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De la trascendencia de Dios a la humanización de Dios José María Castillo Introducción La respuesta a la pregunta sobre si Dios está vivo, en las sociedades del siglo XXI, se puede plantear de muy distintas maneras y, por eso mismo, tendrá también respuestas muy diferentes. Interesa, pues, acertar en el planteamiento de lo que realmente está ocurriendo. Y, una vez que haya delimitado el problema de la forma más precisa posible, entonces intentaré indicar una búsqueda de solución que resulte lo más coherente posible con el problema planteado. Por tanto, mi reflexión tendrá dos partes. En la primera, trataré de situar la pregunta sobre Dios tal como, a mi manera de ver, se nos presenta en nuestro tiempo. En la segunda, presentaré la propuesta de solución que, a mi juicio, puede resultar más razonable tal como están las cosas. I. La pregunta por Dios y la religión A. El problema Voy directamente a lo que, según creo, es el fondo del problema. Tal como yo veo el tema de Dios en este momento, estamos asistiendo a un fenómeno nuevo y extraño, del que mucha gente no es consciente. Este fenómeno consiste en que Dios se está disociando de la religión. Es más, Dios se está alejando de la religión. De forma que cada día vemos más claro que la experiencia y la relación con Dios se están diferenciando de la experiencia y de la relación con la religión. La experiencia de Dios se está alejando de la religión. En este sentido, no es exagerado decir que tenemos indicadores elocuentes que nos hacen pensar que Dios se está separando de los templos, de los sacerdotes, de las ceremonias religiosas, de las prácticas rituales y de las observancias tradicionales. Incluso abundan cada día más los casos de personas que se preguntan si es posible encontrar a Dios y relacionarse con él desde la religión y mediante la religión. De ahí la cantidad de gente que se confiesa creyente, pero que, al mismo tiempo, manifiesta que se ha distanciado de la Iglesia y que no quiere saber nada de las distintas organizaciones religiosas. Este fenómeno no es actual. Si nos limitamos a los tiempos recientes, podemos decir que este problema tiene ya una historia de varias décadas. Durante los años de la última guerra mundial, el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer, desde la cárcel de Tegel, comunicaba a su amigo Eberhard Bethge –en las cartas que fueron publicadas en 1951, con el título de Resistencia y sumisión– sus inquietantes sospechas sobre este asunto. En una carta del 30 de abril de 1944, Bonhoeffer se preguntaba “cómo Cristo puede ser el Señor de los irreligiosos”. Más aún, su cuestión era más radical: “¿Hay cristianos sin religión? ¿Qué es un cristianismo irreligioso?”. 1 Bonhoeffer, hace más de medio siglo, había intuido ya el 1 1 Widerstand und Ergebung, München 1951, 121.

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De la trascendencia de Dios a la humanización de DiosJosé María Castillo

Introducción La respuesta a la pregunta sobre si Dios está vivo, en las sociedades del siglo XXI,

se puede plantear de muy distintas maneras y, por eso mismo, tendrá también respuestas muy diferentes. Interesa, pues, acertar en el planteamiento de lo que realmente está ocurriendo. Y, una vez que haya delimitado el problema de la forma más precisa posible, entonces intentaré indicar una búsqueda de solución que resulte lo más coherente posible con el problema planteado.

Por tanto, mi reflexión tendrá dos partes. En la primera, trataré de situar la pregunta sobre Dios tal como, a mi manera de ver, se nos presenta en nuestro tiempo. En la segunda, presentaré la propuesta de solución que, a mi juicio, puede resultar más razonable tal como están las cosas.

I. La pregunta por Dios y la religiónA. El problemaVoy directamente a lo que, según creo, es el fondo del problema. Tal como yo veo

el tema de Dios en este momento, estamos asistiendo a un fenómeno nuevo y extraño, del que mucha gente no es consciente. Este fenómeno consiste en que Dios se está disociando de la religión. Es más, Dios se está alejando de la religión. De forma que cada día vemos más claro que la experiencia y la relación con Dios se están diferenciando de la experiencia y de la relación con la religión. La experiencia de Dios se está alejando de la religión. En este sentido, no es exagerado decir que tenemos indicadores elocuentes que nos hacen pensar que Dios se está separando de los templos, de los sacerdotes, de las ceremonias religiosas, de las prácticas rituales y de las observancias tradicionales. Incluso abundan cada día más los casos de personas que se preguntan si es posible encontrar a Dios y relacionarse con él desde la religión y mediante la religión. De ahí la cantidad de gente que se confiesa creyente, pero que, al mismo tiempo, manifiesta que se ha distanciado de la Iglesia y que no quiere saber nada de las distintas organizaciones religiosas.

Este fenómeno no es actual. Si nos limitamos a los tiempos recientes, podemos decir que este problema tiene ya una historia de varias décadas. Durante los años de la última guerra mundial, el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer, desde la cárcel de Tegel, comunicaba a su amigo Eberhard Bethge –en las cartas que fueron publicadas en 1951, con el título de Resistencia y sumisión– sus inquietantes sospechas sobre este asunto. En una carta del 30 de abril de 1944, Bonhoeffer se preguntaba “cómo Cristo puede ser el Señor de los irreligiosos”. Más aún, su cuestión era más radical: “¿Hay cristianos sin religión? ¿Qué es un cristianismo irreligioso?”.1 Bonhoeffer, hace más de medio siglo, había intuido ya el

11 Widerstand und Ergebung, München 1951, 121.

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problema que ahora estamos viviendo con pasión y desconcierto. El problema que consiste en preguntarse hasta qué punto Dios puede estar (y está) ligado a lo real, a esta realidad nuestra, que nosotros manejamos y manipulamos, a esta realidad de la que forma parte la religión.2

Ahora bien, con el paso de los años, las intuiciones de Bonhoeffer se están confirmando como un fenómeno que está a la vista de cualquier persona que se ponga a pensar seriamente en este asunto. Por lo pronto, podemos afirmar algo que es patente: no tenemos argumentos para afirmar que el interés por Dios haya disminuido, mientras que tenemos argumentos de sobra para asegurar que el interés por la religión está decreciendo de manera alarmante. Es más, parece que tiene su razón de ser la afirmación según la cual el interés por Dios va en aumento, exactamente al revés de lo que ocurre con la religión. Por ejemplo, en lo que se refiere al interés por Dios, si en abril de 1966 la portada de la revista Time se preguntaba: “¿Dios ha muerto?”, en agosto de 2006 la revista Foreing Policy aseguraba: “Dios está en racha”. Por el contrario, en cuanto afecta al problema de la religión, el conocido sociólogo e investigador Ronald Inglehart ha escrito: “En todas las sociedades industriales avanzadas hay evidencias de un alejamiento a largo plazo de las normas culturales y religiosas tradicionales”.3 En España, estamos acostumbrados a encontrar personas que afirman con rotundidad que creen en Dios, en Jesús o en el Evangelio, pero que no quieren saber nada de la Iglesia ni se sienten vinculadas a ella. La frase “creo en Dios, pero no creo en los curas” expresa la postura de quienes viven, en su intimidad, el fenómeno que pone en evidencia hasta qué punto Dios se ha disociado de la religión.

Se puede asegurar, pues, que estamos asistiendo al proceso de “retirada de la religión”, que, en frase de Marcel Gauchet, “está transformando incluso la religión misma a los ojos de sus adeptos”.4 ¿En qué sentido se puede hablar de una transformación de la religión? El propio Gauchet lo explica con precisión. Estamos asistiendo a un “viraje sobrecogedor”.5 Se trata del viraje de una moral como “sistema de deberes” a una moral como “poder de rendir cuentas sólo a uno mismo para orientar la propia conducta”.6 Es evidente que, en este caso, la religión como conjunto de creencias, prácticas y observancias, queda desplazada. Y en su lugar, sólo queda el sujeto que tiene que dar cuenta a sí mismo, si es que Dios no representa nada en su vida. Y en el caso de que Dios siga siendo un referente que da sentido a la vida, tenemos el ejemplo puro del hombre que se ha quedado con Dios y que ha expulsado de sí la religión.

Comprendo que los datos que acabo de presentar son cuestionables desde diversos puntos de vista. Entre otras razones, porque en este asunto no bastan las pruebas empíricas que nos puedan presentar los sociólogos o los divulgadores de ideas que abundan en los medios de comunicación. Con razón, el conocido y ácido estudio de Élie Barnavi, Las religiones asesinas, hace esta atinada observación:

2 2 A. Dumas, “Dietricg Bonhoeffer”, en R. Vander Gucht - H. Vorgrimler, Bilan de la théologie du XX siecle, vol. II, Paris, Casterman, 1970, 733.3 3R. Inglehart, Modernización y posmodernización. El cambio cultural, económico y político en 43 sociedades, Madrid, CIS, 2001, 54.4 4M. Gauchet, La religión en la democracia, Barcelona, El Cobre, 2003, 27. 5 5M. Gauchet, o. c., 118.6 6 M. Gauchet, o. c., 119.

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¿Dios? Es una manera de hablar, pues de Dios nada sabemos. Lo que estamos trayendo a debate es la religión, es decir, las mil maneras que tienen los hombres de imaginar a la divinidad y de organizar sus relaciones con ella y con sus semejantes.7

Efectivamente, aquí está el problema. “A Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1, 18). A la religión la vemos todos los días y por todas partes. De ahí que resulte atrevido decir que “Dios está en racha”, al tiempo que la religión se bate en retirada. ¿No se podría decir exactamente lo contrario? ¿No cabe preguntarse si lo que realmente ocurre es que la religión sigue teniendo una presencia determinante (por ejemplo, en las elecciones presidenciales de Estados Unidos), mientras que es Dios el que cada día interesa menos a la gente?

B. La cuestión de DiosEl gran problema que muchos de los humanos tenemos en nuestra relación con Dios

está en que bastantes tradiciones religiosas (concretamente las tres grandes religiones monoteístas) han hecho de Dios un Ser Trascendente. Ahora bien, decir que Dios es el Trascendente es tanto como afirmar que Dios no está a nuestro alcance. O dicho más claramente, eso significa que nosotros los humanos no podemos conocer a Dios. Y no podemos conocerlo porque la trascendencia y la inmanencia se sitúan, por definición, en dos planos absolutamente separados y radicalmente distintos. De forma que la trascendencia se sitúa más allá del campo inmanente de nuestra capacidad de conocimiento. En este sentido, es correcto decir que Dios es el Absolutamente-Otro, que no está, ni puede estar, a disposición de nuestra limitada capacidad inmanente de conocimiento.

Ahora bien, siendo así la situación y la condición del Trascendente, y siendo así la situación y la condición nuestra, nos encontramos con esto: más allá del campo inmanente de la reflexión, existe un horizonte ulterior. Es el horizonte del Absoluto. Dios en sí mismo. Un horizonte ulterior al que nuestra capacidad de conocimiento no tiene acceso. Pues bien, desde el momento en que comprendemos que la radical diferencia de lo trascendente y de lo inmanente es así, resulta evidente que, cuando nosotros decimos que conocemos a Dios, cuando nos hacemos una idea de él y hablamos de él, en realidad no estamos conociendo al Trascendente, sino la objetivación o cosificación del Trascendente, que nosotros hacemos en el campo que nos es propio, el campo de nuestra inmanencia. De esta manera, como bien ha explicado Paul Ricoeur, “por una especie de conversión diabólica, (el Trascendente) tiende sin cesar a convertirse en objeto”.8 O más propiamente, por este proceso de “conversión diabólica”, el Trascendente degenera inevitablemente en cosa. Una cosa, un objeto, que queda, también inevitablemente, a nuestra disposición e incluso a merced de nuestra capacidad de manipulación. Así, este proceso de objetivación o de cosificación del Trascendente es, también, el nacimiento de la metafísica y de la religión: de la metafísica que hace de Dios un ser supremo; y de la religión que trata de lo sagrado como una nueva esfera de objetos, de instituciones, de poderes, inscritos en el mundo de la inmanencia, del espíritu objetivo, al margen de los objetos, de las instituciones, de los poderes de las esferas económica, política y cultural. Desde entonces, y a partir de este proceso, surgen los objetos sagrados, que son la cosificación de Dios atrapado en esos objetos, y que son

7 7 Las religiones asesinas, Madrid, Turner, 2007, 11.88 P. Ricoeur, De l’Interpretation. Essai sur Freud, Paris, Cerf, 1965, 504.

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radicalmente distintos de los signos de lo sagrado (quizá sería más correcto decir símbolos de lo sagrado), que no atrapan a Dios, sino que, como “centinelas del horizonte” último del ser, nos remiten a un más allá de sí mismos y nos abren a las preguntas y a las demandas del Trascendente en sí mismo.9

Aquí es donde se planeta, con toda crudeza, la cuestión de Dios. Porque así, Dios queda a disposición de los representantes oficiales del Trascendente en el mundo de la inmanencia. Que es lo mismo que decir a disposición de los representantes oficiales de lo sagrado. Estos representantes oficiales pueden ser chamanes, rabinos, sacerdotes, imanes, etcétera. No importa a qué confesión religiosa pertenezcan. Ni importa el nombre que tengan. Lo que importa es que son ellos, y sólo ellos, los que se presentan ante la gente, con autoridad y poder, para decirnos quién es Dios, cómo es Dios, y sobre todo lo que quiere Dios.

Así las cosas, es evidente que el Dios Trascendente, presentado por los dirigentes religiosos como el único Absoluto, dotado de poder infinito, resulta un instrumento de poder que está por encima de cualquier otro poder humano. “Omnis potestas a Deo”, todo poder, toda autoridad, tiene su origen, su fuente de justificación, en Dios. De esta manera, el Trascendente constituye a la religión en la fuente más poderosa de legitimidad. Ahora bien, desde el momento en que las cosas se han presentado así, se comprende perfectamente la profunda vinculación que existe entre religión y violencia.

La historia se ha encargado de mostrarnos la profunda conexión que se ha dado entre religión y violencia. Ha ocurrido en el pasado, durante muchos siglos. Y lo estamos viviendo en el presente. Además, es importante recordar que esta relación entre religión y violencia ha existido desde el primer momento en que los humanos empezaron a pensar en un Dios Trascendente. Por los datos que poseemos hasta ahora, parece que el primero fue Zoroastro, un sacerdote visionario que hacia 1200 a.C. aseguró que el Dios Ahura Mazda le había encargado el restablecimiento del orden en las estepas de Asia central.10 Para Zoroastro y sus seguidores, el Dios Mazda no era inmanente en el mundo natural, sino que se había convertido en trascendente, diferente por completo de todas las demás divinidades.11 Ahora bien, no parece ocasional el hecho de que este primer “Dios Trascendente” resultara ser un “Dios Violento”. En efecto, se sabe que Mazda le dijo a Zoroastro que debía movilizar a su pueblo en una guerra santa contra el error y la violencia.12 Por eso se comprende que Zoroastro no estuviera interesado en la especulación teológica por sí sola. Estaba enteramente absorbido por la violencia que había destruido por completo el mundo pacífico de las estepas y buscaba con desesperación una forma de acabar con tal violencia.13 Pero lo sorprendente es que, en las ideas de Zoroastro, toda la vida se había convertido en un campo de batalla. El Dios Mazda había creado un mundo completamente limpio y perfecto para sus seguidores, pero el Espíritu Hostil había invadido

99 P. Ricoeur, o. c., 504.0 10 K. Armstrong, La Gran Transformación. El mundo en la época de Buda, Sócrates, Confucio y Jeremías, Barcelona, Paidós, 2007, 29. Cf. N. Cohn, Cosmos, Chaos and the World to Come: The Ancient Roots of Apocalyptic Faith, New Harlen - London, 1993, 77; M. Boyce, A History of Zoroastrianism, Leiden 1975, p. XIII; P. Clark, Zoroastrianism: An Introduction to an ancian Faith, Brighton - Porland Ore, 1998, 19.1 11 P. Clark, o. c., 4-6; K. Armostrong, o. c., 30.2 12 K. Armstrong, o. c., 30.3 13 K. Armstrong, o. c., 30.

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la tierra y la había llenado de pecado, violencia, falsedad, polvo, suciedad, enfermedades, muerte y descomposición. Así las cosas, el proyecto de Zoroastro giraba en torno a la idea según la cual separando a los puros de los impuros, al bien del mal, se liberaría el mundo para el Dios Mazda.14

La consecuencia que todo esto trajo consigo, da qué pensar. Es un hecho que la visión de Dios y de la vida, tal como se nos muestra en Zoroastro, fue una visión profundamente agónica. El agón (contienda) fue un rasgo común de la religión antigua. Pues bien, al convertir el agón cósmico entre el bien y el mal en el eje central de su mensaje, Zoroastro proyectó la violencia de su tiempo en lo divino. Y de esta manera convirtió la violencia en absoluta.15

He dicho que esta última consecuencia da qué pensar. Es un hecho que ha existido, y existe, una profunda relación entre religión y violencia. Pero hay que dar un paso más y preguntarse: esta relación, ¿es meramente histórica o es además esencial? Que es un hecho histórico, nadie lo duda. Pero, si además de eso, nos vemos obligados a afirmar que se trata de una relación esencial, entonces nos encontramos ante la terrible conclusión que nos obliga a pensar que donde hay religión hay violencia. ¿Hay que llegar hasta esta conclusión?

Es verdad que han existido hombres profundamente religiosos que no han sido violentos. Pero tan cierto como eso es que, si pensamos, no en los individuos, sino en las religiones, tenemos que reconocer que es enorme y demasiado profunda la violencia que vienen ejerciendo las religiones desde el momento en que los humanos empezaron a creer en el Dios Trascendente. No porque el Trascendente sea violento. Nadie sabe cómo es. El problema está en que nosotros sabemos cómo es y lo que quiere, a través de lo que nos dicen de él los hombres de la religión. Y de sobra sabemos que ellos nos dicen que el Trascendente es el Absoluto, el Omnipotente, el Único. Ahora bien, desde el momento en que el Todopoderoso representó la idea inapelable, la voluntad inapelable y el destino inapelable de pueblos, culturas, naciones y gentes con intereses distintos y enfrentados, fue necesariamente inevitable la confrontación y la violencia. La intolerancia, inherente a las especies vivientes, en el caso de los humanos equipados con sus ideas religiosas, alcanza dimensiones de barbarie y refinamiento que no podemos imaginar.

Ahora bien, estando así las cosas, los humanos buscamos a Dios porque queremos encontrarle un sentido último a la vida. Pero lo que no soportamos es una religión así. Ha sido inevitable el conflicto entre Dios y la religión.

C. Limitaciones y contradicciones de la religiónEs frecuente oír a las personas quejarse del comportamiento de las religiones. Un

comportamiento que provoca desinterés creciente de grandes sectores de la opinión pública. Y rechazo, también creciente, de quienes ven en las religiones factores de opresión y de violencia, tanto en los individuos como en las sociedades.

4 14 J. K. Choksky, Purity and Pollution in Zoroastrianism: Triumph over Evil, Austin, 1989, 1-5; K. Armstrong, o. c., 32.5 15 K. Armstrong, o. c., 35.

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Todo esto es verdad. Pero el problema más preocupante que tienen planteado las religiones, no está en las contradicciones y violencias que producen las religiones, sino en la raíz de donde proceden esas contradicciones y violencias. ¿Dónde está esa raíz y en qué consiste?

La raíz de los problemas y contradicciones que se producen en las religiones, proviene de un hecho desconcertante: las religiones, como instituciones culturales y humanas, no se relacionan (ni pueden relacionarse) con el Dios Trascendente, sino con la “objetivación” de Dios que cada una de las propias religiones ha hecho. Por tanto, como ya he explicado antes, las religiones no nos dan a conocer a Dios, sino la “objetivación” de Dios que construye la propia religión. Aquí es decisivo recordar que si Dios es Trascendente, por eso mismo es inaccesible a nuestro conocimiento. Por tanto, lo que la religión nos dice sobre Dios no es lo que es Dios, sino lo que es la representación cosificada del Dios que la tradición religiosa elabora. Como ya se ha dicho, esta representación es el resultado del proceso de “conversión diabólica” en virtud del cual el Absolutamente-Otro, el Trascendente, degenera en cosa, en objeto al alcance de nuestro conocimiento, ya que el Trascendente, por ser lo que es, trasciende todo cuanto nosotros podemos conocer de Él.

Esta raíz de los problemas y contradicciones de la religión es de orden especulativo. Pero las consecuencias que de ahí se siguen son de orden práctico. Y, por cierto, se trata de consecuencias muy fuertes, a veces muy graves. En efecto, si cada religión no nos da a conocer a Dios, sino la representación de Dios que la religión elabora, es inevitable que esa representación esté condicionada y determinada por las circunstancias históricas, los factores culturales y los intereses o conveniencias de cada religión. Prueba de esto es lo que ya expliqué acerca de Zoroastro, que proyectó “la violencia de su tiempo en lo divino” y por eso la convirtió en absoluta.16 Es verdad que Zoroastro hizo esto de forma que, con razón, ha sido considerado como uno de los precursores de la llamada “era axial”. Para Zoroastro, en efecto, el Dios Mazda era el Buen Dominio, la personificación de la justicia divina, el protector del cielo, de modo que los ashavans debían usar sus armas de piedra sólo para defender a los pobres y a los débiles.17 Pero resulta evidente que el caso de Zoroastro muestra cómo la representación del Trascendente está condicionada por las circunstancias históricas y culturales en las que se produce esa representación o cosificación del Absoluto. Y lo que es válido para el caso de Zoroastro, es igualmente válido para el caso de Moisés. La revelación del nombre de Dios, según Ex 3, 14, no es en modo alguno una definición ontológica de la esencia divina. En ese texto bíblico no se nos pretende decir lo que es Dios, sino cómo actúa Dios en la historia.18 Sabemos que la actuación de Dios, cuando se reveló a Moisés, se refería directamente a la salida del pueblo de Israel del cautiverio de Egipto. Lo cual nos viene a decir que el Dios Trascendente de Israel es representado como el que interviene en una situación histórica determinada, para liberar a los israelitas.

Ahora bien, todo esto nos pone en el camino recto para comprender, no sólo las limitaciones de la religión, sino sobre todo sus contradicciones. Tales contradicciones se

616 K. Armstrong, o. c., 33.717 M. Boyce, Zoroastrians: Their Religions Beliefs and Practices, London, 1994, 23-24. Cf. K. Armstrongs, o. c., 34. 818 G. Von Rad, Teología del Antiguo Testamento, vol. I, Sígueme, Salamanca, 1972, 235.

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comprenden desde el momento en que caemos en la cuenta de lo siguiente: la religión no nos da, ni puede darnos, a conocer al Dios Trascendente en sí. Lo que nos da a conocer es la representación de Dios que, en situaciones concretas de violencia y sufrimiento, sus mediadores y representantes oficiales han visto que era la más conveniente. Es verdad que estas representaciones no han sido el resultado de una planificación intelectual elaborada por estudiosos y cerebros pensantes. Sabemos que la experiencia de lo Numinoso (R. Otto), en las múltiples teofanías que han vivido los mortales, no ha sido una construcción ideológica de sabios y entendidos. Pero sabemos que las teofanías han cuajado en representaciones del Trascendente que se han vivido como respuesta a situaciones de sufrimiento o violencia. Así las cosas, llegamos a tocar la cuestión determinante. ¿De qué se trata?

Los humanos estamos convencidos de que el poder y la bondad son las dos cualidades o los dos atributos que con más rapidez y eficacia resuelven nuestras limitaciones y las situaciones de sufrimiento y violencia. Ahora bien, una vez establecido ese principio, se siguió inevitablemente la consecuencia más desastrosa que ha sufrido, y todavía soporta, el teísmo tradicional. Esta consecuencia consiste en el convencimiento de que los atributos esenciales del Absoluto son el poder infinito y la bondad infinita. Porque es evidente que, donde hay un poder sin límites y una bondad sin límites, todos los problemas y todos los males encuentran solución. He aquí la lógica del pensamiento religioso. Pero al mismo tiempo hay que decir también: he aquí la dificultad sin solución que la religión le ha planteado al problema de Dios. Porque si Dios es infinitamente bueno e infinitamente poderoso, ¿cómo se explica que en el mundo haya tanto mal y tanta maldad como sabemos que hay? Esta pregunta, por más esfuerzos que se han hecho para encontrarle respuesta, no tiene otra salida que aceptar el fracaso de la teodicea. Juan Antonio Estrada, que ha hecho el mejor estudio sobre este asunto hasta este momento, ha llegado a una conclusión tan firme como decepcionante: “En conclusión, la teodicea, en cuanto intento especulativo de justificación del mal existente y de hacerlo racionalmente compatible con el postulado de un Dios bueno y omnipotente, es un fracaso”.19 He aquí el peor servicio que la religión le ha hecho a Dios. Lo ha hecho imposible. Y de esta manera ha justificado tantos ateísmos, tantos agnosticismos y tantos fracasos de la misma religión.

D. El fracaso de la religión La religión ha sido el intento de buscar a Dios, de conocer a Dios, de encontrarse

con Dios. En este sentido, la religión ha generado, ha fomentado y ha alimentado los deseos más nobles y las generosidades quizás más heroicas que los humanos han hecho vida a lo largo de la historia. Pero la religión entraña también una dimensión de frustración y fracaso. Porque en ella se hace patente el fracaso de los humanos en su intento de buscar y de encontrar a Dios. Este fracaso consiste en que la religión nos ha presentado a un Dios imposible. Un Dios que entraña en sí una contradicción que lo hace inaceptable, porque entra en conflicto con los postulados más elementales de la razón. De ahí el fracaso de la teodicea al que me he referido hace un momento.

9 19 J. A. Estrada, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Madrid, Trotta, 1997, 341.

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Pero no es esto lo peor. Lo más preocupante de todo es que la religión, para suplir sus debilidades y salvar sus inconsistencias, se ha aliado con los poderes de este mundo. Y ella misma ha pretendido ser poder absoluto y saber incuestionable. Con todo eso la religión ha generado violencias y sufrimientos indecibles. Baste pensar en lo que han representado en la historia las confrontaciones de los “dioses excluyentes”, sobre todo en los conflictos de las llamadas “religiones de confrontación”.20 Como es lógico, ante semejantes agresiones a la humanidad en sí misma, las gentes se han resistido con los medios que han tenido a su alcance. La respuesta de las religiones ha sido exigir la sumisión incondicional, amenazando con castigos humanos y divinos, en esta vida y después de esta vida, en formas de existencia desgraciada o incluso de tormentos eternos para los insumisos.

No parece, pues, exagerado afirmar que las religiones le han hecho un mal servicio a la humanidad al presentar como Dios en sí lo que no es sino una interpretación de Dios, según los intereses y conveniencias de cada tradición. Pero no sólo eso: las diversas interpretaciones de Dios se nos han presentado como absolutas, incuestionables y excluyentes.

Así las cosas, ha sido inevitable llegar a donde hemos llegado. Hoy nos preguntamos: ¿Es verdad que Dios ha muerto? La respuesta, desde mi punto de vista y desde mis convicciones más profundas, es que no. Dios vive. Pero al mismo tiempo hay que decir que lo que tiene menos vida cada día es la religión, tal como entendemos y vivimos la religión en grandes sectores de la población mundial. Porque, ante las dificultades y contradicciones que la religión entraña, han aparecido tres tendencias predominantes: 1) El mantenimiento de la religión como elemento cultural y, para muchos, también folclórico. 2) El abandono de la religión como cosa de tiempos pasados o como un elemento irrelevante para el mundo y para la gente en este momento. 3) El fundamentalismo religioso como respuesta a lo que, con razón, se ha calificado como “tradición acorralada”.21 En este caso, la religión se hace combativa, se alía con las fuerzas políticas más tradicionales e integristas y, a muchas personas, les ofrece la seguridad que no encuentran en sí mismas o en otro tipo de instituciones religiosas o civiles.

Este cuadro de conjunto explica por qué el tema de Dios es visto y vivido, por quienes tenemos creencias religiosas, entre oscuridades, dudas, inseguridades y preguntas que para muchos creyentes no tienen respuesta. ¿Se puede encontrar esa respuesta que muchas personas de buena voluntad buscan afanosamente? Es lo que intentaré explicar en la segunda parte de esta conferencia.

II. La humanización de Dios como respuestaA. La divinización como humanización

0 20 Cf. J. Kirsch, Dios contra los Dioses. Historia de la guerra entre monoteísmo y politeísmo, Barcelona, Ediciones B, 2006.1 21 A. Giddens, Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas, Madrid, Taurus, 2000, 61. Un excelente estudio histórico sobre el fundamentalismo, el de K. Armstrong, Los orígenes del fundamentalismo en el judaísmo, el cristianismo y el islam, Barcelona, Tusquets, 2004.

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El obispo episcopaliano John S. Spong publicó, hace poco más de dos años, Doce tesis para una nueva Reforma.22 En la primera de sus tesis, Spong decía: “El teísmo, como forma de definir a Dios, ha muerto: ya no se puede pensar a Dios, con credibilidad, como un ser, sobrenatural por su poder, que habita en el cielo y está listo para intervenir periódicamente en la historia humana e imponer su voluntad. Por eso, la mayor parte del lenguaje teológico actual sobre Dios carece de sentido; lo cual nos lleva a buscar una nueva forma de hablar de Dios”. Por tanto, concreto yo, tenemos que hablar de Dios de otra manera.

Al citar este texto del obispo Spong, no quiero decir que yo esté de acuerdo con todo lo que él afirma. En todo caso, hay algo con lo que me identifico totalmente: hay que “buscar una nueva forma de hablar de Dios”. Teniendo en cuenta que, si el lenguaje es el vehículo de nuestras ideas, lo que en realidad estoy diciendo es que buscar una nueva forma de hablar de Dios es buscar una nueva idea de Dios. Es decir, tenemos que pensar en Dios de otra manera. Es necesario tener otra idea sobre lo que es Dios y cómo es Dios. No se trata, por supuesto, de que ingenuamente vayamos a pretender inventar un nuevo dios, hecho a nuestra medida y según las conveniencias de lo que más nos interesa ahora. No se trata de inventar, sino de recuperar a Dios. Al Dios que se nos dio a conocer de forma tan desconcertantemente nueva y humana, pero al que los hombres de tiempos pasados terminaron por arrumbar y olvidar. ¿A qué Dios me refiero?

Sabemos que, en la tradición cristiana, se habla de Dios como un “Dios encarnado”. La encarnación de Dios es el hecho constitutivo del Dios en el que creemos los cristianos. Ahora bien, lo que los cristianos llamamos el misterio de la encarnación es no sólo la divinización del hombre, sino junto con eso e incluso antes que eso, la encarnación es la humanización de Dios.23 De forma que, en el hombre Jesús de Nazaret, Dios se funde y se confunde con lo humano. Hasta el punto de que, a partir de entonces, el encuentro con Dios es el encuentro con el ser humano. En Jesús, la trascendencia se funde con la inmanencia. De tal manera que, a partir de Jesús de Nazaret, a Dios no hay que buscarlo, ni se le puede encontrar, en lo divino, sino en lo humano. Lo cual es cierto hasta tal punto que, con toda verdad, se puede afirmar que la divinización del hombre se realiza en su verdadera humanización.

Hablo de verdadera humanización porque, como es bien sabido, cuando hablamos de lo humano, utilizamos una expresión que es inevitablemente ambigua. La honradez y la bondad son comportamientos humanos. Pero también se puede decir que es humano el comportamiento del que roba o mata. Es propio de humanos amar. Pero también es propio de humanos odiar. Con razón, la teología cristiana habla del pecado original, que no consiste en pecado alguno, sino que es sencillamente la denominación teológica que se le ha puesto a lo que, de hecho, es el ser humano, al que son inherentes dos características: 1) la limitación que es propia de la condición humana; 2) la inclinación al mal que se traduce en el deseo, origen y fuente de las apetencias e impulsos que prohíbe el último mandamiento del Decálogo (Ex 20, 17), y que son la causa de la violencia y los sufrimientos que nos provocamos unos seres humanos a otros.24

2 22 Cuadernos de la Diáspora, Mayo-Nov. 2006, 99-103.323 J. M. Castillo, Dios y nuestra felicidad, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2001, 62-67.4 24 R. Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Anagrama, 2002, 23-36.

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Esto supuesto, la humanización en la que encontramos a Dios se realiza en la creciente victoria de nuestra humanidad sobre la deshumanización que todos llevamos inscrita en la sangre de nuestro ser. Se trata, pues, de comprender que nuestro encuentro con Dios no se realiza en la religión ni en lo sagrado ni en la espiritualidad ni mediante la devoción, la mortificación o la pureza. Si Dios, para encontrarse con nosotros, se humanizó, los humanos no podemos pretender encontrar a Dios divinizándonos. Y menos aún endiosándonos. El único camino posible para el encuentro con Dios es buscar a Dios donde está: fundido y confundido con lo humano, identificado con lo mínimamente humano, es decir, con lo humano que es común a todos los humanos, aquello en lo que todos los humanos coincidimos, más allá de la cultura, la religión, la nacionalidad, la política y la condición social o económica. De donde resulta que el encuentro con Dios es, ni más ni menos, el encuentro con el otro. La única definición que el Nuevo Testamento da de Dios se reduce a afirmar que “Dios es amor” (Jn 4, 8. 16). Ahora bien, si el amor es unión con el otro, resulta evidente que a Dios lo encontramos en la unión con el otro, en la mejor relación posible con el otro, sea quien sea.

B. La humanización como superación de lo humano

Resulta lógico pensar que para ser profundamente humanos, para ser y vivir como humanos, no necesitamos recurrir a un ser trascendente. Nos basta con lo inmanente bien llevado y bien vivido. Entonces, ¿para qué Dios? ¿No es todo este discurso un intento desesperado por buscar una justificación a la presunta necesidad de Dios en nuestras vidas?

Superar la inhumanidad, que es inherente a la condición humana, es algo que no está al alcance de lo que puede dar de sí lo meramente humano. Porque, como bien sabemos, la intolerancia, que ya se da en las especies animales, se intensifica y se potencia en los humanos. Y a la intolerancia hay que sumar el “deseo mimético” (René Girard). Un deseo que no siempre es conflictivo, pero suele serlo. Porque incita a la pasión por poseer lo que el prójimo quiere retener. Una situación que normalmente no se resuelve sin lucha.25 Los seres humanos somos socializados e inculturados en estas apetencias, de las que jamás podemos escapar por completo.

Así las cosas, la humanización, que supera la deshumanización, será siempre un proyecto, un proceso en vías de consecución, un anhelo. Pero jamás será un logro total y perfecto. Según la fe de los cristianos, Jesús es la realización ejemplar de la humanización. En Jesús, Dios se humaniza. Y por la fuerza de la fe en Jesús, los humanos podemos alcanzar la humanización que, por nuestra sola capacidad, no está a nuestro alcance.

C. ¿Dónde y cómo podemos conocer a Dios?Si decimos que Dios es el Trascendente, es decir, el que trasciende o está más allá de

toda posibilidad nuestra de conocer, resulta inevitable hacerse la pregunta: ¿dónde y cómo podemos conocer a Dios? La respuesta que la teología cristiana ha dado siempre es que Jesús, el Hijo de Dios, es el revelador de Dios y, por tanto, es la revelación de Dios. Lo cual

5 25 R. Girard, o. c., 26-27.

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quiere decir que, en el hombre Jesús de Nazaret, los humanos podemos conocer, y conocemos, al Dios Trascendente.

Pero esta afirmación tropieza con una dificultad que seguramente todos tenemos in mente. Cuando los cristianos decimos que en Jesús conocemos a Dios, inevitablemente se plantea la pregunta que ocupa el centro de todas las cristologías: ¿Jesús es Dios? Es la pregunta fundamental en las preocupaciones de teólogos, clérigos y creyentes en general. Pero aquí es decisivo dejar claro que a esa pregunta no se puede responder con un SÍ o con un NO. Porque lo primero que hay que decir ante esa pregunta, es que se trata de una pregunta que no tiene sentido. ¿Por qué? Porque cuando se hace una pregunta, el supuesto básico es que se conoce lo que se pregunta. Si yo pregunto si Jesús es Dios, lo primero que estoy dando a entender es que yo sé lo que es Dios y cómo es Dios, es decir, yo conozco a Dios. Y, eso supuesto, quiero saber si el concepto y la realidad de Dios, que yo ya conozco, se realiza también en Jesús. Pero, como ya quedó explicado, el problema fundamental que tenemos con el tema de Dios está en que, al ser el Trascedente, no nos es posible conocerlo. Por eso, si la pregunta no tiene sentido, tampoco lo tiene la respuesta. Porque si no sabemos lo que es Dios, no tiene sentido alguno decir que Jesús es Dios, ya que, en ese caso, no sabemos lo que realmente estamos afirmando. Ni en este asunto vale echar mano de la llamada “analogía del ser”, que la teodicea ha utilizado sin remilgos, echando mano de Aristóteles,26 interpretado por Tomás de Aquino que, a partir del De ente et essentia, retoma el pensamiento del musulmán persa Ibn Sina (Avicena, 980-1037).27 Pero sabemos que, por más que recurramos a la analogía del ser, “no cabe olvidar que en nada de eso se trata directamente de Dios en sí mismo, sino de cómo desde lo humano apuntamos a lo Absoluto”.28 No podemos llegar más lejos.

Ahora bien, si a lo más que podemos llegar los humanos, en nuestro intento de conocer al Trascendente, es apuntar a lo Absoluto, ¿qué podemos conocer de Dios?

La respuesta está en que en el hombre Jesús es donde conocemos a Dios. Porque Jesús es el “Revelador de Dios”. La enseñanza del Nuevo Testamento es inequívoca en este sentido: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único del Padre es quien nos lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18). La misma doctrina que aparece en uno de los textos más determinantes de la fuente Q: “Al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27 b; Lc 20, 22 b). La misma enseñanza que se repite en la Carta a los Colosenses, cuando afirma que el Hijo, Jesús, es “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15). Cuando Jesús, según el cuarto evangelio, le dice al apóstol Felipe: “Quien me ve a mí está viendo al Padre” (Jn 14, 9 b), lo que en realidad está afirmando es que ver a Jesús es ver a Dios.

La consecuencia que se sigue de lo dicho es clara: el Trascendente, al que nunca podremos conocer, se nos ha revelado y se ha puesto a nuestro alcance en el hombre Jesús. Así, la trascendencia se nos ha comunicado en la inmanencia. Por tanto, de Dios sólo podemos conocer lo que de él sabemos por Jesús, por su vida, por sus costumbres, por sus enseñanzas. Sólo en Jesús conocemos a Dios. No en su presunta divinidad porque eso sería lo mismo que decir que a Dios lo conocemos en la divinidad. Lo que es tanto como no decir

6 26 Ética a Nicómaco, E, 1131 a. 30 - b 7; Poética 21, 1457 b 16-18. Cf. J. Gómez Caffarena, El Enigma y el Misterio. Una filosofía de la religión, Madrid, Trotta, 2007, 408.7 27 Cf. J. Gómez Caffarena, o. c., 416.8 28 J. Gómez Caffarena, o. c., 425-426.

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nada. Si afirmamos que a Dios lo conocemos en Jesús, lo que en realidad estamos diciendo es que a la divinidad del Padre la conocemos en la humanidad de Jesús. Solamente conociendo a Jesús conocemos a Dios.

D. La kénosis de DiosDe todo lo dicho se sigue una consecuencia capital: el Dios que se nos da a conocer

en el hombre Jesús de Nazaret no es el Dios del teísmo tradicional. Lo que es tanto como afirmar que el acontecimiento de la encarnación de Dios representa el trastorno más asombroso que se ha producido en la historia de las tradiciones religiosas de la humanidad.

El apóstol Pablo explica este acontecimiento hablando de la kénosis de Dios en Jesús el Mesías, que “no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose como uno de tantos” (Fil 2, 6-7). Para expresar cómo y hasta qué punto Jesús “se despojó de su rango”, Pablo utiliza con atrevimiento y audacia el verbo kenóo (ekénosen), que significa literalmente vaciarse o privarse de la gloria divina. Por más que haya quienes discuten si esta provocativa afirmación de Pablo se puede aplicar a la encarnación o si se refiere, más bien, a la muerte en cruz, en todo caso, es cierto que la dura expresión habla de la humillación de quien se entrega a sí mismo y del empobrecimiento de quien se priva a sí mismo del modo divino de existir.29 Ahora bien, a partir de esta asombrosa afirmación se puede llegar a decir que la encarnación de Dios en Jesús representa el sacrificio de Dios, de todo su poder y autoridad. La encarnación como kénosis es el acto en el que Dios lo cede todo a los seres humanos.30

El acto, por tanto, en el que Dios se funde y se confunde con la condición humana. De forma que, ya desde entonces, a Dios sólo se le puede hallar en el encuentro, en la identificación con lo humano. Con lo plenamente humano, que está sobre la inhumanidad que se da en el común de los seres humanos.

Entendida así la kénosis de Dios en su encarnación, se puede decir que Dios no se ha encarnado: 1) en la religión; 2) en lo sagrado; 3) en lo santo; 4) en lo espiritual; 5) en lo ascético, y así sucesivamente. A Dios, por tanto, se le encuentra en la religión, en lo sagrado, en lo santo, en la medida, y sólo en la medida, en que esas categorías humanas nos humanizan, nos hacen más humanos y nos unen a todo lo que es verdaderamente humano. Y dando un paso más, habrá que llegar a decir que, si en lo humano es donde fundamentalmente encontramos a Dios, eso significa, en nuestro tiempo, que es en lo secular y no en lo religioso donde se produce y se vive la más profunda experiencia de Dios. ¿Por qué?

Si hablamos de la fusión de Dios con lo humano, nos tenemos que referir a lo mínimamente humano, es decir, a aquello en lo que todos los humanos coincidimos, aquello en lo que todos somos iguales. Como es lógico, esto mínimamente humano tiene que ser algo previo a la cultura y a la religión. Porque, como sabemos de sobra, las culturas, las religiones, las nacionalidades, todo eso nos divide a los humanos. Y nos enfrenta a unos

9 29 M. Latke, kenoô, en H. Balz, G. Schneider, Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, vol. I, Sígueme, Salamanca, 2005, 2296-2297.0 30 R. Rorty, “Anticlericalismo y ateísmo”, en S. Zabala (ed.), El futuro de la religión, Paidós, Barcelona, 2005, 54-55.

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contra otros. Por eso se puede afirmar con toda seguridad que Dios no ha podido encarnarse y humanizarse en lo que nos divide y nos enfrenta, sino solamente en lo que nos acerca y nos une. Es verdad que lo mínimamente humano no existe. Porque es una abstracción que nosotros hacemos. Pero igualmente podemos, y debemos, afirmar que un “Dios excluyente” no puede ser Dios. Y menos aún, un Dios que divide, separa y desencadena la violencia entre los humanos o, al menos, “legitima” semejante violencia, es una contradicción con lo que razonablemente podemos pensar de Dios.

E. Jesús y la religiónLa Carta de Santiago hace esta afirmación sorprendente: “Religión (threskeia) pura

y sin tacha, a los ojos de Dios Padre, es ésta: mirar por los huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo” (Sant 1, 27). Y en las recomendaciones finales de la Carta a los Hebreos, se les dice a los cristianos: “No se olviden de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios” (Heb 13, 16). Como es lógico, la idea de la religión que subyace a estos textos, tiene poco que ver con las religiones tal como se entendían y se practicaban en las sociedades mediterráneas del siglo I. Ahora bien, esta forma tan revolucionaria de entender y practicar la religión no pudo ser producto de la invención de pequeñas e incipientes comunidades de cristianos. Si aquellas comunidades pensaban así de la religión, tal idea estaba sin duda asociada a la memoria de Jesús.

La cuestión que aquí se plantea es más profunda de lo que a primera vista puede parecer. Se trata, en efecto, de caer en la cuenta de que, si en Jesús se modificó radicalmente la idea de Dios, por eso mismo e inevitablemente se modificó también de forma radical la idea de la religión. Un Dios distinto implica una religión distinta. Porque, si la religión es el medio para la relación y el encuentro con Dios, cuando cambia la idea de Dios, por eso mismo tiene que cambiar también la idea y la práctica de la religión. En el caso concreto del cristianismo, sabemos que el Dios de los cristianos es un Dios-encarnado. Y este Dios-encarnado es Jesús, un “judío marginal” (J. P. Meier), un galileo de Nazaret, admirado y querido por unos, pero también odiado y despreciado por otros. Y es que, como sabemos, en Jesús, el Trascendente se fundió con lo inmanente. Ahora bien, con el Dios trascendente no hay más posibilidad de relación que la relación sagrada, es decir, la relación separada y distinta de todo lo profano, lo laico. Es la religiosidad tradicional. Sin embargo, cuando lo que está en juego es la relación con el Dios inmanente, esa relación ya no se realiza en la relación con lo sagrado, con lo separado, al margen de lo profano, de lo laico, sino que se tiene que realizar en la relación humana, en lo profano, en lo laico. Si Dios está en el ser humano y está en el otro, la religión tiene que ser esencialmente relación con el otro.

Por eso, el evangelio de Mateo, cuando explica cómo será el juicio definitivo de Dios sobre el mundo, el llamado “juicio de las naciones” (Mt 25, 31-46), afirma que el Señor de la gloria no va a tener en cuenta la fe en Dios ni la práctica religiosa ni las observancias sagradas. Lo único que va a tener en cuenta, en el momento decisivo del juicio final, será la relación que cada cual ha tenido con los demás, con cada ser humano, en sus sufrimientos, abandonos, soledades, humillaciones y penas en general. En definitiva, se trata de comprender que el tema fuerte del juicio final no es el problema del amor o el desamor a

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los demás, sino la razón última en que eso se basa. Y esa razón no es otra que el hecho de que los cristianos ya no creemos en el Dios trascendente, sino en el Dios que está en el ser humano. Y si está en el ser humano, la religión de este Dios es la religión del encuentro con el otro, sea quien sea.

He aquí la gran asignatura pendiente que tenemos los cristianos, el problema capital que la Iglesia tiene planteado. Un problema al que se le tiene miedo y que no nos atrevemos a afrontar con todas sus consecuencias. Es importante insistir en esto. La religión se siente más cómoda poniendo a Dios en las ceremonias y en la observancia de los rituales sagrados que en la relación con los seres humanos, en el respeto a todos, en el amor a todos y en el compromiso de solidaridad con los pobres y, en general, con los más débiles.

Ahora bien, esto nos viene a decir por qué el comportamiento religioso de Jesús fue desconcertante y hasta escandaloso. Jesús no fundó un templo ni un lugar sagrado ni él fue o actuó jamás como un personaje consagrado. Jesús fue un hombre profundamente religioso, cosa que queda patente en su íntima y constante relación con el Padre del cielo. Pero la religiosidad de Jesús no se centró en prácticas sagradas, ni en ceremonias rituales. Las preocupaciones religiosas de Jesús fueron sencillamente preocupaciones humanas. Preocupaciones, además, que nos ponen en la pista que lleva a comprender en qué consiste lo esencialmente humano, lo mínimamente humano, aquello en lo que todos los humanos coincidimos necesariamente.

Me explico. Todos los humanos coincidimos por lo menos en dos cosas: la carnalidad y la alteridad. Es verdad que estas dos características se dan también en las especies animales. Pero es evidente que, sea cual sea la línea de diferenciación que en última instancia pongamos entre las especies animales y los seres humanos, todos coincidimos en nuestra condición carnal y en nuestra relación con los demás. Somos seres carnales y seres relacionales. Tal como estos dos componentes se dan en los seres humanos, en esto todos coincidimos y en esto nadie se diferencia de los demás. Pues bien, si tenemos en cuenta lo que acabo de explicar y, por otra parte, leemos con atención los evangelios, nos encontramos con esta grata sorpresa: las dos preocupaciones preferenciales de Jesús fueron el cuidado de la carnalidad humana; y junto a eso, el cuidado de las relaciones humanas.

En cuanto a la condición carnal humana, los cuatro evangelios informan ampliamente de las dos preocupaciones predominantes de Jesús: la salud (curaciones de enfermos) y la alimentación (las comidas con pobres, pecadores, discípulos). Podemos hablar de preocupaciones predominantes si nos atenemos a la insistente frecuencia con que los evangelios hablan de las curaciones de enfermos y de las comidas de Jesús con toda clase de gentes. Sin duda alguna, se puede asegurar que el Jesús histórico dedicó más interés y se preocupó más por la salud de las personas y por la alimentación de la gente que por la oración, el culto religioso, la piedad o las devociones de los fieles. Pero no se trata sólo de eso. Lo más significativo es que, para la mentalidad de Jesús, la salud de los enfermos y la comida de los hambrientos eran cosas más importantes que la observancia de la religión. Por eso Jesús se interesó constantemente por la curación de enfermos. Además, y esto es más significativo, antepuso la salud de las personas a las normas que imponía la religión, ya que no dudó en curar enfermos cuando eso estaba prohibido, concretamente los sábados. Un comportamiento por el que fue considerado un “escandaloso” (Mt 11, 6) y un

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individuo digno de ser condenado a muerte (Mc 3, 6 par). Más aún, no sólo fue tenido por digno de muerte, sino que, sobre todo, el hecho que motivó la decisión de matarlo fue precisamente el último de los hechos portentosos que realizó, al devolverle la vida a Lázaro (Jn 11, 38-46). Un hecho que provocó la inmediata reunión del Sanedrín, donde se tomó la decisión de matar a Jesús (Jn 11, 53).

Por otra parte, si “escandaloso” fue el comportamiento de Jesús, en cuanto se refiere a la salud de los enfermos, no menos extraña y hasta provocativa fue la conducta de Jesús en el tema fundamental de la comida. Sabemos, en efecto, que los relatos de comidas recurren con sorprendente frecuencia en los evangelios. Sabemos, además, que Jesús se interesó sobre todo por la comida de los pobres, como aparece en los seis relatos de la multiplicación de panes y peces (Mc 6, 30-44; Mt 14, 13-23; Lc 9, 10-17; Jn 6, 1-14; Mc 8, 1-10; Mt 15, 32-39) que se repiten en los evangelios. También en la gran parábola del banquete del Reino de Dios, en el que no entran los invitados oficiales, sino los mendigos y vagabundos de los caminos (Mt 22, 1-10; Lc 14, 15-24). Y otro tanto hay que decir sobre los criterios que tenía Jesús acerca de los preferidos que se han de tener en la vida, para invitarlos a nuestra mesa (Lc 14, 7-11). Decididamente, si nos atenemos a lo que los evangelios recuerdan de Jesús, sería necesario estar ciegos para no ver en ellos una “teología narrativa”31 en la que la fe es fe en Jesús. Y es fe al servicio de la salud de las personas y de la comensalía humana, es decir, no sólo de la alimentación, sino sobre todo al servicio de la mesa compartida. Jesús no se interesó solamente por el hecho elemental de que la gente pudiera saciar el hambre. Además de eso, el interés de Jesús se centró en el símbolo primordial de compartir la comida con otros. Se ha dicho que en esto radica “la clave del movimiento creado originalmente por Jesús, en el igualitarismo compartido de los recursos espirituales y materiales”.32 Y es que “el acto de comer es un tipo de comportamiento que simboliza la existencia de unos sentimientos y una relación”.33

En los relatos evangélicos, el tema de la condición carnal humana se une con el otro gran tema, el de la alteridad. Jesús no se interesó solamente por la salud y la alimentación, sino igualmente por el gran asunto y el gran problema de las relaciones humanas. En esto, el criterio de Jesús es meridiano. Establece, ante todo, la llamada “Regla de Oro” en su formulación más exigente,34 la formulación positiva, de forma que, en el cumplimiento de esa norma fundamental, Jesús resume la Ley y los Profetas, es decir, toda la Biblia. Y establece este criterio en relación a la forma más difícil del amor a los demás, el amor a los enemigos.35 Porque, para Jesús, el amor al otro, sea quien sea, es la única forma de relacionarse correctamente con el Padre del cielo, que es siempre bueno con todos, malos y buenos (Mt 5, 43-45). Jesús no se limitó a este criterio fundamental, que es determinante, pero tiene el inconveniente de que se queda en una formulación genérica, que lo dice todo, pero que, en situaciones concretas, puede no decir nada. De ahí que Jesús insiste en el rechazo frontal de los dos impedimentos más fuertes que tiene la relación interpersonal: 1)

1 31 J. B. Metz, “Narración”, en La fe, en la historia y en la sociedad, Madrid, Cristiandad, 1979, 213-227; H. Weinrich, “Teología Narrativa”: Concilium 85 (1973), 210-221.2 32 J. D. Crossan, El Jesús de la historia. Vida de un campesino judío, Barcelona, Crítica, 2007, 393.3 33 L. E. Klosinski, The Meals in Mark, University Microfilms International, Ann Arbor, Mich, 56-58. Cf. J. D. Crossan, o. c., 394.4 34 U. Luz, El evangelio según san Mateo, vol. I, Salamanca, Sígueme, 2001, 545.5 35 U. Luz, o. c., 544.

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el apego al dinero; 2) la pasión por el poder. Sabemos que, en estas dos cuestiones tan determinantes en la vida de los individuos y de los pueblos, el Evangelio de Jesús fue un movimiento de carismáticos radicales que adoptaron una “forma de conducta desviada”.36

La historia nos enseña que la riqueza y la dominación son los dos factores que más dividen a los seres humanos. Y es decisivo tomar conciencia de que, al decir esto, me estoy refiriendo a factores de influencia histórica que son previos a toda religión. Porque están inscritos en el nacimiento mismo de la civilización. En efecto, es bien sabido que la civilización nació bajo la forma de un gran impulso histórico de las técnicas. Un acontecimiento que hoy en día se sitúa en el Oriente Próximo del milenio III a.C. Pero este enorme salto hacia delante en la historia de las técnicas provocó la primera aparición de algunos rasgos conocidos desde la antigüedad: ahondamiento profundo de las desigualdades económicas, jerarquía social vertical, poder despótico, es decir, las inevitables consecuencias del apego a las riquezas y de la pasión por el poder y la dominación.37 En el fondo, esto nos viene a decir que “el proceso del que surge la civilización prueba que la evolución tecnológica y la evolución social pueden disociarse y avanzar en sentido inverso, la primera como progreso, la otra como degradación”.38 Y así ha sido, en efecto, hasta hoy. Ahora precisamente, cuando hemos alcanzado la cumbre del progreso tecnológico, hemos caído hasta el fondo de un abismo insondable de degradación y descomposición social.

¿Ha sido el teísmo tradicional una solución a este proceso de descomposición humana y mundial? La misma autora, María Daraki, concluye su estudio con una reflexión que da qué pensar: “El Próximo Oriente antiguo fue el teatro de dos acontecimientos excepcionales: la Revolución Tecnológica antigua y el nacimiento del monoteísmo. Estos dos megaacontecimientos están unidos entre sí y el segundo le da la réplica al primero”.39

Digo que esta conclusión da qué pensar porque yo no veo que el teísmo tradicional, en su forma evolucionada de monoteísmo, haya sido la réplica eficaz a los fenómenos de degradación que generó el nacimiento de la tecnología. De hecho, en este momento nadie se pregunta si la tecnología está viva. Como tampoco nadie se pregunta si las desigualdades sociales claman al cielo. Lo que sí nos preguntamos, seriamente preocupados, es si Dios sigue vivo. ¿Se puede decir que lo está?

III. Conclusiones1. A la pregunta ¿Dios vive?, sin duda alguna, la única respuesta razonable es que

Dios sigue vivo también en las sociedades avanzadas. Y también en estas sociedades, Dios sigue siendo fuente de donación de sentido, la fuente más fuerte de donación de sentido que hemos conocido hasta ahora. Dios no es la religión. Sabemos que las religiones están en crisis y cada día más cuestionadas desde muy diversos puntos de vista. Pero, cuando hablamos del problema de Dios en la sociedad contemporánea, es fundamental tener presente que una cosa es la crisis de la religión y otro asunto es la crisis de la fe en Dios.

6 36 G. Theissen, El movimiento de Jesús. Historia social de una revolución de los valores, Salamanca, Sígueme, 2005, 36.7 37 M. Daraki, Las tres negaciones de Yahvé. Religión y política en el antiguo Israel, Madrid, Abada Editores, 2007, 7.8 38 M. Daraki, o. c., 8.9 39 M. Daraki, o. c., 262.

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2. El teísmo tradicional, en cuanto representación religiosa del Dios Trascendente, tiene cada día menos futuro. Por la sencilla razón de que el teísmo tradicional proviene de una cultura que ya no existe o que, de día en día, se ve más cuestionada y tiene menos vigencia. La crisis de la metafísica ha puesto al descubierto la crisis del teísmo tradicional. Al igual que la crisis de la razón y de la modernidad ha acentuado la crisis de la metafísica. En la cultura posmoderna y globalizada en que vivimos, el discurso sobre Dios no se puede plantear desde la trascendencia, sino desde la inmanencia. Aquí radica, creo yo, la razón de ser de la metamorfosis de lo religioso que, en este momento, tenemos que afrontar.

3. Desde nuestra condición de seres humanos, vinculados a la inmanencia, sólo podemos conocer a un Dios al que nos sea posible encontrarlo vinculado a nuestra humanidad inmanente. Por definición, el Trascedente es el Dios que está más allá de cuanto podemos alcanzar con nuestra limitada capacidad de conocimiento. Desde la inmanencia, los humanos sólo podemos acceder al Trascendente objetivándolo, es decir, reduciéndolo a la condición de cosa, de objeto a nuestra disposición, lo que contradice el concepto mismo de Dios.

4. Esta posibilidad de encuentro con Dios en la inmanencia, según la tradición cristiana, se realiza en el hombre Jesús de Nazaret. Porque el Jesús histórico es, en las diversas tradiciones del Nuevo Testamento, la revelación de Dios, el que nos da a conocer a Dios. El Jesús de la historia no nos da a conocer a Dios por su presunta condición divina. Porque en ese caso estaríamos haciendo una afirmación carente de sentido, ya que eso sería tanto como decir que Dios nos revela a Dios. No. Es Jesús, en cuanto ser humano, el revelador de Dios.

5. De lo dicho se sigue que a Dios no lo podemos conocer ni encontrar desligado de lo humano, sino solamente fundido y confundido con lo humano, con lo mínimamente humano, es decir, con aquella porción de humanidad en la que todos los humanos coincidimos. De forma que el encuentro con Dios tiene que ser el encuentro con lo humano, con todo cuanto nos humaniza y nos hace posible superar la deshumanización, que es propia de la condición humana.

6. La religión no puede ser un conjunto de realidades, observancias y prácticas sagradas, separadas de lo humano, de lo común a todos los humanos. Y, en todo caso, la religión nunca puede asumir prácticas y exigencias que se enfrentan y entran en contradicción con lo humano, lo laico, lo profano. En la laicidad y en la humanización, los humanos podemos encontrar lo que tradicionalmente se ha denominado la divinización.