3ero.Corpus Literatura

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1 Corpus de lectura obligatoria 3er. año - EES N° 16 (Edición 2014) para todas las divisiones “El Peatón” Ray Bradbury Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro. A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana. El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre. En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor. —Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras—. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma? La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.

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Corpus de lectura obligatoria 3er. ao - EES N 16 (Edicin 2014)para todas las divisionesEl Peatn Ray Bradbury Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a travs de los silencios, nada le gustaba ms al seor Leonard Mead. Se detena en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qu camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del ao 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decida, caminaba otra vez, lanzando ante l formas de aire fro, como humo de cigarro. A veces caminaba durante horas y kilmetros y volva a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y pareca como si pasease por un cementerio; slo unos dbiles resplandores de luz de lucirnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecan manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde an no haban cerrado las cortinas a la noche. O se oan unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde an no haban cerrado una ventana. El seor Leonard Mead se detena, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y segua caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo haba pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jauras, acompaaran su paseo con ladridos al or el ruido de los tacos, y se encenderan luces y apareceran caras, y toda una calle se sobresaltara ante el paso de la solitaria figura, l mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre. En esta noche particular, el seor Mead inici su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Haba una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un rbol de Navidad. Poda sentir la luz fra que entraba y sala, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El seor Mead escuchaba satisfecho el dbil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoales, y silbaba quedamente una fra cancin entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor. Hola, los de adentro les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras. Qu hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? Por dnde corren los cowboys? No viene ya la caballera de los Estados Unidos por aquella loma? La calle era silenciosa y larga y desierta, y slo su sombra se mova, como la sombra de un halcn en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmvil, poda imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilmetros a la redonda, sin otra compaa que los cauces secos de los ros, las calles. Qu pasa ahora? les pregunt a las casas, mirando su reloj de pulsera. Las ocho y media. Hora de una docena de variados crmenes? Un programa de adivinanzas? Una revista poltica? Un comediante que se cae del escenario? Era un murmullo de risas el que vena desde aquella casa a la luz de la luna? El seor Mead titube, y sigui su camino. No se oa nada ms. Trastabill en un saliente de la acera. El cemento desapareca ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez aos de caminatas, de noche y de da, en miles de kilmetros, nunca haba encontrado a otra persona que se paseara como l. Lleg a una parte cubierta de trboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el da se sucedan all tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corran hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso dbil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estacin, slo piedras y luz de luna. Leonard Mead dobl por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareci de pronto en una esquina y lanz sobre l un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se qued paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. Una voz metlica llam: Quieto. Qudese ah! No se mueva! Mead se detuvo. Arriba las manos! Pero... dijo Mead. Arriba las manos, o dispararemos!

La polica, por supuesto, pero qu cosa rara e increble; en una ciudad de tres millones de habitantes slo haba un coche de polica. No era as? Un ao antes, en 2052, el ao de la eleccin, las fuerzas policiales haban sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminua cada vez ms; no haba necesidad de polica, salvo este coche solitario que iba y vena por las calles desiertas. Su nombre? dijo el coche de polica con un susurro metlico. Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no poda ver a los hombres. Leonard Mead dijo. Ms alto! Leonard Mead! Ocupacin o profesin? Imagino que ustedes me llamaran un escritor. Sin profesin dijo el coche de polica como si se hablara a s mismo. La luz inmovilizaba al seor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja. S, puede ser as dijo. No escriba desde haca aos. Ya no vendan libros ni revistas. Todo ocurra ahora en casa como tumbas, pens, continuando sus fantasas. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisin, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente. Sin profesin dijo la voz de fongrafo, siseando. Qu estaba haciendo afuera? Caminando dijo Leonard Mead. Caminando! Slo caminando dijo Mead simplemente, pero sintiendo un fro en la cara. Caminando, slo caminando, caminando? S, seor. Caminando hacia dnde? Para qu? Caminando para tomar aire. Caminando para ver. Su direccin! Calle Saint James, once, sur. Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, seor Mead? S. Y tiene usted televisor? No. No? Se oy un suave crujido que era en s mismo una acusacin. Es usted casado, seor Mead? No. No es casado dijo la voz de la polica detrs del rayo brillante. La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas. Nadie me quiere dijo Leonard Mead con una sonrisa. No hable si no le preguntan! Leonard Mead esper en la noche fra. Slo caminando, seor Mead? S. Pero no ha dicho para qu. Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente. Ha hecho esto a menudo? Todas las noches durante aos. El coche de polica estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba dbilmente. Bueno, seor Mead dijo el coche. Eso es todo? pregunt Mead cortsmente. S dijo la voz. Acrquese. Se oy un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abri de par en par. Entre. Un minuto. No he hecho nada! Entre. Protesto! Seor Mead... Mead entr como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pas junto a la ventanilla delantera del coche, mir adentro. Tal como esperaba, no haba nadie en el asiento delantero, nadie en el coche. Entre. Mead se apoy en la portezuela y mir el asiento trasero, que era un pequeo calabozo, una crcel en miniatura con barrotes. Ola a antisptico; ola a demasiado limpio y duro y metlico. No haba all nada blando. Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... dijo la voz de hierro. Pero... Hacia dnde me llevan? El coche titube, dej or un dbil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos elctricos. Al Centro Psiquitrico de Investigacin de Tendencias Regresivas. Mead entr. La puerta se cerr con un golpe blando. El coche polica rod por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus dbiles luces. Pasaron ante una casa en una calle un momento despus. Una casa ms en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa haba una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y clida en la fra oscuridad. Mi casa dijo Leonard Mead. Nadie le respondi. El coche corri por los cauces secos de las calles, alejndose, dejando atrs las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningn otro sonido, ni hubo ningn otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

A la deriva Horacio QuirogaEl hombre pis algo blancuzco, y en seguida sinti la mordedura en el pie. Salt adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacus que, arrollada sobre s misma, esperaba otro ataque.El hombre ech una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sac el machete de la cintura. La vbora vio la amenaza, y hundi ms la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cay de lomo, dislocndole las vrtebras.El hombre se baj hasta la mordedura, quit las gotitas de sangre, y durante un instante contempl. Un dolor agudo naca de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se lig el tobillo con su pauelo y sigui por la picada hacia su rancho.El dolor en el pie aumentaba, con sensacin de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sinti dos o tres fulgurantes puntadas que, como relmpagos, haban irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Mova la pierna con dificultad; una metlica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arranc un nuevo juramento.Lleg por fin al rancho y se ech de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecan ahora en la monstruosa hinchazn del pie entero. La piel pareca adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebr en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.-Dorotea! -alcanz a lanzar en un estertor-. Dame caa1!Su mujer corri con un vaso lleno, que el hombre sorbi en tres tragos. Pero no haba sentido gusto alguno.-Te ped caa, no agua! -rugi de nuevo-. Dame caa!-Pero es caa, Paulino! -protest la mujer, espantada.-No, me diste agua! Quiero caa, te digo!La mujer corri otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre trag uno tras otro dos vasos, pero no sinti nada en la garganta.-Bueno; esto se pone feo -murmur entonces, mirando su pie lvido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pauelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.Los dolores fulgurantes se sucedan en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento pareca caldear ms, aumentaba a la par. Cuando pretendi incorporarse, un fulminante vmito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.Pero el hombre no quera morir, y descendiendo hasta la costa subi a su canoa. Sentose en la popa y comenz a palear hasta el centro del Paran. All la corriente del ro, que en las inmediaciones del Iguaz corre seis millas, lo llevara antes de cinco horas a Tacur-Puc.El hombre, con sombra energa, pudo efectivamente llegar hasta el medio del ro; pero all sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vmito -de sangre esta vez- dirigi una mirada al sol que ya traspona el monte.La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y dursimo que reventaba la ropa. El hombre cort la ligadura y abri el pantaln con su cuchillo: el bajo vientre desbord hinchado, con grandes manchas lvidas y terriblemente dolorosas. El hombre pens que no podra jams llegar l solo a Tacur-Puc, y se decidi a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque haca mucho tiempo que estaban disgustados.La corriente del ro se precipitaba ahora hacia la costa brasilea, y el hombre pudo fcilmente atracar. Se arrastr por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, qued tendido de pecho.-Alves! -grit con cuanta fuerza pudo; y prest odo en vano.-Compadre Alves! No me niegue este favor! -clam de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oy un solo rumor. El hombre tuvo an valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogindola de nuevo, la llev velozmente a la deriva.El Paran corre all en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fnebremente el ro. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro tambin. Adelante, a los costados, detrs, la eterna muralla lgubre, en cuyo fondo el ro arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en l un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombra y calma cobra una majestad nica.El sol haba cado ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofro. Y de pronto, con asombro, enderez pesadamente la cabeza: se senta mejor. La pierna le dola apenas, la sed disminua, y su pecho, libre ya, se abra en lenta inspiracin.El veneno comenzaba a irse, no haba duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tena fuerzas para mover la mano, contaba con la cada del roco para reponerse del todo. Calcul que antes de tres horas estara en Tacur-Puc.El bienestar avanzaba, y con l una somnolencia llena de recuerdos. No senta ya nada ni en la pierna ni en el vientre. Vivira an su compadre Gaona en Tacur-Puc? Acaso viera tambin a su ex patrn mister Dougald, y al recibidor del obraje.Llegara pronto? El cielo, al poniente, se abra ahora en pantalla de oro, y el ro se haba coloreado tambin. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el ro su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruz muy alto y en silencio hacia el Paraguay.All abajo, sobre el ro de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre s misma ante el borbolln de un remolino. El hombre que iba en ella se senta cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que haba pasado sin ver a su ex patrn Dougald. Tres aos? Tal vez no, no tanto. Dos aos y nueve meses? Acaso. Ocho meses y medio? Eso s, seguramente.De pronto sinti que estaba helado hasta el pecho.Qu sera? Y la respiracin...Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo haba conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... Viernes? S, o jueves...El hombre estir lentamente los dedos de la mano.-Un jueves...Y ces de respirar.Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917Disponible en: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/deriva.htm

El corazn delator (Edgar Allan Poe)

Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. Pero por qu afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad haba agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi odo era el ms agudo de todos. Oa todo lo que puede orse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas o en el infierno. Cmo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cunta cordura, con cunta tranquilidad les cuento mi historia.Me es imposible decir cmo aquella idea me entr en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acos noche y da. Yo no persegua ningn propsito. Ni tampoco estaba colrico. Quera mucho al viejo. Jams me haba hecho nada malo. Jams me insult. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. S, eso fue! Tena un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en m se me helaba la sangre. Y as, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.Presten atencin ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... Si hubieran podido verme! Si hubieran podido ver con qu habilidad proced! Con qu cuidado... con qu previsin... con qu disimulo me puse a la obra! Jams fui ms amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, haca yo girar el picaporte de su puerta y la abra... oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. Oh, ustedes se hubieran redo al ver cun astutamente pasaba la cabeza! La mova lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueo del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. Eh? Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tena la cabeza completamente dentro del cuarto, abra la linterna cautelosamente... oh, tan cautelosamente! S, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujan las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontr el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la maana, apenas iniciado el da, entraba sin miedo en su habitacin y le hablaba resueltamente, llamndolo por su nombre con voz cordial y preguntndole cmo haba pasado la noche. Ya ven ustedes que tendra que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dorma.Al llegar la octava noche, proced con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con ms rapidez de lo que se mova mi mano. Jams, antes de aquella noche, haba sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresin de triunfo. Pensar que estaba ah, abriendo poco a poco la puerta, y que l ni siquiera soaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me re entre dientes ante esta idea, y quiz me oy, porque lo sent moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarn que me ech hacia atrs... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo saba que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y segu empujando suavemente, suavemente.Haba ya pasado la cabeza y me dispona a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbal en el cierre metlico y el viejo se enderez en el lecho, gritando:-Quin est ah?Permanec inmvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no mov un solo msculo, y en todo ese tiempo no o que volviera a tenderse en la cama. Segua sentado, escuchando... tal como yo lo haba hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.O de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conoca yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dorma, surgi de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecan. Repito que lo conoca bien. Comprend lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lstima, aunque me rea en el fondo de mi corazn. Comprend que haba estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movi en la cama. Haba tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es ms que el viento en la chimenea... o un grillo que chirri una sola vez". S, haba tratado de darse nimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se haba aproximado a l, deslizndose furtiva, y envolva a su vctima. Y la fnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo mova a sentir -aunque no poda verla ni orla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitacin.Despus de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin or que volviera a acostarse, resolv abrir una pequea, una pequesima ranura en la linterna.As lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qu cuidado, con qu inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araa, brot de la ranura y cay de lleno sobre el ojo de buitre.Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empec a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tutano. Pero no poda ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, haba orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es slo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento lleg a mis odos un resonar apagado y presuroso, como el que podra hacer un reloj envuelto en algodn. Aquel sonido tambin me era familiar. Era el latir del corazn del viejo. Aument an ms mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.Pero, incluso entonces, me contuve y segu callado. Apenas si respiraba. Sostena la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazn iba en aumento. Se haca cada vez ms rpido, cada vez ms fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tena que ser terrible. Cada vez ms fuerte, ms fuerte! Me siguen ustedes con atencin? Les he dicho que soy nervioso. S, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extrao como aqul me llen de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todava algunos minutos y permanec inmvil. Pero el latido creca cada vez ms fuerte, ms fuerte! Me pareci que aquel corazn iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoder de m... Algn vecino poda escuchar aquel sonido! La hora del viejo haba sonado! Lanzando un alarido, abr del todo la linterna y me precipit en la habitacin. El viejo clam una vez... nada ms que una vez. Me bast un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchn. Sonre alegremente al ver lo fcil que me haba resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazn sigui latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podra escucharlo a travs de las paredes. Ces, por fin, de latir. El viejo haba muerto. Levant el colchn y examin el cadver. S, estaba muerto, completamente muerto. Apoy la mano sobre el corazn y la mantuve as largo tiempo. No se senta el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvera a molestarme.Si ustedes continan tomndome por loco dejarn de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopt para esconder el cadver. La noche avanzaba, mientras yo cumpla mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuartic el cadver. Le cort la cabeza, brazos y piernas.Levant luego tres planchas del piso de la habitacin y escond los restos en el hueco. Volv a colocar los tablones con tanta habilidad que ningn ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No haba nada que lavar... ninguna mancha... ningn rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba haba recogido todo... ja, ja!Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero segua tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oan las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acud a abrir con toda tranquilidad, pues qu poda temer ahora?Hall a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de polica. Durante la noche, un vecino haba escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algn atentado. Al recibir este informe en el puesto de polica, haban comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.Sonre, pues... qu tena que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqu que yo haba lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se haba ausentado a la campaa. Llev a los visitantes a recorrer la casa y los invit a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acab conducindolos a la habitacin del muerto. Les mostr sus caudales intactos y cmo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitacin y ped a los tres caballeros que descansaran all de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadver de mi vctima.Los oficiales se sentan satisfechos. Mis modales los haban convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cmodo. Sentronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animacin. Mas, al cabo de un rato, empec a notar que me pona plido y dese que se marcharan. Me dola la cabeza y crea percibir un zumbido en los odos; pero los policas continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo ms intenso; segua resonando y era cada vez ms intenso. Habl en voz muy alta para librarme de esa sensacin, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez ms clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se produca dentro de mis odos.Sin duda, deb de ponerme muy plido, pero segu hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... y que poda hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podra hacer un reloj envuelto en algodn. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policas no haban odo nada. Habl con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido creca continuamente. Me puse en pie y discut sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido creca continuamente. Por qu no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido creca continuamente. Oh, Dios! Qu poda hacer yo? Lanc espumarajos de rabia... maldije... jur... Balanceando la silla sobre la cual me haba sentado, rasp con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y creca sin cesar. Ms alto... ms alto... ms alto! Y entretanto los hombres seguan charlando plcidamente y sonriendo. Era posible que no oyeran? Santo Dios! No, no! Claro que oan y que sospechaban! Saban... y se estaban burlando de mi horror! S, as lo pens y as lo pienso hoy! Pero cualquier cosa era preferible a aquella agona! Cualquier cosa sera ms tolerable que aquel escarnio! No poda soportar ms tiempo sus sonrisas hipcritas! Sent que tena que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... ms fuerte... ms fuerte... ms fuerte... ms fuerte!-Basta ya de fingir, malvados! -aull-. Confieso que lo mat! Levanten esos tablones! Ah... ah!Donde est latiendo su horrible corazn!

Traduccin de Julio Cortzar Disponible en:http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/el_corazon_delator.htm

Continuidad de los parques Julio Cortzar

Haba empezado a leer la novela unos das antes. La abandon por negocios urgentes, volvi a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, despus de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestin de aparceras, volvi al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su silln favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dej que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los ltimos captulos. Su memoria retena sin esfuerzo los nombres y las imgenes de los protagonistas; la ilusin novelesca lo gan casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando lnea a lnea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cmodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguan al alcance de la mano, que ms all de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la srdida disyuntiva de los hroes, dejndose ir hacia las imgenes que se concertaban y adquiran color y movimiento, fue testigo del ltimo encuentro en la cabaa del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restaaba ella la sangre con sus besos, pero l rechazaba las caricias, no haba venido para repetir las ceremonias de una pasin secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El pual se entibiaba contra su pecho, y debajo lata la libertad agazapada. Un dilogo anhelante corra por las pginas como un arroyo de serpientes, y se senta que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada haba sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tena su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpa apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.Sin mirarse ya, atados rgidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaa. Ella deba seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta l se volvi un instante para verla correr con el pelo suelto. Corri a su vez, parapetndose en los rboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no deban ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estara a esa hora, y no estaba. Subi los tres peldaos del porche y entr. Desde la sangre galopando en sus odos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, despus una galera, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitacin, nadie en la segunda. La puerta del saln, y entonces el pual en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un silln de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el silln leyendo una novela.Disponible en: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/continuidad_de_los_parques.htm

Emma Zunz, en El Aleph (1949) Jorge Luis Borges (18991986)

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fbrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, hall en el fondo del zagununa carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre haba muerto. La engaaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquiet la letra desconocida. Nueve diez lneas borroneadas queran colmar la hoja; Emma ley que el seor Maier haba ingerido por error una fuerte dosis de veronal y haba fallecido el tres del corriente en el hospital de Bag. Un compaero de pensin de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Ro Grande, que no poda saber que se diriga a la hija del muerto.Emma dej caer el papel. Su primera impresin fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de fro, de temor; luego, quiso ya estar en el da siguiente. Acto contnuo comprendi que esa voluntad era intil porque la muerte de su padre era lo nico que haba sucedido en el mundo, y seguira sucediendo sin fin. Recogi el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guard en un cajn, como si de algn modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya haba empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sera.En la creciente oscuridad, Emma llor hasta el fin de aquel da del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos das felices fue Emanuel Zunz. Record veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, record (trat de recordar) a su madre, record la casita de Lans que les remataron, record los amarillos losanges de una ventana, record el auto de prisin, el oprobio, record los annimos con el suelto sobre el desfalco del cajero, record (pero eso jams lo olvidaba) que su padre, la ltima noche, le haba jurado que el ladrn era Loewenthal. Loewenthal, Aarn Loewenthal, antes gerente de la fbrica y ahora uno de los dueos. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo haba revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quiz rehua la profana incredulidad; quiz crea que el secreto era un vnculo entre ella y el ausente. Loewenthal no saba que ella saba; Emma Zunz derivaba de ese hecho nfimo un sentimiento de poder.No durmi aquella noche, y cuando la primera luz defini el rectngulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procur que ese da, que le pareci interminable, fuera como los otros. Haba en la fbrica rumores de huelga; Emma se declar, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisacin. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discuti a qu cinematgrafo iran el domingo a la tarde. Luego, se habl de novios y nadie esper que Emma hablara. En abril cumplira diecinueve aos, pero los hombres le inspiraban, an, un temor casi patolgico... De vuelta, prepar una sopa de tapioca y unas legumbres, comi temprano, se acost y se oblig a dormir. As, laborioso y trivial, pas el viernes quince, la vspera.El sbado, la impaciencia la despert. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel da, por fin. Ya no tena que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzara la simplicidad de los hechos. Ley en La Prensa que el Nordstjrnan, de Malm, zarpara esa noche del dique 3; llam por telfono a Loewenthal, insinu que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometi pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convena a una delatora. Ningn otro hecho memorable ocurri esa maana. Emma trabaj hasta las doce y fij con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acost despus de almorzar y recapitul, cerrados los ojos, el plan que haba tramado. Pens que la etapa final sera menos horrible que la primera y que le deparara, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levant y corri al cajn de la cmoda. Lo abri; debajo del retrato de Milton Sills, donde la haba dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie poda haberla visto; la empez a leer y la rompi.Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sera difcil y quiz improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. Cmo hacer verosmil una accin en la que casi no crey quien la ejecutaba, cmo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma viva por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero ms razonable es conjeturar que al principio err, inadvertida, por la indiferente recova... Entr en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjrnan. De uno, muy joven, temi que le inspirara alguna ternura y opt por otro, quiz ms bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y despus a un turbio zagun y despus a una escalera tortuosa y despus a un vestbulo (en el que haba una vidriera con losanges idnticos a los de la casa en Lans) y despus a un pasillo y despus a una puerta que se cerr. Los hechos graves estn fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pens Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para m que pens una vez y que en ese momento peligr su desesperado propsito. Pens (no pudo no pensar) que su padre le haba hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacan. Lo pens con dbil asombro y se refugi, en seguida, en el vrtigo. El hombre, sueco o finlands, no hablaba espaol; fue una herramienta para Emma como sta lo fue para l, pero ella sirvi para el goce y l para la justicia. Cuando se qued sola, Emma no abri en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que haba dejado el hombre: Emma se incorpor y lo rompi como antes haba roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepinti, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel da... El temor se perdi en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levant y procedi a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el ltimo crepsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subi a un Lacroze, que iba al oeste. Eligi, conforme a su plan, el asiento ms delantero, para que no le vieran la cara. Quiz le confort verificar, en el inspido trajn de las calles, que lo acaecido no haba contaminado las cosas. Viaj por barrios decrecientes y opacos, vindolos y olvidndolos en el acto, y se ape en una de las bocacalles de Warnes. Pardjicamente su fatiga vena a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.Aarn Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos ntimos, un avaro. Viva en los altos de la fbrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, tema a los ladrones; en el patio de la fbrica haba un gran perro y en el cajn de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revlver. Haba llorado con decoro, el ao anterior, la inesperada muerte de su mujer - una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasin. Con ntimo bochorno se saba menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; crea tener con el Seor un pacto secreto, que lo exima de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.La vio empujar la verja (que l haba entornado a propsito) y cruzar el patio sombro. La vio hacer un pequeo rodeo cuando el perro atado ladr. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetan la sentencia que el seor Loewenthal oira antes de morir.Las cosas no ocurrieron como haba previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se haba soado muchas veces, dirigiendo el firme revlver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrpida estratagema que permitira a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quera ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricara la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron as.Ante Aarn Loeiventhal, ms que la urgencia de vengar a su padre, Emma sinti la de castigar el ultraje padecido por ello. No poda no matarlo, despus de esa minuciosa deshonra. Tampoco tena tiempo que perder en teatraleras. Sentada, tmida, pidi excusas a Loewenthal, invoc (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunci algunos nombres, dio a entender otros y se cort como si la venciera el temor. Logr que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando ste, incrdulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvi del comedor, Emma ya haba sacado del cajn el pesado revlver. Apret el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplom como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompi, la cara la mir con asombro y clera, la boca de la cara la injuri en espaol y en disch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompi a ladrar, y una efusin de brusca sangre man de los labios obscenos y manch la barba y la ropa. Emma inici la acusacin que haba preparado (He vengado a mi padre y no me podrn castigar...), pero no la acab, porque el seor Loewenthal ya haba muerto. No supo nunca si alcanz a comprender.Los ladridos tirantes le recordaron que no poda, an, descansar. Desorden el divn, desabroch el saco del cadver, le quit los quevedos salpicados y los dej sobre el fichero. Luego tom el telfono y repiti lo que tantas veces repetira, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increble... El seor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abus de m, lo mat...La historia era increble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero tambin era el ultraje que haba padecido; slo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.Disponible en: http://www.literatura.us/borges/emmazunz.html