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2011 Antonio García Megía El Romanticismo en España. Recursos para la clase de Literatura Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y docencia http://angarmegia.com - [email protected]

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el romanticismo en españa

Notas y recursos didácticos para la clase de Literatura

Una propuesta de

Antonio García Megía

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El presente documento forma parte del proyecto del Portal de Educación y Docencia Angarmegia, Ciencia, Cultura y Educación (http://angarmegia.com). Propone algo más que unos apuntes para orientar a nuestros alumnos de Educación Secundaria en sus estudios sobre el tema.

Junto a un el texto muy simplificado y centrado en aspectos esenciales para completar, o diversificar, los contenidos recogidos en su libro base, incorpora:

Una colección de imágenes en un tamaño y formato adecuado para ser utilizadas en presentaciones o ilustrar exposiciones del profesor o el estudiante. Son originales y corresponden a fotogramas de los vídeos confeccionados específicamente para ilustrar, aclarar o motivar esta Unidad Didáctica. La base de las composiciones son cuadros de Caspar David Friedrich, Théodore Géricault, Iván Aivazovsky, William Turner, Jean François Millet, John Constable, Theodore Rousseau, Julien Dupré, John Frederick Kensett, Moritz von Schwind, Carl Spitzweg, Frederick Church, Franz Xaver Winterhalter, Jhon Martin, Benjamín West Saúl y Francesco Hayez, todos ellos destacados pintores del movimiento. Todas ellas, además, se encuentran, más dimensionadas, en otro documento descargable desde la sección de Imprimibles del Portal Angarmegia.

Micro-biografías de los principales autores del movimiento estudiado. Textos representativos para leer, analizar o comentar. Documentos complementarios de autores de reconocida solvencia para

ampliar conocimientos o comprender mejor las circunstancias que determinan los hechos estudiados.

El proyecto, además, dispone, como queda dicho, de vídeos relacionados y de actividades interactivas para mejorar y reforzar las adquisiciones.

Los vídeos están localizables en la sección de vídeos del Portal o en el Canal Angarmegia de YouTube. Las direcciones son:

Vídeos en el Portal: http://angarmegia.com/videos.htm Angarmegia en YouTube: http://www.youtube.com/user/angarmegia Las actividades interactivas se encuentran en la sección Refuerzo al estudio del

Portal: Interactivos: http://angarmegia.com/refuerzoestudio.htm El álbum con todas las imágenes en mayor tamaño es accesible Imprimibles: Imprimibles: http://angarmegia.com/apoyos_imprimibles.htm Agradecemos cualquier crítica o sugerencia que tengan a bien hacernos. Nuestra

mayor satisfacción estriba en conocer que nuestro trabajo puede contribuir a mejorar el nivel educativo de las generaciones que habrán de sustituirnos.

Antonio García Megía Maestro, Diplomado en Geografía e Historia, Licenciado en Filosofía y Letras,

Doctor en Filología Hispánica.

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CONTENIDO Síntesis teórica _______________________________________________________ 9 El autor y su obra ____________________________________________________ 21 José María Blanco Crespo (Blanco-White) _________________________________ 23

Microbiografía ____________________________________________________________ 23 La revelación interna ____________________________________________________________ 23 Costumbres húngaras ____________________________________________________________ 23

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas ______________________________________ 31 Microbiografía ____________________________________________________________ 31

Un castellano leal _______________________________________________________________ 31 José Zorrilla y Moral __________________________________________________ 38

Microbiografía ____________________________________________________________ 38 Don Juan Tenorio _______________________________________________________________ 38

José de Espronceda ____________________________________________________ 42 Microbiografía ____________________________________________________________ 42

La canción del pirata _____________________________________________________________ 42 El canto del cosaco ______________________________________________________________ 44 La desesperación ________________________________________________________________ 47

Mariano José de Larra _________________________________________________ 50 Microbiografía ____________________________________________________________ 50

Vuelva usted mañana ____________________________________________________________ 50 Manuel Bretón de los Herreros ___________________________________________ 56

Microbiografía ____________________________________________________________ 56 Elena _________________________________________________________________________ 56 A la pereza ____________________________________________________________________ 67 A varios amigos tronados _________________________________________________________ 68

Gustavo Adolfo Bécquer _______________________________________________ 69 Microbiografía ____________________________________________________________ 69

El Cristo de la calavera ___________________________________________________________ 69 Rima XVIII ____________________________________________________________________ 75 Rima LIII _____________________________________________________________________ 75 Rima LXXIX __________________________________________________________________ 76 Rima LXXXIII _________________________________________________________________ 76

Ramón de Mesonero Romanos ___________________________________________ 77 Microbiografía ____________________________________________________________ 77

El Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza _______________________________________ 77 Rosalía de Castro _____________________________________________________ 83

Microbiografía ____________________________________________________________ 83 ¡Cuán tristes pasan los días! _______________________________________________________ 83 Brillaban en la altura _____________________________________________________________ 84 El caballero de las botas azules _____________________________________________________ 85

Documentos complementarios __________________________________________ 89

El Liberalismo ____________________________________________________________ 91 Breve historia de la prensa ___________________________________________________ 94 La oposición al liberalismo: carlismo y guerra civil _______________________________ 97

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El Romanticismo Síntesis teórica

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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA

Síntesis teórica

El romanticismo es una revolución artística, política, social e ideológica, de gran importancia que fue germen de muchos principios considerados hoy fundamentales e irrenunciables: la libertad, el individualismo, la democracia o el nacionalismo.

El movimiento nace en Alemania y se extiende por Europa durante la primera mitad del siglo XIX. A España llega con cierto retraso, desarrollándose en el segundo tercio de este siglo, cuando inicia su decadencia en otros países.

El romanticismo supone la ruptura con la tradición y orden anteriores, cuyos valores culturales o sociales son abolidos en nombre de una libertad auténtica. Se proyecta en todas las artes y constituye la esencia de la modernidad. Proclama una actitud ante la vida que exalta el yo frente a cualquier otro valor o precepto. Y ese individualismo exige una libertad sin límites.

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El movimiento romántico hereda los principios de la ilustración que completa, adapta y supera. La ilustración, en su camino hacia la felicidad, concede al hombre el poder de dominar la ciencia y conquistar la naturaleza para conseguir tal sueño. Pero impone límites al conocimiento, la racionalidad, y desdeña aquello que los sentidos no pueden explicar. El hombre romántico supera ese horizonte y entiende que la esencia de lo humano rebasa la esfera de lo racional. Recupera lo emocional y rechaza la separación entre razón y sentimiento, entre realidad e irrealidad. Los románticos aspiran a alcanzar un ideal, lo eterno y absoluto, pero su búsqueda se ve obstaculizada por la irrupción de la cruda realidad. Es ese baño de realidad lo que provoca su desengaño y el sentimentalismo enfermizo que se llamó mal del siglo.

Uno de los rasgos capitales del romanticismo es su espíritu individualista, esto es, la valoración exagerada de la propia personalidad. El culto que rinde al yo se constituye en el máximo objetivo de la vida espiritual. Pero el yo romántico rechaza ser solo una pieza más del engranaje de la naturaleza, por eso subraya la facultad creadora de cada individualidad capaz de transformar el mundo natural. El término crear pasa a significar aproximación a la verdad, a la última dimensión del ser. El romántico transforma el instinto en arte y el inconsciente en saber.

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Pero la realidad solo es percibida en términos de aceptación o rechazo en función de la forma en que coincida o no con la propia subjetividad. El individuo, arrastrado por las imágenes que él mismo ha creado en su interior, descubre que la realidad no responde a sus ilusiones y se rebela violentamente contra todas las normas morales, sociales, políticas o religiosas que provocan esa disfunción. Se concreta este aspecto en el recurso a temas relacionados con la frustración vital, como el amor no correspondido, la soledad, la tristeza, la nostalgia, la melancolía o la desesperación.

Cuestiones que se resuelven a menudo en manifestaciones y actitudes de rebeldía frente

a la sociedad burguesa que califica de mediocre e insensible, exaltando y embelleciendo a aquellos de sus componentes que son consecuencia de la maldad social, esto es, sujetos marginales o cuestionables como los mendigos, los delincuentes o los piratas. Así, el héroe romántico responde a la configuración byroniana de apasionado, orgulloso, enamorado, perseguido por la fatalidad, escéptico, caballeroso y noble, mientras que el antihéroe es taimado, cruel, frío e insensible.

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El hombre romántico se caracteriza también por su aislamiento y soledad. Es otra consecuencia del individualismo que marca de tal forma conciencia y personalidad, que aísla al individuo de sus semejantes, derivándole, en ciertos casos, hacia estadios de consciencia que elevan los sentimientos a las más altas cotas de percepción. La desgracia, la felicidad o infelicidad que siente quien las manifiesta, son las mayores que puede experimentar cualquier ser humano.

Esta es la razón por la cual el yo del artista pasa a ocupar el primer plano de la creación.

El individualismo romántico se encuentra en el origen de otros aspectos que también caracterizan al movimiento. La protesta contra las trabas que cohíben su espíritu deriva en el ansia de libertad que refleja en cualquier manifestación artística, social, política o económica que emprende.

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Los románticos rechazan el culto a lo racional que han heredado de los ilustrados. Conceden prioridad absoluta a las emociones, los sueños o las fantasías, y aceptan como fuentes de conocimiento a la intuición, la imaginación y el instinto. La fuerza de la pasión supera, en definitiva, a la fuerza de la razón. Sus temas preferidos están relacionados con lo sobrenatural, la magia y el misterio, que proporcionan una vía de escape de la realidad actual y local que incomoda al artista. Les permite evadirse a remotos tiempos pasados y a lejanos escenarios de oriente cargados de detalles imaginarios y de personajes misteriosos. Los cuentos de Hans Christian Andersen, de los Hermanos Grimm o de Hoffmann son paradigma de ello.

Buscan desesperadamente la perfección absoluta, pero son víctimas del destino y la naturaleza que no justifican jamás sus actos, de ahí los anhelos insatisfechos que derivan en su frustración e infelicidad. En ese mundo soñado prevalecen unos ideales que marcan el rumbo de sus vidas: humanidad, patria, femineidad y filantropía con un toque de misticismo.

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El romántico se obsesiona por conocer las raíces de su historia. Inventa la idea de

pueblo entendido como entidad espiritual a la que pertenecen individuos concretos que comparten una serie de características comunes: lengua, costumbres y folclore. Por eso la revitalización de las leyendas y tradiciones locales.

En España, el movimiento se encuentra vinculado a la evolución histórica que sigue a la caída de Napoleón y a la desaparición del gobierno impuesto en la Península Ibérica por las tropas francesas. El retorno de Fernando VII, que supone la vuelta al absolutismo monárquico, provoca el exilio de políticos e intelectuales liberales que regresarán sobrevenida su muerte en 1833.

Los años gloriosos del romanticismo en España abarcan el periodo comprendido entre 1834 y 1844. Se suele afirmar que se inicia con La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, y termina con Don Juan Tenorio de Zorrilla.

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Dentro de la generación romántica española se pueden diferenciar varias tendencias, en ocasiones contradictorias. Junto a los precursores o pre-románticos, José Joaquín Mora, Alcalá Galiano y Blanco White, se puede hablar de un romanticismo tradicional, que defiende los valores más enraizados de la Iglesia y el Estado, encarnado en las figuras de Martínez de la Rosa, el Duque de Rivas y José Zorrilla, y de un romanticismo revolucionario o liberal, belicoso con el orden establecido, que reclama derechos para individuo frente a la sociedad y a las leyes. Es, tal vez, José de Espronceda su máximo exponente. Paralelamente aparece una tendencia especialmente costumbrista en la que se suelen encuadrar a Mesonero Romanos y parte de la producción periodística de Mariano José de Larra.

Otros nombres de indudable fuerza en nuestra literatura son Bretón de los Herreros,

Gustavo Adolfo Bécquer o Rosalía de Castro. Ellos personalizan el romanticismo tardío español que llega al cenit de su edad de oro cuando ve la luz Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, en 1844.

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La poesía es el género preferido por el escritor romántico que ansía desesperadamente exteriorizar de manera precisa su pasión y su fantasía. Ella pone en manos del autor la herramienta ideal para dejar constancia de su propia subjetividad, su pesimismo y su melancolía. Muestra siempre un tono exaltado y apasionado con abundancia de apóstrofes, vocativos y oraciones exclamativas.

Dentro de la prosa se ocupan de la novela histórica y la leyenda para recrear el mundo del pasado, especialmente el de la Edad Media. Tienen como modelo al autor inglés Walter Scott. Los artículos de costumbres, construidos como relatos breves, muestran las formas de vida del pueblo en un estilo donde predomina lo descriptivo y lo anecdótico.

Los argumentos teatrales abundan en amores imposibles que concluyen en duelos. El héroe choca contra la estructura social conservadora y lucha por su propia felicidad. Los personajes son siempre seres misteriosos y marginales. Desatienden las unidades clásicas de

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tiempo, lugar y acción. No hay separación entre tragedia y comedia y se utiliza el verso, solo o en combinación con el diálogo en prosa.

El movimiento, como tal, desapareció con el siglo XIX, pero muchas actitudes

románticas siguen estando vigentes, aunque la connotación del término romántico haya evolucionado. El deseo de libertad individual conduce la actividad la actividad humana en todas sus manifestaciones sociales, culturales o económicas, alcanzado, incluso, a la palabra, la religión y la educación. La libertad de expresión es hoy una bandera irrenunciable, como lo es la libertad de pensamiento, de culto o de educación.

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EL ROMANTICISMO EN ESPAÑA

El autor y su obra Breve reseña biográfica y texto representativo

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El autor y su obra

José María Blanco Crespo (Blanco-White) MICROBIOGRAFÍA

Nace en Sevilla y fallece en Liverpool en 1841. Estudia la carrera eclesiástica y llega a ser canónigo en Cádiz y Sevilla. Después de una crisis espiritual marcha a Madrid donde frecuenta la tertulia de Quintana. Lucha contra los franceses durante la ocupación. Su ideología liberal le obliga a marchas a Inglaterra en 1810. Allí es profesor en Oxford y abandona el catolicismo. Publica El Español criticando a las autoridades españolas. Publica en The New Monthly Magazine sus Cartas desde España en la describe costumbres y critica la intolerancia y el atraso del

país. Escribe varias novelas en español con seudónimo como Intrigas venecianas. Critica en sus artículos el clasicismo y la temática de la poesía en español de su tiempo. TEXTO La revelación interna

¿Adónde te hallaré, Ser Infinito? ¿En la más alta esfera? ¿En el profundo abismo de la mar? ¿Llenas el mundo o en especial un cielo favorito? «¿Quieres saber, mortal, en dónde habito?», dice una voz interna. «Aunque difundo mi ser y en vida el universo inundo, mi sagrario es un pecho sin delito. »Cesa, mortal, de fatigarte en vano tras rumores de error y de impostura, ni pongas tu virtud en rito externo; »no abuses de los dones de mi mano, no esperes cielo para un alma impura ni para el pensar libre fuego eterno».

TEXTO Costumbres húngaras

Historia verdadera de un militar retirado, con una descripción de un viajito, río arriba en el Támesis

Los campos, en tanto que el calor de la juventud está dispuesto como el del vino nuevo a subirse a la cabeza, disponen a la alegría bulliciosa; pero, en la mitad del camino de la vida, la belleza campestre produce un placer que, en su apariencia exterior, pudiera equivocarse con la melancolía. ¡Oh, amigos de mi juventud, donde quiera que os haya echado la tormenta horrible que ha sumergido la España, si estos renglones llegaren a vuestras manos y os trajeren a la memoria los días que, a orillas del Guadalquivir y Manzanares, ahogábamos en el placer de la amistad y del campo la amarga sensación interna de la esclavitud española, sabed que, al cabo de tantos años, en el reposo de la edad que se inclina a la vejez y de la adusta experiencia que ha cortado las guías a las alas de la esperanza, vuestro amigo no puede pasar un día de verano en

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las márgenes deliciosas del Támesis sin que la imagen de los compañeros de su juventud le humedezca los ojos! ¿Por qué no están aquí?, digo entre mí. ¿Por qué, como yo, no rompieron, en tiempo, los grillos políticos con que el falso nombre de patria remacha las prisiones de los que nacen donde no se permite a los hombres tener voluntad ni opinión propia? Una esperanza generosa ha doblado sus prisiones. Quisieron hacer bien a un pueblo a quien el veneno de la superstición ha reducido al delirio y yacen a merced del despotismo y la ignorancia. ¿Hay acaso remedio para males como los de España? ¿Hay cura para el fanatismo arraigado por siglos?

Mala prueba, empero, va dando la pluma del reposo de que hablé al principio; pero, cuando una idea dolorosa se presenta repentinamente al ánimo, helado o duro por demás ha de ser el escritor que por medio de una digresión no dé suelta por un momento a sus afectos. Además, la historia que voy a contar es triste, y, como los recuerdos que me ocurrieron no lo son menos, tal vez servirán de preparar el oído, como los preludios de un mismo tono en la música. Volvamos, pues, al Támesis.

Un día de verano, en que el cielo incierto de Inglaterra había amanecido con el aspecto dulcísimo que a veces toma, dispuse valerme de uno de los barcos de vapor que en aquella estación suben diariamente, río arriba, desde la Torre de Londres hasta el hermoso pueblo de Richmond. Un vientecillo ligero del sudoeste daba a las aguas y las hojas el movimiento necesario, y no más, para quitar la quietud macilenta que toman las escenas campestres inglesas, en los días de calor y calma, a causa de la humedad de que abunda la atmósfera. A poco rato de esperar a la orilla, divertido con la escena de actividad que las cercanías de Londres presentan a todas horas, descubrí, por cima del torno inmediato, la columna movible de humo que indicaba la cercanía del barco; y en breve apareció, cortando majestuosamente las aguas, rodeado de la espuma que forman las aletas de las ruedas; en fin, con más apariencia de un monstruo marino que se mueve a discreción propia que de máquina inanimada a quien la ingeniosidad del hombre da impulso. Púseme en un bote pequeño y enderecé hacia el barco, que al momento refrenó el ímpetu con que iba, como si de modo propio se dispusiese a recibir la nueva carga. La subida cómoda y segura, la anchura de la cubierta rodeada de una baranda agraciada, la variedad de pasajeros, parte sentados, parte paseándose como por una gran sala, todos bien vestidos, todos de buen humor, aunque quietos, presentan al no acostumbrado un cuadro de la mayor novedad e interés. Pero nada llega a la variedad bellísima que halaga la vista, al paso que el barco se deja atrás a Londres. Aun antes de perder esta ciudad de vista, ella sola basta para excitar en la mente un enjambre de ideas y en el corazón un remolino de afectos. ¡Qué grandeza, qué poder, cuántas virtudes, cuántos vicios, qué acumulación de placeres, qué peso enorme de aflicción y dolor se encierran en aquel mar de casas, de que sólo descubro la orilla! El hilo (si es que lo tienen) de estas ideas se rompe al acercarse al gran puente de Waterloo, cuyo igual no se ve en Europa. Se pasma la imaginación a hallarse surcando las aguas libremente bajo los arcos aplanados que dan paso al río, al ver la solidez de la estructura, la magnitud de los cantos de granito azulado y, más que todo, la aparente facilidad que la obra presenta después de acabada. Pero si los otros puentes pierden parte de su efecto sobre el espectador después de visto el de Waterloo, hacen, no obstante, que la admiración se aumente por su variedad y su número. El puente de hierro colado de Vauxhall, por la extrañeza de su material y construcción, admira al que lo ve de nuevo, y mucho más al que pasa debajo de él y observa la multitud y complicación de las barras que lo sustentan.

Pasado que se ha el Real Hospital de Chelsea, que da magnífico asilo a los inválidos del ejército, la escena toma el carácter mixto, ciudadano-campestre, que es propio de Inglaterra. Ambas orillas están salpicadas de casas y aun de pueblos pequeños. Pequeños, digo, en comparación de Londres, pues Hammersmith, por ejemplo, pasaría por villa de primer orden en otras partes. Abundan las casas de campo de gentes ricas a la margen del nobilísimo río, que, estrechándose poco a poco, gana en tranquilidad y belleza lo que pierde en raudales. Los jardines reales de Kew, el elegante puente de piedra que toma el nombre del pueblecito en que están los jardines, los edificios que descuellan aquí y allí, en todas direcciones, y parecen moverse con el rápido movimiento del barco, en fin, la multitud de árboles, especialmente sauces acopados, de las orillas, que dan a las aguas transparentes del río un verde esmeralda de

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la mayor pureza, transportan la imaginación a países encantados y la dejan atrás en sus más atrevidos vuelos. Mas ¿quién podrá describir las sensaciones internas que, entre tales objetos, causa la banda de música que a deshora rompe en ecos que, en la expansión del aire libre, pierden hasta la menor aspereza o disonancia? Una orquesta completa y arreglada daría al aficionado a música placeres de un orden más superior, más enlazados con el entendimiento, más coloreados con las fuertes tintas de las pasiones, pero en vano aspiraría a excitar el vivo, aunque suave, transporte que las vagas vibraciones de un arpa, acompañada de tres o cuatro instrumentos de viento, producen bajo un cielo plácido, toldado de ligerísimas nubes, en tanto que un bajel movido sin velas ni remeros se desliza por cima de mil imágenes de árboles, casas, sol y nubes, que bailan ante los ojos, pintadas en el fondo del río.

Algún rato había pasado gozando en silencio esta escena, cuando entre los pasajeros descubrí a un conocido que, habiéndome visto casi al mismo tiempo, se dirigía hacia mí. Era éste un militar que, habiendo servido, aunque extranjero, en el ejército inglés con mucho honor y en dilatadas campañas, subió por su mérito a un grado muy alto en él. Los españoles, acostumbrados al uso constante de uniformes y distintivos, extrañarían que un oficial de tan alta graduación pudiese confundirse entre los pasajeros de un barco, sin llamar la atención por algún tiempo. Pero es menester que sepan que las costumbres inglesas no permiten la odiosa afectación de presentarse al público con distintivos de ninguna clase, a no ser para ir a palacio en días de besamanos o cuando los oficiales están de facción. Mi conocido (pues el poco trato que hasta entonces habíamos tenido no nos había aún hecho amigos) se sentó a mi lado, y desde entonces pasamos bastante parte del día en conversación agradable. A la vuelta, apenas pusimos pie en el barco, me dijo que su casa estaba tan cerca de la orilla del Támesis y de Londres que tendría mucho gusto en que desembarcásemos en sus inmediaciones y fuésemos juntos a tomar té en ella. Admití gustoso el convite y, antes de ponerse el sol, me hallé en una casa adornada con gusto pero sin ostentación, asilo en que mi buen general, cargado más de dolencias contraídas en sus campañas que de años, pasaba la tarde de su vida en honrada quietud. Colocámonos en la sala principal, sin tener que pasar por nuevos cumplimientos a la entrada, porque, siendo soltero y sin parientes en Inglaterra, mi huésped vivía solitario. Estaba la sala, que era espaciosa, adornada con varios cuadros y curiosidades, muchas de ellas hechas por manos del general, hombre de habilidad e ingenio. Era dado a la música, y esta circunstancia contribuyó bien pronto a cierta intimidad, pues, siendo yo de los iniciados en este arte encantador, siempre he hallado en todos los verdaderos aficionados una especie de fraternidad masónica. Examiné los cuadros -planos de fortificaciones de que nada entendía-, vi sables e insignias de honor ganadas en el campo de la gloria que me hicieron bullir la sangre en el pecho; mas nada fijó mi atención sino un marco con cristal que encerraba una especie de mapa de relieve en que los objetos resaltaban de bulto, casas, montes y bosques. Admiré la destreza de la ejecución y el agradable efecto de la ilusión producida, pues, con poco esfuerzo de imaginación, se podía uno creer sobre algún alto cerro desde donde descubría a lo lejos y reducido por la distancia el pequeño territorio que el mapa representaba. Era éste un espacio de como una legua a la redonda, con una espaciosa casa de campo en el centro, un pequeño lago bajo el recuesto en que aparecía la casa y varias colinas que ondeaban el terreno en todas direcciones, coronadas algunas de pequeños bosques, y todas ellas con aspecto que indicaba ser aquel sitio un valle de país montañoso.

Viéndome mi amigo (tal nombre no será ya impropio, pues la afición mutua crecía) tan interesado en la escena rústica que tenía a la vista, dijo:

-Si supiera usted la historia de ese cuadro, creo que lo miraría aún con más ahínco. -Mucho me alegraría de saberla -le respondí. -A no parecer afectación en un anciano -contestó el general- hablar de sus primeros

amores, se la contaría a usted toda. A la verdad, han tantos años que aconteció y tan del todo ha borrado la desgracia hasta las huellas de la familia que habitaba esa casa, que no puede haber inconveniente alguno en que yo cuente la triste aventura que me liga el corazón a ese sitio. Sentémonos, pues, y oiga usted la Historia de un año en Hungría

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-Mi padre era mayor al servicio de Austria, cuando teniendo yo sólo seis años me llevó consigo a Malinas. Viome allí varias veces el arzobispo de aquella ciudad, conde de F., y, habiéndome tomado afición, propuso que fuese a educarme a Viena en casa de su hermana la condesa de S. hasta que hubiese una vacante en la Academia Militar. Mi padre aceptó alegre la oferta, sabiendo que bajo tal protección no podía yo dejar de hacer carrera. Lleváronme, en efecto, a Viena, donde me crié con el sobrino del arzobispo, quien, como todos sus parientes, personas de grande influjo, me cobraron amor y promovieron mi educación en el colegio.

»Aún no tenía más que el grado de teniente, cuando el gobierno me comisionó para tomar medidas trigonométricas en Hungría. Partí, acompañado de algunos soldados para el manejo de los instrumentos matemáticos y servido como un príncipe por los maestros de postas que, al oír el nombre de un militar comisionado por la corte, beben el viento por servirlo.

»No se necesita de esta recomendación para que un militar sea recibido con la mayor franqueza por las gentes ricas. La hospitalidad que reina en Hungría, la sencillez primitiva y pureza de costumbres que en el tiempo de que hablo conservaba el bello sexo aparecerán bien a las claras en la relación que voy a hacer. Al mismo tiempo se echará de ver cierta falta de instrucción y finura en los hombres, nacida del retiro en que su posición geográfica los hace vivir. Tal vez contribuya a retardar la civilización la variedad de lenguas que divide los habitantes. Sólo una tercera parte de la población habla la lengua húngara; los demás están repartidos entre la alemana y la ilírica. Entre las gentes que tienen alguna educación es muy común hablar latín, y el extranjero que esté acostumbrado a usarlo familiarmente será entendido casi en todas partes. Otra de las causas que probablemente contribuyen al atraso de Hungría son ciertos privilegios nacionales que, aunque reducidos a mera sombra, ofrecen, no obstante, medios de intrigas y fomento de preocupaciones añejas. Tal es lo que llaman el Concejo de Comitat, en que anualmente se juntan los señores de cada provincia para tratar de los intereses municipales. Pero las operaciones de este cuerpo se reducen a convites y bailes, en tanto que los negocios quedan en manos y a discreción de los escribanos o secretarios, que son los únicos que, por lo general, entienden a las gentes del pueblo. Las clases inferiores, aunque envanecidas con sus antiguos privilegios y en especial con la hidalguía hereditaria, que es tan común como he oído que sucede en Asturias, están enteramente sumisas a los grandes señores y sólo dicen lo que los escribanos les sugieren en nombre de ellos. Esta digresión será del caso para entender el pasaje más importante de mi historia.

»Joven militar y comisionado por el gobierno, no era posible que me faltase obsequio en Presburgo. Vino el Carnaval, en que se estila que la nobleza dé bailes públicos toda la temporada. Los usos del país, en este caso, son singulares. Si hay tropas de guarnición en la ciudad o se hallan en ella algunos militares de paso, reciben billetes de entrada sin procurarlos. Los directores hacen una lista de los convidados, y, si hay más hombres que mujeres para el baile, los primeros proponen nombres de señoritas conocidas, que se insertan en la lista; y sólo esto basta para que los padres no puedan, sin impolítica, impedirlas de ir al baile.

»Empezaron los bailes, y, desde el primero, hice conocimiento con dos hermanas, llamadas las señoritas de P., jóvenes de gran belleza y modales amables. La mayor era diestra en el vals; la segunda, aficionada a contradanzas. Gustábanme las dos, pero mi afición a la mayor crecía de día en día. Pero ¿cómo había de pensar en fomentar o declarar un afecto que no podía conducir a término feliz? Un teniente sin caudal no podía ofrecer su mano a una joven con mejores esperanzas. Por tanto, llegado el último día, como yo no tenía conocimiento en casa de mi compañera, no pude menos que despedirme diciéndole:

-Hemos bailado ya el kerahus o conclusión, y en verdad que aquí acaba nuestra historia, pues ya no os veré más.

-De ningún modo -me respondió, con un candor indecible-; a no ser que queráis huir de nosotras. Todo está ya dispuesto para que visitéis en mi casa; mi padre sabe quien sois, y yo también estoy dispuesta en más de lo que pensáis. Así que, si queréis, mañana podéis ir a vernos.

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»Semejante inocencia me ganó en un momento la parte del corazón que me quedaba libre, si es que todo él no había sido aprisionado mucho antes. Pero al mismo tiempo hice el más firme propósito de no abusar lo más mínimo del candor de mi amiga.

»Mi alojamiento estaba en el Castillo Imperial, que, dominando en sentido físico y militar la ciudad y el Danubio, presenta una de las vistas más hermosas de aquel reino. Pero desde que recibí esta cita hasta que, saltándome el corazón en el pecho, partí a hacer la esperada vista, Presburgo y el Danubio habían desaparecido a mis ojos. Apenas entré en la casa, cuando las dos hermanas se pusieron a mis lados y me llevaron de la mano a presentarme a su padre. Agitado como me hallaba, me vi tentado de risa a observar que el buen caballero me recibió, como si fuera obispo, echándome una bendición. Pregunté la causa de tan inusitada ceremonia y hallé en ella una prueba del estado de superstición e ignorancia de aquel país, pues el objeto de hacerme la cruz, como al diablo, era, me dijeron, evitar que mi venida a la casa fuese con mal agüero. ¡Ojalá que tal precaución hubiese sido efectiva, y que en lugar de una ceremonia supersticiosa hubiera dirigido al cielo un ruego capaz de obviar las desgracias que, sin culpa mía, llevaba a aquella familia con mi presencia!

»Continuaba visitando en la casa con la franqueza de un pariente cercano, cuando el padre me dijo un día:

-Amigo mío, tengo que pediros un favor. Mi mujer está algo indispuesta y me impide que vaya a mi hacienda de campo, como había intentado. Mis hijas saben manejar mis negocios tan bien como yo; pienso, pues, mandarlas en mi lugar, y os estimaría infinito que las acompañaseis.

»Semejante petición, de parte de un padre, en otros países parecería no menos desatinada que indecente; en Hungría se miraba sin la menor sospecha o censura. Acepté, por supuesto, la propuesta, confiado en mis sentimientos de honor y en la pureza de alma de las jóvenes a quienes iba a acompañar, que era bastante a contener en su deber a cualquiera que no fuese un monstruo. Ese valle que veis ahí representado fue la escena de un amor silencioso que no hubiera salido de mi pecho a no ser por la mala suerte que trataba de halagarme en falso para hacer más sensibles las desgracias que estaban preparadas para mí y, mucho más, para el inocente objeto de mi pasión.

»Por lo que hace a mi residencia con las dos hermanas, la alegría juvenil y chancera con que me trataban me hacía una especie de esclavo voluntario de entrambas. Un día que el padre vino a visitarnos, me halló a poca distancia de la casa diseñando el mapa de que después saqué ése de relieve. Encontróme sentado sobre la hierba, bajo un árbol, pero sin zapatos.

-¿Qué es esto, amigo? -me dijo-. ¿Queréis ahorrar el sueldo reservando el uso de zapatos para la ciudad?

-No, señor -le respondí-; mis zapatos están en poder de vuestras hijas, quienes me los embargan cuando intentan que no me separe de la hacienda.

»Rióse a carcajadas el buen hombre y, en seguida, quiso averiguar lo que estaba haciendo. Miró el mapa, mas tal era su ignorancia que no podía comprender su objeto. A fuerza de esfuerzos logré explicarle la representación de los objetos que tenía presente. Vio allí su casa, el lago, los montes y bosques, y quedó pasmado, teniéndome casi por brujo.

»La situación en que me hallaba, aunque en extremo agradable, no podía durar mucho sin que produjese una crisis, o tan feliz que no era ni para soñada o tan dolorosa que debía amargar el resto de mis días. Acercábase, en efecto, el tiempo en que era indispensable mi partida, y esto sin haber ni por insinuación propuesto mi enlace con la que ya era objeto de una pasión arraigada. Sumergido en estos pensamientos, la alegría que me animaba al principio de esta aventura se convirtió en un abatimiento que se aumentaba de hora en hora. En vez de proponer paseos y diversiones como al principio, me retiraba mecánicamente, y casi sin saber adónde iba, a la sombra de un árbol, con papel y lapicero, como si fuese a dibujar, pero al cabo de horas me hallaba que no había tirado una línea.

»Embebido en mis confusas ideas, una mañana me hallé de súbito con las dos hermanas, que lentamente se habían acercado por el bosquecillo en que me hallaba. Venían dadas del brazo, y la menor parecía ser la que guiaba; el objeto de mi amor echó una ojeada

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hacia donde yo estaba y tiró un poco atrás a su hermana, subiéndole el color a la cara. La más joven, rebosándole el rostro vida y alegría, opuso a este movimiento otro tirón más fuerte hacia mí, apretando con la mano izquierda la derecha de su hermana y diciéndole con tono de afectuoso enojo una o dos palabras que no pude entender. Dirigióse en seguida a mí y, con su acostumbrada viveza, me dijo:

-Vamos a cuentas, amiguito; en nuestra casa no se sufren melancolías. Dígame usted la causa de su tristeza, o, si no, le quitamos al punto los honores de nuestro caballero andante.

»Forzando al semblante una sonrisa, trataba de responder en chanza, pero faltáronme las palabras que intentaba. En lugar de ellas, se me escaparon quejas contra la suerte que preparaba nuestra separación de allí a pocos días.

-Conque, según eso -continuó la menor-, ¿sentís dejarnos? -Sabe el cielo -contesté- que nada me puede ser más sensible. -¿A entrambas igualmente? »El bochorno que cubrió, desde la frente al cuello, a mi querida me cegó en un instante

los ojos del miramiento y, tomando con ardor su mano y llevándola a mis labios, la solté al momento para coger entre las dos mías la derecha de la agraciada medianera.

-¡Muy bien está, señor mío! -dijo con afectada seriedad-. Ya veo que usted no me quiere a mí. Mas, como soy generosa, no quiero tomar venganza. Sabed, pues, tristísimo caballero, que yo he pedido a mi hermana para vos, y que sólo tenéis que daros prisa a obtener el grado de capitán para lograr la incomparable dicha, el alto honor, etcétera, etcétera, de ser su marido. ¡Vaya el hombre: se nos ha convertido en estatua!

»Tal seguramente me sentí por algunos momentos. -¿Es posible que no me engañéis? -dije, transportado. -No, no te engaña, amigo mío -respondió mi adorada; y, arrojando los brazos al cuello

de su hermana, le bañó el rostro con lágrimas agradecidas. -¡Dichoso yo, mil veces dichoso! La condición de mi ascenso que se me impone se va a

cumplir dentro de pocos días. Separémonos ahora, pues mis deberes militares lo exigen y, en breve, me veréis aquí, con mi otra charratela, a reclamar la promesa de la mano que adoro.

»En vano sería pintar la felicidad agitada de los días que antecedieron a la partida ni los afectos encontrados de la separación. Por lo que hace a mí, el horizonte de mi esperanza aparecía sin un celaje, hasta que, habiendo recibido mis amigas una carta de su padre mandándonos volver a la ciudad a causa de que esperaba por huésped al señor de S., la hermana menor me dijo:

-Ese señor es hombre que se me opone. Cuidado amigo mío, con no disgustarlo, porque mi padre no tiene más voluntad que la suya.

»Cierta sospecha me desasosegó al oír esto, pero, habiendo sacado en claro que el dicho hombre era casado, desapareció de mi imaginación todo recelo. Fuimos a la ciudad, y en breve fui presentado al gran personaje que venía por huésped. Hallé en él un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, ignorante, pomposo y vano, con poquísima finura y mucha afectación de franqueza grosera. A no haber sido por miramientos debidos a la casa y a mis relaciones entabladas con la familia, le hubiera tal vez costado cara la muestra que nos dio un día de esta atrevida libertad de modales. Nos habíamos levantado de la mesa, y las señoras estaban asomadas a un balcón, cuando el señor S., acercándose sutilmente a mi amada, le echó un brazo a la cintura diciendo:

-¡Este tamaño ha de tener el talle de mi segunda mujer, cuando enviude! »Hirvióme la sangre en las venas, pero la prudencia me contuvo y en breve olvidé al

estúpido noble y su medida de esposas futuras. »Nuestro apetecido enlace se hubiera verificado antes de mi partida si la promoción que

esperaba de día en día no se hubiese detenido por una intriga desgraciada. Hice mención, al principio, del Concejo de Comitat, que se reúne todos los años en las provincias de Hungría. El de la que había sido por tiempo considerable mi residencia, movido por la emulación que reina entre los militares y paisanos, formó una especie de proceso contra mí, lleno de acusaciones falsas o infundadas que los escribanos sonsacaron a las gentes del pueblo. La más grave era que

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uno de mis soldados había, de mi orden, dado algunos palos a un hidalgo. La verdad del hecho es que, hallándome en un pueblo pequeño en que hasta los basureros son hidalgos, rompió un incendio, a que acudí con mis soldados. El magistrado principal, que estaba presente, me pidió auxilio para hacer que las gentes ayudasen a ahogar el fuego. La cobardía y resistencia de algunos de los presentes me obligaron a recurrir a la fuerza. Tal fue el cimiento de la acusación que detuvo al Concejo de Guerra en darme la capitanía, basta que, averiguado el caso, no sólo me dieron mi ascenso sino que reprendieron severamente al Comitat. Pero el daño que resultó de esta tardanza, deteniendo mi casamiento, no había poder humano que pudiese repararlo.

»Procedí, por algunos meses, a lo restante de mi comisión, siempre festejado de cuantas gentes de forma vivían en la vecindad en que me hallaba. Pero la palabra vecindad necesita de explicación, hablando de Hungría. Por ejemplo, un coronel retirado a quien hallé en una casa donde me daban un convite me dijo que no permitiría que me separase de su vecindad sin ir a verlo. Lo que él llamaba vecindad era una distancia de treinta leguas. Es verdad que la excelencia de los caminos y la prontitud con que se ponen las remudas de cuatro caballos hacen que las distancias de esta clase sean insensibles.

»Habiendo aceptado este convite, hice mi arreglo para pasar algunos días en una casa, a lo que entonces sabía de ella, completamente desconocida para mí. Tomé mi silla de posta y, estando para concluir la jornada, vi dos hombres a caballo que, a galope, se acercaban. Apenas estuvieron a distancia de verme cuando volvieron la grupa y corrieron a rienda tendida. Vilos entrar en la casa como cinco minutos antes que yo llegase. Al punto que me acerqué a la puerta, salió un grupo de aldeanos y aldeanas a recibirme con instrumentos de música campestre, y la campana del castillo empezó a repicar. Una dama vestida a la húngara se presentó en el porche alargándome la mano con muestras de antigua amistad. Mi sorpresa fue no menos grande que agradable al reconocer a una señora a quien desde mis primeros años había tratado en Viena. Habíase casado con el coronel que me convidó y, sabiendo ella que yo me hallaba donde estaba su marido, le escribió que insistiese en que le hiciera una visita, sin decirme que venía a ver a una amiga.

»Aunque con el corazón siempre donde estaba mi amada, los días pasaban para mí gustosamente en esta mansión agradable, donde todo me halagaba, todo sonreía a mi vista. Pero un día, en lugar de la carta acostumbrada de mi futura esposa, hallé una con sobre escrito de letra de su hermana. Abríla agitado, temiendo que estaría enferma, cuando... la vista me faltó al leer la mitad de su contenido. El señor de S. había enviudado, no sin sospecha de haber apresurado la muerte de su mujer, y, al cabo de un mes de luto, había pedido a la que debía ser mía. Según me decía su hermana, la fortuna de su padre estaba pendiente de la voluntad de aquel hombre, que podía, y aun amenazaba, arruinarlo si no fomentaba su pretensión. A lo que entendí después el padre de mi desgraciada había aumentado su caudal negociando con los intereses de la caja militar que, como comisario, había tenido a su cargo -delito de Estado que no se perdona en Austria. El señor de S. tenía en su poder papeles que probaban el hecho. Pero, volviendo a mi querida, la resistencia que hacía a la propuesta había irritado al padre, quien bárbaramente la había hecho encerrar en un castillo, cerca de Tirnau.

»Este golpe mortal disipó en un instante las visiones deliciosas de felicidad que hasta entonces se presentaban día y noche a mi imaginación exaltada. Mi amiga y huéspeda se esforzó cuanto pudo a consolarme; yo mismo procuraba mantener en vida mi amortecida esperanza, con la idea de que era imposible que un padre tan amante de una hija que lo adoraba tuviese corazón para sacrificarla. Mas, a pocos días, me llegó una carta de él mismo, suplicándome, por la afición que me había mostrado en el seno de su familia y si no quería verlos a todos sepultados en la indigencia, que escribiese a mi querida relevándola de la promesa que me había dado y poniéndola en libertad de contraer otro casamiento. Apenas leí esta carta cuando arrebatando la pluma, entre la indignación y la lástima, le incluí una carta para la infeliz en quien mi vida estaba cifrada, dándole la prueba más dolorosa y desinteresada de mi amor en la renuncia que hacía de su persona.

»La violencia que me hice al dar este paso causó más daño en mi salud que lo que yo imaginaba. Dejé la mansión de mi amiga de Viena para proseguir los trabajos de mi comisión.

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Y aquí tengo que describir otra escena de hospitalidad húngara que, aún después de las ya dichas, parecerá increíble a los que no la han experimentado. Mi primera jornada fue a un pueblecito en donde sólo había una posada y una casa de campo de una familia noble. Dirigíme a la primera, como era regular, pero la patrona me dijo que tenía orden de no recibir a ningún oficial sino mandarlo a la casa de enfrente. Entré con mi carruaje en la casa, donde los criados me recibieron con atención; mas, al oír que sólo la señorita estaba en casa, mandé al momento que me llevasen a otra parte. En esto se presentó una joven de bella presencia que, sin más ni más, dio orden a sus criados de desempaquetar mi zaga. Díjome que esperaba a sus padres de vuelta de un viaje corto aquella noche, pero, no habiendo llegado, ella sola hizo el agasajo debido a un huésped con la mayor gracia y modestia. Sabiendo que había de partir muy de mañana, no permitió que los criados preparasen mi almuerzo sin estar ella presente. Partí, sin saber cómo darle las cumplidas gracias. Pero bien pronto la fiebre que de día en día había ido apoderándose de mí me quitó enteramente el sentido. Al cabo de veinte días volví en mí y me hallé en cama, sin fuerzas para moverme. Reconocí a mis criados, de quienes supe que, cuando me acometió el delirio en la silla de posta, me volvieron a llevar al pueblo donde había dormido la noche anterior, que tanto la señorita como sus padres continuaron a mi cabecera hasta que, por falta de médico y por oír que de cuando en cuando nombraba a Tunfkirchen, me habían hecho conducir con el mayor cuidado a dicho pueblo, que era donde me hallaba.

»Recobré poco a poco las fuerzas, y durante mi convalecencia me llegó la patente de capitán, que a haber venido antes me hubiera hecho feliz y hubiera salvado la vida a la desgraciada que ya, a este tiempo, se hallaba en los odiosos brazos del bárbaro que la obligó a ser su mujer. Pasaron algunos meses, y, cuando menos lo esperaba, recibí una carta de la hermana menor, en que me decía que su hermana se hallaba a las puertas de la muerte, habiéndosele pegado la calentura de modo que los médicos la habían desahuciado, que su marido se había ausentado dejándola en tan deplorable situación y que la moribunda me suplicaba, por el amor que la había traído al último trance, que la viese antes de expirar y, en fin, que la entrevista se haría en presencia de su médico y su hermana para evitar los tiros de la maledicencia.

»Partí al momento. Llegué a la casa donde mi amiga, la madrina de mis desgraciados amores, salió a recibirme bañada en lágrimas. Pintar la escena que se verificó en seguida jamás me ha sido posible, aunque está grabada con colores de fuego en mi mente.

»Cinco meses después selló la muerte la separación que el egoísmo de un bárbaro había efectuado. Él mismo falleció en breve de resultas de sus excesos, y, como si hasta en la sepultura no pudiese dejar de perseguir a la infeliz familia cuya más preciosa joya había empañado con su brutal aliento, los papeles por miedo de los cuales forzó al padre a causar la ruina de su hija quedaron expuestos al examen del Gobierno -¡con tal vileza los había conservado hasta el fin, para dominar en la familia del suegro! Estos documentos condujeron al desdichado padre de mi querida a una cárcel. Confiscáronle sus bienes, murió su mujer de aflicción y su hija menor, la generosa amiga de mi juventud, tuvo que retirarse a un convento, desde donde me comunicó la muerte de su padre, quien no pudo sobrevivir a tantas calamidades.

»Por varios años continué recibiendo cartas de esta amable joven. De pronto cesó la correspondencia, y no tengo duda que la muerte desgajó la última rama de una familia a cuya sombra creí, en otro tiempo, que mi felicidad no conocería límites. Ved, amigo, los engaños de la esperanza.

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El autor y su obra

Ángel de Saavedra, Duque de Rivas MICROBIOGRAFÍA

Nace en Córdoba el 10 de marzo de 1791. Sus padres fueron Juan Martín de Saavedra y Ramírez, duque de Rivas, y María Dominga Ramírez de Baquedano y Quiñones, marquesa de Andía y Villasinda, ambos grandes de España. A los quince años ingresa en el Seminario de Nobles de Madrid y, posteriormente en el ejército. Es herido en combate durante la invasión francesa en la Batalla de Ocaña en 1809. De aquella época son sus poemas En un campamento, A la declaración de España contra los franceses, A la victoria de Bailén y Con once heridas mortales. Restablecido de las

heridas, se dedica a la literatura. Sus primeras poesías son publicadas el Cádiz, en 1814, año en que pone en escena La tragedia Ataulfo que es prohibida por la censura. Poco después estrena Aliatar y Doña Blanca. Condenado a muerte por el régimen absolutista de Fernando VII, se exilia a Gibraltar e Inglaterra. A la muerte del rey regresa a España gracias a una amnistía política y hereda el título de Duque de Rivas. Ingresa en la Real Academia Española y es nombrado Ministro de la Gobernación, aunque, acusado de retrógrado, se exilia de nuevo a Gibraltar. A su regreso es nombrado Senador por Córdoba y embajador de España en Nápoles y París. Fallece en Madrid el 22 de junio de 1865. De su producción literaria, aparte de citar algunos poemas, sonetos y romances, El faro de Malta, El moro expósito, El buen consejo, Un castellano leal, cuentos y narraciones, Los Hércules o Viaje al Vesubio, hay que subrayar su valor como dramaturgo. En teatro, aparte de las piezas ya citadas, hay que mencionar a Don Álvaro o la fuerza del sino, como la más conocida de sus producciones. TEXTO Un castellano leal I

«Hola, hidalgos y escuderos de mi alcurnia y mi blasón, mirad, como bien nacidos, de mi sangre y casa en pro. »Esas puertas se defiendan, que no ha de entrar, ¡vive Dios!, por ellas, quien no estuviere más limpio que lo está el sol. »No profane mi palacio un fementido traidor, que contra su rey combate y que a su patria vendió. »Pues si él es de reyes primo, primo de reyes soy yo; y conde de Benavente, si él es duque de Borbón. »Llevándole de ventaja, que nunca jamás manchó la traición mi noble sangre,

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y haber nacido español.» Así atronaba la calle una ya cascada voz, que de un palacio salía cuya puerta se cerró; y a la que estaba a caballo sobre un negro pisador, siendo en su escudo las lises más bien que timbre, baldón; y de pajes y escuderos llevando un tropel en pos, cubierto de ricas galas, el gran duque de Borbón, el que, lidiando en Pavía, más que valiente, feroz, gozose en ver prisionero a su natural señor; y que a Toledo ha venido, ufano de su traición, para recibir mercedes, y ver al emperador.

II

En una anchurosa cuadra del alcázar de Toledo, cuyas paredes adornan ricos tapices flamencos, al lado de una gran mesa que cubre de terciopelo napolitano tapete con borlones de oro y flecos, ante un sillón de respaldo, que entre bordado arabesco los timbres de España ostenta y el águila del Imperio, de pie estaba Carlos quinto, que en España era primero, con gallardo y noble talle, con noble y tranquilo aspecto. De brocado de oro blanco viste tabardo tudesco, de rubias martas orlado, y desabrochado y suelto, dejando ver un justillo de raso jalde, cubierto con primorosos bordados y costosos sobrepuestos, y la excelsa y noble insignia del Toisón de Oro pendiendo de una preciosa cadena en la mitad de su pecho. Un birrete de velludo

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con un blanco airón, sujeto por un joyel de diamantes y un antiguo camafeo, descubre por ambos lados, tanta majestad cubriendo, rubio, cual barba y bigote, bien atusado el cabello. Apoyada en la cadera la potente diestra ha puesto, que aprieta dos guantes de ámbar y un primoroso mosquero. Y con la siniestra halaga, de un mastín muy corpulento, blanco, y las orejas rubias, el ancho y carnoso cuello. Con el condestable insigne, apaciguador del reino, de los pasados disturbios acaso está discurriendo. O del trato que dispone con el rey de Francia, preso, o de asuntos de Alemania, agitada por Lutero, cuando un tropel de caballos oye venir a lo lejos y ante el alcázar pararse, quedando todo en silencio. En la antecámara suena rumor impensado luego; ábrese al fin la mampara y entra el de Borbón soberbio. Con el semblante de azufre y con los ojos de fuego, bramando de ira y de rabia que enfrena mal el respeto, y con balbuciente lengua y con mal borrado ceño, acusa al de Benavente, un desagravio pidiendo. Del español condestable latió con orgullo el pecho, ufano de la entereza de su esclarecido deudo. Y, aunque advertido, procura disimular cual discreto, a su noble rostro asoman la aprobación y el contento. El emperador un punto quedó indeciso y suspenso, sin saber qué responderle al francés, de enojo ciego. Y aunque en su interior se goza con el proceder violento

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del conde de Benavente, de altas esperanzas lleno por tener tales vasallos, de noble lealtad modelos, y con los que el ancho mundo será a sus glorias estrecho. Mucho al de Borbón le debe y es fuerza satisfacerlo; le ofrece para calmarlo un desagravio completo. Y llamando a un gentilhombre, con el semblante severo manda que el de Benavente venga a su presencia presto.

III

Sostenido por sus pajes, desciende de su litera el conde de Benavente, del alcázar a la puerta. Era un viejo respetable, cuerpo enjuto, cara seca, con dos ojos como chispas, cargados de largas cejas. Y con semblante muy noble, mas de gravedad tan seria, que veneración de lejos y miedo causa de cerca. Era su traje unas calzas de púrpura de Valencia, y de recamado ante un coleto a la leonesa. De fino lienzo gallego los puños y la gorguera, unos y otra guarnecidos con randas barcelonesas. Un birretón de velludo con un cintillo de perlas, y el gabán de paño verde con alamares de seda. Tan solo de Calatrava la insignia española lleva, que el Toisón ha despreciado por ser Orden extranjera. Con paso tardo, aunque firme, sube por las escaleras, y al verle, las alabardas un golpe dan en la tierra. Golpe de honor y de aviso de que en el alcázar entra un grande, a quien se le debe todo honor y reverencia.

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Al llegar a la antesala, los pajes que están en ella con respeto le saludan, abriendo las anchas puertas. Con grave paso entra el conde, sin que otro aviso preceda, salones atravesando hasta la cámara regia. Pensativo está el monarca, discurriendo cómo pueda componer aquel disturbio, sin hacer a nadie ofensa. Mucho al de Borbón le debe, aún mucho más de él espera, y al de Benavente mucho considerar le interesa. Dilación no admite el caso, no hay quien dar consejo pueda, y Villalar y Pavía a un tiempo se le recuerdan. En el sillón asentado, y el codo sobre la mesa, al personaje recibe, que, comedido, se acerca. Grave el conde lo saluda con una rodilla en tierra, mas como grande del reino sin descubrir la cabeza. El emperador, benigno, que alce del suelo le ordena, y la plática difícil con sagacidad empieza. Y entre severo y afable, al cabo le manifiesta que es el que a Borbón aloje voluntad suya resuelta. Con respeto muy profundo, pero con la voz entera, respóndele Benavente destocando la cabeza: «Soy, señor, vuestro vasallo; vos sois mi rey en la tierra, a vos ordenar os cumple de mi vida y de mi hacienda. »Vuestro soy, vuestra mi casa, de mí disponed y de ella, pero no toquéis mi honra y respetad mi conciencia. »Mi casa Borbón ocupe, puesto que es voluntad vuestra; contamine sus paredes, sus blasones envilezca, »que a mí me sobra en Toledo

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donde vivir, sin que tenga que rozarme con traidores, cuyo solo aliento infesta; »y en cuanto él deje mi casa, antes de tornar yo a ella, purificaré con fuego sus paredes y sus puertas.» Dijo el conde, la real mano besó, cubrió su cabeza y retirose, bajando a do estaba su litera. Y a casa de un su pariente mandó que le condujeran, abandonando la suya con cuanto dentro se encierra. Quedó absorto Carlos quinto de ver tan noble firmeza, estimando la de España más que la imperial diadema.

IV

Muy pocos días el duque hizo mansión en Toledo, del noble conde ocupando los honrados aposentos. Y la noche en que el palacio dejó vacío, partiendo con su séquito y sus pajes orgulloso y satisfecho, turbó la apacible luna un vapor blanco y espeso, que de las altas techumbres se iba elevando y creciendo. A poco rato tornose en humo confuso y denso, que en nubarrones obscuros ofuscaba el claro cielo; después, en ardientes chispas, y en un resplandor horrendo que iluminaba los valles, dando en el Tajo reflejos, y al fin su furor mostrando en embravecido incendio, que devoraba altas torres y derrumbaba altos techos. Resonaron las campanas, conmoviose todo el pueblo, de Benavente el palacio presa de las llamas viendo. El emperador, confuso, corre a procurar remedio, en atajar tanto daño

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mostrando tenaz empeño. En vano todo; tragose tantas riquezas el fuego, a la lealtad castellana levantando un monumento. Aún hoy unos viejos muros del humo y las llamas negros, recuerdan acción tan grande en la famosa Toledo.

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El autor y su obra

José Zorrilla y Moral MICROBIOGRAFÍA

Nace en en Valladolid en febrero de 1817. A los seis años su padre es nombrado gobernador de Burgos y él es internado Real Seminario de Nobles de Madrid. Los cambios políticos les obligan a regresar a Valladolid y él estudia leyes en Toledo, pero emplea su tiempo en la lectura de sus poetas favoritos. Para que mejore su rendimiento académico es enviado de nuevo a Valladolid, pero continua con su vida descuidada hasta que escapa a Madrid. Compone unos versos para ser leído en el

entierro de Larra. Ello le otorga popularidad y termina ocupando la plaza que deja vacante Larra en El Español. En 1837 aparece su primer libro, Poesías. Contrae matrimonio con una viuda diez y dieciséis años mayor que él, quien, cegada por los celos, le hace la vida imposible hasta que decide emigrar a Francia y a México. La mayor parte de sus obras están escritas entre 1839 y 1950, El zapatero y el rey, Cantos del trovador, Sancho García, El puñal del godo, Don Juan Tenorio… A su regreso a España, casa de nuevo con doña Juana Pacheco. Su vida se desarrolla entre el éxito literario y los apuros económicos. Muere en Madrid el 21 de enero de 1893. A pesar de sus éxitos no fue hombre de suerte. Su existencia está marcada por el carácter intransigente de su padre. Su obra está muy influenciada por sus lecturas del duque de Rivas y Espronceda, por quienes sintió una gran admiración. TEXTO Don Juan Tenorio Acto IV [Fragmento]

Acto cuarto Quinta de DON JUAN TENORIO cerca de Sevilla y sobre el Guadalquivir.

Balcón en el fondo. Dos puertas a cada lado.

Escena III BRÍGIDA, D.ª INÉS y DON JUAN

D. JUAN: ¿A dónde vais, doña Inés? D.ª INÉS: Dejadme salir, don Juan. D. JUAN: ¿Que os deje salir? BRÍGIDA: Señor,

sabiendo ya el accidente del fuego, estará impaciente por su hija el comendador.

D. JUAN: ¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado por don Gonzalo, que ya dormir tranquilo le hará el mensaje que le he enviado.

D.ª INÉS: ¿Le habéis dicho...? D. JUAN: Que os hallabais

bajo mi amparo segura, y el aura del campo pura, libre, por fin, respirabais. ¡Cálmate, pues, vida mía!

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Reposa aquí; y un momento olvida de tu convento la triste cárcel sombría. ¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor? Esta aura que vaga, llena de los sencillos olores de las campesinas flores que brota esa orilla amena; esa agua limpia y serena que atraviesa sin temor la barca del pescador que espera cantando el día, ¿no es cierto, paloma mía, que están respirando amor? Esa armonía que el viento recoge entre esos millares de floridos olivares, que agita con manso aliento; ese dulcísimo acento con que trina el ruiseñor de sus copas morador, llamando al cercano día, ¿no es verdad, gacela mía, que están respirando amor? Y estas palabras que están filtrando insensiblemente tu corazón, ya pendiente de los labios de don Juan, y cuyas ideas van inflamando en su interior un fuego germinador no encendido todavía, ¿no es verdad, estrella mía, que están respirando amor? Y esas dos líquidas perlas que se desprenden tranquilas de tus radiantes pupilas convidándome a beberlas, evaporarse, a no verlas, de sí mismas al calor; y ese encendido color que en tu semblante no había, ¿no es verdad, hermosa mía, que están respirando amor? ¡Oh! Sí, bellísima Inés, espejo y luz de mis ojos; escucharme sin enojos, como lo haces, amor es: mira aquí a tus plantas, pues, todo el altivo rigor

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de este corazón traidor que rendirse no creía, adorando vida mía, la esclavitud de tu amor.

D.ª INÉS: Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!, que no podré resistir mucho tiempo sin morir, tan nunca sentido afán. ¡Ah! Callad, por compasión, que oyéndoos, me parece que mi cerebro enloquece, y se arde mi corazón. ¡Ah! Me habéis dado a beber un filtro infernal sin duda, que a rendiros os ayuda la virtud de la mujer. Tal vez poseéis, don Juan, un misterioso amuleto, que a vos me atrae en secreto como irresistible imán. Tal vez Satán puso en vos su vista fascinadora, su palabra seductora, y el amor que negó a Dios. ¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!, sino caer en vuestros brazos, si el corazón en pedazos me vais robando de aquí? No, don Juan, en poder mío resistirte no está ya: yo voy a ti, como va sorbido al mar ese río. Tu presencia me enajena, tus palabras me alucinan, y tus ojos me fascinan, y tu aliento me envenena. ¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro de tu hidalga compasión o arráncame el corazón, o ámame, porque te adoro.

D. JUAN: ¡Alma mía! Esa palabra cambia de modo mi ser, que alcanzo que puede hacer hasta que el Edén se me abra. No es, doña Inés, Satanás quien pone este amor en mí: es Dios, que quiere por ti ganarme para él quizás No; el amor que hoy se atesora en mi corazón mortal, no es un amor terrenal como el que sentí hasta ahora; no es esa chispa fugaz

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que cualquier ráfaga apaga; es incendio que se traga cuanto ve, inmenso voraz. Desecha, pues, tu inquietud, bellísima doña Inés, porque me siento a tus pies capaz aún de la virtud. Sí; iré mi orgullo a postrar ante el buen comendador, y o habrá de darme tu amor, o me tendrá que matar,

D.ª INÉS: ¡Don Juan de mi corazón! D. JUAN: ¡Silencio! ¿Habéis escuchado? D.ª INÉS: ¿Qué? D. JUAN: Sí, una barca ha atracado (Mira por el balcón)

debajo de ese balcón, Un hombre embozado de ella salta... Brígida, al momento pasad a ese otro aposento, y perdonad, Inés bella, si solo me importa estar.

D.ª INÉS: ¿Tardarás? D. JUAN: Poco ha de ser. D.ª INÉS: A mi padre hemos de ver. D. JUAN: Sí, en cuanto empiece a clarear.

Adiós.

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El autor y su obra

José de Espronceda MICROBIOGRAFÍA

Nace en Almendralejo (Badajoz) en 1808. Estudia en Madrid con el profesor Alberto Lista. Con quince años, crea con algunos amigos una sociedad secreta llamada los Numantinos y poco después funda la Academia del Mirto. Sus actividades revolucionarias le llevan desterrado por cinco años a un monasterio de Guadalajara, aunque solo permanece en él tres meses. Entre 1825 y 1827 se aparta de la política y se dedica a la composición de varios poemas e inicia El Pelayo, en el que une leyenda del Conde Don Julián con la historia de D. Pelayo. En 1827 se dirige a Portugal, de donde es expulsado a

Londres. Allí entra en contacto con otras literaturas europeas y su percepción estilística sufre importantes cambios. De esta época son el Himno al sol, y el Canto del Cosaco Sus amores con Teresa Mancha, casada con un español emigrado y madre de dos hijos, influye en su viaje a París, donde participa en las barricadas de julio de 1830. Regresa a Madrid, con Teresa, a la muerte de Fernando VII, en 1833. Abandonado por ella, que no puede comprender su activismo político, queda solo con su hija Blanca, de apenas dos años. Es nombrado secretario de la Legación española en La Haya y elegido diputado progresista en Almería. Muere a los treinta y cuatro años de difteria en 1842. Entre sus obras hay que recordar El estudiante de Salamanca, de tema donjuanesco y El Diablo Mundo. Entre los poemas cortos destacan sus Canciones, Canción del pirata, A Jarifa en una orgía, El verdugo, El reo de muerte o Canción del cosaco. No se puede dejar de citar tampoco Desesperación. TEXTO La canción del pirata

Con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar, sino vuela un velero bergantín; bajel pirata que llaman, por su bravura, el Temido, en todo mar conocido del uno al otro confín. La luna en el mar riela, en la lona gime el viento y alza en blando movimiento olas de plata y azul; y va el capitán pirata, cantando alegre en la popa, Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su frente Estambul; —«Navega velero mío, sin temor,

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que ni enemigo navío, ni tormenta, ni bonanza, tu rumbo a torcer alcanza, ni a sujetar tu valor. »Veinte presas hemos hecho a despecho, del inglés, »y han rendido sus pendones cien naciones a mis pies. »Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria la mar. »Allá muevan feroz guerra ciegos reyes por un palmo más de tierra, que yo tengo aquí por mío cuanto abarca el mar bravío, a quien nadie impuso leyes. »Y no hay playa sea cualquiera, ni bandera de esplendor, »que no sienta mi derecho y dé pecho a mi valor. »Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria la mar. »A la voz de ¡barco viene! es de ver cómo vira y se previene a todo trapo a escapar: que yo soy el rey del mar, y mi furia es de temer. »En las presas yo divido lo cogido por igual: »sólo quiero por riqueza la belleza sin rival. »Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria la mar. »¡Sentenciado estoy a muerte!;

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yo me río; no me abandone la suerte, y al mismo que me condena, colgaré de alguna entena quizá en su propio navío. »Y si caigo ¿qué es la vida? Por perdida ya la di, »cuando el yugo de un esclavo como un bravo sacudí. »Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria la mar. »Son mi música mejor aquilones el estrépito y temblor de los cables sacudidos, del negro mar los bramidos y el rugir de mis cañones. »Y del trueno al son violento, y del viento al rebramar, »yo me duermo sosegado arrullado por el mar. »Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria la mar».

TEXTO El canto del cosaco Coro

¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín. ¡Hurra! ¡a caballo, hijos de la niebla! Suelta la rienda, a combatir volad: ¿veis esas tierras fértiles?, las puebla gente opulenta, afeminada ya. Casas, palacios, campos y jardines, todo es hermoso y refulgente allí:

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son sus hembras celestes serafines, su sol alumbra un cielo de zafir. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín. Nuestros sean su oro y sus placeres, gocemos de ese campo y ese sol; son sus soldados menos que mujeres, sus reyes viles mercaderes son. Vedlos huir para esconder su oro, vedlos cobardes lágrimas verter... ¡Hurra! volad: sus cuerpos, su tesoro huellen nuestros caballos con sus pies. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín. Dictará allí nuestro capricho leyes, nuestras casas alcázares serán, los cetros y coronas de los reyes cual juguetes de niños rodarán. ¡Hurra! ¡volad! a hartar nuestros deseos: las más hermosas nos darán su amor, y no hallarán nuestros semblantes feos, que siempre brilla hermoso el vencedor. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín. Desgarraremos la vencida Europa cual tigres que devoran su ración; en sangre empaparemos nuestra ropa cual rojo manto de imperial señor. Nuestros nobles caballos relinchando regias habitaciones morarán; cien esclavos, sus frentes inclinando, al mover nuestros ojos temblarán. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín. Venid, volad, guerreros del desierto, como nubes en negra confusión, todos suelto el bridón, el ojo incierto, todos atropellándose en montón. Id en la espesa niebla confundidos, cual tromba que arrebata el huracán, cual témpanos de hielo endurecidos por entre rocas despeñados van. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean,

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de los grajos su ejército festín. Nuestros padres un tiempo caminaron hasta llegar a una imperial ciudad; un sol más puro es fama que encontraron, y palacios de oro y de cristal. Vadearon el Tibre sus bridones, yerta a sus pies la tierra enmudeció; su sueño con fantásticas canciones la fada de los triunfos arrulló. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín. ¡Qué! ¿No sentís la lanza estremecerse, hambrienta en vuestras manos de matar? ¿No veis entre la niebla aparecerse visiones mil que el parabién nos dan? Escudo de esas míseras naciones era ese muro que abatido fue; la gloria de Polonia y sus blasones en humo y sangre convertidos ved. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín. ¿Quién en dolor trocó sus alegrías? ¿Quién sus hijos triunfante encadenó? ¿Quién puso fin a sus gloriosos días? ¿Quién en su propia sangre los ahogó? ¡Hurra, cosacos! ¡gloria al más valiente! Esos hombres de Europa nos verán: ¡Hurra! nuestros caballos en su frente hondas sus herraduras marcarán. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín. A cada bote de la lanza ruda, a cada escape en la abrasada lid, la sangrienta ración de carne cruda bajo la silla sentiréis hervir. Y allá después en templos suntüosos, sirviéndonos de mesa algún altar, nuestra sed calmarán vinos sabrosos, hartará nuestra hambre blanco pan. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín. Y nuestras madres nos verán triunfantes, y a esa caduca Europa a nuestros pies, y acudirán de gozo palpitantes en cada hijo a contemplar un rey.

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Nuestros hijos sabrán nuestras acciones, las coronas de Europa heredarán, y a conquistar también otras regiones el caballo y la lanza aprestarán. ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra! La Europa os brinda espléndido botín: sangrienta charca sus campiñas sean, de los grajos su ejército festín.

TEXTO La desesperación

Me gusta ver el cielo con negros nubarrones y oír los aquilones horrísonos bramar, me gusta ver la noche sin luna y sin estrellas, y sólo las centellas la tierra iluminar. Me agrada un cementerio de muertos bien relleno, manando sangre y cieno que impida el respirar, y allí un sepulturero de tétrica mirada con mano despiadada los cráneos machacar. Me alegra ver la bomba caer mansa del cielo, e inmóvil en el suelo, sin mecha al parecer, y luego embravecida que estalla y que se agita y rayos mil vomita y muertos por doquier. Que el trueno me despierte con su ronco estampido, y al mundo adormecido le haga estremecer, que rayos cada instante caigan sobre él sin cuento, que se hunda el firmamento me agrada mucho ver. La llama de un incendio que corra devorando y muertos apilando quisiera yo encender; tostarse allí un anciano, volverse todo tea, y oír como chirrea

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¡qué gusto!, ¡qué placer! Me gusta una campiña de nieve tapizada, de flores despojada, sin fruto, sin verdor, ni pájaros que canten, ni sol haya que alumbre y sólo se vislumbre la muerte en derredor. Allá, en sombrío monte, solar desmantelado, me place en sumo grado la luna al reflejar, moverse las veletas con áspero chirrido igual al alarido que anuncia el expirar. Me gusta que al Averno lleven a los mortales y allí todos los males les hagan padecer; les abran las entrañas, les rasguen los tendones, rompan los corazones sin de ayes caso hacer. Insólita avenida que inunda fértil vega, de cumbre en cumbre llega, y arrasa por doquier; se lleva los ganados y las vides sin pausa, y estragos miles causa, ¡qué gusto!, ¡qué placer! Las voces y las risas, el juego, las botellas, en torno de las bellas alegres apurar; y en sus lascivas bocas, con voluptuoso halago, un beso a cada trago alegres estampar. Romper después las copas, los platos, las barajas, y abiertas las navajas, buscando el corazón; oír luego los brindis mezclados con quejidos que lanzan los heridos en llanto y confusión. Me alegra oír al uno pedir a voces vino, mientras que su vecino se cae en un rincón;

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y que otros ya borrachos, en trino desusado, cantan al dios vendado impúdica canción. Me agradan las queridas tendidas en los lechos, sin chales en los pechos y flojo el cinturón, mostrando sus encantos, sin orden el cabello, al aire el muslo bello... ¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!

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El autor y su obra

Mariano José de Larra MICROBIOGRAFÍA

Nace y muere en Madrid (1809 – 1837) durante la ocupación francesa y pasó sus primeros años de vida en Burdeos, donde tuvo que refugiarse su padre tras la derrota de los franceses en 1812, regresando a la capital de España en 1818. Empieza su carrera periodística en dos periódicos de su propiedad, El duende satírico del día y El pobrecito hablador. Colabora después como crítico de teatro en La revista española. Firma sus artículos bajo seudónimo, Fígaro, Duende, Bachiller y El pobrecito hablador. Llega a ser uno de los periodistas mejor pagados del país. Larra es

conocido ante todo por sus artículos de costumbres o escenas de la vida española, llenos de nostalgia, en los que retrata de forma satírica a la sociedad describiendo su complacencia, ante la corrupción, así como su hipocresía. Llega a ser el paradigma del hombre romántico. Desgraciado en el amor (se enamora de quién es amante de su padre), vive un matrimonio infeliz y acaba suicidándose a los 28 años. Ofrece una visión muy pesimista de la vida española y aunque no se identificó plenamente nunca con el romanticismo, sus artículos contribuyeron desarrollo del discurso romántico español y le convierten en figura esencial para la futura Generación del Noventa y Ocho. Traduce varias obras francesas y publica El doncel de Don Enrique el Doliente y la obra de teatro Macías. También tradujo diversas obras de teatro francesas. TEXTO Vuelva usted mañana

Artículo del Bachiller Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que

ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de éstos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.

Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una

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causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haber las profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.

Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.

Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en Paris de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.

Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.

-Mirad- le dije-, monsieur Sans-délai -que así se llamaba-; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.

-Ciertamente- me contestó-. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

-Permitidme, monsieur Sans-délai- le dije entre socarrón y formal-, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid.

-¿Cómo? -Dentro de quince meses estáis aquí todavía. -¿Os burláis? -No por cierto. -¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa! -Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador. -Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de

hablar mal siempre de su país por hacerse superiores a sus compatriotas. -Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a

una sola de las personas cuya cooperación necesitáis. -¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad. -Todos os comunicarán su inercia. Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por

la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí. Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba

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tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.

-Vuelva usted mañana- nos respondió la criada-, porque el señor no se ha levantado todavía.

-Vuelva usted mañana- nos dijo al siguiente día-, porque el amo acaba de salir. -Vuelva usted mañana- nos respondió el otro-, porque el amo está durmiendo la siesta. -Vuelva usted mañana- nos respondió el lunes siguiente-, porque hoy ha ido a los toros. -¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y "Vuelva usted mañana -nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva

usted mañana, porque no está en limpio". A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido

Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones. Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas

pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

-¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai?- le dije al llegar a estas pruebas. -Me parece que son hombres singulares... -Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca. Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo

que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente. A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión. -Vuelva usted mañana- nos dijo el portero-. El oficial de la mesa no ha venido hoy. "Grande causa le habrá detenido", dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos

encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero: -Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy. -Grandes negocios habrán cargado sobre él- dije yo. Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el

agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar.

-Es imposible verle hoy- le dije a mi compañero- su señoría está en efecto ocupadísimo. Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a

informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.

Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al

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ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro.

-De aquí se remitió con fecha de tantos- decían en uno. -Aquí no ha llegado nada- decían en otro. -¡Voto va!- dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado

en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población?

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio! -Es indispensable -dijo el oficial con voz campanuda-, que esas cosas vayan por sus

trámites regulares. Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro

expediente tantos o cuantos años de servicio. Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al

informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía:

«A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado». -¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai -exclamé riéndome a carcajadas-; éste es nuestro

negocio. Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos. -¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré

conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¡Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras.

-¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas.

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.

-Ese hombre se va a perder- me decía un personaje muy grave y muy patriótico. -Esa no es una razón- le repuse-: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en

concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia. -¿Cómo ha de salir con su intención? -Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse

siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa? -Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese

señor extranjero quiere. -¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor? -Si, pero lo han hecho. -Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas. ¿Con que, porque siempre

se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno.

-Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo. -Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació. -En fin, señor Fígaro, es un extranjero. -Y por qué no lo hacen los naturales del país? -Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre. -Señor mío- exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia-, está usted en un error harto

general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya

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que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas. Un extranjero- seguí- que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia. Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos... Pero veo por sus gestos de usted- concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo- que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro, y hágalo el diablo.» Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.]

Concluida esta filípica, fuime en busca de mi Sans-délai. -Me marcho, señor Fígaro- me dijo-. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo

me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable. -¡Ay! mi amigo- le dije-, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia;

mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven. -¿Es posible? -¿Nunca me habéis de creer? Acordaos de los quince días... Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo. -Vuelva usted mañana- nos decían en todas partes-, porque hoy no se ve. -Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial. Era cosa de ver la cara de mi amigo al oir lo del memorialito: representábasele en la

imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y... Contentóse con decir: -Soy extranjero-. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos! Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días

tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver,] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo

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y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones.- ¡Eh! mañana le escribiré. Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!

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El autor y su obra

Manuel Bretón de los Herreros

MICROBIOGRAFÍA

Nace en 1796 en Quel. Llega a Madrid junto a sus padres y sus cinco hermanos en 1806. Estudia Latinidad y Humanidades, pero dificultades económicas le obligan a interrumpir los estudios. Con quince años se alista como soldado para luchar contra los franceses y a los veinte escribe su primera comedia. Pierde un ojo como efecto de una cuchillada, estando destinado en Andalucía, recibió una cuchillada en un ojo que perdió para siempre. Abandona el ejército en 1822, pero, para defender la causa liberal, se incorpora a las tropas del general Torrijos y participa en la

defensa de Cartagena. Antes de la derrota se refugia en su pueblo natal y posteriormente regresa a Madrid donde vive sin empleo. Consigue que se estrene su comedia A la vejez viruelas con éxito. Acude, para completar su formación literaria al Colegio de San Mateo, asiste a varias tertulias literarias y obtiene reconocimiento como poeta y dramaturgo. En 1831 estrena Marcela o ¿a cuál de los tres?, e inicia su labor periodística en El Correo Literario y Mercantil, que luego continua en La Abeja, El Universal o La ley, donde aparecen algunos de sus mejores artículos costumbristas. Su teatro incorpora algunos elementos nuevos, como la polimetría de sus versos. Pero los satisfactorios resultados de su propuesta escénica se fundamentan en la comicidad y la moralidad. Entre sus dramas hay que citar a Elena y entre sus comedias El pelo de la dehesa y Muérete y verás. Es elegido Académico de la Real Academia Española de la Lengua, de la que llega a ser secretario, y ocupa los cargos de Director de la Gaceta de Madrid, Administrador de la Imprenta Nacional y Director y Bibliotecario mayor de la Biblioteca Nacional. Muere en noviembre de 1873.

TEXTO Elena Drama en cinco actos Acto I

PERSONAJES ELENA.VICTORINA. BLASA.DOÑA CASILDA. DON GERARDO. EL MARQUÉS. GINÉS. EL CONDE. REJÓN. TORMENTA. PANCHO. PASCUAL. UN PINTOR. UN MÚSICO. LADRÓN 1º. LADRÓN 2º. DON TADEO. UN CARRETERO. LADRONES CRIADOS. El primer acto pasa en Utrera; segundo y tercero en Sevilla; cuarto en un despoblado, y quinto en una cabaña.

Escena I - Sala en casa de DON GERARDO. DON GERARDO. Ya no hay freno a mi pasión;

ya tanta debilidad me avergüenza; ya me canso de gemir, de suplicar... Mi esposa ha de ser Elena: 5 lo he jurado; lo será. ¡Ay desdichada mujer

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si es ingrata a mi bondad!

Escena II DON GERARDO. GINÉS.

GINÉS Señor... DON GERARDO ¿Qué hace mi sobrina? GINÉS Desayunándose está. DON GERARDO Bien. No tardará en venir

con su labor. El fatal momento se acerca. Tiemblo.

GINÉS ¡Bobada! ¿Por qué tembláis? DON GERARDO Ginés, sólo en ti confío. GINÉS ¡Oh!, bien podéis confiar. DON GERARDO El celo con que me sirves

no olvidaré yo jamás. Cuando todos me vendían tú solo fuiste leal; tú solo en mi larga ausencia no te gozaste en labrar mi deshonra, mi desdicha.

GINÉS ¡Señor, señor, por piedad, no me abochornéis! Cumplí con mi deber. Nada más.

DON GERARDO No bien descubrir lograste aquel lazo criminal, le denunciaste a tu amo, que en la modestia falaz de una mujer se fiaba.

GINÉS ¡Ah, señor! La caridad con que la humana flaqueza debe un cristiano mirar, la indulgencia y el sigilo me prescribían quizá. Por otra parte, el amor que me debéis, mi lealtad, mi gratitud... ¡Fue preciso a esa infeliz acusar! Pero bien sabéis, señor, que no hubo mordacidad en mi carta. ¡Dios me libre! Referí de pe a pa lo sucedido; eso sí, pero sin acriminar al prójimo; que soy hombre yo también, y puedo, ¡ay! caer por desgracia un día en las garras de Satán. Tranquila está mi conciencia, y sólo tengo un pesar, que es haber sabido tarde, y cuando no había ya remedio, la mala acción de vuestro indigno rival.

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Dirán que pérfido fui con la cuitada. Es verdad. Luego que partió de Utrera el seductor capitán a una urgente comisión del servicio militar, logré hacerme confidente de su víctima, y fue tal su candor, su buena fe, que tendría por crueldad haberla engañado luego, si para evitar un mal no hubiera sido forzoso otro más leve aceptar. Temí vuestros justos celos; temí que agudo puñal la sangre de esa infeliz derramase, y, lo que es más, la vuestra. En tal situación, ¿qué mucho pues si sagaz interceptando las cartas de la dama y del galán, fingiendo otras, y atizando de la discordia infernal la tea, allané el camino de vuestra felicidad? Los medios son reprensibles, mal lo pudiera negar; pero es muy cristiano el fin, pues se encamina a la paz, y a la dicha de mi amo, de aquel que me da su pan; de aquel... ¡Sea todo por Dios! Lo mejor es olvidar lo pasado; y yo confío, puesto que tanto la amáis, que vuestra hermosa sobrina al fin la mano os dará, y un matrimonio dichoso pondrá fin a tanto afán.

DON GERARDO Tan lisonjera esperanza no me atrevo yo a abrigar en mi pecho todavía. Tú sabes la frialdad con que siempre me ha escuchado cuando he querido insinuar mi designio de casarme con ella. Ya es un volcán dentro de mi alma el amor que me inspira su beldad, y retardar no me es dado, o bien el golpe mortal de un desengaño, o la dicha

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de llamarla ante el altar esposa mía. Esta carta del irritado oficial tal vez en odio implacable tanto amor convertirá. Parece que la he dictado yo mismo. Se la darás, y con destreza...

GINÉS (Tomando y guardando el papel.) Os comprendo. Obraré según el plan convenido. Sin embargo, bueno fuera retardar algún tiempo...

DON GERARDO No, Ginés. Basta de suplicio ya.

GINÉS Quiera el cielo... DON GERARDO Si consigues

inclinar su voluntad hacia mí, seré tu esclavo, no tu señor. Mi caudal, mi vida...

GINÉS ¡Silencio! DON GERARDO ¿Viene? GINÉS Sí, señor. DON GERARDO Voy a escuchar.

desde ese cuarto. A su tiempo saldré...

GINÉS Sí. ¡Pronto! Aquí está.

Escena III - ELENA. GINÉS. GINÉS ¡Pobre señorita! ¡Siempre,

siempre llorando! ELENA El encono

de mi estrella, buen Ginés, así lo quiere. Yo lloro, y entre tanto el hombre injusto, ocasión de mis sollozos, tal vez a otra desgraciada jura eterno amor. ¡Mis ojos ya no volverán a verle! La que en tiempo más dichoso era su ídolo, quizá ya no le merece un solo recuerdo.

GINÉS En verdad, señora, militar, joven, buen mozo, y en siglo tan corrompido, no me causaría asombro su perfidia. Sin embargo, mientras no haya un testimonio que lo pruebe...

ELENA ¿Qué más prueba

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que pasar un mes y otro sin escribirme? Al principio con más compasión que enojo su silencio atribuía a alguna dolencia. ¡Ay! ¡Cómo, cómo nos ciega el amor! Pero tú sabes cuan poco duró mi error. Tú, que has sido mi consolador, mi apoyo, desde el día que supiste mi secreto...

GINÉS Soy piadoso, señorita. Fui cristiano antes de ser mayordomo.

ELENA Tú escribiste a Badajoz donde se halla desde Agosto su regimiento, y supiste...

GINÉS Que está muy sano y muy gordo don Gabriel; pero tal vez algún impensado estorbo... No hay que perder la esperanza. Acaso anhelando el logro de sus deseos... Sabéis que antes de partir, ansioso de unirse a vos para siempre en halagüeño consorcio, solicitó la debida Real licencia, y si el negocio no está corriente, sin duda habrá de estarlo muy pronto. El día menos pensado recibiremos...

ELENA Tu rostro me anuncia algún bien. ¡Ah! Dime...

GINÉS Si me prometéis que el gozo no ha de enajenaros, hoy..., tal vez ahora mismo...

ELENA ¿Qué oigo? Habla. ¿Qué quieres decirme? ¿Hay carta?

GINÉS ¡Chit...! ¡Qué alboroto! Sí. Tómela usted. (Da a ELENA la que recibió de DON GERARDO.)

ELENA ¡Gabriel! ¡Dueño de mi vida! ¡Oh colmo de placer!

GINÉS Callad! No en vano temí... ¡Por vida del moro! Pedir juicio a los amantes es pedir peras al olmo. Moderaos. Si nos oyen...

ELENA (Ha abierto la carta.) No temas. ¿Ves cuál sofoco en mi pecho el regocijo? ¡Oh nombre, nombre que adoro,

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aquí estás! ¡Con qué delicia te besa el labio amoroso de tu Elena!

GINÉS Ya ha llegado el fatal momento.

ELENA (Interrumpiendo su lectura.) ¡Cómo...! ¡Justo Dios!... ¿Será posible...? ¿Daré crédito a mis ojos? (Dejándose caer sobre una silla.) ¡Ah! Yo muero.

GINÉS ¡Señorita! ELENA No, no te pido socorro.

Dame un puñal que me mate, pues golpe tan horroroso puedo resistir. ¡Ginés!

GINÉS ¿Qué nueva funesta...? ELENA ¡Monstruo!

Lee esa carta. ¡Ah! ¡Qué tarde su perfidia reconozco!

GINÉS (Lee.) «Te creí digna de ser amada, y mi corazón fue tuyo. Un desengaño feliz ha roto la venda que me cegaba. No te acuso; eres mujer. Ni te recuerdo tus promesas, ni estoy obligado a cumplir las mías. Fuiste débil; yo seré prudente. Suspiras por tu libertad; yo recobro la mía. Supongo que no me escribirás; sería inútil. No te inquiete la suerte de tu inocente hijo. Sé mis deberes, y no renunciaré a mis derechos. Adiós. Olvida para siempre al desengañado y resuelto Gabriel de Zavala». Jesús, Jesús, ¡qué maldad! ¡qué perfidia! Estoy absorto.

ELENA ¡Oh rubor!, ¡oh desventura! ¡Tal es el premio que logro del más entrañable amor! ¿Qué fue del mentido lloro, traidor, qué de la elocuencia, qué de los ardientes votos con que insidiaste y rendiste mi virtud?

GINÉS Hay muchos lobos con piel de oveja, ¡Ay, señora, cuántos vínculos ha roto la ausencia! Ya en este siglo pasan por juguete el dolo, la injusticia... No hay virtud, ni constancia, ni decoro en los hombres. (Vive Dios, que hablo como un san Ambrosio.)

ELENA No; quizá tiene mi amante motivos muy poderosos, que no puedo comprender, para violar sin rebozo sus juramentos. Acaso la calumnia...

GINÉS Sí, su soplo envenenado tal vez

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convierte el amor en odio. Mas ¿qué amante verdadero, sólo porque algún chismoso le indispone con su dama, la condena de eso modo, sin comprobar su delito, sin oírla? No soy docto, mas por la lectura sola de esta carta, bien conozco que es don Gabriel un perjuro. Se muestra en ella quejoso; pero ¿de qué? Sólo dice: «quitó la venda a mis ojos un desengaño feliz...» ¿Qué desengaño, o qué embrollo es este? ¡Nada!, pretextos, subterfugios de tramposo. Quizá tenía vergüenza de escribir: «yo te abandono porque me canso de ti y a otra belleza enamoro».

ELENA Ten piedad de mi dolor. No me quites oficioso el consuelo de la duda, de la esperanza. ¡Este sólo me restaba!

GINÉS No quisiera afligir ni por asomo a mi amada señorita, mas con vanos circunloquios no disfrazo lo que siento.

ELENA ¡Dios de venganza! ¿Eres sordo al clamor de una infeliz? Descienda desde tu trono un rayo exterminador. Perezca el hombre alevoso que así me engañó. Sepulta a su cómplice en el polvo de la tumba. ¡Miserable! ¿Qué digo? ¡Ah! ¿Cómo te invoco sin temblar? Mi frente sola sea blanco lastimoso de tu cólera divina, pues yo soy quien la provoco; yo que abandoné la senda de la virtud; yo que ahogo sus gritos; yo que del alma aun el retrato no borro de un fementido; yo en fin que a mi familia deshonro.

GINÉS (Ahora viene de perillas un movimiento oratorio.) ¡Deshonrar! ¿Por qué, señora?

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Don Gerardo es generoso, es hombre de mundo, y sabe que está expuesta a mil escollos la virtud de una mujer, como nave sin piloto. Por algunas expresiones que de cuando en cuando le oigo presumo que mi señor ya se ha informado de todo. Sí, señora. Sin embargo, cada día está más loco por Elena, y si lograra la dicha de ser su esposo...

ELENA (Sin oír a GINÉS.) ¡Desdichada! ¿Adónde iré?, ¿en qué desierto remoto iré a esconder mi miseria?, ¿quién enjugará piadoso mis lágrimas doloridas?, ¿quién...?

GINÉS ¡Qué lástima de potro! Ese hombre ¿es cristiano? ¡Ah vil! ¿Y qué haréis? Ello, es forzoso tomar un partido. Acaso la justicia... Mas el foro procede con tanta flema... Y luego, si él es temoso y se cierra en no casarse...

ELENA No, Ginés. Harto sonrojo cubre ya mi frente. ¿Quieres que, haciendo al mundo notorio mi infortunio, me aventure a un fallo que mi desdoro tal vez aumente? ¿Y qué gloria, qué ventura me propongo si por fuerza es mi marido? Su corazón ambiciono más que su mano, Ginés. ¿Y qué tribunal, que solio me lo volviera? Perdí para siempre mi reposo, mi alegría, mi esperanza.

GINÉS ¡No! ¡Cuál fuera el alborozo del perverso don Gabriel si viera ese amargo lloro! ¿No hay más hombres en el mundo? ¿Son como él acaso todos? Olvidadle, señorita. Más digno, más amoroso consorte os depara el cielo; y no es al fin ningún mono, ningún...

ELENA ¡Jamás! Condenada a la aflicción y al oprobio,

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¿qué mortal osara...?

Escena IV DON GERARDO. ELENA. GINÉS. DON GERARDO (Saliendo precipitadamente.) Yo. ELENA ¡Mi tío! DON GERARDO Yo que te adoro;

yo, que postrado a tus pies te juro...

ELENA ¡Señor!... GINÉS (Yo estorbo.)

Escena V DON GERARDO. ELENA. ELENA Levantad. DON GERARDO Pronuncia un sí.

Hazme venturoso, Elena. No me apartaré de ti hasta que tu boca...

ELENA ¡Oh pena! DON GERARDO Compadécete de mí. ELENA (¡Oh cielos! ¡En qué ocasión!...)

Por piedad... Yo no merezco... Ni puede mi corazón...

DON GERARDO Si no eres mía, fallezco; ¡tan profunda es mi pasión!

ELENA Perdonad, señor, si huyendo evito...

DON GERARDO (Se levanta y la detiene.) No. ¿Por qué huir? Yo con mi amor no te ofendo. Sólo tu dicha pretendo.

ELENA (¡Ah! ¡Cuánto tardo en morir!) DON GERARDO ¿Merecen tanto desvío

mi bondad, mi tierno amor? ELENA Yo no mando en mi albedrío. DON GERARDO ¿Sufriera tanto rigor

si yo mandara en el mío? ELENA Si basta mi gratitud... DON GERARDO No, que merece tu mano

mi tierna solicitud quizá más que algún villano seductor de tu virtud.

ELENA ¿Qué escucho? DON GERARDO Todo lo sé. ELENA ¡Desventurada de mí!

¡Ah, señor! Ya no podré alzar mis ojos...

DON GERARDO ¿Por qué? ¡Yo los alzo sobre ti! A ti te causa rubor haber amado a un traidor, ocasión de tu desdoro; y yo a su víctima adoro.

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¿Cuál es flaqueza mayor? ELENA ¡Ah, que con frente serena

en el miserable estado a que el cielo me condena, escuchar ya no me es dado acentos de amor!

DON GERARDO ¡Elena! ELENA Aunque el derecho he perdido

de hacer respetar mi llanto, postrada, señor, os pido no hagáis mayor mi quebranto. Sepultadme en el olvido.

DON GERARDO ¿Olvidarte yo? Jamás. Aun bajo la losa fría dueño de mi alma serás.

ELENA Un alma como la mía ama una vez, y no más.

DON GERARDO ¿Y a quién, infeliz mujer, digno juzgas de tu amor? A un perjuro, a un seductor que con bárbaro placer se mofa de tu dolor. Él te condena querido al desprecio, al abandono; yo infeliz y aborrecido, yo, que vengarme he podido, te idolatro... y te perdono. Recuerda, recuerda, ingrata, cuánto debes a este tío a quien tu desdén maltrata, y lamenta el desvarío de tu pasión insensata. Amparo de tu orfandad desde tu tierna niñez, te libertó mi bondad de triste mendicidad, y de la infamia tal vez. ¿Qué padre mostró jamás mi ternura ardiente, inmensa? ¿Dónde un amante hallarás más generoso? ¡Y me das tan amarga recompensa! Acaso mi amor un día ludibrio será del mundo; mas, ¡ay!, la razón tardía mal puede del alma mía dardo arrancar tan profundo. No brilla en mí la florida primavera de la edad; no en mi lengua fementida blanda lisonja se anida máscara de la maldad; amores no sé decir;

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sé amar con el alma entera, y si no logro rendir tu altivez injusta y fiera, amando sabré morir.

ELENA Cada palabra que habláis me traspasa el corazón. Contemplad a quién amáis, y no como yo cubráis vuestro nombre de baldón. Poder amaros quisiera, pero mi destino adverso...

DON GERARDO ¡El destino! Sé sincera. Aún amas a aquel perverso. Confiésamelo aunque muera.

ELENA Sí, le amo, le amo, señor, y eterno será mi amor.

DON GERARDO ¡Le amas! ¡Oh despecho!, ¡oh mengua! ¿Y sin temer mi furor...?

ELENA No sabe mentir mi lengua. DON GERARDO Insúltame. Digno soy

de tu escarnio y tu desprecio, pues ciego y sin juicio estoy, y con mi paciencia, ¡ay necio! armas contra mí te doy. Si hubiera escuchado un día la voz de justa venganza lavando la afrenta mía en tu sangre, hoy no vería burlada así mi esperanza.

ELENA Clavad el hierro inhumano en mi sangre aborrecida. ¿Quién detiene vuestra mano? Sed mi cruel homicida..., mas no seáis mi tirano.

DON GERARDO Si pudiera aborrecerte, ¡oh cuán venturoso fuera!

ELENA ¿Qué esperáis? Dadme la muerte. Yo bendeciré mi suerte, y la mano que me hiera. Si no por odio, señor, por piedad de mi dolor, abridme la sepultura; que esta vida sin ventura aun me infunde más horror. Vengad con golpe sangriento tanto desdén, tanto ultraje: cesará mi amor violento, cesará vuestro tormento, y el baldón de mi linaje. Arranque una punta airada a mi lacerado pecho aquella imagen amada que aun retiene a su despecho

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con fuego eterno grabada. Menos su inconstancia lloro que vuestro amor. Dadme, dadme la muerte que tanto imploro.

DON GERARDO ¡Desdichada! ELENA Sí, le adoro...

y os aborrezco. ¡Matadme! DON GERARDO ¡Oh mujer, mujer fatal

nacida para mi mal! Yo merezco oprobio tanto; yo, más piadoso a tu llanto que mi funesto rival. A ti misma te aborreces aun más que a tu bienhechor. ¡El seno al puñal ofreces!... No, no un puñal; tú mereces otro suplicio mayor. No me fuerce tu demencia a convertir en encono mi mal pagada clemencia. ¡Ay de ti si te abandono! La deshonra, la indigencia...

ELENA ¡No más! Yo sabré sufrir mi suerte...

DON GERARDO ¿Adónde has de ir sin amparo en tu aflicción?

ELENA No ha de faltarme un rincón donde llorar... y morir. Si sucumbo a la indigencia, si de Dios la providencia su protección no me da, al menos me librará de vuestra odiosa presencia.(Vase ELENA; DON GERARDO cae en una silla.)

TEXTO A la pereza

¡Qué dulce es una cama regalada! ¡Qué necio el que madruga con la aurora aunque las musas digan que enamora oír cantar a un ave en la alborada! ¡Oh, qué lindo en poltrona dilatada reposar una hora y otra hora! Comer, holgar..., ¡qué vida encantadora, sin ser de nadie y sin pensar en nada! ¡Salve, oh, Pereza! En tu macizo templo ya, tendido a la larga, me acomodo. De tus graves alumnos el ejemplo arrastro bostezando: y en tal modo tu apacible modorra a entrar me empieza que no acabo el soneto... de per... (eza)

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TEXTO A varios amigos tronados

Esta turba famélica y bellaca nunca se cansa de fumar de gorra; como al hebreo en tiempo de Gomorra yo os maldigo, y mi furia no se aplaca. ¿A qué tanto pedirme la petaca? ¿Cómo quieres, hambrón, que te socorra? ¿Soy acaso asqueroso hijo de zorra? ¿Recibo yo bajeles de Guaxaca? ¿Cómplice acaso soy del vicio ajeno? Yo gano mi fumar con mi trabajo, y en la aduana lo compro, malo o bueno. Tú, que eres un pobre calandrajo, estate sin fumar... o chupa heno... o chúpate la punta del carajo.

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El autor y su obra

Gustavo Adolfo Bécquer

MICROBIOGRAFÍA

Nace en Sevilla en febrero de 1836. Huérfano a los once años, es cuidado, junto a su hermano Valeriano, por su madrina y su tío J. Domínguez Bécquer, conocido pintor sevillano. Aprende pintura y humanidades. Muy joven, publica versos en revistas y periódicos locales. Busca gloria y fortuna en Madrid. Se hospeda en la pensión de doña Soledad y lleva una vida de penurias y privaciones realizando cualquier tipo de trabajo, biografías de políticos, traducciones, dibujos… Consigue empleo fijo como redactor de El Contemporáneo. Para ganar algún dinero adicional escribe,

en colaboración con sus amigos, comedias y zarzuelas, como La novia y el pantalón o La venta encantada, basada en el Quijote. En 1859 los amigos, que le cuidan mientras sufre una grave enfermedad, encuentran entre sus papeles El caudillo de las manos rojas, la primera de las leyendas publicadas. Enamorado de Julia Espín le dedica sus primeras Rimas, que lee en las tertulias a las que acude, pero en 1861 se casa con Casta Esteban y Navarro, hija del médico que le trata de una enfermedad venérea contraída en sus años bohemios. Con ella vive sus años más fructíferos en los que compone la mayoría de sus rimas y leyendas. Pero en la en la intimidad de sus escritos se duele del fin de sus ilusiones. Su ascenso artístico y social es paralelo a un proceso de aburguesamiento. Su salud se quebranta y, por consejo médico, se retira con su familia y su hermano al monasterio cisterciense de Veruela convertido en hospedería. Aquí nacen las Cartas desde mi celda. En 1868 es abandonado por su mujer. Queda solo, con dos hijos a su cargo. Además, pierde, con la revolución liberal, su trabajo oficial y desaparece el primer manuscrito de sus Rimas que había enviado para publicar. Normalizada la situación política, ingresan en la plantilla de la nueva Ilustración de Madrid, Gustavo como director y Valeriano como dibujante. Muere en 1870, después del fallecimiento de su hermano. La mayoría de sus obras son publicadas de forma póstuma por sus amigos.

TEXTO El Cristo de la calavera Leyenda de Toledo

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.

El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta

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que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.

La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.

Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao.

Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.

Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, palta y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.

Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.

Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.

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Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos.

En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.

Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio.

Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.

La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.

Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera.

En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.

No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.

Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el

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puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.

Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán. Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que

pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:

-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.

Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.

Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.

Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.

Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas e ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.

Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.

Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.

El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido cambiaron algunas frases en voz baja.

-Presumí que me aguardabas -dijo el uno. -Esperaba que lo presumirías -contestó el otro. -¿Y adónde iremos?

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-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.

Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras.

Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.

Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.

Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.

Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.

Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.

Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron la suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.

-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.

Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.

-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.

-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.

Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que la mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.

Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos,

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el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.

La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.

-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.

Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.

Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:

-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.

-Pues que tú lo quieres, sea -contestó Lope. Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en

cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.

Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.

Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.

El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero, deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.

Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.

Al dia siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre. Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.

Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que la saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.

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TEXTO Rima XVIII

Fatigada del baile, encendido el color, breve el aliento, apoyada en mi brazo, del salón se detuvo en un extremo. Entre la leve gasa que levantaba el palpitante seno, una flor se mecía en compasado y dulce movimiento. Como en cuna de nácar que empuja el mar y que acaricia el céfiro, tal vez allí dormía al soplo de sus labios entreabiertos. ¡Oh, quién así —pensaba— dejar pudiera deslizarse el tiempo! ¡Oh, si las flores duermen, qué dulcísimo sueño!

TEXTO Rima LIII

Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar, y otra vez con el ala a sus cristales jugando llamarán. Pero aquellas que el vuelo refrenaban tu hermosura y mi dicha a contemplar, aquellas que aprendieron nuestros nombres... ¡esas... no volverán!. Volverán las tupidas madreselvas de tu jardín las tapias a escalar, y otra vez a la tarde aún más hermosas sus flores se abrirán. Pero aquellas, cuajadas de rocío cuyas gotas mirábamos temblar y caer como lágrimas del día... ¡esas... no volverán! Volverán del amor en tus oídos las palabras ardientes a sonar; tu corazón de su profundo sueño tal vez despertará. Pero mudo y absorto y de rodillas como se adora a Dios ante su altar, como yo te he querido...; desengáñate, ¡así... no te querrán!

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TEXTO Rima LXXIX

Una mujer me ha envenenado el alma, otra mujer me ha envenenado el cuerpo; ninguna de las dos vino a buscarme, yo de ninguna de las dos me quejo. Como el mundo es redondo, el mundo rueda; si mañana, rodando, este veneno envenena a su vez ¿por qué acusarme? ¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?

TEXTO Rima LXXXIII

Solitario, triste y mudo hállase aquel cementerio; sus habitantes no lloran... ¡Qué felices son los muertos!

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El autor y su obra

Ramón de Mesonero Romanos

MICROBIOGRAFÍA

Nace en Madrid en 1803, muriendo en la misma ciudad en 1882. Con diecisiete años, tras la muerte de su padre, debe hacerse cargo de los negocios familiares. No recibe formación superior. Toda su cultura procede de la observación. Desde muy joven participa en tertulias y sociedades literarias. Se le considera creador del costumbrismo romántico y cronista periodístico de la capital de España. Con dieciocho años inicia la publicación de sus primeros cuadros de costumbres, Mis ratos perdidos o ligero bosquejo de Madrid. Se inicia

en el periodismo en el Indicador de las Novedades, de los Espectáculos y de las Artes, pero su primeros artículos costumbristas aparecerán en la revista Cartas Españolas. En 1836 edita su propio periódico, el Semanario Pintoresco Español. Le obsesiona su ciudad natal. Es autor de Manual de Madrid, El antiguo Madrid, Panorama matritense y Escenas matritenses, manuales clave para el estudio del Madrid de la época. Critica en ocasiones al movimiento romántico rechazando sus elementos más extravagantes. Así sucede en El romanticismo y los románticos Muy influenciado por el teatro clásico español, publica artículos sobre Tirso de Molina, Lope de Vega y Calderón. Mesonero defiende los valores burgueses del trabajo, pero describe costumbres castizas en La romería de San Isidro, Las Ferias o El martes de Carnaval y el miércoles de ceniza.

TEXTO El Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza

Las locuras del Carnaval tocan a su fin; la hora suprema del Martes ha sonado ya en

todos los relojes de la capital; la población, sin embargo, ensordecida con el bullicioso ruido de las músicas y festines, no escucha la fatal campana que le advierte, grata y sonora, que todo tiene término, que la mano severa de la razón acaba de arrancar la máscara a la locura. Esta, empero, tenaz y resistente, todavía pretende prolongar su dominio, y no contenta con algunas semanas de tolerada adoración, cambia mil disfraces, y hasta se atreve a profanar el de la religión misma, para continuar arrastrando en pos de su carroza a los desatentados mortales.

¡Qué horas tan próvidas de sucesos aquellas en que la noche del Martes lucha tenazmente con la aurora del día santo!... ¡Qué extravagancia de escenas, qué vértigo de pasiones, en los últimos instantes del reinado del placer! ¡Qué contraste ominoso con la tranquila calma de la religión y de la filosofía! Ellas, sin embargo, vencerán con sus naturales atractivos, con su envidiable reposo, y apoderándose de los corazones embriagados de placer y de voluptuosidad, restituirán la calma a los sentidos, el bálsamo de la paz a los corazones agitados. Tal la voz pura y sublime del Redentor del mundo, cual rayo de viva lumbre penetró en las bacanales del pueblo rey, y a su aspecto se deshicieron como sombras los ídolos del paganismo.

Pero ¿quién detiene su imaginación en estas consideraciones, cuando se halla instalado en un rico salón, dorado y refulgente a la luz de mil antorchas, sonoro a la vibración de los

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músicos instrumentos, henchido de vida y movimiento en mil grupos vistosos de figuras extrañas, que con sus variados ropajes, sus disfraces caprichosos, sus agudos diálogos, ofrecen un traslado fiel de la vida animada, de los diversos matices de la humana sociedad?

Austero filósofo, que estudias y lamentas las debilidades del hombre; dirige entonces tus severos preceptos al joven animoso que por primera vez se mira en aquel momento coronado con una dulce mirada, con un sí lisonjero del envidiado objeto de su amor... Te mirará con ceño o acaso no reparará en ti; pero si insistes en aconsejarle, en mostrarle el fiel espejo de la razón, en hacerle adivinar un porvenir doloroso tras de aquella mirada, tras de aquel dulce y halagüeño sí, te volverá la espalda, o frunciendo los labios ante tu grave y mesurada faz, te dirá con sonrisa desdeñosa... «Máscara, no te conozco, déjame bailar.»

Pura y cándida Virtud, que ceñida de blanco lino, la sien coronada de laurel, apareces de repente a los deslumbrados ojos de la noble cortesana, que envuelta en seda y pedrerías apenas acierta a divisarte por entre la nube de incienso que sus adoradores tributan a sus pies... Dila entonces lo falaz de sus promesas y juramentos; la mentida ficción de las grandezas humanas; los cándidos placeres de un corazón sencillo e inocente; -«Apártate de mí, Beata (te replicará con imperio), no pises los bordados de mi manto, no deshojes con tu aliento de mal tono la frescura de las rosas que ciñen mi frente. Ea, márchate...»

Y vosotras también, grande y noble Sabiduría, austero Deber, dulce y tranquilo Amor conyugal, apareced de repente ante el descuidado autor que emplea en aquellos instantes todo su talento en seducir a una niña inocente o en dejarse engañar por una astuta cortesana; ante el noble magistrado que trueca la severa toga de la justicia por el callado y maligno dominó; ante el marido mundanal, ante la esposa terrena, que se separan voluntariamente en busca de aventuras, y vuelven a encontrarse a la hora convenida haciendo alarde de su mutua infidelidad. Apareced, digo, entonces de repente ante esos grupos bulliciosos; cortad de improviso sus diálogos animados, reflejaos en su mente como un recuerdo instantáneo de sus respectivos deberes... Veréis fruncirse sus frentes, despertarse su arrogancia, y pretender arrancaros la careta (que no tenéis) diciéndoos con indignación: -«¿Quién sois, máscaras insolentes, o qué venís a hacer aquí?»

Todo es, en fin, placer y movimiento, y risa y algazara, y cuadros halagüeños, sin pasado y sin porvenir; la capital entera resuena con las músicas armoniosas: por las anchas ventanas se desprenden torrentes de luz, y el confuso sonido de la conversación y de la danza; mil carruajes precipitados surcan en todos sentidos las calles, para conducir a los respectivos saraos a los alegres bailadores; la plateada luna refleja sus luces en los mantos recamados de oro, en las trenzas entretejidas de pedrerías; yacen desocupados los lechos conyugales, el opulento palacio, y el elevado zaquizamí; todos sus moradores déjanlos precipitados, y corriendo en pos del tirso de la locura, acuden de mil partes a las bulliciosas mansiones del placer, a los innumerables templos de aquella Diosa de Carnaval.

¡Qué importa que a la mañana siguiente, el sol terrible alumbre la desesperación del cortesano, la miseria del indigente, la enfermedad del cuerpo, o el horrible tormento de un engañado amor!... ¡Qué importa!... Hoy han hecho una tregua los dolores; el hambre y la guerra han cubierto un instante su horrorosa faz; los recuerdos de lo pasado, los temores de lo futuro, han cedido a la mágica esponja que la locura pasó por nuestras frentes... ¡Se acaba el Carnaval!... ¡Es preciso disfrutarlo!... Y marchan y se cruzan las parejas precipitadas, y retiemblan las altas columnas, y gimen las modestas vigas, al confuso movimiento que empezando en los sótanos sombríos adonde tiene su oscura mansión el pordiosero, concluye bajo los techos artesonados y de inestimable valor...

La luz del sol, pura y radiante como en los días anteriores, penetra descuidadamente en lo interior de esta escena, y pintando de mil matices los empañados cristales de las ventanas, viene a herir las descuidadas frentes, los macilentos ojos de las hermosas; a su terrible y mágico talismán aparecen también las enojosas arrugas de los años, los estudiados afeites de la fingida beldad; rásgase el velo de la ilusión a los ojos del amante; hiélanse las palabras en los labios del cortesano; en vano la incansable locura quiere prolongar por más tiempo su dominio; sus adoradores ven clara a la luz del sol su desencajada y mortecina faz... y envolviéndose

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avergonzados de sí mismos, en sus falsos ropajes, y ocultando su semblante en el fondo de sus carrozas, tornan a sus respectivas habitaciones donde a la cabecera de su lecho les espera la triste realidad...

Suena cercano el monótono clamor de una modesta campana que llama a los fieles a la ceremonia religiosa que va a empezar en el templo. Cruzan desapercibidas por delante de sus puertas las bulliciosas parejas, los elegantes carruajes, sin que apenas ninguno de aquellos dichosos mortales se dignen parar un instante su imaginación en el saludable aviso envuelto en el sonido de aquella campana... Alguno, sin embargo, o más dichoso o más prudente, recoge animoso su inspiración, y deseoso de aprovecharla, pisa los sagrados umbrales, y entra en el templo en el momento mismo en que va a principiarse la sagrada ceremonia...

¡Qué apacible tranquilidad, qué solemne reposo bajo aquellas santas y encumbradas bóvedas! ¡Qué misterioso silencio en la piadosa concurrencia! ¡Qué noble sencillez en el sacrificio santo! ¡Qué contraste, en fin, sublime y majestuoso, con el cansado bullicio, con el mentido aparato de la mansión de la locura!... Los fieles concurrentes no son muchos en verdad; pero tampoco el templo se halla tan desocupado como era de temer de las escenas de la pasada noche... Refléjase en los semblantes ya la tranquilidad de una conciencia pura, ya la tregua religiosa de un profundo dolor; ora la rápida luz de una esperanza; ora la animada expresión de un ardiente y noble deseo...

¡Vosotros, pintores apasionados de las debilidades humanas, pretendidos moralistas modernos, novelistas y dramaturgos, escritores de conveniencia, que os atrevéis a fulminar el dardo envenenado de vuestra pluma contra la sociedad entera pretendiendo negar hasta la existencia de la virtud...! ¿La habéis buscado acaso en el sagrado recinto de la religión; en el modesto hogar del tierno padre de familias; en el taller del artesano; en el lecho hospitalario del infeliz? ¿O acaso desdeñando indiferentes estos cuadros, reflejáis sólo en vuestra imaginación y vuestras obras, los que os presentan vuestros dorados salones, vuestros impúdicos gabinetes, vuestras inmundas orgías, vuestros embriagantes cafés?... ¿Y pretendéis ser pintores de la naturaleza, cuando sólo la contempláis por su aspecto repugnante?... ¿Creéis conocer al hombre, cuando sólo pintáis sus excepciones? ¿Os atrevéis a retratar a la sociedad, cuando sólo hacéis vuestros retratos o el de vuestros semejantes? Temeridad, por cierto, sería la de aquel que pretendiera juzgar de la impureza de las aguas de un majestuoso río, por las escorias y el légamo que sobrenadan en su superficie, sin reparar que allá en el fondo de su lecho, y entre las menudas arenas, corre tranquilo y gusta de permanecer escondido lo más puro y limpio de su raudal.

Concluido el santo sacrificio, el sacerdote baja las gradas del altar, y pronunciando las sublimes palabras del rito, va imprimiendo en todas las frentes la señal del polvo en que algún día han de ser convertidas. Ni un suspiro, ni una lágrima, aparecen a tan fúnebre aviso en aquellos semblantes, en que sólo se ven retratadas la conformidad y la esperanza; y tan apacible alegría, contraste sublime con la triste señal, sin duda sorprendería a aquel desgraciado que no siente en su pecho el bálsamo consolador de la religión.

Entre los varios grupos interesantes que se ofrecen a la vista por todo el templo, uno sobre todos llama la atención en este momento... Un venerable anciano, cuya blanca cabellera se confunde naturalmente con la mancha de la ceniza que lleva en la frente, trabaja y se afana ayudado de su muleta, para incorporarse y ponerse en pie... Sus débiles esfuerzos serían insuficientes si no contase con otro auxiliar más poderoso... Una figura angelical de mujer, en cuyas hermosas facciones se pinta toda la pureza de un corazón tierno e inocente, corre a sostener al impedido, y confundir sus blanquísimas manos con las secas y arrugadas del anciano. Mírala éste lleno de gratitud, y sus lágrimas de ternura parecen dar nuevas fuerzas a la tierna criatura, que prestando sus débiles hombros al pobre viejo, le conduce lentamente hasta la puerta del templo entregándole al mismo tiempo una moneda, única que en su bolsillo existe...

Aquella joven era su hija, aquella moneda el premio mezquino del trabajo de su costura en toda la noche anterior... ¡Y aquella noche había sido la noche última del Carnaval!... Y los alegres libertinos que regresaban de los bailes, al pasar por la puerta del templo, y viendo salir de él a aquella modesta beldad, se detienen un momento sorprendidos de su hermosura, y

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calmadas sus risas por un involuntario respeto, míranse mutuamente prorrumpiendo en esta exclamación: «¡Qué diablos! ¡y creíamos que habían estado en el baile todas las hermosas de Madrid!»

Hay una calle en alguno de los barrios meridionales de esta corte, que encierra en su breve recinto más aventuras que un drama moderno, y más procesos que el archivo de la Audiencia. Esta calle, conocida harto bien de la policía civil, descuidada demasiado por la urbana, cuenta entre sus moradores cantidad considerable de profesores industriales y manufactureros, modestos paladines, músicos guitarristas, cantadores en falsete, matronas benéficas, doncellas recatadas, viajeros berberiscos, viejas mitradas, mozos despiertos, maridos dormidos, y muchachos del común.

No sabré decir a cuántos grados longitudinales se extiende el dominio e influjo de la tal calle; pero bien podremos considerarla como centro y emporio del Madrid meridional, que se dilata (según la opinión de los más acreditados geógrafos), desde las Vistillas de San Francisco a la iglesia de San Lorenzo, comprendiendo en su extenso dominio multitud de pequeños estados más o menos independientes o feudatarios, en que varían también las leyes, usos y costumbres de sus respectivos moradores.

Ahora, pues, no es del caso fijar la estadística, ni hacer el deslinde de tan considerable agrupación de pueblos; y bastará para nuestro propósito suponernos llegados al punto capital (la calle ya referida), en la mañana del Miércoles de Ceniza del año de gracia de mil ochocientos treinta y nueve.

De contado, podemos asegurar que a la hora que corre, duerme y descansa de sus fatigas de la pasada noche el Madrid-Norte y Centro-Madrid, pero vela y pestañea en toda su actividad el Madrid-Sur; a la manera de aquel gigante de que nos habla Homero que mientras dormía con la mitad de sus ojos, velaba con la otra mitad. A este Madrid, pues, agitado y bullicioso, a este ojo del gigante despierto y animado, es adonde hoy dirigimos nuestro rumbo, al través de los vientos y a bordo de un menguado y azaroso calesín.

Fuerte cosa es que la maldita política, que todo lo invade (menos mi pluma), nos vaya empobreciendo continuamente el diccionario, o como decía el médico Bartolo, secuestrando la facultad de hablar. Si no fuera por ello, no hubiera salido la voz programa de sus modestos límites, de simple anuncio, o según la define el diccionario de la Academia «el tema que se da para un discurso o cuadro».

Pudiera yo entonces a mansalva usar aquí de esta voz, sin riesgo de alusiones de ninguna especie; mas ya que la fuerza de los usos contemporáneos nos traigan a término que sean necesarias estas continuas salvedades en el lenguaje común, debo decir en descargo de mi conciencia, que aquí sólo trato de un anuncio, o vademécum que me entregó el calesero a tiempo de darnos a la vela, y en menguado papel asqueroso y mugriento, y con trazos de pluma un sí es no es inexperta y vacilante decía:

“Porgama de la solene junción y estupenda asonaa que a e celebrarse el miércoles de ceniza de esta corte, como es uso y debota costumbre en toa la cristiandá de estos barrios, saliendo la procisión den ca el tío Chispas el taernero, crofade mayor de la sardina con el intierro de este animal y too lo demás que aquí se relata”. Dejo sospechar al piadoso lector lo grato que para un asistente al espectáculo había de

ser encontrarse a dos por tres formulado el espectáculo mismo, y tener en la mano sin ulteriores explicaciones la clave de aquella cifra. Seríalo empero todavía para muchos de mis lectores, si me contentase con estampar aquí punto por coma (o por mejor decir, sin unos y sin otras, porque de ambos carecía) el tal programa; pero en cumplimiento de mi propósito y para edificación del auditorio, habré de trasladarlo del idioma de Germania al común castellano; de los límites de letra muerta al animado espectáculo de cuadro en acción.

Esto supuesto, y supuestos también los oyentes en el punto término necesario para disfrutar de tan halagüeña vista, procederemos en la descripción por el orden siguiente. Rompían la marcha bailando hacia atrás y abriendo paso con sendas estacas y carretillas disparadas a los pies de las viejas, hasta una docena de docenas de pícaros en agraz, fruta temprana y de grandes esperanzas, en quienes la elocuencia del foro funda su futura causa de

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gloria, y los caminos y canales su inmediata prosperidad. Seguían en pos otros ciento o doscientos mozallones, ya más cariacontecidos y con diversos disfraces, cuáles de ruedos y esteras en forma de monaguillos; cuáles con cabezas postizas de carneros (figurando ir disfrazados); cuáles de encorozados y penitentes; cuáles de berberiscos y soldados romanos.

Entonaban los unos un cántico endiablado no sujeta su letra a ningún diccionario, ni su música a ningún diapasón; mojaban los otros sendos escobones en calderos de vino con que hacían un profundo asperges en la devota concurrencia, y retozaban bestialmente los de más allá disparando al aire sendos garrotazos, manotadas y pescozones. Amenizaban el conjunto de este grato episodio cuatro o seis gatazos negros atados por la cola o por las patas en la punta de un palo y enarbolados en alto a guisa de pendones; cinco docenas de esquilones de todos tamaños, movidos por robustos puños y en pugna con otros tantos collarines de campanillas y cascabeles puestos igualmente en palos o en los pacientes cuellos de los hermanos de la cofradía de San Marcos, que en unión con la otra de la Sardina celebraba igualmente tan estupenda función.

Descollaba después un gran coro de vírgenes desenvueltas, de sonrosadas mejillas, ojos rasgados, nariz chata, labio retorcido, cesto de trenzas, mantilla al hombro, brazos en jarras y colorado guardapiés. Estas tales con aventadores de esparto dirigían sus expresivos saludos a una y otra fila de concurrentes; mascaban higos o mondaban naranjas, y arrojaban las cáscaras a las narices del más inmediato; bailaban y se pinchaban con alfileres, o repicaban las castañuelas y cantaban el ¡ay, ay, ay!

Seguían luego los maestros de la ceremonia; caras rugosas y monumentales; páginas elocuentes de la humana depravación; pliego de aleluyas de la vida del hombre malo, fac simile de los caprichos de Alenza; y original, en fin, de los sainetes de Cruz. Allí, como si dijéramos, se hallaba el núcleo del drama, el primer término del cuadro, el fondo de la cuestión principal. Allí el tío Chispas, director de la escena, ostentaba su grande inteligencia ante los taimados ojos de la Chusca, moza de siete cuartas, aventurada y resuelta, con más desenfado de acción que un molino de viento, y más sal en el cuerpo que la montaña de Cardona. Allí Juanillo (alias Vinagre) con un pañuelo en la cabeza y una manta pendiente del hombro, miraba a entrambos con ojos amenazadores, y su feroz expresión y su atezado rostro, ofrecían un fiel trasunto del celoso amante de Desdémona. Otros grupos más o menos interesantes retrataban todos los grados posibles del amor carnal, desde la primera mirada incentiva, hasta el último desdeñoso puntapié. Allí, en fin, los maridos de aquellas deidades, último término del cuadro, formaban una gruesa falange, y seguían apresurados el trote de los delanteros, todos revueltos, mansos y bravíos, como en el camino de Abroñigal.

Sostenida en hombros de los más autorizados, y en un grotesco ataúd, se elevaba una figura bamboche formada de paja y con vestido completo, el cual pelele era una vera efigies por su traje y hasta sus facciones del señor Marcos, marido y conjunta persona de la Chusca, a cuya ventana había estado expuesto de cuerpo presente en los tres días de carnes-tolendas; ofrenda dirigida por sus propias manos en obsequio del faraute de la fiesta, su predilecto y osado Chirlo, y emblema harto claro para él y para los circunstantes, y únicamente mudo para el cándido original de aquella ingeniosa mistificación.

En la boca del pelele, y casi sin que nadie lo echase de ver, una mísera sardina iba destinada a la fatal huesa, sucediendo en esta fiesta como en otras más importantes en que la multitud de accesorios cubren y hacen olvidar el objeto principal.

Precedían, seguían, o esperaban a tan regia comitiva en todos los puntos de la fiesta, diversos Coros o estaciones, por lo regular delante de los puestos de licores o de las calderas de buñuelos, en estos términos.

Coro de doncellas Las que envuelven cigarros en la fábrica del Portillo de Embajadores. Las que pasean entre dos luces desde la Red de San Luis a la plazuela de Santa Ana,

dedicadas al comercio por menor. Las que hacían de Madre España, y de Virtudes teologales, y de Diosas del Olimpo en

las funciones de la Jura.

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Las que venden rábanos en verano, o avellanas en feria, o naranjas en primavera, o castañas en invierno.

Las que vinieron de su pueblo a servir a un amo, y acabó su humildad por servir a muchos, barro frágil de Alcorcón, sujeto a golpes y quebraduras.

Coro de mancebos Todos los que asisten al encierro del domingo; los que pueblan la cuerda de la plaza, los

que venden bollos o truecan por vino agua de naranja o café. Los que hicieron el paseo de Recoletos, o prestaron iguales servicios al Estado en

puentes y calzadas. Los que forman las diversas comisiones de industria de esta capital; comisión de

pañuelos; comisión de relojes; comisión de cuarenta horas; comisión de posadas y forasteros. Los que juegan a la barra en las tapias de Chamberí, o cantan amores a las ninfas del

Manzanares, o cobran el barato en la Virgen del Puerto, o venden caballos en el portillo de Lavapiés.

Todos los estropeados de los ojos o piernas, que los tienen buenos para huir de San Bernardino, o los que rascan guitarras a las puertas del jubileo, o sanan de sus accidentes epilépticos a la vista de un alguacil.

Coro de inocentes Todos los que venden fósforos y libritos de papel en la Puerta del Sol y sus adyacentes. Los que cargan arena en los altos de San Isidro, o juegan a las aleluyas en la pradera de

los Guardias. Los que arrojan carretillas o garbanzos de pega a las faldas de las mujeres, o apalean los

perros, o cogen la fruta de los puestos y echan a correr. Los que vocean por las calles «el papel que ha salido nuevo», o acompañan a los héroes

en sus triunfos y a los reos en su suplicio; órganos destemplados de la pública opinión, fuelles del aura popular.

Todas estas y otras muchas clases que sería harto prolijo enumerar, alternaban confusamente con los enjaezados caballos, las campanillentas calesas, los perros aulladores, máscaras espantosas, fuegos y petardos disparados al viento.

En tan amable desorden y con la progresión que es consiguiente al continuo trasiego del mosto desde las botas a los estómagos, descendió la imponente comitiva hacia la puente toledana, siguiendo a lo largo por las frondosas orillas del Canal, y dándosele una higa, así de la elegante capital que dejaba a la espalda, como del fúnebre cementerio que miraba a su frente.

La burlesca y profana parodia se verificó en fin con toda solemnidad; ni se economizaron los cánticos burlescos, ni las religiosas ceremonias; el mísero pececillo quedó sepultado, cerca del tercer molino, en una profunda huesa y dentro de una caja de turrón; el pelele tío Marcos ardió ostentosamente encima de una elevada pira; y creciendo con las sombras de la noche el bullicio y la embriaguez, agitáronse más y más los ánimos, callaron las lenguas, hablaron los garrotes, y para que nada faltase a la propiedad de aquellas profanas exequias, diversos combatientes a la luz de las llamas se entregaban mutuamente a la más encarnizada pelea...

A la mañana siguiente la gente se agrupaba a mirar por la reja que hay debajo de la escalerilla del hospital... Dos cadáveres mutilados y desconocidos, expuestos hasta que algún pasajero pudiese declarar sus nombres y la causa de su muerte... ¡Sus nombres!... ¡la causa de su muerte!... la Chusca lo sabía; y todo el barrio, menos el tío Marcos, los adivinó.

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El autor y su obra

Rosalía de Castro MICROBIOGRAFÍA

Nace en de febrero de 1837 a la entrada de Santiago de Compostela. Es hija natural de un sacerdote y de una dama noble, aunque de pocos medios económicos. Sus primeros años de vida son tutelados por sus tías paternas viviendo en Ortoño y Padrón. Posteriormente su madre la toma a su cargo pasando a residir en Santiago de Compostela. Aquí asiste a las actividades programadas por el Liceo de la Juventud donde entra en contacto con personalidades destacadas del mundo intelectual gallego. Marcha a Madrid y publica un folleto de poesías premiado La flor.

Contrae matrimonio con Manuel Murguía, quien la anima en su quehacer literario, y publica Cantares Gallegos. De constitución enfermiza y débil, muere de cáncer de útero en su casa de Padrón en 1885. Entre sus obras se encuentra algunas narraciones románticas: La Hija del Mar, Flavio, Ruinas y El Caballero de las Botas Azules. Sus libros más transcendentes son de la época maura, Follas novas, su último título, y Cantares gallegos. La crítica suele citar como obra maestra en castellano En las orillas del Sar, de versos de tono íntimo, cargados de nocturna belleza. Otras piezas son poesías sueltas, cuadros breves de costumbres y artículos de revistas. TEXTO ¡Cuán tristes pasan los días! A MI MADRE

I ¡Cuán tristes pasan los días!... ¡cuán breves... cuán largos son!... Cómo van unos despacio, y otros con paso veloz... Mas siempre cual vaga sombra atropellándose en pos, ninguno de cuantos fueron, un débil rastro dejó. ¡Cuán negras las nubes pasan, cuán turbio se ha vuelto el sol! ¡Era un tiempo tan hermoso!... Mas ese tiempo pasó. Hoy, como pálida luna ni da vida ni calor, ni presta aliento a las flores, ni alegría al corazón. ¡Cuán triste se ha vuelto el mundo! ¡Ah!, por do quiera que voy sólo amarguras contemplo, que infunden negro pavor, sólo llantos y gemidos que no encuentran compasión...

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¡Qué triste se ha vuelto el mundo! ¡Qué triste le encuentro yo!...

II ¡Ay, qué profunda tristeza! ¡Ay, qué terrible dolor! ¡Tendida en la negra caja sin movimiento y sin voz, pálida como la cera que sus restos alumbró, yo he visto a la pobrecita madre de mi corazón! Ya desde entonces no tuve quien me prestase calor, que el fuego que ella encendía aterido se apagó. Ya no tuve desde entonces una cariñosa voz que me dijese: ¡hija mía, yo soy la que te parió! ¡Ay, qué profunda tristeza! ¡Ay, qué terrible dolor!... ¡Ella ha muerto y yo estoy viva! ¡Ella ha muerto y vivo yo! Mas, ¡ay!, pájaro sin nido, poco lo alumbrará el sol, ¡y era el pecho de mi madre nido de mi corazón!

TEXTO Brillaban en la altura A LAS ORILLAS DEL SAR

Brillaban en la altura cual moribundas chispas las pálidas estrellas, y abajo... muy abajo en la callada selva, sentíanse en las hojas próximas a secarse, y en las marchitas hierbas, algo como estallidos de arterias que se rompen y huesos que se quiebran, ¡qué cosas tan extrañas finge una mente enferma! Tan honda era la noche, la oscuridad tan densa, que ciega la pupila si se fijaba en ella creía ver brillando entre la espesa sombra como en la inmensa altura las pálidas estrellas, ¡qué cosas tan extrañas se ven en las tinieblas! En su ilusión creyóse por el vacío envuelto, y en él queriendo hundirse y girar con los astros por el celeste piélago,

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fue a estrellarse en las rocas que la noche ocultaba bajo su manto espeso.

TEXTO El caballero de las botas azules CAPÍTULO I

Hay en Madrid un palacio extenso y magnífico, como los que en otro tiempo levantaba

el diablo para encantar a las damas hermosas y andantes caballeros. Vense en él habitaciones que por su elegante coquetería pudieran llamarse nidos del amor, y salones grandes como plazas públicas cuya austera belleza hiela de espanto el corazón y hace crispar los cabellos. Todo allí es agradable y artístico, todo impresiona de una manera extraña produciendo en el ánimo efectos mágicos que no se olvidan jamás.

A pesar de esto, hubo un día no lejano en que ni el amor ni la franca alegría encontraban allí asilo, y en que el llanto y la desgracia pasaban a prisa ante aquellas doradas puertas, sin atreverse a traspasar su dintel.

¡Mansión de paz... afortunada mansión! El que la poseía en toda la plenitud de su regia belleza era rico como Creso, sibarita como Lúculo, filósofo como Platón, y a pesar de sus principios basados en una moral austera entendía como ninguno el arte de pasar la vida lo más apacible y dulcemente que puede alcanzar criatura mortal.

¡Oh, qué mañanas suavemente arrastrado en una carretela de blanco movimiento, mientras un sol templado y cariñoso resplandecía en la altura! ¡Oh, qué tardes pasadas al grato calor de un fuego aromático y viendo, a través de los anchos cristales, la muchedumbre que se tropieza en las fangosas calles, que sopla los dedos y tirita de frío!... y, ¡oh, qué tranquilas noches oyendo resonar en alguna habitación lejana los ecos del piano, mientras el viento pasaba rebramando por entre la hojarasca de los solitarios jardines y humeaba en la tacilla de oro el rico café de Moka! Tales hechos, como diría cualquier periodista, no necesitan comentarios.

El señor de la Albuérniga -así se llamaba tan dichoso mortal-, conocido, y no sin razón, por una de las notabilidades más ricas y más raras de la corte, se trataba como una tierra madre trata a su hijo predilecto, queriendo sin duda probar en sí mismo cuánto podía durar en estos tiempos de decadencia física un hombre cuidado a la perfección. Por eso, y a fin de que ninguna sedosa o torpe mano viniese a turbar de cualquier modo que fuera su apacible existencia, había empezado por cerrar su alma al sentimiento y la ternura.

Vivía célibe, sin amistades íntimas, sin amores, desligado de todo lo que no era su propia persona y ajeno a toda ambición. Filósofo por entretenimiento, amaba instintivamente el bien y aborrecía el mal; pero en vano se hubiera esperado que hiciese por el prójimo ni mal ni bien. Antes que todo estaba él después él siempre él; lo demás, era cuestión de los demás. Verdadero anacoreta del siglo en que vivimos, su casa, cuajada de mármoles y obras de arte, era la encantada Tebaida donde vivía en sí y para sí. ¿Qué podía echársele en cara? ¿Conspiraba nunca contra el gobierno? ¿Había dado o negado su voto, fuesen o viniesen leyes?

-¡Paz!... ¡Reposo!... ¡Bienes sin precio que me ha concedido el cielo..., yo os bendigo! Esto solía repetir con mesura y recogimiento en los momentos más caros a su

existencia: la hora de la siesta. ¡Hora de castas delicias!... ¡Hora dulcísima! Sin ella, ¿qué hubiera sido, qué se hubieran hecho después de la suculenta comida los espíritus apacibles? Era ésta la hora suprema en que el gran caballero, después de haber comido con excelente apetito, se levantaba de la mesa para ir a gozar del más dulce reposo en un ancho y mullido sillón. Allí entre despierto y dormido, veía al silencio tender sus alas sobre aquella mansión afortunada, y soñaba tranquilo ya con lo vano y lo pasajero de los goces de esta vida, ya con la insuperable amargura que la idea de la muerte debe prestar a las conciencias non sanctas, de cuyo número

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excluía la suya. Y el buen caballero tenía razón en este punto, porque pasaba sus días en una balsa de aceite. ¡Ay de quien entonces osara interrumpirle en su sueño!...

Pero... ¿pudiera eso acontecer? Admirado, acatado y respetado siempre como una notabilidad riquísima, ninguno había osado jamás contradecir a la singularidad rarísima, muy dueña, por otra parte, de dormir cuando y como quisiera a la extensa sombra de su mansión encantada. Pagárala, era suya, y amén.

Tres fieles y leales servidores velaban y cuidaban día y noche al poderoso caballero que se hacía entender de ellos por medio de un gesto o de una mirada. ¡Oh! ¿Y quién como él vio nunca cumplidos sus menores caprichos? Atentos a la más leve insinuación de aquella dichosa criatura, sus servidores no cesaban de repetir con un entusiasmo siempre igual: «Que esté el señor contento, y desquíciese el universo».

¡Mas no vayamos a formarnos ilusiones vanas! Este extraño razonamiento en un criado, y sobre todo en un criado de nuestros días, no provenía ni de benevolencia, ni de instintos de afecto o mansedumbre. El caballero de la Albuérniga pagaba con desusada magnificencia un buen servicio, haciendo que el oro ocupase el lugar de la gratitud y de las consideraciones, y tenía una puerta franca a toda hora para el que cometía la primera falta, ¡la primera sin apelación!, porque, perdonada ésta, solía decir el rico-filósofo-sibarita, quedaba ancho y fácil camino para la segunda. He aquí por qué sus tres criados eran los mejores criados del mundo, y por qué hubieran consentido en sufrir el tormento antes que pronunciar una palabra en voz alta cuando su amo y señor dormía.

Después que el reloj del gran salón de mármol negro había dado las tres de la tarde, el palacio más silencioso del mundo se convertía en una tumba. Ni el zumbido de un insecto turbaba aquel reposo de muerte. Como se ve bien claramente, el de la Albuérniga amaba sobre todo la quietud y la buena concordia entre su cuerpo y su espíritu: era idólatra de esa paz interior y exterior que hace del hombre el ser más perfecto, y gustaba de encontrar lisa y llana la senda de la vida, lo cual había conseguido y pensaba conseguir hasta el fin de sus días.

Mas para probar sin duda que no hay nada en la tierra ni estable ni duradero, y que todo lo que es obra del hombre cambia y perece al menor soplo, un acontecimiento inaudito y no conocido todavía en los anales del palacio de la Albuérniga vino a turbar tan pura y serena existencia.

En una calurosa tarde de agosto, a la hora en que las mismas flores parecen languidecer de fatiga y cuando el de la Albuérniga sentía que los cansados párpados se le cerraban blandamente para hacerle gustar las incomparables delicias de la siesta, en una tarde de verano, un ruido estrepitoso y agudo al mismo tiempo llegó hasta él, haciéndole dar un salto en su asiento como si hubiese sentido la picadura de un áspid.

Era el de una campanilla de las antecámaras, cuyo repiqueteo prolongado y maldecido hería los oídos, irritaba los nervios y se extendía por todo el palacio semejante a un trueno. Tan conmovido quedó el caballero que pensó por un instante si aquel estruendo atronador sería delirio o alucinación de su mente... pero no cabía duda: alguna mano nerviosa, o endemoniada acaso, agitaba la fatal campanilla cuyo timbre desgarraba sin compasión el delicado tímpano del hombre más pacífico de la tierra y hacía estremecer su alma como si fuese el eco de la trompeta final.

Los criados, en tanto, llenos de asombro, pálidos como la misma muerte y dando traspiés como beodos, se habían encaminado hacia la puerta para saber quién era el que osaba cometer tan deplorable, tan inconcebible escándalo.

Un joven y elegante caballero, vestido de negro, que calzaba unas botas azules que le llegaban hasta la rodilla, y cuyo fulgor se asemejaba al fósforo que brilla entre las sombras, se hallaba en pie a la entrada de la antecámara, agitando en una mano el cordón de la campanilla mientras con la otra daba vueltas a una varita de ébano cubierta de brillantes y en cuya extremidad se veía un enorme cascabel. Era el singularísimo y nunca bien ponderado personaje de elevada talla y arrogante apostura, de negra, crespa y un tanto revuelta, si bien perfumada cabellera. Tenía el semblante tan uniformemente blanco como si fuese hecho de un pedazo de mármol, y la expresión irónica de su mirada y de su boca era tal que turbaba al primer golpe el

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ánimo más sereno. Sobre su negro chaleco resaltaba además una corbata blanca que al mismo tiempo era y no era corbata, pues tenía la forma exacta de un aguilucho de feroces ojos con las alas abiertas y garras que parecían próximas a clavarse en su presa. A pesar de todo esto, el conjunto de aquel ser extraño era, aunque extraordinario en demasía, armonioso y simpático. Sus botas, maravilla no vista jamás, parecían hechas de un pedazo del mismo cielo, y el aguilucho que por corbata llevaba hacía un efecto admirable y fantástico: podía, pues, decirse de aquel personaje que, más bien hombre, era una hermosa visión.

Acometidos de una doble sorpresa, los criados retrocedieron al verle; mas él les preguntó enseguida:

-¿El señor de la Albuérniga? -Duerme... -respondió uno con inseguro acento. -Sírvase usted despertarle. -¡Despertarle...! -exclamó otro temblando-. Antes dejaríamos que el palacio se

desplomase sobre nosotros. Nadie despierta al señor de la Albuérniga cuando duerme... Es cosa que sabe todo el mundo.

-Y yo también -añadió el caballero con indefinible sonrisa-; pero necesito verle en este instante, y si ustedes no me anuncian, lo haré yo mismo. Soy el duque de la Gloria.

Con la voz añudada en la garganta, el más valiente de los criados se atrevió a responder todavía:

-Perdónenos el señor duque... pero... nos es absolutamente imposible anunciarle ni permitir que lo haga su señoría.

-¡Ah...!, no necesito permiso -dijo entonces el caballero con naturalidad. Y cogiendo de nuevo el cordón de la campanilla hizo que la tormenta anterior volviese a empezar en el grado más sublime de las tempestades. El escándalo no podía ser mayor; el palacio parecía estremecerse, y los criados con el espanto retratado en el semblante y mesándose los cabellos pedían en vano piedad a aquel asesino de su fortuna, por causa de quien iban a ser despedidos de la mejor casa del mundo.

-¡Caballero...! ¡Caballero...! -repetían con voz sofocada-. Usted nos provoca a que hagamos uso de nuestro derecho... No nos pagan para que permitamos esto... ¿Qué dirá Madrid de semejante atropello?

Y como el duque de la Gloria se mostraba tan sordo a sus lamentaciones cual si se hallase realmente en el lugar de los bienaventurados, los leales servidores de la mejor casa del mundo iban, aunque temblando, a arrojarse sobre el duque, cuando el mismo señor de la Albuérniga apareció de repente en la estancia.

Medio envuelto en una ligera bata de seda negra, al través de la cual dejaba entrever unos calzoncillos de color carne perfectamente ajustados, hubiérase creído a primera vista que había equivocado el gran señor la antecámara con la sala de baño. Entre su delicado pie y la alfombra sólo se interponían unos calcetines, hermanos de aquellos hermosos calzoncillos, digna invención de la industria inglesa; cubríale la cabeza un gorro de cachemira blanco y concluyendo en punta, bajo del cual salían con profusión hermosos rizos de cabellos castaños, y como la cólera había tornado pálido y hosco el semblante siempre sereno del caballero, excusado es decir que tenía el aire más notable y distinguido que imaginarse pueda. Un tinte sombrío pareció extenderse con su presencia por aquella singular escena, a pesar del resplandor brillante y azulado con que la iluminaban las botas del duque de la Gloria.

Alto y corpulento como un hijo del Cáucaso, la hermosa cabeza del caballero parecía fulminar rayos, mientras lanzaba sobre sus aterrados servidores interrogadoras miradas que encerraban un tratado de disciplina doméstica. El rico-filósofo-sibarita estaba imponente como Neptuno cuando fruncía las arqueadas cejas. A pesar de esto, el duque de la Gloria le miró de alto a bajo con una casi inocente curiosidad, parándose a contemplar con suma complacencia ya el gorro cómico, ya los calzones, ya los casi descalzos pies del irritado caballero... y... ¡cosa extraña!, mientras éste se puso a contemplar, a su vez, la corbata, la varita negra y las deslumbradoras botas azules del duque, la cólera que antes le había tornado tan pálido el semblante pareció reconcentrarse en lo profundo de su corazón para dejar paso a la admiración

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y al asombro. Un silencio profundo reinaba en la estancia, tomando así aquella escena, nueva en el colorido y en la forma, un interés creciente.

¡Cómo, a medida que el duque agitaba distraídamente la varita con el cascabel, la graciosa nariz del señor de la Albuérniga iba dilatándose... dilatándose... semejante a una amenaza que se ignora hasta dónde... puede alcanzar!

Fue el duque quien, interponiendo su argentina voz entre las extrañas iras de un cascabel sonoro y de una hermosa nariz, dijo el primero:

-Sospecho que me hallo en presencia del señor de la Albuérniga. -¡De sospechar es! -repuso éste, con pausa aterradora. -En efecto -añadió el duque, con un tono frío y cortés-; sólo este caballero podría usar

un traje tan adecuado a su persona y a la estación reinante. Miróle el de la Albuérniga, al oír tal, como una dama aristocrática miraría un insecto

desconocido, que de repente se le hubiese posado en la blanca falda. Adelantó después un paso, rascó una ceja, echó hacia atrás el gorro descubriendo una frente espaciosa y lisa como una plancha de acero, y plantándose frente a frente del duque, como si pretendiese medir su altura, dijo con una calma tras de la cual parece que debía haber o un abismo o muchísimo sueño:

-Sepamos, caballero, ¡o lo que usted sea!, qué motivo de vida o muerte pudo obligar a una persona nacida a hacer tan insolente protesta contra mi voluntad, ¡¡aquí!!, en el seno de mi propio hogar.

-No me ocupo de protestar contra ajenas voluntades... Otros asuntos más graves llenan mis horas -respondió el duque con llaneza.

Un silencio más largo que el primero se siguió a estas palabras. El de la Albuérniga no acertaba a creer que las hubiese oído y le hubiesen sido dichas en un tono que, ¡vive el cielo!, no había sufrido nunca en ningún otro hombre. En el colmo, pues, de la más sorda cólera, y de un asombro siempre creciente, añadió por fin en voz tan baja que costaba trabajo percibirla:

-¿Sabe usted que estoy en mi casa? ¿Que amo el silencio y el reposo como el mayor bien de la vida? ¿Que no permito ¡jamás!, ¡jamás! que se me interrumpa en mi sueño?

-Ése fue precisamente el motivo que me trajo aquí antes de que pasase la hora en la cual, sin excepción alguna, se excluye de esta morada a todo ser que tenga vida y respire.

-¡¡¡Cómo!!! ¡preci... sa... men... te... por eso...! ¡¡¡Ah!!! Con verdaderas e inequívocas muestras de un pasmo profundo, hizo el de la Albuérniga

estas exclamaciones, y, por un instante, hubiérase creído que iba a devorar o convertir en polvo a su adversario... Mas no sucedió así. Su mirada se fijó indistintamente ya en la corbata, ya en la varita, ya en las botas del duque, y con un acento que ya no revelaba cólera sino ardiente curiosidad, exclamó después:

-Tan estupendo me parece lo que acabo de oír con mis propios oídos y ver con mis propios ojos, en mi propia casa, a la hora de mi reposo, me hace un efecto tan extraordinariamente nuevo y singular que... se hace forzosa una explicación entre nosotros. Sírvase acompañarme.

El duque siguió al de la Albuérniga, y al ver los criados el inesperado giro que había tomado aquel suceso, para ellos aterrador, tomaron aliento diciendo:

-Fuego mata fuego. Es un refrán que no engaña. […]

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Anexo Documentos complementarios

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El Liberalismo HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS Jean Touchard

La historia de las ideas políticas en el siglo XIX está dominada por el progreso del

liberalismo en el conjunto del universo. El liberalismo triunfa en Europa occidental; se propaga en Alemania y en Italia, donde el movimiento liberal está ligado estrechamente al movimiento nacional;; gana la Europa oriental (lucha de “eslavófilos” y “occidentales”);; penetra, bajo su forma europea, en los países de Extremo Oriente, que se abren al comercio occidental; las repúblicas latinoamericanas se otorgan Constituciones liberales, inspiradas en la Constitución de Estados Unidos.

En cuanto a Estados Unidos, aparece como la tierra de elección del liberalismo y de la democracia, eficazmente conciliados. De considerar solamente las doctrinas, cabría la tentación de dejar a un lado la aportación de Estados Unidos; pero lo que importa es la imagen de Estados Unidos, no las obras doctrinales —relativamente poco numerosas y poco originales— que allí salen a la luz. Sin duda, la imagen que los liberales europeos adoptan, con frecuencia está muy lejos de corresponder a la realidad. El mismo Tocqueville, más que describir la realidad americana, interpreta los Estados Unidos a la luz de sus propias convicciones. La referencia a Estados Unidos adopta, pues, la forma de un mito o de una serie de mitos, cuya historia desde comienzos del siglo XIX es muy instructivo seguir.

El siglo XIX es, ante todo, el siglo del liberalismo, Pero ¿de qué liberalismo? Son necesarias aquí algunas distinciones. Liberalismo y progreso técnico

El liberalismo es inicialmente una filosofía del progreso indivisible e irreversible; progreso técnico, progreso del bienestar, progreso intelectual y progreso moral yendo a la par. Pero el tema del progreso se vacía poco a poco de su substancia. Hacia finales del siglo XIX son numerosos los liberales -especialmente en Francia- que sueñan con una era estacionaria, con un universo detenido; este estado de ánimo es particularmente evidente entre los progresistas de los años 1890. De esta forma es necesario distinguir entre un liberalismo dinámico, que acepta la máquina y que favorece la industria, y un liberalismo económicamente conservador y proteccionista. Esa primera forma del liberalismo prevalece, en conjunto, en Inglaterra; y la segunda domina en Francia, donde el liberalismo —generalmente más audaz que en Inglaterra en materia política— se muestra, económicamente muy timorato, y donde el progreso de la industria y de los transportes se debe a hombres, especialmente los saintsimonianos, cuyas concepciones políticas son totalmente ajenas al liberalismo tradicional.

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Liberalismo y burguesía

El liberalismo es uno de los elementos originarios de la filosofía de la burguesía. Pero, durante el siglo XIX, las fronteras del liberalismo no coinciden ya en manera alguna -si es que alguna vez coincidieron exactamente- con las fronteras de la burguesía. La situación, a este respecto, difiere según las épocas y según los países. En Francia el liberalismo permanece, en conjunto, estrechamente vinculado a la defensa de los intereses (“Bajo la guardia de nuestras ideas, venid a colocar vuestros intereses”, dice irónicamente el liberal Charles de Rémusat). Pero mientras que el liberalismo francés apenas evoluciona y lleva la impronta de un orleanismo congénito, Inglaterra conoce varias tentativas para ensanchar y revisar el liberalismo, especialmente en la época de Stuart Mill y, más tarde, en los últimos años del siglo XIX. El socialismo francés del siglo XIX constituye una reacción contra el liberalismo burgués, en tanto que el socialismo inglés está impregnado en gran medida de liberalismo: el hecho es particularmente claro entre los fabianos. El liberalismo inglés es más inglés que burgués, siendo el imperialismo su término normal; el liberalismo francés es más burgués que francés, y, dedicado a conservar, vacilará en conquistar, por lo que el Imperio colonial francés será obra de algunos individuos.

Liberalismo y libertad

En el siglo XVIII se hablaba indistintamente de libertad y de libertades; y el liberalismo aparecía como la garantía de las libertades, como la doctrina de la libertad. La confusión de los tres términos (liberalismo, libertades y libertad) es manifiesta en la monarquía de julio. Pero en la misma medida en que el liberalismo aparece como la filosofía de la clase burguesa, no asegura más que la libertad de la burguesía; y los no-burgueses, por ejemplo, Proudhon, tratan de establecer la libertad frente al liberalismo.

Por consiguiente, existen, por lo menos, dos clases de liberales: los que piensan -como dirá más tarde Emile Mireaux en su Philosophie du libéralisme (1950- que el “liberalismo es uno porque la libertad humana es una”, y los que no creen en la unidad de la libertad humana y piensan que la libertad de unos puede alienar la libertad de otros.

Liberalismo y liberalismos

Durante mucho tiempo el liberalismo aparece como un bloque: para Benjamin Constant,

liberalismo político, liberalismo económico, liberalismo intelectual y liberalismo religioso no constituyen más que los aspectos de una sola e idéntica doctrina. “He defendido durante cuarenta años -escribe- el mismo principio: libertad en todo, en religión, en literatura, en filosofía, en industria, en política; y por libertad entiendo el triunfo de la individualidad, tanto sobre la autoridad que pretenda gobernar mediante el despotismo, como sobre las masas que reclaman el derecho de sojuzgar a la minoría”.

Esta concepción es la del siglo XVIII, para el que la unidad del liberalismo era un dogma indiscutible. Pero en el siglo XIX se produce un hecho capital: la fragmentación del liberalismo en varias ideologías distintas, aunque no siempre distinguidas:

- El liberalismo económico descansa sobre dos principios: riqueza y propiedad; se opone al dirigismo, aun aviniéndose con los favores del Estado; es el fundamento doctrinal del capitalismo;

- El liberalismo político se opone al despotismo; es el fundamento doctrinal del Gobierno representativo y de la democracia parlamentaria;

- El liberalismo intelectual se caracteriza por el espíritu de tolerancia y de conciliación; este espíritu liberal no es exclusivo de los liberales, algunos de los cuales se muestran incluso notablemente intolerantes.

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De esta forma, la unidad del liberalismo, al igual que la unidad del progreso, se nos presenta como un mito. El liberalismo ofrece aspectos muy diversos, según las épocas, según los países y según las tendencias de una misma época y de un mismo país."

Artículo localizable en http://www.claseshistoria.com/revolucionesburguesas/%2Btextotouchard.htm

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Breve historia de la prensa FRAGMENTOS Natalia Bernabeu Morón

Los orígenes de la prensa

El periódico, tal como hoy lo conocemos, nació en Inglaterra, en el siglo XVIII. Con anterioridad a esta fecha, existieron ciertas formas de comunicación social.

Ya en la Roma antigua existían distintos medios de información pública: Las Actas públicas o Actas del pueblo consistían en una serie de tablones expuestos en los muros del palacio imperial o en el foro, en los que se recogían los últimos y más importantes acontecimientos sucedidos en el Imperio. Los subrostani se ganaban la vida vendiendo noticias o fabricando informaciones sensacionalistas y sin sentido.

En la Edad Media surgieron los mercaderes de noticias que redactaban los Avisos, también llamados folios a mano. Consistían en cuatro páginas escritas a mano, que no llevaban título ni firma, con la fecha y el nombre de la ciudad en que se redactaban. Se vendían en los puertos y ofrecían informaciones del mediterráneo oriental (lugar en que se desarrollaba la actividad bélica de las cruzadas), recogían noticias facilitadas por marineros y peregrinos. Estos avisos tuvieron un gran éxito y enseguida fueron censurados por las autoridades de toda Europa. También nacieron en torno a los puertos los Price-courrents que daban informaciones sobre los precios de las mercancías en el mercado internacional, los horarios de los barcos, etc.

En el siglo XV, con la invención de la imprenta, los avisos y price-courrents dejaron de hacerse manuscritos y se imprimieron. Aparecieron otras publicaciones periódicas nuevas: los Ocasionales informaban de un hecho excepcional de forma eventual, cuando la ocasión lo requería. Los más famosos fueron los de Cristóbal Colón, contando el descubrimiento de América. Pronto comenzaron a ser publicados por los gobiernos, que los utilizaron como medio de propaganda. Tenían formato de libro y portada ilustrada.

Las Relaciones eran publicaciones de periodicidad semestral, coincidían con las dos ferias anuales de editoriales y libreros, que tenían lugar en la ciudad de Frankfort. Recogían los principales acontecimientos ocurridos en Europa durante los seis meses que separaban una feria de otra

En el siglo XVI se siguen publicando avisos, ocasionales, relaciones...y aparece un nuevo tipo de publicación: los Canards iguales que los ocasionales pero de contenido más popular. Trataban temas sensacionalistas: monstruos, milagros..; y la explicación de los mismos suele ser siempre religiosa.

Desde 1609 empiezan a publicarse las Gacetas con periodicidad semanal. Al principio eran impresas por editores privados, pero enseguida quedaron bajo la protección de los Estados Absolutos que las utilizaron como medio de propaganda de la monarquía. Las gacetas más

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famosas fueron las francesas: La Gazette, Le Journal des Savants, y Le Mercure Galan, todas ellas del S.XVII. Estas publicaciones tuvieron gran influencia en España, donde fueron imitadas en el S.XVIII. La primera española fue la Gaceta de Madrid, de 1661. […] El siglo XIX. El papel de la prensa en la difusión de las ideas liberales

Tras la Revolución Francesa se produjo en toda Europa una reacción conservadora y se impuso de nuevo el absolutismo por lo que los periódicos liberales tuvieron que dirigir sus esfuerzos a luchar contra él. Estas publicaciones, de clara tendencia política, defendieron la libertad y ejercieron una importante labor en las revoluciones liberales de 1830 y 1848. Fueron creadoras de opinión pública, y fermento de las instituciones democráticas. Tras el triunfo del liberalismo, todos los países occidentales reconocieron (hacia 1881) la libertad de expresión y dictaron leyes de prensa. Durante el S.XIX se pueden diferenciar dos bloques de medios informativos:

La prensa política: caracterizada por la utilización de los medios como vehículo de transmisión de una ideología.

La prensa informativa: que evolucionará hacia la prensa de masas del S.XX y cuyo objetivo inmediato es el beneficio económico.

A mediados del S.XIX surgieron las agencias de noticias y las de publicidad. El desarrollo del ferrocarril favoreció la rápida difusión de los periódicos. El telégrafo fue utilizado por las agencias de noticias para difundir informaciones. Se impuso así un "nuevo periodismo", en el que los mensajes habían de ser claros, concisos y objetivos.

Hacia el final del siglo XIX las empresas periodísticas introdujeron innovaciones técnicas y mejoraron los métodos de recogida de noticias y los sistemas de distribución. A ello contribuyeron la mecanización de la imprenta, las mejoras en la fabricación del papel y la tinta, la extensión del ferrocarril, etc. Nuevos hombres de negocio con una mentalidad moderna crearon empresas informativas rentables, como el periódico The Times que apareció en 1785.

También a finales del siglo nació en Londres el primer dominical: el Weekly Meseger, fundado en 1796 por Jon Bell, impresor de larga experiencia. Estos periódicos, cuya finalidad era el entretenimiento, contenían narraciones de crímenes y aventuras escandalosas, relatos novelescos de literatura popular, parecidas a las de los viejos canards, páginas de pasatiempos (juegos, crucigramas), humor escrito o grabado, etc. todo ello en un lenguaje asequible a un público poco habituado a leer. Los dominicales acostumbraron a la lectura a las clases bajas, hicieron posible el surgimiento de la literatura popular de los siglos XIX y XX y crearon el mercado de la gran prensa de masas.

Apareció un gran número de periódicos: de élite para las clases sociales altas, de gran calidad y elevado precio; populares, más baratos y sensacionalistas, para las clases más bajas; y radicales: periódicos políticos dirigidos al proletariado. Esto dio lugar a la aparición de un importante público lector entre las clases populares que favoreció el desarrollo de las empresas informativas las cuales empezaron a obtener grandes beneficios. La prensa española del siglo XIX

La Guerra de la Independencia creó una gran demanda informativa. Por otra parte, el

gobierno provisional, reunido en Cádiz, decretó en 1810 la libertad de prensa y los ciudadanos querían saber qué ocurría en las sesiones de las Cortes...; todo ello provocó la multiplicación de las publicaciones periódicas de todas las tendencias: periódicos liberales como El Conciso o El Robespierre Español; anticonstitucionalistas como El Censor General; e incluso afrancesados como La Gaceta de Sevilla o El diario de Barcelona.

Con el regreso de Fernando VII se volvió a interrumpir toda la actividad periodística: El 25 de abril de 1815 prohibió cualquier publicación no oficial. A partir de este momento y durante toda la primera mitad del siglo se suceden los periodos liberales, en los que la prensa puede desarrollarse, y las etapas absolutistas en las que se prohíben este tipo de publicaciones.

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En 1834, tras la muerte de Fernando VII, regresan a España los liberales expulsados en 1823. Estos exilados no sólo traen las ideas románticas, sino las nuevas formas de hacer periodismo de los ingleses.

Los periódicos anteriores a 1835 apenas incluían informaciones. Trataban temas políticos o científicos. Solían tener formato pequeño, estaban escritos en una columna y su aspecto era bastante aburrido. Pero a partir de esta fecha surgen otros más parecidos a los actuales. Desde 1868 siguen existiendo periódicos de opinión, defensores de un partido o líder político, pero se desarrolla una prensa informativa que es la que más éxito tiene entre los lectores y la que alcanza mayores tiradas. El aspecto externo de estos periódicos es más ameno. Su contenido ya no se limita a temas políticos, sino que aparecen nuevas secciones de crítica literaria, pasatiempos, anécdotas y humor. Dedican más espacio a la publicidad e insertan folletines, (novelas por capítulos) que gozaban de gran aceptación entre el público lector.

Tras la revolución de 1868, la Constitución de 1869 reconoce la libertad de prensa, por lo que, de nuevo, surgen numerosos periódicos y revistas. En 1883, la Ley de imprenta establecida por el gobierno liberal de Sagasta favorece también las publicaciones periódicas.

En las primeras décadas del siglo XIX la prensa sigue siendo un producto para minorías ya que la mayoría de la población era analfabeta. Las tiradas son muy pequeñas, nunca sobrepasan los 1.5000 ejemplares, pero tienen una amplia difusión debido a la tradición de la lectura en voz alta , la existencia de gabinetes de lectura y la costumbre de leer los diarios en los cafés, ateneos y tertulias. En Madrid y en las capitales de provincias fue creándose un público lector más amplio a medida que se extendió la educación. A partir de 1868 se desarrolla la prensa femenina. Tras el triunfo de la Gloriosa se abren escuelas para instruir a las clases más bajas y aparecen los primeros periódicos obreros. El nacimiento de la actual estructura de la información

A partir de 1880 surgen nuevos medios cuantitativa y cualitativamente distintos a los del S.XIX que constituyen el origen de la información propia del siglo XX.

En torno a esta fecha los distintos países occidentales dictan leyes de prensa burguesas, en las que se reconoce la libertad de expresión y organizan su estructura informativa en torno a las agencias nacionales de noticias las cuales mantienen estrechas relaciones con los gobiernos y surten de información a los periódicos. Bajo ese predominio de las agencias, todos los medios atienden a los mismos temas.

El nacimiento de las agencias de noticias provocó algunos cambios en la información que se han mantenido hasta nuestros días: el establecimiento de la red telegráfica mundial dio como resultado la ubicuidad informativa y la tendencia a la uniformidad propias de la información del S.XX. El telégrafo colaboró también al culto a la objetividad informativa. […]

Artículo completo localizable en http://www.quadraquinta.org/documentos-teoricos/cuaderno-de-apuntes/brevehistoriaprensa.html

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La oposición al liberalismo: carlismo y guerra civil FRAGMENTO Asunción Cuestablanca

A la altura de 1829, Femando VII se encontró con un auténtico problema sucesorio, ya

que tras tres matrimonios no había tenido descendencia. Ese mismo año, contrajo matrimonio por cuarta vez con María Cristina de Borbón, con quien tendría a Isabel (1830), futura Isabel II y a María Luisa Fernanda (1834).

En 1830 Fernando publicó la Pragmática Sanción, documento por el cual se permitía reinar a las mujeres, tal y como venía siendo tradicional en España, hasta la llegada de la Ley Sálica (1813) promulgada por Felipe V, anulando desde ese momento el "Código de las Siete Partidas", ley medieval elaborada por Alfonso X que permitía el reinado de las mujeres. Ya en su día, Carlos IV quiso derogar la Ley Sálica pero el proyecto, aunque aprobado en las Cortes, no salió adelante.

De nuevo en 1832, el ministro absolutista Calomarde, aprovechando una etapa de enfermedad del rey, logró que éste derogara por un tiempo la Pragmática Sanción. La reina, cuando lo supo, destituyó a Calomarde, colocando en su lugar a Cea Bermúdez (absolutista reformista y más transigente) y, una vez recuperado, el rey, volvió a restablecer la Pragmática.

Cuando en 1833, el 29 de septiembre, el rey muere, las Cortes aceptaron y proclamaron como legitima heredera a la hija de Fernando VII como Isabel II. Esta situación no fue admitida por el hermano del rey, Carlos María Isidro, quien se consideraba a sí mismo legítimo heredero. Él y sus partidarios, carlistas o apostólicos, cruzaron la frontera hacia Portugal, buscando apoyos para instalarse en el trono como Carlos V, tras promulgar el 1 de octubre de 1833 el Manifiesto de Abrantes.

Se inició así la primera guerra carlista. Pese a que la cuestión sucesoria parece ser el origen del carlismo, éste es un fenómeno mucho más complejo y muy dilatado en el tiempo, ya que se prolonga a lo largo de toda la Historia Contemporánea de España llegando hasta la época actual. Es un fenómeno que abarca cuestiones sucesorias, sociales y religiosas.

Las primeras, constituyen el punto de vista más simplista, pues en el fondo, fueron únicamente el detonante de los levantamientos, pero no fueron la causa real del carlismo. Las segundas son tal vez el aspecto menos conocido, pero el más importante, ya que se trata de una nueva etapa de la lucha del campo contra la ciudad, del levantamiento campesino (tradicional), contra la burguesía (progresista y reformadora).

Por último, la Iglesia, junto con el campesinado fue la más perjudicada en las desamortizaciones, a lo que se unió la interrelación entre ambos grupos, asociados a las áreas rurales donde la Iglesia ejercía gran influencia.

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La ideología carlista se resume a la perfección en su lema "Dios, patria, rey y fueros". El carlismo se localizó sobre todo en la zona norte de España, principalmente en Navarra y País Vasco, así como en el norte de Cataluña, Maestrazgo (Aragón), Levante y zonas puntuales de Castilla La Vieja y Extremadura. Además el carlismo se alimentaba de una marcada sensibilidad sobre la cuestión foral.

Los fueros eran un conjunto de privilegios en los distintos territorios del País Vasco y Navarra, que habían sido respetados por el centralismo borbónico en el siglo XVIII, debido al apoyo que estos territorios prestaron a Felipe V en la Guerra de Sucesión. Los fueros establecían un sistema y régimen fiscal propio, exención del servicio militar, derecho civil y penal propios, instituciones propias y estatuto de hidalguía de todos sus habitantes. Además representaban la defensa de la descentralización y del Antiguo Régimen.

La primera guerra carlista (1833-1840) enfrentó a Carlos María Isidro y a Isabel II. El primero contó con el apoyo del clero rural, de los campesinos sin tierra, de los artesanos y también de países como Austria, Rusia, Prusia y Vaticano; la segunda contó con el apoyo de la minoría noble, burgueses, funcionarios, intelectuales, alto clero y países como Francia, Gran Bretaña y Portugal que formaron la “Cuádruple Alianza” donde las dos primeras se comprometieron a enviar ayuda contra los carlistas en España y contra sus homólogos portugueses, los “miguelistas”.

Esta guerra se puede dividir en tres fases. La primera abarcaría de 1833 a 1835. Este primer período comenzó con victorias carlistas iniciales y se cerró con una gran derrota de los mismos. Carlos María Isidro entregó las riendas de su ejército al general Tomás Zumalacárregui, quien consiguió el control de algunas ciudades del País Vasco y Navarra, pero no el control de todo el territorio. Este primer período terminó con el error estratégico de Don Carlos de querer tomar Bilbao, de lo cual no fue partidario Zumalacárregui, pues no contaba con artillería suficiente. Finalmente Zumalacárregui terminó muriendo durante el asalto a Bilbao.

En la Segunda fase (l835-1837) los carlistas decidieron salir del área del País Vasco y Navarra y por toda España, con las que apenas recibieron adhesiones. Hubo dos grandes expediciones: la expedición de Miguel Gómez, de 1836, a modo de "razzias", que llegó hasta el sur y Extremadura, después de pasar por Guadalajara, Cuenca o Albacete y dejando tras de sí destrucción y crueldad. La segunda, Expedición Real, fue dirigida por el propio Don Carlos, quien fue hacia el Maestrazgo, y de allí a Guadalajara y Madrid, llegando hasta los arrabales madrileños en 1837 para intentar concertar el matrimonio entre Isabel y el hijo de Don Carlos, el Conde de Montemolín y poner de esta forma fin al litigio. Pero el acuerdo fue en vano e hizo perder mucho tiempo a los carlistas, mientras los liberales aprovecharon para reorganizarse. Además el ejército carlista estaba agotado y se infundió el desánimo al comprobar que no contaban con el apoyo necesario. Finalmente, Don Carlos prefirió retirarse y se trasladó hacia zonas más seguras del norte de la península.

La tercera y última fase (1837- 1840) se caracterizó por la división-ideológica dentro del carlismo: los transaccionistas se mantuvieron partidarios de alcanzar un acuerdo con los liberales, mientras que los "ultras", más cercanos a Don Carlos, prefirieron seguir la guerra en zonas del Maestrazgo y el levante, dirigidos por el general Cabrera. Finalmente, el jefe de los transaccionistas, el general Maroto acordó, en nombre de una parte del ejército carlista, firmar un acuerdo con los liberales, conocido como el Convenio de Vergara (1839) entre él y el general Baldomero Espartero, que zanjó de momento el conflicto. El acuerdo establecía el respeto a los fueros vasco-navarros, reconocer los grados y empleos de los militares carlistas y no llevar a cabo represalias, pudiéndose incorporar a puestos del gobierno liberal, al ejército o bien retirarse y, por último, ponía fin a la primera guerra carlista.

Las consecuencias de la guerra fueron una gran destrucción económica y material del país, grandes pérdidas demográficas, con en torno a 300.000 víctimas y la ralentización de muchas zonas españolas que estaban en proceso de crecimiento, sin embargo, no se puso fin al conflicto, pues la tensión se repetiría en una segunda y tercera guerra carlista.

La segunda guerra carlista se desarrolló entre 1846 y 1849 y estuvo protagonizada por Carlos Luís de Borbón, hijo de Carlos María Isidro, quien intentó restablecer su línea sucesoria

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en el trono. Esta guerra no alcanzó las dimensiones de la primera y quedó prácticamente controlada en 1849, sin embargo, años más tarde en 1860 los carlistas aprovecharían el traslado de tropas Españolas a la guerra de Marruecos para, dirigidos por el general Ortega, pronunciarse en San Carlos de la Rápita (Tarragona) el 1 de abril. El levantamiento terminó en fracaso, ejecutándose a Ortega y deteniendo al Conde de Montemolín que acabó renunciando a sus derechos sucesorios.

La tercera guerra carlista (1872-1876) comenzó tras la caída de Isabel II pues el pretendiente carlista, Carlos VII, nieto de Carlos María Isidro, tenía posibilidades de acceder al trono. La reina y los moderados estaban desprestigiados, los carlistas ganaron 20 escaños como diputados en las elecciones de 1869 y habían proliferado las publicaciones carlistas. En 1872 se produjo el levantamiento. Pese a una primera derrota carlista en Guipúzcoa, la guerra se mantuvo en Cataluña. Sin embargo, los carlistas no contaban con apoyo y la revuelta fue sofocada. Finalmente en 1876, Carlos VII cruzó la frontera de Pirineos para no volver jamás.

Artículo completo localizable en http://www.google.es/url?sa=t&source=web&cd=110&ved=0CFEQFjAJOGQ&url=http%3A%2F%2Fcuestablanca.religiosasdelasuncion.org%2Fdocs%2FHria0910_tema12.pdf&rct=j&q=el%20problema%20sucesorio%20de%20fernando%20vii&ei=SD4pTrCAHcPJsgbelZzcCw&usg=AFQjCNFsguUZ5Xtlwu_9lblIR_bxZgZGsw&cad=rja

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2011 Antonio García Megía El Romanticismo en España. Recursos para la clase de Literatura Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y docencia http://angarmegia.com - [email protected]

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