2006-La Escuela y La Vida

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Libro para la vida

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  • Aura Lpez

    L A E S C U E L A Y L A V I D A

    C R N I C A S

  • 2Primera edicin 5.000 ejemplares Medelln, enero del 2006

    Edita: FUNDACIN CONFIAR Calle 52 No 49-40 Piso 3 Tel: 571 84 84 Ext. 145 Medelln [email protected] www.confiar.com.co

    ISBN: 958-33-8717-7

    Diseo e Impresin: Pregn Ltda., Medelln

    Este libro no tiene valor comercial y es de distribucin gratuita

  • 3PresentacinLas cartillas del Ministerio ....................... 9La fiesta de los libros ................................. 13Historias de nios ..................................... 17Educacin: feminino-masculino .............. 21Los nios acusan ....................................... 25Por una escuela abierta ............................. 29All arriba, los libros ................................. 33El conocimiento cerebral .......................... 37De la educacin ......................................... 41La escuela mixta ........................................ 45Notas de una maestra ............................... 51La potrera .................................................. 59Nios y monstruos ................................... 63

    ndice

  • 4Los nios pobres ....................................... 67La escuela y la vida ................................... 71La escuela pobre ........................................ 75Alejandro,un nio insoportable ............... 79El mundialen La Alfonso Lpez ............... 85Los nios de Vueltecitas ........................ 89Escuela libre ............................................... 93El recreo ..................................................... 97Marianeli ................................................... 101Los nios primero ..................................... 105En la biblioteca .......................................... 109lex ............................................................ 113Jos Dolores ............................................... 117La escuela del barrio .................................. 123La escuela de medialuna ........................... 127Oliva .......................................................... 131Estiven tiene miedo .................................. 135

  • 5La letra no se puede quedar cautiva en el libro, necesita tambin ser

    sembrada en la vida, en la mente y en el corazn de los hombres,

    en corporal vibracin y entendimiento.Gonzalo Arango

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  • 7Presentacin

    Con el poder del corazn, sin fiebres ni proclamas, con calma pero con fuerza, Au-ra Lpez, escribe estas crnicas, reunidas en una seleccin que hemos titulado La Escuela y la vida. Una serie de pasajes, casi fotogrfi-cos, que dan cuenta de las tristezas y alegras, de las dolorosas experiencias y por fortuna en otras, dulces vivencias, de nios y nias, que an viviendo en una Ciudad que pregona su progreso, los margina de las ms mnimas po-sibilidades de dignidad y desarrollo.

    Historias sin fecha, pero dolorosamente vigentes y precisamente por ello ms cuestio-nables. Testimonio de soledades, de abando-nos, de una sordera generalizada, una suma de incoherencias y de absurdos, un cmulo de impotencias que angustian y que desdicen del deber ser de la educacin, como alternati-va de crecimiento personal y colectivo, como

  • fundamento para el avance social y cultural de una sociedad.

    Crnicas que generan desazn, que pro-vocan rabia por ser ciertas, que comprome-ten por su cercana, porque hablan de nues-tros nios, de las calles y los barrios que habi-tan, rostros conocidos, pero que acaso hemos mirado, maestros que aceptamos con resigna-cin y un sistema educativo que con dema-siada frecuencia, renuncia a su ideal de for-mar seres humanos sensibles, conscientes de su realidad y capaces de transformarla.

    La Escuela es el tema y los nios sus pro-tagonistas, pero cualquier otro podra ser el escenario y los actores, porque es la vida la que se relata en cada crnica.

    De lo que se trata, en ltimas es de impul-sar una revolucin, porque: Si alguna revo-lucin requiere la educacin, afirma William Ospina pienso que es la revo lucin de la ale-gra que les confiera a los procesos educati-vos su radical condicin de aventura apasio-nada, de expedicin excitante, de juego y de fiesta.

  • 9Elena dicta clases a 200 alumnos distri-buidos en cuatro grupos, en un Liceo que al-berga a 900 muchachos y muchachas, que vi-ven en uno de los ms populosos barrios de la ciudad, hijos de obre ros, de venteros am-bulantes, de trabajadores ocasionales, de mo-distas y sirvientas, muchas de cu yas familias viven de un salario mnimo, siendo excepcio-nales los casos en que sus ingresos superan de algn modo esa cifra. De 52 fichas de alumnos revisadas recientemente por Elena y sus com-paeros, re sult que 20 padres de familia es-taban desempleados.

    Elena no conoce a sus alumnos por sus nombres, y difcilmente puede entablar con algunos de ellos una relacin personal, por fuera de las exigencias mnimas de las ma-terias que dicta, no slo por la cantidad de alumnos, sino por la desconfianza originada en ellos mismos en virtud de vidas familia-

    Las cartillas del Ministerio

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    res marcadas por el hacinamiento, el hambre, la violencia, la ausencia de servicios esencia-les y las carencias de toda ndole. La di ferencia abismal entre las cosas que ella debe ensear y la realidad econmica y social de sus alumnos, golpea la mente de Elena y convierte su oficio en una tarea abru madora, en sentimiento de impo tencia y frustracin.

    Dentro del programa de ciencias natu-rales, por ejemplo, y median te vistosas car-teleras, los alumnos aprenden el valor de los alimentos y la necesidad de ingerir pesca-do, carne, queso, mantequilla, verdu ras, etc., y se les habla de lo que constituye una die-ta correctamen te balanceada. Pero ocurre que ellos no han visto jams esos ali mentos en el plato de sus comidas, y les resultan posibles slo como forma o imagen retratada en el ma-terial de enseanza del Liceo, o como simple idea abstracta, lo cual, en el caso de la alimen-tacin, se convierte para el alumno pobre en una contradiccin dramtica. Elena, cons-ciente de que la solu cin no es quemar todas las lmi nas donde aparezca un pan o un pes-cado, comenta la necesidad de que nadie, den-tro de la sociedad, tenga que verse privado de estos elementos por razones econmi cas, pe-ro tal planteamiento parece salirse de nues-tros programas edu cativos y se dice de l que propicia la inconformidad.

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    Una tarde, siguiendo su libreto, Elena de-be hablar a sus alumnos de la familia: Pap es un hombre bueno y responsable, que trabaja todo el da y que vuelve cansado al hogar, don-de lo espera mam, dulce y serena, y le sirve la comida, se renen con los hijos, y luego ca-da uno se acuesta a dormir pl cidamente. La gua del programa habla de sala, saln, dormi-torio unipersonal, dos baos, comedor, cocina y patio. Los alumnos es cuchan ausentes. Uno de ellos, ofuscado, dice que todo eso es menti-ra, que su padre le pega a su mam, que aho-ra mismo anda sin trabajo, que l hace ms de un ao que no se habla con el hermano mayor y que la familia vive en dos piezas estrechas, donde no hay agua sino un rato por la maa-na, como en todo el barrio. Los dems com-paeros agregan cada uno sus propios datos, la clase se vuelve tensa y difcil, Elena se sien-te aver gonzada, y el retrato de familia con pa-p y mam elaborado por el Ministerio, pare-ce romperse en aicos ah mismo, en un rin-cn del saln de clase.

    El rendimiento acadmico, es bajsimo. De un grupo de 52 alum nos, slo tres ganaron el semestre pasado, y las voces cuerdas del Li-ceo hablan de que los estudiantes no quieren estudiar. Obsesionados por las notas, muchos maestros no ven el trasfondo social de ese ren-dimiento y parecen ignorar que la mayora de

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    las muchachas llegan fatigadas a clase pues han debido trabajar antes en los oficios do-msticos y en la atencin a los her manos me-nores, mientras sus madres se alquilan como sirvientas o costureras; que ms de la mitad de los alumnos slo hacen una co mida diaria, de baja calidad; que casi nadie tiene con qu comprar textos de estudio, lo cual ha obli gado a los maestros a elaborar re smenes de las ma-terias y dictarlos en clase; que la violencia y la agre sividad entre los alumnos es ape nas pro-longacin de la violencia que padecen en ho-gares inestables, vctimas del hacinamiento y la in comodidad, carentes de las cosas ms ele-mentales.

    El 20 de julio, en un acto cvico que el Li-ceo celebr para exaltar el concepto de Patria, Elena mir uno a uno los rostros sin nombre de sus alumnos, habitantes de la otra ciudad, ciudadanos del otro pas, y se pregunt, an-gustiada, de cul Patria habra de hablarles, y resolvi que slo podran hablar de una Patria Posible, porque en sayar bellas palabras sobre la de ellos, la de ahora, resultara tan falso y tan lejano como la casa con patio y el almuer-zo con pescado de las cartillas del Ministerio.

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    Los nios y ni as del quinto de prima-ria del Colegio Carlos Alberto Calde rn, de la vere da El Llano, en San Cristbal, madru-garon ms que otros das, excitados y felices termi nando los pre parativos para recibir a su grupo amigo del colegio Paulo VI del barrio Popular. Esta visita, que se da tambin entre otros grupos de 34 instituciones educativas de la ciu dad, es parte del Juego Literario, even-to anual programado por el Servicio mvil de promocin de la lectura, que depende del De-partamento de bibliotecas y casas de la cultu-ra de La Secretara de Educacin municipal. Concebido desde la lectura, el even to reivin-dica y subraya el carcter ldico del libro, que permite a nios y jvenes su aproximacin por fuera de mecanismos convencionales.

    Sin conocerse todava personal mente, los alumnos y alumnas de dos instituciones de-nominadas hermanas dentro del juego, se

    La fiesta de los libros

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    han escrito cartas, se han llamado por tel-fono y han hecho mutuos comentarios acer-ca de los libros ledos desde el comienzo del cer tamen, que este ao escogi a la escritora brasilea Ana Mara Machado, autora de va-rios cuen tos y pequeas novelas para nios y adolescentes. El ejercicio episto lar, previo a los encuentros perso nales, crea ese clima de expectati va y de emocin que se adverta en el colegio de El Llano, y que es apenas un ejem-plo de lo que sucede en cada uno de los gru-pos par ticipantes. De prisa, un pequeo gru-po de nios y nias, ensayan por ltima vez la dramatizacin del cuento Ah pajarita, si yo pu diera..., Jorge, quien hizo de rey, consigui una sotana blanca con el sacerdote que oficia en la capilla contigua al colegio, y una coro-na de cartn forrada en papel platea do, que encontr por ah en algn rincn. Willinton, el capataz, hizo l mismo un ingenioso traje de pa pel peridico y un enorme som brero de cartulina; Marlon, el ba rn, se las arregl con unas medias veladas, una pantaloneta brillan-te, enresortada, y una boina roja; y Jenny, la pajarita, lo pareca de verdad bajo sus alitas de tela.

    Alguien anunci a los gritos que haban llegado los visitantes, y ni os y nias salta-ron el muro del patio, las escalas, el quicio, y llega ron en el momento en que sus invi tados

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    se bajaban del bus. Un poco tmidos en el pri-mer momento, mezclados despus, hubo sa-ludos, abrazos, identificaciones, y una ale gre reunin en el saln de actos, con danzas, po-rristas, palabras de bien venida. Se hicieron pe-queos rega los de tarjetas, sealadores, mensa-jes de paz, y flores cultivadas en las hermosas parcelas en cuyas casas viven los nios anfi-triones.

    Esta es apenas una de las cosas que suce-den durante los tres me ses que dura el Jue-go Literario, en las distintas escuelas y cole-gios escogidos. La esencia del evento lo cons-tituye la lectura de los libros del autor selec-cionado, esta vez ms de diez ttulos que han susci tado charlas, comentarios, varia das ac-tividades a partir de los dis tintos temas, co-mo viajes imagina rios alrededor del mundo en el globo de la Abuelita aventurera, o fabrica-cin de monstruos, anima les diversos, unicor-nios, en los ms sencillos materiales, o colo-ridos di bujos, trovas, adivinanzas, msca ras, disfraces, todo inspirado en las historias le-das. La lectura est en el centro de la fiesta, y es de su en canto y de su magia de donde surge y se propaga toda la inago table imaginacin de los lectores. Nada es impuesto o exigido, y aunque profesores y profesoras acompaados de los promotores del Servido mvil se encar-gan de echar a andar el mecanismo del jue-

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    go, desde el momento en que ste llega a las manos de los estu diantes, cobra una dinmi-ca de tanta riqueza, que se desborda ms all de lo esperado.

    Todo cabe en el Juego Literario: la histo-ria, la geografa, los viajes, la naturaleza, la msica, el teatro, sien do los mismos lectores quienes en cuentran, desde los libros, afinida-des diversas. A partir de todo esto, uno pien-sa si talvez la escuela, como estamento, no de-bera sacudirse de cierto aire a veces demasia-do for mal, y cuestionar algunos sntomas de inmovilidad, de rigor y severi dad que pueden ser paralizantes. Un deseo de que algo del es-pritu del juego literario se quedar a vi vir en las aulas, para siempre.

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    Sentados en el piso, en el pequeo saln de la escuela, excitados y bulliciosos, nios y nias se acomodan despus de empujarse unos a otros y de disputar lo que cada quien considera que es el mejor sitio, casi siempre el que otro ha escogido antes, aunque no tenga nada de privilegiado. Lo cierto es que todos quieren acercarse lo ms posible y mirar las ilustraciones del libro, algo que les atrae de un modo obsesivo y que implica mostrarlas una por una antes de la lectura para comenzarla slo cuando todos hayan calmado su curiosi-dad. Bajo el influjo de las primeras palabras de relato, se produce una especie de arrobamien-to, una entrega ntima, desatada por la m-sica de las palabras y que logra crear ese ins-tante mgico, como de desprendimiento de la realidad, que les permite viajar desde lo imagi-nario hacia quin sabe qu regiones ignoradas, envueltas en atmsferas que no pueden ser

    Historias de nios

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    traducidas o explicadas porque forman par-te de ese secreto lugar de la sangre en el que la infancia deposita, a veces, su cuota de eterni-dad: Las grandes ventanas de mbar del pa-lacio de la sirenita estaban abiertas y los pe-ces entraban nadando, igual que en nuestras casas entran las golondrinas cuando abrimos las ventanas, y los peces se acercaban hasta las princesitas, coman de su mano y se de-jaban acariciar. Cuando termina el cuen-to, algo impalpable toca los rostros absortos, que parecen regresar de aquellas regiones, de aquello soado.

    Ahora cada uno toma un libro en sus ma-nos, y se acomodan en sus pupitres a hojear-los. Se trata de nios y nias que empiezan a familiarizarse con letras y slabas, lo que les permite entender que aquellas hermosas his-torias provienen de esos signos que ellos mis-mos descifrarn un da. La mayora se dedican a mirar una a una en silencio las ilustraciones, mientras otros, con aires de suficiencia, hacen como que leen en voz alta, sealando con el dedo los renglones y pasando las pginas con seriedad, con el ademn de quien posee la cla-ve de aquellos signos. Ynatan, sin levantar los ojos de la pgina, dice: El caballo se fue y les dijo no lo maten llvenlo a comer maz y el otro caballo dijo no lo dejen ir solo porque lo matan pero el caballo blanco lo mat y di-

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    jo por favor no maten a la mariposa no la ma-ten. Jnifer, pegada de su libro, hace un mo-hn y empieza: Un ratoncito que tena mu-cha hambre y dijo llveme a comer queso y la mam le dijo no lo llevo porque lo pisa un ca-rro. Yeison pide que lo escuchen, busca una de las pginas de su libro y entona la voz: La abuelita estaba durmiendo y los nios se pu-sieron a rezar dios mo danos arroz y papas para la comida. Ahora todos quieren leer sus historias, que surgen atropelladamente: Este seor se fue para el centro, se choc y se mat. Un nio estaba disparando y pum sonaron los disparos. La mam est peinan-do a la nia y le puso la media pantaln pe-ro vinieron de la fiscala a quitrsela porque la encierra en la pieza cuando se va a trabajar. Esta seora no tuvo nios no tuvo ni un so-lo nio y es que el esposo la dej y se fue con otra mujer y por eso no tuvieron nios....

    La profesora sugiere que cuenten histo-rias de la casa, de los vecinos, de los amigos. Elisa es la primera en hablar: Mi papito fue al cementerio y all estaban enterrando a un se-or que mataron y hubo una pelea y en la pe-lea el seor muerto se cay de la caja. Nstor: Mi pap y mi mam tambin pelean mi pap le quebr a mi mam una ua y un dedo. Vi-viana: En la televisin mostraron tres muer-tos. Karen, interrumpiendo: No tres muer-

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    tos no, mos traron noventa muertos. Alexn-der: Mi hermanito es muy plaga le ech al otro hermanito agua hirvien do en la barri-ga.... Armando, que ha estado dibujan do en un rincn, interrumpe sonriente y muestra una hoja de papel con el dibujo de la sirenita, recostada contra una roca en medio del mar, su hermosa cola de todos los colores, adorna-da con conchas marinas. Ha completado el paisaje con nubes y sol, y algo que parece un pjaro en lo alto del cielo.

    Tanta dolorosa ternura al mirarlos, y un deseo sbito de encerrarlos a todos en un so-lo abrazo y deshacer, en ese abrazo, este nu-do de lgrimas.

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    En una crnica reciente publica da por el peridico El Tiempo, su autor, Carlos D-guer, se refiere al estudio que la Universidad Cen tral realiz durante tres aos en 25 cole-gios mixtos de Bogot, y que revela que las alumnas estn condicionadas a papeles secun-darios dentro de la vida acadmi ca y social de las instituciones, mientras los varones son los pro tagonistas de actividades y even tos diver-sos. El tema reviste gran importancia, ya que permite in dagar si realmente la escuela cum-ple con la tarea de eliminar barre ras culturales que impiden a las mujeres, desde la infancia, asu mirse como personas dotadas de aptitu-des indiscriminadas, pero que una falaz con-cepcin de la idea de gnero considera exclusi-vas de un solo sexo, invocando, incluso, fac-tores de orden biol gico, lo que visto desde la pers pectiva masculina, afecta tambin a los nios, aunque son las nias las que resultan

    Educacin: feminino-masculino

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    desfavorecidas ya que se les asignan los roles ms insignificantes.

    Resulta preocupante el hecho de que, con-quistado el modelo de escuela mixta, algo que pare ca imposible hace algunos aos, no se ha-ya producido aquello que debera ser su con-secuencia pri mera, es decir, un plano de igual-dad entre hombres y mujeres que les permi-tiera convivir den tro de un mutuo espritu de com paeros. Con muy escasas excep ciones, el estamento educativo refuerza y tolera ese abismo entre los comportamientos de uno y otro gnero y hasta lo justifica, esgrimien-do una supuesta pre ocupacin por la forma-cin de las nias. Como respondiendo a ese empeo, Freddy, de ocho aos, durante una conversacin en la escuela, tild de marima-cho a Liliana, quien estudi all hasta el ao pasado y pateaba el baln y se meta al equi-po de hombres en los partidos de mi croftbol. Con aires de machista prematuro, agreg que las muje res no servan para esas cosas y que si juegan al ftbol es por eso, porque son ma-rimachos. Las ni as, a su alrededor, estuvie-ron de acuerdo con l. Saben, sienten, que pa-ra ellas se hicieron las ron das, y el salto de la cuerda.

    En las pausas de recreacin, cuando nios y nias se renen a decir adivinanzas o chis-tes, la pa labra es de ellos. Si acaso alguna nia

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    se decide a participar, lo hace turbada, vacilan-te. De ellos es tambin la cancha de ftbol y esa delicia del bao en las duchas despus de sudar al sol. Lo que para algunos puede ser un detalle trivial, es sinembargo, una mues tra de ese proceso al cual se refie re la investigacin de la Universi dad Central, y que va sembran-do en el inconsciente de las nias, la idea de que hay cosas de las cua les slo pueden disfru-tar los ni os y que a ellas no les estn permi-tidas. La consecuencia fa tal es que al ser acep-tadas desde la niez esas diferencias de con-ducta, se convierten necesaria mente, con el paso de los aos, en modos de vida inheren-tes a la condicin femenina.

    En la secundaria, el problema se agudiza y persisten las formas de exclusin y aparta-miento, con el agravante, sealado en el in-forme de El Tiempo, de que profesoras y pro-fesores estimu lan la diferenciacin entre alum-nos: en ellos, los aciertos son fruto de su in-teligencia; en ellas, de su esfuerzo. Podra decirse que el nico punto de encuentro en-tre ellos y ellas se da en el terreno de la sexua-lidad, pero como el piso de un aprecio mu tuo o de una igualdad de opcio nes est deteriora-do, la relacin ertica carga con la herencia de antiguos esquemas de domina cin, priva-da de una convivencia igualitaria. Tanto en primaria como en secundaria, los alumnos

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    mantienen relaciones amorosas con sus com-paeras, pero no las toleran en el juego ni en el grupo de estudio y se refieren a las muje-res, en sus conversaciones, con trminos de-nigrantes. Lo masculino y lo femenino separa-do desde la raz, por muros que la educacin mixta no ha logrado derribar. O quizs es que nunca lo ha intentado.

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    La reunin tiene lugar en un pequeo sa-ln cerca a la biblioteca, donde usualmente se discuten temas relacionados con la lectura en la escuela. Y aunque ese solo enunciado indica que el asunto toca a profesores y alumnos, es costumbre genera lizada el que sean los adul-tos quienes participan en las discusiones, fi-jando sus propios puntos de vista, pero ha-blando tambin por los nios y los adolescen-tes, sin reconocerles a ellos una voz propia, algo que se da con frecuencia, no slo en el caso de un tema especfico, como ste, sino en la generalidad de los asuntos domsticos o escola res. Es como si se diera por sentado que opinar no forma parte de sus derechos.

    En ese sentido, esta reunin resulta ins-lita, pues nios y nias estudiantes de prima-ria en diversas entidades educativas, han sido invitados a compartir una charla acerca del papel de la escuela en la prctica de la lectura.

    Los nios acusan

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    El encargado de la introduccin hace un bre-ve comentario en el cual seala que es preci-samente la infancia la poca durante la cual se est ms sometido a las imposiciones de los adultos, que deciden por el nio o la nia an en asuntos tan personales como el vestido o el corte de pelo, los juegos, los pequeos gustos. Quera, con esto, demostrar cmo el acceso a la lectura les permite a esos nios una cierta autonoma, liberndose un poco de la depen-dencia de los mayores y encontrando en los libros aquellos cmplices con quienes pue-den compartir sueos y aventuras. Invitados a opinar acerca de la validez de estas aprecia-ciones, los nios y nias asistentes tomaron la palabra; con expresiones firmes y vehemen-tes, se fueron apartando del tema de la lectu-ra para referirse a situaciones injustas prota-gonizadas por algunos profesores y profeso-ras. Mauricio, el primero en hablar, dice con su entonada voz de nio lector: En mi escue-la le dicen anormal al nio que habla mucho y pregunta mucho, cuando lo anormal es que uno est por ah, callado y quieto. Casi todos los nios somos hiperactivos y eso no es una enfermedad. Luego interviene Diego, lucien-do su sonrisa alegre y generosa: En el cole-gio nos dicen que podemos quejarnos cuan-do algn profesor comete una injusticia, pero si l sabe que uno se quej, le dice por ejem-

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    plo: con sta no me quedo, o cosas as. Hace un gesto gracioso y todos se ren. Gina, muy seria y aplomada, dice que su maestra encar-ga al nio ms formal de anotar los nombres de quienes se manejan mal mientras ella sa-le. Y agrega con tristeza: pero los necios le pegan al formal en el recreo. Alexnder inte-rrumpe para contar que en media clase un ni-o chifl muy duro y cuando la profesora pre-gunt quin haba sido, nadie contest: La profesora castig a todos los del rincn don-de se sinti el chiflido, hasta a los que no sa-ben chiflar.

    En tono dramtico, Jnifer cuenta que la profesora de espaol le hizo repetir quin-ce veces el anlisis de un libro ledo. Confie-sa que le cogi pavor a la materia de espaol y la perdi. Ahora detesto el espaol y odio el colegio. Las voces se multiplican en segui-da. Los nios hablan de profesores que les lan-zan pedazos de tiza a la cabeza, que les tiran de las orejas o de las patillas; que los amena-zan con malas notas si se quejan. Muchos les ponen sobrenombres a algunos alumnos y se burlan de ellos delante de los dems. Tras las voces infantiles, se dibuja un clima turbio de chantajes, amenazas, arbitrariedades y malos ejemplos.

    Un nio que haba guardado silencio, ha-bl con ternura de su maestro: Lo llamamos

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    el profesor Tolis, nos quiere mucho, se sienta a conversar con nosotros y compartimos mu-chas cosas. Yo quisiera que todos los profeso-res fueran tan chveres como l.

    Es cierto: existen tambin profesores To-lis.

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    Dentro de los errores y caren cias que ago-bian a nuestro sistema educa tivo, el de su re-lacin con aquellas actividades consideradas como no acadmicas, reviste caractersticas preocupantes que merecen anlisis serios y crtica a fondo, ya que, bien sea porque di-chas actividades no existen en muchos casos, o por la idea equivocada que de ellas se tiene, se da una mutila cin espiritual, algo as como si a los alumnos les fuesen cercenados aque-llos instrumentos mediante los cuales pudie-sen aproximarse al mundo a travs de los sen-tidos; porque la relacin con la belleza y lla-memos as a todas las formas del arte o de la literatura, y a la contemplacin de la natura-leza, ha de tener como punto inicial, pa-ra que sea perdurable, la sensualidad, ejercida por fuera de los cnones tradicionales de un pnsum. Pero es esa precisamen te, la pregun-ta que debe ser formulada a la escuela, acerca

    Por una escuela abierta

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    de qu espacio le entrega a los sentidos y a la mirada artstica, a la potica del conocimien-to. No estamos hablando de graduar msicos, o escritores, o pintores. Se trata de algo mucho ms trascendente, como que toca con la for-macin del gusto, con la apreciacin de lo be-llo y con la adquisicin de un sentido de lo es-ttico, elementos que deben ser incorporados al mecanismo docente mediante ex presiones libres, sin ataduras convencionales.

    En la mayora de nuestras instituciones se les llama estticas o artsticas a aque-llas reas que brindan una aproximacin, po-bre en general, hacia esas for mas que, precisa-mente por salirse de lo estrictamen te acad-mico, son relegadas a un plano inferior den tro de la escala organizativa y consideradas como material de relleno, o descartadas y califica-das como prdida de tiempo. Casi siempre la concepcin de lo artstico se limita a las ma-nualidades o al dibujo como tareas impuestas y calificadas, lo que implica un recorte a la ex-presin espontnea del alumno y un travesa-o en el camino de la imaginacin, que produ-ce ese desfase entre la escuela y la pedagoga, del cual son vctimas maestro y alumno. Elisa, absorta y aplicada, dibuja un gran sol rojo que ocupa todo el trozo de cartulina; lo muestra a la profesora, quien despus de mirarlo extra-ada, exclama: Pero cmo se te ocurre pin-

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    tar un sol rojo, si el sol es amarillo?. Ha ha-blado la norma: el sol es amarillo. La nia mi-ra desconsolada a su hermoso sol rojo. Siente que se ha equivocado y hasta pensar que de-be ser cuidadosa en el futuro y que pregunta-r a los adultos de qu color son las cosas, an-tes de decidir se a pintarlas. No sabremos nun-ca cunto de aquel impulso, de aquel hermoso incendio de su sol, de aquel gusto rellenando el espacio con la crayola roja, qued mutilado y marchito. Mnimos instan tes del da, en los cuales la escuela asfixia el sueo y le pone gri-lletes a la imaginacin.

    El ejemplo de Elisa es apenas una pequea chispa de alarma que da cuenta de una escuela sepultada en el fondo de las aulas, a la que le convendra salir, airearse, zafarse de ataduras y permitirles a maestros y alumnos mirar ms all de los muros, llenarse de colores, de soni-dos, agarrar el mundo que palpita ms all. Y no llevar cuader nos de tareas, ni planilla de ob-jetivos y de logros, ni libreta de calificaciones. No es posible calificar las sensaciones que de-rivan del canto de los pjaros del Jardn Bot-nico, de los colores de los cuadros del museo, de la msica de los violines del concier to, de la lluvia, del sol, del poema. Y sin embargo, cun-ta escuela vivida, cunto mundo perdurable.

    Si a la escuela se le permitiera saltar el muro...

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    La ciudad, la de aqu abajo, en cierra, en-tre otros, el peligro de recortar la mirada del habitan te, de achatarla, reducindola al espa-cio que le marcan unos muros invisibles. Al transitar, parecemos aceptar esos lmites y creemos que esa es la ciu dad. Nos permi-timos, si acaso, imaginar que algo o alguien existe all, en aquellos apeus cados extra-muros, que ni si quiera se ven como prolon-gacin del entrama do urbano, sino ms bien como un cuerpo extra o, adherido a los bor-des de la metrpoli. De ah la sorpresa que se experimenta cuando, traspa sado el poderoso muro invisible, unos ojos asom brados descu-bren que loma arriba, montaa arriba, preca-riamente, pero de manera real y concreta, hay remedos de calles y aceras, esqui nas y quicios, casas de inverosmil arquitectura, tiendas, ca-fs y pequeos antejardines floreci dos. Hom-bres, mujeres y nios, van de un lado a otro

    All arriba, los libros

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    araando la altura, dando presencia y forma al barrio, un barrio que ms que construi do, parece haber sido amasado.

    Casi alcanzado ya el filo de la montaa, a siglos de distancia de la ciudad de abajo, apa-rece un terrapln, labrado no se sabe cmo, e instala da sobre el terrapln, amplia, hermosa y senci lla, una escuela: la escuela de La Pra-dera. A manera de imponente palco, desde el patio de entrada se ve, lejana e irreconcilia-ble, la urbe amurallada. Al entrar, un clido ambiente de tableros y pupitres, dibujos en los muros, carte leras vistosas, y el ir y venir de las profesoras que han concertado una re-unin con padres y ma dres de los alumnos. Se escuchan risas, comen tarios, saludos, y se percibe la sensacin de relaciones afectuosas, un inters general que parece ligar desde den-tro a quienes comparten los asuntos propios de la comunidad.

    En la biblioteca se rene un grupo de mu-jeres pertenecientes al programa de Canas-tas viaje ras, creado y desarrollado por el De-partamento de bibliotecas y Casas de la cul-tura del Muni cipio de Medelln, y que for-man parte de un proceso de incitacin a la lectura en las escuelas pblicas. Las asisten-tes son madres de familia encargadas de reci-bir, administrar e intercam biar los libros que, transportados en canastas, llegan a las escue-

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    las desde la sede del programa. Cada madre re-cibe un nmero determinado de libros, los lle-va a su casa, y los entrega en prs tamo a ni-os y nias vecinos, quienes, una vez ledos, los devuelven y los cambian por otros. Las canastas son sustituidas peridicamente pa-ra renovar su contenido. En esta promocin de la lectura, las mujeres han encontrado una activi dad dignificante que establece entre los miem bros de las familias, nuevas relaciones, desper tando curiosidad entre nios y adultos y crean do nuevos lazos entre el vecindario. En algunas casas, los nios y nias se renen en las escalas mientras uno de ellos lee para el grupo el libro que acaba de retirar. En las va-caciones, un nio propuso a sus primos, que viven en otro barrio, venir a su casa por unos das a leer. Agotaron la canasta viajera de su cuadra. Georgina, encarga da de una canasta, lee en su casa para cuatro nietos y varios ve-cinos. Cuando me duelen los ojos, descanso un ratico, dice. En las casas donde se admi-nistran las canastas, no faltan a toda hora ni-os y nias que tocan a la puerta solicitando el prstamo de un libro. La lectura se ha con-vertido en una diversin colectiva.

    En alegre tumulto a la puerta de la bibliote-ca de la escuela, las mujeres reciben sus canas-tas de libros que viajarn de mano en mano, de casa en casa, calle abajo, montaa abajo.

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    El grupo llega por la maana, a la puerta del mu seo. Son cuarenta jvenes, alumnos de secunda ria de un liceo de la ciudad, acompa-ados de su profesor de artsticas. Aunque es una de las muchas visitas que la institucin recibe como parte de su actividad cotidiana, no puede negar se que son los estudiantes los que despiertan una mayor curiosidad e inte-rs, pues constitu yen en gran medida, ese p-blico del cual se es pera que las impresiones re-cibidas lleguen a ser perdurables y se convier-tan en parte de una for macin espiritual que bien puede tener ah, en aquellas salas y en aquel claustro, su origen, su momento inicial. Y adems, porque es tan her moso ver cmo los museos que prefieren a los nios y a los j-venes parecen sacudirse de ese polvo histri-co que los asimila a un fro santua rio inacce-sible. Tal vez haya en esto mucho de roman-ticismo, pero es cierto que sin la presen cia de

    El conocimiento cerebral

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    la gente nueva, el destino de un museo sera apenas, el de languidecer y morir. Sobre todo, morir en vida, lo que constituye la ms triste de las muertes.

    Ya reunidos en las gradas de entrada, se escu chan las palabras del profesor, que sue-nan como si hicieran aicos aquellos pensa-mientos, aque lla ilusin suscitada por los j-venes rostros de los visitantes. Con voz au-toritaria, y mientras pide a gritos silencio, se dirige al grupo, que ms pare ce un rebao con-forme, y les recuerda que de ben prestar mu-cha atencin a aquello que mi ren, pues al final de la visita debern responder el cuestionario que se les entregar. Con sospe chosa manse-dumbre, que al fondo no es otra cosa que desi-dia y pereza, y una cierta indolen cia como de quien espera con resignacin el mo mento en el cual todo aquello pasar pronto, los mu-chachos, acosados por la noticia del profesor en el sentido de que disponen de poco tiem-po para la visita, ingresan apurados a las sa-las y pa san de un cuadro a otro, mirando sin ver, sin que se perciba en el aire del recinto al-gn hlito de emocin. Slo se escucha la mo-ntona voz del profesor cuando cita nombres y fechas o ensaya alguna frase ostentosa, de esas que pululan alre dedor del tema de la pin-tura, y que sin expresar ninguna idea intere-sante, ni mucho menos dar noticia de un en-

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    cuentro gozoso, le enrostran al otro su condi-cin de ignorante, del que no sabe, del que no entiende, y que por eso, por no saber ni entender, se refugia en la apata y en la indiferencia. Cuando termina el lnguido re-corrido, el profesor reparte entre sus alumnos un cuestionario de diez preguntas que debe-rn absolver como tarea y como nota de final de ao. Algunos ejemplos de este cuestiona-rio, ponen de manifiesto la nocin que se tie-ne en general acerca de algo que llamaramos, irnicamente, apreciacin del arte. Se pre-gunta, por ejem plo, en dicho cuestionario, el nombre de cada una de las salas del museo y la poca a la cual corresponden las obras all exhibidas; las biografas de Fernando Botero, Francisco A. Cano y Pedro Nel Gmez; tcni-ca y materiales usados por Marco Tobn Me-ja; fecha de fundacin del museo; fecha de nacimiento de Dbora Arango, y otros datos similares.

    El anterior es apenas un ejemplo de la ac-titud del estamento educativo, que contina privilegiando el dato y la ancdota, e ignoran-do el ingrediente del gusto o del disgusto, el de la emocin y el del papel de los sentidos, no slo en la relacin con el arte, sino tambin con las diversas manifestaciones de la ciencia, la literatura o la tcnica. Parece como si slo se pensara en la erudicin, esa manifestacin su-

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    perficial, propia de una cultura de crucigrama, del llamado cono cimiento cerebral, sin ancla-je en la pasin inves tigadora, en la aproxima-cin entusiasta a un des cubrimiento que sea fruto de la curiosidad, de la lectura, de la mira-da. Pero slo cuentan fechas, nombres, cifras. De ah el vaco espiritual. Y el letargo mortal en que se hunde la curiosidad.

    Despertar de ese letargo, es la obligacin apremiante de una escuela nueva, escuela que slo puede darse si hunde sus races en el pro-pio corazn del maestro. Es l quien puede derretir, as sea parcialmente, desde su pro-pio desempe o, el hielo mortal de un siste-ma equivocado.

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    Diana es una joven maestra de nios y lo es porque desde siempre pens que sera her-mosa la experiencia de conocerlos mejor, de relacio narse con ellos de una manera digna y de acompaarlos en el proceso de su creci-miento y de su instalacin en el mundo. Ha reflexionado mucho acerca del problema del nio en un mundo de adultos; ha comparado las opiniones de quienes estudian el compor-tamiento infantil y la manera como el medio familiar y social determina conductas y mo-dos que se prolongan en el tiempo y que con-figuran muchos de los rasgos personales del adulto.

    Diana respeta a los nios y a las nias con quienes alterna en su oficio de maestra, evi-tando de paso caer en la idealizacin, en la nocin romntica de que son seres angelica-les ante quienes debemos prosternarnos, alela-dos; o en aquella otra idea que los califica gra-

    De la educacin

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    ciosamente como locos bajitos o enanos, y que no es otra cosa que la actitud ambiva-lente de los adultos, mezcla de chiste y des-dn, aparente simpata y menosprecio. En re-sumen, esa idea de que el nio es apenas un adulto en miniatura, un bonsai con quien re-sulta divertido jugar y a quien podemos, de paso, manipular a nuestro antojo. Diana res-peta a los nios y les reconoce su dignidad de personas, lo que implica que ellos, a su vez, la respetan, libres de temores, presiones o ame-nazas.

    Dentro de ese mutuo respeto, ha surgi-do una relacin enriquecedora y una manera de asomarse al mundo con ojos curiosos, des-prevenidos y transparentes. Y se da, en conse-cuencia, una disciplina natural, espont nea. Con Diana, el saln de clase no es un ruti-nario lugar de lecciones recitadas y ejercicios montonos. La vida de los alumnos transcu-rre casi siempre al aire libre, pues salen a ca-minar, a mirar las plantas y los rboles, a ob-servar la ciudad, sus calles, sus lugares, los ros-tros de sus transen tes. Deja que los nios se ensucien de tierra, que gocen con un cho-rro de agua, que corran por el prado y pue-dan asombrarse ante un pjaro que vuela, an-te una nube detenida en el firmamento. Que miren la lluvia y la sientan, que se tiendan al sol. Conversan entre todos acerca de las co-

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    sas que ven y de otras cosas secretas que los nios, por lo general, no acostumbran contar a los adultos. Les lee hermosas historias que ellos escuchan extasiados y absuelve, sin pre-tensiones, interrogantes que van surgiendo de la conversacin, del proceso mismo de una re-lacin aparta da de lo convencional. Los alum-nos de Diana saben que existe la injusticia, la pobreza, el crimen, pero saben tambin de la belleza y de la alegra. Los conocimientos for-males, las materias de estudio, han ido sur-giendo de modo armnico en la medida de las relaciones de cada nio con el mundo, evitan-do as una enseanza de cartilla o de simple memorizacin.

    Invitados a una reunin informal, con motivo de las vacaciones de fin de ao, algu-nos padres y madres de estos nios se mostra-ron descontentos porque, entre otras cosas, no leen de corrido, como s lo hacen otros de su misma edad a quien ellos conocen; o que no estn lo suficientemente bien en matem-ticas. Una madre declar que en lugar de es-tar perdiendo el tiempo, quera ver a su hi-jo cuaderno en mano, dedicado a sus tareas, si es que en verdad queremos que lleguen a ser alguien en la vida. Incapaces de valorar una educacin humanista, abierta e inteligen-te, en la cual conocimiento y espritu armoni-cen paralelamente, piensan slo en la libreta

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    de calificaciones. Quieren ver nmeros, cifras halagadoras, como si se tratara de un balan-ce de empresa o de los resultados de su inver-sin. Sin embargo, uno sabe que algo de Dia-na se ha quedado en el alma de estos nios. Algo hermoso y perdurable.

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    Teresa y Sonia hablan apasionada mente de su oficio de maestras. Am bas son claras, inteligentes, crticas, y su posicin les permi-te confrontar a diario sus propias ideas con las re alidades familiares y culturales de sus alum-nos, en ese recargado microcosmos de la es-cuela, que re sume todas las carencias, todas las limitaciones, las ansias y las frustra ciones que la sociedad alimenta en el corazn de los alumnos, y que pro longa, dentro de su mar-co, los me canismos que preservan, y an justi-fican, el mantenimiento de un orden cultural recortado y mezquino.

    Ir a la escuela, asumir el derecho a apren-der, forma parte en nuestro pas, de esa larga lista de batallas co tidianas, casi siempre an-nimas, que la gran mayora de los indivi duos libran a diario como parte de su dura lucha por la vida. Para la mujer la gran rezagada de la Historia la lucha ha sido an ms di-fcil, y mientras el acceso del hombre al estu-

    La escuela mixta

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    dio ha estado siempre determinado por meros factores econmicos, ella ha tenido que opo-nerse, adems, a los factores de tipo cultural que le niegan, en nombre de su condicin de mujer, la necesidad de instruirse.

    Teresa y Sonia son hijas y nietas de esa le-gin de mujeres que, para afir mar su derecho a estudiar, tuvieron que oponerse a sus padres y a sus confesores, a sus vecinos y a sus ami-gos, desafiar nociones arraiga das como creen-cia popular, ideas que llegaron a convertirse en ageros, sentimientos que tenan fuertes tintes religiosos y polticos y ribetes morales que, a personas de poco temple, las llevaron a renun ciar y a claudicar. A principios de siglo, en un pueblo cualquiera de Colombia, ante la idea revoluciona ria de fundar un colegio pa-ra muje res, y ante la posibilidad de que las hi-jas de familia cambiaran sus ta reas domsti-cas por el estudio, el padre, aterrado y furioso, pregunta ba qu tenan las mujeres que apren-der fuera del hogar, y agregaba que slo sal-dran para el colegio por en cima de su cad-ver. Claro que sa lieron, y no fue necesario sal-tar por sobre ningn cadver, pero si por sobre el muro de los prejuicios fami liares y sociales que todava per sisten, y que se manifiestan, en muchos casos, de maneras ms suti les y aparentemente menos violen tas, pero igual-mente discriminato rias.

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    Teresa y Sonia ejercen su magisterio en instituciones de enseanza mixta, modalidad que pretende borrar fronteras determinadas por el sexo, y que constituye conquista inne-gable en una sociedad cuyo aparato educati-vo ha llegado, inclusive, a re forzar las exigen-cias del pnsum masculino, y a ser benvolo e in dulgente con la instruccin imparti da a las mujeres, aceptando que en las reas cien-tficas e investigativas, no hay que esperar de ellas los resul tados que en cambio se esperan del alumno varn.

    Estas maestras confrontan a diario que tanto la primaria como el Liceo, ambos de orientacin mixta, pro longan y preservan des-de su inte rior, la discriminacin que tal orien-tacin pretende borrar. Todo all si gue obe-deciendo a patrones mascu linos y femeninos. Sonia insina que los nios del tercero de pri-maria de ben aprender a arreglar su propia ro-pa y a colaborar en las tareas do msticas del hogar, y sufre la arre metida de profesores y directores, y su insinuacin genera, casi, el es-cndalo. Hay trabajos manuales pa ra nias y trabajos manuales para muchachos: las nias hacen figuri tas de plastilina, los nios pueden labrar un pedazo de madera con una navaja, o ensayar algo de car pintera. El deporte es la gran barrera: las nias practican gimnasia rt-mica, los nios patean el baln. Una de las ni-

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    as quiere ser portera en un equipo de ftbol y toda la clase suelta la carcajada, mientras el director pone cara de reproche y a So nia se le hace un nudo en la garganta. A las nias se les pide cuidar su vocabulario, mientras los mu-chachos hacen alarde de un lenguaje suelto, y hay en ellos cierto gesto de prepotencia cuan-do miran de reojo a ver qu impresin han causado en las nias las palabras que ellos s pueden pronunciar.

    En el Liceo existe una Coordinadora Fe-menina, que cita a reuniones peridicas pa-ra explicar a las alumnas lo que debe ser su comportamiento dentro del establecimiento, subra yando as el hecho de que las mucha-chas constituyen un grupo di ferenciado den-tro de las relaciones mixtas. Teresa se altera cuando en la reunin de profesores alguien su-giere que a las muchachas se les prohba fu-mar porque se ve muy feo ese espectculo en los corredores de un claustro estudiantil. A las alumnas se les repite que deben vigilar sus ademanes, vestirse discretamente, y evitar to-do gesto que propicie en los muchachos algu-na conducta irrespetuosa. Se les recuerda que, al fin y al cabo, ellos son hombres y no hay que culparlos, ya que actan incita dos por las mujeres. Uno de los alumnos, el ms joven de la clase, se neg a ingresar a un grupo de traba-jo porque estaba conformado por mujeres y,

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    segn sus propias palabras, l no iba a permi-tir que de pronto ellas lo superaran. No estaba haciendo otra cosa que ser consecuente con lo que en el Liceo se practica para mantener el enfrenta miento entre hombres y mujeres.

    Desde dentro del problema, Teresa y So-nia saben que no basta el rtulo de Educacin Mixta pegado en la puerta de las escuelas, mientras permanezcan sin cuestionar los fac-tores sociales de discriminacin de la mujer. Pero saben tambin que el propio esfuerzo de cIaridad, arrastra la cIaridad de los dems. Es, precisamente, lo que ellas estn haciendo.

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    Agosto. Miro a Sandra, tan bella, tan apasionada en sus gestos, en sus palabras, en sus expresiones. Parece a veces como si el mundo le cupiera entre los brazos, y otras, en cambio, se le ve derrumbada, sumida en un mutismo extrao, doloroso. No olvido el da en que lleg remitida por el Hogar especial, cmo se peg de mi cuerpo, como que riendo meterse dentro de m. Al poco rato, ya estaba contn dome que andaba buscando a su ma-m, pero que no la encontraba por ninguna parte, y que aunque preguntaba por ah, don-de supona que estara, nadie le daba razn de ella. Fue as como supe de su obsesin, del tema casi perma nente de sus conversaciones. Alguien allegado al Hogar dice que la madre abandon a Sandra cuando tena tres meses de edad, y que le dice mam a una de las en-cargadas de la vigilancia. A m me ha dicho, emocionada: ya tengo mam. Y yo, para no

    Notas de una maestra

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    alimentar en ella esa ficcin, le he dicho que esa no es su mam y que por lo tanto no po-dra tenerla para siempre. Sandra llora y me mira con sus her mosos ojos, y dice, empeci-nada: Esa s es mi mam.

    Me duele que el castigo por sus neceda-des en el Hogar sea privarla de venir a la es-cuela. Rebelde, es la acusacin ms frecuen-te que le hacen all. Es cierto: Sandra es rebel-de. Pero yo me pregunto si la rebelda de un nio debe ser considerada como falta, y casti-gada. Valdra la pena pregun tar a los adultos qu significa para ellos ser rebelde. Aqu mis-mo, en la escuela, y supongo que mucho me-nos all, en el Hogar especial, Sandra nunca aparece como si tuviera la razn; siempre hay alguien que le grita que est equivoca da, que se calle, que no discuta, que respete. Los ma-yores se sienten irrespetados cuando un nio los contradice o los cuestiona, y Sandra, preci-samente Sandra, lleva nueve aos oponindo-se, tratando de encontrar una verdad, su ver-dad, preguntndose quin es y por qu otros, ajenos e insensi bles, le decretan hogar, casti-go, modales, conductas. A mi lado se sosiega, se transforma por un momento, apacigua da, y me abraza y me besa con el mismo mpetu con el que pelea. Yo me quedo en ese mar de ternura que ella propo ne. Pero me siento im-potente para salvarla.

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    Salvarla de qu, de quines? No slo de aquellos que la castigan, negndole, por ejem-plo, el derecho a baarse, sino de ese pasado brumoso que la envuelve. Con aire de secre-to, sus compaeros cuentan que se ha esca-pado de varios internados. Una nia expli-ca, con mucha seriedad, que lo hace para bus-car a su mam. Tengo la sensacin de que, por el momento, yo soy esa madre que busca. Y me asusto. Dice en el recreo, refirindose a m: Yo s que la profe vive en Buenos Aires y me voy un da de stos, tocando de puerta en puerta hasta que la encuentre. No le bas-ta verme ah, en la escuela. Lo que quiere es buscarme y no encontrarme.

    Detallo su hermoso rostro, su pelo en des-orden sobre la frente, una leve cicatriz en el la-bio, su gesto altivo y dulce al mismo tiempo, y esa manera que tiene de querer a sus com-paeras a los gritos, a las risas. La veo pose-da por un de seo insaciable de tener amigas, de quererlas y ser querida por ellas, de que le escuchen ese amasijo de realidad y fic cin del que est hecha su vida, tan corta y tan larga, tan dolorosamente larga.

    Septiembre. Hace dos semanas que San-dra no viene a la escuela. Quiero ir al Hogar, hablar por ella, traerla. Qu dir? Que es in-teligente, que le gusta estudiar, que aprende con facilidad, que la atormenta el miedo a fa-

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    llar, que escon de sus temores y los tapa con gritos y reclamos; que es dul ce y violenta, tier-na y apasionada. Y que se busca a s mis ma cuando busca a su madre, pero no encuentra a ninguna de las dos. Me dirn que est cas-tigada por rebelde y me hablarn de normas, estatutos, disciplina, principios, sancio nes. Ni una pizca de ternura. La imagino con ganas de agre dir, de cobrar en los dems su inmensa, su infinita frustra cin. El ltimo da que nos vi-mos me busc temprano, como siempre, en la cocina, antes de empezar las clases. Estaba triste y me dijo: Creo que me van a echar.... Qu poca cosa me parece este amor que le ten-go, intil para sacarla de su abismo. Quin responder por Sandra cuando se hunda defi-nitivamente? Nadie me contesta...

    FabinLleg a la escuela remitido por uno de esos

    Hogares de apoyo que asumen, de modo pre-cario, la proteccin de ni os lanzados a un mundo de carencias, olvidos, atropellos, des-esperanzas y sinsabores surgidos no slo de conflictos colectivos ms notorios, producto de una violencia generali zada, sino de aque-lla que germina en ambientes familiares sig-nados por el abandono, el hambre, el hacina-miento, y la falta de mnimas oportunidades de subsistencia.

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    Lo que ms duele de Fabin, a sus diez aos de edad, es su cara de adulto decepciona-do, su mirada lejana y opa ca, esa distancia que lo separa de los dems, aun en los momentos de una aparente convivencia. Alto, espigado, moreno, la sonrisa parece ser algo difcil de su-ceder en su rostro, y a veces, cuando uno cree que va a producirse, se esfuma cerrando to-da posibilidad, toda ilusin de un gesto ami-gable.

    Comenz en el grupo de primero, pero no encontraba acomodo y se senta mal en-tre nios menores que l. Ayu dndole un po-co en prcticas de lectura y escritura, lo trasla-daron a segundo, pensando que pudiera ins-talarse en la es cuela de manera ms adecuada; sin embargo, persiste la tristeza, aunque des-de el primer da se advierte en l un es fuerzo por relacionarse con sus compaeros, esfuer-zo que se traduce en dolorosa torpeza cuando ensaya un gesto o intenta una palabra que se le ahoga antes de ser pronuncia da, y a la que le falta voz para nombrarla. Enmudece y vaci-la, y parece sumirse en una impotencia que le va creando graves defectos de pronunciacin y ese tono ronco, difcil, como salido de un po-zo profundo.

    Pero tambin, de repente, llega a la es-cuela contento, juega un rato con algunos de sus compaeros, y se piensa por un instante,

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    que va a producirse el milagro de una entre-ga, que ha llegado el momento de descargar aquel pesado y oscuro fardo de frustraciones escondidas tras ese rostro inescrutable. A ve-ces evoca brevemente el pueblo de donde vie-ne, dice su nombre, y economizando palabra por pala bra, casi letra por letra, alcanza a ha-blar de una calle entierrada y unos mucha-chos que pateaban el baln y no iban a la es-cuela. A sus ojos asoma entonces algo pareci-do a la nostalgia. Despus se hunde en gran-des silencios y le targos, durante los cuales no contesta a ninguna pregunta, a ninguna insi-nuacin. La profesora de grupo lo aborda con cario y le dice: Quiero ayudarte, Fabin, quiero que apren das a hablar, a cantar, pue-des decirme qu deseas, qu piensas. La res-puesta es un no quiero, seguido del silencio de su rostro de nio viejo. Bien sabe ella que Fabin sali de su casa huyendo de los maltra-tos de su madre, y que, golpea do desde siem-pre, han sido esos golpes los que apagaron su sonrisa y le echaron llave y candado a su ale-gra, los que ensombrecieron su rostro infan-til y siguen frustrando todo in tento de aproxi-marse a los dems.

    Uno de estos das sucedi algo que pa-reca, otra vez, el milagro: vio a su profeso-ra a travs de la reja de entrada, corri hacia ella y se ech en sus brazos, apretndola. Pero

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    cuando not que otras profesoras la acompa-aban, se zaf, mir con resentimiento a su alrededor, y dijo, mirndolas fi jamente: no me gustan las mujeres. Sin embargo, en cla-se se sienta al lado de Sandra y la mira dulce-mente, como cu brindola con su mirada. Los hermosos ojos de Sandra le responden, y algo entre ambos parece tejer un momento de ter-nura, cuyo lenguaje slo ellos descifran en si-lencio. Tam bin apareci un da con un nio de su edad. Venan toma dos de la mano, y al llegar, Fabin se adelant y le dijo, son riendo, a la profesora: es mi hermanito. Se trata de un nio de una escuela vecina, con quien co-incide a veces. A l le debe su sonrisa y ese ges-to de orgullo al llamarlo hermanito.

    Durante uno de los ejercicios de nivela-cin, su maestra se empea, insiste, inven-ta para l modos, gestos, se hace la disgusta-da porque no ha trado la tarea, y le reclama: Pero entonces, qu es lo que traes, Fabin?. l abre el puo de su mano y lo adelanta ha-cia ella. Ah, guardado, un confite de men-ta envuelto en papel brillante. La maestra ve transcu rrir ntegra la infancia de Fabin du-rante aquellos segundos, y piensa que el dolo-roso silencio de su sonrisa lo exime de todas las tareas, de todos los reclamos.

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  • 59

    La neblina asciende, temprano, desde el can, y en vuelve las montaas y desdibuja los rboles de lado y lado de la carretera. De repente, en la altura, el sol desgarra de un so-lo tajo aquella gasa, y las manchas plateadas de los yarumos relumbran entre el bosque tu-pido. Todava ms alta, en la ladera sembra-da de pltano y caf, est la escuelita de La Potrera, dos pequeos salones y un corredor, el jardn de dalias, mermeladas y sanjuaqui-nes, y aquella deslum brante vista hacia los pi-cos y los lomos de montaas que parecen ms bien una exageracin del paisaje. Resulta co-sa de milagro encontrar all tablero, tiza, ma-pa de Colombia, libros, cuadernos, pupitres; y dos maestras de mirada trans parente y son-risa dulce y serena. Y un grupo de nios y ni-as alegres y festivos, que revolotean en el ca-mino de tierra colorada que da acceso a la es- cuela.

    La potrera

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    All siempre hay risas y abrazos, y alguna historia que contar, alguna noticia de aquel pequeo mundo tan lejano. Nos reunimos semanalmente, y la maana es una fiesta al-rededor de los libros que sacamos de la ca-ja viajera, pe quea biblioteca porttil que se cuelga de la pared, y cuyos entrepaos son gruesos bolsillos que albergan aquellos ob-jetos fascinantes, convertidos como por arte de magia, en cautivadoras historias que los ni-os escuchan arrobados. Cuando hace buen tiempo, bajamos hasta el plan con la pe quea biblioteca en hombros, enrollada. La desdo-blamos sobre la manga, y despus de sacar su libro cada uno se instala donde mejor le pa-rezca. En pocos minutos, el lugar se llena de murmullos, de sonidos, de palabras apenas de-letreadas, y parece como si al aire libre, bajo el sol, los libros cobraran nuevos y ms vivos colores. Alguien pide que lea mos otra vez El gigante egosta, y se forma una pequea rue-da para escucharlo. Higinio, de 25 aos, ma-yordomo en una finca vecina, asiste a la es-cuela alternando de modo natural con los ni-os, y parece sorberse el relato letra por letra. Cuando termina la lectura, dice que sinti ga-nas de llorar.

    Desde el plan se ve, envuelta en brumas, la ancha y lejana franja del Cauca. Nios y ni-as disfrutan sealando sus casas encarama-

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    das en las faldas, entre los platanales. En las mangas de abajo hay pomos, casi amarillos de tantas frutas. Guardamos los libros y decidi-mos bajar hasta el po mar, dejando resguarda-da la caja viajera. Todos corren y se trepan a los rboles y ni siquiera se advierten sus figu-ras entre el follaje, apenas se escuchan gritos y risas. Nos harta mos de pomas, y quedan to-dava para llevar a la escuela. Regresamos su-dorosos y agitados. En el saln encontramos a Leidy, con su rostro ensombrecido, que cu-bre con sus dos manos. Uno de los nios ex-plica, afanado: es que le mata ron al herma-no, en Medelln. Y otro nio interrumpe y agre ga: es que el hermano viva en Medelln, y como all matan tanta gente.... Una nia completa la historia: a la mam le avisaron ayer y se fue para all, y sali en la televisin, don Martn la vio y dijo que estaba llorando, sali por las noticias.

    Las pomas estn sobre la mesa. Parece co-mo si las palabras, todas las palabras, se hu-biesen acabado de re pente.

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  • 63

    Sentados en rueda debajo del nico r-bol que hay en la manga, las nias y nios de la pequea escuela, celebran con bullas y ri-sas esta maana de sol. Han llegado hasta all saltando, empujando, corriendo, arrastrn-dose por la suave pendiente, como querien-do atrapar ese aire tibiecito y pasar lo de un cuerpo a otro cuerpo, en un bao de luz co-lectivo. Todo porque durante la semana pasa-da el sol haba sido apenas una leve rasgadu-ra en el velo impenetrable de la neblina, y a las fras y oscuras maanas sucedieron tardes y noches lluviosas que convirtieron en pan-taneros los peque os patios de tierra pisada, los estrechos caminos, las mo destas huertas de cebolla y habichuela.

    Uno de los nios pregunt si podamos leer algn libro de espantos o de monstruos. Todos aplaudieron la idea y Elisa fue hasta la escuela a buscar el libro pues en los que tena-

    Nios y monstruos

  • 64

    mos a mano no haba nada escalofriante. Re-gres con un pequeo libro de Ana Mara Ma-chado, El domador de monstruos, que aunque no result todo lo horripilante que el grupo deseaba, al menos estaba lleno de ilustracio-nes de monstruos, lo que le permiti ser acep-tado de buen grado, bajo la promesa, sin em-bargo, de que la prxima vez bus caramos al-go ms monstruoso, como por ejemplo, dijo Yeison, el hombre sin cabeza que se le apare-ca por la no che a Juan sin miedo. El domador de monstruos cuenta la historia de Sergio, un nio que antes de dormirse se puso a mirar las figuras que aparecan en la pared de su cuar-to, y que no eran otra cosa que sombras pro-yectadas a travs de la ventana por las ramas de los rboles al ser movidas por el viento. Pe-ro l pens, con horror, que se trataba de un terri ble monstruo que se retorca y que ame-nazaba con devorar lo. Para dominar su mie-do, Sergio, con los ojos cerrados, amenazaba al monstruo de la pared dicindole que llama-ra a otro monstruo ms feo para que lo asus-tara y se fuera, pero al abrirlos de nuevo, en-contraba ah a una criatura an ms mons-truosa. Sergio decidi burlarse de l riendo a car cajadas, con una risa tan estridente, que acab por espan tarlo. Desaparecido el mons-truo de la pared, el nio se dur mi plcida-mente y so con divertidos, alegres, gracio-

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    sos e inofensivos monstruos de todos los co-lores.

    El libro pasa de mano en mano y se es-cuchan excla maciones de asombro, mientras muchos dedos sealan aquellas seis lenguas, aquellas siete colas, esas espantosas ocho jo-robas, nueve piernas, cinco ombligos, las te-rribles garras. Se da entre todos algo as como un banquete de pa vor que los asusta y los di-vierte. dison ha permanecido un poco apar-te del grupo y dice, de repente, que de noche lo asustan las matas de pltano que hay al pie de su casa y que se ven como un hombre mon-tado sobre un caballo. Bibiana lo interrumpe y cuenta que por las noches se sienten ruidos de cosas que caen al techo de su casa y que su mam dice que son las brujas que andan por ah asustando. Leidy cuenta que cuando su ta sale de noche a lavar los trastos en la po-ceta, ve un bulto blanco que viene de debajo del churimo y camina por la falda. Alexnder y Rbinson, que son veci nos, dicen que por las noches, en el cafetal, se oyen ruidos extra-os y las voces de los difuntos que andan re-corriendo las fincas; Sandra ha visto al diablo en la pared de su pieza, junto a la cmoda, y Wilmar al jinete sin cabeza, en su caba llo blanco, sobre la chamba, junto al corral. Mi-lena oye can tar por las noches al pjaro sin-fn y le da miedo porque anun cia la muerte

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    de alguien. Mayeli interrumpe y recuerda que la vspera de la muerte de su to se escuch el sinfn a media noche; Yohana cuenta de una bruja muy necia que molesta a su mam y le saca al patio, de noche, las ollas y los platos. Todos conocen seoras a quienes los duendes les han es condido sus bebs en la huerta, y sa-ben de caballos que amanecen con las crines y las colas trenzadas por las brujas.

    Las historias se atropellan, mezcladas, de regreso a la escuela. De pronto, Yovani se de-tiene, alza sus brazos im poniendo silencio, y dice en tono de caricatura, imitando al gn discurso solemne, que ni l, ni su pap, ni su mam han visto espantos, porque ninguno en la familia es miedoso. Yo me ro de los espan-tos, agreg con un gracioso tono fantas mal y remat con una enorme carcajada, ruidosa, prolonga da, que desat a su vez otras risas no menos estruendosas. Tantas risas desatadas, que pareca un conjuro espanta monstruos.

    Ya en el saln, todava con restos de risas, Daniel, el ms pequeo, se acerca y me dice casi en secreto: Cuando mataron a Mundo, all, a la vuelta, donde est la cruz, yo le vi los pies y me dio mucho miedo. Todava me da miedo. Yo lo quera mucho. Puede que se me quite el miedo, pero la tris teza no. A sus nue-ve aos, Daniel ya sabe de monstruos que no pueden ser domados.

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    Han llegado desde una de esas lomas dis-tantes, desde el sitio donde la ciudad se vis-lumbra como un espejismo, un reflejo difuso e inasible de calles apenas imaginadas y perfi-les de edificios casi fantasmales perdidos en la distancia. Los nios con sus sencillos delan-talcitos azules, las nias con sus falditas pli-sadas, revelan, desde la primera mirada, que se mueven en ese mundo turbio de la escasez, de los zapa tos que aprietan hasta romperse, de la comida que no quita el hambre.

    Limpios y alegres han bajado al centro en un grupo diri gido por la maestra de la pe-quea escuela, como una forma de recreacin que para ellos resulta una aventura extraordi-naria. Al bajarse del bus del barrio que los de-j en la esquina de la avenida, todos miran deslumbrados hacia arriba, hacia esos edificios que ahora aparecen ante sus ojos, reales, ver-daderos. Suben en gozosos saltos las gradas

    Los nios pobres

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    del edificio de la Cmara de Comercio, don-de estn invitados a escuchar durante un ra-to la lectura de cuentos: Simbad el marino, Ca-perucita roja, La nia de nieve, Blancanieves, Los tres ositos. (iToda una fiesta!).

    Pero la entrada se retrasa porque el grupo ha descu bierto la maravilla de las escalas co-mo primer escenario de su propia diversin. Nios y nias se despliegan en un aba nico ruidoso y gil, subiendo y bajando los am-plios escalo nes que van desde la acera hasta la gran puerta de ingreso; revolotean entre risas y empujones, atisbando quin llega ms r-pido, aprovechando cada milmetro de aquel espacio como si se tratara de un parque de atracciones mecnicas. Slo la huraa voz de la maestra los sac a la fuerza de aquella de-licia que uno hubiese querido prolongar, as fuese necesario dejar para otro da la historia de los tres ositos.

    Y no pararon all los maravillosos descu-brimientos de los nios pobres, porque a la vista del ancho corredor de granito reluciente, cada uno tom impulso patinando a su mane-ra, salvando a grandes trechos el trayecto ha-cia los as censores. Y como en esos lugares de fantasa, donde se pasa de una a otra experien-cia con velocidad de vrtigo, la puerta mgica se abri, dejando salir de aquel hueco miste-rioso a algunas personas, para cerrarse de nue-

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    vo como si fuese la cueva de AI Bab. El bu-llicio fue sustituido por un silencio de asom-bro y fascinacin, dicha y temor, que ilumin an ms aquellas miradas tan limpias y trans-parentes, que suscit instintivamente la nece-sidad de pegarse el uno del otro, como si ca-da pequeo cuerpo fuese incapaz de afrontar solo tanta emocin. Dividido en tres tandas, el grupo lleg arriba entre murmullos y ex-clamaciones. Alguien sinti un fro en el est-mago, alguien crey que volaba, alguien pen-s que bamos en un cohete. Y luego, a travs de los amplios ventanales del saln de lectu-ra, un nuevo asombro: mirar desde arriba las montaas, los altos edificios, los automviles empacados piso por piso en un parqueadero prximo. Al darse cuenta de que el piso del sa-ln estaba forrado en algo suave y mullido, to-dos rodaron dichosos sobre el tapete, pegan-do sus cuerpos con fruicin contra aquella fel-pa provocativa. Acostados es cucharon absor-tos la lectura y luego cantaron una hermosa cancin de despedida.

    Tanta frescura y tanta conmovedora es-pontaneidad en aquellos gestos. Pero tambin cuntas carencias revelan y cun alejados del mundo mantiene a estos nios la hipocre sa de la ciudad.

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    La escuela y la vida

    La escuela queda all, alta, muy alta. Desde la esquina se ve lejos, muy lejos, la ciudad con las siluetas de sus edifi cios recortadas en el con-traluz de la maana como una ex traa visin, un algo distante e inasible que parece disolver-se en un difuso velo de neblina. Ya prximas las vacaciones, la escuela vive un clima de pre-mura, y nios y nias se des bordan en juegos ruidosos, y corren, excitados y alegres, dentro de esa cierta indisciplina reconfortante, que suscita alegra en un grupo humano someti-do a serias dificultades econmicas y sociales. Uno se pregunta de dnde surge tanta voca-cin para el goce sencillo, de qu riqueza inte-rior brota la limpieza de sus miradas, de qu est hecha su sonrisa que sobrevive a dificul-tades y adversidades. Sujetos de vio lencias y de privaciones, de incierto futuro y de riesgo-so pre sente, hay, sin embargo, en estos nios, una reserva de pu reza que no ha sido derrota-

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    da, cuando todo a su alrededor conspira para liquidarla. Pero resulta inevitable que en luga-res profundos de su alma, permanezcan agaza-pados los fan tasmas de la muerte, marcas in-delebles de aquello con que los ha sealado el dedo de la injusticia, la sombra del miedo.

    En clase, la maestra explica el sentido de algunos con ceptos como la alegra, la triste-za, la angustia. Escriben fra ses en el tablero, se hacen comentarios, y se les piden algu nos ejemplos de experiencias personales que de-ben anotar en sus cuadernos. stas son al-gunas respuestas: Alegra: cuando mi mam sali bien de la operacin de los ojos. Cuan-do bailo en la escuela. Cuando estoy en na-tacin. Cuando mi mam tuvo el beb. Tris-teza: cuando se muri mi papito, porque l fue el que me cri y todava tengo la tristeza. Cuan do mi mam se emborracha y nos grita a m y a mis herma nos. Cuando le pegan a mi hermano o cuando veo que le pegan a cual-quier nio en la calle. Preocupacin: yo tena una primita que cuando daban bala y no esta-ba en la casa, entonces alguno apareca muer-to y yo pensaba que era ella. Cuando mis her-manitos salen solos a la calle y de pronto se los roban. Cuando mi mam est en el traba-jo, pienso que est enferma o que de pronto se le viene la sangre. Angus tia: cuando la gen-te sale sin decirle a la mam y ella se an gustia.

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    Cuando mi mam se va para el centro. Cuan-do avi saron que mi hermano haba muerto. Cuando a mi mam le dan trago.

    Una de las nias propone dramatizar las situaciones, y rpidamente organiza los gru-pos que actuarn. Salen del sa ln a ponerse de acuerdo, hay carreras, murmullos, cuchi-cheos, y comienzan las representaciones. s-te es un ejem plo: un nio imita a alguien que va por la calle. De repente, dos nios que ha-cen gestos de dureza, lo asaltan. Lo inmovili-zan. Le registran los bolsillos, hacen como que sa can dinero. La vctima trata de defenderse. Lo tiran al suelo, lo golpean, hacen como que disparan. Queda tendido en el piso. Otros ni-os llegan, lo recogen, lo llevan hasta la mesa de la profesora; el que hace de mdico lo exa-mina. Dice: est muerto. Llega la madre, des-esperada, llora a los gritos sobre el cadver de su hijo y pregunta: Hijo mo, por qu te ma-taron?. Las otras dramatizaciones se refieren a un nio que sale a jugar en la calle y lo mata un carro; una madre que sale a trabajar y una mujer le roba su hijo; dos compa eros de cla-se que se golpean con dureza, pero terminan perdonndose. Al final, los actores se toman de las manos y toda la clase aplaude. Suena la campana para el recreo.

    Si uno pudiera espantar esa oscura som-bra que planea sobre sus vidas.

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    La escuela pobre

    Siempre que cae un aguacero fuerte, la escuela pobre amanece inundada. El agua se cuela por los huecos del te cho, rebosa los co-rredores y baja por las escalas hasta el patio de recreo. En los salones se forman grandes char-cos, y los pupitres, ya de por s muy deterio-rados, se entrapan. Ni os y nias echan ma-no de escobas y trapeadoras y chican el agua entre gritos y charlas, sacndole gozoso par-tido a una situacin que les permite no slo mojarse, lo que es ya una delicia, sino retra-sar un tanto el horario de las clases, algo que para muchos estudiantes reviste caractersti-cas de fiesta.

    La mayora de los nios de la escuela po-bre vienen de lejos, muchos de ellos transi-tando por calles sin pavimentar que se adivi-nan en sus zapatos embarrados. Muy pocos tie nen chaqueta o suter y el vestuario gene-ral consta de una o dos camisetas de franela

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    ordinaria y un bluyn que es nece sario cuidar para que resista el diario embate de juegos y andanzas. Los dibujos de la escuela pobre son, con raras excepciones, slo a lpiz, ya que po-seer una caja de colores constituye un verda-dero lujo. En medio de tantas carencias, sta de los colores duele ms, ya que pintar es una de las pasiones de la infancia, transmutada en lenguaje de viven cias, sueos y sensaciones. Sin su caja de colores, el nio de la escuela po-bre padece una frustracin amarga que la in-diferencia del sistema educativo no permite identificar ni valorar.

    Como parte de una mnima recreacin colectiva, la es cuela pobre organiza salidas al museo, al parque de diver siones, al Jardn Bo-tnico, pero muchos de esos programas deben ser cancelados porque los padres de los nios no tie nen con qu pagar el pasaje en bus des-de la escuela hasta el lugar escogido. Surge en-tonces la dolorosa alternativa de no llevar a ninguno o llevar slo a aquellos que pueden pa gar el pasaje, lo que convierte la salida en una cruel diferen ciacin. El gesto de los nios que se quedan en la escuela por falta del pasa-je es como una acusacin, y uno, el acusa do, siente el deseo de abrazarlos, de pedirles per-dn. De llorar.

    Pero es el hambre la peor mancha de la escuela pobre, porque marca a los nios des-

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    de el fondo mismo de su cuer po y de su esp-ritu, y los arrastra hacia otras pobrezas, ha-cia las otras miserias, sbitos dolores de cabe-za, silenciosos llan tos, irascibilidad frecuente, notoria dificultad de concentracin, mareos y desmayos en clase. Muchos llegan sin desa-yunar, muchos han tomado tan slo una ta-za de aguapanela. No hay almuerzo en sus ca-sas. Algunos padres afirman que la razn prin-cipal por la cual los han matriculado, es la de ase gurarles, al menos, el refrigerio que les sir-ven diariamente.

    Los profesores de la escuela pobre, testi-gos impotentes de esa pobreza que amarga diariamente su tarea escolar, organizan rifas y bazares y hasta hacen uno que otro chan-ce con el fin de colectar fondos para algunas celebraciones es peciales, como la fiesta del ni-o o el da de la madre. Pero el ltimo bazar fue un fracaso. Ni los sencillos comestibles, ni la ropa de segunda a precios nfimos, encon-traron comprado res. Un peluquero del barrio ofreci motilar gratis a los nios como anzue-lo para atraer visitantes. Las madres, aprove-chando la ocasin, hicieron motilar a sus hijos pero regresa ron a sus casas sin hacer ninguna compra. Padres y ma dres estn desempleados o desempean oficios ocasionales que slo les permiten ingresos precarios. Como los nios de la escuela pobre no pueden comprar los li-

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    bros de estudio, los profesores forman al co-mienzo del ao, con los padres de familia, un fondo modesto que les permite fotocopiarlos. Se privan pues, tambin, de esa sensacin de dignidad e importancia que confiere el libro a quien lo posee. Pero las carencias llegan has-ta muchos otros materiales indispensa bles: la escuela pobre tiene que conseguir escobas, pa-pel higinico, bombillos, tiza, y atender algu-nos daos menores de la planta fsica. Aun-que posee computador, que constitu ye uno de los placeres de los nios, no hay sin embar-go dinero para comprar programas.

    En reportajes, crnicas, entrevistas, de-claraciones, se habla de la importancia de la educacin, de las delicias de la lectura, de la cobertura escolar, de los nuevos sistemas pe-daggicos, de proyectos e informes volumino-sos y sesudos. Y se ilustran esas crnicas con las fotografas de nios feli ces en felices esce-narios escolares. Uno piensa, entonces, en la escuela pobre, que empaa y oscurece desde su cru da realidad el aprendido discurso tan le-jano e irreal.

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    Alejandro, un nio insoportable

    Desde el segundo piso escucho el sonido de la dulzaina que toca, en el quinto, Alejan-dro, y en el silencio de la maa na las notas improvisadas cobran bellos matices que le co-munican al ambiente del patio un aire encan-tador. El nio se ha quedado solo como to-dos los das y aquella msica in dica que ya se ha levantado, que sacar del termo el choco-late que ha dejado listo su mam antes de sa-lir para el traba jo, y que se servir su desayu-no mientras canta sol-solecito o imita los au-llidos del lobo o el pito del tren o la sirena de la polica, aprendidos en las pelculas de la te-levisin.

    Con frecuencia me trae su cuaderno de dibujo o las car tulinas donde ha pintado her-mosos rboles, flores exticas, tractomu-las, monstruos marinos, aviones sofisticados (con rayos infrarrojos, me explica), volcanes y montaas, y toda una zoologa fantstica de

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    extraas figuras que bautiza con nombres sin-gulares como Risonga, Barbarn, Priki, hacien-do de estos bautizos un divertido juego de imaginacin. Est acostumbrado a practicar otros juegos que ha ido adaptando no slo a la estrechez del apartamento, sino a la ausencia de compaeros, de ah que, por ejemplo, con una vieja pelo ta de tenis hace disparos rpidos contra la puerta, y vuela a atajar y me cuenta despus, dichoso, que se hizo dos o tres tapa-das excelentes; o juega partidas de billar con un contendor imaginario, utilizando bolas de cristal sobre una vieja caja. Con trozos de ma-dera arma metralletas, cmaras de televisin o cohetes, cuyas caractersticas explica deta-lladamente, insistiendo en las increbles pro-piedades de cada cosa.

    De la televisin ha tomado la mayora de los ingredien tes que conforman su conversa-cin y es all donde Alejandro se entera de to-da clase de acontecimientos: comenta el hu-racn Andrs, los asesinatos del da, la guerra del Golfo, y habla de los anillos de Saturno, del planeta Azul, de Don Quijote y Dulcinea, de las canciones de Xuxa o de las tortu gas Nin-ja. Imita pasos de tango o de flamenco, saltos de karate y de gimnasia, y nos remos cuando representa a un vaque ro del Oeste que camina paso a paso y que saca de repente sus pistolas y dispara de primero, antes de que su enemi-

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    go pueda reaccionar. Cuando me visita por las noches leemos cuentos y si hay luna llena ba-jamos al patio a mirar el cielo; toca la dulzai-na o me pide que le cuente cosas de mi infan-cia, de cmo era el pueblo donde nac y si te-na algn confi dente a quien contarle aque-llos secretos que las mams no deben conocer. Se refiere a secretos amorosos y evoca a Lina, la nia del vecindario, con quien aprendi a bailar lambada. Alejandro se recrea en la con-versacin; sus pala bras son fluidas, hermosas, justas, y frente a una respuesta que lo satis-face o a algn pequeo descubrimiento como la forma de una nube, una palabra nueva en el diccionario, o una cancin recin aprendi-da, se desborda en clidos abra zos que son el trasunto de su ternura, de una alegra que no ha sido derrotada por la soledad, ni por la nos-talgia de un saln de clase o de una maestra, y unos amigos con quie nes jugaba ftbol y una amiga, Cristina, de quien nada sabe ahora.

    Porque Alejandro no volvi a la escuela o, ms bien, la escuela se declara incapaz de en-tablar con l una relacin digna, ya que enre-dada en los funestos hilos de la norma, ha ter-minado por convertirse en una trampa mor-tal que se aho ga a s misma y ahoga, de paso, la posibilidad de ser dife rente, lo que en el len-guaje de la intransigencia equivale a ser anor-mal. Para encubrir su fracaso, la escuela acu-

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    de a un especialista y ste, en nombre de la ciencia, escribe en un papel la frmula salva-dora: pastillas que pondrn bajo control a los Alejandros que andan por ah perturbando la cordura de los adultos con sus preguntas in-cesantes, sus his torias fantsticas, sus impru-dentes aullidos de lobo, sus sal tos de a cuatro escalones, sus sueos de acrbatas o de cho-feres de tractomula o de tocadores de dulzai-na; o su im perdonable capricho de sentarse en el suelo en lugar de hacerla correctamente en el taburete. Nios sospechosos que deben ser separados del grupo y que resultan sealados, estigmatizados. Expulsados. O puestos para escarmiento, como el Alejandro de esta his-toria, fuera del saln de clase, junto a la puer-ta, con todo y pupitre: en la escuela pero sin escuela; en la clase pero sin maestro ni com-paeros. Solo, frente al rbol del patio que lo convida, que lo invita a trepar, para que com-plete as su culpa, su terrible culpa de nio in-soportable.

    Es cierto que la incomprensin no ha lo-grado empaar la limpia mirada de Alejan-dro, ni matar su curiosidad, ni opa car su ale-gra que persiste an en su condicin de nio soli tario. Pero nada sabemos acerca de las pro-fundas grietas, de las corrientes ocultas que la represin alimenta y mantie ne. De repente, mensajes, seales: tal vez esta negativa cie ga

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    a meterse en la cabeza que doce por cinco son sesenta, y esta pereza mortal de escribir en el cuaderno una palabra o una frase.

    La norma, insensible, deja as en el alma del nio su impronta de temor y de rechazo.

    Le permitir sobrevivir con solo sus sue-os?

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    El mundial en La Alfonso Lpez

    El jueves, desde las ocho de la maana, los nios y nias de la escuela especial Alfon-so Lpez se movan, agita dos y dichosos, pre-parando la ceremonia de inauguracin de su campeonato mundial de ftbol. En cada uno de los salones se adverta el ir y venir de bande-ras, pancartas, uni formes, balones, una exci-tacin que coronaba muchos das de entrena-miento, pero tambin de lecturas, de investiga-cin, de escritura, de trabajos manuales. To-do comenz cuan do alguien llev a la escuela el calendario oficial del Mundial de Francia, y las profesoras, testigos de la emocin colecti-va que el evento despierta entre los alumnos, idearon un pro yecto pedaggico que, apoya-do en la fascinacin del ftbol, incitara a los estudiantes a abordar ciertos conocimientos de modo ldico. Entre todos los equipos par-ticipantes se esco gieron ocho pases: Argenti-na, Brasil, Colombia, Espaa, Francia, Italia y

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    Mxico. No resulta difcil armar los equipos en una escuela en la cual patear el baln es un acto casi obsesivo. Pero no se trataba slo de jugar ftbol, de ah que cada saln se dedic a estudiar el pas escogido, dibujando su mapa, aprendiendo los nombres de sus ciudades, sus ros, su moneda, sus productos. Nios y nias fabricaron pequeas banderas, y cuando todo estuvo sabido, estudia do, ledo, conversado y dibujado, se fij la fecha de un certa men que inclua campeonato relmpago, con partidos de veinte minutos y seis jugadores por equi-po, cuyos integran tes llevaban en el pecho la bandera del pas respectivo.

    Entre vivas a los equipos, carreras y gritos, la escuela entera se reuni en el patio. Cada grupo llevaba adelante una cartelera con di-bujos, fotos, mapas. El patio se llen de ban-deritas, mientras, ya hecho el silencio, se es-cucharon los himnos de cada uno de los pa-ses escogidos, identificados por los nios en el mapa, y agregado, el descubrimiento de ma-res, costas, ros, continentes, desconocidos hasta ahora.

    Toda la escuela, 180 alumnos entre nios y nias, el director, las profesoras y el jefe de deportes, encargado del arbitraje de los parti-dos, se traslad a la cancha de micro ftbol, en un pequeo parque contiguo, que jvenes del ba rrio protegen. Comienza el campeonato y

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    se enfrentan Ale mania y Espaa. Las barras se instalan en el barranco que da a la cancha, y no dejan de gritar y de agitar las pequeas banderas. Se escuchan las voces incansables: papitas-fri tas-arroz-quemao-con-los-de-Es-paa-mucho-cuidao. Las gargantas se secan. La escena se repite en cada partido, duran-te toda la maana. El sol reverbera y las ba-rras no se rinden: queremos-goles-queremos-goles-queremos-goles. Pero Colombia sale eli-minado, no hay nada qu hacer. Es paa se corona campen en el partido contra Brasil, que se define por penaltis. Las voces infanti-les premian una jugada salvadora: mu-chas-gra-cias-por-ese-gol...! y el estribillo se repite hasta el agotamiento. Las profesoras enron-quecen al lado de los nios. Dos nias, Cata-lina y Dora Alicia, infatiga bles en la cancha, y las nicas mujeres futbolistas de la es cuela, corren, driblan, atacan como sus compaeros. Una tropa alegre y sudorosa, regresa a la es-cuela. Y alguien, en la tienda de la esquina, in-forma que se agotaron los bolis.

    En aquel recinto de las aulas, el ftbol le ha dado la mano, jugando, a la historia, a la geografa, al dibujo, a las manua lidades, al canto, en fin, al conocimiento por la alegra.

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    Los nios de Vueltecitas

    Las fotos tomadas por Miguel ngel en el corredor de la casa de doa Ins y don Mi-guel, en Vueltecitas, son bellas y conmovedo-ras: sentados en el quicio o encaramados en el pequeo muro del corredor y rodeados de sanjuaquines y geranios, varios nios y nias sonren, felices. Son hijos de unas 25 familias de la vereda San Nicols, en La Ceja, que se re-nen diariamente en esta casa convertida en verdade ro jardn infantil con la colaboracin de la comunidad y el cario de un matrimo-nio que al perder a su hijo en un acci dente, re-solvi formar un grupo juvenil que ms tarde propi ci el trabajo con los nios. Don Miguel, el padre de Mario de Jess, que as se llama-ba el muerto, regal un pequeo lote conti-guo a la casa, y que ha sido destinado a sitio de esparcimiento y de instruccin elemental para los nios de la vereda, con edades entre cuatro y seis aos, que llegan to dos los das y

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    cantan, juegan y dibujan y se relacionan ale-gremente unos con otros. La idea inicial fue tomando forma hasta interesar a los respon-sables en Medelln de la casa Pestalozzi, enti-dad que propici la capacitacin de doa Ins y de otra madre de la vereda, doa Marleni, para que aten dieran con ms eficacia las nece-sidades de los nios. Para doa Ins no era co-sa nueva relacionarse con ellos. Ya des de haca tiempo acostumbraba invitar nios a su casa a en searles canciones y sencillos juegos, con-versar con ellos, escucharlos.

    Disfruta desgranando las mazorcas que luego se con vierten en una deliciosa torta pa-ra todos, o exprime naranjas o improvisa un pequeo refrigerio repartindoles gaseosas que paga de su bolsillo. Don Miguel toca la guitarra y los domingos, en el corredor, canta viejas canciones con sus vecinos, que se han acostumbrado tambin a reunirse en esta ca-sa, abierta para todos. Gracias a su entusias-mo, han logrado llevar la energa hasta la ve-reda y construir un tan que para el agua que beneficia a todas las familias. Y ahora, la casa convertida durante unas horas del da en jar-dn infan til, al cual le han puesto un nombre recordado: Mario de Jess. Por la maana, cogidos de la mano en pequeos grupos que vienen desde los diferentes puntos de la vere-da, estos nios anuncian un poco de esa Pa-

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    tria nueva donde el amor y el esfuerzo comn borrarn algn da las barreras del lucro perso-nal y de la vanidad. Pero a doa Marleni le ha llegado un oficio firmado por el seor jefe de ncleo, recor dndole solemnemente que to-do establecimiento donde se est dando una educacin formal y no formal, debe llenar los requisitos exigidos por el Ministerio de Edu-cacin Nacio nal y la Constitucin Nacional. Ms adelante, entre artculos y citas se le re-cuerda la funcin del Estado de procurar la mejor formacin intelectual, moral y fsica de los educandos y su obligacin de velar por la calidad administrativa, acad mica y pedag-gica de establecimientos y bla bla bla. Termi-na con una conminacin: hacer saber por es-crito, a ms tardar el17 de julio, cul es la si-tuacin legal de Centro Pre escolar Mario de Jess....

    Los vecinos de Vueltecitas estn aterra-dos. Los asusta el lenguaje de la comunica-cin oficial. Miran el corredor de la casa de do-a Ins, los banquitos improvisados donde se sientan los nios, la manga donde juegan a la gallinaciega, los dibujos hechos por ellos y que adornan las paredes de la sala. No entienden. Saben, desde lo hondo de su temor, que lleg la Ley y que detrs de esos sellos ostentosos y esa firma ilegible, se cierne la amenaza de la desaparicin. Las palabras Constitucin Na-

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    cional les suenan a despojo, a peli gro. No tie-nen ni idea de qu es eso de situacin legal. Slo saben que la casa de doa Ins es bella y acogedora, que sus nios son felices en aquel lugar que es como el centro alrededor del cual gira la vida comunitaria de la vereda. Po dran mostrarle a los seores de la ley los cuadernos de los nios, los nmeros, las letras, invitarlos a presenciar una ron da, a compartir el algo en la manga mientras se cuentan historias, o se ren de sus propias travesuras. Pero datos tan ricos para la vida resultan tan intiles para la exigencia buro crtica.

    Ay! Si uno pudiera meterse en la cabeza del jefe de ncleo! O ms bien: si uno pudiera meterse en su corazn. Tal vez...

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    Escuela libre

    En la antigua sede del Museo de Antio-quia, ahora adap tada para prolongar en sus espaciosas salas muchas de las actividades que cumple la institucin, 245 nios y nias dis-frutaron de unas vacaciones planteadas a par-tir de la idea de diversin, entendida ante to-do como una forma de libertad individual, tan clara y evidente, que el nio la perciba desde el momento mismo de su llegada. Traspasado el umbral de la hermosa casa, los nios no en-cuentran gestos, ni pala bras, ni actitudes que les representen la imagen autoritaria prove-niente del hogar o de la escuela. A partir del saludo de bienvenida, sin rdenes, sin instruc-ciones, sin recomenda ciones, se dio una coin-cidencia entre todos los grupos, en el senti-do de resultar fascinados por el espacio fsico y empe zar a auscultarlo, a descubrirlo tramo por tramo, a apropiar se de l. Una vez recono-cido, se produce un impulso gene ral de correr

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    por el amplio corredor, subir y bajar las esca-leras, asomarse al patio, ir y volver corriendo. Observndolos, uno piensa que correr cons-tituye uno de los actos felices de la infancia, negado con frecuencia, no slo por falta de espacio en muchos casos, sino porque forma parte de ese arbitrario catlogo de negaciones que los adultos fabrican como parte de aque-llo que consideran una tarea educativa. Na-die aqu les ha dicho que no corran, y ese slo hecho les da a enten der que el lugar les perte-nece de algn modo, y entonces se entregan, dichosos, gozando de esa deliciosa infraccin, ese desquite gozoso de ciertas prohibiciones molestas. Du