Acerca Del Acontecimiento

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Acerca del acontecimiento Pero con el tiempo, pensándolo bien, se dio cuenta de que si no hubiera estado él allí, mirando, no habría sido posible ningún acontecimiento. Concedía que no sea él aquél que gustaba de ese cruzarse de piernas, pero nadie podía negarle que fuera él quien iniciaba la búsqueda. No es idiota. Tiene bien en claro cuáles son esas cosas que uno debe buscar para disfrutar de un sano amor, de esos que son como lunas de miel, como una fiesta sorpresa organizada. El que dice la palabra “amor”, el que busca esas cosas claras, irremediablemente encuentra, irremediablemente disfruta de lo bien que sale la fiesta sorpresa. En un sentido estricto, ellos y sólo ellos son amantes. Son aquellos que pueden decir de sí mismos “yo amo”, puesto que, en estos términos, amar no es nada distinto de organizar una fiesta sorpresa, y no es necesario referir la facilidad con que uno puede arrogarse la organización de una fiesta. La cuestión está en mirar, en mirar fijo. Mirar tanto y tan hondamente hasta llegar al punto de no saber qué es lo que se está viendo, hasta marearse con la densidad del movimiento que se ve, hasta sentir náuseas y no reconocer eso que antes refería como la acción de cruzarse de piernas. Mirar hasta percibir sólo un cuerpo en aparente reposo que comienza a vitalizar los extremos de sí en los que se vuelve dedos extendidos, que comienza a animarse a sí mismo desde abajo, desde el punto último que lo conecta con el suelo y cuyo movimiento va subiendo, alzando uno de esos dedos largos y vestidos como si pendiera de un hilo desde su extremo, y dejándolo caer, sostenido por el otro dedo vestido que se mantuvo aparentemente inmóvil y tieso, afirmado en el suelo y que ahora sostiene sobre sí el peso del dedo movido. Cruzarse de piernas. Y el cuerpo entero experimentó el movimiento, no sólo las piernas. Alguien puede ver a alguien cruzarse de piernas y decir perfectamente “esa persona se cruza de piernas”. Fantástico. Pero si hubiera prestado atención, si hubiera mirado hasta sentir esas náuseas, habría visto que el cuerpo entero se revolucionó, que el movimiento trepó desde los pies hasta la cabeza como un deslizarse hacia arriba, como un insecto veloz que trepa con la habilidad de

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A modo de observación

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Acerca del acontecimiento

Pero con el tiempo, pensándolo bien, se dio cuenta de que si no hubiera estado él allí, mirando, no habría sido posible ningún acontecimiento. Concedía que no sea él aquél que gustaba de ese cruzarse de piernas, pero nadie podía negarle que fuera él quien iniciaba la búsqueda. No es idiota. Tiene bien en claro cuáles son esas cosas que uno debe buscar para disfrutar de un sano amor, de esos que son como lunas de miel, como una fiesta sorpresa organizada. El que dice la palabra “amor”, el que busca esas cosas claras, irremediablemente encuentra, irremediablemente disfruta de lo bien que sale la fiesta sorpresa. En un sentido estricto, ellos y sólo ellos son amantes. Son aquellos que pueden decir de sí mismos “yo amo”, puesto que, en estos términos, amar no es nada distinto de organizar una fiesta sorpresa, y no es necesario referir la facilidad con que uno puede arrogarse la organización de una fiesta.

La cuestión está en mirar, en mirar fijo. Mirar tanto y tan hondamente hasta llegar al punto de no saber qué es lo que se está viendo, hasta marearse con la densidad del movimiento que se ve, hasta sentir náuseas y no reconocer eso que antes refería como la acción de cruzarse de piernas. Mirar hasta percibir sólo un cuerpo en aparente reposo que comienza a vitalizar los extremos de sí en los que se vuelve dedos extendidos, que comienza a animarse a sí mismo desde abajo, desde el punto último que lo conecta con el suelo y cuyo movimiento va subiendo, alzando uno de esos dedos largos y vestidos como si pendiera de un hilo desde su extremo, y dejándolo caer, sostenido por el otro dedo vestido que se mantuvo aparentemente inmóvil y tieso, afirmado en el suelo y que ahora sostiene sobre sí el peso del dedo movido. Cruzarse de piernas. Y el cuerpo entero experimentó el movimiento, no sólo las piernas. Alguien puede ver a alguien cruzarse de piernas y decir perfectamente “esa persona se cruza de piernas”. Fantástico. Pero si hubiera prestado atención, si hubiera mirado hasta sentir esas náuseas, habría visto que el cuerpo entero se revolucionó, que el movimiento trepó desde los pies hasta la cabeza como un deslizarse hacia arriba, como un insecto veloz que trepa con la habilidad de toda su especie. Habría visto que los hombros de esa persona se reclinaban un poco hacia atrás, que la cintura se retorcía, que los dedos de los mismos pies se apretaban, que los músculos de la cara se relajaban. Si hubiera prestado atención, claro. Pero ese espectador supo perfectamente que, si lo que quería era un amor, tendría que buscar los sitios por los que esa persona observada debería transitar tarde o temprano (como sonreír o enseñar los ojos) y darle a esos instantes los nombres que tendría ya preparados.

El gustar del cruzarse de piernas es un padecimiento. El mirar el cruzarse de piernas, no. El gustar de lo visto supone el mirar aquello que termina siendo lo visto, lo degustado. Claro, el yo está salvado. No hay forma de no querer salvar al yo. Primero tengo (en primera persona) que mirar. No podríamos decir que aquello que es visto es causa de algo que genera en mí el gustar de tal o cual acontecer de su cuerpo. Lo visto permanece existiendo como existía desde que comencé a verlo (desde antes, quizás). Las modalizaciones de ese existir son las que habrán de arrastrarme, siempre que mire, que mire mucho, hasta sentir esas náuseas. Y allí, en el momento en que se manifiesta ese cuerpo, modalizando su existencia (pongamos; cruzándose de piernas), acontece el delirio del arrastre. Poco tiene que ver uno con ese delirio. Uno no delira, jamás delira.

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Dirán algunos que el mirar es también padecer si se lo piensa como efecto de una serie desconocida de causas eficientes que se fueron dando desde el momento de la gestación de ese que mira. Muy bien, lo concedo. Explíquenme entonces cómo esa objeción anula ese salvarse del yo. Acá no se habla desde el espejo, desde luego que no. Pensemos en ese pobre hombre que terminó arrastrado a llorar junto a una mujer. Me dirán “Es el mismo hombre. Ese que llora y este que describe su llanto son el mismo hombre”. Y seguirán. “Podrá ser el mismo hombre, pero, insisto, no podrá ser un yo, señores. Sí, es cierto que nada se opone a que mi yo actual, éste que les habla, sea efecto de una serie inigualable de causas eficientes. Sí, es cierto que si, en lugar de haberse dado la circunstancia A en algún momento de mi vida, se hubiera dado la circunstancia B, yo no habría podido elegir C en este momento (pongamos, estar aquí hablándoles) sino que habría tenido que elegir D (escójase cualquier acción de la infinitud de posibilidades, para que se entienda el ejemplo, si es lo que gustan). Pero acá se está hablando del yo, y quien habla de eso es nada más y nada menos que un yo. Si cruzarse de piernas es una modalización de la existencia de un cuerpo, ¿por qué no puede serlo también el yo? Una modalización de mí mismo sólo para mí mismo, del cual solo yo (está comenzando a sonar gracioso) puedo dar cuenta. En vano, claro. ¿A quién podría hablarle del yo? ¿A otro yo? Pero del otro cuerpo sólo puedo ver que se cruza de piernas; en esa acción nada hay que se acerque a lo que entiendo por un yo cuando atiendo a esta modalización de mí mismo. Entonces, o no puedo hablarle del yo a nadie (concédanme ese “nadie”, no nos vayamos por las ramas) o sólo puedo hablarle al yo del cual soy testigo y autor, o sea, yo mismo. Quiero llegar a algo, ténganme paciencia. A yo no le corresponde la pasividad, amigos míos, queridos míos. ¡¿A quién puede ocurrírsele tamaño absurdo?! ‘Yo soy arrastrado’. Ese enunciado es inválido en virtud de sí mismo. Soy yo quien enuncia, es decir, quien realiza la acción de enunciar, que soy arrastrado. No hablo de mí cuando digo eso. O mejor dicho, hablo de mí en tanto modalización distinta que esa que la describe, que trata de explicarla. Sí, somos el fruto de causas encadenadas y nada más. Y no, no hablo del yo como libertad feliz y angustiante al mismo tiempo. Hablo de lo que le corresponde al yo en virtud de su propio concepto. Sí, ese hombre fue determinado por A, B y C a estar sentado allí en los momentos en que llegaba la chica y a mirarla hasta sentir esa náusea. Pero mientras la miraba, era él y sólo él el autor de esa acción de mirar. ¿De qué le sirve preguntarse si ese mirarla no debía ser atribuido a esas causas ocultas? Sirve lo mismo que serviría preguntarse si no debe ser esa misma pregunta atribuida a esas causas. Ahorrémonos tiempo, pero mantengamos las cosas claras.” Y ya nadie se compadeció de ese hombre que lloró.