Adelanto del Libro de Martha Cristiana
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Un haz de luz atraviesa la finura de sus párpados. Con la boca entre-abierta Crista pasea la lengua por la cara interna de las mejillas des-
pegando los dientes de la piel, humedeciendo la cavidad, advirtiendoun resabio salado en su saliva, las fosas nasales obstruidas por untapón húmedo, como si fuera lodo. Restregarse la nariz, eso quisie-ra. Imposible. Sus muñecas están sujetas a los descansabrazos, ama-rradas con cordones que restringen el movimiento. Prueba a abrirlos ojos, que caen en cuanto los encandila el resplandor. Le pesan.No consigue mantenerlos abiertos. Oye voces.
—Pa…pá…—Ya despertó —dice Pablo.El médico se pone en pie y cruza de prisa su cubículo rumbo al
sillón reclinable donde yace su paciente. Toma el oftalmoscopio,levanta un párpado y luego de inspeccionar el reflejo pupilar ali-via los ojos de Crista apagando la lámpara que, desde un brazo demetal, bañaba su rostro. Pablo no se ha movido, permanece senta-do del otro lado del escritorio, en la oficina del médico.
—Todavía no, arquitecto, apenas empieza —le informa sentán-dose de nuevo frente a él—. No voy a soltarla hasta que recobre
totalmente la conciencia, para que no se haga daño. ¿Me permitehacerle una pregunta?
—Por supuesto.—¿Qué va a decirle?—Que fue por su bien, que quedará preciosa, me lo va a agrade-
cer ya que baje la inflamación y desparezcan los derrames… Ustedno se apure.
Crista vuelve a abrir los ojos. Alcanza a distinguir a su derecha,
sobre una mesilla de acero, un par de frascos. Los efectos de la anes-
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tesia la confunden, cree que se encuentra en la cocina de su casa.Son los pomos donde mi papá congela sus papelitos . Revive la escena
cuando entró a la cocina y la Güera —la cocinera que sirvió a suabuelo en la Casa de Gobierno, la mejor de Puebla y que ahora tra-baja para Pablo— sacaba de la nevera, a fin de poder limpiarla, unmontón de frascos que iba acomodando sobre la cubierta, tambiénde acero.
«¿Ahí haces el hielo?»«Claro que no.»«Entonces ¿qué hay en esos botes?»
«Los enemigos.»«¿De quién?»«Ni modo que míos… pues de tu papá.»«Y ¿quiénes son?»«¿Y yo cómo voy a saber, niña? Zapatero a tus zapatos, esta Güe-
ra nomás cocina y limpia, pregúntale a él.»Que sí, era verdad que ahí metía a sus enemigos, le había res-
pondido. Una práctica recomendada por Tránsito, dijo, no conafán de infligirle mal a nadie sino de impedir que aquéllos cuyosnombres congelaba —escritos con tinta roja en un trocito de papelde estraza— se lo hicieran a él. Una manera de protegerse, abun-dó, de frenar las intenciones adversas: el negocio de la construc-ción iba de mal en peor, ya había vendido la mitad de su flotilla decamiones porque sus deudas en dólares le llegaban al cuello. Y susacreedores, empezando por Ordóñez, su socio en la constructora,se agazapaban detrás suyo como aves de rapiña, ávidos de dejar-lo en cueros, arruinado. Cabe subrayar que la moneda perdía a
razón detrece centavos diarios frente al dólar, se cotizaba ya porarribade los ciento cincuenta pesos, y la inflación anual ascendíaa ciento diez por ciento.
Crista despierta. Ahora sí. Su mirada explora las paredes tratan-do de reconocer dónde se encuentra. Al instante se da cuenta de quela inmovilizaron, y grita:
—¡Estoy amarrada! ¿Qué me hicieron? ¡Papá! ¡Papá!—Nada, nada, cálmate nenorra —la tranquiliza allegándose a
una distancia prudente del sillón—, te enderezaron el tabique, el
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doctor lo encontró desviado, por eso no podías respirar bien —leexplica—, y no hay nada más vulgar que una mujer roncando.
—Yo no ronco.—Ibas, sin duda, si no te lo arreglaban…—Me dijiste que iban a dormirme un poquito para que no me
doliera mientras me revisaban, no que…—Pues ya te operaron. Punto y fin —contesta con brusquedad.—¿Cómo te sientes, linda? —tercia el médico que se afana en
desatar los nudos—: Espero que me disculpes, es un procedimien-to necesario, de otro modo podrías haberte lastimado dormida.
—Tengo sed, papá, quiero verme en un espejo —dice ignorandoal cirujano, quien, comedido, pone en sus manos un vaso con ape-nas un dedo de agua, y le aconseja:
—Sólo un trago, es preferible que te aguantes una hora más. Sitomas mucha podría provocarte náusea.
—Quiero verme, papá —insiste, desairando al hombre que laobserva con gesto compungido. Pablo comienza a irritarse y, a ins-tancias del médico, le pasa el pequeño espejo blanco que él le seña-la con la mano. Crista se examina: le espantan sus ojos inyectados,llorosos, las curvas violáceas que empiezan a insinuarse del lagrimalhacia abajo. Inspecciona su perfil y de inmediato se tapa la boca conlos dedos en señal de incredulidad—: Me dijiste mentiras… así noera… —le reclama recorriendo con un dedo las vendas adheridas alo ancho y largo de una nariz con el puente totalmente recto, dife-rente a aquél con el que entró al consultorio—, me limaron el hue-so, papá.
—Te mejoraron.
—¿Mejorar? Te disgustaba porque mi nariz se parecía a la demi mamá —lo acusa con una mirada enardecida—. Por eso me lamaquillabas desde el primer recital…
—Deberías dar las gracias en vez de quejarte.—¿Las gracias, después de que ni siquiera me preguntaste qué
opinaba?—Al doctor, Crista —replica Pablo, incómodo.La joven enlaza las manos atrás de la nuca y mece levemente su
cabeza hacia atrás y adelante apretando los brazos contra sus ore-
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jas, conteniendo las ganas de gritarle que fue un abuso, que cómose atrevió… Pero. Sólo se seca los ojos con el kleenex que el otorri-
nolaringólogo le ofrece, y en voz casi inaudible, solicita:—Ya vámonos, papá. Me duele.El doctor oprime la palanca que incorpora a Crista, y la ayuda
a ponerse en pie. Se cerciora de que su paciente mantenga el equi-librio, y luego le extiende a Pablo una hoja con la prescripción demedicamentos.
—Tómate el analgésico cuando llegues a casa. Necesito verte enuna semana, muchachita, para quitarte los tapones. No vayas a jalar
las gasas, por favor. Al reverso de la receta anoté los cuidados quedebes seguir. Vas a quedar más bonita aún, ya lo verás en un par desemanas…
Rezuma su tono un dejo solidario, quizás le apene haberse deja-do persuadir de operarla sin su consentimiento, sobre todo trasatestiguar que en ningún momento el padre mostró el menor sig-no de afecto.
Crista continúa muda.Pablo se despide de prisa y la empuja por la espalda hacia la sali-
da. La guía por los hombros hasta el auto y, una vez acomodadosen el asiento trasero, saca de su portafolios un espejo.
—A la casa —le ordena al chofer, y a ella—: Deja de hacerberrinche, revísate bien y dime honestamente si no estás cien vecesmejor.
—Ahorita no —responde desdeñando el espejo con la mano.Clava los ojos en el asiento frente a ella oscilando la cabeza de unlado a otro como quien rehúsa asimilar lo que acaba de ocurrirle.
Ok que me castigues si llego tarde, si no te obedezco, ok que me exijas buenas calificaciones , admite sumida en un silencio que da riendasuelta al resentimiento, ok tus reglas estrictas, tu cantaleta de una vidasana, ok el friego de vitaminas que me trago a diario, ok ok ok… Loacepto, eso lo acepto… Pero. Esto no. Es increíble que no soportes que me parezca a mi mamá ni siquiera en la nariz… Es mi cara, papá,mi cara…
En pleno rostro herrada la marca de Pablo. A ultranza impreso
el sello de su arbitrariedad, por siempre.
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Así no, así no juego, afirma, aunque ignore cuáles serían las reglasde un juego distinto, a pesar de que no descifre que su rebeldía aflora
contra el saqueo a su voluntad, que la alteración de su nariz la zaran-dea en un lugar recóndito que no sabe precisar. Pero. No se atrevea expulsar la cólera que la acomete de pies a cabeza: Lo del piano…lo paso, quisiera decirle, me dio coraje que lo vendieras, te odié, cla-ro que sí, luego… me hice a la idea, era tuyo, tú lo habías comprado,no me quedaba de otra… Esto es mil veces peor, esto sí no te lo voy a
perdonar, me las vas a pagar, papá, no sé cómo, algún día me las vas a pagar…
La alevosa cirugía provoca la cisura, el pequeño intersticio pordonde se infiltra un malestar profundo, intenso, que echa raíces ensu temperamento.
—Avisé que faltarás un mes a los entrenamientos. Cero atletis-mo, cero basquet hasta que te den de alta, imagínate que te dieranun pelotazo en la nariz.
—O sea que… lo tenías todo planeado, la revisión era pretexto.—Cámbiale de canal, no te hagas la víctima, Vanralte. Eres una
malagradecida, te adelanté el Jetta en el que andas feliz, iba a ser turegalo de quince años, encima esta operación que me costó un ojode la cara y mira que mis finanzas andan en el suelo…
No atiende el chantaje, desde que escuchó la palabra basquet supensamiento se concentra en Leo. Los dos son miembros del equi-po, una de las actividades que comparten, las prácticas de las quese valen para pasar más tiempo juntos. Y la pregunta se escapa sinque alcance a detenerla:
—¿Qué va a decir Leo cuando regrese? —el novio anda de via-
je en Estados Unidos, con sus padres, fueron a conocer la academiaadonde estudiará high school en cuanto concluya la secundaria.
—¿De qué?—A él le fascinaba mi nariz.—Nomás eso me falta, que también él opine —el auto se detiene
ante un semáforo en rojo, Pablo gira el cuerpo hacia Crista y, blan-diendo el índice, inicia su perorata—: Ya te dije que el hombreci-to ese no te conviene, por su culpa tus calificaciones dejan mucho
qué desear, te queda chico, ¡chico, Nena!, entiéndelo de una vez por
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todas, te lo comes enterito, de un bocado, es tan pusilánime quehasta el Velvet le gana en personalidad… Tú naciste para reina, no
para chacha de un don nadie.Contra la visión de su padre opone la suya: evoca el agua escu-
rriendo por su cuerpo, a horcajadas sobre los hombros de Leo quecorre por la alberca con ella a cuestas, juguetean, ella arriba, dueñade él, saltan los dos fuera de la piscina y se tiran al pasto, cae en blan-dito, rodeada de esos brazos donde también ella ríe del puro gustode que la abrace, donde relega las tareas pendientes, no le impor-tan, ahí quiere quedarse, siempre, de cara al sol, con él, que Leo sea
su familia, su única familia… Ojalá te murieras , dice para sus adentros desviando la miradahacia la ventanilla, ojalá desaparecieras de mi vida.