneradas o más débiles,

ración quirúrgica, delicada y complicada. Además la fecunda-ción de dichas reinas fue limitada y efímera.

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se encuentran a menudo cuatro y cinco mil, porquecuanto más se acerca una colmena a la ruina másmachos produce. Puede decirse, tomando un térmi-no medio, que un colmenar compuesto de diez co-lonias, disemina por los aires, en un momento dado,un pueblo de diez mil zánganos, de los que sólodiez o quince tendrán la fortuna de realizar el únicoacto para el que han nacido.

Entretanto agotan las provisiones de la ciudad,el trabajo de cinco o seis obreras apenas basta paraalimentar la ociosidad voraz y glotonería de cadauno de esos parásitos, que lo único infatigable quetienen es la boca. Pero la Naturaleza siempre esmagnífica cuando se trata de las funciones y de losprivilegios del amor. Sólo mezquina los órganos einstrumentos de trabajo. Es especialmente agria contodo lo que los hombres han llamado virtud. Encambio no se detiene a contar ni las joyas ni los fa-vores que siembra en el camino de los amantes quemenos interés ofrecen. Por todas partes grita:«Unías, multiplicas, no hay otra ley, no hay otroobjeto que el amor», aunque sea para agregar en vozbaja: «Y durada después, si podéis, que eso a mí nome incumbe ya.» Por más que se haga, por más que,se quiera otra cosa,, en todas partes se tropieza, con

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esta moral tan distinta de la nuestra. Consideradotra vez, en esos mismos pequeños seres, su avariciainjusta y su fausto insensato. Desde, que nace hasta,que muere, la austera recolectora tiene que ir allálejos, a la más intrincada maleza, en busca de lasflores que se ocultan. Debe descubrir en los labe-rintos de los nectarios, en las sendas secretas de lasanteras, la escondida miel y el oculto polen. Sin em-bargo, sus ojos, sus órganos olfatorios, son ojos,órganos de inválido junto a los de los machos.Aunque éstos fueran casi ciegos y estuviesen priva-dos de olfato no sufrirían nada, apenas si com-prenderían. No tienen nada que hacer, ningunapresa que perseguir. Se les ofrece el alimento prepa-rado va, y pasan la vida sorbiendo miel de los mis-mos panales, en la obscuridad de la colmena. Peroson los agentes del amor y a los dones más enormesy más inútiles se arrojan a manos llenas en el abismodel porvenir. Uno entre mil de ellos tendrá que des-cubrir, una vez en la vida, en lo profundo del azuldel cielo, la presencia de la virgen real. Uno entremil tendrá que seguir un instante por el espacio, lapista de la hembra que no trata de escapar. Bastacon eso. La potencia parcial ha abierto hasta el ex-tremo, hasta el delirio sus inauditos tesoros. A cada

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uno de esos amantes improbables, de, los, que no-vecientos noventa y nueve serán asesinados pocosdías después de, las bodas del milésimo, la Natura-leza le ha dado trece mil ojos de cada lado de la ca-beza, cuando la obrera sólo tiene seis mil. Haprovisto sus antenas, según los cálculos de Cheshi-re, con treinta y siete mil ochocientas cavidades ol-fatorias, cuando la obrera no posee más que cincomil. He ahí un ejemplo de la desproporción que seobserva en todas partes poco más o menos lo mis-mo, entre los dones que acuerda al amor y los queregatea al trabajo, entre, el favor que, esparce sobrelo que da vuelo a la vida en un placer, y la indiferen-cia en que, abandona a quien se mantiene paciente-mente en el afán. El que quisiera pintar con verdadel carácter de la Naturaleza, de acuerdo con estaclase de rasgos, haría de ella una figura extraordina-ria, sin relación alguna con nuestro ideal que, sinembargo, debe proceder de ella también. Pero elhombre ignora demasiadas cosas para que puedaemprender ese retrato, en el que sólo acertaría a di-bujar una gran sombra con dos o tres puntitos deindecisa luz.

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III

Bien pocos, según creo, han violado el secretodé las bodas de la reina abeja, que se realizan en lospliegues infinitos y deslumbrantes de un hermosocielo. Pero es posible sorprender la partida vacilantede la novia, y el regreso mortífero de la desposada.

A pesar de su impaciencia, la soberana elige undía y una hora, y aguarda a la sombra de las puertasque una maravillosa mañana se extienda por el es-pacio nupcial, desde el fondo de las grandes urnasnacaradas. Prefiere el momento en que un poco derocío humedece todavía con un recuerdo las hojas ylas flores, en que la postrer frescura del alba desfa-lleciste lucha en su derrota con el ardor del día co-mo una virgen desnuda en brazos de un robustoguerrero, en que el silencio y las rosas del mediodíaque se acercan, dejan brotar todavía aquí y allí algúnperfume de las violetas de, la mañana, algún gritotransparente de la aurora.

Aparece entonces en el umbral, en mediodía laindiferencia de las recolectoras que atienden a susquehaceres, o rodeada de obreras enajenadas, segúnque deje o no deje hermanas en la colmena, o que,

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no sea posible reemplazarla. Tiende el vuelo retro-cediendo, vuelve dos o tres veces a la tablita de arri-bo, y cuando ha señalado en su memoria el aspectoY la posición exacta de su reino, que jamás habíavisto desde fuera, parte como tina flecha hacia elcenit. Así llega a las alturas, a una zona luminosa,que las demás abejas no afrontan en época algunade su vida. A lo lejos, en torno de las flores en queflota su pereza, los machos han notado la aparicióny aspirado el perfume magnético que se esparce deámbito en ámbito hasta los vecinos colmenares.Inmediatamente las hordas se reúnen y se sumer-gen, siguiéndola, en el mar de júbilo cuyos límpidoslímites van ensanchándose. Ella, ebria con sus alas yobedeciendo a la magnifica ley de la especie que leelige amante y quiere que sólo el más fuerte la al-cance en la soledad del éter, sube, y sube, y el aireazul de la, mañana se engolfa por primera vez ensus estigmas abdominales, y canta como la sangredel cielo en las mil raicillas ligadas a los dos sacos dela tráquea que ocupan la mitad de su cuerpo y sealimentan de espacio. Y sigue subiendo. Tiene quellegar a una región desierta ya no frecuentada porlos pájaros que podrían perturbar el Misterio. Subey sube, y ya la tropa desigual disminuye y se desgra-

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na tras ella. Los débiles, los delicados, los viejos, losdegenerados, los mal alimentados de las ciudadesinactivas o pobres, renuncian a la persecución y de-saparecen en el vacío. Ya sólo queda suspendido, enel ópalo infinito, un pequeño grupo infatigable. Lareina pide un postrer esfuerzo a sus alas, y he ahíque el elegido de las fuerzas incomprensibles la al-canza, la ase, la penetra, y arrastrado por doble im-pulso, la espiral ascendente de su vuelo entrelazado,gira durante un segundo como un torbellino en eldelirio hostil del amor.

IV

La mayoría de los seres tiene la idea confusa deque 'un azar muy precario, una especie de membra-na transparente, separa la muerte del amor, y que elpensamiento profundo de la Naturaleza quiere quese muera en el momento en que se transmite la vi-da. Ese temor hereditario es probablemente lo queda tanta importancia al amor. Aquí, por lo menos,se realiza en toda su primitiva, sencillez esa idea cu-yo recuerdo se cierne aún sobre el beso de loshombres. Apenas se ha realizado la unión, el vientredel macho se entreabre, el órgano se desprende

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arrastrando consigo la masa de las entrañas, las alasse cierran, y fulminado por el relámpago nupcial, elcuerpo vacío gira y cae en el abismo.

El mismo pensamiento que, hace poco, en lapartenogénesis, sacrificaba el porvenir de la colme-na a la multiplicación insólita, de los machos, sacri-fica aquí el macho al porvenir de la colmena.

Este pensamiento asombra siempre; cuanto másse le interroga más disminuyen las certidumbres, yDarwin por ejemplo, para citar al que, entre todoslos hombres: lo ha estudiado más apasionada y másmetódicamente, Darwin, sin confesárselo por com-pleto, pierde la serenidad a cada paso y se vuelvaatrás ante lo inesperado y lo inconciliable. Vedle siqueréis asistir al espectáculo noblemente humillantedel genio del hombre en lucha con la potencia infi-nita vedle tratar de discernir las leyes extrañas, in-creíblemente misteriosas o incoherentes de laesterilidad y la fecundidad de los híbridos, o las de lavariabilidad de los caracteres específicos y genéricos.Apenas ha formulado un principio cuando lo asal-tan innumerables excepciones, y muy pronto elprincipio, abrumado, se considera dichoso si en-cuentra asilo en un rincón, y conserva, a título deexcepción, un pobre resto de existencia.

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Es que en la hibridez, en la variabilidad (espe-cialmente en las variaciones simultáneas, llamadascorrelación de crecimiento) en el instinto, en losprocedimientos de la competencia vital, en la selec-ción, en la sucesión geológica y en la distribucióngeográfica de los seres organizados, en las afinida-des mutuas, como en todo lo demás, el pensa-miento de la Naturaleza es rebuscador y negligente,económico y derrochador, previsor y distraído, in-constante e inquebrantable, ágil e inmóvil, uno einnumerable, grandioso y mezquino en el mismomomento y en el mismo fenómeno. Tenía delante elcampo inmenso y virgen de la sencillez, y lo pueblade, pequeños errores, de pequeñas leyes contradic-torias, de pequeños problemas difíciles que se ex-travían en la existencia como rebaños ciegos.Verdad es que todo esto pasa dentro de nuestro ojo,que sólo refleja una realidad apropiada a nuestratalla y a nuestras necesidades, y que nada nos auto-riza a creer que la Naturaleza pierde de vista suscausas y sus resultados extraviados.

En todo caso, raro es que les permita ir dema-siado lejos, acercarse a las regiones lógicas y peligro-sas. Dispone de dos fuerzas que siempre tienenrazón, y cuando los fenómenos ultrapasan ciertos

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límites, hace señas a la vida o á, la inerte, que acu-den a restablecer el orden y trazar el camino conindiferencia.

V

Por todas partes nos escapa, desconoce la mayo-ría de nuestras reglas y hace pedazos todas nuestrasmedidas. A nuestra derecha está muy por debajo denuestro pensamiento, pero he aquí que a la izquier-da lo domina bruscamente como una montaña. Entodo momento parece que se engaña, tanto en elmundo de sus primeros experimentos como en elde los últimos, quiero decir en el mundo del hom-bre. Sanciona en él el instinto de la masa obscura, lainjusticia- inconsciente del número, la derrota de lainteligencia y de la virtud, la moral sin elevación queguía a la gran ola de la especie, y que es manifiesta-mente inferior a la moral que puede, concebir y de-sear el espíritu agregado a la pequeña ola más claraque remonta el río. Sin embargo, ¿no está bien queese mismo espíritu se pregunte hoy si su deber noes buscar toda la verdad y por consiguiente tanto lasverdades morales como las demás, dentro de esoscasos, mejor que dentro de sí mismo, en que pare-

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cen relativamente tan claras y precisas?No piensa en negar la razón y la virtud de su

ideal consagrado por tantos héroes y sabios, pero aveces se dice que ese ideal puede haberse formadodemasiado aparte de la masa enorme cuya bellezadifusa pretende representar. Hasta aquí ha podidotemer, con derecho, que adaptando su moral a la dela Naturaleza, aniquilaría lo que le parece la obramaestra de la Naturaleza misma. Pero, ahora queconoce algo mejor a ésta, ahora que algunas res-puestas todavía obscuras pero de imprevista ampli-tud, le han hecho entrever un plan y una inteligenciamás vastos que cuanto podía imaginar encerrándoseen sí mismo, tiene menos temor, no siente tan im-periosamente la necesidad de su refugio de virtud yde razón particulares. Juzga, que lo que es tan gran-de, no podría enseñar a disminuirse. Desearía sabersi no ha llegado el momento de someter a examenmás juicioso sus principios, sus certidumbres y susensueños.

No piensa, lo repito, en abandonar su ideal hu-mano. Lo mismo que en un principio lo disuade deese ideal, le enseña a volver a él. La Naturaleza nopodría dar malos consejos a un espíritu, para quientoda verdad, que no sea por lo menos tan alta como

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la verdad de su propio deseo, no parece lo bastanteelevada para ser definitiva y digna del grandiosoplan que se esfuerza por abarcar. Nada. cambia desitio en su vida supo para subir con él y por muchotiempo aún se dirá que sube, mientras se acerque ala antigua imagen del bien. Pero todo en su pensa-miento se transforma con mayor libertad, y puededescender impunemente en su contemplación apa-sionada hasta amar, tanto como si fueran virtudes,las contradicciones más crueles y más inmorales dela vida, porque, tiene el presentimiento de que unamultitud de valles sucesivos conducen a la mesetaque espera. Esta contemplación y este amor no im-piden que, buscando la certidumbre y aun cuandosus investigaciones lo lleven a lo opuesto de lo queama, organice su conducta sobre la verdad más hu-manamente bella y se atenga a lo provisional máselevado. Todo lo que aumenta, la virtud bienhecho-ra entra inmediatamente en su vida; todo lo que laempequeñecería queda en suspenso, como esas sa-les insolubles que no se como verán sino en el ins-tante del experimento decisivo. Puede aceptar unaverdad inferior, pero para obrar de acuerdo con esaverdad, aguardará, durante siglos si es necesario, aver la relación que esa verdad debe tener con verda-

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des lo bastante infinitas pasar a todas las demás.En una palabra, separa el orden moral del orden

intelectual, y sólo admite en el primero lo que seamás grande y más hermoso que antes. Y si es vitu-perable separar estos dos órdenes, como se hacesobrado a menudo en la vida, para obrar menosbien de lo que se piensa; ver lo peor y seguir lo me-jor, tender su acción por arriba de la idea, es siem-pre razonable y saludable, porque la experienciahumana nos permite esperar con mayor claridadcada día, que el pensamiento más elevado a que po-damos alcanzar estará durante mucho tiempo aúnpor debajo de la misteriosa verdad que buscamos.Además, aunque nada de lo que antecede fuera ver-dad, siempre lo quedaría, la razón simple y naturalpara no abandonar todavía su ideal humano. Cuantamayor fuerza se acuerda a las leyes que parecenproponer el ejemplo del egoísmo, de la injusticia Yde la crueldad, mayor se le da también, al mismotiempo, a las que aconsejan la generosidad, la pie-dad, la justicia, porque desde el momento en quecomienza a igualar y proporcionar metódicamentelas partes que ha atribuido al Universo y a sí mismo,encuentra en estas últimas leyes algo tan profundamente natural como en las primeras, desde que es-

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tán inscriptas tan profundamente en él como lasotras en todo cuanto le rodea.

VI

Remontémonos a las bodas trágicas de la reina.En el ejemplo que nos ocupa, la Naturaleza quiere,pues, en vista de la fecundación cruzada, que launión del zángano y la reina abeja, sólo sea posibleen pleno cielo. Pero sus deseos se mezclan comolos hilos de una red, y sus leyes más caras tienenque, pasar sin tregua a través de las mallas de otrasleyes, las que, un instante después, deberán pasar asu vez por entro las mallas de las primeras.

Habiendo poblado ese mismo cielo de innume-rables peligros, vientos fríos, corrientes borrascas,vértigos, pájaros, insectos, gotas de agua que obede-cen también a leyes invencibles, necesario es quetome sus medidas para que esa unión sea lo másbreve posible. Lo es, gracias a la muerte fulminantedel macho. Un abrazo basta, y la continuación delhimeneo se realiza en el seno mismo de la esposa.

Desde las azuladas alturas baja ésta a la colmenamientras palpitan tras ella, como oriflamas, las des-plegadas entrañas del amante. Algunos apidólogos

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pretenden que ante este regreso lleno de promesas,las obreras manifiestan inmenso júbilo. Büchner,entre otros, pinta detalladamente el cuadro. He es-piado muchas veces esos regresos nupciales y con-fieso que sin comprobar agitación insólita, alguna,fuera de los casos en que se trataba de una jovenreina salida de un enjambre y que representaba laúnica esperanza de la ciudad recientemente fundada,y todavía desierta. Entonces todas las trabajadoras,enajenadas, se precipitan a su encuentro. Pero, porlo común, y aunque el peligro, que corre el porvenirde la nación sea a menudo muy grande, parece co-mo que lo olvidaran. Todo lo habían previsto hastael instante en que permitieron la matanza de las rei-nas rivales. Pero, llegadas ahí, su instinto se detiene;en su prudencia aparece una laguna. Se las diría,pues, indiferentes. Alzan la cabeza, reconocen quizáel mortífero testimonio de la fecundación, pero, to-davía recelosas, no manifiestan la alegría que, nues-tra imaginación aguardaba. Positivas y lentas para lailusión, esperan probablemente otras pruebas antesde regocijarse. No hay razón para tratar de hacermás lógicos y de humanizar hasta el extremo a esospequeños seres tan diferentes de nosotros. Con lasabejas, como con los demás animales que llevan

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consigo un reflejo de, nuestra inteligencia, rara vezse arriba a resultados tan precisos como los: que sedescriben en los libros. Demasiadas circunstanciaspermanecen desconocidas. ¿Por qué mostrarlas másperfectas de lo que son, diciendo lo que no es? Sialgunos consideran que serían más interesantes sifuesen iguales a nosotros, es porque todavía no seforman una idea exacta de lo que debe despertar elinterés de un espíritu sincero. El objeto del obser-vador no es asombrar sino comprender, y tan curio-so es señalar sencillamente las lagunas de una,inteligencia y todos los indicios de un régimen cere-bral que difiere del nuestro, como relatar maravillas.

Sin embargo, la indiferencia no es unánime, ycuando la reina sofocada llega a la tablita de arribo,fórmanse algunos grupos que la acompañan al inte-rior, en que el sol, héroe de todas las fiestas de lacolmena, penetra con pasos temerosos y empapa ensombra y azul las paredes de cera y las cortinas demiel. Por otra parte, la recién casada no se turbamás que, su pueblo, no hay cabida para numerosasemociones en su estrecho cerebro de reina prácticay cruel. No tiene más que una preocupación: librar-se lo más pronto posible de los recuerdos importu-nos del esposo que dificultan sus movimientos. Se

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sienta, en el umbral y arranca, con cuidado los órga-nos inútiles que las obreras van llevando para tirar-los lejos de allí; porque el macho le ha dado cuantoposeía y mucho más de lo necesario. Ella no con-serva en su espermateca más que el líquido seminaldonde nadan los millones de gérmenes que, hasta eldía de, su muerte, bajarán uno por uno al paso delos huevecillos, á. realizar en la sombra de su cuerpola unión misteriosa del elemento macho y hembrade que nacerán las obreras. Por un curioso cambio,ella, es la que suministra el principio masculino, y elmacho el principio femenino. Dos días después delayuntamiento, la reina pone los primeros huevos, yal punto el pueblo la rodea de minuciosos cuidados.Desde entonces, dotada de doble sexo, encerrandoen su ser un inagotable padre, comienza su verdade-ra vida, no sale ya de la colmena, no vuelve a ver laluz, si no es para acompañar a algún enjambre, y sufecundidad no se detiene sino al acercarse la muerte.

VII

Prodigiosas bodas, las más mágicas que poda-mos soñar, celestiales y trágicas, arrastradas por elarrebato del deseo más arriba de la vida, fulminantes

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e imperecederas, únicas y deslumbrantes, solitarias einfinitas. Admirables embriagueces en que la,muerte sobrevenida en lo más límpido y bello quehaya en torno de esta esfera: el espacio virginal y sinlímite, se fija en la transparencia augusta del tendidocielo el instante de la felicidad, purifica en la luz in-maculada la parte, de bajeza que, tiene siempre elamor, hace inolvidable el beso, y contentándose estavez con un diezmo indulgente, toma con sus pro-pias manos, en estos instantes maternales, el cuida-do de introducir y unir en un solo cuerpo y para unlargo porvenir inseparable, dos pequeñas y frágilesvidas.

La verdad recóndito, no tiene esta poesía, tieneotra que somos menos a tos para comprender, peroque quizá acabemos por entender y amar. La Natu-raleza no se ha preocupado de procurar, a esas dosabreviaturas de átomo como las llamaba Pascal, unmatrimonio deslumbrante, un ideal minuto deamor. No ha tenido en vista ya lo habíamos dicho,más que el mejoramiento de la especie, por la fe-cundación cruzada. Para garantizarla, ha dispuestoel órgano del macho de una manera tan especial,que le es imposible hacer uso de él en otra parte queen el espacio. Es menester, primero, que dilato por

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medio de un vuelo prolongado sus dos grandes sa-cos de la tráquea. Esas enormes redomas que sehartan de cielo, empujan entonces las partes inferio-res del abdomen y permiten la aparición del órgano.Tal es todo el secreto fisiológico, bastante, vulgardirán algunos, casi enojoso afirmarán los demás, deladmirable vuelo de los amantes, de la deslumbrado-ra persecución de estas bodas magníficas.

VIII

Y nosotros -se pregunta un poeta- ¿tendremosentonces que regocijarnos siempre con la verdad?

Sí, a cada instante, con todos los motivos, entodas las cosas, regocijémonos, pero no con la ver-dad, lo que es imposible, puesto que ignoramosdónde se encuentra, sino con las pequeñas verdadesque entrevemos. Si alguna casualidad, algún recuer-do, alguna pasión, un motivo cualquiera en una pa-labra, hace que un objeto se muestre a nosotros máshermoso que a los demás, que ese motivo nos seagrato. Quizá no sea más que error: el error no impi-de que, cuando el objeto nos parece más admirable,sea precisamente el momento en que tenemos másprobabilidades de vislumbrar su verdad. La belleza

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que le atribuimos dirige nuestra atención a su her-mosura y su grandeza reales, que no son fáciles dedescubrir y se encuentran en las relaciones necesa-rias de todo objeto con leyes, con fuerzas generalesy eternas. La facultad de admirar que hayamos he-cho nacer a propósito de una ilusión, no se perderápara la verdad que ha de llegar tarde o temprano.Con palabras, con sentimientos, con el calor desa-rrollado por antiguas bellezas imaginarias, la huma-nidad acoge hoy verdades que quizá no hubierannacido ni hubieran podido encontrar medio propi-cio si esas sacrificadas ilusiones no hubiesen co-menzado por habitar y confortar el corazón y larazón a que las verdades van a descender. ¡Feliceslos ojos que no necesitan de la ilusión para ver queel espectáculo es grande! La ilusión es la que enseñaa los demás a contemplar, admirar, y regocijarse, ypor alto que miren, nunca mirarán demasiado arri-ba. Al acercarse a la verdad se eleva; al admirarla,uno se le aproxima. Y por alto que se regocijen,nunca se regocijarán en el vacío ni más arriba de laverdad ignota y eterna, que es, por encima de, todaslas cosas, como la belleza en suspenso.

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IX

¿Quiere esto decir que debemos apegarnos a lasmentiras, a una poesía voluntaria o ideal, y que, afalta de algo mejor, sólo nos regocijaremos conellas? ¿Quiere esto decir que en el ejemplo que te-nemos ante los ojos no es nada en sí, pero nos de-tenemos en él porque representa otros mil y todanuestra actitud frente a diversos órdenes de verda-des, quiere esto decir que en este ejemplo descuida-remos la explicación fisiológica para saborear sólo laemoción de este «vuelo nupcial» que, cualquiera quesea su causa, es uno de los más bellos, actos líricosde la fuerza repentinamente desinteresada e irresis-tible a que obedecen todos los seres vivientes y quese llama el amor? Nada sería más pueril, nada másimposible, gracias a las excelentes costumbres quehan tomado hoy todos los espíritus de buena fe.

Admitimos evidentemente el simple hecho de laaparición del órgano de la abeja macho, que nopuede ocurrir sino a consecuencia de la hinchazónde las vesículas de la tráquea, porque el indiscutible,Pero si nos contentáramos con ello si no miráramosmás allá, si indujéramos de ahí que todo pensa-

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miento que va demasiado lejos y demasiado alto seequivoca necesariamente y que la verdad se en-cuentra siempre en el detalle material; si no buscá-ramos, donde quiera que sea, en incertidumbres amenudo más vastas que las que nos ha obligado aabandonar una pequeña explicación, por ejemplo enel extraño misterio de la fecundación cruzada, en laperpetuidad de la especie y de la vida, en el plan dela Naturaleza; si no buscáramos en ello una conti-nuación de la explicación, una prolongación de be-lleza y de grandeza en lo desconocido, casi meatrevo a asegurar que pasaríamos la existencia a mu-cha mayor distancia de la verdad que los mismosque se obstinan ciegamente en la interpretaciónpoética e imaginaria de esas maravillosas bodas. Seengañan evidentemente acerca de la forma o el ma-tiz de la verdad, pero viven mucho mejor que losque se jactaban de tenerla completa entre las ma-nos, bajo su impresión y en su atmósfera. Estánpreparados para recibirla, hay dentro de ellos unespacio más hospitalario, y si no la ven, tienden porlo menos la mirada hacia el sitio de belleza y gran-deza en que es saludable creer que se encuentra.

Ignoramos el fin de la Naturaleza, que para no-sotros es la verdad dominadora de todas las demás.

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Pero, por el tenor mismo de esa verdad, para man-tener en nuestra alma el ardor de su investigación,es necesario que la creamos grande. Y si un día te-nemos que reconocer que nos hemos extraviado,que es pequeña e incoherente, descubriremos supequeñez gracias a la animación que nos había dadosu presunta grandeza, y cuando esa pequeñez seaindudable, ella misma nos enseñará lo que debemoshacer. Entretanto, para correr en su busca no esexagerado poner en movimiento todo cuanto de,más poderoso y audaz posean nuestra razón ynuestro corazón. Y aun cuando la última palabraresultara miserable y mezquina, no sería poco haberpuesto en claro la pequeñez y la inutilidad del objetode la Naturaleza.

X

«Todavía no hay verdad para nosotros» declameuno de los grandes fisiólogos de esta época, mien-tras nos paseábamos por la campiña; todavía no hayverdad, pero por todas partes hay muy buenas apa-riencias de verdad. Cada cual hace su elección o másbien la admite, y esa elección que admite o que hacea menudo sin reflexionar y a la que se ciñe, deter-

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mina la forma y la conducta de todo cuanto penetraen él. El amigo con quien nos encontramos, la mu-jer que se adelanta sonriendo, el amor que entreabrenuestro corazón, la muerte o la tristeza que lo cie-rran, este cielo de septiembre que contemplamos,este jardín soberbio y encantador en que se ve comoen la Psyché de Corneille, canastillos de follaje sos-tenidos por términos dorados, el rebaño que pace yel pastor dormido, las últimas casas de la aldea, elOcéano vislumbrado entre los árboles, todo se in-clina o se yergue, todo se adorna se desnuda antesde entrar en nosotros, de acuerdo con la pequeñaseñal que le hace nuestra elección. Aprendamos aelegir la, apariencia. En el ocaso de, una vida en quetanto he buscado la verdad en detalle y la causa físi-ca, comienzo a amar, no lo que aleja, de ellas, sinolo que las precede y sobre todo lo que las ultrapasaun poco. Habíamos llegado a lo alto de una mesetade la comarca de Caux, en Normandía, ondulada yflexible como un parque inglés, pero un parque na-tural y sin límites. Aquel es uno de los escasospuntos del globo en que la campiña se ostentacompletamente sana, de un verde sin desfalleci-miento. Algo más al Norte, la aspereza la amenaza;algo más al Sur, el sol la fatiga y la tuesta. Al extre-

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mo de un llano que se extendía, hasta el mar, varioscampesinos levantaban una hacina.

Mire usted - me dijo - vistos desde aquí, esoscampesinos son hermosos. Están construyendo algotan sencillo y tan importante, que es, por excelencia,el monumento feliz y casi invariable, de la vida hu-mana que se fija: una hacina de trigo. La distancia, elaire de la tarde, hacen de sus gritos de alegría unaespecie de cántico sin palabras que contesta al noblecántico del follaje que habla sobre nuestras cabezas.Encima de, ellos, el cielo está magnifico, como siespíritus benéficos, provistos, de palmas de fuego,hubieran barrido toda la luz hacia el lado de la haci-na, para alumbrar más largo tiempo el trabajo. Y lahuella de las palmas ha quedado en el azul. Mireusted la humilde iglesia que los domina y los vigila,en mitad de la cuesta, entre los redondeados tilos yel césped del cementerio familiar que contempla elocéano natal. Elevan armoniosamente su monu-mento de vida bajo los monumentos de sus muer-tos, que hicieron los mismos ademanes y que noestán ausentes.

Abarque usted el conjunto: no hay un solo deta-lle demasiado especial, demasiado característico,tales como se veían en Inglaterra, en Provenza o en

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Holanda. Este es el cuadro amplio y lo bastante tri-vial para ser simbólico, de una vida natural y feliz.Mire usted la euritmia de la existencia humana enesos movimientos útiles. Observe usted el hombreque maneja los caballos, el cuerpo del que tiende elhaz de trigo en la horquilla, las mujeres inclinadassobre las espigas y los niños que juegan... No hanapartado una piedra ni movido una palada de tierrapara embellecer el paisaje; no dan un paso, noplantan un árbol, no siembran una flor que no seannecesarios. Todo este cuadro no es más que el in-voluntario resultado del esfuerzo del hombre parasubsistir un momento en la Naturaleza, y, sin em-bargo, aquellos de entre nosotros que no tienen máspreocupación que imaginar o crear espectáculos depaz, de gracia o de pensamiento profundo, no hanhallado nada más perfecto y acaban sencillamentepor pintar o describir esto, cuando quieren repre-sentarnos belleza o felicidad. He ahí la primer apa-riencia, que algunos llaman la verdad.

XI

Acerquémonos ¿Comprende usted el canto quetan bien contestaba al follaje de los grandes árboles?

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Está compuesto de palabrotas y de injurias, y cuan-do la risa estalla es porque un hombre o una mujerlanza una obscenidad, o porque se burlan del másdébil, del jorobado que no puede levantar su carga,del cojo que hacen rodar por tierra, del idiota quesirve de hazmereir.

Hace ya muchos años que los observo. Estamosen Normandía; la tierra es fértil y fácil. Hay en tornode esa hacina un poco más de bienestar del que su-pone en otras partes una escena de este género. Porconsiguiente, la mayoría de los hombres son alco-holistas y muchas mujeres también. Otro venenoque no tengo para qué nombrar, corroe también laraza. A él y al alcohol se les deben esos niños que veusted ahí: ese enano, ese escrofuloso, ese patizam-bo, ese labio leporino y ese hidrocéfalo. Todosellos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, tienenlos vicios comunes al campesino. Son brutales, hi-pócritas, mentirosos, rapaces, maldicientes, descon-fiados, envidiosos, inclinados a las pequeñasganancias ilícitas, a las bajas, interpretaciones, a laadulación, al más fuerte. La necesidad los reúne ylos obliga a ayudarse, pero el secreto anhelo de to-dos es hacerse mutuo, daño, apenas puedan hacér-selo sin peligro. La desgracia ajena es el único placer

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serio de la aldea. Un gran infortunio es en ella ob-jeto, largo tiempo acariciado, de cazurra delectación.Se espían, se celan, se desprecian, se detestan.Mientras son pobres, alimentan contra la dureza y laavaricia de sus amos un odio reconcentrado y terri-ble, y apenas tienen criados a su vez, aprovechan laexperiencia de la servidumbre para sobrepasar ladureza y la, avaricia de que fueron víctimas.

Podría presentar el detalle de las mezquindades,rapacerías, tiranías, injusticias, rencores que animaneste trabajo bañado de espacio y de paz. No creausted que la vista de este cielo admirable, del marque tiende detrás de la iglesia otro cielo más sensibleque fluye sobre la tierra como un gran espejo deconciencia y de sabiduría, no crea usted que todoeso los ensanche y los eleve. Nunca lo han mirado.Nada conmueve ni conduce sus pensamientos, fue-ra de tres o cuatro temores circunscriptos: temor alhambre, temor a la fuerza, a la opinión y la ley, y enla hora de la muerte, el terror del infierno. Para de-mostrar lo que son, habría que tomarlos uno poruno. Mire usted ese alto, que está a la izquierda, esede aire jovial, que lanza tan gruesos haces. El veranopasado, sus amigos le rompieron el brazo derechoen una riña de taberna. Le reduje la fractura, que era

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peligrosa Y complicada. Le asistí largo tiempo, le dicon que vivir mientras no podía volver al trabajo.Iba todos los días a casa. Aprovechó la circunstan-cia para hacer correr la voz por la aldea que me ha-bía sorprendido en brazos de mi cuñada, y que mimadre se embriagaba. No es perverso y no me odia;al. contrario, observe usted que su rostro se iluminacon una buena y sincera sonrisa en cuanto me ve.Tampoco lo impulsaba el odio social. El campesinono odia al rico; respeta demasiado la riqueza. Perocreo que mi buen gañán no comprendía por qué loasistía yo sin sacar provecho de ello. Sospecha algu-na mala intención, y no quiere ser víctima de ella.Más de uno, más rico o más pobre, había hechoantes que, él lo mismo o peor... No creía mentir alpropagar esas invenciones: obedecía a una ordenconfusa de la moralidad ambiente. Contestaba sinsaberlo, y a pesar suyo, por decirlo así, el deseo om-nipotente de la malevolencia general... Pero, ¿a quéterminar un cuadro que conocen cuantos han vividoalgunos años en el campo? He ahí la segunda apa-riencia que la mayoría llama la verdad. Es la verdadde la vida necesaria. Es indudable que descansa so-bre los hechos más preciosos, sobre los únicos quetodo hombre puede observar y comprobar.

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XII

Sentémonos sobre estos haces -continuó- y si-gamos mirando. No rechacemos ninguno de loshechos de detalle que forman la realidad que he di-cho. Dejemos que se alejen por sí mismo en el es-pacio. Atestan el primer término, pero hay quereconocer que tras ellos hay, una gran fuerza, bienadmirable, que sostiene todo el conjunto. ¿Lo sos-tiene solamente? ¿no lo eleva? Esos hombres quevemos no son ya por entero los animales silvestresde La Bruyére que tenían algo como una voz arti-culada, y se retiraban por la noche a su cubil, dondevivían de pan negro, agua y raíces ... La raza, medirá usted, es menos fuerte y menos sana; es posi-ble; el alcohol y el otro azote son accidentes que lahumanidad tiene que dejar atrás, son quizá pruebasde las que algunos de nuestros órganos, los órganosnerviosos, por ejemplo, sacarán provecho, porquevemos regularmente que la vida aprovecha de losmales que sobrelleva. Por lo demás, cualquier cosaque puede encontrarse mañana bastará para hacer-los inofensivos. No es eso, pues, lo que nos obliga a

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restringir nuestra mirada. Esos hombres tienen pen-samientos que aun no tenían los de La Bruyère.»

-Prefiero la bestia sencilla y desnuda a la odiosasemibestia- murmuré.

-Habla usted así, de acuerdo con la primera apa-riencia, la de los poetas, que hemos visto ya, -replicó. -No la mezclemos con la que estamos exa-minando. Esas ideas y esos sentimientos son estre-chos y bajos, si usted quiere, pero lo que es pequeñoy bajo es ya mejor que lo que no es nada. No se sir-ven de ellos sino para perjudicarse y persistir en lamedianía en que se hallan; pero así sucede muy amenudo en la Naturaleza. Los dones que éstaacuerda no sirven en un principio sino para el mal,para empeorar lo que parecía querer mejorar; pero,al fin de cuentas, de todo ese mal resulta siemprecierto bien. Por otra parte, no me empeño en pro-bar el progreso; según el punto de que se le conside-re, es algo muy pequeño o muy grande. Hacer unpoco menos servil, un poco menos penosa la condi-ción humana, es un punto enorme, es quizá el idealmás seguro; pero, avaluada por el espíritu despren-dido un instante de las consecuencias materiales, ladistancia que media entre el hombre que marcha ala cabeza del progreso y el que se arrastra ciega-

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mente tras él, no es muy considerable. Entre estosjóvenes rústicos cuyo cerebro sólo frecuentado porideas informes, hay varios en quienes se halla la po-sibilidad de alcanzar en poco tiempo al grado deconciencia en que vivimos ambos. Sorprende a me-nudo el insignificante intervalo que separa la in-consciencia de esta gente, que uno se imaginacompleta, de la conciencia que se juzga más elevada,pero ¿ de qué está formada esta conciencia que nosenorgullece tanto? De mucha más sombra que luz,de mucha más ignorancia adquirida que ciencia, demuchas más cosas que sabemos que hay que renun-ciar a conocer, que de cosas que conozcamos. Sinembargo, es toda nuestra dignidad, nuestra grandezamás real, y probablemente el fenómeno más sor-prendente de este mundo. Ella es la que nos permitelevantar la frente ante un principio desconocido ydecirle: Te ignoro, pero hay algo en mi que te abar-ca ya. Quizás me destruyas, pero si no es para, for-mar con mis despojos un organismo mejor que elmío, te mostrarás inferior a lo que soy, y el silencioque siga a la muerte de la especie a que pertenezco,te hará saber que has sido juzgado. Y si no eres si-quiera capaz de preocuparte, de ser justamente juz-gado, ¿qué importa tu secreto? No nos empeñamos

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en penetrarlo. Has producido por casualidad un serque no tenías cualidades para producir. Fortuna espara él que lo hayas suprimido por una casualidadcontraria, antes de que midiera el fondo de tu in-consciencia, fortuna mayor aún no sobrevivir a laserie infinita de tu horrible, experimento. Nada teníaque hacer en un mundo en que su inteligencia norespondía a ninguna inteligencia eterna, en que sudeseo de algo mejor no podía arribar a bien real al-guno.

Una vez más: el progreso no es necesario para elespectáculo que nos apasiona. Basta el enigma, y eseenigma es tan grande, tiene tanto resplandor miste-rioso en los campesinos como en nosotros mismos.Se le encuentra en todas partes cuando se sigue lavida hasta su principio omnipotente. De siglo ensiglo modificamos el epíteto de ese principio. Loshubo precisos y consoladores. Debió reconocerseque ese, consuelo y esa precisión eran ilusorios. Pe-ro, que lo llamemos Dios, Providencia, Naturaleza,Casualidad, Vida, Destino, el misterio continúasiendo el mismo, y todo lo que, nos han enseñadomillares de años de experiencia, es que le demos unnombre más vasto, más cercano a nosotros másflexible, más dócil a la expectativa y a lo imprevisto.

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Es el que lleva hoy y por eso nunca pareció másgrande. He ahí uno de los numerosos aspectos de latercera apariencia, y esta es la última verdad.

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LIBRO SEXTO

La matanza de los zánganos

I

Después de la fecundación de las reinas, si elcielo continúa claro y cálido el aire, si el polen y elnéctar abundan en las flores, las obreras, por unaespecie de olvidadiza indulgencia, o quizá por exce-siva previsión, toleran algún tiempo más la presen-cia importuna y ruinosa de los zanganos. Estos seconducen en la colmena como los pretendientes dePenélope en la casa de Ulises. Llevan en plena fran-cachela y gaudeamus, la ociosa existencia de amanteshonorarios, pródigos y sin delicadeza; satisfechos,barrigones, llenan las avenidas, obstruyen los pasa-dizos, dificultan el trabajo, atropellan, son atropella-

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dos, y se les ve azorados, importantes, hinchados dedesdén, aturdidos y sin malicia, pero despreciadoscon inteligencia, y segunda intención, inconscientesde la exasperación que va acumulándose contraellos y del destino que los aguarda. Eligen paradormitar a sus anchas el rincón más tibio de la mo-rada, se levantan perezosamente para ir a chupar enlas celdas abiertas la miel más perfumada, y manci-llan con sus excrementos los panales que frecuen-tan.

Las pacientes obreras miran el porvenir y repa-ran silenciosamente los desperfectos. De mediodía alas tres de la tarde, cuando la campiña azulada tiem-bla de fatiga feliz bajo la mirada invencible del solde julio o de agosto, aparecen en el umbral. Llevanun casco formado de enormes perlas negras, dosaltos penachos animados, un jabón de terciopeloleonado y frotado de luz, una melena heroica, uncuádruple manto rígido y translúcido, hacen un rui-do terrible, apartan las centinelas, derriban a lasventiladoras, tropiezan con las obreras que llegancargadas de botín. Tienen el andar atareado, extra-vagante e intolerante de dioses indispensables quesalen en tumulto a cumplir algún gran designio ig-norado por el vulgo. Uno tras otro afrontan el espa-

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cio, gloriosos, irresistibles, y van tranquilamente aposarse en las flores más vecinas, donde duermenhasta que el fresco de la tarde los despierta. Enton-ces vuelven a la colmena en el mismo torbellinoimperioso, y siempre desbordantes del mismo grandesignio intransigente; corren a las despensas, hun-den la cabeza hasta el cuello en las cubas de miel, sehinchan como ánforas para reparar las agotadasfuerzas, y ganan con pesado paso el buen sueño sinpesadillas ni preocupaciones que los recoge hasta supróxima, comida.

II

Pero la paciencia de las abejas no es igual a la delos hombres. Una mañana comienza a circular porla colmena la consigna esperada, y las apaciblesobreras se transforman en jueces y verdugos. No sesabe quién da la consigna; emana de repente de laindignación fría y razonada de las trabajadoras, y deacuerdo con el genio de la república unánime tanpronto como se pronuncia llena todos los corazo-nes. Una parte del pueblo renuncia a salir en buscade botín para consagrarse aquel día a la obra justi-ciera. Los gordos holgazanes dormidos en descui-

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dados racimos sobre las paredes melíferas, sonarrancados bruscamente de su sueño por un ejércitode vírgenes irritadas. Se despiertan beatíficos y sor-prendidos, no pueden dar crédito a sus ojos, y suasombro logra apenas asomar a través de su pereza,como un rayo de luna a través del agua de un pan-tano. Se imaginan víctimas de un error, miran entorno suyo estupefactos, y la idea matriz de su vidase reanima en sus torpes cerebros, y les hace dar unpaso hacia las cunas de miel para reconfortarse enellas.

Pero pasó ya el tiempo de la miel de mayo, delvino flor de los tilos, de la franca ambrosía de lasalvia, del serpol, del trébol blanco, de la mejorana.En lugar del libre acceso a los buenos depósitos re-bosantes que abrían bajo sus bocas sus brocales decera, complacientes y azucarados, encuentran entorno un ardiente matorral de dardos emponzoña-dos que se erizan. La atmósfera de la ciudad hacambiado. El amigable perfume del néctar ha cedi-do su lugar al acre olor del veneno cuyas mil gotitasresplandecen en la punta de los aguijones y propa-gan el rencor y el odio. Antes de haberse dadocuenta del derrumbamiento inaudito de todo sudestino de ocio y de regalo, en el trastorno de las

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leyes dichosas de la ciudad, cada uno de los azora-dos parásitos se ve asaltado por tres o cuatro ajusti-ciadoras que se esfuerzan por cortarles las alas,aserrarles el peciolo que une el abdomen al tórax,amputarles las febriles antenas, dislocarles las patas,dar con una juntura de los anillos de la coraza parahundir en ella su dardo. Enormes pero inertes, des-provistos de aguijón no piensan siquiera en defen-derse, tratan de escapar ú oponen únicamente sumasa obtusa a los golpes que los abruman. Derriba-dos de espaldas, agitan torpemente, en el extremode sus poderosas patas, a las enemigas que no suel-tan su presa, o girando sobre sí mismos arrastran elgrupo entero en un torbellino loco pero pronto ex-hausto. Al cabo de cierto tiempo están en un estadotan lamentable, que la piedad, que nunca está muylejos de la justicia en el fondo de nuestro corazón,acude a toda prisa y pediría gracia aunque inútil-mente, a las duras obreras que sólo reconocen la leyprofunda y seca de la Naturaleza. Las alas de losdesdichados quedan laceradas, los tarsos arranca-dos, las antenas roídas, y sus magníficos ojos ne-gros, espejos de las flores exuberantes, reverberosdel azur y de la inocente arrogancia del estío, dulci-ficados entonces por el sufrimiento, no reflejan ya

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más que el desconsuelo y la angustia del fin. Losunos sucumben a sus heridas y son inmediatamentearrastrados por dos o tres de sus verdugos a los le-janos cementerios. Otros, menos heridos, logranrefugiarse en algún rincón en que se amontonan ydonde una guardia inexorable los bloquea, hasta quese mueran de inanición. Muchos logran ganar lapuerta y escapar al espacio arrastrando a sus adver-sarias, pero, al caer la tarde, hostigados por el ham-bre y el frío, vuelven en masa a la entrada de lacolmena, implorando un abrigo. Tropiezan con otraguardia, inflexible. Al día siguiente, a su primer sali-da, las obreras barren el, umbral en que se amonto-nan los cadáveres de los gigantes inútiles, y elrecuerdo de la raza ociosa se extingue en la ciudadhasta la siguiente primavera.

III

La matanza, se realiza a menudo el mismo díaen gran número de colonias del colmenar. Las másricas, las mejor gobernadas dan la señal. Algunosdías después las imitan las pequeñas repúblicas me-nos prósperas. Los pueblos más pobres, los másdébiles, aquellos cuya madre está ya muy vieja y casi

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estéril, para no abandonar la esperanza de ver fe-cunda a la joven reina que aguardan y que todavíapuede nacer, son los únicos que mantienen a suszánganos hasta la entrada del invierno. Entoncessobreviene la miseria inevitable, y la tribu entera,madre, parásitos, obreras, se amontona en un grupohambriento y estrechamente, enlazado que pereceen silencio en la sombra de la colmena, antes de lasprimeras nieves.

Después de la ejecución de los ociosos en lasciudades populosas y opulentas, el trabajo se reanu-da, pero con ardor decreciente porque el néctar co-mienza a escasear. Las grandes fiestas y los grandesdramas han pasado. El cuerpo milagroso con susguirnaldas de millares y millares de almas, el noblemonstruo sin suelo, alimentado de flores y de rocío,la gloriosa colmena de los hermosos días de julio, vaadormeciéndose gradualmente, y su tibio aliento,cargado de perfumes, se alarga y se congela. La mielde otoño, para completar las provisiones indispen-sables, va acumulándose, sin embargo, en las mura-llas nutricias, y los últimos depósitos son selladoscon el incorruptible sello de cera blanca. Césase deedificar, los nacimientos disminuyen, las muertes semultiplican, las noches se alargan, los días se acor-

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tan. La lluvia y los vientos inclementes, las brumasmatutinas, las emboscadas de la sombra demasiadorápida, arrebatan centenares de trabajadoras que novuelven más, y todo el pequeño pueblo, tan ávidode sol como las cigarras del Atica, siente que va ex-tendiéndose sobre él la helada amenazadora del in-vierno.

El hombre ha tomado su parte de la cosecha.Cada una de las buenas colmenas le ha ofrecidoochenta o cien libras de miel, y las más maravillosasle dan a veces doscientas, que representan enormescapas de luz licuada, inmensos campos de floresvisitadas, una por una mil veces cada día. Ahoralanza una postrer mirada a las colonias que seadormecen. Quita a las más ricas sus tesoros super-fluos para distribuirlos entre las empobrecidas porlos infortunios, siempre inmerecidos en ese mundolaborioso. Tapa y abriga, cuidadosamente las col-menas, entorna sus puertas, quita, los marcos inúti-les, y entrega las abejas a su gran sueño invernal.Estas se reúnen entonces en el centro de la colme-na, se contraen y se cuelgan de los panales que en-cierran las urnas fieles de las que ha de salir durantelos días helados, la substancia transformada del es-tío. La reina, se coloca en el medio, rodeada por su

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guardia. La primer fila de obreras se aferra a las cel-das selladas, cúbrelas una segunda fila, cubierta a suvez por la tercera, y así sucesivamente hasta la últi-ma que florida la envoltura. Cuando las abejas deesta envoltura sienten que el frío las invade, entranen la masa, siendo reemplazadas por otras que loson también más tarde. El colgado racimo es comouna esfera tibia y leonada que escinde las paredes demiel, y que sube o baja, avanzan o retroceden deuna manera imperceptible, a medida que van ago-tándose las celdas a que se agarra. -¡Porqué, al revésde lo que generalmente se cree, la vida invernal delas abejas se hace más lenta, pero no se detiene13.Por el zumbido concertado de sus alas, hermanitassobrevivientes de las llamas del sol, que se activan ose apaciguan según las fluctuaciones de la tempera-tura externa, mantienen en su esfera un calor inva-riable e igual al de un día de primavera. Esa secretaprimavera emana de la miel hermosa, que no es másque un rayo de calor anteriormente transmutado, yque vuelve a su primitiva forma. Circula por la esfe-ra como sangre generosa. Las abejas que permane- 13 Una colmena grande consume generalmente durante lainvernada- que nuestras comarcas dura alrededor de seis

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cen sobre los alvéolos rebosantes, la ofrecen a susvecinas que la transmiten a su vez. Pasa así de uñaen uña, de boca en boca, y llega a las extremidadesdel grupo que no tiene sino un pensamiento y undestino esparcido y reunido en millares de corazo-nes. Hace las veces del sol y de las flores, hasta que,su hermano mayor, el sol verdadero de la gran pri-mavera real, deslizando por la puerta entreabiertasus primeras tibias miradas en que renacen las vio-letas y las anémonas, despierta suavemente a lasobreras para decirles que el azur ha vuelto a ocuparsu sitio sobre el mundo, que el círculo ininterrum-pido que une la muerte con la vida, acaba de daruna vuelta sobre sí mismo y se ha reanimado otravez.

meses, es decir, desde octubre hasta principios de abril,- deveinte a treinta libras de miel.

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LIBRO SEPTIMO

El progreso de la especie.

I

Antes de cerrar este libro, como hemos cerradola colmena sobre el embotado silencio del invierno,quiero levantar una objeción que rara vez dejan dehacer aquellos a quienes se descubre la policía y laindustria sorprendente de las abejas. Si murmuran,todo ello es prodigioso pero inmutable. Hace milesde años que viven bajo notables leyes, pero hacemiles de años que esas leyes son las mismas. Hacemiles de años que construyen esos sorprendentespanales a los que nada se puede quitar ni añadir, yen los que se une, con perfección igual, la cienciadel químico a la del geómetra, del arquitecto y, del

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ingeniero, pero esos panales son exactamente igua-les a los que se encuentran en los sarcófagos o seven representados en las piedras y los papiros egip-cios. Cítesenos un solo hecho que señale el progre-so más mínimo, preséntesenos un detalle en quehayan innovado un punto en que hayan modificadosu rutina secular: nos inclinaremos entonces, y re-conoceremos que no sólo tienen un instinto admi-rable, sino una inteligencia con derecho acompararse con la del hombre, y a esperar comoella no se sabe, qué destino más alto que el de lamateria inconsciente y sumisa.

No es sólo el profano quien así habla, sino tam-bién entomólogos de la valía de Kirby y Spence, quehan usado del mismo argumento para negar a lasabejas toda inteligencia que no sea la que se agitavagamente en la estrecha cárcel de un instintoasombroso pero invariable. «Mostradnos -dicen- unsolo caso en que, empujadas por las circunstancias,hayan tenido la idea de substituir, por ejemplo, laarcilla o la argamasa a la cera y el propóleos, y con-vendremos en que son capaces de raciocinar.» Esteargumento que Romanes llama The question beggingargument y que también podría llamarse «el argu-mento insaciable» es de los más peligrosos, y aplica-

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do al hombre nos llevaría muy lejos. Bien conside-rado emana de ese «simple buen sentido» que hace amenudo tanto daño y que, contestaba a Galileo:«No es la tierra la que gira, puesto que veo el solque marcha por el cielo, remonta por la mañana ydesciende por la tarde, y nada puede prevalecer so-bre el testimonio de mis ojos.» El buen sentido esexcelente y necesario en el fondo de nuestro espíri-tu, pero con la condición de que lo vigile una in-quietud elevada, y le recuerde en caso necesario loinfinito de su ignorancia; de otro modo no es másque la rutina de las partes inferiores de nuestra inte-ligencia. Pero las mismas abejas han contestado a laobjeción de Kirby y Spence. Apenas se había for-mulado, cuando otro naturalista, Andrew Knight,que había untado con una especie de barniz hechode cera y trementina la corteza enferma de ciertosárboles, observó que sus abejas renunciaban porcompleto a cosechar propóleos y no hacían uso sinode aquella materia desconocida, pero inmediata-mente probada y adoptada, que hallaban lista ya yen abundancia en los alrededores de su mansión.

Por lo demás, la mitad de la ciencia y la prácticaapícolas es el arte de dar alas al espíritu de iniciativade la abeja, procurar a su inteligencia emprendedora

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la oportunidad de ejercer y hacer verdaderos descu-brimientos, verdaderas invenciones. Así, cuando elpolen escasea, en las flores y para cooperar a la críade las larvas y las ninfas que lo consumen en canti-dad enorme, los apicultores esparcen harina en lascercanías de la colmena. Es evidente que, en el esta-do natural en el seno de sus bosques natales o de losvalles asiáticos, en que probablemente, vieron la luzen la época terciaria, las abejas no encontraronsubstancia alguna de ese género. No obstante, si seha cuidado de «cebar» algunas, poniéndolas sobre laharina esparcida, éstas la palpan, la gustan, recono-cen sus cualidades más o menos equivalentes a lasdel polvillo de las antenas, vuelven a la colmena,anuncian la noticia a sus hermanas, y las recolecto-ras acuden al punto adonde se halla aquel alimentoinesperado e incomprensible, que en su memoriahereditaria debe ser inseparable del cáliz de las flo-res, donde desde hace tantos siglos su vuelo es tanvoluptuosa y tan suntuosamente acogido.

II

Hace apenas cien años es decir, desde los tra-bajos de Huber, que se ha comenzado a estudiar

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seriamente a las abejas y a descubrir las primerasverdades importantes que permiten observarlas confruto. Hace algo más de cincuenta años que, graciasa los panales y los marcos movibles de Dzlerzon yde Langstroth, se fundó la apicultura racional ypráctica y que la colmena ha cesado de ser la invio-lable mansión en que todo pasaba en un misterioque no podíamos penetrar sino después de que lamuerte lo había convertido en ruinas. Por último,hace apenas cincuenta años que los perfecciona-mientos del microscopio y del laboratorio del en-tomólogo han revelado el secreto preciso de losprincipales órganos de la obrera, de la madre y delos zánganos. ¿Hay que sorprenderse de que nuestraciencia sea tan corta como nuestra experiencia? Lasabejas viven desde hace millares de años, y nosotroslas observamos desde hace diez o doce lustros.Aunque quedara probado, que no ha cambiado na-da, en la colmena desde que la abrimos, ¿tendríamosderecho para deducir que nunca se ha modificadonada tampoco antes de que la hubiéramos interro-gado? ¿No sabemos, acaso, que en la evolución deuna especie, un siglo se pierde como una gota delluvia en los remolinos de un río, y que sobre la vidade la materia universal los milenarios pasan tan rá-

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pidamente como los años en la historia de un pue-blo?

III

Pero no está demostrado que las abejas no ha-yan variado en nada sus costumbres. Examinándo-las sin preocupación anterior, y sin salir del pequeñocampo iluminado por nuestra experiencia actual, sehallarán, por el contrario, variaciones muy sensibles.¿Y quién dirá las que se nos escapan? Un observa-dor que tuviera alrededor de ciento cincuenta vecesnuestra altura, y cerca de setecientas mil nuestrovolumen -tales son las relaciones de nuestra talla ypeso con las de la humilde mosca de miel - que noentendiera nuestro idioma y que estuviese dotado desentidos completamente distintos de los nuestros, sedaría cuenta de que han ocurrido transformacionesmateriales bastante curiosas en los dos últimos ter-cios de este siglo, pero ¿cómo podría formarse unaidea de nuestra, evolución moral, social, religiosa,política y económica?

Dentro de, un instante, la más verosímil de lashipótesis científicas nos permitirá vincular a nuestraabeja doméstica con la gran tribu de los Apianos en

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que se encuentran probablemente sus antepasados yque comprende todas las abejas silvestres14. Asisti-remos entonces a transformaciones fisiológicas, so-ciales, económicas, industriales, arquitectónicas, másextraordinarias que la de nuestra evolución humana.Por ahora nos concretaremos a nuestra abeja do-méstica propiamente dicha. Cuéntanse alrededor dedieciséis especies suficientemente distintas pero, enel fondo, trátese de la Apis Dorsata, la más grande,o de la Apis Florea, la más pequeña que se conozca,el insecto es exactamente el mismo, más o menosmodificado por el clima y las circunstancias a que hatenido que adaptarse. Todas esas especies no difie-ren, mucho más entre sí que un inglés de un español

14 He aquí el lugar que ocupa la abeja en la clasificación cien-tífica:

♦ Clase....................Insectos♦ Orden...................Himenópteros♦ Familia.................Apideos♦ Género..................Apis♦ Especie.................Mellifica

El término Mellifica es el de la clasificación de Lineo. Noes de los más felices, pues todos los Apideos, salvo quizáalgunas especies parásitas, son melíficos. Scopoli dice: cerife-ra; Réaumur doméstica, Geoffroy gregaria. La Apis ligustíca,la abeja italiana, es un variedad de la mellifica.

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o un japonés de un europeo. Limitando de esta ma-nera nuestras primeras observaciones, no consigna-remos aquí sino lo que ven nuestros propios ojos yen este mismo instante, sin la ayuda de hipótesisalguna, por verosímil o imperiosa que sea. No pasa-remos revista a todos los hechos que se podríaninvocar. Rápidamente enumerados, bastará con al-gunos de los más significativos.

IV

Y en primer lugar, la mejora más importante ymás radical, que en el hombre correspondería a in-mensos trabajos: la protección exterior de la comu-nidad.

Las abejas no habitan como nosotros en ciuda-des a cielo abierto y libradas al capricho del viento ylas borrascas, sino en ciudades cubiertas por enterocon una envoltura protectora. Ahora bien, en el es-tado natural y bajo un clima ideal no sucede lomismo. Si las abejas escucharan solamente el fondode su instinto, se limitarían a construir sus panales alaire libre. En las Indias, la Apis Dorsata no buscaávidamente los árboles huecos o las grietas de lasrocas. El enjambre se cuelga de la horquilla de una

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rama, y el panal se alarga, la reina pone las provisio-nes se acumulan sin otro abrigo que los cuerposmismos de las obreras. A veces se ha visto quenuestra abeja septentrional, engañada por un veranomuy suave volvía a ese instinto, y se han encontradoenjambres que vivían de esa manera, al aire libre, enmedio de un matorral15. Pero, hasta en las Indias,esta costumbre que parece innata, tiene enojosasconsecuencias. Inmoviliza un número tal de obre-ras, únicamente ocupadas en mantener el calor ne-cesario en torno de las que trabajan la cera y de lasque crían los huevecillos que la Apis Dorsata sus-pendida de las ramas no construye más que un solopanal. Por el contrario, el menor abrigo le permitoedificar cuatro, cinco y aun más, y refuerza propor-cionalmente la población y la prosperidad de la co-lonia. De modo que todas las razas de abejas de las

15 El caso es bastante frecuente entre los enjambres secunda-rios y terciarios porque son menos experimentados y menosprudentes que el enjambre primario; llevan a su cabeza unareina virgen y bersátil, y están casi compuestos por abejasmuy jóvenes en quienes el primitivo instinto habla tanto másalto cuanto que todavía ignoran los caprichos y el rigor denuestro bárbaro cielo. Por lo demás, ninguno de esos en-jambres sobrevive a los primeros cierzos del otoño, y van areunirse con las innumerables víctimas de los lentos y obscu-ros experimentos de la Naturaleza.

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regiones frías y templadas, han abandonado casi porcompleto este método primitivo. Es evidente que laselección natural ha sancionado la iniciativa inteli-gente del insecto, no dejando que sobrevivan anuestros inviernos sino las tribus más numerosas ymejor protegidas.

Lo que en un principio habla sido solamenteuna idea contraria al instinto, se ha convertido pocoa poco en una costumbre instintiva. Pero no es me-nos cierto que en un principio fue una idea audaz yprobablemente llena de observaciones, de experi-mentos y de raciocinios, renunciar de ese modo a laamplia luz natural y adorada, para fijarse en lasgrietas obscuras de un madero o de una caverna.Casi podría decirse que fue tan importante para eldestino de la abeja doméstica, como la invencióndel fuego para el del género humano.

V

Después de este gran progreso, que aun siendoantiguo y hereditario es sin embargo actual, encon-tramos una multitud de detalles infinitamente varia-bles, que nos prueban que la industria y la políticamisma de la colmena no están fijadas en fórmulas

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inquebrantables. Acabamos de hablar de la substitu-ción inteligente del polen por la harina y del propó-leos por el barniz artificial. Hemos visto con cuántahabilidad saben adecuar a sus necesidades las mora-das, desconcertantes a veces, en que se las introdu-ce. Hemos visto también con qué destreza,inmediata y sorprendente han sacado partido de lospanales de cera estampada, que se les ofreció. Aquí,la utilización ingeniosa de un fenómeno milagrosa-mente feliz pero incompleto, es absolutamente ex-traordinaria. A la verdad, han comprendido alhombre a media palabra. Figuraos que desde siglosatrás construyéramos nuestras ciudades, no conpiedras, cal y ladrillos, sino por medio de una subs-tancia maleable, penosamente secretada por órganosespeciales de nuestro cuerpo. Cierto día, un ser om-nipotente nos deposita en el seno de una fabulosaciudad. Reconocemos que está construida con unasubstancia igual a la que secretamos, pero en cuantoa todo lo demás es, un sueño cuya lógica misma,una lógica deformada y como reducida, y concen-trada, es más desconcertante que la misma incohe-rencia. Vese en ella nuestro plan ordinario, todo seencuentra en ella de acuerdo con lo que esperába-mos, pero en germen, y por decirlo así, aplastado

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por una fuerza prenatal que lo ha detenido en esbo-zo e impedido que se desarrolle. Las casas que de-ben tener cuatro o cinco metros de alto, formanpequeñas elevaciones que nuestras dos manos pue-den cubrir. Millares de paredes están trazadas porun rasgo, que encierra a la vez su contorno y la ma-terial con que se construirán. En otros puntos hayirregularidades que será necesario rectificar, abismosque tendrán que llenarse y relacionar armoniosa-mente con el conjunto, vastas superficies bambo-leantes que será menester apuntalar. Porque la obraes inesperada pero trunca y peligrosa. Fue concebi-da, por una inteligencia, soberana que ha adivinadola mayor parte de nuestros deseos, pero que moles-tada por su misma enormidad, no pudo realizarlasino muy groseramente. Trátase, pues, de organizartodo aquello, de sacar partido de, las menores in-tenciones del sobrenatural donante, de edificar enpocos días lo que por lo común ocupa años enteros,de renunciar a costumbres orgánicas, de trastornarde pies a cabeza. , los métodos de trabajo. El hom-bre necesitaría seguramente de toda su atención pa-ra resolver los problemas que surgirían, y para noperder nada de la ayuda así ofrecida por una magní-fica Providencia. Y poco más o menos, eso es lo

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que hacen las abejas en nuestras colmenas moder-nas16.

VI

He dicho que probablemente ni la misma políti-ca de las abejas permanece inmóvil. Es el punto másobscuro y más difícil de comprobar. No me deten-dré en la manera variable con que tratan a sus rei-nas, en las leyes de la enjambrazón propias de cadacolmena y que parecen transmitirse de generaciónen generación, etc. Pero al lado de estos hechos nosuficientemente determinados, hay otros, constantesy precisos que demuestran que todas las razas de laabeja doméstica no han llegado al mismo grado decivilización política, que se encuentran algunas enque el espíritu público anda a tientas todavía, y bus-ca quizá otra solución al problema regio. La abejasiria, por ejemplo, cría por lo común ciento veintereinas y a menudo más. En cambio, nuestra Apis

16 Ya que nos ocupamos por última vez de las construccio-nes de las abejas, apuntemos de paso una curiosa particulari-dad de la Apis Florea. Ciertos tabiques de sus celdas paramachos son cilíndricos en lugar de ser exagonales. Pareceque todavía no hubiera acabado de pasar de una forma a laotra, y de adoptar definitivamente la mejor.

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Mellifica cría, cuando mucho, diez o doce. Cheshirenos habla, de una colmena siria, en manera algunaanormal, en que descubrió veintiuna reinas madresmuertas, y noventa reinas vivas y libres. He ahí elpunto de partida o de llegada de una evolución so-cial bastante extraña, y que sería interesante estudiara fondo. Agreguemos que respecto a la cría de lasreinas, la abeja chipriota se acerca mucho a la siria.¿Trátase de un regreso, todavía inseguro, a la oligar-quía después del experimento monárquico, a la ma-ternidad múltiple, después de la única. De cualquiermodo la abeja siria y la chipriota, parientas muy cer-canas, de la egipcia y la italiana, son probablementelas primeras que haya domesticado el hombre. Porfin, una postrer observación nos hace ver más cla-ramente aún que las costumbres, la organizaciónprevisora de la colmena no son el resultado de unimpulso primitivo, mecánicamente seguido al travésde las edades y los climas diversos, sino que el espí-ritu que dirige la pequeña, república sabe darsecuenta de las circunstancias nuevas, adaptarse a ellasy sacar partido, como había aprendido a defenderlade los antiguos peligros. Transportada a Australia oa California, nuestra abeja negra cambia por com-pleto de costumbres. Al segundo o tercer año, des-

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pués de comprobar que el verano es perpetuo, quelas flores no faltan jamás, vive al día, se contentacon cosechar la miel y el polen necesarios para elconsumo cotidiano, y venciendo su observaciónreciente y razonada a su experiencia hereditaria, cesade hacer provisiones para el invierno17.Ni siquiera selogra mantenerlas en actividad sino quitándoles elfruto de su trabajo a medida que lo producen.

VII

Tal es lo que podemos ver con nuestros propiosojos. Se convendrá en que hay en ello algunos he-chos típicos y apropiados para conmover la opiniónde los que se persuaden de que toda inteligencia esinmóvil y todo porvenir inmutable, fuera de la inte-ligencia y el porvenir del hombre.

Pero, si aceptamos por un instante la hipótesisdel transformismo, el espectáculo se ensancha y sufulgor dudoso y grandioso llega bien pronto a tocarnuestros propios destinos. No es evidente, pero pa- 17 Un hecho análogo señalado por Buchner y probando laadaptacióna las circunstancias, no lenta, secular, inconscientey fatal, sino inmediata e inteligente: en las Barbadas, entre lasrefinerías en que durante el año entero encuentran ázucar enabundancia, cesan por completo de visitar las flores.

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ra quien lo observe con atención es difícil no reco-nocer que hay en la Naturaleza una voluntad quetiende a elevar una porción de la materia a un esta-do más sutil y quizá mejor, a penetrar poco a pocosu superficie con un fluido lleno de misterio quellamamos en un principio vida, en seguida, instintoy poco después inteligencia; a asegurar, a organizar,a facilitar la existencia de todo cuanto se anima paraun objeto desconocido. No es seguro, pero muchosejemplos que vemos en torno nuestro nos invitan asuponer que si se pudiera valuar la cantidad de ma-teria que desde su origen se ha elevado de ese mo-do, se hallaría que no ha cesado de crecer. Lorepito, la observación es frágil, pero es la única quehemos podido hacer sobre la fuerza oculta que nosconduce, y es mucho en un mundo en que nuestroprimer deber es la confianza en la vida, aun cuandono se descubriera en ella ninguna claridad alentado-ra, y mientras no haya una certidumbre contraria.

Sé todo lo que se puede decir contra la teoría deltransformismo. Tiene pruebas numerosas y argu-mentos muy poderosos, pero que, en rigor, no pro-ducen la convicción. No hay que entregarse nuncasin reservas a las verdades de la época en que se vi-ve. Puede que dentro de cien años muchos capítulos

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de nuestros libros que están impregnados de ésta,parecerán envejecidos como lo están hoy las obrasde los filósofos del siglo pasado, llenas de un hom-bre demasiado perfecto y que no existe, y tantaspáginas del siglo XVIII empequeñecidas por la ideadel dios rígido y mezquino de la tradición católica,deformada por tantas vanidades y mentiras. Noobstante, cuando no se puede saber la verdad deuna cosa, bueno es aceptar la hipótesis, que, en elinstante en que la casualidad nos hace nacer, se im-pone más imperiosamente a la razón. Podría asegu-rarse que es falsa, pero mientras se la cree verdaderaes útil, reanima los ánimos e impulsa las investiga-ciones en una nueva dirección. Para reemplazar es-tas suposiciones ingeniosas parecería a primera vistamás sensato decir sencillamente la verdad profunda:que no se sabe. Pero esa verdad sólo sería benéficasi estuviera probado que no se sabrá jamás. El en-tretanto nos mantendría en una inmovilidad másfunesta que las más enfadosas ilusiones. Estamoshechos de tal modo que nada nos arrastra más lejosni a mayor altura que los saltos de nuestros errores.Lo poco que hemos aprendido lo debemos en elfondo a hipótesis siempre aventuradas, a menudoabsurdas, y en su mayor parte menos circunspectas

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que la de hoy en día. Quizá fueran insensatas, peromantuvieron el ardor de la investigación. Si el quevigila el fuego de la posada humana es ciego o muyviejo, ¿qué le importa al viajero que tiene frío y queva a sentarse a su lado? Si el fuego no se ha apagadobajo su vigilancia, ha hecho lo que pudiera haberhecho el mejor. Transmitamos ese ardor, no sólointacto sino acrecido, y nada puede aumentarlomejor que esta hipótesis del transformismo que nosobliga a interrogar con método más severo y pasiónmás constante, todo cuanto existe sobre la tierra, ensus entrañas, en las profundidades del mar y en laextensión del cielo. ¿ Qué se le opone y qué se pon-drá en su lugar si la rechazamos? La gran confesiónde la ignorancia sapiente que se conoce pero quepor lo común está inactiva y desalienta la curiosidad,más necesaria para el hombre que la sabiduría mis-ma, o bien la hipótesis de, la fijeza de las especies yde la creación divina, que está menos demostradaque la nuestra, que aleja para siempre las partes vi-vas del problema y se liberta de lo inexplicable,prohibiéndose interrogarlo.

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VIII

Esta mañana de abril, en medio del jardín querenace bajo un divino rocío verde, ante los aciratesde rosas y de trémulas prímulas circundadas de tlas-pe blanco, que también se llama aliso o canastilla deplata, he vuelto a ver las silvestres abejas abuelas dela que está sometida a nuestros deseos, y he recor-dado las lecciones del viejo aficionado de la colme-na de Zelanda. Más de una vez me hizo pasear entrelos cuadros multicolores, dibujados y cuidados co-mo en tiempos del padre Cats, el buen poeta holan-dés, prosaico o inagotable. Formaban rosáceas,estrellas, guirnaldas, pendientes y girándulas al piede un oxiacanto o de un árbol frutal podado enforma de bola, de huso, o de pirámide, y el boj, vi-gilante como un perro de pastor, corría a lo largo delos bordes, para impedir que las flores invadieranlos caminos. Aprendí allí el nombre, y las costum-bres de, las independientes recolectoras que no mi-ramos jamás, tomándolas por moscas vulgares,avispas malhechoras o estúpidos coleópteros. Y, sinembargo, cada una de ellas lleva, bajo el doble parde alas que, la caracteriza en el país de los insectos,un plan de vida, los útiles y la idea de un destino

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diferente y a menudo maravilloso. He, aquí, en pri-mer lugar, las parientas más próximas de nuestrasabejas domésticas, los abejorros hirsutos y rechon-chos, a veces minúsculos, casi siempre enormes ycubiertos, como el hombre primitivo, con un in-forme sayo ceñido con anillos de cobre o de cina-brio. Son todavía semibárbaros, violentan loscálices, los desgarran si resisten, y penetran bajo losvelos satinados de las corolas como entraría el osode la caverna bajo la tienda de seda y perlas de unaprincesa bizantina.

Al lado, más grande que el mayor de ellos, pasaun monstruo vestido de tinieblas. Arde el fuegosombrío, verde y violáceo el Xylócopo, roe madera,el gigante del mundo melífico. Como séquito y pororden de talla, vienen los fúnebres Calicódomos, oabejas albañiles, vestidas de paño negro, que cons-truyen con arcilla y casquijo, mansiones tan durascomo la piedra. Luego, en revuelta confusión, vue-lan los Dasypódos y los Halictos, que se parecen alas avispas, los Andrenos, a menudo presa de unfantástico parásito, el Stylops, que transforma com-pletamente el aspecto de la víctima que ha elegido,los Panurgos, casi enanos y siempre abrumados bajopesadas cargas de polen, las 0smias multicolores que

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tienen cien industrias especiales. Una de ellas, laOsmia Papaveris, no se contenta con pedir a las flo-res el pan y el vino necesarios, corta de las corolasde la adormidera y la amapola, grandes jirones depúrpura, para tapizar regularmente con ellos el pala-cio de sus hijas. Otra abeja, la más pequeña de to-das, un grano de polvo que se cierne sobre cuatroalas eléctricas, el Megachilo centuncular, recorta enlas hojas de la rosa, perfectos semicírculos que secreerían cortados por un sacabocados, los pliega, losajusta y forma con ellos un estuche compuesto deuna serie de dedalitos perfectamente regulares, cadauno de los cuales es la celda de una larva. Pero ape-nas bastaría un libro entero para enumerar las cos-tumbres y las habilidades diversas de lamuchedumbre sedienta de miel que se agita en to-dos sentidos sobre las flores ávidas y pasivas, noviasencadenadas que aguardan el mensaje de amor con-ducido por distraídos huéspedes.

IX

Conócese cerca de cuatro mil quinientas espe-cies de abejas silvestres. Dicho se está que no lesvamos a pasar revista. Quizá algún día un estudio

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profundo, observaciones, y experimentos que no sehan hecho aquí, y que exigirían más de una vida dehombre, iluminen con decisiva luz la historia de laevolución de la abeja. Que yo sepa, hasta ahora esahistoria no ha sido metódicamente emprendida. Esde desear que lo sea, porque tocaría a más de unproblema tan grande como los de muchas historiashumanas. En cuanto a nosotros, sin afirmar nadamás, pues entramos en la región velada de las supo-siciones, nos contentaremos con seguir en su mar-cha hacia una existencia más inteligente, hacia unpoco más de bienestar y de seguridad, a una tribu dehimenópteros, y señalaremos con un simple rasgolos puntos salientes de esa ascensión varias vecesmilenaria. La tribu en cuestión es, ya lo sabemos, lade los Apianos18 cuyos rasgos esenciales están tanbien fijados y son tan distintos, que no nos estáprohibido creer que todos sus miembros desciendende un antepasado único. 18 Importa no confundir estos tres términos: Apinos, Apidosy Apitos que emplearemos sucesivamente y que tomamos dela clasificación de M. Emile Blanchard. La tribu apiana com-prende toda las familias de abejas. Los ápidos forman la pri-mera de esas familias y se subdividen en tres grupos: lasMeliponitas, las Apitas y las Bombitas. Por último, los Api-

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Los discípulos de Darwin, entre otros HermannMüller, consideran una pequeña abeja silvestre, es-parcida por todo el Universo, y llamada Prosopis,como la representante actual de la abeja primitiva deque deben haber nacido todas las abejas que cono-cemos hoy en día.

La infortunada Prosopis es a la habitante denuestras colmenas, poco más o menos lo que elhombre de las cavernas a los dichosos de nuestrasgrandes ciudades. Quizá sin advertirlo tengáis antelos ojos a la venerable abuela a la que probable-mente debemos la mayoría de nuestras flores y denuestros frutos. Se calcula, en efecto, que desapare-cerían más de cien mil especies de plantas si lasabejas cesaran de visitarlas, y si quién sabe quizánuestra misma civilización, porque todo se encade-na en estos misterios. Quizá la hayáis visto en algúnrincón abandonado del jardín, agitándose en tornode la maleza. Es bonita y viva; la que más abunda enFrancia; está elegantemente salpicada de blanco so-bre fondo negro. Pero esa elegancia oculta una des-nudez increíble. Lleva una vida de hambre. Casisiempre está poco menos que desnuda cuando sus

tos encierran las diversas variedades de nuestra abeja do-méstica.

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hermanas van vestidas de pieles abrigadas y suntuo-sas. No posee instrumento alguno de trabajo. Notiene canastilla para recoger el polen como los Api-dos, ni en su defecto el penacho coxal de las Adre-nas, ni el cepillo del vientre de la Gastrilégidas. Esmenester que recoja penosamente, valiéndose desus pequeñas garras, el polvo de los cálices y que lotrague para llevarlo a su cueva. No tiene más, he-rramientas que la lengua, la boca y las patas, pero lalengua es demasiado corta, las patas son débiles ylas mandíbulas sin fuerza. No pudiendo producircera, ni taladrar madera, ni cavar el suelo, practicadesmañadas galerías en la médula tierna de las zar-zas secas, instala allí algunas celdas toscamenteacomodadas, las provee de un poco de alimentodestinado a los hijos que no verá jamás, y luego,cumplida su pobre misión para un fin que no cono-ce y que no conocemos tampoco, se va a morir a unrincón, sola en el mundo, como había vivido.

X

Pasaremos por alto muchas especies intermediasen que podríamos ver alargarse poco a poco la len-gua, para chupar el néctar en el hueco de mayor

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número de corolas aparecer y desarrollarse el apa-rato colector del polen, pelos, penachos, cepillostibiales, tarsianos o ventrales, fortificarse las patas, ylas mandíbulas, formarse secreciones útiles, y al ge-nio que preside la construcción de las moradas,buscar y hallar en todos sentidos mejoras sorpren-dentes. Semejante estudio exigiría un libro. Sóloquiero esbozar un capítulo, menos que un capítulo,una página que nos muestra a través de las tentati-vas vacilantes de la voluntad de vivir y de ser másfelices, el nacimiento, el desarrollo y la consolida-ción de la inteligencia social.

Hemos visto revolotear a la desdichada Proso-pis, que lleva en silencio en este vasto Universo lle-no de fuerzas espantables, su pequeño destinosolitario. Cierto número de sus hermanas, pertene-cientes a razas ya mejor provistas de útiles y máshábiles, por ejemplo, las bien vestidas Coletas o lamaravillosa cortadora de las hojas del rosal, el Me-gaquillo centuncular, viven en el mismo profundoaislamiento, y si alguien se apega a ellas por casuali-dad, y ya a compartir su morada es, o un enemigo, omás posiblemente un parásito, porque el mundo delas abejas está poblado de fantasías, más extrañosque los nuestros, y más de una rama tiene una espe-

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cie de sombra misteriosa e inactiva, exactamenteigual a la víctima que elige, con la única diferenciade que, su pereza inmemorial le ha hecho- perderuno por uno todos los instrumentos de trabajo, y deque no puedo subsistir sino a costa del tipo laborio-so de su raza19.

Sin embargo, entre las abejas que se han llamadocon el nombre, quizá demasiado categórico de Api-dos Solitarios, ya se incuba el instinto social, seme-jante a una llama comprimida bajo el montón demateria que sofoca toda vida primitiva. Aquí y allí,en direcciones inesperadas, coja resplandores tími-dos y a veces extraños, como para reconocerlo, llegaa perforar la pira que la oprime y que algún día ali-mentará su triunfo.

19 Ejemplos - Los abejorros, que tienen como parásitos a losPsithyros, los Stelidos que viven a espensas de las Anthidias.«Estamos obligados a admitir» dice con mucha razón J. Pé-rez en Les Abeffles a propósito de la identidad frecuente delparásito y su víctima, -estamos obligados a admitir que losdos géneros no son sino dos formas de un mismo tipo y queestán unidos entre sí por la más estrecha afinidad. Para losnaturalistas que se adhieren a la doctrina del transformismo,este parentesco no es puramente ideal sino real. El géneroparásito no sería entonces más que una rama salida del géne-ro trabajador, y que ha perdido sus órganos de recolección aconsecuencia de su adaptación a la vida parásita.

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Si todo es materia en este mundo, en esto sesorprende el movimiento más inmaterial de la mate-ria. Se trata de pasar de la vida egoísta, precaria eincompleta, a la vida fraternal, algo más segura yalgo más dichosa. Se trata, de unir idealmente por elespíritu lo que está realmente separado por el cuer-po, de obtener que el individuo se sacrifique a laespecie, y de substituir lo que no se ve a las cosasque se ven. ¿Es tan asombroso, entonces, que lasabejas no realicen de un solo golpe lo que nosotros,que nos encontramos en el punto privilegiado dedonde el instinto irradia por todas partes sobre laconciencia, no hemos puesto en claro todavía?También es curioso, casi conmovedor, ver cómo lanueva idea anda primero a tientas en las tinieblasque envuelven todo cuanto nace sobre esta tierra.Sale de la materia y es todavía completamente mate-rial. No es, más que frío, hambre, miedo, transfor-mados en una cosa que, aún no tiene figura alguna.Se arrastra confusamente en torno de los grandespeligros, en torno de las largas noches de la proxi-midad del invierno, de un sueño equívoco que escasi igual a la muerte.

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XI

Como hemos visto va, los Xylócopos son pode-rosas abejas que taladran su nido en la madera seca.Viven siempre solitarias. Sin embargo, hacia el finaldel verano suelen hallarse algunos individuos de unaespecie particular, (Xy1ocopa Cyanescens), agrupadosfriolentamente, en un tallo de asfodelo, para pasar elinvierno en común. Esa tardía fraternidad es excep-cional en los Xylócopos, pero la costumbre es yainvariable en sus próximos parientes los Cerátinos.Es la idea que asoma. Pero se detiene al punto, yentre los Xylócopos no ha podido pasar hasta ahorade esa primer línea obscura del amor.

En otros Apianos la idea que se busca asumeotras formas. Los Chalicódomos de los cobertizos,que son abejas albañiles, los Dasypodos y los Ha-lictos, que excavan madrigueras, se reúnen en colo-nias numerosas para construir sus nidos. Pero esuna muchedumbre ilusoria, formada de solitarios.No hay entro ellos acuerdo, no hay acción común.Cada uno, profundamente aislado en medio de lamultitud, edifica su morada para él solo, sin ocupar-se del vecino. Es -dice J. Pérez- un simple concurso

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de individuos reunidos por los mismos gustos y lasmismas aptitudes en un mismo lugar, donde sepractica en todo su rigor la máxima de. cada cualpara sí; un amontonamiento de trabajadores, en fin,que sólo hace recordar al enjambre de una colmenapor su número y su ardor. Esas reuniones son, pues,la simple consecuencia, del gran número de indivi-duos que habitan la misma localidad. Pero, entre losPanurgos, primos de los Dasypodos, brota de re-pente una pequeña chispa de luz que ilumina la apa-rición de un sentimiento nuevo en la aglomeraciónfortuita. Se reúnen del mismo modo que las anterio-res, y cada una excava por su cuenta, su habitaciónsubterránea; pero la entrada, el pasadizo que condu-ce de la superficie del suelo a las madrigueras sepa-radas, es común. «Así -dice el mismo J. Pérez - paratodo lo que es el trabajo de las celdas, cada cualobra como si se hallara sola; pero todas utilizan lagalería de acceso; todas, en esto, aprovechan el tra-bajo de una sola, ahorrándose de ese modo el tiem-po y el esfuerzo de establecer una galería particular.» Sería interesante averiguar si ese mismo trabajopreliminar no se ejecuta en común, y si no se rele-van varias hembras para tomar parte sucesivamenteen él. Sea corno sea, la idea fraternal acaba de, per-

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forar la pared que separaba dos mundos. Ya no es elinvierno, el hambre o el horror de la muerte lo quela arranca al instinto, trastornada e irreconocible: lasugiere la vida activa. Pero esta vez, también, se de-tiene de pronto, no logra extenderse más en esa di-rección. -No importa; no se desanima por eso,ensaya otros caminos.

Y hela aquí penetrando entre los abejorros,donde madura, donde toma cuerpo en una atmósfe-ra diferente, donde opera los primeros milagros de-cisivos.

XII

Los abejorros, las gordas abejas velludas, sono-ras, temibles pero pacíficas, que todos conocemos,son en un principio solitarios. En los primeros díasde marzo, la hembra fecundada que ha sobrevividoal invierno, comienza, la construcción de su nido,sea, bajo tierra sea en un matorral, según la especie aque pertenece. Está sola en el mundo, en la prima-vera que despierta. Y limpia, excava, tapiza el sitioelegido.

Levanta enseguida, celdas de cera bastante in-formes, las provee de miel y de polen, pone, incuba

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los huevos, cuida y alimenta, las larvas que nacen, y,pronto se ve rodeada de una muchedumbre de hijasque la ayudan en sus trabajos de dentro y fuera decasa, y algunas de las cuales también comienzan aponer. El bienestar aumenta la construcción de lasceldas mejora, la colonia crece. La fundadora conti-núa siendo su alma y su madre principal, y está a lacabeza del reino, que es como el esbozo del denuestra abeja melífica. Esbozo por lo demás bas-tante grosero. Su prosperidad es siempre limitada,sus leyes mal definidas y obedecidas, el canibalismoy el infanticidio primitivos reaparecen de vez encuando, la arquitectura es informe y dispendiosa,pero la diferencia mayor entre ambas ciudades con-siste en que la una es permanente y la otra efímera.En efecto, la de los abejorros va a perecer toda en-tera en el otoño; sus cuatrocientos habitantes mori-rán sin dejar huella de su paso, toda su laborquedará dispersa, y sólo les sobrevivirá una hembraque, a la primavera siguiente, recomenzará en lamisma soledad y desnudez que su madre, el mismoinoficioso trabajo. Pero no por eso queda menosdemostrado que, esta vez, la idea ha tenido ya con-ciencia de su fuerza. En los abejorros no la vemostrasponer ese límite, pero inmediatamente después,

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fiel a su costumbre, por medio de una especie demetamorfosis infatigable, va a encarnarse, palpitanteaún por su último triunfo, todopoderosa y casi per-fecta, en otro grupo, el penúltimo de la raza, el queprecede inmediatamente a nuestra abeja domésticaque la corona; me refiero al grupo de los Meliponi-nos, que comprende las Meliponas y las Trigonastropicales.

XIII

Entre ellas todo está organizado como en nues-tras colmenas. Tienen una madre, probablementeúnica20, obreras estériles y machos.

Llegan hasta tener algunos detalles mejor orga-nizados. Por ejemplo, los machos no permanecencompletamente ociosos: secretan la cera. La entrada

20 No es seguro que el principio de la soberanía o de la ma-ternidad única sea rigurosamente respetado entre los Meli-poninos. Blanchard cree con razón que, hallándosedesprovistos de aguijones y no pudiendo, por consiguiente,matarse con tanta facilidad como las reinas abejas, proba-blemente viven varias hembras fecundas en la misma colme-na. Pero el hecho no ha podido ser comprobado hasta hoy, acausa del gran parecido que existe entre las hembras y lasobreras, y de la imposibilidad de criar meliponas en nuestrosclimas.

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de la ciudad se halla mejor defendida: una puerta lacierra durante las noches frías, y en las cálidas, lacubre una cortina que deja penetrar el aire.

Pero la república es menos fuerte, la vida gene-ral menos garantizada, la prosperidad menor queentre nuestras abejas, y en cualquier parte a que seintroduzcan éstas, los 'Meliponinos tienden a desa-parecer ante ellas. La idea fraternal se ha desarrolla-do igual y magníficamente en ambas razas, exceptoen un punto, en el que una de ellas no ha avanzadoun paso más allá de lo realizado en la estrecha fami-lia de los abejorros. Ese punto es la organizaciónmecánica del trabajo en común, la economía precisadel esfuerzo, en una palabra, la arquitectura de laciudad, manifiestamente inferior. Bastará con recor-dar lo que he dicho en el Libro III capítulo XVIIIde este volumen, agregando que en las colmenas denuestros Apidos, todas las celdas sirven indiferen-temente para la cría de los huevecillos y el almace-namiento de las provisiones y eso tanto tiempocuanto dura la ciudad misma, mientras que entre losMeliponinos, no pueden servir sino para un objeto,y las que forman las cimas de las jóvenes ninfas, sedestruyen después del nacimiento de éstas.

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Entre nuestras abejas domésticas es, pues, don-de la idea, ha alcanzado su forma más perfecta, y heaquí un cuadro tan rápido cuanto incompleto de, losmovimientos de esa idea. ¿ Se fijan esos movi-mientos una vez por todas en cada especie, y el lazoque los une existe sólo en nuestra imaginación? Noconstruyamos todavía, un sistema en esta regiónmal explorada. No arribemos sino a conclusionesprovisionales, y si lo deseamos, inclinémonos másbien hacia las más llenas de esperanza, porque sifuera absolutamente necesario elegir, algunos deste-llos nos indican ya que las más deseadas serán lasmás seguras. Por lo demás, reconozcamos nueva-mente que nuestra ignorancia es profunda. Estamosaprendiendo a abrir los ojos. Mil experimentos quepodrían hacerse no se han intentado siquiera. Porejemplo, las Prosopis, prisioneras y obligadas a vivirjuntas con sus semejantes, ¿podrían, a la larga, fran-quear el umbral de hierro de la soledad absoluta,aficionarse a la reunión como los Dasypodos, y ha-cer un esfuerzo fraternal semejante al de los Panur-gos? Los Panurgos, colocados a su vez encircunstancias impuestas y anormales, ¿pasarían delpasadizo común a la cámara común? Y ¿se les hadado a los Meliponinos panales de cera estapada?

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¿Se les han ofrecido ánforas artificiales, para reem-plazar sus curiosas ánforas de miel? ¿Las aceptarían?¿sacarían partido de ellas? ¿Cómo adaptarían suscostumbres a esa arquitectura insólita? Interroga-ciones que se dirigen a seres bien pequeños, y quesin embargo encierran la gran clave de nuestros ma-yores secretos. No podemos contestarlas, porquenuestra experiencia, data de ayer. Contando desde,Réaumur, hace cerca de siglo y medio que se obser-van las costumbres de ciertas abejas silvestres.Réanmur sólo conocía algunas, nosotros hemosestudiado algunas más; pero centenares, millaresquizá, no han sido interrogadas hasta aquí sino porviajeros ignorantes o apresurados. Las que conoce-mos desde los hermosos trabajos del autor de lasMemoires no han variado en nada sus costumbres, ylos abejorros que hacia 1730 se empolvaban de oro,vibraban como el deleitoso murmullo del sol y seatiborraban de miel en los jardines de Charenton,eran completamente iguales a los que, vuelto el mesde abril, zumbarán mañana a pocos pasos de allí, enel bosque de Vincennes. Pero de Réaumur a nues-tros días sólo media un abrir y cerrar de ojos, y va-rias vidas de hombres unidas por sus extremos, no

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forman sino un segundo en la historia de un pen-samiento de la Naturaleza...

XIV

Aunque la idea que hemos seguido con la mira-da haya asumido su forma suprema en nuestra abejadoméstica, eso no quiere decir que todo en la col-mena sea irreprochable. Una obra maestra, la celdahexagonal, alcanza en ella, desde todos los puntosde vista, la perfección absoluta, y todos los geniosreunidos no la podrían mejorar en nada. ¡Ningúnser viviente, ni el hombre mismo, ha realizado en elcentro de su esfera lo que la abeja en la suya; y sialguna inteligencia extraña a nuestro globo viniera apedir a la tierra el objeto más perfecto de la lógicade la vida, sería necesario presentarle el humildepanal de miel.

Pero todo no es igual a esa obra maestra. Yahemos notado al pasar algunas faltas y algunos erro-res, a, veces evidentes, a veces misteriosos: la supe-rabundancia y la ociosidad ruinosas de los machos,la partenogénesis, los riesgos del vuelo nupcial, laexcesiva enjambrazón, la carencia de piedad, el sa-crificio casi monstruoso del individuo a la sociedad.

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Agreguemos a esto una propensión extraña, a alma-cenar enormes cantidades de polen, que no utiliza-das se ponen rancias, se endurecen, atestaninútilmente los panales, el largo interregno estérilque media entre la primer enjambrazón y la fecun-dación de la segunda reina, etc., etc.

De todas estas faltas, la más grave, la que ennuestros climas es casi siempre fatal, es la repetidaenjambrazón. Pero no olvidemos que a este res-pecto, y desde hace millares de años, la selecciónnatural de la abeja doméstica, es contrariada por elhombre,. Desde el Egipto del tiempo de los Farao-nes hasta nuestros campesinos de hoy, el criador haobrado siempre contra los deseos y las ventajas dela especie. Las colmenas más prósperas son las quesólo lanzan un enjambre a principios del verano.Satisfacen de ese modo su deseo maternal, garanti-zan el mantenimiento de la casta, la renovación ne-cesaria de las reinas y el porvenir del enjambre que,numeroso y precoz, tiene tiempo de edificar mora-das sólidas y bien provistas antes de la llegada delotoño. Es, seguro que esas colmenas y sus vástagos,entregadas a sí mismas, únicos sobrevivientes de losrigores del invierno que habrían aniquilado casi re-gularmente las colonias animadas de otros instintos,

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hubieran fijado poco a poco en nuestras razas sep-tentrionales la regla de la enjambrazón limitada. Pe-ro el hombre ha destruido precisamente esascolmenas prudentes, opulentas y aclimatadas, paraapoderarse de su tesoro. No dejaba y no deja aún,en la práctica rutinaria, sobrevivir más que las colo-nias, castas agotadas, enjambres secundarios y ter-ciarlos, que tienen más o menos con qué pasar elinvierno, y a los que da algunos restos de miel paraque completen sus mezquinas provisiones. De estoresulta que, probablemente, la raza se ha debilitado,que la tendencia a la excesiva enjambrazón ha idodesarrollándose hereditariamente y que hoy, casitodas nuestras abejas, y especialmente las negras,enjambran demasiado. De algunos años, a esta par-te, los nuevos métodos de la apicultura «movilista»han venido a combatir esta peligrosa costumbre, ycuando se ve con cuánta rapidez obra la selecciónartificial sobre la mayor parte de nuestros animalesdomésticos, bueyes, perros, carneros, caballos, pa-lomas, por no citarlos todos, permitido es creer queantes de mucho tiempo tendremos una raza deabejas que renuncio casi completamente a la enjam-brazón natural y dedique todavía toda su actividad ala cosecha de miel y de polen.

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XV

Pero, una inteligencia que adquiriese más claraconciencia del objeto de la vida en común, ¿no po-dría libertarse de las demás faltas? Mucho habríaque decir sobre esas faltas que, tan pronto emanande lo ignoto de la colmena, tan pronto no son sinoconsecuencias de la enjambrazón y de sus errores,en los que hemos tomado parte. Pero, por lo que seha visto hasta ahora, cada cual puede, según sugusto, acordar o negar inteligencia a las abejas. Nome empeño en defenderlas, me parece que en másde una ocasión muestran discernimiento, pero aun-que, hicieran ciegamente lo que hacen, mi curiosi-dad no disminuiría. Es interesante ver que uncerebro encuentra en sí mismo recursos extraordi-narios para luchar contra el frío, el hambre, lamuerte, el tiempo, el espacio, la soledad, todos losenemigos de la materia que se anima; pero que unser logre mantener su pequeña vida complicada yprofunda sin exceder del instinto, sin hacer nadaque no sea muy común, es cosa tan interesantecuanto extraordinaria también. Lo maravilloso seconfunden y equivalen cuando se les coloca en su

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verdadero lugar en el seno de la Naturaleza. Ya nose trata de ellos, que llevan nombres usurpados, setrata de lo incomprensible y lo inexplicado, que de-ben detener nuestras miradas, regocijar nuestra acti-vidad y dar una forma nueva, y más justa a nuestrasideas, nuestros sentimientos y nuestras palabras.Hay sensatez en no detenerse en otra cosa.

XVI

Sea como sea, no tenemos calidad para juzgar ennombre de nuestra inteligencia, las faltas de las abe-jas. ¿No vemos acaso, entre nosotros, que la con-ciencia y la inteligencia viven largo tiempo en mediode los errores y las faltas, sin darse cuenta de ellas, ymucho mayor tiempo aún sin ponerles remedio? Siexiste un ser cuyo destino lo llame especial, casi or-gánicamente, a darse cuenta, a vivir y organizar lavida en común de acuerdo con la razón pura, es in-dudablemente el hombre. Sin embargo, ved lo quehace, y comparad las faltas de la colmena con las denuestra sociedad. Si fuésemos abejas que observarana los hombres, nuestro asombro sería grande alexaminar, por ejemplo, lo ilógico e injusto de la or-ganización del trabajo en una tribu de seres que, en

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otros puntos, nos parecerían dotados de una razóneminente. Veríamos la superficie de la tierra, únicafuente de toda la vida común, penosa e insuficien-temente cultivada por dos o tres décimos de, la po-blación total; otro décimo, completamente ocioso,absorbiendo la mejor parte de los productos de eseprimer trabajo; los otros siete décimos, condenadosa un hambre perpetua, extenuándose sin tregua enesfuerzos extraños y estériles, de que no aprovechanjamás, y que, sólo parecen servir para hacer máscomplicada e inexplicable la vida de los ociosos.Deduciríamos de ello que la, razón y el sentido mo-ral de esos seres pertenecen a un mundo completa-mente distinto del nuestro, y que obedecen aprincipios que no debemos abrigar la esperanza decomprender. Pero no llevemos más lejos esta revistade nuestras faltas. Están, por otra parte, siemprepresentes a nuestro espíritu. Verdad que hacen bienpoco con su presencia. Sólo de siglo en siglo se le-vanta una de ellas, sacude el sueño un instante, lan-za un grito de estupor, estira el dolorido brazo quesostenía la cabeza, cambia de postura, y vuelve adormirse hasta que un nuevo dolor, nacido de lastaciturnas fatigas del reposo, la despierte otra vez.

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XVII

Una vez admitida, la evolución de los Apidos, opor lo menos la de los Apinos, puesto que es másverosímil que su fijeza, ¿cuál es la dirección de esaevolución? Parece seguir la misma curva que lanuestra. Tiende visiblemente a aminorar el esfuerzo,la seguridad, la miseria, a aumentar el bienestar, lasprobabilidades favorables y la autoridad de la espe-cie. Para alcanzar este fin no vacila en sacrificar elindividuo, compensando con la fuerza y la felicidadcomunes, la independencia, por otra parte ilusoria ydesgraciada, de la soledad. Se diría que la Naturalezaconsidera como Pericles en Tucídides, que los indi-viduos, aun cuando sufran, son más felices en elseno de una ciudad cuya asamblea prospera, quecuando el individuo prospera y el Estado decae.Protege al esclavo laborioso en la ciudad poderosa,y abandona a los enemigos sin forma y sin nombreque habitan todos los minutos del tiempo y todaslas anfractuosidades del espacio, al pasajero sin de-beres en la asociación precaria. No es esta la opor-tunidad de discutir este, pensamiento de laNaturaleza ni de preguntarse si el hombre lo sigue,

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pero es, seguro que en todas aquellas partes dondela masa infinita nos permite sorprender la aparienciade una idea, la apariencia toma este camino cuyotérmino no es desconocido. En lo que a nosotros serefiere, bastará con hacer observar el cuidado conque la Naturaleza se dedica a conservar y a fijar enla raza que evoluciona, todo lo conquistado sobro lainercia hostil de la materia. Señala un paso a cadaesfuerzo feliz, y pone a través del retroceso quesería inevitable después del esfuerzo, no se sabe quéleyes especiales y benévolas. Ese progreso, que seríadifícil negar en las especies más inteligentes, no tie-ne quizá otro objeto que su movimiento mismo, eignora adónde va. De todas maneras, en un mundoen que nada, salvo algunos hechos de este género,indica una voluntad precisa, es bastante significativover que ciertos seres se elevan así, gradual y conti-nuamente, desde el día en que abrimos los ojos ; yaunque las abejas nos hubieran enseñado solamenteesa misteriosa espiral de fulgores en la noche omni-potente, ya sería lo bastante para no lamentar eltiempo consagrado al estudio de sus pequeños mo-vimientos y de sus humildes costumbres, tan aleja-das, y sin embargo tan próximas a nuestras grandespasiones y a nuestros destinos orgullosos.

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XVIII

Puede que todo esto sea vano y que nuestra es-piral de fulgores, lo mismo que la de las abejas, nose ilumine sino para divertir las tinieblas. Puedetambién que algún enorme incidente, emanado deafuera, de otro mundo, o de un fenómeno nuevo,dé repentinamente sentido definitivo a este esfuerzoo lo destruya definitivamente. Sigamos mientrastanto nuestro camino, como si nada anormal hu-biera de ocurrir.

Aunque supiéramos que mañana mismo una re-velación, una comunicación con un planeta más an-tiguo y más luminoso por ejemplo, había detrastornar nuestra Naturaleza, suprimir las pasiones,las. leyes y las verdades radicales de nuestro ser, lomás sensato sería consagrar todo este día de hoy ainteresarse en esas pasiones, esas leyes y esas verda-des, a armonizarlas en nuestro espíritu, a permane-cer fieles a nuestro destino, que es el de esclavizar yelevar algunos grados en nosotros mismos y en tor-no nuestro, las fuerzas obscuras de la vida. Posiblees que nada de ello subsista en la nueva revelación,pero es, imposible que los que hayan cumplido

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hasta el fin la misión, que es la misión humana porexcelencia, no se hallen en la primera fila para reci-bir esa revelación, y aunque les hiciera saber que elúnico deber verdadero era la falta de curiosidad y laresignación ante lo incognoscible, ellos sabrían,mejor que los demás, comprender esa falta de cu-riosidad y esa resignación definitivas y aprovechar-las.

XIX

Y luego, no llevemos nuestro sueño de ese lado,que la posibilidad de una destrucción general comotampoco la de la ayuda misteriosa de una casualidadno entre en nuestros cálculos. Hasta ahora, a pesarde las promesas de nuestra imaginación, siemprenos hemos visto entregados a nosotros mismos y anuestros propios recursos. Con nuestros esfuerzosmás humildes hemos realizado Cuanto de útil y du-radero se ha hecho sobre la tierra. Libres somos deesperar lo mejor o lo peor de algún accidente extra-ño; pero bajo la condición de que esa expectativa nose mezcle a nuestra tarea humana. También en estolas abejas nos dan una lección excelente, como to-das las de la Naturaleza. Para ellas ha habido real-

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mente una intervención prodigiosa. Más manifies-tamente que nosotros, se hallan en manos de unavoluntad que puede aniquilar o modificar su raza ytransformar sus destinos. No por eso dejan de se-guir cumpliendo su deber primitivo y profundo. Yprecisamente aquellas que obedecen mejor a esedeber son las que se hallan mejor preparadas paraaprovechar de la intervención sobrenatural que ele-va hoy la suerte de su especie. Ahora bien, es menosdifícil de lo que se cree descubrir el deber invenciblede un ser. Se lee siempre, en el órgano que le distin-gue y al que están subordinados todos los demás. Yasí como está inserto en la lengua, la boca y el es-tómago de las abejas que deben producir la miel, ennuestros ojos, en nuestros oídos, en nuestra médula,en los lóbulos de nuestra cabeza, en todo el sistemanervioso de nuestro cuerpo, está escrito que hemossido creados para transformar lo que absorbemosde las cosas de la tierra, en una energía particular yen una cualidad única en el globo. Ningún ser queyo sepa, ha sido combinado para producir comonosotros ese fluido extraño que llamamos pensa-miento, inteligencia, entendimiento, razón, alma,espíritu, potencia cerebral, virtud, bondad, justicia,saber; porque posee mil nombres, aunque no tenga

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sino una sola esencia. Todo en nosotros le ha sidosacrificado. Nuestros músculos, nuestra salud, laagilidad de nuestros miembros, el equilibrio denuestras funciones animales, la quietud de nuestravida llevan la creciente pena de su preponderancia.Es el estado más precioso y más difícil a que puedaelevarse la materia. La llama, el calor, la luz, la vidamisma, luego el instinto más sutil que la vida y lamayor parte de las fuerzas intangibles que corona-ban el mundo antes de nuestra llegada, han palide-cido al contacto del efluvio nuevo. No sabemosdónde nos conduce, qué hará de nosotros, qué ha-remos con él. El mismo nos lo enseñará cuandoreine en la plenitud de su fuerza. Entretanto nopensemos sino en darle todo cuanto nos pida, ensacrificarle todo cuanto pueda retardar su floreci-miento. No cabe duda de que ese es, por ahora, elprimero y el más claro de nuestros deberes. El nosenseñará los otros. Los alimentará y prolongará se-gún sea alimentado él mismo, con lo el agua de lasalturas alimenta y prolonga los arroyos de la llanura,según el alimento misterioso de su cima. No nosdesvivamos por saber quién aprovechará la fuerzaque va acumulándose a costa nuestra. Las abejasignoran si han de comer la miel que cosechan.

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También nosotros ignoramos quién se servirá de lapotencia espiritual que introducimos en el Universo.Así como andan de flor en flor, recogiendo másmiel de la que necesitan para ellas y para sus hijos,andemos también de realidad en realidad, buscandotodo cuanto puede procurar alimento a esa llamaincomprensible, para estar prontos a todo eventocon la certidumbre del deber orgánico cumplido.Alimentémosla con nuestros sentimientos connuestras pasiones, con todo lo que se ve, se huele,se oye, sé, toca, y con su propia esencia que es laidea que saca de los descubrimientos, de los expe-rimentos, de las observaciones, que trae de todocuanto visita, Entonces llega un momento en quetodo resulta tan bien para el espíritu que se ha so-metido a la, buena voluntad del deber realmentehumano, que la misma sospecho, de que los esfuer-zos que realiza no tienen posiblemente objeto, hace,aún más claro, mas puro, más desinteresado, másindependiente y más noble el ardor de la investiga-ción

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BIBLIOGRAFIA

Una bibliografía completa de las abejas pasaríade los límites que nos hemos trazado. Nos conten-taremos, pues, con anotar las obras más interesan-tes.

1.º Desarrollo histórico del conocimiento dela abeja.

a) Los antiguos.ARISTÓTELES.-Historia de los animales, passim.VARRON, T_De Agricultura, I. III, XVI.VIRGILIO.-Georg., I. IV.PLINIO.-Hist. nat., 1. XI.COLUMELLE-De re rustica.PALLADIUS.-De re rustica, I. I, XXXVII, etc.

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b) Los modernos.SWAMMERDAM.-Biblia náturae, 1737.MARALDI.-Observations sur les abeilles (Mém.Acad. des sciences), 1712.RÉAUMUR.-Mémoires pour servir a l'histoíre desinsectes, 1740.BONNET, Ch,-(Euvrps d'histoire naturelle) 1779-1783.JANSCHA, A.-Hinterlassen voliständige Lehre vonder Bienenzucht, 1773.HUNTER, J.-On bees, philosophical transactions,1732.HUBER, François.-Nouvelles observations sur lesabeilles, 1794, etc.

2.º Apicultura, práctica.

DZIERZON.-Theorie und Praxis des neuen Bie-nenfreundes.LANGSTROTH.-The honey bee. Traduit enfrançais, par Ch. Dadant (L'abeille et la ruche), quicorrige et complete l´original.LAYENS, Georges de, et BoNNIER-Cours com-plet d´apiculture.

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CHESHIRE, Frank.-Bees and bee-keeping, vol. II,Practical.BEVAN, Dr. E.-The honey bee.COWAN, T. W-British. bee-keeper's Guide book.COOK, A. J.-Bee-keeper´s Guide book.ROOT, A.-The A B C of Bee culture.ALLEY, Henry.-The Bee-keeper´s Handy book.COLLIN, Abbé.-Guide du propriétaire d'abeilles.DADANT, Ch-Petit cours d´apiculture pratique.BERTRAND, Ed. Conduite du rucher.WEBER-Manuel pratique d´apiculture.HAMET.-Cours Complet d´apiculture.BAUVOYS, de.-Guide de l´apiculteurPOLLMANN-Die Biene und ihre Zucht.SIMMINS, S.-A modem bee farm.VOGEL, F. W.-Die Honigbieno und die Vermeh-rung der Bienenvólker.VON BERLEPSCH. Barón A.-Die Biene und ThreZucht.JECKER, KRAMER und THEILER-Der Schwei-zerische Bienen~Vater, etc., etc.

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3.º Monografías generales.

CHESHIRE, F.-Bees and Bee-keeping, vol. 1.Scientific.COWAN, T. W.- The Honey bee.PÉREZ, J-Les aboilles.GIRARD. -Manuel d´apiculture (Los abeilles, orga-nes, et fonetions).SHUCKARD.-British bees.KIRPY and SPENCE,.-Introduction to Entomolo-gy.GIRDWOYN.-Anatomíe et pllysiologie de l´abeille.CHESHIRE, F. -Diagrams on the anatomy of theHoneybee.GUNDELACH.-Die Naturgeschichte der lHoni-gbioene.BÜCHNER, L.-Geistes-Leben der Thiere.BÜTSCHLI, 0.-Zur Entwieklungsgeschiehte derBiene.HAVILAND, J. D_The social instincts of bees,their origin and natural selection.

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4.º Monografías especiales.

Órganos, funciones, trabajas, etc.ED. BRANT-Recherches anatomiques et morpho-logíques sur le système nerveux des insecteshyménopteres. (Comptes rendus de l´Académie des scien-ces, 1876, tOMO LXXVIII, p. 613).DUJARDIN, F-Memoire sur le système nerveuxdes insectes.DUMÁS et MILNE-EDWARDS. -Sur la produc-tion de lacire des abeilles.BLANCHARD, E.-Recherches anatomiques sur lesystème nerveux des insectes.BROUGHAM, L. R. D.-Observations, demostra-tions and experiences upon the structure of thecells of bees (Natural theology, 1856).CAMERON, P.-On parthenogenesis in the Hyme-noptora (Trans. nat. soc. of Glasgow, 1888).ERICHSON.-De fabrica et usu anteunarum in in-sectis.LOWNE, B. T.-On the simple and compound eyesof insects (Phil. trans., 1879).WATERHOUSE. G. K.-On the formation of thecells of Bees and Wasps.

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VON SIEBOLD, Dr. C. T. E.-On a true Partheno-genesis in Moths an Bees.LEYDIG, F.-Das Auge der Gliederthiere.SCHÖNFELD, Pastor.-Bienen-Zeitung, 1854-1883. Illustrierte, 1885-1890.ASMUS.-Die Parasiten der Honigbiene.

5.º Observaciones diversas sobre los himenóp-teros melíferos.

BLANCHARD, E.-Mètamorphoses, moeurs et ins-tincts des insectes.- Histoire naturelle des insectes.DARWIN.-Origin of species.FABRE.-Souvenirs entomologiques (3 series).ROMANES.-Mental evolution in animals.- Animal intelligence.LEPELETIER SAINT-FARGEAU. Histoire natu-relle des Hyménoptères.MAYET, V. -Mémoire sur les moeurs et les méta-morphoses d'une nouvelle espece de la famille desVésícants (Ann. Soc. entom. de France, 1875).MÜLLER, H.-Ein Beitrag zur Lebensgoschichteder Dasypoda hirtipes.

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H0EFER, E.-Biologische Beobachtungen anHummelnund Schmarotzerhummeln.JESSE,.-Gleaning in natural history.LUBBOCK, Sir J.-Ants, bees and wasps.- The senses, instincts and intelligence of animals.WALKENAER.-Les Halictes.WESTWOOD.-Introduction to the study of in-sects.RENDU, V.-De l'intelligence des animaux.ESPINAS-Animal communities.GIRARD, M.-Traité élémentaire d´entomologie,etc.