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La política como barbarie: una lectura de Homo sacer de Giorgio Agamben Ricardo Forster Para Antonio Gimeno, por su amistad 1. Son pocos los libros que hoy despiertan, al leerlos, una profunda inquietud; son contados los autores que, a través de una escritura filosa y carente de concesiones, pueden provocar en los lectores una extraña mezcla de entusiasmo y malestar. Giorgio Agamben es uno de esos pensadores- escritores, poseedores de un estilo limpio y cortante, que logran, en esta época de reiteradas mediocridades, incitar a la reflexión. Uno de sus últimos libros, Homo sacer 1 , constituye, desde mi modesta opinión, un verdadero acontecimiento intelectual y político, una obra que reclama no sólo una lectura atenta sino, fundamentalmente, una intensa revisión crítica de muchos de los supuestos sobre los que descansa nuestra manera de comprender la modernidad y, sobre todo, sus estructuras político-estatales. Homo sacer constituye una original interpretación de legados y herencias que forjaron los discursos de la filosofía política desde Aristóteles hasta la época de los campos de exterminio y de la sociedad del espectáculo. Pero es también un intento por seguir pensando políticamente, por no renunciar a la construcción de una comunidad forjada por fuera de los dominios materiales y discursivos de la máquina estatal. Así como recorre minuciosamente la figura oscura y olvidada del homo sacer, una figura tallada en el interior del antiguo derecho romano y apuntando aparentemente a circunstancias que han quedado reducidas a la noche de los tiempos, Agamben recurre a cierto giro genealógico para destacar su absoluta actualidad como representación del pasaje de la vida humana a nuda vida, es decir, a vida eliminable, descartable. Su libro es destemplado, inclusive estaría tentado a definirlo como pesimista, pero lo cierto es que intenta expresar un nudo cuya resolución, negativa o positiva, determinará el futuro de nuestros días en la tierra. Agamben no busca condenar a la política, no aspira a su ostracismo ni asume una perspectiva posmoderna que se instala gozosamente en la licuación de esa tradición que desde los griegos atraviesa a Occidente; por el contrario, su 1 Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-textos, Valencia, 1998, traducción de Antonio Gimeno. Seguido luego de Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo, Pre-textos, Valencia, 2000, traducción de A. Gimeno.

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La política como barbarie: una lectura de Homo sacer de Giorgio Agamben

Ricardo Forster

Para Antonio Gimeno, por su amistad

1.

Son pocos los libros que hoy despiertan, al leerlos, una profunda inquietud; son contados los autores que, a través de una escritura filosa y carente de concesiones, pueden provocar en los lectores una extraña mezcla de entusiasmo y malestar. Giorgio Agamben es uno de esos pensadores-escritores, poseedores de un estilo limpio y cortante, que logran, en esta época de reiteradas mediocridades, incitar a la reflexión. Uno de sus últimos libros, Homo sacer1, constituye, desde mi modesta opinión, un verdadero acontecimiento intelectual y político, una obra que reclama no sólo una lectura atenta sino, fundamentalmente, una intensa revisión crítica de muchos de los supuestos sobre los que descansa nuestra manera de comprender la modernidad y, sobre todo, sus estructuras político-estatales. Homo sacer constituye una original interpretación de legados y herencias que forjaron los discursos de la filosofía política desde Aristóteles hasta la época de los campos de exterminio y de la sociedad del espectáculo. Pero es también un intento por seguir pensando políticamente, por no renunciar a la construcción de una comunidad forjada por fuera de los dominios materiales y discursivos de la máquina estatal. Así como recorre minuciosamente la figura oscura y olvidada del homo sacer, una figura tallada en el interior del antiguo derecho romano y apuntando aparentemente a circunstancias que han quedado reducidas a la noche de los tiempos, Agamben recurre a cierto giro genealógico para destacar su absoluta actualidad como representación del pasaje de la vida humana a nuda vida, es decir, a vida eliminable, descartable. Su libro es destemplado, inclusive estaría tentado a definirlo como pesimista, pero lo cierto es que intenta expresar un nudo cuya resolución, negativa o positiva, determinará el futuro de nuestros días en la tierra. Agamben no busca condenar a la política, no aspira a su ostracismo ni asume una perspectiva posmoderna que se instala gozosamente en la licuación de esa tradición que desde los griegos atraviesa a Occidente; por el contrario, su 1 Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-textos, Valencia, 1998, traducción de Antonio Gimeno. Seguido luego de Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo, Pre-textos, Valencia, 2000, traducción de A. Gimeno.

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búsqueda es política, supone movilizar los recursos de la crítica para impedir que las estructuras de la dominación, las fuerzas poderosas que hoy articulan el tiempo de la globalización, sean las dueñas últimas de una tradición convertida en máquina de exclusión y exterminio. Salvar el ideal emancipatorio supone deconstruir los fundamentos filosófico-jurídicos que están en la base de la estatalidad moderna y, sobre todo, en la definición de la idea de soberanía. Las líneas que siguen son un intento de leer la escritura agambediana persiguiendo, no su rigurosa filología, sino dejando que sus incitaciones iluminen nuestras propias inquietudes, abriendo su discurso a una proliferación punzante capaz de desgarrar prejuicios y de amplificar una de las más venerables tradiciones de la filosofía moderna: la crítica como recurso indispensable y como impostergable reflexión ante las exigencias del presente.

2.

Los griegos tenían dos términos para denotar la palabra vida, que si bien eran semántica y morfológicamente distintos, eran reconducibles a su étimo común: zòê, que expresaba el simple hecho de vivir, común a todos los seres vivos (animales, hombres y dioses) y bíos, que indicaba la forma de vivir propia de un individuo o grupo. Tanto Platón (en el Filebo) como Aristóteles (en la Ética nicomaquea) usan el término bíos, en la medida en que se referían no a una vida natural, sino a una vida cualificada. Para Aristóteles se trata de una bíos politikós y no de una zòê politikós. Desde la perspectiva aristotélica de la política se trataba del vivir bien y no del simple hecho de vivir. Para el pensamiento clásico hay una clara separación, una línea fronteriza que diferencia el bíos del zòê, y esa línea es la que determina la originalidad de la polis como ámbito de constitución de una vida buena. La pregunta por el bien vivir es, para Aristóteles, la que se formula a partir del bíos. Para Agamben es importante remarcar esta diferencia entre bíos y zòê ya que es la que le permite destacar la esencial inflexión que se producirá en la modernidad cuando la construcción del sujeto político pase a incluir la vida natural como un momento fundamental de la organización de la sociedad. Para los griegos, incluyendo tanto a Platón como a Aristóteles, la vida natural no es del orden de la polis, no instituye a la política. Agamben recupera la concepción foucaultiana que señala el momento en que se produce, en los umbrales de la vida moderna, la inclusión de la vida natural en los mecanismos y los cálculos del poder estatal, surgiendo lo que Foucault denominó anticipatoriamente la biopolítica: “Durante milenios el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya

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política está puesta en entredicho su vida de ser viviente” (M. Foucault, La voluntad de saber, I, 173). Según el autor de Vigilar y castigar, “el umbral de modernidad biológica” de una sociedad se sitúa en el punto en que la especie y el individuo, en cuanto simple cuerpo viviente, se convierten en objetivo de sus estrategias políticas, en ese preciso instante en el que los cuerpos individuales ya no pertenecen verdaderamente a los individuos concretos sino que pasan a ser una cuestión pública, es decir, pasibles de ser determinados y ordenados por el Estado. Este es el punto de inflexión, el salto mortal de la modernidad, aquello que destaca su novedad radical frente a la sociedad medieval y al ideal clásico de orden político. Aristóteles queda a un costado y ahora será el tiempo de Hobbes. Agamben sostiene, siguiendo a Foucault en esto, que en “particular, el desarrollo y el triunfo del capitalismo no habrían sido posibles, en esta perspectiva, sin el control disciplinario llevado a cabo por el nuevo bio-poder que ha creado, por así decirlo, a través de una serie de tecnologías adecuadas, los ‘cuerpos dóciles’ que le eran necesarios.” (Agamben, 1998, 12) Mientras que en la Edad Media el cuerpo es el lugar del pecado, la geografía por la que se desplaza el demonio tentando una y otra vez la fragilidad de la carne, en la modernidad el cuerpo debe ser introducido violenta y ordenadamente en los engranajes de la producción. En el primer caso, se trata de una conflicto teológico, una cuestión de potestades entre la dimensión espiritual y la dimensión carnal del hombre, conflicto determinado por la búsqueda de salvación; en el segundo caso, no hay salvación del cuerpo, como la hay del alma en la cosmovisión cristianomedieval, sino sometimiento del cuerpo a las reglas del orden productivo del capitalismo, el control de sus deseos y pasiones como lógica emanación de los nuevos intereses político-sociales. Agamben destaca que el ingreso de la zòê en la esfera de la Polis, constituye el advenimiento de la política moderna, esa nueva geografía en la que la vida humana (la nuda vida) es radicalmente politizada. Según Hanna Arandt la decadencia de lo político en la modernidad es consecuencia del primado de la vida natural sobre la acción política. Ese primado es el que abrirá las puertas, sostiene Agamben siguiendo a Arendt, de las políticas genocidas propias del siglo XX. Cuando la totalidad de la vida queda encerrada en la órbita del Estado y de sus políticas de “salud pública” lo que adviene es el horizonte de una despiadada intervención de lo estatal sobre unas vidas que se vuelven, literalmente, nuda vida, es decir, vidas sometidas al arbitrio de una instancia superior que puede determinar el sentido de sus existencia o, más grave aún, de sus muertes. El eje de la investigación de Agamben se refiere a ese punto oculto en el que confluyen el modelo jurídico-institucional y el modelo biopolítico del poder. “Uno de los posibles

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resultados que arroja -la investigación- es, precisamente, que esos dos análisis no pueden separarse y que las implicaciones de la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo originario -aunque oculto- del poder soberano. Se puede decir, incluso, que la producción de un cuerpo biopolítico es la aportación original del poder soberano.” (Agamben, 1998, 15-16) El dispositivo que pone en marcha la modernidad, entendida aquí como el tiempo histórico del despliegue y dominio del poder soberano, somete al individuo -su propio supuesto núcleo, el epicentro de su originalidad política y de su reclamo de autonomía, emancipación y libertad- a ser “cuerpo en disponibilidad” de acuerdo a las necesidades inescrutables de ese mismo poder al que ha contribuido a instituir. Siguen siendo extraordinariamente actuales las agudísimas reflexiones desarrolladas por E. de la Boetie en su Discurso de la servidumbre voluntaria, obra en la que el joven amigo de Montaigne descubre, para la posteridad, el funcionamiento inicial del aparato estatal y del renunciamiento que los individuos hacen de su libertad para forjar, precisamente, la maquinaria del sometimiento2. En este sentido, Agamben dirá que la política en el contexto del poder soberano es, siempre, una biopolítica, una completa reducción del sujeto a la instrumentalidad de ese poder que lo convierte, según las circunstancias y las necesidades, en nuda vida. Siguiendo también en esto a Foucault es importante el pasaje del “Estado territorial” a “Estado de población”: “El resultado de ello es una suerte de animalización del hombre llevada a cabo por medio de las más refinadas técnicas políticas. Aparecen entonces en la historia tanto la multiplicación de las posibilidades de las ciencias humanas y sociales, como la simultánea posibilidad de proteger la vida y de autorizar su holocausto”. El Estado moderno es ahora el “garante de la vida” y, en tanto que tal, se convierte, mutatis mutandis, en su legítimo aniquilador. La lógica del exterminio, desde la masacre de los armenios llevada a cabo por los jóvenes turcos a principios de siglo, pasando por el genocidio judío y gitano, hasta sus irradiaciones en las últimas décadas (incluimos entre otros el genocidio de la dictadura militar argentina, Ruanda, Bosnia, Kosovo, etcétera), es el producto directo de la capacidad intrínsecamente genocida del Estado moderno que así como puede cuidar la vida, y de hecho lo hace, también puede, y también lo hace con frecuencia, destruirla sin miramientos. Pensar el exterminio es, por lo tanto, hacerse cargo 2 No caben dudas, y el propio Agamben se encarga de destacarlo en varios lugares, que será la extraordinaria obra literaria de Franz Kafka la que tembién determina su propia visión del orden jurídico en la sociedad contemporánea y, principalmente, el destino del individuo atrapado en los engranajes del poder judicial, un destino que lo confronta con la brutalidad, para él inexplicable, de un poder abstracto y casi intangible. Las criaturas kafkianas representan el pasaje de una vida supuestamente normal, incluida en el orden cotidiano, a nuda vida, es decir, al momento en que su muerte queda más allá de su inteligibilidad para ser definida por un poder gigantesco y fantasmagórico. Nuestro tiempo, piensa Agamben, está surcado por la escritura-anticipatoria de Kafka.

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no de un accidente imprevisto en la marcha civilizatoria de la modernidad burguesa, sino descubrir su esencialidad más profunda y terrible. El libro de Agamben tiene como principal objetivo describir el itinerario de esa tremenda realidad política de nuestra época. Desde esta perspectiva es que cobra relevancia la tesis central del libro: en ella se sostiene que el ingreso de la zòê en la esfera de la Polis, la politización de la nuda vida como tal, constituye el acontecimiento decisivo de la modernidad, ya que marca una transformación radical de las categorías político-filosóficas del pensamiento clásico. Sostenerse en el universo político es, desde la institución del poder soberano, pronunciar el veredicto que deconstruye las formas clásicas de lo político -el bien vivir aristotélico- para inaugurar el tiempo en el que los cuerpos son sometidos a un control devastador respecto a las supuestas libertades de los individuos sobre sus propias vidas. De ahí que Agamben dirá que el cuerpo biopolítico es la aportación del poder soberano. La biopolítica es, en este sentido, tan antigua al menos como la excepción soberana. El cambio de eje al que nos lleva la indagación original del autor de Homo sacer exige que revisemos las categorías con las que elaboramos nuestra comprensión de la constitución de lo político en la modernidad. Agamben describe esa parábola que va del “bien común” a la operación estatal de hacerse cargo de la vida desde su nacimiento hasta su muerte, incorporando lo que antes permanecía fuera de la ciudad. No se trata sólo de reconocer la presencia de la violencia en la institución del nómos, lo que aparece ahora adquiriendo los rasgos de lo siniestro es la posibilidad misma de que la vida, toda la vida, caiga bajo la juridicción del poder soberano. Díficilmente podamos entender las tragedias del siglo que acaba de cerrarse desconociendo el pasaje de la política clásica a aquella otra que se ocupa de la totalidad del ser viviente.

3.

“La nuda vida tiene, en la política occidental, el singular privilegio de ser aquello sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los hombres.” Agamben extrema la posición llevando a los orígenes de la Polis el advenimiento de una lógica de la exclusión sobre la que se montará el universo significativo de la política tal como la ha venido entendiendo Occidente más allá de sus giros epocales. Estamos, según el filósofo italiano, en el seno de una continuidad histórica, de ahí que sostendrá que la pareja categorial fundamental de la política occidental no es la de amigo-enemigo (tan cara a Carl Schmitt), sino la de la nuda vida-existencia política, zóê-bíos, exclusión-inclusión. Hay política porque el hombre es el ser vivo que, en el lenguaje, separa la propia

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nuda vida y la opone a sí mismo manteniéndose, al mismo tiempo, en relación con ella desde la lógica de una inclusión exclusiva. Agamben dirá, entonces, que se opera un doble movimiento que funda la política occidental: de un lado el advenimiento material de la nuda vida, aquel individuo eliminable, puro desecho sin significación, y, por el otro lado, la construcción, en tanto fenómeno del lenguaje, de la exclusión. Por eso afirmará que el protagonista de su libro es la nuda vida, es decir la vida a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable del homo sacer3. El hallazgo de Agamben es notable ya que a través de esta oscura figura del derecho romano arcaico logra hacer pensable el mecanismo que constituye al poder soberano como fuente de exterminio sin contradecir, y éste es el escándalo que subyace a la política de Occidente, al propio derecho. Agamben ha captado ese momento obturado por el lógos en el que el humano es despojado de su humanidad, nulificada su existencia y, por tanto, utilizable y eliminable según las necesidades políticas del soberano (el Estado en el sentido moderno del término). Al introducir el bíos en la Polis, el Estado moderno crea las condiciones, aparentemente contradictorias, tanto para el cuidado de la vida (políticas sanitarias) como para su simple eliminación. En la sociedad contemporánea, a diferencia de la antigua, la cuantificación de la muerte devendrá en su negación, es decir, en su desacralización (incluimos aquí a las diversas muertes violentas -a través de guerras, desplazamientos poblacionales, hambrunas nacidas de políticas encubiertas por parte del poder, exterminios concentracionarios- y también, aunque bajo otro registro ético, las muertes médico-hospitalarias). Presencia masiva, continua, pero invisibilizada, la muerte domina el horizonte de existencia de las sociedades contemporáneas en una medida jamás antes conocida. Su dominio es correlativo a su desimbolización, a su reducción numérica. La estadística ha reemplazado la antigua presencia sagrada de la muerte. “Cuando sus fronteras se desvanecen y se hacen indeterminadas, la nuda vida que allí habitaba queda liberada en la ciudad y pasa a ser a la vez el sujeto y el objeto del ordenamiento político y de sus conflictos, el lugar único tanto de la organización del poder estatal como de la emancipación de él.” (Agamben, 1998, 19) La política no se funda, como lo ha venido sosteniendo Occidente desde sus inicios, en el gesto de la libertad, en el control ejercido 3 Homo sacer es una oscura figura del derecho romano arcaico, en que la vida humana se incluye en el orden jurídico únicamente bajo la forma de su exclusión (es decir de la posibilidad absoluta de que cualquiera le mate sin ser responsable jurídico ni penable por dicha acción aniquiladora). La entera reflexión agambediana está montada sobre esta sorprendente figura jurídica que le permite establecer un hilo conductor que atraviesa la historia de Occidente y define su universo político. Por supuesto que a lo largo del tiempo, y de los clivajes históricos, esa figura ha ido cobrando distintas expresiones hasta casi desaparecer su matriz originaria. El mérito de Agamben es haber recuperado, en nuestros días, la presencia ominosa pero esencial del Homo sacer, del puro sujeto de la exclusión que, paradójicamente, funda la posibilidad de la ciudad de los hombres.

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sobre el poder despótico y en la emergencia de una palabra pública emananada de los ciudadanos, sino en la presencia-ausencia de la nuda vida en la ciudad; es a partir de ella que se articula el ordenamiento político (es clara la influencia de Foucault sobre esta interpretación agambeniana del origen del poder político). La exclusión-inclusiva es la clave que nos permite desarticular la maquinaria del poder soberano, es la llave maestra que abre la puerta del brumoso comienzo en el que se trazaron las líneas de la vida y de la muerte. Pero Agamben es aún más radical en su reflexión: todos los súbditos son potencialmente nuda vida; la amenaza continua del poder soberano, el verdadero secreto de su dominio, es esa potencialidad a través de la cual todo hombre es pasible de ser matado por el Estado4. “Nuestra política no conoce hoy ningún otro valor (y, en consecuencia, ningún otro disvalor) que la vida, y hasta que las contradicciones que ello implica no se resuelvan, nazismo y fascismo, que habían hecho de la decisión sobre la nuda vida el criterio político supremo, seguirán siendo desgraciadamente actuales.” (Agamben, 1998, 20) Si es la vida el centro de la política, pero no la vida entendida como lo hacían los clásicos griegos, sino como zòê que es introducida violentamente en la ciudad, lo que aparece, a un mismo tiempo, es el dispositivo que la maquinaria estatal moderna pone en funcionamiento a partir de la lógica de la exclusión-inclusiva, es decir, de la disponibilidad de toda vida a ser convertida en nuda vida. Como bien lo destaca Agamben, el nazismo y el fascismo no han sido otra cosa que la radicalización de esta matriz fundacional de la política en la modernidad. El desafió de nuestra época es pensar a fondo esta paradoja. Por eso para Agamben, siguiendo en ésto a la Escuela de Frankfurt, hay una íntima aunque negada relación entre democracia y totalitarismo, lo que vuelve indispensable profundizar en el sentido de esta relación, teniendo en cuenta la realidad de una época, la nuestra, en la que la democracia se levanta como el Gran Orden político, el que hegemoniza todo discurso y el que determina el sentido de la vida en su totalidad. La aporía que está a la base de la política occidental ya había sido señalada por Aristóteles cuando contraponía la “bella jornada” de la simple vida a las “dificultades” del bíos político, ya que donde empieza el segundo se limita a la

4 Vale la pena recordar, para todos aquellos que se horrorizan ante esta afirmación y declaran su desacuerdo, que los estados-nación condujeron, a lo largo de los últimos siglos, a grandes porciones de sus poblaciones hacia guerras en las que fueron exterminados millones de seres humanos convertidos en Homo sacer, es decir, en vida matable pero insacrificable en haras de políticas estatales que actuaron en el marco de la legalidad jurídica y del estado de derecho (¿o acaso los soldados norteamericanos que fueron a morir al Vietnam no fueron movilizados respetando rigurosamente la legislación y el estado de derecho? ¿Y las tropas francesas que se internaron profundamente en la Rusia zarista bajo el mando napoleónico no fueron llamadas por la patria y de acuerdo al derecho?). No hay que confundirse, el Estado no mata sólo a través de políticas genocidas (lo ha venido haciendo desde su propia instauración), lo hace también apelando a la ley. Otras tantas cosas podrían decirse de la impunidad hospitalaria hasta bien entrado el siglo XX.

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primera. “La política, en la ejecución de la tarea metafísica que la ha conducido a asumir cada vez más la forma de una biopolítica, no ha logrado construir la articulación entre zòê y bíos, entre voz y lenguaje, que habría podido saldar la fractura.” (Agamben, 1998, 21) ¿Es saldable esta fractura? ¿Acaso el desgarramieto del zòê y el bíos no instituye la cultura? Es difícil pensar una realidad que pueda sustraerse a esta contradicción. ¿Es homologable la política totalitaria que condena a muerte a la nuda vida, a la política democrática que condena a los hombres a la insensatez? ¿O es sólo a la insensatez que los condena la democracia? ¿Quiénes constituyen la nuda vida en las sociedades democráticas adelantadas? Agamben no elude el escándalo que supone establecer una continuidad entre totalitarismo y democracia, su objetivo es desnudar las imbricaciones, los cruces, las deudas, la matriz común cuya trama originaria hay que ir a buscarla en la oscura historia del poder soberano.

4.

Será abordando la compleja figura del estado de excepción que Agamben intentará desnudar el núcleo de aquello que, siguiendo a Foucault, señalaba como el giro biopolítico de la modernidad. El pensador italiano desplegará sus argumentos sobre el estado de excepción apelando críticamente a Carl Schmitt, pero también introduciendo la argumentación benjaminiana. Su objetivo es destacar la profunda imbricación entre construcción del poder soberano, estado de excepción y violencia exterminadora. El encabezado de esta parte del libro será la famosa frase del jurista alemán: “Soberano es el que decide sobre el estado de excepción”. A partir de esta definición surge una de las paradojas más significativas de la construcción de la soberanía en la modernidad: “El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico”. Agamben, siguiendo a Schmitt, precisa aún más esta afirmación: “Si el soberano es, en efecto, aquél a quien el orden jurídico reconoce el poder de proclamar el estado de excepción y de suspender, de este modo, la validez del orden jurídico mismo, entonces ‘cae, pues, fuera del orden jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de pertenecer a él, puesto que tiene competencia para decidir si la constitución puede ser suspendida in toto’.” (Agamben, 1998, 37) El soberano puede situarse fuera de la ley ya que tiene el atributo de suspenderla, surgiendo una nueva paradoja al estar la ley fuera de sí misma: “Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley”. El orden nacionalsocialista partió de esta premisa, hizo del führer aquel sujeto excepcional que fundaba la ley y permanecía fuera de ella sin que eso significara ninguna contradicción en los

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términos. “La ley es el führer” proclamó sin embagues Carl Schmitt, destacando la excepcionalidad del nuevo ordenamiento político-jurídico que se había inaugurado en Alemania a partir del ascenso de Hitler al poder. De todos modos, lo que busca mostrar Agamben no es la relación entre el nacionalsocialismo, el estado de excepción, y el papel del führer, su preocupación apunta a desencubrir la genealogía del poder soberano independientemente de su “desvío” fascista o totalitario. Hay en la constitución de la soberanía moderna un acto fundacional que hace del soberano aquél que siendo la ley se pone fuera de ella, y ese momento es lo que denomina el estado de excepción. “No es la excepción la que se sustrae a la regla, sino que es la regla la que, suspendiéndose, da lugar a la excepción, y, sólo de este modo, se constituye como regla, manteniéndose en relación con aquella.” (Agamben, 1998, 31) Agamben llama relación de excepción a esta forma extrema de la relación que sólo incluye algo a través de su exclusión, siendo éste el mecanismo que funda la ley en el Estado moderno. El dominio sobre el “afuera”, sobre la figura de la exclusión, constituye uno de los resortes principales, el modus operandi, del poder soberano que funda derecho sin tener que atenerse a él. Ese “ocupar el afuera” ha dado lugar a las formas más agresivas del expansionismo externo e interno de los estados modernos. “Una de las tesis de la presente investigación es precisamente que el estado de excepción, como estructura política fundamental, ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término, a convertirse en la regla. Cuando nuestro tiempo ha tratado de dar una localización visible permanente a eso ilocalizable, el resultado ha sido el campo de concentración.” (Agamben, 1998, 33) El campo, como espacio absoluto de excepción, es topológicamente diverso de un simple espacio de reclusión. En este sentido, el esfuerzo de Agamben apunta a señalar que el campo de concentración no ha sido un accidente en la marcha del Estado moderno, un accidente ya superado y que se relaciona exclusivamente con el desvío totalitario que representó el nazismo; para el filósofo italiano el estado de excepción está en la base de las políticas concentracionarias, es aquello que surge cuando lo ilocalizable se hace “visible”, cuando la exclusión radical, la nuda vida, encuentra un sujeto reducible a la nada concentracionaria. La localización visible de lo ilocalizable (la exclusión) conforma, en nuestro tiempo, la política del exterminio. El derecho, y en esto Agamben sigue a Benjamin, se funda en la violencia (la policía es una de las partes esenciales para la producción de la ley y no su mera custodia), con lo que la exclusión del homo sacer no quiebra la presencia de la ley en el seno de la sociedad (la Alemania nazi siguió rigiéndose por las normas jurídicas mientras desplegaba una política de exterminio que, precisamente, quedaba al margen, fuera de la

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ley sin por ello contradecir el orden jurídico. De lo que se trataba era de la figura de la exclusión, del homo sacer, de aquel que no recibe la ley porque no puede ser sujeto de ella, sólo objeto de la aniquilación). Es significativo, destaca Agamben, que Foucault no haya pensado la decisiva importancia del campo de concentración como la forma que adquiere, en el siglo veinte, el espacio absoluto de excepción. La perspectiva foucaultiana del poder capilarizado, disperso socialmente y no reducido a una acción destructiva, se choca de frente con la presencia alucinante del campo de concentración, sitio en el que precisamente la terrible “concentración” de poder se funda en la lógica de la excepcionalidad. ¿Por qué Foucault no pudo pensar la dimensión concentracionaria y sí lo hizo con la cárcel o el hospicio? Agamben muestra que “mientras el derecho penitenciario no está fuera del ordenamiento normal, sino que constituye sólo un ámbito particular del derecho penal, la constelación jurídica que preside el campo de concentración es (...) la ley marcial o el estado de sitio.” (Agamben, 1998, 33) Se trata de la anulación de las garantías individuales y de un “más allá” de la ley que, sin embargo, funda las políticas del Estado en nuestro siglo (no sólo en la Alemania hitleriana, sino también los campos de internamiento de poblaciones sospechosas como los japoneses en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra o los que implementaron los ingleses en Sudafrica durante la guerra de los bóers. Con estos ejemplos quiero destacar que el campo de concentración no es reducible sólo a la experiencia totalitaria nazi o stalinista, como lo sostiene principalmente H. Arendt en Los orígenes del totalitarismo). El caso argentino es paradigmático del funcionamiento sin contradicción del orden jurídico y de una red clandestina de campos de concentración que, desde la oscuridad y el secreto, determinaban el verdadero funcionamiento del Estado represor. En la figura del desaparecido reencontramos, sin mediación de ningún tipo, al homo sacer, a la nuda vida en su terrible significación. Tendremos ocasión de volver sobre este tema crucial en el que se evidencia la profundidad iluminadora del análisis agambediano. “La excepción -sostiene Agamben- es lo que no puede ser incluido en el todo al que pertenece y que no puede pertenecer al conjunto en el que está ya siempre incluida” (Agamben, 1998, 39) El desaparecido adquiere el carácter de esa excepción, de esa negación radical que, sin embargo, permanece silencioso como fundamento de lo incluido. Agamben está señalando que, en última instancia, no hay posibilidad de distinguir aquello que está incluido, en tanto que lo normal, de lo excluido, en tanto que excepción, porque lo primero se funda sobre lo segundo sin poder reconocerlo. En el regimen totalitario el campo de concentración constituye una excepción que funda la norma, es un afuera que fija las condiciones de existencia del adentro. Su invisibilidad es su

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potencia. Sería erróneo suponer que esa línea que separaba al campo del resto de la sociedad señalaba la distancia infranqueable entre el primero y la segunda, más bien debe ser pensada como la irradiación invisible pero pertinaz de la horrorosa figura concentracionaria sobre la existencia de la sociedad. No saber nada era un modo de saberlo todo, y eso lo implementó desde un principio el poder, ya sea el de los nazis, el stalinista o el de la dictadura argentina. Allí está pero no lo vemos, o mejor dicho, está sin estar porque ha quedado del lado de afuera de la inclusión marcando a fuego, sin embargo, a los sujetos de la inclusión. Potencialmente el campo se extiende, jamás se contrae, y su extensión puede ser tanto material como imaginaria. “Que la ley tenga inicialmente la forma de una lex talionis (talio, quizás procede de talis, es decir: la misma cosa), significa que el orden jurídico no se presenta en su origen simplemente como sanción de un hecho transgresivo, sino que se constituye, más bien, a través de la repetición del mismo acto sin sanción alguna, es decir como caso de excepción. No se trata del castigo del primer acto, sino de su inclusión en el orden jurídico primordial. En este sentido la excepción es la forma originaria del derecho.” (Agamben, 1998, 41) Agamben está mostrando de qué modo la fundación de derecho se sostiene, en su origen, en un acto transgresivo, violento, que, sin embargo, es convertido en punto de partida del orden jurídico (Benjamin dirá lo mismo en Para una crítica de la violencia al referirse a la violencia fundadora de derecho). Para Agamben hay una figura límite de la vida, un umbral en el que ésta está, a la vez, dentro y fuera del ordenamiento jurídico, y este umbral es el lugar de la soberanía. Nos encontramos con una de las claves de todo el análisis, ya que hace de la soberanía el fundamento, en última instancia, del límite de la vida, es decir, el que decide quien queda incluido y quien será excluido de ella. La conclusión que extrae Agamben resulta de lo más provocativa a la hora de intentar pensar los orígenes del poder soberano y de la figura estatal moderna: “Si la excepción es la estructura de la soberanía, ésta no es, entonces, ni un concepto exclusivamente político, ni una categoría exclusivamente jurídica, ni una potencia exterior al derecho (Schmitt), ni la norma suprema del orden jurídico (Kelsen): es la estructura originaria en que el derecho se refiere a la vida y la incluye en él por medio de la propia suspensión.” (Agamben, 1998, 43) Que en el origen de la ley se encuentra la violencia es algo que Agamben destaca tanto siguiendo el análisis de Benjamin como recordando la famosa sentencia de Píndaro en la que pone en entredicho la interpretación del nómos griego como opuesto a la violencia: “El nómos de todos soberano/ de los mortales y de los inmortales/ dirige con una mano poderosa entre todas/ justificando al más violento./ Lo juzgo así por las obras de Hércules.” El poeta

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define la soberanía del nómos por medio de una justiticación de la violencia. La relación escandalosa entre Bía y Diké -violencia y justicia-, antitéticas por excelencia para los griegos aparecen relacionadas en el fragmento de Píndaro. Pensar la justicia en Occidente es penetrar en las profundidades de este estrecho vínculo en el que la violencia es siempre fundadora. Esta estrecha relación entre Bía y Diké ha sido ocultada por el dispositivo jurídico hasta literalmente borrar las huellas de su mutuo entramado. Lo que intenta hacer Agamben, siguiendo tanto a Benjamin como a Foucault, es desnudar este ocultamiento destacando el significado que adquiere, para nosotros, ese fondo violento fundador de derecho. “No obstante, mientras en Hesíodo el nómos es el poder que separa violencia y derecho, mundo animal y mundo humano, y en Solón, la ‘conexión’ de Bía y Diké no contiene ambigüedad ni ironía, en Píndaro -y éste es el nudo que ha dejado en herencia al pensamiento político occidental, y que le hace, en cierto sentido, el primer gran pensador de la soberanía -el nómos soberano es el principio que, reuniendo derecho y violencia, los hace caer en el riesgo de la indistinción.” (Agamben, 1998, 47) Rastrear en Píndaro, como lo hace Agamben, el comienzo del pensamiento político occidental, supone, y seguimos fielmente la interpretación del fragmento, destacar lo lazos esenciales, aunque siempre enigmáticos, entre violencia y derecho, lazos que fundan, y esta es la cuestión central, el ejercicio de la soberanía: El “riesgo de la indistinción” es el que ha terminado por sostener la institución de la soberanía: “El soberano es el punto de indiferencia entre violencia y derecho, el umbral en que la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia.” (Agamben, 1998, 47) Occidente es hijo de la distinción platónica entre physis y nómos que tiene como cometido excluir la confusión soberana de violencia y derecho. En el final de su segunda conferencia de La verdad y las formas jurídicas, Michel Foucault resume con claridad este itinerario: “Occidente será dominado por el gran mito de que la verdad nunca pertenece al poder político, de que el poder político es ciego, de que el verdadero saber es el que se posee cuando se está en contacto con los dioses o cuando recordamos las cosas, cuando miramos hacia el gran sol eterno o abrimos los ojos para observar lo que ha pasado. Con Platón se inicia un gran mito occidental: lo que de antinómico tiene la relación entre el poder y el saber, si se posee el saber es preciso renunciar al poder; allí donde están el saber y la ciencia en su pura verdad jamás puede haber poder político.” (Agamben, 1998, 59) El fragmento de Píndaro ponía en cuestión esta estructura político-jurídica que, desde Platón, desvirtuó ese origen violento del nómos, y a partir de los análisis de Foucault y Agamben se retoma esa primitiva concepción pindárica para deconstruir el camino seguido por Occidente, un camino que se desvió cuidadodamente de su fondo oscuro y

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arbitrario. Otra de las tesis fuertes de Homo sacer es que el soberano funda su poder, adquiere su legitimidad a partir de su estrecho vínculo con el estado de naturaleza y con el estado de excepción (particularmente éste último en el que diké y bía permanecen en estado de indiferencia). En Hobbes es elocuente que el único que permenece sin contradicciones es el soberano, aquel que puede ahora dirigir la violencia contra sus súbditos teniendo éstos que doblegarse ante la pura fuerza de la espada pública. Dicho más rotundamente, no hay derecho sin violencia, y no hay poder soberano sin esas dimensiones fundacionales. “Aquello que se presuponía como exterior (el estado de naturaleza) reaparece ahora en el interior (como estado de excepción), y el poder soberano es propiamente esta imposibilidad de discernir entre exterior e interior, naturaleza y excepción, physis y nómos”. La tendencia actual, sostiene Agamben, apunta a diluir el acto fundacional del poder constituyente (la violencia, el estado de excepción, etcétera) priorizando el poder de revisión previsto en la constitución. Benjamin, ya inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, criticó esta tendencia presentando la relación entre poder constituyente y poder constituido a partir de la que existe entre violencia fundadora y violencia conservadora (de derecho): “Si desaparece la conciencia de la presencia latente de la violencia en una institución jurídica, ésta decae. Un ejemplo de este proceso nos lo proporcionan en este período los parlamentos. Estos ofrecen el deplorable espectáculo que nos es notorio, porque han dejado de ser conscientes de las fuerzas revolucionarias a las que deben su existencia... Les falta el sentido de la violencia creadora del derecho que en ellos está representada...” (Agamben, 1998, 57) La posición de Benjamin, compartida por otros intelectuales de la época tanto de la izquierda como de la derecha, está relacionada, directamente, con su honda reflexión respecto al vínculo entre estado de excepción y revolución. A sus ojos los parlamentos burgueses han “olvidado” la violencia en la que se fundaron, cayendo en una irreversible decadencia. El tiempo de la democracia parlamentaria representa, desde la perspectiva en la que se sitúa Benjamin, el momento en el que se borran las huellas de su comienzo revolucionario y en el que la dominación burguesa acaba cristalizando. Agamben parte de la “nada de la revelación” (clave de la interpretación que hace Scholem de Ante la ley de Kafka) para destacar la “crisis de legitimidad”que hoy atraviesa a todas las sociedades y a todas las culturas. Simplemente se trata de una vigencia de la ley en la que ésta carece de toda significación, siendo una pura nada que, sin embargo, opera sobre la existencia de los seres humanos. El nihilismo de nuestra época es el resultado de esa “nada de revelación” extendida al desfondamiento de la ley. ¿Qué es lo

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que sostiene entonces la ley? Es en Kant, plantea Agamben, donde la forma pura de la ley como “vigencia sin significado” aparece por primera vez en la modernidad (“mera forma de la ley”). Kant lo define de este modo en la Crítica de la razón práctica: “Ahora bien si de una ley se separa toda materia, es decir todo objeto de la voluntad (como fundamento de determinación), no queda de esa ley más que la mera forma de una legislación universal”. La ley como vigencia vacía. “A esta vigencia sin significado en la esfera de la ética, corresponde, en el conocimiento, el objeto trascendental. El objeto trascendental no es, en efecto, un objeto real, sino una ‘pura idea de relación’, que sólo expresa el ser en la relación del pensamiento con un algo pensado absolutamente indeterminado”(Agamben, 1998, 71-72). Con Kant, ley y conocimiento (sujeto trascendental) no son otra cosa que pura forma vacía que no remite a ningún otro significado que no sea a sí misma pero que funda tanto el horizonte normativo, y su función, como la posibilidad misma del conocimiento. “...el Mesías es la figura con que las grandes religiones monoteístas han tratado de resolver el problema de la ley y que su venida significa, tanto en el judaísmo, como en el cristianismo o en el islam chiíta, el cumplimiento y la consumación integral de la ley. El mesianismo no es, pues, en el monoteísmo, una simple categoría entre otras de la experiencia religiosa, sino que constituye su concepto-límite, el punto en que dicha experiencia se supera y se pone en cuestión en su condición de ley (de aquí las aporías mesiánicas sobre la ley, de las que son expresión tanto la epístola de Pablo a los Romanos, como la doctrina sabbetaica según la cual el cumplimiento de la Torá es su transgresión).” (Agamben, 1998, 76-77) En su libro sobre Espinosa y el marranismo, Gabriel Albiac dedica un considerable esfuerzo reflexivo a dilucidar el contenido antinómico del movimiento sabbateista, siguiendo en ésto lo ya magníficamente estudiado por Gershom Scholem. En cierta tradición judía la llegada del reino mesiánico conlleva la abolición de la ley, es decir, de la lógica de la prohibición. Abolición que deslumbrará a ciertas concepciones anarquistas, del mismo modo que supone una perspectiva de redención a través del mal. El siglo XVII vió desarrollarse este mundo teológico-político profundamente impregnado de antinomismo. Alcanzar el grado mesiánico es ir más allá del “concepto-límite” constituido por la experiencia religiosa, supone quebrar las fronteras de lo permitido y expandir hacia un confin literalmente inimaginable la libertad. En lo mesiánico la ley se anonada, de ahí sus profundas resonancias en las corrientes utopistas5.

5 He desarrollado con mayor amplitud esta cuestión en mi libro Walter Benjamin y el problema del mal, Grupo Editor Altamira, Buenos Aires, 2001.

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¿Cómo pensar una sociedad en la que la ley ni se ha anodadado en el sentido mesiánico al que antes hacía referencia ni posee una significación propia? ¿Acaso no resulta más destructiva la presencia de una ley cuyo significado se ha roto? La vigencia sin significado de la ley constituye el quid de nuestro presente. Se trata de una época caracterizada por la “muerte de Dios” y por la travesía del desierto-nihilismo, de una quiebra radical de todo fundamento que vuelve ilegítimo cualquier reclamo de una ley sostenida en valores atemporales. El triunfo en casi todos los planos del relativismo moral se asocia directamente con este anonadamiento de la ley que sin embargo no ha sido el resultado de la llegada del Mesías sino de la descomposición de la idea occidental de verdad. ¿Qué vendría a interrumplir el Mesías en los tiempos post-nietzscheanos? Por eso Agamben señalará que desde “el punto de vista jurídico-político, el mesianismo es, pues, una teoría del estado de excepción; si bien quien lo proclama no es la autoridad vigente, sino el Mesías que subvierte el poder de ella”. (Agamben, 1998, 78-79) Es desde esa perspectiva de “estado de excepción” que tanto conmoverá a Benjamin y que lo llevará a revalorizar la relación entre revolución, estado de excepción y advenimiento mesiánico como giro radical hacia un nuevo tiempo histórico. “El estado de excepción es la zona en la que no es posible discernir entre la ley y la vida.” (Agamben, 1998, 80) Es muy difícil imaginar un estado de excepción en el que esta homologación de ley y vida no concluya en el despliegue de fuerzas violentamente destructivas que lejos de inaugurar un tiempo de libertad (como el sueño benjaminiano de la revolución) no haga otra cosa que promover la soberanía de la dominación represora (el totalitarismo). El siglo veinte, particularmente allí donde se ha producido la ruptura del orden vigente y la irrupción excepcional de esa continuidad jurídica, ha visto cómo el resultado lejos de abrir las compuertad de una sociedad más libre y igualitaria lo que ha producido es la barbarie del fascismo. Pero no se trata solamente, dirá Agamben, de la línea de continuidad entre poder soberano, estado de excepción y fascismo, sino, más grave aún, la línea debe ser extendida también hasta alcanzar a las sociedades opulentas de este comienzo de siglo; sociedades en las que se sigue tejiendo la espesa red de la violencia soberana, del fuera de ley que determina el lugar del poder y la producción de nuevos contingentes cuya conversión en homo sacer sigue estando a la orden del día. Si resolviéramos todo el problema culminando el recorrido en los totalitarismos estaríamos perdiendo de vista la hondura crítica del análisis agambediano de la constitución del poder soberano en la modernidad y su radical y estrecha relación con el dar la muerte quedando fuera de la ley que él mismo promulga.

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“Las tesis de Kojève sobre el fin de la historia -escribe Agamben- y la consiguiente instauración de un estado universal homogéneo presentan muchas analogías con la situación epocal que hemos descrito como vigencia sin significado (esto explica los intentos de reactualizar a Kojève en clave liberal-capitalista). ¿Qué es, en efecto, un Estado que sobrevive a la historia, una soberanía estatal que se mantiene más allá del cumplimiento de su telos histórico sino una ley que tiene vigencia sin significado? Pensar un acabamiento de la historia en que permanezca la forma vacía de la soberanía es tan imposible como pensar la extinción del Estado sin la consumación de sus figuras históricas, ya que la forma vacía del Estado tiende a generar contenidos epocales y éstos, a su vez, buscan una forma estatal que se ha hecho imposible (ésto es lo que está pasando en la Unión Soviética y la ex Yugoslavia).” (Agamben, 1998 82) Estamos situados en el punto mismo en el que el “fin de la historia” se corresponde con la vigencia sin significado de la ley (Nietzsche ya había visto algo así cuando formuló su ya clásica idea del nihilismo). El problema es que esta suerte de consumación hegeliana no supone la desaparición a un mismo tiempo de la ley y del Estado, sino el reforzamiento de una instancia universal y absoluta de la soberanía en la que ya no sea discernible contenido alguno. Esto es lo que Agamben denomina una soberanía estatal que sobrevive más allá del cumplimiento de su telos histórico. Una sociedad sin fundamento que, de todos modos, se sostiene desde una lógica de la dominación fundada en la ampliación del poder soberano que hoy actúa por otros mecanismos. Al mismo tiempo se genera una extraña imbricación entre este supuesto fin de la historia, la vigencia sin significado de la ley y la expansión planetaria del nihilismo que, sobre todo, afecta la dimensión de los valores o de lo que podríamos denominar la fundamentación ética de una sociedad. Me explico: en el marco de una generalizada pérdida del sentido de nuestras acciones, en el interior del fin de toda experiencia propia y de la más colosal de las presiones heteronómicas que jamás se haya ejercido contra los seres humanos, lo que se fortalece es el poder de unos pocos, la fuerza policial, el control poblacional y las nuevas funciones del Estado. Fluctuando entre el no sentido y la exigencia de mayor violencia estatal, los individuos enajenados de la sociedad de consumo no hacen otra cosa que desnudar la complicidad estructural entre relativismo valorativo, objetivación de los hombres y represión estatal edulcorada para unos y monstruosa para otros. Nada queda por decir, sólo enunciar frases emergentes de nuestras buenas conciencias de ciudadanos integrados al nihilismo tecnocrático-consumista. “El hecho de haber expuesto sin reservas el nexo irreductible que une violencia y derecho hace de la crítica benjaminiana la premisa necesaria y

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todavía hoy no superada, de cualquier indagación sobre la soberanía. En el análisis de Benjamin, este nexo se muestra como una oscilación dialéctica entre la violencia que establece derecho y la violencia que lo conserva.” (Agamben, 1998, 84) Los actuales análisis que se dedican a valorizar el “estado de derecho” abstrayéndolo de sus condiciones históricas de producción y reproducción, ocultan esa tensión dialéctica entre violencia que establece y violencia que conserva el derecho, relativizando la continuidad del mecanismo de dominación que se apoya indefectiblemente en la perpetuación de la violencia como sustrato originario de todo establecimiento de derecho. Indagar en torno a la soberanía significa no sólo intentar aprehender conceptualmente una de las figuras claves de la modernidad sino mostrar, como lo hace Benjamin, su profunda y esencial imbricación con la violencia. Es oportuno citar lo que plantea Agamben respecto a la violencia soberana: “Sin lugar a dudas, la violencia que se ejerce en el estado de excepción no conserva ni tampoco establece simplemente el derecho, si no que lo conserva suspendiéndolo y lo establece excluyéndose de él. En este sentido, la violencia soberana, como la divina, no se deja reducir íntegramente a ninguna de las dos formas de violencia cuya dialéctica se proponía definir el ensayo.” (Agamben, 1998, 85-86) Una violencia que fulmina, un rayo que parte la historia y abre las puertas de lo nuevo. Pero, y eso es lo ominoso de nuestra época, lo que cala hondo en lo monstruoso de un tiempo de inéditas oscuridades, es que esa descarga colosal de violencia lejos de adoptar la forma de la interrupción mesiánica, aquella que promete la redención, se constituye como forma que perpetúa el poder soberano proyectando sobre el debilitado y frágil cuerpo humano la sombra de la exclusión, el sin rostro del homo sacer como rostro posible de una significativa parte de la humanidad. Lo otro de la ley, la violencia, constituye el fundamento de la dominación, aunque su efecto ideológico sea, precisamente, la invicibilidad de ese vínculo secreto y decisivo.

5.

“El principio del carácter sagrado de la vida se nos ha hecho tan familiar que parecemos olvidar que la Grecia clásica, a la que debemos la mayor parte de nuestros conceptos ético-políticos, no sólo ignoraba este principio, sino que no poseía un término para expresar en toda su complejidad la esfera semántica que nosotros indicamos con un único término: vida.” (Agamben, 1998, 88) Es altamente significativo que en nuestra época se haya definido el principio de sacralización de la vida al mismo tiempo que se la eliminaba de un modo anteriormente inimaginable. Paradojas de una civilización fallada: la vida

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sagrada es sinónimo de exterminio masivo, de cuantificación de la muerte. Los griegos, que no poseían esta idea, nunca hubieran podido alcanzar un grado así de criminalidad. En el mundo antiguo la vida en sí misma no era considerada sagrada; sólo se convertía en tal por medio de una serie de rituales, cuyo objetivo era precisamente el de separarla de su contexto profano. La categoría de homo sacer era el resultado precisamente de esa vida no sacrificable, que carecía de toda vinculación con lo sagrado y que, por eso, podía ser matable sin que el autor de dicha acción homicida recibiera sanción alguna. Lo que caracteriza al homo sacer según Festo es “la impunidad de darle muerte y la prohibición de su sacrificio” (Agamben, 1998, 96). El hallazgo que hace Agamben de esta figura arcaica del derecho romano es sobresaliente ya que permite comprender no lo que acontecía en aquellas sociedades dominadas aún por la dimensión esencial de lo sagrado, sino aprehender lo que efectivamente ocurre en nuestras sociedades, en las que grandes masas humanas se han transformado, a ojos del Estado, en homo sacer. En el mismo momento en el que la vida se vuelve sagrada, la vida concreta de millones de seres humanos se convierte en una cifra de lo aniquilable. Analizando la relevancia de la figura del homo sacer, Agamben escribe: “Podemos anticipar a este respecto una primera hipótesis: restituido a su lugar propio, más allá tanto del derecho penal como del sacrificio, el homo sacer ofrece la figura originaria de la vida apresada en el bando soberano y conserva así la memoria de la exclusión originaria a través de la cual se ha constituido la dimensión política.” (Agamben, 1998, 108) La definición que da Agamben de la soberanía es por demás elocuente y polémica: “Soberana es la esfera en que se puede matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio; y sagrada, es decir, expuesta a que se le de muerte, pero insacrificable, es la vida que ha quedado prendida en esta esfera.” (Agamben, 1998, 109) Esta es la clave del libro: el acto que instituye la soberanía política se funda en el carácter matable pero insacrificable del homo sacer, aquel momento en el que el soberano se erige en dador de ley (es decir, de vida y muerte). El pasaje a una política del bíos es muy claro en la modernidad a partir de la idea, ya expuesta, de la vida sagrada. ¿Desde dónde pensar entonces la política? Agamben descubre en el bando una figura central para desentrañar la compleja articulación de la función soberana y su despliegue generalizado en la constitución de la máquina estatal moderna: “Aquello que queda apresado en el bando soberano es una vida humana a la que puede darse muerte pero que es insacrificable: el homo sacer. Si llamamos nuda vida o vida sagrada a esta vida que constituye el contenido primero del poder soberano, disponemos también de un principio de respuesta a la interrogación benjaminiana sobre el

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origen del dogma de la sacralidad de la vida. Sagrada, es decir, expuesta a que se le de muerte e insacrificable a la vez, es originariamente la vida incluida en el bando soberano, y la producción de la nuda vida es, en este sentido, la contribución originaria de la soberanía. La sacralidad de la vida, que hoy se pretende hacer valer frente al poder soberano como un derecho humano fundamental en todos los sentidos, expresa, por el contrario, en su propio origen la sujeción de la vida a un poder de muerte, su irreparable exposición en la relación de abandono.” (Agamben, 1998, 109) Quizás sea este uno de los momentos centrales de la reflexión agambediana, momento de inusual provocación para el discurso político filosófico que ha garantizado la legitimidad de la circulación del poder y de sus estatutos en la modernidad burguesa y postburguesa. Decir que el concepto de “sacralidad de la vida”, piedra de toque de los derechos humanos, representa el punto de partida, el origen de la capacidad del poder de darle muerte a la nuda vida, de exponerla al bando y, desde ello, volverla dependiente de una decisión siempre externa a ella misma, significa cuestionar a fondo las prácticas mayoritarias de los movimientos políticos contemporáneos desnudando, al mismo tiempo, el fundamento exterminador del poder soberano, es decir, del Estado tal cual lo seguimos padeciendo en nuestro tiempo. En este sentido, el pasaje de la vida sagrada al homo sacer, fundado en el poder soberano, constituye un acto que nos toma de sorpresa porque el imaginario dominante se sostiene en el carácter precisamente sagrado de la vida que no alcanza a comprender que ese no es el límite irrebasable, el umbral que no puede transponer el poder, sino la posibilidad misma de volverla exterminable. Resulta arduo representar ese giro de la modernidad, ese momento, como ya lo destacaba Foucault, en el que se instituye como núcleo del poder la biopolítica, el dominio radical de todas las esferas de la vida por parte de la máquina estatal. Es, sin embargo, ese giro biopolítico, esa presencia de lo excluido-incluido, el que permitió la construcción de políticas genocidas en el seno de una época histórica que, al mismo tiempo que la eliminaba sistemáticamente, declaraba la sacralidad de la vida. Por eso dirá Agamben retomando una camino ya desplegado por Benjamin en su Origen del drama barroco, que “...soberano es aquél con respecto al cual todos los hombres son potencialmente hominis sacri, y homo sacer es aquél con respecto al cual todos los hombres actúan como soberanos.” (Agamben, 1998, 110) El judío en la Alemania hitleriana literalmente se volvió homo sacer del conjunto de una sociedad que simplemente legitimó, sin interferir sobre ellas, las prácticas primero excluyentes y luego exterminadoras de un Estado que había hecho del “estado de excepción” su práctica natural y del Führer el eje de toda ley. Sería insensato suponer que con la derrota del nacionalsocialismo, la sociedad de la

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segunda mitad del siglo veinte dejó atrás las prácticas genocidas y la reproducción del estatuto de homo sacer de poblaciones enteras. La lista sería muy larga y tediosa en su enumeración horrorosa, pero podríamos sintetizarla en dos o tres momentos ejemplares: Vietnam, Ruanda, Zarajevo y Kosovo. Lo sagrado es, a un tiempo, lo maravilloso y lo horrendo, la magnificencia de lo trascendente y el aliento de lo demoníaco, lo puro y lo impuro, lo fausto y lo infausto; es ese carácter el que tiene presente Agamben a la hora de analizar la figura del hominis sacri, aquel que es elevado y aquel otro que es simplemente matable sin consecuencia alguna para su asesino. Tal vez, el poder omnímodo del soberano, su centralidad violenta y oculta al mismo tiempo, estén directamente vinculadas a su dimensión sagrada que, en los derroteros de una modernidad profana, adquirió, sin embargo, los rasgos persistentes de aquello que hunde sus raíces en el secreto innominado y poderoso de lo divino. La secularización del mundo catapultó al soberano a una nueva dimensión que lejos de debilitarlo en el uso de su potestas no hizo más que amplificar su derecho a la violencia volviéndola un atributo de aquel que se da a sí mismo la legitimidad y que funda la ley poniéndose afuera de ella. En la modernidad el poder del soberano, en cualquiera de sus características, alcanzó algo inédito: su afirmación y su ser no dependerán de nada extraño a él. Lo sagrado como fuente de legitimidad quedará ahora internalizado en el Estado como fuente y garantía última de su propia existencia. Agamben no busca subterfugios para definir lo que intenta destacar: “No la simple vida natural, sino la vida expuesta a la muerte (la nuda vida o vida sagrada) es el elemento político originario.” (Agamben, 1998, 114) Es importante señalar las posibles diferencias entre la juridización de la política en Roma y la politización de la ciudad en Atenas. Quizás Agamben está demasiado pegado al derecho romano y a las peculiaridades del poder soberano tal como se manifestó históricamente en Roma. De todos modos es muy fuerte la idea de que “la vida expuesta a la muerte” es el elemento originario de la política. La conclusión del razonamiento agambediano es inexorable: “No se puede decir de manera más clara que el fundamento primero del poder político es una vida a la que se puede dar muerte absolutamente, que se politiza por medio de su misma posibilidad de que se le dé muerte.” (Agamben, 1998, 115) Lo que el pensamiento de izquierda no quiso o no pudo ver es precisamente esa relación entre poder soberano y nuda vida. Sus prácticas políticas, allí donde se constituyó en poder absoluto, no se diferenciaron en nada de las formas burguesas de dominación o, tal vez, fue más consecuente en la reducción de los seres humanos a “vida expuesta a la muerte”. El stalinismo fue el regimen que más ejemplarmente llevó con total

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consecuencia esta política que volvió a todos sus ciudadanos homo sacer del poder soberano. Pero ya antes, en el tiempo del comunismo de guerra y bajo la dirección de Lenin, la construcción de la dictadura del proletariado se hizo sobre una base de exclusión-inclusiva, cuyos homo sacer fueron los identificados con la burguesía. El exterminio, durante los terribles años de la colectivización del campo, de la clase de los kulaks estuvo signado por la misma lógica que fundó el poder soberano y la máquina estatal moderna. La izquierda no pudo ni quiso sustraerse al paradigma reinante. El poder del padre de dar muerte al hijo propio del derecho romano, que según Agamben está en la base del concepto de potestas político, inaugura la posibilidad misma de la política en la medida en que transfiere hacia lo cultural una relación puramente natural. De ahí lo que escribe Agamben: “A propósito de la vitae necisque potestas, Yan Thomas pregunta en cierto momento: ‘¿Qué es este vínculo incomparable para el que el derecho romano no consigue encontrar otra expresión que la muerte?’. La única respuesta posible es que lo que está en juego en este ‘vínculo incomparable’ es la implicación de la nuda vida en el orden jurídico-político. Todo sucede como si los ciudadanos varones tuvieran que pagar su participación en la vida política con una sujeción incondicionada a un poder de muerte, como si la vida sólo pudiera entrar en la ciudad bajo la doble excepción de poder recibir la muerte impunemente y de ser sacrificable.” (Agamben, 1998, 117) La oscura continuidad de ese vínculo ha seguido marcando, aunque con desplazamientos metonímicos, las prácticas políticas de las sociedades occidentales. El poder de dar muerte y, junto a él, la sacralidad de la vida del hombre matable, constituyeron la base de la política desde los tiempos romanos. “Lo que une al devotus superviviente, al homo sacer y al soberano en un único paradigma es que en todos estos casos nos encontramos ante una nuda vida que ha sido separada de su contexto y que, al haber sobrevivido, por así decirlo, a la muerte, es, por eso mismo, incompatible con el mundo humano. La vida sagrada no puede habitar en ningún caso en la ciudad de los hombres: para el devotus sobreviviente, el funeral imaginario actúa como cumplimiento sustitutorio del voto, que restituye al individuo a la vida normal; para el emperador, el doble funeral permite fijar la vida sagrada que debe ser recogida y divinizada en la apoteosis; en el caso del homo sacer, por último, nos encontramos ante una nuda vida residual e irreductible, que debe ser excluida y expuesta a la muerte como tal, sin que ningún rito o ningún sacrificio puedan rescatarla.” (Agamben, 1998, 130-131) La condición de homo sacer representa, en un sentido político, la nada de quien es poseedor de esa condición; es esa condición de nada lo que lo vuelve matable e insacrificable, cuerpo mudo sin ningún reconocimiento. El cuerpo del detenido-desaparecido

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durante la dictadura militar videlista adquirió el caracter de homo sacer, al caer en la excepcionalidad impuesta por el poder dictatorial quedaba fuera de la vida visible, se volvía nada, ausencia, innombrado. Pero para aquellos que vivían sus vidas en el interior del orden político, que se desplazaban por la ciudad de los hombres y que eran sujetos de la ley visible, lo que verdaderamente contaba en su horizonte de representación y de terror era la presencia-ausencia del desaparecido. Lo propiamente político giraba alrededor del homo sacer y de la capacidad del poder soberano de volver inclusiva la exclusión, de colocar la muerte silenciada en el centro del imaginario colectivo. Probablemente la categoría agambediana de nuda vida y casi toda su reflexión sobre el vínculo entre política e institución de cuerpos para la muerte insacrificable, encuentre un ejemplo tremendo en el terror de estado desatado en la Argentina durante la segunda mitad de la década del setenta. Pero lo más impresionante es la funcionalidad que el detenido-desaparecido, su nada política, su radical ausencia del espacio público, tuvo para el despliegue poderoso y triunfante de una politica del aterrorizamiento. La marca persistente de la muerte ausente, la nada del cuerpo del muerto sin nombre ni rostro, persigue a la sociedad argentina, penetra todos sus poros y señala el límite infranqueable de su propio presente. A partir de la experiencia argentina se vuelve, para nosotros, más comprensible lo que quiere decir Agamben en su libro. Para los argentinos, la ley se encuentra desfondada desde el preciso momento en el que la desaparición de los cuerpos se volvió fundamento de un vacío que permanece y que vuelve ilegítima cualquier acción emprendida por el poder político en nombre de los ciudadanos. Nuestra experiencia es la de haber convivido con la nada de la ley sin que la ley dejara de existir, la de haber sido sometidos a la violencia exterminadora del poder soberano sin que la justicia operara como resistencia al genocidio. Seguimos, más de veinte años después, respondiendo a la continuación de lo monstruoso, sintiéndonos responsables de una ausencia. El cuerpo-desaparecido, la nada a la que fueron arrojados por el poder militar, ha quedado grabado en lo más profundo de la conciencia nacional signando su vida política y social posterior. El horror construido sobre lo abominable e inclasificable, sobre aquello que no puede ni siquiera ser dicho porque se esfuma más allá de toda realidad, sigue persiguiendo a una sociedad desarticulada en términos de comunidad, una sociedad con sus muertos insepultos, espectros de un terror abismal que anida en los intersticios más recónditos de una polis estallada. Quizás por eso sea para nosotros, argentinos, imprescindible leer y discutir la obra de Agamben, una obra que nos confronta con nuestras pesadillas realizadas, con los horrores que supimos habitar y que han dejado hondas marcas en nuestro cuerpo social y cultural. Pero, más

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importante aún, es comprender que caída la dictadura lo que ha quedado enquistado en la compleja trama de nuestra sociedad es la presencia de aquello que retorna sin que lo sepamos o lo admitamos; que retorna como lógica de la exclusión, como pasaje hacia nuevas formas de la violencia y la marginalidad, como discurso de una cenofobia agazapada, y como políticas económicas que preparan las condiciones para despojar de derechos a una fracción importante de la comunidad nacional, dejándolos en condición de nuda vida. La violencia dictatorial, fundada en una excepcionalidad soberana, ha dejado al cuerpo social desmembrado, ausente de sí mismo, huella semiborrada de un vacío insoportable, de un olvido garantizado por la museologización de la memoria y su transformación en efeméride. No hay política futura, giro emancipatorio, que en la Argentina no se haga cargo de esas muertes innombrables, de esa nada que sigue tragando nuestro presente. Reinventar la comunidad sólo será posible allí donde el trabajo de la memoria desactive los mecanismos de una escritura que retrospectivamente fabula otro modo de relatar la historia, principalmente aquella atravesada por lo monstruoso; de una narración contaminada por la necesidad de obturar lo purulento de ese pasado que siempre está amenanzando con derramarse sobre un presente que se quiere inocente y mejor. Una cruda historia de la violencia que deberá hacerse cargo de la función exterminadora que asumió la dictadura militar pero en consonancia con el “pedido” de destrucción proveniente de un amplio espectro de la sociedad; del mismo modo que también deberá confrontar, sin falsedades ni ocultamientos, la significación de la violencia revolucionaria en la Argentina de los setenta. Nada de reducción de lo acontecido en esa época trágica y esencial para comprender las vicisitudes de nuestra actualidad desarticulada y desamparada a expediente judicial o a relato maniqueo; más allá de la “teoría de los dos demonios” será imprescindible “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”.

6.

Es muy sugestiva la imagen que del hombre-lobo traza Agamben, identificándolo no sólo como el que se ha quedado fuera de la ley (alguien al que se podía dar muerte impunemente) sino como el que señala ese umbral de indiferencia entre physis y nòmos, la exclusión y la inclusión, aquel que habita en ambos mundos sin pertenecer, paradójicamente, a ninguno de los dos. Agamben remite al banido, al hombre sin paz (friedlos), el que literalmente es arrojado fuera de los márgenes de la comunidad de los hombres. Para Agamben hay una relación directa entre el hombre lobo y el homo sacer: “Sólo a esta luz adquiere su sentido propio el mitologema hobbesiano del

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estado de naturaleza. Como ya hemos visto el estado de naturaleza no es una época real, cronológicamente anterior a la fundación de la Ciudad, sino un principio interno a ésta, que aparece en el momento en que la ciudad es considerada tanquam dissoluta (algo similar, pues, al estado de excepción). Así, cuando Hobbes funda la soberanía por medio de la remisión al homini lupus, es preciso advertir que el lobo es en este caso un eco del wargus y del caput lupinum de las leyes de Eduardo el Confesor: no simplemente fera bestia y vida natural, sino más bien zona de indistinción entre lo humano y lo animal, licántropo, hombre que se transforma en lobo, y lobo que se convierte en hombre: es decir banido, homo sacer. El estado de naturaleza hobbesiano no es una condición prejurídica completamente indiferente al derecho de la ciudad, sino la excepción y el umbral que constituyen ese derecho y habitan en él; no es tanto una guerra de todos contra todos, cuanto, más exactamente, una condición en que cada uno es para el otro nuda vida y homo sacer, en que cada uno es, pues, wargus, gerit caput lupinum. Esta lupificación del hombre y esta hominización del lobo son posibles en todo momento en el estado de excepción, en la dissoluto civitatis. Sólo este umbral, que no es ni la simple vida natural ni la vida social, sino la nuda vida o la vida sagrada, es el presupuesto siempre presente y operante de la soberanía.” (Agamben, 1998, 137-138) Es este un punto nodal en el análisis agambediano que nos permite comprender mejor la conformación de la soberanía en la modernidad y la importancia decisiva del pensamiento hobbesiano a la hora de buscar una anticipación teorica y un fundamento discursivo a las prácticas estatales previas y posteriores. En Hobbes el fundamento del poder soberano no deberá buscarse, sostiene Agamben, en la libre cesión, por parte de los súbditos, de su derecho natural, sino más bien en la conservación, por parte del soberano, de su derecho natural de hacer cualquier cosa a cualquiera, que se presenta ahora como derecho a castigar. Esta es la inflexión, aquí encontramos la raíz de las prácticas estatales modernas que acabarán volviendo al individuo un pasivo deudor de las decisiones del soberano. En la propia tradición de las izquierdas la transformación del orden social, el estallido del antiguo régimen y la ampliación de la esfera democrática tienen como correlato último, aunque no dicho, esa cesión del derecho natural de los muchos al nuevo Leviatán6. “La violencia soberana no se funda, en verdad, sobre un pacto, sino sobre la inclusión exclusiva de la nuda vida en el Estado.” (Agamben, 1998, 138) El corolario es magnífico: “Y, como el referente primero e inmediato del poder soberano es, en este sentido, esa vida a la que puede darse muerte pero que es insacrificable, vida que tiene su paradigma en el homo sacer, así, en la persona

6 Véase sobre todo la experiencia de la Unión Soviética no sólo en tiempos de Stalin sino ya durante la época del comunismo heroico de los años 1918-1921.

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del soberano, el licántropo, el hombre lobo pasa al hombre, habita establemente en la ciudad.” (Agamben, 1998, 139) La ciudad de los hombres se instituye a través de esa exclusión-inclusiva del hombre-lobo; necesita de ese personaje de los márgenes que le recuerda su condición de suma fragilidad respecto al poder soberano. El lugar de la exclusión es funcional, y siempre lo ha sido, al sistema de opresión, a la constitución de la máquina estatal. El dominio sobre la nuda vida es una de las claves para comprender el funcionamiento del poder. “La errada comprensión del mitologema hobbesiano en términos de contrato y no de bando ha supuesto la condena a la impotencia de la democracia cada vez que se trataba de afrontar el problema del poder soberano y, al mismo tiempo, la ha hecho constitutivamente incapaz de pensar verdaderamente una política no estatal en la modernidad.” (Agamben, 1998, 141-142) ¿Se puede pensar desde otro lugar la política en la modernidad? La posibilidad de una respuesta afirmativa sostiene toda la investigación de Agamben. “Desde este punto de vista, el haber pretendido restituir al exterminio de los judíos un aura sacrificial mediante el término ‘holocausto’ es una irresponsable ceguera historiográfica. El judío bajo el nazismo es el referente negativo privilegiado de la nueva soberanía biopolítica y, como tal, un caso flagrante de homo sacer, en el sentido de una vida a la que se puede dar muerte pero que es insacrificable. El matarlos, no constituye, por eso (...) la ejecución de una pena capital ni un sacrificio, sino tan sólo la actualización de una simple posibilidad de recibir la muerte que es inherente a la condición de judío como tal. La verdad difícil de aceptar para las propias víctimas, pero que, con todo, debemos tener el valor de no cubrir con velos sacrificiales, es que los judíos no fueron exterminados en el transcurso de un delirante y gigantesco holocausto, sino, literalmente, tal como Hitler había anunciado, ‘como piojos’, es decir como nuda vida. La dimensión en que el exterminio tuvo lugar no es la religión ni el derecho, sino la biopolítica.” (Agamben, 1998, 147) La lógica de la argumentación es precisa y no requiere de nuevas precisiones. El problema surge cuando preguntamos por qué la elección de aquellos que serían homo sacer recayó sobre los judíos, es decir, que otros componentes, no político-estatales, contribuyeron en la elaboración del radical antisemitismo nacionalsocialista, componentes no reducibles a una biopolítica. Pensado desde otro lugar: el despliegue de una biopolítica se funda en una lógica pragmática y en necesidades de reproducción del Estado, su objetivo no puede ser acelerar su disolución o poner en peligro su seguridad. Ahora bien, a partir de 1943, y claramente desde 1944, cuando la guerra comienza a perderse y los nazis deben volcar todos los esfuerzos a defender sus posiciones, el programa de exterminio no sólo sigue adelante sino que se

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acelera y se distraen recursos esenciales para la maquinaria bélica; esto significa que el antisemitismo era probablemente el eje principal del nazismo, su vitalidad, el sentido de su existencia, y que si para llevar adelante el exterminio de los judíos era necesario despilfarrar recursos vitales para la defensa del país se despilfarrarían. En este punto, la argumentación de Agamben no nos alcanza, su impecable lógica choca contra el absurdo de un proyecto, el nazi, que no deja de comportarse contra los intereses del propio estado al que fortifica desde otros lugares. La consecusión de la política de exterminio al ir en detrimento de los intereses estatales alemanes y de la maquinaria guerrera nos está señalando la enorme dificultad que existe a la hora de operar con ciertos esquemas prefijados sobre las prácticas nazis7. Pero también es posible, y creo que a eso apunta en parte la escritura agambediana, ver en la “solución final” el núcleo fundamental, la estructura paradigmática, del poder soberano y de su verdadera esencia en la modernidad, allí donde lo que se sostiene de manera radical e intransigente es el dominio absoluto por parte del Estado del cuerpo de sus súbditos. Agamben, que tiene como fondo contemporáneo la tragedia de la ex-Yugoslavia y la reproducción de políticas genocidas, algunas de una abrumadora realidad como en el Africa y otras construidas desde la sutileza de las leyes antiinmigratorias europeas, ve en la experiencia nazi, en su “solución final” de la cuestión judía, el eje desde el cual ha seguido manifestándose el poder omnímodo del Estado moderno hasta nuestros días. Vale, nuevamente, la cita que hace de Michel Foucault: “Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente capaz, además, de existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente.” (Agamben, 1998, 151-152) El nazismo representa el estado más amplificado de esta mutación del hombre político aristotélico al ser viviente cuya vida no le pertenece. El judío sería la metáfora de lo que puede acontecerle a todos aquellos que, por diversos motivos, pasan a ser homo sacer, y Agamben ve huellas, en la sociedad actual, que llevan hacia esa dirección. “Sólo porque en nuestro tiempo la política ha pasado a ser íntegramente biopolítica, se ha podido constituir en una medida desconocida, como política totalitaria.” (Agamben, 1998, 152) Agamben le critica a Arendt no haber visto que es la transformación radical de la política en el espacio de la nuda vida la que ha legitimado el dominio total, y no a la inversa como lo sostenía la autora de Los orígenes del totalitarismo.

7 He desarrollado con mayor amplitud la problemática del antisemitismo en la tradición de Occidente y las especificidades del nazismo en “Después de Auschwitz: la persistencia de la barbarie”, Isegoría, Madrid, Núm. 23, diciembre de 2000.

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La argumentación del filósofo italiano sigue implacablemente confrontándonos con algunos de los mitos políticos que continúan ocupando la escena contemporánea: “Es como si, a partir de un cierto punto, cualquier acontecimiento político decisivo tuviera siempre una doble faz: los espacios, las libertades y los derechos que los individuos conquistan en su conflicto con los poderes centrales preparan en cada ocasión, simultáneamente, una tácita pero creciente inscripción de su vida en el orden estatal, ofreciendo así un nuevo y más temible asiento al poder soberano del que querían liberarse.” (Agamben, 1998, 154) Esta conclusión es tremenda en sus implicaciones (ya H. Arendt había mostrado que cuando las masas judías accedieron a la igualdad de derechos y a la ciudadanía se inauguró el tiempo del antisemitismo político y la entrada en la noche del exterminio). Lo que Agamben sugiere es que esas luchas por la ampliación de las libertades y los derechos, luchas esenciales en la construcción de la modernidad burguesa, se vieron compensadas por una mayor inscripción en el orden estatal fortaleciendo con eso el orden soberano contra el que teóricamente querían rebelarse (desde la Revolución francesa hasta la Revolución rusa, sólo por señalar dos de los acontecimientos centrales de la modernidad, las consecuencias de las luchas fueron la ampliación de la maquinaría estatal y sus consecuentes “virtudes” de control y represión). En nuestra época caracterizada por las grandes democracias de masas consumistas, también observamos el acrecentamiento del poder soberano (el aumento de los controles de todo tipo sobre los individuos, el despliegue gigantesco y sin precedentes del sistema penal, el reforzamiento de las estructuras policiales y jurídicas, etcétera). Agamben cita a Foucault para reafirmar su postura: “El ‘derecho’ a la vida, al cuerpo, a la salud, a la felicidad, a la satisfacción de las necesidades, el ‘derecho’, más allá de todas las opresiones o ‘alienaciones’, a encontrar lo que uno es y todo lo que uno puede ser, este derecho tan incomprensible para el sistema jurídico clásico, fue la replica a todos esos nuevos procedimientos de poder.” (Agamben, 1998, 154) Siguiendo la lógica de su argumentación, Agamben va a concluir que independientemente de las distintas opciones políticas e ideológicas en que se amplificó el discurso de la modernidad, encontramos una misma matriz constitutiva, un mismo gesto que conduce hacia el despliegue de la biopolítica: “Las distinciones políticas tradicionales (como las de derecha e izquierda, liberalismo y totalitarismo, privado y público) pierden su claridad y su inteligibilidad y entran en una zona de indeterminación una vez que su referente fundamental ha pasado a ser la nuda vida. Incluso el repentino deslizamiento de las clases dirigentes ex comunistas hacia el racismo más extremo (como en Serbia, con el programa de ‘limpieza étnica’) y el renacimiento en nuevas formas del fascismo en

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Europa tienen aquí su raíz.” (Agamben, 1998, 155) El pasaje de un régimen a otro, la mutación en el interior de un sistema democrático que refuerza sus leyes discriminatorias respecto a los residentes extranjeros ilegales o el cercamiento policial de amplios sectores marginalizados económica y socialmente, el aumento de las poblaciones carcelarias como respuesta a una violencia incontenible, las guerras limpias en nombre de los derechos humanos (Kosovo), las guerras sucias no repudiables por cuestiones estratégicas (Chechenia), son algunas de las características que hoy adquiere la continuidad, en el orden de lo político, de la nuda vida8. Más allá entonces de izquierdas y derechas, lo que emerge en el horizonte de nuestro siglo y sigue expandiéndose hacia el futuro, es la biopolítica que precisamente no sabe de distinciones ideológicas y que no diferencia entre una y otra opción política a la hora de actuar sobre la nuda vida. “Si en todo estado moderno -escribe Agamben-, hay una línea que marca el punto en el que la decisión sobre la vida se hace decisión sobre la muerte y en que la biopolítica puede, así, transformarse en tanatopolítica, esta línea ya no se presenta hoy como una frontera fija que divide dos zonas claramente separadas: es más bien una línea movediza tras la cual quedan situadas zonas más y más amplias de la vida social, en las que el soberano entra en una simbiosis cada vez má íntima no sólo con el jurista, sino también con el médico, con el científico, con el experto o con el sacerdote.” (Agamben, 1998, 155-156) Se trata del dominio del cuerpo a través de una gran cantidad de mecanismos y miradas que, en última instancia, se unifican en la función regulativa del Estado. Agamben destaca que a partir del writ de Habeas corpus de 1679 podemos encontrar el “nuevo sujeto de la política” que no es “ya el hombre libre, con sus prerrogativas y estatutos, y ni siquiera simplemente homo, sino corpus; la democracia moderna nace propiamente como reivindicación y exposición de este ‘cuerpo’: habeas corpus ad subjiciendum, has de tener un cuerpo que mostrar.” (Agamben, 1998, 157) Es muy significativa, para entender las 8 Mientras terminaba de escribir este ensayo los Estados Unidos fueron sacudidos por el peor atentado terrorista de su historia. Sin dudas que el 11 de septiembre de 2001 marcará una inflexión en el despliegue generalizado del poder militar-policial que actuará sobre los supuestos responsables del atentado con una violencia destructiva que involucrará a cientos de miles de seres humanos convertidos en homo sacer, individuos cuyas muertes masivas no interesará a nadie, muertes reclamadas por una sociedad alcanzada por el pánico y la humillación nacional que exige a sus militares el ejercicio de la venganza “justiciera”. Por fuera del luto y del horror ante la barbarie fundamentalista, la máquina estatal se prepara para realizar lo que desde el principio estuvo en su esencia: matar sin responsabilidad jurídica, volviendo excepcionales sus actos para, de este modo, fundar su propio derecho a la aniquilación del enemigo. El modo como la comunidad internacional reaccione ante lo que parece ser la respuesta inmediata de los Estados Unidos marcará nuestro futuro. ¿Cómo impedir que el castigo de los responsables de tamaña masacre de civiles inocentes se convierta en un cheque en blanco para que los poderosos de la tierra terminen de ejercer su “derecho” a la venganza arrastrando, en ese acto, la vida de miles de homo sacer en Afganistán o en cualquier otro lugar del mundo donde crean encontrar terroristas o cómplices? El horizonte que se abre está cargado de negras nubes, y nosotros, frágiles espectadores del drama, intentamos guarecernos de la tormenta que se avecina.

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diferencias, la referencia que hace a Juan sin tierra y al modo como se dirige a sus súbditos cuando les concede la “Gran carta de libertades”: “Esa nuda vida natural que, en el Antiguo Régimen, era políticamente indiferente y pertenecía, en tanto que vida creatural, a Dios, y en el mundo clásico se distinguía claramente -al menos en apariencia- en su condición de zôè de la vida política (bíos), pasa ahora al primer plano de la estructura del Estado y se convierte incluso en el fundamento terreno de su legitimidad y de su soberanía.” (Agamben, 1998, 162) Eje de la inflexión moderna, el cuerpo pasa a ser el centro de toda acción político-jurídica, en él, y alrededor de él, se montarán, una tras otra, todas las políticas del Estado: sanitarias, pedagógicas, represivas, militares, geográficas, etcétera.. Por eso sostendrá Agamben que no “es posible comprender el desarrollo ni la vocación ‘nacional’ y biopolítica del Estado moderno en los siglos XIX y XX, si se olvida que en su base no está el hombre como sujeto libre y consciente, sino, sobre todo, su nuda vida, el simple nacimiento que, en el paso del súbdito al ciudadano, es investida como tal en el principio de la soberanía.” (Agamben, 1998, 163) Agamben destaca que a partir de la crisis desatada por la Primera Guerra Mundial sale a la luz la diferencia, que hasta ese momento había permanecido oculta, entre nacimiento y nación, y el “Estado nación entra en una crisis duradera”. El fascismo y el nacionalsocialismo, dos movimientos biopolíticos en sentido propio, que hacen de la vida natural el lugar por excelencia de la decisión soberana, son el resultado de esa crisis profunda del estado-nación y de sus fundamentos nacidos a partir de la Revolución francesa. Sin dudas que es desde estas ideas sugerentes de Agamben que podemos echar nueva luz al papel de los judíos en el pasaje del estado-nación a la formulación de claras perspectivas biopólíticas. El judío es aquel que queda fuera de toda demarcación, fuera del bíos y fuera de la nación, es radicalmente un extranjero, aquel que vive en las fronteras, un paria y un tránsfuga que, paradójicamente, pone en cuestión, con su sola y muda presencia, el nuevo ordenamiento del poder soberano. Su condición de nuda vida, que derivará en ser homo sacer, es decir sujeto del exterminio, será la respuesta que el Estado totalitario encontrará para sostener su biopolítica y erradicar definitivamente al otro irreductible. ¿Pero acaso no fue también esa incomodidad que el pensamiento ilustrado sintió ante el judío, la herencia, hacia atrás, de algunos de los rasgos centrales de la metafísica occidental, y hacia adelante, la proyeccción de la imagen del judío como un otro, como el habitante de los márgenes, aquel que hacia resistencia al concepto mismo de humanidad? ¿Es exclusivamente reducible a los totalitarismos del siglo veinte la “expulsión” del judío, en tanto que judío, de la comunidad de los ciudadanos? ¿No es el antisemitismo una figura demasiado arraigada en la tradición del Occidente

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cristiano como para simplificarla hasta hacerla expresión casi únicamente del nacionalsocialismo? ¿No es acaso posible encontrar, en esta incomodidad ante el judío, la permisibilidad con la que los países democráticos y la Unión Soviética dejaron hacer al régimen hitleriano, permitiéndole llevar hasta su conclusión el exterminio de los judíos?9 Preguntas inquietantes que no debemos dejar de hacer y hacernos. “Fascismo y nazismo son, sobre todo, una redefinición de las relaciones entre el hombre y el ciudadano, y por muy paradójico que pueda parecer, sólo se hacen plenamente inteligibles cuando se sitúan a la luz del transfondo biopolítico inaugurado por la soberanía nacional y las declaraciones de derechos (...). Una de las características esenciales de la biopolítica moderna (que llegará en nuestro siglo a la exasperación) es su necesidad de volver a definir en cada momento el umbral que articula y separa lo que está dentro y lo que está fuera de la vida.” (Agamben, 1998, 165-166) ¡Qué difícil resulta pensar en esta dirección! Y esto que señala Agamben no compete exclusivamente a los estados totalitarios, sino que involucra también a las democracias occidentales más representativas (pienso en las políticas de control migratorio de los países europeos). Permanentemente el Estado moderno está redefiniendo lo que queda dentro y lo que queda fuera. La figura del refugiado es la que pone al descubierto la falsa continuidad entre nacimiento y nacionalidad. “La separación entre lo humanitario y lo político que estamos viviendo en la actualidad es la fase extrema de la escisión entre los derechos del hombre y los derechos del ciudadano. Las organizaciones humanitarias, que hoy flanquean de manera creciente a las organizaciones supranacionales, no pueden empero, comprender en última instancia la vida humana más que en la figura de la nuda vida o de la vida sagrada y por eso mismo mantienen, a pesar suyo, una secreta solidaridad con las fuerzas a las que tendrían que combatir.” (Agamben, 1998, 169) Agamben dirige su crítica sobre todo a aquellas organizaciones humanitarias que se vuelven cómplices, sin quererlo, de las políticas segregacionistas de los grandes estados supranacionales, que afirman la condición de nuda vida de poblaciones enteras (estoy pensando en el lugar que ocupa el Africa negra en la conciencia de Occidente y de qué modo se ha vuelto un lugar común pensar a sus habitantes como masas de moribundos). Retomando una pregunta de Binding, Agamben vuelve aún más extrema la cuestión: “¿Existen vidas humanas que hayan perdido hasta tal punto la calidad de bien jurídico, que su continuidad, tanto para el portador de la vida

9 Tampoco podemos olvidar las campañas antisemitas que se sucedieron en la Unión Soviética y en otros países del bloque socialista al comienzo de los años cincuenta.

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como para la sociedad, pierde asimismo de forma duradera cualquier valor?”10

. La respuesta, no sólo de los nazis, será la simple eliminación de aquellas vidas humanas que han perdido cualquier valor (judíos, gitanos, homosexuales, débiles mentales). El gran peligro de nuestra época es sostenerse y extender esta lógica de la reproducción exasperada de la nuda vida. Los acontecimientos de Kosovo son más que elocuentes; en un doble sentido la población albanokosovar se volvió homo sacer: para los grupos serbios de Milosevic y para los misiles de la OTAN que, paradójicamente, tenían como objetivo protegerlos de la limpieza étnica. Resulta sugerente el análisis que hace Agamben de la política nazi de exterminio de los enfermos mentales. A la pregunta de por qué el régimen hitleriano continuó con esa política pese a las complicaciones de diverso tipo que tuvo que enfrentar, el filósofo italiano responde de la siguiente manera: “No queda otra explicación que la de que bajo la apariencia de un problema humanitario, lo que en el programa estaba en juego era el ejercicio, en el horizonte de la nueva vocación biopolítica del Estado nacionalsocialista, del poder de decisión soberano sobre la nuda vida. La ‘vida digna de ser vivida’ no es -como resulta evidente- un concepto político referido a los legítimos deseos y expectativas del individuo: es, más bien, un concepto político en el que lo se pone en cuestión es la metamorfosis extrema de la vida eliminable e insacrificable del homo sacer, en la que se funda el poder soberano.” (Agamben, 1998, 179) ¿Acaso las políticas sanitaristas de los estados no se relacionan directamente con la posibilidad cierta de que buenas intenciones se transformen en lógicas genocidas? “Aquí se ve bien cómo el intento de Binding de transformar la eutanasia en un concepto jurídico-político (la ‘vida digna de ser vivida’) tocaba una cuestión crucial. Si el soberano, en cuanto decide sobre el estado de excepción, ha dispuesto desde siempre del poder de decidir cual es la vida a la que puede darse muerte sin cometer homicidio, en la época de la biopolítica este poder tiende a emanciparse del estado de excepción y a convertirse en poder de decidir sobre el momento en que la vida deja de ser políticamente relevante.” (Agamben, 1998, 180) En otras palabras: allí donde se naturaliza la dimensión biopolítica, donde el Estado legisla sin oposición alrededor del “cuidado de la vida”, ya no se hace necesaria la excepcionalidad. Cuando lo extraordinario se vuelve “normal” y la sociedad asume como un bien aquello que tiene como finalidad la purificación de individuos indeseables, de colectivos patologizados, el Estado ya no tiene que apelar a esos recursos extremos, muchas veces secretos, que le permitían llevar adelante políticas de control poblacional o, más directamente, proyectos eugenésicos. Durante gran parte de la primera mitad del siglo veinte se 10 ¿Valen algo, en estos días, las vidas de los afganos mientras se espera la represalia norteamericana?

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reivindicó y se implementaron políticas eugenésicas, y no fueron los nacionalsocialistas los que iniciaron el proceso, sino que la marea ideológica purificadora y racista vino desde la democrática sociedad norteamericana y encontró amplio eco en el mundo anglosajon y alemán11. Al destacar esta verdad histórica, Agamben intenta mostrar la complicidad profunda y escandalosa que existe entre Estado moderno, lógica de la exclusión coronada muchas veces con la disponibilidad de amplios segmentos de la población para su conversión en homo sacer, y la coherencia biopolítica que también se inscribe en las sociedades supuestamente democráticas de Occidente. Identificar exclusivamente a los totalitarismos como los promotores y ejecutores de políticas de exterminio y de control poblacional es, a todas luces, incorrecto o, mejor aún, supone la puesta en funcionamiento de un dispositivo ideológico que tiene como cometido deslindar a las democracias de los proyectos, cada vez más amplios, de implementación biopolítica. La máquina estatal despliega toda su potencia para determinar el lugar de la “vida”, para controlar nacimiento y muerte escribiendo sobre los cuerpos vivos la ley que los atraviesa desde el comienzo hasta el final. Apropiación de la vida por parte del soberano, sumisión del cuerpo a los engranajes del sanitarismo y a la gramatización biopolítica, signos inequívocos de un tiempo histórico caracterizado por la realización efectiva de antiguos proyectos nacidos con una modernidad que, en el conflicto inicial de opciones posibles, eligió la fuerza destructiva del poder soberano promotor de una excepcionalidad convertida, en nuestro tiempo, en figura reinante, en atributo ordinario de aquellos que determinan el destino de la sociedad. Los anuncios de George W. Bush de que se está en los umbrales de una guerra que durará años, no vienen sino a coronar el dominio, cada vez más indiscutido, de la función soberana de volver nuda vida a todos aquellos que han dejado de ser funcionales al sistema de dominación. Próximamente será el pueblo afgano, sometido una y mil veces a los poderes de turno, el homo sacer que necesita la máquina biopolítica, para después ser el terrorista sin más el garante último de un proceso inacabable. ¿Quién es el terrorista? ¿Cómo construir su biotipo? ¿Hasta dónde se ha infiltrado en el cuerpo social y cómo purificarlo de esa venenosa infiltración? ¿Alcanzará con la demonización del mundo islámico? ¿Quién le seguirá después? La lucha entre el “bien y el mal” anunciada por Bush vuelve a colocar las cosas en su lugar: la tarea del poder soberano es y será “salvar” a la sociedad del mal que amenaza con degradarla y destruirla, empezando primero por la eliminación de los enemigos exteriores para

11 Tampoco debemos olvidar los proyectos eugenésicos llevados adelante con todo secreto por los socialdemócratas suecos en los años cincuenta y que recientemente fueron sacados a la luz pública causando una extraordinaria sorpresa en la democrática sociedad nórdica.

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volverse, una vez realizada la primera tarea, hacia las complicidades interiores. En el giro de la época el viejo trabajo realizado antes por los totalitarismos será trágicamente llevado adelante por la democracia quebrando sus últimos restos de legitimidad y humanidad que envolvieron, pese a todo, su nacimiento. Revizar, como lo hace Giorgio Agamben, el comienzo del poder soberano, su profunda y esencial relación con los mecanismos de exclusión y degradación de la vida, fundar otra política que sea capaz de ir contra esa marca de origen es, en esta travesía de principios de siglo cuando los peligros nos rodean por doquier, no sólo una necesidad del pensamiento crítico sino una indispensable búsqueda de un camino que nos desvíe de ese destino grabado a fuego en el rostro de nuestra civilización.