03. El General Giap (Entrevista Con La Historia) Oriana Fallaci

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El general Giap Era el hombre cuyo nombre se pronunciaba más a menudo durante la guerra del Vietnam. Y no porque fuera ministro de Defensa de Hanoi, coman- dante en jefe de las Fuerzas Armadas y viceprimer ministro, sino porque era él quien había derrotado a los franceses en Dien Bien Phu. Los norteameri- canos vivían con la pesadilla de un nuevo Dien Bien Phu, y apenas las cosas marchaban peor se decía: «Giap prepara un nuevo Dien Bien Phu». O sim- plemente: «Giap». Se dijo que era Giap en febrero de 1968, cuando los viet- cong desencadenaron la ofensiva del Tet. Se dijo que era Giap en marzo y en abril, cuando los norvietnamitas conquistaron Hué y asediaron Khe San. Se dijo que era Giap en mayo y en junio, cuando los vietcong lanzaron la segunda ofensiva sobre Saigón y las llanuras centrales. Se diría que fue Giap después, durante años. Aquel nombre, breve y seco como una bofetada, era una amenaza eternamente suspendida en el aire, un espantajo al sur del para- lelo diecisiete. A los niños se les asusta susurrando: «Que viene el coco». A los norteamericanos se les asustaba susurrando: «Que viene Giap». ¿Acaso no le habían mitificado ellos mismos con su manía de las leyendas? Ni siquie- ra se habían planteado si la leyenda era prematura. En Dien Bien Phu se había alzado con el triunfo, pero aún no se podía asegurar que fuese real- mente un Napoleón asiático, un genio de la estrategia militar, un vencedor eteo. ¿No había fallado acaso la ofensiva del Tet y también la ofensiva de mayo? ¿No había caído Hué y no se había levantado, por fin, el asedio de Khe San? La guerra, en aquel febrero de 1969, se estaba volviendo en favor de los norteamericanos y de los sudvietnamitas. La única verdadera victoria de Hanoi había sido la abdicación de Johnson y la suspensión de los bombar- deos en el Vietnam del Norte. En Saigón, Thieu había consolidado su poder. Pero Giap seguía siendo Giap. Y si se era periodista se quería entrevistar a Giap. Evidente. Ho Chi Minh era demasiado viejo ahora, y estaba demasiado enfermo. A los visitantes les estrechaba la mano, murmuraba cualquier frase sobre la victoria final y luego se alejaba, tosiendo. Un encuentro con él sólo era válido desde el punto de vista humano o personal: «He conocido a Ho Chi Minh», Pero daba muy poco que contar. ¡En cambio, un encuentro con Giap! Giap tenía montones de cosas que decir, y no las decía desde 1954. Más inasequible que el propio Ho Chi Minh, ni siquiera se dejaba ver en las cere- monias oficiales. De vez en cuando corría la voz de que había muerto. Por todo esto, apenas llegada a Hanoi, en aquel febrero de 1969, había solicitado ver a Giap y me había preparado para el encuentro con obstinada esperanza; documentándome sobre su biografía, sobre sus escritos. Era una historia fascinante la de este Giap que, hijo de un terrateniente caído en la miseria, había crecido en una familia de ricos franceses, muy lejos de una educación marxista. Como buen burgués había estudiado en el colegio imperial de Hué, después en la universidad de Hanoi donde se había licenciado en derecho y filosofía, y finalmente había sido profesor de letras y de historia en el liceo francés de Hanoi obsesionando a sus alumnos con las campañas de Napo- león. Dibujaba en la pizarra los detalles de las batallas, los analizaba prolija- mente y los colegas le tomaban el pelo: «¿Quieres convertirte en general?» Como revolucionario, sin embargo, había empezado muy temprano: a los catorce años. A los dieciocho ya había estado en la cárcel y a los veinte esta- ba ya con Ho Chi Minh. Por sus cóleras impresionantes y sus silencios mar- móreos le llamaban «Volcán cubierto de nieve». Por su valor, le llamaban Kui, «Diablo». En 1935 se había afiliado al partido comunista y casado con una compañera: Minh Tai. En 1939, año en que los comunistas fueron declarados 49 4.

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El general Giap

Era el hombre cuyo nombre se pronunciaba más a menudo durante la guerra del Vietnam. Y no porque fuera ministro de Defensa de Hanoi, coman­dante en jefe de las Fuerzas Armadas y viceprimer ministro, sino porque era él quien había derrotado a los franceses en Dien Bien Phu. Los norteameri­canos vivían con la pesadilla de un nuevo Dien Bien Phu, y apenas las cosas marchaban peor se decía: «Giap prepara un nuevo Dien Bien Phu». O sim­plemente: « Giap». Se dijo que era Giap en febrero de 1968, cuando los viet­cong desencadenaron la ofensiva del Tet. Se dijo que era Giap en marzo y en abril, cuando los norvietnamitas conquistaron Hué y asediaron Khe San. Se dijo que era Giap en mayo y en junio, cuando los vietcong lanzaron la segunda ofensiva sobre Saigón y las llanuras centrales. Se diría que fue Giap después, durante años. Aquel nombre, breve y seco como una bofetada, era una amenaza eternamente suspendida en el aire, un espantajo al sur del para­lelo diecisiete. A los niños se les asusta susurrando: «Que viene el coco». A los norteamericanos se les asustaba susurrando: «Que viene Giap». ¿Acaso no le habían mitificado ellos mismos con su manía de las leyendas? Ni siquie­ra se habían planteado si la leyenda era prematura. En Dien Bien Phu se había alzado con el triunfo, pero aún no se podía asegurar que fuese real­mente un Napoleón asiático, un genio de la estrategia militar, un vencedor eterno. ¿No había fallado acaso la ofensiva del Tet y también la ofensiva de mayo? ¿No había caído Hué y no se había levantado, por fin, el asedio de Khe San? La guerra, en aquel febrero de 1969, se estaba volviendo en favor de los norteamericanos y de los sudvietnamitas. La única verdadera victoria de Hanoi había sido la abdicación de Johnson y la suspensión de los bombar­deos en el Vietnam del Norte. En Saigón, Thieu había consolidado su poder.

Pero Giap seguía siendo Giap. Y si se era periodista se quería entrevistar a Giap. Evidente. Ho Chi Minh era demasiado viejo ahora, y estaba demasiado enfermo. A los visitantes les estrechaba la mano, murmuraba cualquier frase sobre la victoria final y luego se alejaba, tosiendo. Un encuentro con él sólo era válido desde el punto de vista humano o personal: «He conocido a Ho Chi Minh», Pero daba muy poco que contar. ¡En cambio, un encuentro con Giap! Giap tenía montones de cosas que decir, y no las decía desde 1954. Más inasequible que el propio Ho Chi Minh, ni siquiera se dejaba ver en las cere­monias oficiales. De vez en cuando corría la voz de que había muerto. Por todo esto, apenas llegada a Hanoi, en aquel febrero de 1969, había solicitado ver a Giap y me había preparado para el encuentro con obstinada esperanza; documentándome sobre su biografía, sobre sus escritos. Era una historia fascinante la de este Giap que, hijo de un terrateniente caído en la miseria, había crecido en una familia de ricos franceses, muy lejos de una educación marxista. Como buen burgués había estudiado en el colegio imperial de Hué, después en la universidad de Hanoi donde se había licenciado en derecho y filosofía, y finalmente había sido profesor de letras y de historia en el liceo francés de Hanoi obsesionando a sus alumnos con las campañas de Napo­león. Dibujaba en la pizarra los detalles de las batallas, los analizaba prolija­mente y los colegas le tomaban el pelo: «¿Quieres convertirte en general?» Como revolucionario, sin embargo, había empezado muy temprano: a los catorce años. A los dieciocho ya había estado en la cárcel y a los veinte esta­ba ya con Ho Chi Minh. Por sus cóleras impresionantes y sus silencios mar­móreos le llamaban «Volcán cubierto de nieve». Por su valor, le llamaban Kui, «Diablo». En 1935 se había afiliado al partido comunista y casado con una compañera: Minh Tai. En 1939, año en que los comunistas fueron declarados

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fuera de la ley, huyó a China y Minh Tai había cubierto la fuga haciéndose detener en su lugar. Por esto había muerto, en 1941, en una celda infestada de ratones... Muchos sostenían que a raíz de esto Giap había aprendido a odiar: impermeable a toda piedad, propicio a toda crueldad. ¿Acaso no lo sabían los franceses que, entre 1945 y 1954, habían caído en sus trampas llenas de abejas venenosas, o en sus agujeros llenos de serpientes, o los que habían saltado sobre las minas ocultas bajo los cadáveres abandonados en las carre­teras? Maestro del sabotaje, solía decir que la guerrilla siempre habría dicho la última palabra del armamento moderno. Y ya se sabe que en Dien Bien Phu había ganado con cañones. Con cien cañones transportados por los vietminh pii:za por pieza, a hombros, en bicicleta, a marchas forzadas y sin comida. Si Dien Bien Phu le había costado a los franceses doce mil muertos, a Giap le había costado cuarenta y cinco mil. Pero siempre había aludido a ello con indiferencia, distanciado. «Cada dos minutos mueren trescientas mil personas en este planeta. Cuarenta y cinco mil en una batalla ¿qué significan? En la guerra, la muerte no cuenta». A su dureza no era extraño el cinismo y, en efecto, tenía muy poco en común con los austeros marxistas de Hanoi. Vestía siempre uniformes nuevos y bien planchados, vivía en un hermoso palacete colonial construido por los franceses y decorado con mobiliario francés, tenía un automóvil con cortinillas, y había vuelto a casarse con una hermosa mu­chacha varios años más joven que él. En resumen: no llevaba precisamente la vida de un monje o de un Ho Chi Minh.

Mi petición de entrevistar a Giap fue acogida con muchas reservas. «¿Por qué precisamente Giap? La guerra no la hace sólo Giap. Y además Giap no recibe». Pero, tres días antes de mi marcha, mi acompañante An The me dio la noticia de que sí: vería a Giap. «Mañana a las tres y media de la tarde. Pero no para una entrevista oficial: para una causerie, una charla. Y no sola : junto con otras mujeres de la delegación». Las otras mujeres de la delegación eran dos comunistas y una socialista del PSIUP junto con las cuales yo había sido invitada a Vietnam del Norte. Se llamaban Carmen, Giulia y Marisa; eran inteligentes y amigas. Comprendieron el embarazo que me causaba la cita colectiva y prometieron no abrir boca para que yo pudiese interrogar a Giap lo más cómodamente posible. Incluso prometieron cederme el sitio si él había elegido a una de ellas para que se sentase a su lado, y tomar notas si rechazaba el uso del magnetófono. Al día siguiente se vistieron cuidadosa­mente y al mediodía estaban ya preparadas. Y yo con ellas, tensa, nerviosa. De hecho, no recuerdo nada de lo que pasó después del mediodía. Sólo re· cuerdo que partimos escoltadas por An The, por su ayudante Huan y por el intérprete Ho, y que oficiales del Estado Mayor nos esperaban a la entrada del Ministerio de la Guerra, la mar de serios y endomingados dentro de sus uniformes color verde oliva. Uno a uno se inclinaron con grandes sonrisas y luego nos escoltaron a lo largo de un corredor hasta una gran sala con un diván y muchos sillones a lo largo de l¡is paredes. En medio de la sala, rígido como un soldado de plomo, estaba Nguyen Van Giap. El legendario Giap.

Ante todo me impresionó su baja estatura. Sabía que no llegaba al metro cincuenta y cuatro, pero, visto así, parecía aún más bajo. Tenía las piernas cortas, los brazos cortos, y un cortísimo cuello que inmediatamente desapa­recía dentro de la chaqueta. El cuerpo era robusto, más bien grueso. La cara era redonda y cubierta de venillas azules que lo hacían parecer violáceo. No era un rostro simpático, no. Tal vez por aquel color violáceo, tal vez por aquel perfil incierto, costaba un esfuerzo observarlo y descubrir en él algo que fuese interesante. La boca inmensa y llena de minúsculos dientes, la nariz chata y provista de dos inmensos agujeros, la frente que se perdía a la mitad del cráneo en una mata de cabellos negros ... , pero ¡qué ojos! Sus ojos eran los ojos más inteligentes que quizás haya visto jamás. Alertas, astutos, reido­res, crueles: todo. Brillaban como dos ascuas de luz, atravesaban como dos cuchillos afilados y trascendían una gran seguridad. Una gran autoridad. Me pregunté, incrédula: ¿es posible que estos ojos hayan llorado, una noche, en las montañas de Lam Son? Una noche, en las montañas de Lam Son, donde

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organizaba la guerrilla contra los franceses, alguien había llevado a Giap la noticia de que Ho Chi Minh había muerto. Y, en uno de sus libros, él había narrado el episodio así: «Sentí que todo giraba a mi alrededor. Recogí sus objetos en el cesto de paja que le servía de maleta y pedí a Tong que pro­nunciara la oración fúnebre. Hacía mucho frío y millones de estrellas ilumi­naban la inmensidad del cielo. Pero una tristeza infinita me anegaba el cora­zón y con los ojos llenos de lágrimas miré las estrellas y, de pronto, lloré». Tal vez, en un remoto pasado, habían llorado tanto aquellos ojos, que nada en el mundo hubiera podido hacerles llorar más.

Me salió al encuentro con la mano tendida con mundana desenvoltura. También su sonrisa tenía algo de mundana. Me preguntó si hablaba francés y la voz era aguda y el tono tan inquisitorial, que me intimidó y contesté: «Üui, Monsieun> en lugar de «Üui, mon Général». Pero no se enfadó e incluso me dio la impresión que le gustaba sentirse llamar Monsieur en lugar de «Camarada», como lo llamaban Giulia, Carmen y Marisa. Nos escoltó hasta el fondo de la sala para que nos acomodásemos, pidió a Giulia y a Marisa que se sentaran en los sillones e invitó a Carmen a sentarse a su lado, en el diván. Fiel a lo pactado, Carmen se las arregló de modo que yo pudiese ocupar su puesto, pero esto exigió tiempo y transcurrieron algunos minutos antes de q:.ie estuviésemos todos instalados: mis amigas, An The, Huan y Ho en los sillones a nuestra derecha y los oficiales del Estado Mayor a nuestra izquierda. A uno de los oficiales le hacían daño los zapatos. Aflojó un cordón, luego otro, otro más y pronto los dos zapatos estuvieron completamente desabrochados. Entonces un segundo oficial le imitó y también un tercero, mientras yo me preguntaba cómo lo haría para interrogarlo. Desde luego no era la situación ideal para mí, con toda aquella gente sentada en fila como si estuviesen en la escuela o en el teatro. Ni siquiera se comprendía cuál debía ser el ceremonial y qué sucedería en los primeros diez minutos: ¿un inter­cambio de cumplidos, un refresco? Ante el diván en el que estaba sentada con Giap había una mesita llena de delicadezas: bolas de queso fritas, dulces de arroz, croquetas de carne, confitería, galletas y vasitos con un líquido rojo. Pero nadie, aparte de mí, lo tocó y entonces sucedió algo que me hizo ganar la partida. Sucedió que Giap vio mi magnetófono y se alarmó. «Je vous en prie, pas celui-la, ce sera seulement une causerie entre nous, vous savez». Intenté protestar y se inició una discusión al fin de la cual nos pusimos de acuerdo sobre la necesidad, al menos, de tomar algunas notas. Y sobre los restos de la discusión que acabábamos de mantener, empecé a hacerle hablar.

Ni siquiera fue difícil, hay que reconocerlo. A Giap le encanta hablar. Habló durante cuarenta y cinco minutos, sin parar, y con el tono catedrático del profesor que enseña a alumnos poco inteligentes. Interrumpirle para preguntar algo, era una empresa desesperada. Y, Giulia, Carmen, Marisa, An The y Ho, todos lus que tomaban notas, no conseguían seguirle. Llegaba a ser patético ver a aquellas cabezas inclinadas sobre los cuadernos, y a aque­llas manos escribir, escribir, escribir con tanto afán. La única que no escri­bía era yo, pero ¿cómo hubiera podido hacerlo con sus terribles ojos clavados en los míos? Giap me interrogaba a su vez, me llevaba la contraria, me con­testaba y no era raro que se abandonase a apasionadas manifestaciones. Como cuando le dije que la ofensiva del Tet había fallado, se levantó nerviosa­mente, dio la vuelta a la mesa, alargó los brazos y, con los brazos extendidos exclamó: «Esto dígaselo al Frente de Liberación». Y así declinaba su respon­sabilidad en la ofensiva que todos le atribuían. Sus manitas se agitaban sin descanso, y había en él la complacencia del que le gusta escucharse, y se quedó quieto sólo cuando se dio cuenta que había pasado ya la hora conce­dida. Se quedó quieto de repente. Y de pronto se levantó, induciendo a los demás a hacer lo mismo. Los oficiales que se habían soltado los cordones de los zapatos no sabían qué hacer. Ruborizados, fijaban sus ojos en los cordo­nes abandonados sobre el pavimento como pequeñas serpientes. Y uno, po­niéndose en pie, tropezó, y estuvo a punto de acabar tendido en el suelo.

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En el hotel, transcribimos palabra por palabra las notas de Giulia, Car­men, Marisa, An The, Huan y Ho; luego las confrontamos y compusimos el texto de la entrevista, no renunciando ni siquiera a una coma. Pero la maña­na siguiente me reservó una sorpresa. Vino An The con tres folios escritos a máquiria y me los entregó diciendo que esto y sólo esto era el texto del coloquio que había mantenido con el general. El general no reconocería otro texto y yo debía comprometerme a publicarlo. Leí los folios. No era nada de lo que yo había oído y que los demás habían transcrito. No era la respuesta a la pregunta sobre la ofensiva del Tet, no era la respuesta a la de la confe­rencia de la paz en París y ni siquiera la que comentaba el fin de la guerra No decía nada, salvo una serie de frases retóricas y vagas, buenas todo lo más para un comicio. «Repito que el general exige la publicación de este texto», insistía An The, acompañando con el índice. «Lo publicaré -repuse-. Pero junto al texto auténtico». Y lo hice.

Giap no me lo perdonó nunca y los norvietnamitas que me habían dado el visto bueno, aún menos. Como se sabe, la independencia de criterio es una virtud que no gusta a muchos ·comunistas. O les gusta sólo en los casos en que induce a uno a escribir aquello que resulta bien para ellos. En Hanoi me querían por lo que había escrito, en 1968, sobre Saigón atacando a los norteamericanos y exaltando a los vietcong. Pero ahora que, con el mismo espíritu, explicaba dónde habían agraviado a Hanoi, toda su ternura con respecto a mí se desvanecía, junto con el buen recuerdo. Me dedicaron insul­tos, ofensas imbéciles. Dijeron que había agraviado al general Giap para prestar un servicio a los norteamericanos, que incluso había ido a Vietnam del Norte por encargo de los norteamericanos: «evidente-que-pertenecía-a-la­CIA». Pero no me molesté más de lo necesario; ni siquiera me sorprendí y esta entrevista llegó a ser un documento del que se habla todavía. Publicada en todo el mundo llegó hasta la mesa de Kissinger, que gracias a ella (como se ha dicho en otro lugar) aceptó verme y hablarme.

ÜRIANA FALLACI.-General Giap, en muchos escritos usted se pregun­ta: en definitiva, ¿quién ganará la guerra de Vietnam? Y ahora yo le pregunto: hoy, en los primeros meses de 1969, ¿cree poder afirmar que los norteamericanos han perdido la guerra de Vietnam, que est�n mili­tarmente derrotados?

NGUYEN VAN GIAP. - Así mismo lo reconozco. Pero ahora le demos­traré por qué los norteamericanos están ya derrotados: militar y políti­camente. Y para demostrarle su derrota militar me referiré a su derrota política, que es la base de todo. Los norteamericanos han come­tido un error gravísimo: elegir como campo de batalla el Vietnam del Sur. Los reaccionarios de Saigón son demasiado débiles; esto ya lo sa­bían Taylor, Me Namara y Westmoreland. Lo que no sabían es que, dada su debilidad, no sabrían aprovechar la ayuda norteamericana. Porque ¿cuál es el objetivo de la agresión norteamericana en Vietnam? Está claro: crear una neocolonia basada en un gobierno fantoche. Pero una neocolonia necesita un gobierno estable, y el gobierno de Saigón es un gobierno extremadamente inestable. No• tiene ningún efecto sobre la población, la gente no le cree. Y, por tanto, ¿en qué ·paradoja se encuen­tran los norteamericanos? En la paradoja de no poder retirarse del Vietnam del Sur, incluso si lo desean porque, para retirarse, deberían dejar una situación política estable. Es decir: algunos siervos que les sustituyan bien. Siervos sí, pero fuertes. Siervos sí, pero serios. El go­bierno fantoche de Saigón no es fuerte ni serio; ni siquiera vale como

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siervo, no se mantiene en pie ni siquiera apuntalándolo con carros armados. Y entonces ¿cómo se las arreglan los norteamericanos para irse? Y, sin embargo, tienen que irse. No pueden mantener 600.000 hom­bres en Vietnam por otros diez o quince años. He aquí la derrota política: no haber obtenido nada desde un punto de vista político a pesar del enorme aparato militar del que disponen.

Esto, general, no significa que militarmente hayan perdido la guerra.

Tenga paciencia, no me interrumpa. Claro que lo significa; si no se sintiesen vencidos, la Casa Blanca no hablaría de paz con honor. Pero demos un paso atrás, a los tiempos de Ginebra y de Eisenhower. ¿Cómo empezaron los norteamericanos en el Vietnam? Con los métodos conven­cionales que siempre usan, o sea con ayuda militar y económica al gobierno fantoche. En resumen, con el dólar. Porque ellos creen que se puede resolver cualquier cosa con el dólar. Incluso un gobierno libre, independiente, creían que se podía implantar con el dólar: esto es, con un ejército de títeres comprados con dólares, con treinta mil consejeros pagados con dólares, con la invención de los hamlets estratégicos cons­truidos con dólares. Pero interviene el pueblo, y el plan de los norte­americanos falla. Fallaron los hamlets estratégicos, fallaron los conse­jeros, falló el ejército de títeres. Y los norteamericanos se vieron obligados a la intervención militar que ya había recomendado el emba­jador Taylor. Así empezó la segunda fase de su agresión: la guerra especial. Estaban seguros de poder acabarla en 1965, como máximo en 1966. Con 150.000 hombres y 18 millones de dólares. Pero en 1966, la guerra no llevaba trazas de terminar. Habían añadido 200.000 hombres y hablaban de la tercera fase: la guerra limitada. La famosa política de tenaza de Westmoreland: por una parte ganarse a la población, y por otra, exterminar a las fuerzas de liberación. Pero las dos piezas de la tenaza no ajustaron y Westmoreland perdió la guerra. Como general ya la había perdido en 1967, cuando pidió el desembarco de nuevas tro­pas y envió a Washington un informe de color de rosa: afirmando que 1968 sería un buen año para la guerra de Vietnam, lo que permitiría a Johnson ganar las elecciones. En Washington, Westmoreland fue recibido como un héroe, pero ya se sabía que esta guerra empezaba a costar demasiado. Taylor lo había comprendido desde el principio. Pero ¡adelante! Corea costó a los norteamericanos veinte mil millones de dólares; Vietnam les estaba costando ya cien mil millones de dólares. Corea les costó más 54.000 muertos, Vietnam ha superado ya esta cifra ...

Los norteamericanos hablan de 34.000 muertos, general.

Hum ... Yo diría, por lo menos, el doble. Los norteamericanos dan siempre cifras muy por debajo de las verdaderas: cuando va bien, tres en lugar de cinco. No pueden haber tenido sólo 34.000 muertos. ¡ Si les hemos derribado más de 3.200 aviones! ¡Si admiten que de cada cinco aviones suyos uno ha sido derribado! Mire: en cinco años de guerra no han perdido menos de 70.000 hombres. Y tal vez digo pocos.

General, los norteamericanos dicen que usted ha perdido medio millón.

Un nílmero exacto.

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¿Exacto?

Exacto. Pero sigamos con el tema. Llegó 1968 y aquel año los norte­americanos estaban realmente seguros de vencer. Luego, de pronto, llega la ofensiva del Tet y el Frente de Liberación demuestra que les puede atacar cuando quiera y donde quiera. Incluso las ciudades mejor defendidas, incluida Saigón. Y los norteamericanos admiten finalmente que esta guerra es un error estratégico. Lo admite Johnson, lo admite Me Namara. Reconocen que han equivocado el lugar, que han equivo­cado el momento, que tenía razón Montgomery cuando decía: no hay que llevar al ejército al continente asiático. La victoriosa ofensiva del Tet ...

General, todos están de acuerdo en considerar la ofensiva del Tet como una gran victoria psicológica. Pero desde el punto de vista militar, ¿no cree que f alió?

¿Falló?

Y o diría que sí, general.

Esto dígaselo, o mejor pregúnteselo al Frente de Liberación.

Antes quisiera preguntárselo a usted, general.

Debe comprender que ésta es una pregunta delicada, que yo no puedo dar opiniones de este estilo, que no puedo entrar en los asuntos del Frente. Es una cuestión delicada ... , muy delicada... De todas formas me sorprende porque todo el mundo ha reconocido que, desde un punto de vista militar y político, la ofensiva del Tet ...

General, tampoco desde el punto de vista político fue una gran victoria. No hubo sublevación popular y dos semanas más tarde los norteamericanos recuperaron el control. Sólo en Rué asistimos a una epopeya que duró meses. En Rué, donde estaban los norvietnamitas.

Yo no ·sé si el Frente preveía o deseaba la sublevación popular, pero piense que sin la ayuda de la población las fuerzas del Frente no hu­bieran podido entrar en la ciudad. Y no discutiré la ofensiva del Tet que no dependió de mí, no dependió de nosotros; fue iniciativa del Frente. Pero es un hecho que después de la ofensiva del Tet, los norte­americanos pasaron del ataque a la defensa, y la defensa es siempre el principio de h derrota. Digo principio de la derrota sin contradecirme; de hecho nuestra victoria final está aún lejos y aún no se puede hablar de derrota definitiva de los norteamericanos. Como efectivo los norte­americanos son aún fuertes, ¿quién podría negarlo? Y se necesita mucho esfuerzo por nuestra parte para derrotarlos completamente. El proble­ma militar ... , ahora hablo como militar. .. , sí, los norteamericanos son fuertes, su armamento es fuerte. Pero no sirve para nada porque la guerra en Vietnam no es sólo una guerra militar y, por tanto, la fuerza militar y la estrategia militar no bastan ni para ganarla ni para com­prenderla.

Sí, general. Pero ...

No me interrumpa. Los Estados Unidos hacen la guerra con estra­tegia aritmética. Interrogan a sus computadoras, hacen sumas y restas, extraen raíces cuadradas y, sobre esto, actúan. Pero la estrategia arit­mética no es válida aquí; si lo fuese ya nos habrían exterminado. Con

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sus aviones, por ejemplo. No por casualidad creían doblegarnos en pocas semanas cargándonos a la espalda miles de millones de explosivos; Porque ya se lo he dicho: ellos lo calculan todo en miles de millones, en dólares. Y subvaloran el espíritu de un pueblo que sabe batirse por una causa justa: salvar a la patria del invasor. No quieren meterse en la cabeza que la guerra del Vietnam se comprende sólo con la estrategia de la guerra del pueblo, que la guerra del Vietnam no es una cuestión de efectivos y de números, que todo esto no resuelve el problema. Por ejemplo: ellos decían que para ganar era necesario una relación de veinticinco a uno. Después se dieron cuenta que esta cifra era impo­sible y la redujeron: seis a uno. Luego bajaron a tres, sosteniendo que era una relación peligrosa. No, aquí se necesita algo más que una rela­ción de tres a uno, de seis a uno o de veinticinco a uno; y este algo más es un pueblo en contra suya. Cuando todo un pueblo se subleva no hay nada que hacer. Y no hay dinero en el mundo que pueda liquidarlo. De aquí viene nuestra estrategia, nuestra táctica que los norteamericanos no saben comprender.

Si usted está tan seguro, general, de que serán definitivamente derro­tados, ¿cuándo cree que sucederá esto?

Oh, ésta es una guerra que no se resuelve en pocos años. La guerra contra los Estados Unidos requiere tiempo, tiempo ... A los norteameri­canos les está derrotando el tiempo, les está cansando. Para cansarlos tenemos que continuar, durar ... mucho tiempo ... Siempre lo hemos hecho así. Porque nosotros, sabe, somos un pueblo pequeño. Somos apenas treinta millones, la mitad de Italia, y éramos apenas un millón al principio de la era cristiana cuando vinieron los mogoles. Después de haber conquistado Europa y Asia, los mogoles vinieron aquí. Y nosotros, que éramos apenas un millón, los derrotamos. Vinieron aquí tres veces y los derrotamos. No disponíamos de sus medios. Pero resistimos y du­ramos y repetimos : es necesario que todo el pueblo se bata. Lo que era válido en 1200 es aún válido en el siglo veinte. El problema es el mismo. Somos buenos soldados porque somos vietnamitas.

General, también los vietnamitas del Sur que combaten con los norte­americanos son vietnamitas. ¿Qué piensa realmente de ellos como sol­dados?

No pueden ser buenos soldados. No son buenos soldados. Porque no creen en lo que hacen y por esto les falta espíritu combativo. Esto lo saben hasta los norteamericanos que son infinitamente mejores que ellos. Si los norteamericanos no hubiesen sabido que los soldados-fantoches son malos soldados, no hubieran tenido necesidad de traer tantas tropas a Vietnam.

General, hablemos de la conferencia de París. ¿Cree que la paz puede salir de la conferencia de París, o de una victoria militar como la de Dien Bien Phu?

Dien Bien Phu ... Dien Bien Phu... El hecho de que estemos en París demuestra nuestras buenas intenciones. Y no se puede decir que Pa­rís sea inútil desde el momento que no sólo nosotros sino también el Frente de Liberación está en París. En París hay que traducir al plano diplomático lo que sucede en Vietnam y... Madame! París, madame, sabe, es una cosa para diplomáticos.

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¿Está diciendo, general, que la guerra no se resolverá en París, que puede resolverse sólo militarmente, nunca diplomáticamente, que el Dien Bien Phu de los norteamericanos está aún por llegar, y que llegará?

Dien Bien Phu, madame, Dien Bien Phu... Bueno, no siempre es verdad que la historia se repite. Pero esta vez se repetirá. Y tal como hemos derrotado, militarmente, a los franceses, derrotaremos militar­mente a los norteamericanos. Sí, madame, su Dien Bien Phu está aún por llegar. Y llegará. Los norteamericanos perderán definitivamente la guerra en el momento en que sus efectivos alcancen su máximo, y la gran máquina que han puesto en marcha no conseguirá ya moverse. Los derrotaremos en el momento en que tengan más hombres, más armas, más esperanzas de vencer. Porque toda su riqueza, su fuerza, se convertirá en su piedra al cuello. Es inevitable.

¿Me equivoco, general, o el segundo Dien Bien Phu lo ha intentado ·va

en Khe San? ·

Oh, no. Khe San no podía ni quería ser un Dien Bien Phu. Khe San no era tan importante para nosotros. O lo era en la medida en que era importante para los norteamericanos; porque en Khe San estaba en juego su prestigio. Porque fíjese en la acostumbrada paradoja que se da siempre con los norteamericanos : hasta que se quedaron en Khe San para defender su prestigio, dijeron que Khe San era importante. Cuando abandonaron Khe San, dijeron que Khe San nunca había sido impor­tante. Por otra parte, ¿usted no cree que vencimos en Khe San? Yo digo que sí y ... pero ¿sabe que los periodistas son muy curiosos? Demasiado curiosos. Y puesto que yo también soy periodista, quiero invertir los papeles y hacerle un par de preguntas. Primera pregunta: ¿Está de acuerdo en que los norteamericanos han perdido la guerra en el Norte?

Yo diría que sí, general. Si por guerra del Norte entendemos los bombardeos, creo que los norteamericanos han perdido. Porque no han obtenido nada sustancial y luego han tenido que suspenderlos.

Segunda pregunta: ¿Está de acuerdo en que los norteamericanos han perdido la guerra en el Sur?

No, general. No la han perdido. O todavía no. No los han echado. Aún están allí. Y siguen estando. ·

Se equivoca. Aún están allí, pero ¿en qué condiciones? Arredrados, paralizados, en espera de nuevas derrotas que intentan evitar sin saber cómo. Derrotas que han tenido y tendrán consecuencias desastrosas para ellos, desde un punto de vista económico, político e histórico. Están allí con las manos atadas, cerrados con llave en su propia fuerza, no pueden más que esperar en la conferencia de París. Pero también allí son tes­tarudos : no abandonan sus posiciones.

General, usted dice que en París los norteamericanos se muestran obstinados. Pero los norteamericanos dicen lo mismo de ustedes. Enton­ces ¿para qué sirve esta conferencia de París?

Madame, vous savez ...

General, no se hace más que hablar de paz, pero parece que, en rea­lidad, nadie la quiera. De todos modos, ¿cuánto durará esta conferencia de París?

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Page 9: 03. El General Giap (Entrevista Con La Historia) Oriana Fallaci

¡Mucho! Especialmente si los Estados Unidos no abandonan sus posiciones. Mucho. Tanto más cuanto que no abandonaremos las nues­tras; nosotros no tenemos prisa, tenemos mucha paciencia. Porque mientras las delegaciones discuten, nosotros continuamos la guerra. Amamos la paz pero no la paz con cualquier condición, no la paz del compromiso. La paz, para nosotros, sólo puede significar victoria total, la marcha de los norteamericanos. Cualquier compromiso sería una amenaza de esclavitud. Y nosotros preferimos la muerte a la esclavitud.

Entonces, general, ¿cuánto durará la guerra? ¿Por cuánto tiempo se pedirá a este pobre pueblo que se sacrifique, que sufra, que muera?

Por el tiempo que sea necesario: diez, quince, veinte, cincuenta años. Hasta que hayamos conseguido la victoria total, como há dicho nuestro presidente Ho Chi Minh. ¡Sí! ¡Incluso veinte, incluso cincuenta años!· Nosotros no tenemos prisa, no tenemos miedo.

H anoi, febrero 1969