Absolutismo

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Introducción La historia de las ideas políticas siempre se encuentra muy relacionada con la historia de los pueblos. La historia del pensamiento político no es la clave para entender el pasado, el presente y menos para poder disernir el futurode la historia política En este trabajo me dediqué a investigar sobre un régimen político el cual centra el poder en una persona, este regimen es el absolutismo. Su maximo exponente fue Luis XIV... pero a tenido otros protagonistas de los cuales también me he preocupado de escribir.

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IntroducciónLa historia de las ideas políticas siempre se encuentra muy relacionada con la historia de los pueblos.La historia del pensamiento político no es la clave para entender el pasado, el presente y menos para poder disernir el futurode la historia políticaEn este trabajo me dediqué a investigar sobre un régimen político el cual centra el poder en una persona, este regimen es el absolutismo. Su maximo exponente fue Luis XIV... pero a tenido otros protagonistas de los cuales también me he preocupado de escribir. 

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ABSOLUTISMO

AUTORES SOBRE EL ABSOLUTISMO

Según Bobbio, en términos kantianos, el poder absoluto consiste en que "el soberano del Estado tiene con respecto a sus súbditossolamente derechos y

ningún deber (coactivo); el soberano no puede ser sometido a juicio por la violación de una ley que él mismo haya elaborado, ya que está desligado del respeto a la ley popular

(populum legis)". Esta definición sería común a todos los iusnaturalistas, como Rousseau o Hobbes.

PARA MAQUIAVELO EL Absolutismo • Soberanía monárquica sin límites ni control. • Toda fuente de poder reside en el monarca.

• Los súbditos sólo tienen el deber de obedecer a su rey. • Sometimiento de la Iglesia y la Nobleza al rey. Pierden su autonomía jurídica. • Expansión por Europa occidental en el siglo XVI. – El

ejemplo más claro de monarquía absoluta centralista reside en Francia. – Italia es la excepción. Ausencia de poder efectivo capaz de centralizar todo el territorio de la península. Oposición de los

Estados pontificios.

CONCEPTO DEL ABSOLUTISMO"El Estado soy yo". La conocida sentencia de Luis XIV de Francia resume en pocas palabras la esencia del absolutismo: un régimen político en el que una persona, el soberano, ejerce el poder con carácter absoluto, sin límites jurídicos ni de nunguna otra naturaleza. 

.      Absolutismo significa poder soberano o de origen divino desligado de cualquier otra instancia de poder temporal, sea el papa o el emperador. En este sistema de gobierno el estado y el monarca se consideraban como una única entidad situada por encima de la ley, y el concepto de derecho divino de los reyes era la justificación que legitimaba la pretensión de soberanía indivisible.  El   absolutismo , término que procede del latín absolutus («acabado», «perfecto»), fue el principal modelo de gobierno en Europa durante la época moderna, caracterizado por la teórica concentración de todo el poder del Estado en manos del monarca gobernante. La implantación del absolutismo representó un cambio sustancial en la concepción sobre la dependencia de las autoridades intermedias entre el súbdito y el Estado, situación que comportó la creación de una burocracia eficaz, un ejército permanente y una hacienda centralizada. Su andadura política se inició en los siglos XIV y XV, alcanzó la plenitud entre los siglos XVI y XVII, y declinó entre formas extremas e intentos reformistas a lo largo del siglo XVIII. 

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Ningún monarca absoluto trató de atribuirse la exclusividad o monopolio del poder, sino la soberanía del mismo. Poder absoluto, durante la época moderna, fue básicamente poder incontrolado, poder no sometido a límites jurídicos institucionalizados. Éste fue el marco y la verdadera preocupación de las monarquías europeas que se calificaron interesadamente como absolutas, que se esforzaron por serlo de un modo real, práctico y efectivo, y que lo consiguieron de forma parcial y progresiva. Por tanto, el poder absoluto debe entenderse, por una parte, como un poder soberano o superior, no exclusivo; es decir, presupuso y asumió la existencia de otros poderes: señorial, asambleas estamentales o cortes, reinos municipios, etc., respecto a los cuales se consideró preeminente y, por otra parte, como un poder desvinculado de controles o límites institucionales. Los antecedentes del absolutismo 

El siglo XIV y buena parte del siglo XV fueron escenario de innumerables conflictos: depresión económica, fractura cultural y resquebrajamiento político en un escenario de guerras marcaron el tránsito hacia el siglo XVI. De la necesidad imperiosa por conseguir la paz en los diferentes reinos europeos, se derivaron dos repercusiones principales en el terreno político. Por una parte, los dos poderes tradicionales de la cristiandad medieval, el papado y el imperio, recuperaron, si no su anterior prestigio, sí su unidad. Por otra parte, a pesar de la gran variedad de formas institucionales de poder las monarquías feudales del medioevo salieron fortalecidas de una situación de crisis en la que habían conseguido erigirse lentamente en representantes de grupos nacionales, mucho más que de clientelas o huestes. En Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio, Polonia, Aragón y

Castilla, entre otros, el rey, soberano cristiano consagrado por la Iglesia, se fue convirtiendo en la cabeza de una larga cadena de relaciones de vasallaje, encuadradas en el complejo marco del régimen señorial, y en el símbolo popular de la justicia. El monarca acumuló progresivamente amplios poderes, reforzando así su autoridad, cosa que le permitió vencer las resistencias y dotar de nuevos instrumentos al Estado.

 

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Desarrollo HistoricoLas teorías medievales del derecho divino suponían el poder dividido, por voluntad de Dios, en dos grandes brazos: espiritual y temporal. La iglesia, y a su cabeza el pontífice de Roma, se reservaba la potestad sobre los asuntos espirituales, mientras que el poder temporal era ejercido por otras instituciones, encabezadas por el rey. Aun cuando los conflictos entre ambas autoridades fueron continuos, a fines de la edad media el origen divino del poder real era conmúnmente admitido por los tratadistas y el pueblo. Sin embargo, la potestad real estaba limitada por fueros, leyes y privilegios de muy variado signo.A fines del siglo XVI cobró fuerza el fenómeno nacional, en íntima relación con el cual nació el absolutismo. Con el desarrollo de éste, el rey no sólo tendió a asumir la totalidad del poder temporal, sino que pretendió convertirse en cabeza de una iglesia nacional. Aunque en las monarquías que siguieron fieles a Roma se incrementó la injerencia del soberano en los asuntos eclesiásticos, ésta no llegó a afirmarse por completo. En los países en los que triunfó, la reforma dio pie, sin embargo, a la creación de iglesias nacionales, encabezadas por los monarcas correspondientes. La teoría del origen divino del poder real fue aceptada y apoyada decididamente por Lutero y Calvino, cuyas doctrinas ofrecieron a los gobernantes la oportunidad de sustituir por el suyo propio el poder de la iglesia romana. Han visto la luz diversas teorías que explican el surgimiento del absolutismo en la Europa renacentista. Parece evidente que los nuevos medios de guerra - armas de fuego y tácticas de ataque y defensa muy elaborada - requerían la constitución de ejércitos profesionales y permanentes, con la consiguiente inversión de unos medios económicos que la nobleza feudal no estaba en condiciones de aportar. El incremento del comercio y las comunicaciones resultó decisivo para la consolidación de grandes estados nacionales como Francia, España e Inglaterra, que desde un primer momento estuvieron estrechamente ligados a las monarquías reinantes. Se produjo así un proceso de anulación de los privilegios locales y regionales, y la transferencia de sus jurisdicciones y poderes a las instituciones encabezadas por el monarca.Para poner orden en la fragmentada sociedad medieval, los gobernantes de los nuevos estados necesitaban centralizar todos los poderes. Con tal objeto se desarrolló una burocracia.

Todo el poder para el rey. Las principales resistencias vinieron desde diferentes frentes. La primera era la fortaleza del poder de la nobleza. Garantizar sus intereses, en el marco del afianzamiento del poder personal del rey, fue un equilibrio permanentemente buscado a lo largo de la trayectoria política de todas las monarquías absolutas. Éstas nunca fueron árbitros independientes de la sociedad que se iba a dirigir, sino representantes insignes y garantes eficaces de la perpetuación del poder y hegemonía social de las noblezas, tanto si provenían de los señoríos de antigua estirpe, como de los fieles titulados de nuevo cuño. Fue para ellas para quienes se construyó el costoso aparato cortesano y el imponente mundo palaciego. 

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La segunda de las resistencias se concentraba en arrancar protagonismo a los órganos representativos del reino (cortes, parlamentos, dietas, etc.), todo ello sin intentar suprimirlos, ni atentar contra sus derechos; solamente evitando y espaciando su ritmo de convocatoria y haciendo que, progresivamente, perdieran su papel tradicional para ratificar cualquier petición de subsidio de guerra o impuesto público. La tercera resistencia consistió en extender los tentáculos del

poder real al gobierno de ciudades, villas y corporaciones, siempre tan celosas de sus privilegios y autonomía. Esto sólo pudo conseguirse a través del desarrollo de una política de concesión de honores que permitió al soberano inmiscuirse por muy diversas vías en las elecciones de cargos destinados a regir las diversas facetas de la administración municipal. En idéntica línea, se diluyó el último gran escollo: controlar al

menos terrenal de los poderes, la Iglesia. La profunda fractura religiosa de mediados del siglo XVI, ligada a la Reforma protestante y la posterior Contrarreforma católica, comportó, entre muchas otras repercusiones, un proceso de reafirmación de las iglesias nacionales, cada vez más alejadas de la omnipresente centralización del papado romano. En este marco, se hizo evidente la preocupación de los monarcas por vigilar e intervenir en la elección de los altos ministerios eclesiásticos que habían de ejercer un papel relevante en la justificación pública de la autoridad real y de su actuación política, en la paz y en la guerra. Todos fueron frentes difíciles de batir y, por ello, la lenta y no siempre exitosa lucha contra estas resistencias marcó buena parte de la historia de la consolidación de la autoridad de las monarquías absolutas europeas, a lo largo de los siglos en que ocuparon el escenario del poder.

 

 Causas religiosas del absolutismo.-a) El recuerdo de las guerras de religión está todavía vivo. No cabe duda de que en una y otra parte se lanzan violentos ataques contra el absolutismo; pero, en definitiva, el absolutismo sale reforzado de ellos. En los países desgarrados por la guerra la mayoría de la población sólo aspira a la paz, contando con el monarca para garantizarla.b) Tanto en Inglaterra como en Francia se manifiesta un sentimiento común de independencia respecto al Papado. Mientras que Inglaterra permanece fiel al anglicanismo, el galicanismo es la doctrina oficial de la Monarquía de los Parlamentos y de los obispos de Francia. La declaración de 1682 significa a este respecto el remate de una larga evolución. El triunfo del galicanismo frente a las teorías ultramontanas libera a la

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Monarquía de todo sentimiento de obediencia respecto a Roma. Anglicanismo y galicanismo caminan en la dirección del absolutismo. Causas políticas.- a) Los Movimientos revolucionarios contribuyen a reforzar el Poder, a hacer sentir la necesidad de orden y de la paz no sólo en los círculos gobernantes, sino en los medios populares. La dictadura de Cromwell sigue a la revolución de 1649, y el absolutismo de Luis XIV está profundamente marcado por el recuerdo de la Fronda. El tema de la paz civi domina el pensamiento político del siglo XVII, en especial el de Hobbes.b) Las guerras, sin embargo, se suceden a lo largo del siglo, exigiendo una concentración y un reforzamiento del Poder. En lo inmediato consolidan el absolutismo, pero a la larga contribuyen a destruirlo. De esta forma el peligro exterior favoreció, sin duda, el absolutismo de Richelieu; pero las guerras de finales de siglo precipitaron el ocaso del absolutismo francés y el nacimiento del liberalismo europeo. EL ABSOLUTISMO MONARQUICOLa corriente favorable al absolutismo monárquico es más facil de seguir, a pesar de la diversidad de sus aspectos. Se trata, en primer lugar, de la aceptación tradicional y, por así decirlo, natural de la autoridad existente, de la obediencia enseñada desde hace siglos por la Iglesia; numerosos autores laicos y eclesiásticos repiten incansablemente la necesidad de esa aceptación, ocupando este tema un lugar predominante en laliteratura política inglesa de la primera mitad del siglo XVI.Francia gozó después de la guerra de los Cien Años de una mayor estabilidad política. La monarquía tenía un prestigio casi místico, el del rey taumaturgo, ungido de la Sainte Ampoule y que cura las escrófulas. Sobre este fondo de creencias populares, algunos panegiristas bordan, en provecho de grupos sociales más restringidos, variaciones de alcance principalmente literario: simbología de las flores de lis, leyenda troyana destinada a exaltar la línea real y que será más tarde ilustrada laboriosamente por la Franciade de Ronsard. Cabe considerarlas como una trasposición, en otros registros, del pensamiento de los doctores y licenciados in utroque iure que pulen a placer definiciones y comentarios sobre el poder real, sin gran originalidad por lo demás, ya que todos beben en las mismas fuentes clásicas del derecho romano (cuyas sentencias la Edad Media no ha bía ignorado), incluso cuando concuerdan poco con la realidad política del momento. El rey es emperador en su reino; aunque esta frase también se utiliza en Inglaterra, en Francia, donde la tradición de los legistas posee mucho vigor, se la acompaña con desarrollo de mayor profundidad. 

     Absolutismo significa poder soberano o de origen divino desligado de cualquier otra instancia de poder temporal, sea el papa o el emperador. En este sistema de gobierno el estado y el monarca se consideraban como una única entidad situada por encima de la ley, y el concepto de derecho divino de los reyes era la justificación que legitimaba la pretensión de soberanía indivisible.  El   absolutismo , término que procede del latín absolutus («acabado», «perfecto»), fue el principal modelo de gobierno en Europa durante la época moderna, caracterizado por la teórica concentración de todo el poder del Estado en manos del monarca gobernante. La implantación del absolutismo representó un cambio sustancial en la concepción sobre la dependencia de las autoridades intermedias entre el súbdito y el Estado, situación que comportó la creación de una burocracia eficaz, un ejército permanente y una hacienda centralizada. Su

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andadura política se inició en los siglos XIV y XV, alcanzó la plenitud entre los siglos XVI y XVII, y declinó entre formas extremas e intentos reformistas a lo largo del siglo XVIII. 

Ningún monarca absoluto trató de atribuirse la exclusividad o monopolio del poder, sino la soberanía del mismo. Poder absoluto, durante la época moderna, fue básicamente poder incontrolado, poder no sometido a límites jurídicos institucionalizados. Éste fue el marco y la verdadera preocupación de las monarquías europeas que se calificaron interesadamente como absolutas, que se esforzaron por serlo de un modo real, práctico y efectivo, y que lo consiguieron de forma parcial y progresiva. Por tanto, el poder absoluto debe entenderse, por una parte, como un poder soberano o superior, no exclusivo; es decir, presupuso y asumió la existencia de otros poderes: señorial, asambleas estamentales o cortes, reinos municipios, etc., respecto a los cuales se consideró preeminente y, por otra parte, como un poder desvinculado de controles o límites institucionales. Los antecedentes del absolutismo 

El siglo XIV y buena parte del siglo XV fueron escenario de innumerables conflictos: depresión económica, fractura cultural y resquebrajamiento político en un escenario de guerras marcaron el tránsito hacia el siglo XVI. De la necesidad imperiosa por conseguir la paz en los diferentes reinos europeos, se derivaron dos repercusiones principales en el terreno político. Por una parte, los dos poderes tradicionales de la cristiandad medieval, el papado y el imperio, recuperaron, si no su anterior prestigio, sí su unidad. Por otra parte, a pesar de la gran variedad de formas institucionales de poder las monarquías feudales del medioevo salieron fortalecidas de una situación de crisis en la que habían conseguido erigirse lentamente en representantes de grupos nacionales, mucho más que de clientelas o huestes. En Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio, Polonia, Aragón y

Castilla, entre otros, el rey, soberano cristiano consagrado por la Iglesia, se fue convirtiendo en la cabeza de una larga cadena de relaciones de vasallaje, encuadradas en el complejo marco del régimen señorial, y en el símbolo popular de la justicia. El monarca acumuló progresivamente amplios poderes, reforzando

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así su autoridad, cosa que le permitió vencer las resistencias y dotar de nuevos instrumentos al Estado.

 Todo el poder para el rey. Las principales resistencias vinieron desde diferentes frentes. La primera era la fortaleza del poder de la nobleza. Garantizar sus intereses, en el marco del afianzamiento del poder personal del rey, fue un equilibrio permanentemente buscado a lo largo de la trayectoria política de todas las monarquías absolutas. Éstas nunca fueron árbitros independientes de la sociedad que se iba a dirigir, sino representantes insignes y garantes eficaces de la perpetuación del poder y hegemonía social de las noblezas, tanto si provenían de los señoríos de antigua estirpe, como de los fieles titulados de nuevo cuño. Fue para ellas para quienes se construyó el costoso aparato cortesano y el imponente mundo palaciego. La segunda de las resistencias se concentraba en arrancar protagonismo a los órganos representativos del reino (cortes, parlamentos, dietas, etc.), todo ello sin intentar suprimirlos, ni atentar contra sus derechos; solamente evitando y espaciando su ritmo de convocatoria y haciendo que, progresivamente, perdieran su papel tradicional para ratificar cualquier petición de subsidio de guerra o impuesto público. La tercera resistencia consistió en extender los tentáculos del

poder real al gobierno de ciudades, villas y corporaciones, siempre tan celosas de sus privilegios y autonomía. Esto sólo pudo conseguirse a través del desarrollo de una política de concesión de honores que permitió al soberano inmiscuirse por muy diversas vías en las elecciones de cargos destinados a regir las diversas facetas de la administración municipal. En idéntica línea, se diluyó el último gran escollo: controlar al

menos terrenal de los poderes, la Iglesia. La profunda fractura religiosa de mediados del siglo XVI, ligada a la Reforma protestante y la posterior Contrarreforma católica, comportó, entre muchas otras repercusiones, un proceso de reafirmación de las iglesias nacionales, cada vez más alejadas de la omnipresente centralización del papado romano. En este marco, se hizo

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evidente la preocupación de los monarcas por vigilar e intervenir en la elección de los altos ministerios eclesiásticos que habían de ejercer un papel relevante en la justificación pública de la autoridad real y de su actuación política, en la paz y en la guerra. Todos fueron frentes difíciles de batir y, por ello, la lenta y no siempre exitosa lucha contra estas resistencias marcó buena parte de la historia de la consolidación de la autoridad de las monarquías absolutas europeas, a lo largo de los siglos en que ocuparon el escenario del poder.

  Los instrumentos del absolutismo  El proceso de organización y fortalecimiento de las monarquías se consiguió venciendo resistencias y planteando una nueva forma de entender y ordenar el estado. La renovación profunda del concepto de política se gestó a lo largo del siglo XVI, alcanzó la plenitud en el XVII, y radicó en dos grandes líneas de actuación: nueva política económica y necesidad de eficacia en la política interior y exterior. La lenta tarea de articular los estados modernos obligó a los

monarcas absolutos a definir una política económica de Estado que superara la ineficaz atomización feudal. La conquista de los imperios transoceánicos, iniciada por Portugal y la Monarquía Hispánica y seguida de inmediato por los Países Bajos, Inglaterra y Francia, obligó a centralizar esfuerzos y a coordinar acciones para aprovechar tan ingentes riquezas, utilizando para ello un principio novedoso: la riqueza de un reino reside en sus reservas de metales preciosos, oro y plata. Para aumentarlas, era preciso conseguir una balanza de pagos favorable: es decir, vender mucho y comprar poco. Alcanzar tales metas conllevó una actuación en un triple frente: primero, industrialismo o potenciación de la producción del país, incluso a través del intervencionismo directo del Estado en la actividad manufacturera; segundo, proteccionismo contra la concurrencia extranjera en las cada vez más complejas redes del mercado; y tercero, nacionalismo para garantizar que los intereses particulares, tanto de empresarios y comerciantes, como de las diversas corporaciones locales, se fundieran, fueran solidarios, con los de la política estatal. Así, el mercantilismo económico,

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teorizado principalmente por Jean Baptiste Colbert, intendente de hacienda de Luis XIV reclamó una política de autoridad y seguridad y se convirtió en un poderoso agente de unificación nacional. Con todo, esta pretendida unidad de acción encontró uno de sus límites en el lento proceso de articulación de Las cada vez más potentes burguesías de negocios que, ya desde finales del siglo XVII, hicieron prevalecer sus intereses y se opusieron al lastre del intervencionismo estatal. La organización del Estado Junto con la preocupación de que un país rico contribuía a la «gloria del rey», era precisa una renovada organización de la política interior y exterior. Tres fueron los elementos principales. El primero, la necesidad de contar con técnicos de gestión pública y así, se formó la burocracia estatal encargada de ejecutar las decisiones del soberano y sus consejos en todos los ámbitos de la administración del reino. Este nuevo funcionariado surgió desde muy diversas procedencias, ya que los cargos públicos fueron una importante vía de ascenso social para la baja nobleza y algunos burgueses, llegando incluso a la compra y venta de oficios, también denominada venalidad (fenómeno típicamente francés) y dio origen a la denominada «nobleza de toga». Su tarea desarrolló una actuación acorde con los intereses de

los grupos tradicionalmente privilegiados: aristocracia y nobleza antigua, que eran los únicos autorizados a intervenir en los consejos privados de asesoría al monarca, auténticas sedes de poder y de decisión en los asuntos de estado. El segundo de los instrumentos fue la construcción de la

hacienda pública, fundamento imprescindible para cualquier actuación política. El rey tendió a acaparar el derecho a imponer nuevas contribuciones que se superpusieron a las tradicionalmente exigidas en el marco de municipios y señoríos. Una fiscalidad tan repentinamente acrecentada, en un marco de dificultades económicas y conflictos políticos como fue la Europa del siglo XVII, comportó un progresivo malestar, tanto en burgueses y ciudadanos, como en las clases populares, campesinos en su mayoría, que encabezaron revueltas y motines contra un fisco arbitrario, gravoso y desmesurado que acabó

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convirtiéndose en una nueva forma de renta feudal, en este caso, centralizada. El último de los instrumentos fue la instauración de un ejército

profesional, desligado del concepto de hueste feudal, financiado a través de las recaudaciones de la hacienda pública en formación y ocupado, principalmente, en la defensa de las fronteras territoriales del reino y el sometimiento de revueltas populares. El momento de esplendor de las monarquías absolutas Este complejo aparato institucional alcanzó su apogeo en un período de esplendor que puede considerarse encamado por un ejemplo emblemático: Luis XIV, el Rey Sol, quien rigió los destinos de Francia durante el difícil período comprendido entre 1661 y 1715. Si existió un monarca que pueda considerarse el arquetipo de esta forma de gobierno, nadie puede negar que los honores le corresponden a quien se consideró, tal y como rezan sus divisas, la encarnación viviente de1 Estado (L'êtat c'est rnoi) yel gobernante más poderoso de la tierra (Nec pluribus impar) y quien adoptó al astro rey como emblema personal.   

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Luis XIV de Francia Con todo, hay que añadir que el absolutismo de los Borbones

en Francia, con ser el más característico, no fue el único ni el mejor organizado. Siempre hay que matizar que el absolutismo fue una forma de entender el ejercicio del poder en la Europa modema y, así, las trayectorias políticas de los diferentes estados del continente se enmarcaron en regímenes monárquicos típicamente absolutistas, con unas u otras especificidades, con individualizados rasgos adaptados a la propia tradición política y organización social, con entramados institucionales diversos, pero siempre con un rey  fuerte a la cabeza. Y esto ya sean los Estuardo en Inglaterra, los Braganza en Portugal los Habsburgo en la monarquía hispánica y en el Imperio, los Hohenzollem en Prusia, los Vasa en Polonia, los Romanov en Rusia o los diferentes monarcas de los países bálticos, especialmente los Palatinado-Zweibrücken en Suecia. El despotismo ilustrado

 La culminación del absolutismo se alcanzó en el siglo XVIII,

pero, a diferencia del siglo anterior, se introdujo cierta preocupación por incorporar reformas que dieran un aire nuevo a la tarea de gobernar. Los monarcas comprendieron la utilidad y la necesidad de controlar una naciente opinión pública que se difundía en círculos europeos muy restringidos de la mano de la cuantiosa correspondencia generada por escritores y filósofos. Es innegable que el espíritu ilustrado dotó a los soberanos de

un nuevo vocabulario, un cierto toque laico y un estilo más veladamente cortesano y menos lejano a los problemas del pueblo llano; pero también lo es que la realidad de su actuación política puso de manifiesto que no hubo diferencias sustanciales entre absolutismo y despotismo ilustrado, independientemente de las veleidades reformistas. Así, se mantuvo plenamente un concepto de política, encabezada por el monarca, destinada a conseguir la grandeza de la nación; se desdeñó definitivamente el papel de los cuerpos legislativos intermedios; se fortaleció la política de centralización y se avanzó en la potenciación de la autoridad de un Estado, en cuya cima se situaba el soberano. 

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Con esta meta, se impuso el ambiente reformista con unos principios claros. Se promovió la intervención del Estado en la sanidad o la beneficencia; se intentó suplantar la hegemonía de la Iglesia en el terreno educativo, especialmente en las universidades; se impulsó una cierta mejora en las vías de comunicación y en las obras públicas; se fomentó, desde el Estado, el impulso a las actividades económicas tanto agrícolas como en la manufactura o en la participación en las grandes compañías de comercio ultramarino, y, finalmente, se pretendió reorganizar la administración para robustecer el poder de los reyes. La burocracia estatal confeccionó, bajo supervisión del

gobierno, exhaustivos recuentos de población y de la riqueza individual de los ciudadanos y elaboró los primeros censos sobre la industria, el comercio y la navegación, todo ello siempre acompañado de informes y memorias. En segundo lugar, se proyectó, con resultados muy desiguales, reordenar la división territorial, para superar las dificultades que el caos de las circunscripciones tradicionales imponía a la nuevas exigencias de gestión de lo público. En tercer lugar, se redefinieron los cargos de la administración. Aparecieron funciones ligadas al renovado planteamiento del territorio, así, los gobernadores, cargos a veces ocupados por militares si la plaza era conflictiva, fueron la correa de transmisión directa entre el rey y  los súbditos; y  los tradicionales consejos del rey, en manos de la nobleza, se sustituyeron por los gabinetes de ministros en los que se hizo imprescindible una formación técnica, casi siempre universitaria, para participar en el gobierno del Estado.

 El ejemplo francés[editar]

Véase también: Antiguo Régimen en Francia

El ejemplo más característico de una monarquía absoluta es el de la monarquía francesa, que demuestra asimismo cómo lograr hacer caer el régimen feudal no fue tan sencillo.

La frase "L'état, c'est moi" ("El Estado soy yo"), es la frase célebre de Luis XIV, uno de los más famosos monarcas absolutos de Francia.

La Francia en el siglo XV era un mosaico de regiones con distintas tradiciones, privilegios y regímenes legales. La tendencia de la monarquía francesa a centralizar el poder aparece sobre todo tras el fin de la Guerra de los cien años. Tras la invasión inglesa y la

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derrota de la vieja nobleza en la batalla de Agincourt, su prestigio queda seriamente dañado, algo que es aprovechado por los monarcas franceses para incrementar su influencia y poder. Hasta entonces, los reyes de Francia habían sido considerados como unprimus inter pares por parte del resto de la nobleza francesa, y su influencia real se limitaba a los territorios patrimoniales de la casa Capeto, esto es, la Île de France. El primer monarca en desarrollar la tendencia centralista fue Luis XI, que se sirvió de múltiples intrigas para extender su autoridad por todos aquellos territorios que conformaban la Francia del siglo XVI. Sus sucesores continuaron esta política, que pasó con reducir la potestad de los nobles en sus señoríos jurisdiccionales y el desarrollo de una administración centralizada. Sin embargo, esta tendencia chocaba con importantes problemas de comunicaciones: comúnmente, las órdenes reales no llegaban en tiempo y forma a todos los rincones de Francia, y por lo tanto el poder en los señores locales se veía favorecido. El nombramiento de gobernadores locales y el control férreo sobre el nombramiento de cargos públicos tendió a reducir la influencia de los nobles locales a favor de la del Rey, aunque generó toda una casta de nobles de toga que compraban cargos públicos para luego beneficiarse de ellos a costa del Rey.

En cuanto a la economía, como en cualquier régimen absolutista, era mercantil y el monarca intervenía en ella activamente. En lo que a la sociedad se refiere, ésta estaba dividida en órdenes o estamentos, entendidos como la condición social y política de índole colectiva que se define por un conjunto de libertades. A lo largo del siglo XVI los sucesivos monarcas incrementaron su influencia, pero de ellos se esperaba que actuaran siguiendo la ley divina y el derecho natural, esto es, que respetaran las costumbres feudales.

A lo largo del siglo XVII o de los Ministerios, como es llamado en Francia ya que gobernaron dos primeros ministros en vez de un rey, Richelieu y Mazarino, la autoridad real tiende hacia el centralismo, y el absolutismo se apuntala: se uniformizan impuestos, se restringe la autonomía de los Parlamentos provinciales, se integran en Francia territorios hasta entonces independientes como Navarra, la Lorena y el Bearn, se desarrolla la administración central, se reforma el ejército y se profesionaliza,.... Sumida en una profunda crisis económica y en medio de grandes revueltas tales como la rebelión campesina de los Croquants o la rebelión aristocrática de La Fronda, que debilitaron en apariencia la autoridad del Rey, a la larga el triunfo de éste sobre los rebeldes apuntaló el absolutismo, y para cuando Luis XIV alcanza la mayoría de edad, la autoridad del monarca es indiscutible.

Luego de la muerte de Mazarino, Luis XIV instaura su gobierno personal y pasa por arriba de todo lo existente y se impone nombrando a los ministros de su preferencia para que realicen las funciones vitales, que acompañados por un pesado sistema burocrático sin pocas innovaciones, hacen de lo que será la vida de Francia en aquel entonces.

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En cuanto a su plan económico, se tiene una economía basada eminentemente en la agricultura, con predominio del sistema de origen feudal, con aduanas y con altos impuestos que pueden ser pagados en especias o en diezmos según lo cosechado por los campesinos. Cuando hay malas cosechas, el país pasa hambre, pero los muchos impuestos no se reducen pues deben sufragar las continuas guerras del monarca así como el lujoso estilo de vida del éste y de la corte. Para sostener en parte los gastos de la corte se crean las manufacturas reales de la mano de Colbert, destinadas a satisfacer la demanda de productos de alto lujo por parte de la nueva burguesía y las demás casas reales. Sin embargo, los trabajadores siguen ordenados en gremios según el oficio y con escasa conciencia capitalista.

En lo social, Francia contaba con una sociedad altamente estratificada en la época y con privilegios sólo para los nobles y los clérigos, que los distinguían en cuanto a la ley y a los tributos. Los no privilegiados, entre los que se incluían los campesinos y el Tercer Estado, estaban sometidos a todos los gravámenes y se encontraban bajo el imperio de una ley mucho menos benevolente. De ellos se esperaba que obedecieran y respetaran a los otros dos estamentos, a los que en realidad sostenían económicamente.

La etapa final del absolutismo Toda esta ingente labor de renovación partía de preocupaciones

muy concretas. La superación de los conflictos de toda índole acaecidos durante el siglo XVII tuvo como telón de fondo el inicio irreversible de lentos, pero profundos, cambios sociales que iban a afectar al concepto mismo del poder. Diversos sectores de la sociedad inglesa encabezaron un proceso de revolución política que acabó con el absolutismo de los Estuardo. Los monarcas europeos empezaron a preocuparse seriamente. La ideología de la llustración contenía fermentos que auguraban la intensidad de los cambios por venir. En este marco, el despotismo ilustrado puede considerarse como un movimiento a la defensiva de las monarquías europeas en el siglo XVIII y, por eso, consiguió sus mejores logros en los países menos desarrollados. Son las penínsulas mediterráneas o de las profundidades continentales de la Europa Central y Oriental, es decir, la Europa terrateniente, donde la aristocracia y la nobleza tradicional todavía eran clases dominantes, y donde los monarcas pudieron ejercer una tímida función de reforma, en especial por lo que respecta a la legislación de tipo social, que les acercaba a las maltrechas clases populares. Al final, la creciente animadversión social hacia

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el absolutismo desencadenó los movimientos revolucionarios del siglo XIX. Estamos ya en los inicios de una