1º PREMIO EL FIN DE LA PESADILLA - INICIO · «No soy un hacker, ... pues enseguida escucho los...
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Click. Click. Tab. Tab. Click. Click. Click.
—Joder…
Click. Click. Click. Click. Tab. Tab. Tab. Click. Click. Click.
—Para ya… —me seco las lágrimas con odio y rabia.
Luego sigo… Guiada por los deseos de mi corazón, sigo escribiendo ante el portátil. No
sé cuánto tiempo hace desde que empecé, pero lo que sí tengo seguro es que necesito…
«PARA».
— ¿Qué narices…? —maldigo en alto, olvidando por un segundo toda mi ira y
frustración.
Observo, anonada, cómo en el archivo sobre el que estoy escribiendo comienzan a
aparecer palabras.
«ESTO NO VA A LLEVARTE A NINGÚN LADO».
Golpeo la tapa del portátil y la cierro, con el corazón en un puño.
— ¿Eres imbécil, Carla? —me pregunto a mí misma, de nuevo en voz alta.
Con determinación levantó la tapa del ordenador. El archivo sigue allí, pero…
«No soy un hacker, Carla. No te preocupes por tus archivos. Solo soy una persona que
quiere ayudarte».
Suelto un bufido y doy un fuerte golpe sobre el escritorio. Cabreada, furiosa.
— ¡IMBÉCIL! —grito y me lanzo sobre la tecla de retroceso para borrar aquellas
palabras.
Pero la máquina no responde ante mí. Las letras comienzan a surgir de nuevo, creando
nuevas frases que impresionada veo aparecer de la nada…
«Necesitas ayuda. Lo sabes. Déjame que te diga una cosa…».
Aparto la vista. No necesito ayuda, necesito dejar de sentirme así. Necesito olvidarme
de todo y para ello…
La canción resuena en la habitación de repente, borra todos mis pensamientos y
amenaza con reventarme los tímpanos si no le bajo el volumen. Me lanzo sobre el ordenador,
mientras “Bring Me The Horizon” me golpea. Cuando por fin consigo quitar la canción, el
archivo vuelve a emerger en la pantalla del ordenador.
«Tengo el control sobre todos los aparatos eléctricos que hay en tu casa. La nevera, la
lavadora, la televisión, los ordenadores… Todo lo que está enchufado puede ser controlado
por mí. Escúchame o te prometo que tendrás que salir huyendo de tu casa por mi culpa».
Trago saliva. No estoy asustada, pero sí muy cabreada.
«¿Qué estabas escribiendo?»
—Para tener el control de las máquinas de mi casa, eres muy tonto. Sabes muy bien
qué estaba escribiendo —le contesto mordaz.
«JA JA JA, que graciosa. Reconócelo, puedo escucharte… Vamos…».
—Una nota de suicidio, genio. ¿Eso era lo que querías oír?
«Sí, Carla… ¿Por qué?».
—No pienso… ¿Por qué debería decírtelo? Eres un tipo que ha hackeado mi portátil
para no sé qué historia extraña… —contesto y hago un ademán de levantarme.
«Espera, Carla. Estamos hablando».
Aquel tipo me está sacando de quicio, necesito salir de allí y alejarme del portátil.
Necesito hacer lo que tengo planeado. Le hago caso omiso y salgo de la habitación, no cojo mis
llaves ni una chaqueta. Me acerco a la puerta principal y tiro de ella para abrirla.
—No puede ser… —susurro conmocionada.
Vuelvo a tirar de la puerta, la golpeo y lanzo una maldición. Frustrada y aún más
cabreada vuelvo a mi habitación.
— ¡¿HAS SIDO TÚ EL QUE HA BLOQUEADO LA PUERTA DE LA CASA?! —le grito a la
pantalla del ordenador mientras la señalo con un dedo acusador.
«No voy a contestarte hasta que tú no lo hagas… ¿Por qué quieres acabar con tu
vida?»
De repente, toda la determinación que tanto me ha costado reunir cae y, de nuevo, me
siento vacía. La sensación de ahogo en mi garganta, el frío en el rostro por las lágrimas…
Joder…
—No aguanto más… —susurro tan bajo que temo que no me haya oído.
Pero lo ha hecho.
«Eso es un excusa barata, Carla… Cuéntame qué te pasa…».
Levanto los ojos hacia el portátil. El corazón me late con fuerza, un fuerte dolor me
martillea el cerebro, las ansias luchan en mi interior por hacerme vomitar… y aun así… Y a
pesar de no conocer a quien me pide que le confiese lo que llevo ocultando durante tanto
tiempo… Siento un irrefrenable deseo de hablar… Respiro hondo, dejando caer las últimas
volutas de fuerzas que existen en mi interior y hablo, con la vista clavada en el archivo abierto
ante mí.
—Siempre piensas… que no puede tocarte a ti, que tu vida es un sueño y que jamás
podrías vivir una pesadilla… —suelto, de pronto, una amarga carcajada—. No necesitan una
excusa para empezar. Les vale con que seas un poco diferente para convertirte en la víctima de
sus burlas… No sé por qué, la verdad… No sé por qué decidieron elegirme a mí entre los treinta
alumnos de la clase, pero lo hicieron…
Me callo. Cierro la boca y me niego a seguir hablando. Siento las lágrimas en mis
mejillas y el sudor en el cuello. Tengo miedo. Sigo teniendo miedo…
«Te estoy escuchando, Carla».
Las palabras se clavan en mi mente como puñaladas. Cojo aire, y al hacerlo siento mi
cuerpo temblar por el llanto.
—Lo primero fue reírse de mí. La tomaban conmigo en los pasillos, al salir del instituto,
a la hora del recreo, en la biblioteca… Me lanzaban aviones de papel con palabras obscenas,
me susurraban cosas horribles al oído… Luego, pasaron a la acción. Comenzaron por
empujarme, con gritarme… a veces me golpeaban… Y… las pocas amigas que tenía me dejaron
de lado, se alejaron de mí atemorizadas por ser las siguientes víctimas… —el miedo late en mí.
«¿Por qué no hablaste, Carla?»
La terrible pregunta. Aquella que ni yo misma sé contestar, por lo que no respondo.
«¿Creíste que era mejor mantenerte callada y hacerte daño?»
Casi puedo notar el enfado en sus palabras. ¿Por qué no hablo? ¿Por qué no hablan la
mayoría de los que sufren lo que yo? Porque tenemos miedo. Miedo, vergüenza e
inseguridad…
«Ni siquiera lo saben tus padres, ¿verdad?»
—No… —declaro, y pienso en la sonrisa de mi madre y en los enormes y profundos
ojos de mi padre.
«¿Acaso crees que no les importas? ¿Es eso, Carla?»
Niego con la cabeza. No. Yo sé que mis padres me quieren, pero no… pero no quiero
que se preocupen por mí…
«¿No quieres darles problemas?»
—No… —susurro de nuevo.
«¿Prefieres causarles dolor con tu muerte? ¿Crees que serán capaces de olvidarlo?
¿Crees eso?»
—¡Tú no sabes nada! ¡Cállate! ¡Déjame en paz! ¡Tú no sabes lo que es estar sola cada
día en el instituto, tener que correr a la hora de la salida para que no te peguen! ¡Tú no sabes
lo que es estar marcada por tus compañeros!
«Quizás sí que lo sé, Carla».
Sus palabras vuelven a golpearme. Con lágrimas en los ojos, me levanto y comienzo a
dar vueltas en círculos por la habitación. De alguna manera, ello me relaja.
—Nadie lo sabe. Llevo así desde el curso pasado… Mis compañeros siempre han
procurado no decir nada delante de los profesores o del director… Mi tutora sí sabe que hay
algo raro, pero siempre le he dado largas… Yo… no me siento con fuerzas de…
«¿Prefieres morir?».
Niego con la cabeza, asustada.
—Me siento desesperada, pero… pero también me da miedo decírselo a mis padres…
¿Y si no me apoyan? ¿Y si…? Yo… —las lágrimas vuelven a llenarme el rostro.
«¿Quieres venganza, Carla?».
Un golpe de calor me llena el pecho repentinamente. ¿Venganza? ¿Devolver el dolor
que he sufrido durante todo este tiempo? ¿Hacerles pagar por todo lo que han hecho?
¿Conseguir hacerles entender mi sufrimiento?
—¿Qué quieres decir? —susurro y siento la emoción e mi voz.
«Venganza, Carla. Quiero decir, venganza. Puedo entrar en sus ordenadores, puedo
borrar sus archivos, puedo hacer cualquier cosa que imagines… ¿Quieres eso? ¿Deseas darle a
probar de su propia medicina?».
Algo dentro de mí se revuelve. Me grita que acepte, me implora que le diga que sí que
quiero venganza, que quiero justicia. ¿Pero acaso es la venganza justicia? ¿Acaso no seré yo
igual que ellos si acepto su propuesta?
—No quiero venganza… quiero paz… —digo, todavía algo insegura de mis palabras.
«Lo imaginaba, Carla…».
—¿Y ahora? —pregunto, mirando con atención la pantalla.
«Habla con tus padres. Cuéntales la verdad, diles lo que pasa. Lo entenderán. Pero
sobre todo recuerda que mereces vivir aunque haya gente que te diga lo contrario. Todos
somos importantes…».
—¿Quién eres?
«Alguien que quiere dejar de verte sufrir».
—¿Te conozco?
«No, pero yo a ti sí».
¿Quiere ayudarme a pesar de que no lo conozco? Siento como una profunda
curiosidad por esa persona surge en mi interior, reemplazando el miedo y la furia.
—¿Quién eres? —vuelvo a repetir, como si antes no hubiera escuchado su pregunta.
«Cada día desde que empezamos el instituto cogemos el mismo camino en la misma
dirección. Te llevo observando desde entonces. Siempre has estado sola, por eso me fijé en ti».
—¿Cómo te llamas? —digo, y no puedo evitar pensar que le estoy hablando a unas
simples palabras.
«Lucas. Tengo tu edad y no vamos al mismo instituto, pero sí que tomamos el mismo
camino a casa. Si te preguntas por cómo he entrado en tu ordenador… Bueno, creo que eso
podrían explicártelo tus padres… Llegaran dentro de unos tres o cuatro minutos, Carla».
Me quedo sin aire y, asustada, me levanto de golpe.
—¿Mis padres… ellos? ¿Cómo…?
«Estaba cansado de verte así, Carla. Yo también sufrí acoso escolar. Hace dos semanas
te seguí y esperé a que uno de tus padres saliese de tu casa. Les conté lo que sabía, que no era
mucho, y ellos confirmaron mis sospechas. Decían que cambiaste radicalmente al entrar al
instituto y… Bueno, ya te imaginas. Espero que no estés enfadada, me recordaste demasiado a
mí mismo y… tuve que ayudarte».
Mientras leo sus palabras, un enorme sentimiento de cariño hacia el chico me llena el
pecho. Si todo el mundo estuviera dispuesto a ayudar a los demás cuando fuera necesario, ni
yo ni el resto de chicos que sufrimos acoso llegaríamos a la idea del suicidio como mejor
opción. No, nunca lo es. Siempre, por muy escondida que pueda estar, hay otra solución.
Siempre, por muy distante que nos parezca, hay “Luz”.
—¿Podré conocerte, Lucas? —le pregunto, con un esbozo de sonrisa en los labios.
Sonreír… Llevo siglos sin hacerlo, casi me duele.
«Puede…»
La pantalla se funde en negro de pronto y tengo el presentimiento de que se ha ido…
No tengo tiempo de pensar en lo que eso significa, pues enseguida escucho los apresurados
pasos de mis padres por el pasillo. Respiro hondo, me pongo en pie y me giro hacia la puerta.
Los espero.
—¡Carla! —chilla mi padre al entrar.
Por un segundo creo que va a darme una bofetada como castigo por lo que casi hago,
pero, en lugar de gritarme o de reprenderme, me abraza. Me abraza con fuerza y mientras lo
hace siento su colonia y su barba me hace cosquillas en el rostro. ¿No es extraño el
sentimiento de protección que sentimos en los brazos de nuestros padres?
—Hija… —susurra mi madre y aparta a mi padre para abrazarme ella.
Respiro su perfume y dejo que me acaricie el cabello. Siento cómo las lágrimas
comienzan a caer por mi rostro, pero sonrío. ¿Ha acabado la pesadilla?
—Lo siento… —digo solamente, pero no son necesarias más palabras.
—Todo ha acabado, Carla. Te lo prometemos —dice mi madre, separándose de mí un
instante para mirarme a los ojos.
Las siguientes horas se resumen en una cosa: mi historia. Empecé desde el principio,
desde la primera vez. Luego, cronológicamente, conté el resto. No obvie detalle. Lo dije todo. Y
una vez que comencé a hablar no pude parar. También me regañaron por no confiar en ellos, y
yo no me excusé de ninguna manera. Tras mi historia, me hablaron de Lucas.
Me contaron que los había abordado desesperado hacía dos semanas.
—Creo que su hija quiere suicidarse, por favor deben hacer algo —les había dicho,
cuando ambos habían bajado para irse al trabajo.
Desde aquel momento, mis padres y el chico habían comenzado a “trabajar” juntos.
Descubrí, que por la mañana al irme yo al instituto, habían instalado una micro-cámara en la
estantería de mi cuarto y unos micrófonos, por lo cual Lucas podía verme y escucharme.
Habían decidido que fuera el chico el que me sacase la verdad, porque no lo conocía. También
comprendí que en ningún momento él había tenido control sobre los electrodomésticos de la
casa y que la puerta la habían bloqueado ellos mismos. Así, lo que al principio había sido una
historia sacada de un libro de misterio comenzaba a quedarse en… ¿la realidad?
No, para nada. Esto no es la realidad. La realidad son los suicidios por culpa del bulling,
la realidad son esas muertes evitables. Mi historia es solo un caso excepcional con un final
feliz. Verdaderamente, no hay finales felices.
Lo reconozco al instante. Lo veo en sus ojos, en su mirada, en su rostro… ¿Puedes
reconocer a alguien que jamás has visto? Porque ese chico que me mira desde una esquina es
Lucas. Lo siento en el corazón.
—Hola —le digo cuando me paro a pocos pasos de él.
No me contesta enseguida, segundos que tomo para examinarlo. Es alto, no muy
delgado ni muy atractivo, lleva unas gafas de pasta negra, tiene el pelo castaño y corto y los
ojos grises. Seguramente, pasa bastante desapercibido en su instituto… No es nadie del otro
mundo, al menos para los demás.
—Hola, Carla —dice e imagino sus palabras escritas en el ordenador.
—Gracias —susurro.
Antes de que ninguno de los dos pueda añadir algo, lo abrazo con fuerza. Él,
tembloroso, me lo devuelve.
Yo he sobrevivido, pero quizás él o ella no lo haga…
Habla por los que no tienen fuerza para hacerlo, quizás logres salvarlos.