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2015 1 El Armisticio de la I Guerra Mundial El P. Dehon se encontraba en Lyon aquel 11 de noviembre de 1918 en que se firmó el Armisticio que puso fin a la I Guerra Mundial. Tuvo lugar a las 11 de la mañana, en un vagón de tren, en el bosque de Compiègne. Pero en el recorrido de la delegación alemana nos encontramos con pequeños, aunque significativos, hechos, quizás para nosotros ya anecdóticos. Saint Quentin sigue estando en la línea de fuego, es territorio invadido por Alemania. Cerca está La Capelle, pero en lado francés, donde el hermano de nuestro fundador tendrá un pequeño momento, si bien protocolario, de participación en esta historia al saludar como alcalde del pueblo natal de Léon Dehon a la delegación alemana. Comenzamos, pues, esta sección con la descripción de los protagonistas que nos ofrece un cuadro que representa el momento. Le sigue una memoria titulada “Las últimas horas de la guerra” y, finalmente, un mapa comentado con una mínima ‘crono-historia’ del recorrido hecho por la delegación alemana.

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El Armisticio de la I Guerra Mundial El P. Dehon se encontraba en Lyon aquel 11 de noviembre de 1918 en que se firmó el Armisticio que puso fin a la I Guerra Mundial. Tuvo lugar a las 11 de la mañana, en un vagón de tren, en el bosque de Compiègne. Pero en el recorrido de la delegación alemana nos encontramos con pequeños, aunque significativos, hechos, quizás para nosotros ya anecdóticos. Saint Quentin sigue estando en la línea de fuego, es territorio invadido por Alemania. Cerca está La Capelle, pero en lado francés, donde el hermano de nuestro fundador tendrá un pequeño momento, si bien protocolario, de participación en esta historia al saludar como alcalde del pueblo natal de Léon Dehon a la delegación alemana. Comenzamos, pues, esta sección con la descripción de los protagonistas que nos ofrece un cuadro que representa el momento. Le sigue una

memoria titulada “Las últimas horas de la guerra” y, finalmente, un mapa comentado con una mínima ‘crono-historia’ del recorrido hecho por la

delegación alemana.

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La negociación del armisticio Esta pintura que reproduce el momento muestra a los participantes. Comenzando por la izquierda (en pie):

por parte alemana: - Capitán Ernst Vanselow, de la Marina - Conde Alfred von Oberndorff, representante del Ministerio de Relaciones Exteriores - Mayor General Detlof von Winterfeldt (con casco), del Ejército. - Señor Matthias Erzberger (de pie, delante de la mesa), político civil, jefe de la delegación alemana.

Por parte aliada se encontraban: - Capitán Jack Marriott (de pie, al lado del general von Winterland), oficial naval británico. - Contraalmirante George Hope, (detrás de mesa sentado), oficial de la marina británica. - Almirante sir Rosslyn Wemyss, primer lord del Mar, representante británico. - Mariscal de Francia Ferdinand Foch (de pie), comandante supremo de los Aliados. - General Maxime Weygand, de Francia, jefe de Estado Mayor de Foch (posteriormente comandante en jefe en 1940). Su nombre, sin embargo, no se menciona en la copia francesa del documento del armisticio.

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Las últimas horas de la guerra Al amanecer del día 7 de noviembre de 1918 –era una madrugada fría y húmeda–, el capitán médico Artaud se presentó al capitán Lhuillier, que mandaba un batallón del 171 regimiento de infantería cuyo puesto de mando se había establecido en primera línea, no lejos de la carretera de La Capelle a Chimay. Iba a comunicarle que no le quedaban ya camilleros, puesto que todos ellos estaban muertos, heridos o habían sido hechos prisioneros. Los dos hombres se miraron angustiados. En aquel instante llegó un parte del estado mayor. Lhuillier lo abrió y leyó:

“Los parlamentarios que vienen a solicitar el armisticio se presentarán por la carretera de La Capelle a partir de las ocho. Hay que tomar inmediatamente todas las disposiciones para facilitar su entrada en las líneas francesas”.

Lhuillier alzó la cabeza, con los ojos brillantes y con el corazón latiéndole bruscamente. Por último, con la voz quebrada por la emoción, dio una explicación:

– Artaud, ya no necesitará más camilleros. Aquella misma noche, a la una y veinticinco de la madrugada, el comandante Riedinger –ascendió después a general– había ordenado enviar el siguiente telegrama:

“Del mariscal Foch al alto mando alemán. Si los plenipotenciarios alemanes desean ver al mariscal Foch para solicitar un armisticio, se presentarán ante las avanzadillas francesas por la carretera Chimay, Fourmies, La Capelle. Se darán órdenes para su recepción y para que sean conducidos al lugar fijado para el encuentro.”

El cuartel general alemán, situado entonces en Spa, captó a las dos y media el mensaje de la torre Eiffel. A primera hora de la mañana, Hindenburg lo entregó al secretario de Estado Mathias Erzberger, que acababa de llegar con el tren de Berlín. El elegido para ocupar la presidencia de la delegación alemana en las conversaciones sobre el armisticio era un hombre bajito y grueso, de rostro redondo, nariz cabalgada por unas gafas, y aspecto general bastante vulgar. Tras haber sido diputado en el Reichtag, ministro de Hacienda del imperio y fogoso belicista, se convirtió en el autor de una frase que debería perseguirle hasta el día de 1921 en que murió asesinado:

– Nadie debe inquietarse en cuanto a quebrantar el derecho de los pueblos o violar las leyes de la hospitalidad.

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Su sorpresa fue mayúscula el día 6, al mediodía, al enterarse de que había sido designado por el Gobierno imperial para poner la suerte de su país en manos de los vencedores. La víspera, al igual que sus colegas del ministerio, había podido oír al general Groener, “primer maestre general”, describiendo la situación en los siguientes términos:

– En resumen, es preciso reconocer que la situación militar ha empeorado. Si nuestro ejército aún no ha sido derrotado, ello se debe al espíritu de heroísmo y de fidelidad al deber que reina todavía entre la mayoría de nuestras tropas. La opinión del mariscal Hindenburg, como la mía, es la siguiente: el peor enemigo contra el que el ejército debe defenderse es la desmoralización causada por las influencias internas. Es el bolchevismo cada vez más amenazador. La resistencia que el ejército puede oponer a nuestros enemigos del exterior sólo puede tener breve duración, debido a su gran superioridad numérica y a la amenaza procedente de Austria-Hungría. No es posible indicar con precisión cuánto puede durar esta resistencia, ya que depende únicamente, por una parte, de la actitud del interior del país, y por otra de las medidas adoptadas en los ejércitos, así como del estado moral y material de las tropas.

Ese estado moral empezaba a dar síntomas de serio quebrantamiento. Desde hacía un mes, desde el 6 de octubre precisamente, día en que el canciller Max de Baden había pedido a Wilson la conclusión de un armisticio, las tropas alemanas estaban siendo hostigadas por la contraofensiva aliada. Los ejércitos del mariscal Hindenburg retrocedían sin cesar, y el final parecía tanto más próximo cuanto que un viento de rebelión soplaba sobre todo el imperio alemán. Aquel mismo 5 de noviembre, los marineros del Kiel se habían amotinado. La revolución que, cuatro días más tarde obligaría al Kaiser a abdicar, se había puesto en marcha. Escribió después Hindenburg:

“Nada la detendría. Sólo por una verdadera casualidad, el general Groener pudo escapar de los revolucionarios en su viaje de regreso al gran cuartel general. La fiebre empezaba a sacudir todo el cuerpo de nuestro pueblo”.

Únicamente el consejo de gabinete presidido por el príncipe de Baden, no experimentaba el aumento de esta fiebre. El día 7 seguían discutiendo seriamente –e interminablemente– acerca de la oportunidad del sufragio femenino, mientras la Alemania imperial se hallaba ya en plena descomposición… Aquel mismo día, en Spa, el mariscal Hindenburg recibió a Erzberger y le manifestó:

– Es la primera vez en la Historia que los políticos, y no los militares, firman un armisticio.

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Parece como si esta anomalía le sorprendiese más que la disgregación de su ejército, pero se inclinaba, “puesto que el gran cuartel ya no podía dar más directivas políticas”.

– Id con Dios –añadió– y tratad de obtener cuanto podías para nuestra patria. Al mediodía, el secretario de Estado subió al primero de los cinco coches puestos a su disposición. Le acompañaba el general mayor von Winterfeld, ex agregado militar en París; el embajador conde Oberndorff; un intérprete, el capitán von Heldorff; y un estenógrafo, el doctor Blauert. Explicará el ministro Erzberger:

“Apenas habíamos dejado atrás Spa mi automóvil sufrió una un accidente. Al tomar un viraje se lanzó contra una casa. El auto que me seguía chocó también contra el mío. A pesar del choque, la cosa no revistió gravedad y proseguimos el viaje en los coches que nos quedaban. El viaje fue lento debido a los grandes contingentes de tropas alemanas que marchaban hacia retaguardia. Alrededor de las seis, cuando ya oscurecía, llegamos a Chimay, donde el general alemán me hizo comunicar que no podía proseguir mi camino. Para asegurar la retirada del ejército alemán, las carreteras han sido bloqueadas con árboles. Insistí en que debía continuar el viaje y un destacamento de zapadores desembarazó la carretera de árboles y minas…”

En el mismo instante, detrás de las líneas francesas se desarrollaba una escena análoga. El comandante de Boubon-Busset, que había sido designado para recibir a los parlamentarios, se afanaba a su vez para llegar a tiempo al punto de cita de La Capelle. Explicará él mismo después:

“Los alemanes, al batirse en retirada, habían hecho saltar las cruces de caminos con objeto de paralizar nuestro avance. Mi coche se detuvo de pronto ante una enorme excavación que bloqueaba la carretera. Un teniente de zapadores, con unos cincuenta hombres, trataba de rellenarla y me dijo, riéndose: – Mi comandante, supongo que no tiene usted la intención de pasar. Nos quedan aún varias horas de trabajo. – Pues es preciso que pase y va a ver cómo lo consigo. Llamé entonces a los zapadores, y blandiendo la orden que habían recibido, les dije: – Voy a buscar a los parlamentarios alemanes que han de firmar el armisticio. Si no paso, se demorará el final de la guerra. Y ahora. ¡A trabajar!”

Con verdadero entusiasmo se colocaron dos grandes vigas debajo del chasis y veinte zapadores levantaron el automóvil que, gracias a esta camilla improvisada, pasó sin dificultad por encima del embudo.

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Alrededor de las cinco de la tarde, se vio aparecer a un jinete alemán portador de una bandera blanca y precedido por un corneta. Era un teniente de Estado Mayor montado en un caballo enjaezado como si fuese a pasar revista y con la grupa adornada por una soberbia gualdrapa a cuadros que dejó estupefactos a los “pollus” cubiertos de barro… El teniente venía a anunciar el retraso de los plenipotenciarios y a comunicar que éstos no llegarían hasta la noche. En efecto, hasta las ocho no se oyó, a lo lejos, el toque de alto el fuego. Al poco rato, dando tumbos por la carretera destrozada, el convoy alemán, con los faros encendidos y perforando la noche lluviosa y la niebla, se detuvo ante las avanzadillas. Cada uno de los tres automóviles enarbolaba una bandera blanca, confeccionadas con sábanas requisadas en casa de Mme. Séller, una habitante de Fourmies. El capitán Lhuillier se adelantó y subió al primer coche, el cabo de trompetas Séller ocupó el puesto del corneta alemán y, a los compases del toque de firmes y del toque del regimiento, el convoy se alejó a escasa velocidad en dirección a La Capelle donde serían recibidos en su ayuntamiento por el entonces alcalde Henri Dehon. Escribía Erzberger:

“Las calles ostentaban todavía indicaciones en alemán. En un impresionante monumento podía leerse en gruesos caracteres, Kaiserliche Kreis, pero encima flotaba la bandera francesa”.

El convoy se detuvo ante una torre donde esperaba el comandante de Bourbon-Busset. El general von Winterfeld, muy mundano, presentó sus compañeros a los oficiales. Erzberger sorprendió a todos los asistentes con su desenvoltura:

“Parecía un viaje al que una simple avería de su automóvil le hubiese permitido estirar un poco las piernas”. Se adelantaron unos automóviles franceses. Acompañados por varios oficiales, los alemanes se acomodaron en ellos y el convoy partió a moderada velocidad hacia Saint Quentin, mientras un bromista –seguramente un parisiense– gritaba:

– Nach Paris! En el presbiterio de Homblières fue servida una frugal comida. Continúa narrando Erzberger:

“Después de una hora de descanso, seguimos nuestro viaje pasando por Chauny, que estaba totalmente destruida. No quedaba ni una sola casa en pie. Era como una hilera continua de ruinas. A la luz de la luna, aquellos muros solitarios adquirían un aspecto fantasmagórico. No se veía ni un alma en los alrededores.”

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El convoy prosiguió su camino hasta que, de pronto, se detuvo en pleno campo.

– ¿Dónde estamos? –preguntó Erzberger. – En Tergnier –respondió el comandante de Boubon-Busset. – Pero si no hay casas… – En efecto, aquí había una ciudad. Fue destruida científicamente por los soldados alemanes cuando la retirada de 1917 y, como puede usted ver, no queda ni rastro de las casas.

Erzberger enmudeció, pero unos minutos más tarde, en la estación –o mejor dicho, en lo que había sido su emplazamiento– subió al antiguo vagón salón de Napoleón III y se repuso de sus emociones, bebiendo un vaso de coñac. El tren se puso en marcha. ¿Adónde se les llevaba? Todos se negaron a contestarles. El 8 de noviembre, a las siete de la mañana, desde uno de los sectores de un desvío ferroviario, en pleno bosque de Compiègne, en las encrucijadas de Rethondes, el general Weygand acechaba la llegada del tren alemán. Se hallaba junto a la ventana del vagón oficina del estado mayor del general Foch, un vagón restaurante de la Compagnie des Wagons-Lits (el actual “vagón del armisticio” es una réplica del famoso 2419 que los alemanes se llevaron en 1944 y que fue destruido en la estación de Berlín por un bombardeo aliado. Sin embargo, los muebles y los accesorios que se les pueden ver hoy en Rethondes son auténticos). De pronto, el general divisó entre los árboles un leve resplandor rojizo: era el tren de los plenipotenciarios que, frenando suavemente, entraba marcha atrás en el otro tramo del desvío. No sin emoción, el general entró en el vagón vecino, donde se había instalado la habitación de Foch.

– Señor mariscal –le dijo al despertarle–, he aquí Alemania y su destino. El encuentro había sido establecido para las nueve. Prosigue el general Weygand:

“Les esperé ante la puerta del vagón y les vi llegar en fila india por el camino enrejado que unía a ambos trenes. Después les precedí hasta llegar al aposento que habitualmente nos servía como oficina de trabajo.

Escribiría por su parte Erzberger:

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“En el salón se había instalado una gran mesa, con cuatro butacas a cada lado. Poco después hizo su aparición el mariscal Foch. Era un hombrecillo de facciones enérgicas y que revelaba a la primera ojeada el hábito del mando”.

Al otro lado de la mesa se colocaron el generalísimo, con el general Weygand a su izquierda y el almirante sir Rosslyn Wemyss a su derecha, y a continuación el almirante Hope. En las dos cabeceras de la mesa se instalaron dos intérpretes, el oficial intérprete Leperche y el capitán von Helldorff. Alzóse la voz de Foch:

– ¿Cuál es el objeto de su visita? – La delegación –respondió Erzberger– ha venido para recibir las proposiciones de las potencias aliadas con objeto de llegar a un armisticio. – No tengo ninguna proposición que presentar.

Intervino entonces el conde Oberndorff, sugiriendo:

– Tal vez sería mejor que la palabra «condición»… – No tengo ninguna proposición que presentar –repitió, impaciente, el mariscal. – Hemos venido –dijo Erzberger– de acuerdo con la última nota del presidente Wilson, indicando que el mariscal Foch está autorizado para dar a conocer las condiciones del armisticio. – En efecto, estoy autorizado para darles a conocer estas condiciones si ustedes solicitan un armisticio. ¿Piden ustedes un armisticio?

Foch pronunció estas últimas palabras con un tono seco. Al unísono, y con «precipitación», Erzberger y Oberndorff respondieron:

– Sí, pedimos la conclusión de un armisticio general. A una orden de Foch, el general Weygand se levantó entonces y, con voz tranquila, leyó lentamente las condiciones que obligaban a los alemanes a retroceder más allá a la orilla derecha del Rin y a entregar toda su escuadra, amén de importante material.

– Señores –prosiguió Foch, una vez terminada la lectura–, les dejo ese texto. Tienen ustedes setenta y dos horas para contestar al mismo… La entrega de numerosos cañones y ametralladoras aterrorizó a Erzberger.

– ¡Pero entonces estamos perdidos! ¿Cómo vamos a poder defendernos contra el bolchevismo? El mariscal replicó con un gesto evasivo. Aquello no le incumbía en absoluto.

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– Pero –insistió Erzberger– han de comprender que, al privarnos de todos los medios defensivos contra el bolchevismo causan nuestra perdición y se pierden ustedes a su vez. También les tocará el turno…

Entonces intervino Winterfeld:

– Las condiciones del armisticio que acaban de sernos comunicadas requieren un examen atento por nuestra parte. Dada nuestra intención de llegar a la consecución de un resultado, éste examen será realizado con la mayor rapidez posible. Sin embargo, exigirá cierto tiempo, tanto más cuanto que será indispensable consultar la opinión de nuestro Gobierno y la del alto mando militar. En tales condiciones, pedimos que el mariscal Foch acceda a consentir que se ordene inmediatamente, y en todo el frente, una suspensión provisional de las hostilidades. – Las hostilidades –replicó Foch– no pueden cesar antes de la firma del armisticio.

La última petición de Erzberger –un aumento del plazo concedido de setenta y dos a ochenta y dos horas– fue igualmente denegada. Si el 11 de noviembre, a las 11 de la mañana, los alemanes no habían firmado el convenio, la guerra proseguiría hasta la capitulación del Reich. La sesión había terminado. El capitán von Helldorff, tuvo que partir inmediatamente para llevar las condiciones al Gobierno alemán. Explicaba el general Riedinger, entonces comandante del 11 Boureau del Estado Mayor de Foch:

“Se le entregaron unos cuantos bocadillos. Pero su automóvil tardaba en llegar y el capitán almorzó en el tren con sus compañeros. Cuando emprendió el viaje, me preguntó si «a pesar de todo» podía llevarse consigo su comida fría. Acepté, desde luego…”

Y von Helldorff, con sus bocadillos en una mano y el texto del convenio de armisticio en la otra, volvió a emprender el camino de La Capelle. Tuvo no pocas dificultades para cruzar las líneas, pues el duelo de artillería se había reanudado y sus compatriotas lo recibieron con fuego de fusilería. Se dieron toques de corneta y un avión provisto de una bandera blanca voló sobre las líneas, pero se necesitaron varias horas para que los alemanes tuvieran a bien suspender su cañoneo…

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Von Helldorff llegó a Alemania en plena revolución. A las 8 de la tarde de aquel mismo día 8 de noviembre, el príncipe de Baden había telefoneado al Kaiser:

– Tu abdicación se ha hecho necesaria para cumplir hasta el final tu misión de emperador de la paz… Puede tener un efecto decisivo para las negociaciones y privará de argumentos a los chauvinistas de la Entente… Las tropas ya no son seguras. En Colonia, el consejo de obreros y soldados se ha hecho con el poder. En Brunswick, la bandera roja ondea sobre el castillo. En Munich se ha proclamado la república y en Schwenn se ha reunido un consejo de obreros y soldados. Estamos abocados a una guerra civil. La situación es insostenible. Si la abdicación no tiene lugar hoy mismo, mi colaboración se hace imposible… Ha llegado la hora suprema. Te estoy aconsejando como pariente y como príncipe alemán.

Pero el “emperador de la paz” trató de demorar su caída, a la que se vio obligado finalmente por el “pariente y príncipe alemán” quien “dimitió” a su primo el día 9, a las once y media. A Guillermo II no le quedaba ya más que emprender el camino del exilio. El día 10, los diarios de París aparecieron con unos titulares que cubrían toda la primera página: “El kaiser ha abdicado”. Erzberger y Oberndorff, que se paseaban ante su vagón (el señor Auguste Petit, conductor del tren del mariscal, narró esta anécdota pintoresca), vieron a uno de los empleados que estaba leyendo el periódico y le pidieron que se lo vendiese.

– ¡Es mío! –negóse orgullosamente el ferroviario. Aquel mismo día, como de costumbre cada tarde, los dos trenes fueron, uno después de otro, a repostar agua en la pequeña estación de Rethondes.

– Estábamos en el andén y nos disponíamos a cenar –contó el general de Mierry, entonces capitán– cuando el jefe de estación pidió que un oficial contestase a una llamada telefónica. Paris deseaba hablar con el Estado Mayor del mariscal. Me apeé del tren y me fue dictado el siguiente texto, que acababa de recibir la torre Eiffel: «El Gobierno alemán acepta las condiciones del armisticio que le fueron presentadas el 8 de noviembre. Firmado: el canciller del Imperio.»

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Y vino entonces la jornada del 11 de noviembre. Refiere Erzberger: “La sesión comenzó a las dos quince de la madrugada. Con respecto a cada artículo del armisticio, traté de obtener nuevos atenuantes. Insistí para que fuesen disminuidos los efectivos del ejército de ocupación, pues Foch me había dicho que situaría cincuenta divisiones en la zona de la orilla occidental del Rin. Fue el artículo 26 (continuación del bloqueo) el que provocó los debates más vivos. La pugna duró más de una hora. Expliqué que este artículo equivalía a la prosecución de uno de los actos esenciales de la guerra, una política que, para Inglaterra, había consistido en someter al hambre a Alemania, y demostré que las mujeres y los niños habían sido las principales víctimas del bloqueo. – ¡Esta actitud no tiene nada de fair (juego limpio) –terminó diciendo el ministro.

Al almirante Wemyss le sentaron muy mal estas palabras.

– ¿Qué no es fair? ¿Ha olvidado que ustedes han estado hundiendo nuestros buques sin hacer distinción alguna? Finalmente, Erzberger consiguió ciertas ventajas parciales. La Entente se comprometía a re-avituallar a Alemania durante el periodo del armisticio y, por otra parte, los aliados dejaban a Alemania cinco mil ametralladoras más de lo previsto. Eran las cinco y cuarto cuando se pudo proceder a la firma del acuerdo. Sin embargo, se decidió admitir las cinco como hora oficial, de modo que se pudiera ordenar el alto el fuego a las once de la mañana, toda vez que el texto indicaba que los combates debían cesar “seis horas después de la firma”. Prosigue el general de Mierry:

– Con objeto de ganar un tiempo precioso se empezó a pasar a máquina el texto, comenzando por el final. Las prisas fueron tales que el papel carbón, mal colocado, reprodujo invertido el texto en el dorso de la hoja.

“A las cinco y veinte, los plenipotenciarios pudieron estampar sus firmas en la última hoja, que trataba del armisticio y de su denuncia si las cláusulas no eran cumplidas”.

Todos se levantaron.

– Nos esforzaremos lealmente en cumplir nuestros compromisos –declaró Erzberger.

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Más tarde escribiría: “Recordé de nuevo las observaciones que habíamos formulado con respecto a los convenios de armisticio, y volví a hacer observar que ciertas cláusulas no eran realizables. Acabé diciendo: Un pueblo de setenta millones de habitantes sufre, pero no muere”.

Eran las cinco y media. Y concluye Erzberger:

“No nos estrechamos las manos”. Mientras Foch salía en automóvil hacia París con objeto de entregar personalmente el texto del armisticio a Clemenceau, el tren alemán partía de Rethondes a las diez cincuenta. Diez minutos más tarde salía el tren de Foch en dirección a Senlis.

– A las once en punto, nuestro tren atravesaba el puente sobre el Oise –explica el general Weygand–. Las campanas tañían, la guerra había terminado. Vi a lo lejos, bajo la sombra de los álamos que bordean el Oise, el tren alemán que se dirigía a Tergnier, semejante a una larga serpiente negra.

Hasta las once prosiguió la batalla. Escribió el coronel Grasset:

“No sabíamos lo que ocurría, si los del otro lado serían advertidos a tiempo y si los cañones y ametralladoras dejarían de disparar a su debido tiempo… Las balas seguían silbando peligrosamente sobre los parapetos de las trincheras; los grandes obuses, con sus explosiones formidables, excavaban cráteres… A las diez y cincuenta minutos, varias casas del pueblo se derrumbaron todavía a consecuencia de una salva de obuses de 150”.

El teniente Bonneval, que se hallaba en la orilla del Mosa, contó cómo vio, poco antes de las once, al capitán de su compañía, agazapado en el fondo de un hoyo de obús, silbando suavemente al corneta que tenía a su lado, las notas del “alto el fuego” que éste había olvidado por no haberlas tocado desde las maniobras de 1911. A las once, en toda la línea de fuego, los cornetas saltaron sobre los parapetos y soplaron con todas sus fuerzas. Un segundo más tarde, contestaron las trompetas alemanas. Vino después un toque general: “¡En pie!”. Prosigue el coronel Grasset:

“Todo el mundo se levantó y franqueó los parapetos quedando de pie frente al enemigo. Oyóse entonces un «¡Firmes!», seguido de un resonante toque de saludo a la bandera. Transcurrió un minuto de silencio impresionante, un minuto en el que todas las gargantas se

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contrajeron. También los alemanes se habían levantado y, por primera vez en cuatro años, las dos líneas se enfrentaron sin pretender exterminarse. De pronto, desde nuestras trincheras brotó la Marsellesa, entonada a gritos por un millar de hombres. Los que no aullaban hasta cansarse lloraban como niños. Los alemanes se incorporaron a estas manifestaciones y varios grupos de la “Guardia prusiana” cantaron la Marsellesa, himno de la Libertad, agitando sus cascos enfilados en los cañones de sus fusiles y gritando: «Hoch! Hoch! Republik!»”.

Aquel mismo día, a primera hora de la tarde, un joven alumno de un pensionado del valle de Chevreuse, escaló la tapia y partió rumbo a Paris. Era Georges Clemenceau, nieto del Tigre. Al llegar a la rue Saint-Dominique se enteró de que su abuelo cenaba en el Grand Hotel. Y contó:

“En el Grand Hotel me indicaron el salón en que se hallaba mi abuelo. Entré. El me daba la espalda y por una abertura de un cortinaje, contemplaba a la muchedumbre ebria de entusiasmo que cantaba, lloraba y exteriorizaba a gritos su alegría al ver terminada la pesadilla. Al oírme entrar en el salón, dio media vuelta. De sus ojos brotaban gruesas lágrimas. Era la primera vez que yo veía llorar a mi abuelo. Me abrazó, me besó y después me preguntó con su tono inimitable: – ¿Qué diablos haces aquí? Mientras le contaba mi escapada, observé que su rostro se ensombrecía. – En un día memorable como el de hoy, abuelo… Pero él ya no escuchaba. Cogió el teléfono y pidió hablar con el director de mi pensionado cuando lo tuvo al aparato, le oí decir: – Mi nieto está aquí. Esta noche se queda conmigo, pero el domingo me lo tendrá usted castigado…”

Unos instantes más tarde, apoyado en el hombro de su nieto, el Tigre escuchaba a Marthe Chenal, envuelta en la bandera tricolor y cantando la Marsellesa en la Ópera.

El texto base está extraído de “El fin de la Primera

Guerra Mundial”: Historia y Vida, 1968.

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El recorrido de los delegados alemanes

7 de noviembre 12.00h: el capitán Schaube y el trompeta Zobrowski esperan a los delegados alemanes con la bandera blanca en Fourmies 18.00h (ca.): paso de los delegados alemanes por Chimay. 18.30h (ca.): paso por Trélon. 19.30h: paso por Fourmies. 20.00h (ca.): paso el puesto de mando del general von Anwarter en Rocquigny. 20.20h: llegada del convoy de los delegados a Haudroy (Ferme Robart, puesto de mando del capitán Lhuillier). 20.30-22.00h: paso de los delegados por La Capelle, recibidos por Henri Dehon, alcalde del lugar (Villa Pasques, puesto de mando del comandante Ducornez).

Noche del 7 al 8 de noviembre Paso y cena de los delegados alemanes y de los oficiales franceses en Homblières (Presbytère, Cuartel general del general Debeney, 1er ejército). 8 de noviembre 03.45h: salida del tren desde Tergnier de los delegados alemanes con destino a Compiègne et Rethondes. Noche del 8 al 9 de noviembre Intentos vanos de paso del capitán von Helldorff acompañado del comandante de Bourbon-Busset por Rocquigny. 8-11 de noviembre Negociaciones deI Armisticio en Rethondes (Claro deI Armisticio) 9 de noviembre 13.30h: paso del capitán von Helldorff por Wignehies 11 de noviembre Inicio de la mañana: salida en avión del capitán Geyer con la convención de armisticio para Morville y Spa. 11.00h: firma del armisticio.