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CUADRANTEPHI No. 26-27 1 2013, Bogotá, Colombia El saber vivir de Montaigne: entre la preocupación por el mundo y la realización de la autárkeia Carolina Piracoca Fajardo Pregrado en filosofía Universidad Nacional de Colombia Bogotá [email protected] Resumen El artículo comienza con las dos dificultades más apremiantes atribuidas a la filosofía como forma de vida para ser llevada a cabo en un marco distinto al de la antigüedad, a saber, su separación de una mirada crítica de las comprensiones del mundo, por restringirse a ejercicios personales; y el carácter casi irrealizable de sus prácticas, encaminadas hacia la autosuficiencia o autárkeia. Teniendo en cuenta lo anterior, me interesa mostrar que Montaigne logra cristalizar dicha filosofía por su proximidad con el Sócrates de Jenofonte. La proximidad tiene lugar por las reflexiones sobre el conocimiento de sí y la autárkeia, pero es innegable reconocer, al mismo tiempo, cierta distancia debido a la lectura de Montaigne que transforma estas reflexiones acompañando el conocimiento de sí con la actividad crítica y definiendo la autárkeia como un estado que depende de cada individuo. Palabras clave: Sócrates, Jenofonte, filosofía como forma de vida, conocimiento de sí, soledad. Abstract The article begins with the most compelling difficulties attributed to philosophy as a way of life to be carried out in a different framework other than, namely, its separation

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CUADRANTEPHI No. 26-27 12013, Bogotá, Colombia

El saber vivir de Montaigne: entre la preocupación por el mundo y la realizaciónde la autárkeia

Carolina Piracoca FajardoPregrado en filosofía

Universidad Nacional de ColombiaBogotá

[email protected]

Resumen

El artículo comienza con las dos dificultades más apremiantes atribuidas a la filosofía

como forma de vida para ser llevada a cabo en un marco distinto al de la antigüedad, a

saber, su separación de una mirada crítica de las comprensiones del mundo, por

restringirse a ejercicios personales; y el carácter casi irrealizable de sus prácticas,

encaminadas hacia la autosuficiencia o autárkeia. Teniendo en cuenta lo anterior, me

interesa mostrar que Montaigne logra cristalizar dicha filosofía por su proximidad con el

Sócrates de Jenofonte. La proximidad tiene lugar por las reflexiones sobre el

conocimiento de sí y la autárkeia, pero es innegable reconocer, al mismo tiempo, cierta

distancia debido a la lectura de Montaigne que transforma estas reflexiones

acompañando el conocimiento de sí con la actividad crítica y definiendo la autárkeia

como un estado que depende de cada individuo.

Palabras clave: Sócrates, Jenofonte, filosofía como forma de vida, conocimiento de sí,soledad.

AbstractThe article begins with the most compelling difficulties attributed to philosophy as a

way of life to be carried out in a different framework other than, namely, its separation

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of a critical look about understandings of the world, because of restricting itself to

personal exercises; and the almost unrealistic character of its practices, directed to self-

sufficiency or autárkeia. Taking into account all of the above, here I prove that

Montaigne crystallizes that philosophy by his proximity with Xenophon’s Socrates. The

proximity is taking place in reflection about self- knowledge and autárkeia, but it’s

undeniable to recognize, at the same time, a distance on account of reading of

Montaigne which transforms this reflections accompanying the self- knowledge with la

critical activity and defining autárkeia as a state which depends on each individual to

acquire.

Keywords: Socrates, Xenophon, philosophy as way of life, self- knowledge, solitude.

Introducción

Sería ingenuo de nuestra parte pensar que el ejercicio filosófico se ha mantenido sin

variación alguna y seguirá manteniéndose así hasta el final de los tiempos. Antes,

especialmente en la época helenística y romana, la filosofía era entendida como una

forma de vivir, “una manera de estar en el mundo, una manera que debe practicarse de

continuo y que ha de transformar el conjunto de la existencia” (Hadot, 2006, 236).

Asumiéndola en su sentido básico de “amor a la sabiduría”, la filosofía es la manera de

estar en el mundo orientada hacia la sabiduría; esta orientación hace de ella el modo de

existencia más excelso por implicar la serenidad, la libertad y la conciencia cósmica.

Para alcanzar la sabiduría, la filosofía se consagra como el remedio del alma destinado a

curar las pasiones, el conjunto de prácticas en las que se procura un estado de

autosuficiencia y el reconocimiento del lugar de cada uno en el cosmos (Ibíd., 237).

En este sentido, una objeción dirigida a la filosofía como forma de vida residiría en que

su preocupación se restringe a la ética, descuidando así la actividad teórica. Nada más

lejano de esta filosofía que la división entre teoría y práctica. Para mostrarlo conviene

mencionar las críticas de Epicteto destinadas a aquellos que se dedicaban a la lógica,

omitiendo el cuidado de sus representaciones, o recordar que el componente teórico se

concentra en principios o manuales de los que dispone el filósofo para actuar

correctamente.

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En este punto es preciso añadir que la filosofía como forma de vivir no comenzó

propiamente en el período helenístico, es más, podemos rastrearla hasta Sócrates y ver

en él su inauguración. En los diálogos que sostenía Sócrates con sus acompañantes, la

manera de estar en el mundo no era otra cosa que el cuidado de sí u ocuparse de uno

mismo. En el Alcibíades, el diálogo donde se ve con mayor nitidez este tema, el cuidado

de sí mismo es un tipo de técnica para hacer mejores a los hombres que la emplean.

Sólo en este sentido puede entenderse que el cuidado constituya la condición para la

vida política que tanto inquieta a Alcibíades: el que se hace mejor seguramente será un

buen gobernante en lugar de un tirano que utiliza a los otros como medios para

satisfacer sus deseos. Más adelante, el diálogo aclara que el sí mismo es el alma, la

posesión más valiosa, incluso la única si asumimos que las otras están sometidas a

contingencias. Para cuidarla es necesario saber qué es, mostrando, con ello, que el

cuidado implica el conocimiento de sí mismo; éste consiste, desde una mirada

eminentemente platónica, en reflejarse en lo divino y reconocer lo divino que hay en

uno mismo (cf. Foucault, 1990, 55).

En otro diálogo, el Protágoras, el cuidado de sí aparece como algo que se da en la

relación pedagógica con el otro, en la cual se pone a su disposición nada menos que el

alma; por esa razón, Sócrates es tan insistente en que no se puede dejar el cuidado de

uno mismo a cualquiera, mucho menos a un sofista. Y para completar este breve rastreo,

en el Gorgias, Sócrates opone la vida del filósofo y la vida del político, siendo aquella

la mejor por realizar un cuidado de sí que consiste en la moderación, esto es, velar por

la salud del alma procurando en ella un orden, una medida y una proporción. En el

Sócrates de Jenofonte también son abundantes las referencias al cuidado del alma. En

Recuerdos de Sócrates o Memorabilia1, el cuidado reside en la enkrateia o dominio de

los placeres, en la karteria como resistencia del cuerpo ante las circunstancias adversas

y, por la unión de estas dos, en la autárkeia o “bastarse a sí mismo” para necesitar lo

menos posible de los bienes externos. Leyendo estas líneas, podría creerse que el

cuidado de sí no presta mayor atención al cuerpo, sin embargo, y esto lo demuestra

1 De aquí en adelante, utilizaré el término Memorabilia y su abreviación Mem.

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varios pasajes de Memorabilia, hay que procurar un cuerpo sano; sin él, el alma se verá

agobiada por los dolores que le impedirán pensar con atención (cf. Mem III, 12, 7- 8).

Una filosofía semejante difícilmente es realizable en un marco distinto. Elaborar un

modo de existir por la misma línea de Sócrates es algo atribuido a un individuo singular.

Muy pocos estaríamos dispuestos a ocuparnos de nosotros mismos demostrando una

coherencia entre lo que decimos y hacemos o llevando a cabo prácticas destinadas a

dominar las pasiones que requieren invertir un tiempo considerable, más aún, cuando el

tiempo del mundo tecnocientífico se reduce al instante y la forma de vivir está dada por

el consumo.

Contrastando la filosofía como forma de vida con el ejercicio actual del filósofo, los

inconvenientes no se hacen esperar. Los departamentos de filosofía, en la mayoría de

universidades, están interesados en la elaboración de discursos más que procurar un

cuidado de sí por medio de la amistad, como lo hacía Sócrates con sus acompañantes y,

más tarde, las escuelas filosóficas con el vínculo entre maestro y discípulo. Y si la

filosofía ha intentado desmitificar esa imagen tan marcada de teoría desligada del

mundo, configurándose en actividad crítica, con la filosofía como forma de existir, el

ejercicio filosófico se restringiría con más fuerza al ámbito individual que no

respondería a los acuciantes problemas del aquí- ahora.

Pese a que este escenario desolador descarta la posibilidad de apelar a la filosofía como

forma de vida, me propongo demostrar un modo en que puede realizarse a partir de su

articulación con la actividad crítica y de la adecuación de las prácticas “inalcanzables”

de Sócrates a las capacidades del más común de los hombres. Para este fin, me ocuparé

de la forma de vivir de Michel de Montaigne, detallada en los Ensayos, y su tensionante

cercanía con el carácter natural y común del Sócrates de Jenofonte. La pertinencia de

acudir a una figura como Montaigne está en que no lleva a cabo la filosofía como forma

de vida tal como la concebían los griegos, en su lugar hace una reelaboración de la

misma.

Teniendo en cuenta lo anterior, en primer lugar, mostraré que para Montaigne la

filosofía es el saber vivir cimentado en una mirada dirigida hacia sí mismo, con tal de

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servir a los otros, y en una mirada orientada hacia el mundo. Desde estas dos miradas,

juzga las comprensiones imperantes y ordena un conocimiento útil tanto para las

situaciones concretas como para las cuestiones que aquejan a los hombres en cuanto

hombres. Y en segundo lugar, evidenciaré que Montaigne asume el ideal socrático de

una vida autárquica, pero lo hace de una forma bastante singular en la que no hay un

desdén tan estricto por las cosas externas ni ejercicios de resistencia para alcanzar la

virtud. Concretiza el ideal de talante divino e inalcanzable, a los ojos de los

acompañantes de Sócrates, ajustándolo a su propia vida.

1. Saber vivir conforme a la naturaleza

A lo largo de los Ensayos de Montaigne tiene lugar uno de los retratos más

enriquecedores y singulares que se haya hecho sobre la figura insondable de Sócrates:

enriquecedor por mostrar la posibilidad de elaborar un cuidado de sí a partir de la

apropiación del discurso socrático, y singular por tratarse de una manera particular de

traer e interpretar a Sócrates cuando el horizonte de la filosofía está dominado por la

autoridad escolástica. Frente a un retrato de estas proporciones, es inevitable

preguntarse: ¿cuál es el Sócrates que Montaigne muestra en él? Pese al hecho de

hallarse una cantidad considerable de referencias a Sócrates en varios lugares de los

Ensayos, hecho que impediría dilucidar una sola imagen del filósofo, el retrato viene a

condensarse en gran parte en De la fisonomía, donde se hace presente un Sócrates

eminentemente tangible y próximo.

En De la fisonomía hay una pequeña miscelánea de los rasgos esenciales de un Sócrates

tangible: tiene un conocimiento de sí mismo en la medida en que sabe cuáles son sus

cualidades y cuáles son los límites de sus fuerzas; sortea los contratiempos sin quejarse

o sin huir de ellos, lo cual puede verse en toda su magnitud con su disposición serena

hacia la muerte; elabora, por sus propios medios, el conocimiento sobre la vida y las

cosas útiles, dejando de lado cualquier ostentación; y, por último, sus discursos

exhortativos se valen de los casos más comunes de los hombres, sin requerir de un estilo

pomposo (cf. III, XII, 303- 305). Expuesta en esos términos, la miscelánea

correspondería a un hombre natural y común en todos los aspectos de su vida, un

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Sócrates que “no se elevó en modo alguno, sino más bien rebajó y retrotrajo a su punto

original y natural, sometiéndoselos, el vigor, la dureza y las dificultades” (Ibíd., 304).

Si nos preguntamos cuál de los dos Sócrates, el de Jenofonte o el de Platón, cumple con

estos rasgos, tendremos que inclinarlos hacia el de Jenofonte. Desde luego hay aspectos

compartidos por los dos, pero lo cierto es que se diferencian en que el de Jenofonte es

más humano, en cambio el otro es excepcional y con un cierto halo divino. Para mostrar

la diferencia recurriré a cuatro características que resaltan la “humanidad” del Sócrates

de Jenofonte: (i) no emplea la usual ironía que resultaba tan arrogante para los demás,

como sí lo hace el Sócrates de Platón. En Memorabilia, algunos de los diálogos

comienzan con un acercamiento más bien pedagógico en el que Sócrates se muestra

como un guía al hacer las preguntas. (ii) En contraste con el de Platón, no ve en el

ejercicio filosófico el cumplimiento de una misión divina. Aunque Sócrates tiene una

relación especial con la divinidad por la referencia al daimon que lo disuade de hacer

algo, en la Apología de Jenofonte el daimon es una de las tantas maneras, al igual que la

adivinación, en las que se comunica la divinidad (cf. Apología, 10- 13). (iii) En lugar de

ser un “atopos”, la figura fronteriza e inclasificable entre lo divino y lo humano (cf.

Hadot, 2006, 80), el Sócrates de Jenofonte se sitúa al nivel de sus acompañantes. En

varios pasajes del Libro II de Memorabilia, Sócrates es el phílos preocupado por el bien

de sus amigos, un consejero respecto a los problemas de la vida diaria, entre ellos, las

discusiones entre hermanos y la búsqueda de un trabajo. (iv) El Sócrates de Jenofonte

propone un conocimiento de sí a manera de examen de las cualidades que se poseen y

de discernimiento de los propios límites (cf. Mem. IV, 25- 30). Muy distinto es el

conocimiento de sí propuesto en los diálogos platónicos según el cual el alma se mira en

lo divino.

Montaigne comprende esta manera de existir común y natural del Sócrates de Jenofonte

en términos de “saber vivir”2 y, a partir de él, define su particular modo de concebir el

cuidado de sí. En un sentido amplio, alguien que cuida de sí mismo sabe vivir, y esto

2 Para Montaigne tiene una importancia central el “saber morir” definido como la tranquilidad del ánimoen el momento de morir. Hace de él el asunto que incumbe a la filosofía hasta el punto de convertir lafilosofía en la preparación para la muerte. Aquí sólo hablaré del saber vivir puesto que éste implica elsaber morir. Si sabemos vivir, aceptaremos nuestra finitud y nuestros limitantes, al hacerlo nada nosangustiará y seguramente recibiremos la muerte sin temor (cf. III, XII, 322).

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significa vivir conforme a la naturaleza. Podríamos entrever en esta afirmación la

búsqueda de un tipo de estado natural de armonía, tan característico del romanticismo, o

la reivindicación de una vida sin ninguna comodidad o posesión, como bien lo hacían

los cínicos, pero lo cierto es que vivir conforme a la naturaleza se resume en vivir

agradablemente y sin preocupaciones3, de acuerdo con las cualidades y los limitantes

propios.

En De la educación de los hijos, la filosofía es la encargada de enseñarnos a vivir

conforme a la naturaleza (cf. I, XXVI, 218), con lo cual se traza una distancia con la

concepción canónica del ejercicio filosófico en cuanto actividad puramente especulativa

y llena de renuncias. La razón de la escisión está en que la concepción canónica ha

suscitado en la mayoría la identificación del filósofo con el individuo austero y con el

pedante. El austero es el individuo que mitiga los placeres o renuncia a ellos con el fin

de alcanzar la virtud. Cuando decide soportar todo tipo de pruebas y realizar los más

duros ejercicios, termina por convertir el camino hacia la virtud en uno escabroso

difícilmente transitable para la mayoría (Ibíd., 215). Al igual que el austero, el filósofo

puede desplegar un conjunto de prácticas de privación que convierten su vida en un

continuo sacrificio para alcanzar la virtud al final de sus días En el trayecto hacia la

virtud, cree que debe comprometerse con un modo de vida regido por normas rigurosas

que lo librarán de optar por otros y de buscar el placer, hasta el punto de convertirlo en

algo cercano a una identidad.

Que el filósofo resulte ser un pedante es constatable por las siguientes apreciaciones: (i)

está convencido del carácter excelso de su manera de vivir en comparación con la de

otros y cree que esto justifica su actitud soberbia; (ii) repele cualquier desempeño de

labores útiles o de aquellas que tienen un valor para los demás; (iii) desdeña los

problemas del común de la gente por considerarlos asuntos vulgares (cf. I, XXV, 185).

3 Bastante próximo a Epicuro, Montaigne considera que la vida buena es el placer (cf. I, XX, 123- 124).Con esta afirmación se distanciaría del Sócrates de Jenofonte, pues éste es descrito como “el más austeropara los placeres del amor y la comida”, y el placer en Memorabilia tiene una connotación negativa dadoque desvía al alma de su camino virtuoso. No obstante, Montaigne no se está refiriendo a los placeres decuerpo sino al placer de la virtud, el cual estima como el mayor de los placeres. Para ir más lejos,Montaigne llama a la virtud “el placer” mientras los otros deleites son placeres de manera extensiva. Larazón está en que aquella es placer en sentido estricto por no involucrar ninguna clase de dolor, sólodeleite; mientras los otros, entre los que están los de la comida, los de la bebida y los del eros, no estánexentos de sufrimientos.

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De acuerdo con Montaigne, las apreciaciones comienzan a debilitarse si se advierten los

errores en los que incurre el pedante. Su manera de vivir es peor que la del vulgo, pues,

teniendo a su disposición el conocimiento logrado por los otros, permanece ignorante

haciendo un mal uso del mismo; memoriza los discursos ajenos o adapta su

entendimiento a ellos para aumentar su acervo y presumir de él, ya que teniéndolo, cree

poseer el conocimiento definitivo y absoluto (Ibíd., 187). Sin embargo, no dudo en que

la diferencia entre el pedante y el austero, por un lado, y el filósofo, por el otro, resida

principalmente en el conocimiento de la naturaleza de este último.

Ante todo me interesa señalar que este conocimiento es la condición del saber vivir. Es

necesario conocer en qué consiste la naturaleza para acogernos a ella y vivir

agradablemente; pero dicho conocimiento de ninguna manera es el de una naturaleza

universal que abarca a todos los hombres sin excepción, es el de una naturaleza que

comprende lo que cada uno es, en su singularidad y su peculiaridad. Así las cosas, el

conocimiento que interesa a Montaigne es el de uno mismo (cf. Taylor, 1989, 197).

Admitiendo lo dicho, mi apuesta es que Montaigne circunscribe la condición del saber

vivir al conocimiento de sí del Sócrates de Jenofonte en sus dos sentidos: examen de las

cualidades y discernimiento de los límites.

El conocimiento de las cualidades significa para Montaigne advertir los rasgos

característicos de la naturaleza humana que le otorgan particularidad, estos no son otros

que el movimiento y el cambio. Lo anterior llevaría a decir que la naturaleza humana no

es tanto la esencia, como usualmente se piensa, sino la inconstancia. Esto se hace

evidente teniendo en cuenta que Montaigne rechaza cualquier insistencia en lo mismo y

en lo invariable, encargada de homogeneizar la multiplicidad y la diversidad de la

naturaleza humana:

Hay cierta razón para formarse juicios de un hombre por los rasgos más comunes de su

vida; más, dada la natural inestabilidad de nuestras costumbres y opiniones, con

frecuencia he pensado que incluso los buenos autores hacen mal al obstinarse en formar

de nosotros una manera de ser sólida y constante. Escogen una manera de ser universal y

según esta imagen, sitúan e interpretan todos los actos de un personaje, y, si no pueden

retorcerlos bastante, los disimulan (…) De los hombres me creo la constancia con mayor

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dificultad que cualquier otra cosa y nada con mayor facilidad que la inconstancia (II, I,

9- 10).

En vista de lo anterior, reparar en la naturaleza humana con toda su complejidad

equivale a aceptar que estamos irremediablemente permeados por la inconstancia ya sea

en nuestra condición física, como en nuestros preceptos y costumbres. La insistencia del

austero en una identidad que lo defina de una vez por todas, en un modo de vida

virtuoso en el que se excluya cualquier falla o en normas que gobiernen las acciones,

constituye una necedad e incluso la más clara muestra de ignorancia respecto a la

naturaleza humana.

Una de las prácticas de Montaigne en que se hace patente el examen de las cualidades es

el relato. Para Montaigne, el relato configura un saber sobre sí mismo y desde sí mismo

en el que son inútiles los preceptos de la ciencia o las doctrinas de los otros, pues se vale

de lo vivido por el individuo, es decir, sus transformaciones en el tiempo (cf. II, VI, 62-

63). En este sentido, estaríamos tentados a pensar que los Ensayos y cualquier relato de

este tipo es un ejercicio estrictamente personal y valioso sólo para aquél que lo escribe,

pero esto es discutible. El saber sobre sí mismo da lugar a un conocimiento sobre los

problemas más apremiantes para los hombres, y justamente esto es lo que sucede con

los Ensayos en la medida en que las experiencias de la guerra, la enfermedad, el

desempeño de un cargo, terminan por ser comprensiones bastante críticas de la libertad,

la cercanía de la muerte y la vida política.

Si esto no resulta convincente a la hora de superar la aparente individualidad, habrá que

recordar uno de los propósitos de Montaigne, a saber, la exhortación a aprender de todo

lo que encontremos a nuestro paso, incluso lo más nimio, y a servirnos de nosotros

mismos para hacerlo (cf. I, XXVI, 209). Al respecto conviene mencionar que por el

poco desarrollo dado, en los escritos de filósofos y poetas, ciertas afirmaciones pasan

desapercibidas y son tomadas como irrelevantes; corresponde, por lo tanto, al lector

hábil ahondar en ellas a partir de su entendimiento. Tal es el caso del amigo de

Montaigne, La Boétie, que al leer una frase sobre la tiranía de uno sobre muchos,

escribió De la Servidumbre voluntaria adoptando así algo ajeno para conformar un

discurso propio (cf. I, XXVI, 210). Lo mismo podría decirse de Montaigne: sus Ensayos

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esbozan algunos sucesos triviales con el fin de que otros puedan completar o cuestionar

los asuntos que allí se tratan, pues sólo así serán provechosos para los demás.

Pese a todas las reservas del caso, la inconstancia no sólo niega el carácter estático y

universal de la naturaleza humana, para dar paso a un yo que se está transformando la

mayoría de las veces, también niega la posibilidad de ejercer el control absoluto sobre el

mundo. Muy a pesar del pedante, las pretensiones de dominio y superioridad desde un

conocimiento absoluto y definitivo, que recibe el nombre de ciencia, se quedan en el

nivel ilusorio debido al carácter múltiple y móvil de los discursos referentes al mundo.

Hay varios discursos que pueden entrar en disputa entre ellos mismos o en relación con

uno que goza de cierto predominio. Los discursos establecidos son complementados con

otros sin constituir un conocimiento total que desvirtúe los restantes, o surgen nuevos

interrogantes y situaciones que cuestionan lo que se tenía por irrefutable. A esto podría

agregar que la ciencia es incapaz de aportar algún tipo de método para conducirse

correctamente en la vida, mucho menos para afrontar una situación tan ardua como la

muerte. No hay ninguna ley o norma que establezca un solo camino seguro hacia la

felicidad o garantice la manera exitosa de recibir la muerte sin ningún temor. A decir

verdad, la llamada ciencia se ha dedicado sobre todo a la ostentación de este tipo de

pretensiones: “…la ciencia, tratando de armarnos con nuevas defensas contra los males

naturales, nos ha grabado más en el pensamiento su grandeza y su peso que las razones

y sutilezas para protegernos de ellos” (III, XII, 307).

Tenemos ya ante nosotros el otro sentido de conocimiento de sí, el conocimiento de los

límites. Concibiendo “límite” en su doble función de “restringir” y “establecer

alcances”, el filósofo desiste de las pretensiones del conocimiento absoluto y definitivo,

pero con esto gana la estimación por lo que puede hacer y lo que no. Pero ¿qué sucede

con la superación de la individualidad? Otra de las prácticas de Montaigne es pertinente

aquí. Valiéndose de la conocida comparación de la vida con los juegos olímpicos,

atribuida a Pitágoras, Montaigne se inscribe con cierta reserva en la concepción de la

filosofía como contemplación de lo bello, lo divino y lo eterno. En lugar de hacer de

ésta una actividad solitaria fijada en una esfera superior, la sitúa en el mundo y la vuelve

hacia éste. Cambiando el sentido original de la comparación, dirá respecto a los

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filósofos: “Hay otros, y no son los peores, que no buscan otro fruto que observar el

cómo y el porqué de cada cosa y ser espectadores de las vidas de otros hombres para

juzgar y ordenar sobre ellos, la suya” (I, XXVI, 212).

Deteniéndonos en el pasaje, Montaigne no ignora que la labor filosófica está orientada a

examinar el cómo y el porqué, pero su interés está en circunscribir el objeto de estas

preguntas a las acciones de los hombres lo cual resulta constatable con una lista de

cuestiones que debe tener presente el filósofo, entre ellas: “por qué signos se conoce la

verdadera y sólida satisfacción, hasta dónde se ha de temer la muerte, el dolor y la

vergüenza, qué resortes nos mueven y cuál es el origen de tantas agitaciones en

nosotros” (Ibíd., 213). Por consiguiente, la contemplación defendida por Montaigne es

la contemplación de la vida de los hombres que, lejos de terminar en sí misma, tiene la

doble finalidad en el campo práctico de guiar al otro y formarse a sí mismo a partir de lo

aprendido de los demás.

De acuerdo con esta manera de entender la contemplación, puedo decir que la filosofía

es el tratamiento de lo humano en cuanto apertura hacia los otros. La apertura debe ser

entendida como la consideración de los libros, de la historia o de las costumbres, de tal

manera que se adviertan las formas de vida y las comprensiones del mundo que

sobrepasan y se oponen a las propias (Ibíd. 211), hasta el punto de constituir una

“mirada más completa”. Al decir “mirada más completa” me refiero al hecho de mirar

la complejidad de la naturaleza humana, tanto la propia como la del otro. En el pasaje

mencionado, Montaigne afirma que la contemplación del mundo está destinada a

conocer el propio ser, dicho en otras palabras, necesitamos mirarnos en el otro para

saber quiénes somos y cómo debemos actuar. Pero lo más notorio está en que

Montaigne defiende el hecho de tratar a los otros para percatarse de los obstáculos de lo

inmutable y de lo único. Lo considerado normal en algunos lugares es visto con

desaprobación en otros, lo que se creía verdad en un momento no resulta tan efectivo en

otro, y un mismo problema, por más que se diga que ha sido una constante histórica, no

es abordado de igual forma ni dejado en los mismo términos (Ibíd.).

Cabe señalar que tal apertura no debe caer en el domino del otro o en su total desprecio,

esto significaría seguir replegado en las propias verdades. Sin embargo, Montaigne no

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duda en decir que el mayor peligro reside en la negación de la propia voz por aceptar la

del otro. La tarea más apremiante está en establecer un diálogo en el que se “defienda

lo de cada uno” (Ibíd., 199). Cuando Montaigne habla de dicha defensa se refiere a tener

una posición propia al juzgar los discursos de otros para no crear ningún tipo de atadura

que vea en ellos la autoridad y, después de juzgarlos, asumir los discursos más

provechosos para llevar una vida virtuosa, llevándolos del campo de las simples

palabras hacia el terreno de la práctica.

A la luz de lo planteado, la filosofía es el saber vivir fundado en el conocimiento de sí

que, por el relato y el tratamiento con lo humano, requiere de la relación con el mundo

en lugar de sumirse en una individualidad recalcitrante. Ahora lo que quisiera mostrar es

que este saber vivir es un estado de autosuficiencia en el que se requiere muy poco de

las cosas externas. Tal estado es la soledad que, al implicar el conocimiento de sí, es un

estado realizable.

2. La soledad de Montaigne

La mayoría de las veces se ha entendido la soledad en relación con el sentimiento de

tristeza del melancólico y con el ímpetu de mantener la máxima distancia con los otros,

atribuido al hombre virtuoso. La soledad se ha erigido en el estado de abatimiento en el

que se carece de la compañía que se añora o en el que se busca reparar inútilmente las

acciones desdeñables que se cometieron por ignorancia o locura; asimismo, se ha visto

en la soledad el estado de permanente huida para conservar la virtud. Apartándose de

todo, el hombre virtuoso preservaría más fácilmente su carácter irreprochable y evitaría

tanto las desdichas, provocadas por la dependencia hacia las cosas inconstantes y

azarosas, como la posibilidad de cometer acciones indignas o de soportar las ajenas por

verse rodeado de otros, en su mayoría, hombres viles que lo hacen dudar de sí mismo o

lo menosprecian (cf., I, XXXIX, 301- 302).

A los ojos de Montaigne, la soledad tiene otro sentido. En De la soledad, es el estado

provechoso de recogimiento y de aislamiento del alma en sí misma que puede tener

lugar en la vida con los demás, aunque sus mayores alcances se hallan en la vida sin

compañía (Ibíd. 304). El recogimiento y el aislamiento consisten en saber pertenecerse,

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esto es, reconocer que, entre todas las cosas, lo único que está en nuestro poder es el

alma misma; que resulte ser la única posesión es demostrado con el conocido principio

estoico que diferencia lo que dependen de nosotros de lo que no.

Ha de tener, quien pueda, mujer, hijos y bienes; mas sin atarse a ellos de forma que su

destino de ellos dependa. Hemos de reservarnos una trastienda muy nuestra, libre, en la

que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad. En ella

se ha de tener ordinaria charla con uno mismo y tan privada que ninguna relación o

comunicación extraña halle en ella lugar… (I, XXXIX, 304).

En el pasaje, apropiándose del principio estoico, Montaigne separa lo que le pertenece

de lo que no. En el primer grupo coloca lo que he denominado cosas externas, mientras

en el segundo sitúa al alma. Hablo de cosas externas para referirme a todo lo que se

encuentra fuera del dominio del individuo ya sea por estar sujeto a otros factores, a la

fortuna o a las decisiones ajenas, en lugar de depender de la propia elección. En este

sentido, son cosas externas desde las riquezas, pasando por la familia, hasta incluir el

saber adquirido de otros pero no apropiado, lo cual resulta fácilmente comprobable si

nos percatamos de que cada una de estas “posesiones” puede ser conseguida de repente

o puede perderse en el transcurso del tiempo. Todo lo contrario ocurre con el alma. Está

en nuestro poder formarla para recibir con tranquilidad las circunstancias difíciles o

deteriorarla haciéndola incurrir en acciones oprobiosas y necias que la conducirán a la

desdicha. Ningún otro estará más a cargo de ella que nosotros mismos; si decidimos

dejarla bajo la guía de algún otro, estará en nuestras manos discernir a quién se la

entregamos y a quién estamos dispuestos a obedecer.

Las divergencias con Montaigne no se harían esperar si llegáramos a hacer de la

posesión o pertenencia del alma una constatación trivial sin ningún efecto en la práctica.

Lo más sensato es que cualquier inquietud discurra preferiblemente sobre el alma y toda

actividad esté orientada hacia su felicidad; por consiguiente, será mejor hablar de

pertenencia del alma cuando ésta se incline sobre ella misma de tal manera que los

demás asuntos, fuera de su alcance, carezcan de cierta importancia. Una inclinación de

estas proporciones insinúa que el alma se “basta a sí misma” y así lo asegura el pasaje

aludido por dos aserciones. Por una parte, el destino o mejor aun, la vida de ninguna

manera debe depender de las cosas externas. De no ser así, la ciega confianza en las

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cosas externas conducirá al alma a una dependencia en la que no hallaría ninguna

estabilidad. Siendo volubles como son, las cosas externas unas veces estarían al alcance

y otras no, en este vaivén, el alma sufriría con su ausencia y gozaría con su presencia

transitoria. Por otra parte, lo mejor que puede hacer el alma es conformarse con sus

propias fuerzas para alcanzar la felicidad.

Podría verse en esto un aspecto desfavorable para el alma, pero Montaigne hace de ella

su mayor cualidad. En palabras de Montaigne, el alma “puede hacerse compañía; tiene

con qué atacar y con qué defender, algo que recibir y algo que dar…” (Ibíd. 305). A mi

modo de ver, el alma se acompaña porque en el momento de sobrellevar las

adversidades contará con su propia ayuda, como sucede con el instante previo a la

muerte. Nadie le enseñará cómo enfrentarla ni qué se siente morir, sus únicas armas son

las experiencias similares que ha tenido4 y el ejercicio de comprender las verdaderas

dimensiones de la muerte, a saber, un estado inevitable e imposible de calificar entre los

bienes o los males. El alma, además, ataca y defiende en la medida en que un ejercicio

sobre sí misma puede protegerla de los peligros de la presunción o de la esclavitud de

las pasiones. Por último, el alma ofrece y recibe una vida buena y placentera bajo la

guía de la filosofía o una vida de sufrimientos por los castigos y las privaciones que

puede procurarse.

Hasta aquí he dicho que el saber pertenecerse es el reconocimiento del alma como la

única posesión. Pero considerando que el alma es calificada de este modo por inclinarse

sobre ella misma y tal inclinación es caracterizada por la autosuficiencia que sostiene, el

saber pertenecerse termina siendo la autosuficiencia del alma. Nos encontramos con una

noción de soledad definida en términos de autosuficiencia que seguiría de cerca la

autárkeia propuesta por el Sócrates de Memorabilia. En efecto, Montaigne mismo

encuentra en la figura de Sócrates el mayor ejemplo de la autosuficiencia:

4 Montaigne alude al sueño por sus rasgos semejantes a la muerte. Por ambos somos arrebatados de todocontacto con los demás, no podemos actuar ni ejercer nuestras facultades y perdemos la noción denosotros mismos. Y ambos son procesos naturales e inevitables por más que se quiera escapar de ellos.Así las cosas, el sueño esboza lo que puede pasar en el momento de la muerte y muestra que todo estadode reposo o de total pasividad es inherente a la vida (cf. II, VI, 55).

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Vedle abogar ante sus jueces, ved con qué razones despierta su valor en los peligros de la

guerra, con qué argumentos fortalece su paciencia contra la calumnia, la tiranía, la

muerte y contra el proceder de su mujer, nada toma prestado del arte ni de las ciencias;

los más simples reconocen en ello sus propios medios y su propia fuerza; no es posible

retroceder ni bajar más. Gran favor le ha hecho a la naturaleza humana mostrándole

cuánto puede por sí misma (III, XII, 305).

En Memorabilia, los contados casos en los que se sugiere el término autárkeia se

relacionan con definiciones parecidas a “bastarse a sí mismo”, “estar falto de

necesidades”, “proveerse de todo y no carecer de nada”, “independencia de lo exterior”.

Todas estas definiciones pueden agruparse en la siguiente: suplir las necesidades por sí

mismo hasta el punto de recurrir muy poco a las cosas externas. Para Sócrates, este

estado es el más próximo a la felicidad: “Me parece Antifonte, que opinas que la

felicidad es molicie y derroche. En cambio, yo creo que no necesitar nada es algo

divino, y necesitar lo menos posible es estar cerquísima de la divinidad; como la

divinidad es la perfección, lo que está más cerca de la divinidad está también más cerca

de la perfección” (Mem. II, 6, 10).

En este pasaje, Sócrates responde a las objeciones del sofista Antifonte el cual considera

que prescindir de las posesiones hace de los hombres algo peor que los esclavos, pues al

menos éstos gozan de ciertas cosas; y los somete a una vida de miseria. Para refutarlo,

Sócrates le muestra que (i) la autárkeia es necesitar pocas cosas; (ii) lo que no necesita

nada es algo divino; (iii) lo que necesita de pocas se acerca en mucho a lo divino; (iv) lo

más cercano a lo divino es lo más cercano a lo perfecto; (v) la autárkeia es lo más

cercano a lo perfecto. Teniendo en cuenta que lo perfecto no requiere de algo fuera de sí

para estar completo y es lo más elevado en su género, la perfección aludida por Sócrates

es la felicidad en cuanto es la forma de vivir más excelsa y completa. Así resulta que la

autárkeia, por acercarse a lo perfecto, se encuentra más próxima a la felicidad.

Si nos ceñimos al lugar preponderante que ocupa y a la independencia respecto a las

cosas externas que supone, la soledad de Montaigne sigue de cerca la autárkeia de

Sócrates. Tanto la soledad como la autárkeia son estados bastante parecidos a la vida

feliz; para Montaigne, la soledad es el estado encaminado hacia la felicidad por tratarse

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de un estado que busca el placer en la relación del alma consigo misma (cf. I, XXXIX,

302).

En el caso de Sócrates se podría hablar de una identificación dado que, en el pasaje

mencionado, hay una gradación de autárkeia, divinidad y perfección. En la proposición

(ii) estaría implícita una noción de autárkeia absoluta definida en términos de “no

necesitar nada”, propia de la divinidad, mientras en el resto del argumento estaría en

juego una noción de autárkeia moderada entendida como “necesitar pocas cosas”,

concerniente a los hombres. La primera corresponde a la perfección y, con ello, a la

felicidad absoluta; en cambio, la segunda alude a una perfección aminorada y, por tanto,

a una felicidad en menor grado al alcance de los hombres. Cuando Sócrates insinúa que

la autárkeia se acerca a la perfección significa que la autárkeia moderada se acerca a la

felicidad absoluta, pero tal acercamiento lo interpreto también como la identificación de

esta autárkeia con la felicidad en menor grado; la razón está en que a pesar de no

alcanzar la felicidad absoluta, Sócrates es feliz. A lo largo de Memorabilia es

caracterizado como un hombre feliz, incluso es el más feliz de los hombres, pero no en

el sentido de vivir sin necesitar nada pues el mismo Sócrates aclara que requiere de

ciertas cosas muy básicas como poca comida y bebida; si esto es así, Sócrates es feliz

por realizar la felicidad disponible para los hombres en lugar de la felicidad absoluta.

La proximidad señalada entre Sócrates y Montaigne comienza a tambalearse al reparar

más a fondo en la gradación entre los tipos de autárkeia. A grandes rasgos podría

pensarse que con la autárkeia absoluta y la autárkeia moderada se acaban las

gradaciones; sin embargo, éstas comienzan a extenderse cuando el modo de vivir de

Sócrates es visto como la realización más elevada de la autárkeia moderada y, por lo

tanto, el modelo a seguir. De hecho, eso es lo que ocurre con los acompañantes de

Sócrates luego del diálogo en el que reconocen la necesidad de ocuparse del alma. La

mayoría de ellos desea tener la misma disposición de Sócrates frente a las cosas, pero lo

que logran son versiones distorsionadas de un modelo inalcanzable, como sucede con

Alcibíades, Aristipo y Aristodemo5. Es así que la gradación entre lo divino y lo humano

5 La autárkeia de Alcibíades es la autosuficiencia del tirano, bastarse a sí mismo es detentar tal poder quede ninguna manera puede estar sujeto a las leyes (cf. O’Connor, 2011, 156). La de Aristipo es laautosuficiencia del extranjero que no está subordinado a ningún marco político, bastarse a sí mismo es

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se extendería al dividirse este último nivel entre “la divinidad humana” de Sócrates y las

copias imperfectas de sus acompañantes.

Para Montaigne, la gradación sería inaceptable. Todo discurso, práctica o manera de

vivir con aires de arquetipo sería objeto de sospecha por su rechazo de la

homogenización. En consonancia con lo dicho, concibe la soledad como un estado

particular, según el carácter y las circunstancias de cada individuo, hasta llegar a hablar

de tipos de soledades en los que no cabe ningún desmérito del uno por el otro.

Valiéndose de varias situaciones, Montaigne muestra que la soledad no es un estado

privativo del sabio o del filósofo, más bien es un estado provechoso para cualquiera

siempre y cuando se estime su condición. En primera instancia, señala la soledad para

los hombres de edad avanzada que por su situación les conviene alejarse de todo: “Dice

Sócrates que los jóvenes han de instruirse, los hombres ejercitarse en hacer el bien y los

viejos retirarse de toda ocupación civil y militar, viviendo como les plazca sin atarse a

ningún oficio” (I, XXXIX, 306- 307). Posteriormente, aconseja una soledad semejante

para aquellos que se han ocupado durante toda la vida de los otros y no han tenido

suficiente tiempo para sí mismos: “Paréceme que la soledad tiene más base y razón de

ser para aquéllos que dieron al mundo su edad más activa y floreciente, como Tales por

ejemplo” (Ibíd. 306). Y finalmente, pasa a hablar de la soledad para los individuos con

un carácter pasivo y abstraído, dado que se amoldan mejor a ella (Ibíd. 307) sin dejar de

lado a los iracundos o fácilmente perturbables que por el hecho de no poder controlarse

en una circunstancia determinada, huir de ella es la mejor alternativa. Acomodándose a

cada individuo, la soledad puede darse en forma de entrega a Dios, a las letras, a los

trabajos manuales y a los asuntos domésticos, actividades que el mismo Montaigne

realizaba; pero debemos ser cuidadosos al respecto, los tipos de soledad pueden

conducir a una dedicación exagerada que convertiría el estado provechoso en uno lleno

de angustias, algo muy común en los que se dedican a los libros: “Los libros son

amenos; mas si con su trato frecuente perdemos al fin la alegría y la salud, nuestro

bienes más preciados, abandonémoslos” (Ibíd. 310).

tener un tipo de libertad distinta a la del disoluto y a la expresada por el hombre que gobierna a los otros(Ibíd. 161). Por último, la autárkeia de Aristodemo es la autosuficiencia del “ateísmo”, bastarse a símismo es renunciar a las acciones piadosas de los sacrificios y a la adivinación por suponer que los diosesno se ocupan de los hombres debido a su condición elevada (Ibíd., 165).

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El acercamiento entre Montaigne y Sócrates es más notorio con el tratamiento de las

cosas externas, ambos estarían de acuerdo en que dedicarse a ellas conlleva la sujeción.

Sin duda alguna para Sócrates, los interesados por las riquezas acomodan su felicidad al

carácter inconstante del dinero, pero lo preocupante es esa otra sujeción característica de

los sofistas. Pese a que se ven a sí mismos como los maestros en el arte de la persuasión

por dominar a cualquiera en los asuntos públicos y, por este motivo, se consideran los

más poderosos, lo cierto es que, por recibir dinero, los sofistas están sometidos a todo

tipo de demandas y al carácter de aquél que realizó el pago sin importar qué tan

mezquino es; por consiguiente, no podrán enseñar a los que ellos elijan ni lo que ellos

quieran (cf. Mem. I, 6, 5).

Lo mismo ocurre con los bienes adquiridos por el dinero, a saber, la comida, la bebida y

la ropa. Si los demás creen que obteniendo las mejores cosas y en cantidades

considerables se podrá tener la mejor vida posible, Sócrates afirma que aquellos que

buscan estos bienes se encuentran sometidos a ellos. Acostumbrados como están a las

cosas, las perseguirán asiduamente cuando carezcan de ellas y, aunque posean

suficientes, perseguirán más por temor a perderlas o por creer que lo faltante los hará

más felices. Es tanto el sometimiento a los bienes externos que hombres así no podrán

resistir situaciones difíciles en las que falten, de manera que estando subyugados a los

bienes se encuentran sujetados a las circunstancias. Por depender de la ropa o de los

alimentos, serán incapaces de soportar el frío o la pobreza a tal punto que las

circunstancias terminarán turbándolos (Ibíd. 6).

La crítica de Sócrates no sólo se dirige a lo que la mayoría considera bienes, también se

encamina al conocimiento. Entre los consejos que brinda Sócrates a sus acompañantes

está el de dedicarse, de manera general, a las ciencias útiles al hombre en su vida

cotidiana, destacando entre ellas la geometría, la astronomía y la medicina (cf. Mem IV,

7). La pertinencia de estudiar cada una de estas ciencias radica en que los hombres

podrán solventar un incidente en cualquier campo por sí solos, en últimas, el estudio

contribuye a la autárkeia. Con todo, el estudio de las ciencias no está exento de riesgos,

puede generar un sometimiento parecido al que ocurre con las cosas externas. Los

dedicados a la astronomía, inicialmente para navegar los mares, pueden interesarse tanto

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en la ciencia que terminarán preguntándose por el origen del universo, entregando sus

vidas a estas cuestiones; desde el punto de vista de Sócrates, estos individuos olvidan lo

más importante, el cuidado de los asuntos humanos de los que depende la vida buena.

Sin duda, Montaigne se adhiere a la mirada socrática de las cosas externas. Más que

descubrir en ellas el medio para alcanzar la mejor vida posible, ve cierta sujeción que

llevará a los hombres a una vida desdichada. Lo anterior se confirma con la riqueza, la

fama, los oficios y el conocimiento, los cuales son objeto de examen a lo largo de los

Ensayos.

Para el preocupado por el dinero, tener riqueza equivale a tenerla en grandes cantidades,

sólo así cree suplir más necesidades y estar a salvo de imprevistos futuros; sin embargo,

lo que es estimado como un beneficio muchas veces es un obstáculo para la

tranquilidad. Tener dinero en grandes cantidades aumenta el temor de perderlo, el afán

de conseguir más por creer que no se cuenta con el suficiente, y la desconfianza hacia

los demás debido a que todos quieren poseerlo, de modo que siempre se buscarán las

maneras de conservarlo y esconderlo llegando a cuidar exclusivamente de él (cf. I, XIV,

106).

Pese al carácter negativo de las riquezas, Montaigne no desprecia a los que las tienen en

demasía: “En modo alguno considero a Arcesilao, filósofo menos virtuoso por haber

usado utensilios de oro y plata mientras se lo permitió la condición de su fortuna; y

estímole más que si se hubiera deshecho de ello, pues usábalo con moderación y

liberalidad” (I, XXXIX, 308). En defensa de Montaigne, alegaría que la ausencia de

desprecio está en su preferencia por las riquezas. A su vez, la preferencia reside en que

contribuyen a una vida feliz por solventar algunas necesidades que, seguramente, nos

impedirían ocuparnos de nosotros mismos de no ser satisfechas, y por permitir el deleite

de varios placeres como los viajes por el mundo, tan relevantes para Montaigne en la

ampliación del panorama del mundo. En estos términos, las riquezas son bienes pero

cabe hacer una salvedad: son bienes siempre y cuando se conciba su sujeción a la

inconstancia. En esto reside la diferencia con el preocupado por las riquezas. Mientras

éste busca conservarlas a toda costa, el que disfruta las riquezas sabe que puede

perderlas en cualquier momento.

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Disfrutar de las riquezas es algo que está fuera de la autárkeia socrática, sin embargo, a

Montaigne no le importa mucho converger exactamente con ella dado que la ha

asumido como una guía para su propia vida. Es más, le resulta sospechoso el “exceso de

filosofía”, es decir, la privación de los placeres que pueden proporcionar las cosas

externas, tanto así que parece concordar con el Calicles de los diálogos platónicos en su

crítica a la filosofía: “Calicles dice verdad, pues en su exceso la filosofía esclaviza

nuestra natural razón, y por una sutilidad importuna nos desvía del camino llano y

cómodo que la naturaleza nos ha trazado” (I, XXX, 258). La crítica al exceso de

filosofía parecería ir en contra de la soledad propuesta para algunos individuos, pero,

nuevamente a favor de Montaigne, diría que tal exceso se encuentra arraigado en la

privación de los placeres por medio de ejercicios de resistencia propios de la karteria6.

La resistencia a las condiciones difíciles elegidas por sí mismo o la provocación

voluntaria de cualquier tipo de dolor es incompatible con la vida agradable a la que

aspiran los hombres.

Por otra parte, la fama es aun más nociva. A primera vista, es algo preferible por tratarse

del reconocimiento que garantiza cierta inmortalidad a los hombres, pero la verdad es

que los ávidos de estimación se preocupan por las acciones excepcionales, sin importar

si son buenas o viles, y por el conocimiento en todas las áreas aunque sólo constituya un

acervo de discursos ajenos (cf. III, X, 157). Reparando detalladamente en esta

aspiración por la fama, lo que subyace en ella es la doble sumisión a la vanidad y a la

satisfacción de cualquiera. Los hombres están sujetos a la ostentación de sus acciones y

de sus conocimientos, por esto prefieren las plazas públicas o los círculos destacados

para hacer gala de sus discursos y despreciar a todo aquél que pueda atentar contra sus

opiniones. Tal ostentación tiene su móvil en la sujeción a la gente. Lo que realmente

importa es ganar el favor de los demás, ya sea el pueblo, el partido político, la iglesia o

el tirano sin importar cómo, lo cual termina siendo un absurdo para Montaigne puesto

que esta gente es, por lo general, ignorante respecto a lo más valioso en la vida e

inconstante en las opiniones (Ibíd. 158).

6 Καρτερία tiene dos sentidos: ser firme, constante o sufrir y soportar. Aquí recurro al segundo sentidoque es el utilizado por Jenofonte en su descripción de Sócrates: “durísimo (karterikotatos) frente a frío yel calor y todas las fatigas” (Mem. I, 2,1).

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Los oficios tampoco se salvan de los ataques de Montaigne. Los hombres invierten

voluntariamente su tiempo y sus vidas en algo distinto de ellos mismos, se

comprometen con un oficio transformándose en siervos. Para mostrar las dimensiones

del compromiso desmedido con los oficios, Montaigne retrata la vida de su propio padre

el cual era alcalde de Burdeos: “En mi infancia recuerdo haberlo visto ya viejo, con el

alma cruelmente agitada a causa del trajín político, olvidando el dulce ambiente de su

casa (…) menospreciando su vida, que estuvo a punto de perder, comprometido por las

cosas públicas a largos y penosos viajes” (Ibíd., 133). Asediado por los problemas de

toda una ciudad, el gobernante pretende solucionarlos y garantizar el bien de los demás

renunciando a sus propios intereses. Pero esta renuncia no es la que se le exige al tirano,

el abandono del empeño egoísta de satisfacer sus deseos utilizando a los demás como

instrumentos, se trata de una renuncia teñida de un sentido negativo en la que el

individuo se olvida de sí mismo para estar abatido por todo y por todos, sobrepasando

así el límite de sus fuerzas y poniendo en peligro su propio bienestar (Ibíd.).

Ahora bien, hemos visto que el conocimiento es el asunto que más incumbe a

Montaigne. En relación con la autosuficiencia, lo que le incomoda no es tanto el saber

del presuntuoso sino el exceso de conocimiento que consiste en profundizar en una sola

ciencia o en una idea hasta alcanzar límites insospechados o caer en el dogmatismo.

Montaigne manifiesta que él mismo no busca un saber excesivo sino un saber general

sobre las ciencias más importantes: “Pues sé, en suma, que hay una medicina, una

jurisprudencia, cuatro partes en las que se divide la matemática y más o menos de lo que

tratan (…) Mas profundizar más, quemarme las cejas estudiando a Aristóteles, monarca

de la doctrina moderna, u obstinarme en alguna ciencia, eso jamás lo hice” (I, XXVI,

197). Desde mi punto de vista, hay dos razones que justifican el desdén por esmerarse

en una sola ciencia.

La primera razón es el olvido del saber vivir, ya esbozado con el problema de los libros.

El que ahonda únicamente en las ciencias no tiene tiempo suficiente para alcanzar la

virtud, establecer un trato humano, criticar su propio entendimiento y los juicios de los

demás, ni mucho menos para construir un conocimiento sobre los asuntos humanos. En

este sentido, Montaigne estaría de acuerdo con las razones de Sócrates para desaprobar

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el conocimiento excesivo. La segunda razón reside en adquirir conocimientos nocivos

para el alma (cf. III, XII, 306). Aunque Montaigne no da mayores luces sobre esto, me

arriesgaría a decir que lo nocivo se hace patente con el dogmático. Por comprometerse

con algún discurso, el dogmático lo defiende justificando con tenacidad cualquier

inconsistencia que presente, niega las posibles críticas que alguien le puede hacer y

discrimina los discursos alternativos que están en su contra al calificarlos

peyorativamente (Ibíd., 277).

Con todo y los inconvenientes que podrían atribuírsele a la filosofía como forma de

vida, he mostrado con la figura de Montaigne, y su tensionante cercanía con el Sócrates

de Jenofonte, la posibilidad de resolver las dificultades provocadas por este modo de

vivir. Que el Sócrates de Jenofonte sea el referente a lo largo de los Ensayos, resulta de

gran importancia para tal resolución en la medida en que se encuentra más cercano a los

hombres y se preocupa por los asuntos útiles de la vida, alejándose así de la imagen

tradicional del filósofo que se sitúa por encima de la mayoría y hace de lo útil para los

demás algo banal.

En cuanto a las dificultades, la separación existente con la actividad crítica es

insostenible. El saber vivir, como llamará Montaigne al cuidado de sí, requiere del

conocimiento de la naturaleza humana, de su inconstancia y de sus límites en lo

concerniente a la insistencia de ejercer un dominio absoluto sobre las circunstancias y

sobre los hombres; sin embargo, este conocimiento es posible mediante dos prácticas, a

saber, el relato y el tratamiento con lo humano, que desbordan la esfera privada para

dirigirse hacia los otros. Ciertamente, la finalidad principal de las dos prácticas es el

propio individuo, pero es innegable su relación con el cuestionamiento de los discursos

que atraviesan las comprensiones del mundo, la exhortación a los demás para que

recurran a su propio entendimiento, o la configuración de un diálogo en el que entran en

juego la defensa de uno mismo y la apropiación de lo dicho y vivido por los demás.

Con la dificultad que tiene lugar con las prácticas a favor de la vida autárquica, ocurre

lo mismo. Está infundada por el hecho de que la autárkeia es un estado disponible para

cualquier individuo al ajustarse a las capacidades, el carácter y las circunstancias

particulares de cada uno, en vez de tratarse de un modelo austero, propio del filósofo y,

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por ello, inalcanzable para la mayoría. Lo importante aquí no es tanto renunciar a las

cosas externas, como sí manejar correctamente las que se tienen aun si se las tiene en

demasía.

Para terminar, quisiera dejar abierta la oposición entre autárkeia y amistad incluida en

el cuidado de sí. La oposición se fundamenta en la imagen del filósofo como un

individuo que se basta a sí mismo a tal grado de no recurrir a los amigos. La autárkeia

de Montaigne estaría en la misma línea, pues, en algunos apartados de los Ensayos, no

dudará en decir que debemos valernos de nosotros mismos en situaciones en las que los

amigos seguramente no estarán presentes, como ocurre en la guerra y en la enfermedad;

no obstante, el lugar que ocupan los amigos para Montaigne podemos verlo en toda su

extensión en el capítulo De la amistad. En él, describe una amistad casi sublime

consolidada por la semejanza con el otro y el afecto sincero superior al de los hermanos.

Hacia el final del capítulo resulta notorio que exponga el dolor por la muerte de su

amigo más cercano sin temor a despreciar la vida a causa de esta pérdida, lo que

parecería poner en duda la autosuficiencia; pero a mi modo de ver está mostrando los

límites de la naturaleza humana frente a los cuales somos impotentes. En su propia

defensa, Montaigne diría que saber vivir no significa ignorar el dolor manteniéndose

victorioso en situaciones difíciles; saber vivir consiste, ante todo, en reconocer que la

naturaleza humana no está exenta del sufrimiento y no tenemos más remedio que

padecerlo.

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