03 La traición de roma (elementos+texto)

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pág.1 TEMAS secuencia

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INSTITUCIONES

HISTORIA

SOCIEDAD

La Lex Oppia contra el lujo de las mujeres

Roma, principios de febrero de 196 a.C. (…)

El Senado, en medio de la guerra contra Aníbal, en una Roma aterrorizada y donde todos los esfuerzos se dedicaban a ayudar al Estado para que con las legiones se salvara a la ciudad del desastre absoluto, promulgó una ley que prohibía que las mujeres de Roma pasearan por la ciudad exhibiendo preciadas joyas o que usaran carruajes en sus desplazamientos, entre una larga serie de normas de austeridad que se pensaron entonces adecuadas y que fueron aceptadas por las propias mujeres en las turbulencias de un pasado reciente donde lo importante era sobrevivir. Era lógico que en aquellos años se le pusiera coto a exhibiciones de lujo cuando todos estaban recibiendo noticias funestas de hermanos o padres o primos o amigos que habían caído en el frente de guerra, cuando los entierros eran la moneda común del día a día y cuando en todas las colinas de Roma se lloraba incesantemente por los muertos que ya nunca volverían con sus allegados. Pe-ro la guerra pasó y el dolor de la ausencia de los que ya no estaban se fue diluyendo en medio de una ciudad cada vez más rica y más poderosa a la que llegaba el lujo en mil formas diferentes para ser disfrutado: Marcelo inundó la ciudad con las espectaculares estatuas de Siracusa, había grano en abundancia, pan para todos, juegos y festividades en todo momento, obras de teatro, luchas de gladiadores, mimos, banquetes públicos y privados donde se degustaban comidas exóticas servidas en salsas desconocidas hasta entonces como el garum que fluía desde Hispania en grandes barcos mercantes, y el oro y la plata y joyas de todo tipo eran adquiridas por las familias patricias y por los plebeyos enriquecidos por el control del comercio del Mediterráneo occidental. Roma bullía en un lujo que, sin embargo, no se podía exhibir en público en forma de joyas o grandes carruajes por unas matronas romanas que se veían sujetas a una ley que todas las mujeres romanas consideraban ya anticuada y obsoleta. Sin embargo, todo se puede sobrellevar cuando no existe el agravio de la comparación, pero cuando desde las diferentes regiones de Italia o desde otras partes del mundo llegaban mujeres acompañando a embajadores extranjeros o a mercaderes fenicios, griegos, iberos, masaliotas o de cualquier otra parte, éstas se paseaban por las calles de Roma exhibiendo sin tapujos todo el lujo que les era posible mostrar; fue entonces cuando las matronas de Roma se rebelaron: si las itálicas o las griegas o las fenicias o las masaliotas o las etruscas o las de Tarento o las de Capua o las de cualquier otra ciudad podían portar sobre sus cuellos, brazos y muñecas todo tipo de piedras preciosas y cruzar la ciudad no ya sólo en litera sino también en hermosos carruajes, ¿cómo no iban a poder hacerlo ellas y más aún tratándose de su propia ciudad? El conflicto estaba servido.

Catón llegó indignado a la plaza del Comitium y su enfado se incrementó aún más cuando observó que sólo los legionarios de las legiones urbanae podían contener a las esposas, madres, hijas y hermanas de Roma entre los Rostra y la Graecostasis. Cruzó así el adusto senador de Tusculum por un Comitium vacío de mujeres y en su ausencia en-contró algo de sosiego después de haber tenido que escuchar una y mil veces ruegos y súplicas de centenares de romanas pidiendo que votara a favor de la propuesta de los tribunos que pedían la abolición de aquella ley de austeridad.

139 LITERATURA Escipión en el teatro (segundo consulado)

Estreno de Aulularia.

Roma, 194 a.C.

Publio Cornelio Escipión acudió al teatro aquella tarde envuelto en una turbulenta maraña de pensamientos. Le acompañaban su esposa Emilia, su hijo Publio y sus dos hijas. Publio padre estaba disgustado consigo mismo y con Roma entera. Consigo mismo por su incapacidad para digerir mejor el imparable ascenso de Catón. Apenas hacía unas semanas que le había correspondido, como nuevo cónsul recién elegido para un segundo mandato, asistir al gran desfile del triunfo que el Senado había concedido a su antecesor en el cargo, al propio Marco Porcio Catón por su supuesta gran campaña en Hispania, cuando Catón no había conseguido más que masacrar a las tribus débiles del noreste y restaurar un intermitente flujo de oro y plata desde las minas del sur. Por lo demás la región seguía en armas, un lugar peligroso para cualquier general y, sobre todo, con una inexpugnable Celtiberia en el interior del país desde la que se alimentaba de forma perenne la rebelión contra Roma. Roma. En segundo lugar, estaba disgustado con Roma por su ceguera al no entender que la política de ocupación brutal de Catón alarga-ría indefinidamente la pacificación de Hispania; una Roma que no supo nombrarle cónsul el año anterior, a él, a Escipión, cuando se debía haber enviado a alguien a luchar o negociar con los iberos y que, sin embargo, le elegían ahora, un año en el que el Senado se negaba a

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mandar ningún ejército consular a Hispania, pues eso sería lo mismo que re-conocer que Catón no había hecho bien su trabajo. El Senado, una y otra vez, manejado por Catón y sus seguidores, le castigaba con una derrota tras otra. Era cónsul, sí, porque su nombre, Publio Cornelio Escipión, aún era demasiado grande y demasiado popular entre el pueblo como para que el Senado le negara un segundo mandato, pero con aquella táctica de negar que Hispania estuviera revuelta vaciaban completamente de sentido aquella nueva magistratura consular para la que había sido elegido. Catón, por su parte, había rematado su estrategia de alianzas políticas casándose con Licinia, a propuesta de Lucio Valerio Flaco, con lo que conseguía una familia senatorial más proclive a su política. Estaba claro que debía acelerarse el asunto de los matrimonios de sus hijas. Ésa era un arma de la que Catón aún no disponía. Y debía utilizarse. Catón no había asistido al estreno de la nueva obra de Plauto, fiel a su costumbre de despreciar el teatro en general y las comedias en particular, pero Publio había visto a Graco, Spurino y otros por el re-cinto del teatro. Era difícil olvidarse de ellos teniéndolos tan cerca.

Tal era el remolino de ideas que bullía por su mente que Publio padre se sentó en uno de los asientos especiales que se habían dispuesto para él y su familia en primera fila sin casi darse cuenta. Se trataba de una reserva especial de asientos totalmente novedosa y que se debía a una ley que él mismo había promulgado por la cual los magistrados con-sulares y otros magistrados en ejercicio tenían derecho a un lugar de privilegio para asistir a las representaciones de teatro. Después de tantos años de servicio a Roma, después de tantas batallas luchadas, después de tantas ciudades conquistadas y, sobre todo, después de derrotar a Aníbal, Publio pensó que se había ganado el derecho a poder disf-rutar de una obra de teatro con tranquilidad si era cónsul, sin tener ya que competir con el resto del público por un lugar desde el que ver bien lo que ocurría en escena. Siempre que iba al teatro echaba de menos el ímpetu con el que su tío Cneo se abría paso a em-pellones entre el público. Ahora ya no haría falta que nadie empujara. Así podía ir con su familia entera sin necesidad de abrir medio a golpes un espacio para sus hijas. Roma

le debía aquel mínimo privilegio. Se lo había ganado a pulso. Y, sin embargo, contradictoriamente, para una vez que disponía de ese espacio de privilegio, la tormenta desatada en su mente apenas le había dejado enterarse de todo cuanto se había representado en escena. Sabía que la obra se titulaba la Aulularia y, por lo poco que podía haber se-guido del argumento, un viejo llamado Euclión había encontrado una olla llena de oro enterrada en su casa. A lo que se ve, tan ofuscado estaba el viejo Euclión en custodiar su recién encontrado tesoro que no se daba cuenta de lo que pasaba en el resto de su casa, pues su hija había sido violada y ni tan siquiera se había percatado de ello. Euclión sólo tenía ojos y oídos para vigilar su olla repleta de oro. Mientras, a su alrededor, tenía lugar una larga maraña de acciones que afectaban al futuro de su familia, pero Euclión no se percataba de nada que no tuviera que ver con encontrar un escondrijo seguro para su olla. Estaban ya en la escena novena del cuarto acto cuando Plauto, cubierto de una graciosa peluca y vestido a la forma griega con lo que representaba ser Euclión, miraba di-rectamente al público desde el centro del escenario y lanzaba un largo discurso rogando que le ayudaran a encontrar su olla de oro que le acababan de robar.

149 FILOSOFÍA

HISTORIA

Escipión y Lelio en Éfeso para pactar con Antíoco

(cita a Heráclito)

Los efesios se agolparon a ambos lados de la amplia avenida que ascendía desde la puerta norte de la ciudad hacia el corazón del foro. La llegada de los embajadores roma-nos había despertado curiosidad e interés. Además, la próxima llegada del rey Antíoco había llenado las posadas de la ciudad de visitantes de toda la región y de comerciantes ávidos por exponer sus mercancías en cualquier lugar y hacer en pocos días el negocio que normalmente les llevaba varios meses. Éfeso bullía y Publio y Lelio se percataron de inmediato de la enorme expectación que su visita había levantado en toda la ciudad.

- No tendremos problemas -dijo en voz baja Publio a Lelio mientras cabalgaban al paso seguidos por su medio centenar de jinetes-. Esta gente está expectante, pero no hay odio en sus miradas. Sólo quieren saber si Roma llegará a un pacto con Antíoco. Míralos bien: son comerciantes. En la paz fluyen mejor las mercancías que en la guerra. Quieren que se llegue a un pacto.

Lelio asintió impresionado por el gentío que se aglomeraba a su alrededor. Las palabras de Publio, que tan bien sabía evaluar las situaciones en lugares extraños y extranjeros, le tranquilizaron algo, pero no del todo. Publio insistió.

- Cuando nos demos un buen baño y nos relajemos verás las cosas con más sosiego, Lelio.

- Sí, un baño nos vendrá bien.

- Éfeso es famosa por muchas cosas, Lelio, por su enorme teatro, por sus templos, por ser la ciudad donde nació Heráclito, el gran filósofo… -Publio observó que Lelio parecía no escucharle y que seguía mirando nervioso a un lado y a otro, así que omitió citar la famosa frase del gran pensador efesio «en los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos », pero Lelio no estaba interesado en todo eso-. Y también es famosa Éfeso por sus baños, especialmente por los que se levantan junto a su puerto. Hacia allí nos dirigiremos, Lelio -concluyó Publio levantando algo la voz para recuperar la atención de su fiel tribuno-. Estaría bien tener en Roma algún día baños como los que vamos a ver.

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- Sí, en los baños estaremos mejor -aceptó Lelio, pero porque pensaba que en un lugar cerrado, con varias decenas de jinetes leales apostados en la puerta, tanto él como, sobre todo, lo que más le preocupaba siempre, el propio Publio, estarían más seguros.

165 SOCIEDAD Cornelia por las orillas del Tíber y el Foro Boario

- Ya estamos llegando, mi señora -dijo Laertes-; pronto estaremos en la plaza del mercado.

- Muy bien, Laertes.

El esclavo asintió y se puso de nuevo al frente de la comitiva. Pasaron próximos al Templo de la Fortuna, que Servio Tulio ordenó levantar a imagen y semejanza de otro similar existente en una de las ciudades etruscas cercanas. Y es que el foro Boario y el puerto estaban llenos de inmigrantes de Etruria que se contaban por miles. Estos nuevos habitantes de la emergente Roma habían traído consigo dioses y costumbres, de entre las que destacaba su pasión por una actividad hasta entonces aún poco frecuente en Ro-ma: las luchas de gladiadores, aunque más de una de éstas había desbaratado la asistencia a alguna obra de teatro. De hecho, allí mismo, en foro Boario, en la parte más próxima a la puerta Trigémina, sólo hacía poco más de veinte años que Bruto Pera había organizado el primer combate oficial entre gladiadores. Nunca antes se había visto algo así en Roma. Desde entonces, otros importantes patricios habían organizado pequeñas series de combates, normalmente con la excusa de los oficios funerarios de algún familiar, pero no dejaban de ser algo excepcional. Sin embargo, más allá de esas luchas organizadas de forma oficial, en el foro Boario no era extraño que ocasionalmente se prepa-rara alguna lucha a muerte en donde la gente pugnaba por conseguir un buen lugar para apreciarla y, al mismo tiempo, poder así cruzar apuestas sobre cuál de los dos gladiadores obtendría la victoria. Esto era, sin duda alguna, lo que más temía Laertes cada vez que se aproximaban al foro Boario, pues el caos en el que se desarrollaban estas luchas no era en absoluto el lugar idóneo para proteger a una joven patricia demasiado ávida de experiencias como para entender que hay lugares a los que es mejor no acercarse. Pero ya eran demasiadas las visitas al foro Boario sin que hubieran pasado por ese trance y la diosa Fortuna, pese a tener un templo tan próximo, decidió por una vez abandonar a Laertes, Cornelia y al pequeño grupo de esclavos a su suerte.

- ¡Gladiadores, gladiadores, gladiadores! ¡Junto a la estatua de bronce! ¡Rápido, venid! -gritó un muchacho corriendo por entre los primeros puestos del mercado de carne y animales. El olor a sangre de las bestias descarnadas, expuestas sobre los estantes de los mercaderes o colgadas de hierros afilados parecía impregnarlo todo y remarcar las terribles consecuencias que la lucha que se anunciaba tendría para, por lo menos, uno de los contendientes. Parecía que en medio de toda aquella exhibición de carne mutilada de centenares de patos, gallinas, pollos, carneros, terneros y cabritos, la gente necesitaba aún algo más: sangre fresca humana. En Roma no se hacían sacrificios humanos, pensa-ba con una sonrisa cínica Laertes, no; en Roma sólo se ordenaba que los esclavos o los reos de muerte lucharan entre sí en público para disfrute de todos los ciudadanos.

- Es mejor que regresemos -dijo Laertes a la joven Cornelia.

- No -respondió ella, e hizo una señal para que depositaran la litera en el suelo-; siem-pre he querido ver una de esas famosas luchas de las que tanto hablan en casa de mi padre cuando vienen a visitarle. Por Pólux, quiero ver cómo es.

- No es una buena idea, mi ama -insistía Laertes, pero sin atreverse a detener a la joven asiéndola por el brazo. El resto de esclavos contemplaba la escena sin intervenir. Era el ama la que mandaba. Poco podía hacerse si la joven se empeñaba en presenciar la lucha. La joven Cornelia se encaminó hacia la estatua de bronce de un enorme toro que

el cónsul Publio Sulpicio Galba trajo de Égina hacía veinte años. Laertes miró hacia los esclavos y tomó decisiones con rapidez.

- Vosotros dos, quedaos aquí y vigilad la litera y la comida; el resto seguidme. Rápido. -Y se dio la vuelta acompañado por otros cuatro esclavos mientras mascullaba maldiciones en griego que pronunció en voz baja porque tanto la joven ama podría entenderlas como muchos de los emigrantes del foro Boario, pues los griegos eran, junto con los etruscos, los habitantes más comunes en todo aquel barrio de la ciudad.

205 RELIGIÓN

HISTORIA Lucio y Publio en Asia Menor: ceremonia de los salios

- ¿No habría sido mejor haber esperado en Grecia? -preguntó Lucio; su hermano guardaba silencio. Durante semanas había estado ponderando la posibilidad de saltarse los rituales religiosos que estaba obligado a cumplir por pertenecer a la orden escogida de los salios.

- He pensado en no detener el avance, hermano -respondió Publio algo meditabundo, distante-, pero los legionarios son temerosos de los dioses, y hacen bien; si no cumplo con los ritos de forma escrupulosa, al más mínimo contratiempo en la campaña, considerarán que los dioses nos han abandonado y pudieran estar en lo cierto. A decir

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2 Se trata de una transcripción de los versos de los sacerdotes salios recogida por Marco Terencio Varrón en su obra Lengua Latina, 7,3, 2. Es latín arcaico y hay diferentes traducciones posibles. Se ofrece una de estas alternativas que capta la esencia de la plegaria original.

verdad,

yo también siento necesidad de cumplir con los ritos, hermano. Necesitamos a los di-oses, a Marte, a Jano, a todos ellos, necesitamos su fuerza, más que nunca. Sobre lo de esperar en Grecia, sí, quizá en Grecia hubiéramos estado más seguros, pero al haber entrado en Asia, Antíoco nos tomará en serio, reagrupará todo su ejército y todo se dirimirá en una gran batalla. Eso es lo que más nos interesa, hermano, de lo contrario la guerra de Asia se alargará y serán otros, seguramente Catón, los que quieran llevarse la gloria del triunfo.

- Eso siempre que venzamos -replicó Lucio mientras se servía una copa de vino de la mesa que habían situado los esclavos en el centro del gran praetorium-. ¿He de concluir que ya has diseñado la forma de derrotar a los catafractos}

Publio imitó a su hermano y se sirvió vino que rebajó, al igual que Lucio, con algo de agua.

- No -respondió, y negaba con la cabeza a la vez-, pero estos treinta días de paro forzoso para que ejerza de sacerdote salió me darán tiempo para pensar. Quizá los dioses me iluminen. -Y levantó su copa al cielo.

Lucio asintió.

- Te dejo para que te vistas -añadió mientras vaciaba su copa-. Las legiones querrán verte danzar y cantar y hacer todos los sacrificios necesarios. -Y salió del praetorium. Publio sabía que Lucio estaba preocupado no ya por los catafractos, sino por el hecho de que a él, al gran Africanus, seguía sin ocurrírsele la forma de derrotar a esos cuerpos de caballería acorazada. A él mismo también le preocupaba. Elevaría sus oraciones ajeno pensando en los catafractos. Estaba seguro de que los dioses que tanto le habían ayudado en el pasado no se olvidarían ahora de él.

Al instante entraron dos esclavos con todas las prendas que el gran sacerdote salió debía ponerse para la ocasión. Publio dejó de beber, dejó su copa en el suelo y alzó los brazos para facilitar a los esclavos que le quitaran la coraza militar y le pusieran la túnica bordada que le correspondía vestir, la trabea y, por fin, el apex, una especie de gorro cónico, propio de los flamines en general y, de forma especial, de los sacerdotes salios, rematado en una larga punta de madera de olivo. Los esclavos ajustaron el gorro con dos largas cintas, como si de un casco se tratara. Finalmente le ciñeron un pesado cinturón de bronce a la cintura que ajustaron con fuerza.

No podía exhibir una de los míticos doce escudos conocidos como ancilia porque éstos se custodiaban en el Templo de Marte erigido en la colina del Palatino, y sólo se sacaban en la gran procesión anual de marzo. En su lugar tomó su gran escudo de combate y una larga daga. Así, ataviado como un salió, emergió del praetorium y ante la muchedumbre de legionarios de las dos legiones desplazadas a Asia, Publio Cornelio Escipión empezó a danzar sin parar a la vez que murmuraba un cántico guerrero assa voce, sin acompañamiento de ningún instrumento, en honor al gran dios Jano y de los dioses Marte y Quirino.

Cozeui oborieso. Omnia vero ad Patulcium commissei.

Ianeus iam es, duonus Cerus es, duonus Ianus.

Venies potissimum melios eum recum

Divum empa cante, divum deo supplicate2

[Levántate Cosivo. Todo lo he confiado a Patulcio.

Ya hagas las veces de Jano, ya seas el buen Creador, ya seas el buen Jano.

Vendrás especialmente como el mejor de aquellos dioses;

cantad con el ímpetu de los dioses, cantad al dios de los dioses.]

Había instantes en los que se detenía y golpeaba su escudo con la gran daga que portaba en la mano derecha. Los legionarios le imitaban entonces y un estruendo ensordecedor lo inundaba todo como si la mayor de las tormentas fuera a descargar sobre Asia.

En tiempos inmemoriales, los romanos estaban convencidos de que el mismísimo Júpiter había entregado un gran escudo imposible de quebrar al rey Numa, el segundo rey de Roma tras Rómulo. El antiguo monarca ordenó entonces que su mejor herrero, Mamurius Veturius, forjara otros once escudos a imagen y semejanza del gran escudo divino, que era ovalado pero con dos grandes entradas a la mitad del mismo, como si le hubieran pegado dos grandes bocados en cada lado. Estos escudos tenían poderes especiales que pasaban a los patricios que eran elegidos para ser sus custodios. Publio Cornelio Escipión era uno de esos doce elegidos, un honor poco común que otorgaba un prestigio enorme, especialmente entre las tropas. Había otros sacerdotes salios, como los doce que se nombraban desde el reinado de Tulio Hostilio, el tercer rey de Roma, tras una de las guerras contra los sabinos, pero los salios de Numa, los

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que guardaban y exhibían cada año los Ancilia divinos, por ello eran los más apreciados por todos. Las hazañas del pasado sumadas a su condición de salió de Numa hacían de Africanus, a los ojos de los miles de legionarios que le veían danzar y cantar sin freno, un auténtico semidiós entre los hombres, un nuevo invencible Aquiles. Nada ni nadie podría detenerles más que la obligación religiosa de adorar a Marte, a Jano y a Quirino durante treinta dí-as en los que el gran salió, tal como prescribía la sagrada tradición de Roma, no podía cambiar su residencia. Y si Africanus no se movía de Abydos, tampoco lo harían las legiones. Como siempre, legionarios y general unidos hasta el final.

- ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! -aullaban las legiones sin descanso arropando con sus gritos los cánticos de su general bendecido por los dioses.

Lucio observaba toda la escena y presidía, en calidad de cónsul al mando de la expedición, los sacrificios de decenas de animales que se inmolaban en honor a Marte, Jano y el resto de dioses, y no podía sino confirmar en su corazón que, sin lugar a dudas, la mejor arma de aquellas legiones no era otra sino ese valor extraño e inexplicable que su hermano Publio sabía transmitir a cada soldado. Lucio tenía grandes dudas sobre el desenlace final de aquella campaña y había tenido sueños tumultuosos que achacaba a sus nervios. Presentía que algo terrible estaba a punto de ocurrir y sólo podía pensar que se trataba de una derrota. En su preocupación por el desarrollo de aquella guerra, no pensaba que había cosas aún mucho más terribles que una derrota en campo abierto.

292 HISTORIA Descripción de Pérgamo

Pérgamo, Asia Menor. Febrero de 189 a.C.

Eumenes II de Pérgamo ascendía por la avenida que conducía a la gran Acrópolis de la capital de su emergente reino. Habían venido mercaderes, soldados, embajadas, prestamistas, mujeres de vida disipada, ciudadanos admirados y ciudadanos en busca de for-tuna desde todos los rincones de los dominios bajo control de Pérgamo; desde los puertos, pesquerías y grandes olivares y viñedos al sur del Monte Ida, la misma zona de donde el ejército conseguía los mejores caballos, hasta de las minas de oro y plata de las regiones próximas y de las ciudades griegas de la costa o desde las poblaciones del valle del Caico. Y es que todo el mundo quería ver entrar al gran rey Eumenes II victorioso en la inmensa acrópolis de Pérgamo. Todos intuían que el mundo cambiaba y cambiaba para transformar a aquella gran ciudad que los gobernaba en el centro de poder, y de comercio, de toda Asia Menor. Eso significaba mucho dinero fluyendo por aquella emergente ciudad y eso, sin duda, atraía a todos los que habían acudido aquella mañana. Los vencedores tienen muchos amigos, los vencidos ninguno.

Pérgamo había sido construida a imagen y semejanza de Alejandría, pero extendida por la ladera de una montaña sobre la que se erigía la gran acrópolis, en lugar de edifica-da sobre el delta de un gran río. Por la ladera del monte estaban los templos, los inmensos mercados, las viviendas de los ciudadanos más poderosos y los grandes edificios públicos. Los visitantes que llegaban a Pérgamo por primera vez no podían evitar sorprenderse por el gran número de estatuas y bajorrelieves que decoraban todas las calles de la ciudad.

Eumenes II quiso disfrutar de su entrada lo máximo posible y que ésta, a su vez, impresionara a todos de un modo impactante, así que se detuvo un momento en el ágora de la ladera de la montaña, dando tiempo para que se concentraran allí todos los presos y estandartes que quería exhibir en su desfile ante el pueblo. Cruzó entonces las murallas antiguas de Atalo I y avanzó con la cabeza erguida y orgullosa sobre su caballo blanco entre el Santuario de Hera y el Gimnasio y siguió rodeando la acrópolis amurallada des-filando junto al Templo de Deméter. Ascendió y entró al fin en la gran fortificación de lo alto de la montaña y realizó un largo recorrido por el interior de la acrópolis que lo condujo por la Biblioteca, el inmenso Templo de Atenea y las gradas del gran teatro hasta detenerse frente a un altar levantado en tiempos antiguos en honor al dios supremo Zeus. Allí desmontó y elevó sus plegarias a Zeus al tiempo que hacía numerosas ofrendas y sacrificios de animales. Fue una celebración breve pero intensa. Al terminar, Eumenes se quedó mirando aquel viejo altar.

- Es pequeño -dijo-. Tendremos que construir uno mucho más grande para celebrar las futuras victorias. Pérgamo tiene que poseer el mayor de los altares en honor a Zeus del mundo entero. Lo construiremos -y un fulgor resplandecía en su mirada mientras se volvía hacia sus oficiales y consejeros que lo acompañaban en todo momento-, pero antes tendremos que conquistar el norte. Quiero las costas de Bitinia, quiero el comercio con el Ponto Euxino. A través de Pérgamo se distribuirán las riquezas de los países que rodean el Ponto Euxino y para ello tenemos que terminar con la rebeldía de Bitinia. Ése es nuestro objetivo próximo. Luego -y se volvió hacia el altar-, luego habrá tiempo para un nuevo altar y nuevas celebraciones. -Y se alejó del lugar caminando con decisión en dirección a su palacio. Quería mapas, quería un recuento de los soldados y jinetes y barcos de los que disponía y quería un plan de ataque contra Bitinia ya. Eumenes no era hombre de grandes pausas. Necesitaba acción.

307 HISTORIA

LITERATURA

Catón, los hermanos Petilio y Tiberio Sempronio Graco (futuro marido de Cornelia, yerno de Escipión y padre de los

hermanos Graco). Conjura contra los Escipiones.

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La hacienda de Catón

A Catón le gustó la renovada decisión de Graco, pero estaba claro que iba de un ext-remo a otro; era demasiado impulsivo. Eso, no obstante, era una cualidad si se sabía controlar. Catón respondió con la rotundidad del sabio.

- Porque al acusar y desbaratar así los logros políticos de los familiares y amigos de Publio Cornelio conseguimos debilitar su posición en general. A una higuera alta y fuer-te no se la derriba de un solo golpe, sino que hay que dar muchos hachazos hasta que se consigue que el árbol caiga a plomo sobre la tierra; pero caerá, mi querido amigo, Pub-lio Cornelio Escipión caerá. Puedes estar seguro de ello. Hay que saber medir los tiempos. Valoro tu decisión, Graco, pero permite que sea mi experiencia en política la que nos guíe en este complicado trayecto.

Graco no dijo más. Catón tampoco decidió alargar la conversación y cambió de tema por completo.

- Venid ahora y os enseñaré las nuevas plantas que estoy cultivando. Esta tierra es fértil y se consiguen maravillas con sólo un poco de esfuerzo y atención.

Los Petilios no tenían ningún interés por la afición agrícola de Catón, pero Graco sí sentía curiosidad por saber más del hombre que les dirigía en una lucha, el asedio a la familia de los Escipiones, que se le antojaba la campaña más difícil que podía emprenderse en aquel momento. Graco había oído que Catón estaba escribiendo incluso un de-tallado manual sobre agricultura.

Así Marco Porcio Catón los sacó del atrio y les hizo caminar por entre los vericuetos de las humildes casas de los esclavos de la finca, para conducirlos hasta un gran huerto donde el austero senador empezó a enseñarles con deleite sincero gran cantidad de cultivos.

Cuando pensaban que la visita había terminado, Catón les llevó hasta uno de los es-tablos. Olía a animal de forma intensa, a oveja, a buey, a cerdo, pero había otro olor aún más fuerte que hizo que los tres arrugaran la nariz.

- ¡Por Castor y Pólux! -exclamó Spurino, incapaz de reprimirse.

- Aquí tengo a los cerdos y otros animales y también a los bueyes; los bueyes mejores y los más sanos de Roma, la clave del éxito de mi producción agrícola -explicaba Catón imperturbable. Graco se dio cuenta de que el veterano senador, de tan acostumbrado como debía estar, apenas percibía aquellos olores que los envolvían-. Y aquí-añadió entrando en una estancia contigua al establo- tengo mi pequeño gran secreto. -Y, nada más entrar, se hizo a un lado para que sus invitados pudieran admirar su magna obra. La estancia estaba repleta de estantes y en todos ellos había todo tipo de frascos con hierbas aromáticas y plantas medicinales, sobre todo en las estanterías superiores, mientras que en las inferiores se acumulaban ajos, cebollas y otros tubérculos y, el origen del gran olor que los tenía a los tres algo mareados: una enorme montaña de puerros que se erigía enérgica y dominante en el centro del establo.

- Puerros, amigos míos, sí, por Hércules. -Catón hablaba exultante; Graco no lo había visto así desde no recordaba cuándo; estaba claro que aquella villa y el cuidado de las ti-erras y, a lo que se veía, también de los animales de la granja, era la gran pasión privada de Catón-. Los puerros son lo mejor para los bueyes -continuaba Catón sin mirar a na-die, sus ojos fijos en las plantas amontonadas, su mente absorta en su discurso-. Si un buey empieza a estar enfermo, haces una mezcla de puerros con…, bueno, con algunas otras cosas, es mi secreto, y con vino; se lo das al buey sano y no enferma y, si se lo ad-ministras al buey enfermo, éste sana de inmediato y, al día siguiente a trabajar. De ese modo los tengo en los campos a todas horas y la producción aumenta una enormidad, mientras que en las haciendas próximas las cosechas a veces se echan a perder por falta de animales de labor que se encuentran débiles o enfermos. Eso aquí no ocurre.

Al cabo de media hora de mostrar más cultivos, más establos y grandes almacenes de grano, aceite y vino, Catón pareció estar satisfecho y permitió a sus invitados que partieran. Graco y los Petilios se encaminaban hacia la salida de la finca. Un par de esclavos armados, que escoltaban a la comitiva de senadores, abrían el grupo, luego seguía Graco y a continuación ambos Petilios, uno a cada lado de Catón, el anfitrión de aquella reunión. Spurino ralentizó la marcha para dejar que Graco se adelantara una decena de pasos y, cuando juzgó que la distancia era suficiente, se dirigió a Catón en voz baja.

- A veces tengo la impresión que el joven Graco flaquea.

Quinto Petilio asintió con la cabeza confirmando las dudas de su colega. Catón detuvo la marcha un instante. Los Petilios le imitaron. Catón comprendió que no era prudente quedarse tan retrasados o Graco empezaría a sospechar, y reemprendió la marcha al tiempo que negaba con la cabeza.

- No. Graco es de los nuestros y lo será hasta el final. -Pero Catón leyó de soslayo la duda en el rostro de sus dos fieles seguidores y comprendió que aquellas palabras no se-

rían suficientes para tranquilizarles-. Me ocuparé personalmente de que no dude más -sentenció, y ambos Petilios sonrieron levemente.

- Mejor así -apostilló Spurino-. Con las espaldas cubiertas se ataca mejor al enemigo, noble Catón. ¿Qué tienes

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en mente? ¿Enviarlo de nuevo a una misión militar a Oriente o quizá, mejor aún, a Hispania?

Catón miraba hacia al suelo y hablaba entre dientes.

- Eso es cosa mía. Digamos que las dudas de Tiberio Sempronio Graco se diluirán pa-ra siempre. -Y con esa frase ambigua los dejó a ambos, dio media vuelta y, sin despedir-se ni de ellos ni del propio Graco, ascendió por el camino de regreso a su casa de campo. Los Petilios se quedaron detenidos en mitad del camino contemplando confusos cómo aquel hombre que les dirigía se alejaba con aire taciturno, ensimismado, rumiando algo en lo que se alegraban no tener que participar de forma directa.

- ¿Nos deja Catón? -La voz de Graco les sorprendió por la espalda.

- Eso parece -dijo Spurino con tono cordial, y añadió algo trivial con naturalidad-: lo que no nos dejará nunca es este olor a puerros.

Y los dos Petilios se echaron a reír, algo nerviosos. Tiberio Sempronio Graco asintió y sonrió en un intento por compartir la broma. No le parecía algo tan gracioso, pero no advirtió nada extraño en el comportamiento de sus colegas en el Senado y sí, Spurino llevaba razón: aquel maldito olor le perseguiría toda la tarde, hasta que llegara a casa y pudiera darse un buen baño.

Catón regresó a los almacenes donde se acumulaban los puerros y examinó con detal-le cada estante, cada pequeño montón de hierbas acumulado en cada una de las paredes de aquel enorme herbolario. Tenía que escribir sus remedios para el ganado, empezando por la receta para curar los bueyes. Debía incluir todo esto en su tratado sobre agricultura. Sí, definitivamente, sería un volumen extenso. Más. Debía escribir varios manuales sobre el conocimiento que poseía del campo, de la cultura, de la vida política, del derecho, de moral. Una colección de tratados que podría emplear para educar a sus hijos futuros sin necesidad de recurrir a las palabras de ningún otro hombre. Así evitaría influencias perniciosas en sus vástagos de autores griegos o prohelénicos. Sí. Eso debía hacer.