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JUDITH GAUTIER

ALÍ EL JUSTO Y OTROS CUENTOS

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Judith Gautier

Louise Charlotte Ernestine Gautier, de seudónimo Judith Gautier, nació el 25 de agosto de 1846 en París, Francia. Fue compositora, escritora, musicóloga y poeta, hija del reconocido poeta parnasiano Teófilo Gautier.

Fue la primera mujer que perteneció a la Academia de Goncourt (1910); admirada por Baudelaire, Mallarmé, Sargent, Flaubert y otros artistas de su tiempo. Su obra más destacada es El libro de jade (1867).

Falleció el 17 de diciembre de 1917 en Dinard, Francia.

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Alí el Justo y otros cuentosJudith Gautier

Christopher Zecevich Arriaga Gerente de Educación y Deportes

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Asesor de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Gestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: John Martínez GonzalesSelección de textos: Manuel Alexander Suyo Marti nezCorrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla RodríguezDiagramación: Andrea Veruska Ayanz CuellarDiseño y concepto de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2021

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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ALÍ EL JUSTO

I

—¿Qué me quieres, mujer? La que corre fuera del harem después de la caída del sol, lleva siempre el mal consigo; el velo espeso no reemplaza el pudor perdido.

El rostro de Alí tenía una expresión muy severa, mas la mujer se echó a sus pies con las manos juntas, retorciéndose los brazos sobre el diván.

—Para la que lo ha perdido todo —exclamó ella—, las conveniencias están de más y le  basta asegurar la salvación de su alma.

Al oír esas palabras conmovedoras, pronunciadas con un acento tan lleno de desesperación como de sinceridad, Alí abandonó la pluma, húmeda aún de tinta, y el pergamino sobre el cual trazaba caracteres misteriosos.

—Habla, mujer, confíame la causa de tu dolor.

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Entonces ella levantó el tupido velo que la cubría, dejando ver su rostro joven y encantador inundado de lágrimas.

—No tengo derecho ni para esconder el rubor ni para ocultar los rasgos que ya más de un hombre ha visto.

Amable y frío, Alí la miraba de frente. Ella dejó escapar un sollozo y después de erguirse y de limpiarse precipitadamente los ojos, comenzó a decir:

—He engañado a mi esposo venerable. El seductor se presentó bajo el aspecto más tentador; suplicó y lloró; cualquiera habría dicho que lejos de mí moriría; sus palabras eran tan dulces y tan tímidas que me hacían  desfallecer. Luego, se volvieron ardientes, como el simún del desierto; ¡su soplo devorante me secaba, me quemaba, me hacía pensar en la frescura de los besos y, como la caravana perdida y muerta de sed que encuentra los manantiales del oasis, yo bebí, bebí ansiosa el veneno de su amor!

—¿Y qué esperas, mujer adúltera? —dijo Alí, irritado y de pie—. La ley es formal y terminante: serás ejecutada. ¿Creías acaso que yo iba a perdonar tu crimen?

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—No es gracia, ni es perdón lo que quiero pedirte —dijo la culpable levantándose, pálida y resuelta—. A lo que vengo, al contrario, es a entregarme. He cometido un crimen y deseo expiarlo. Que mi carne sea deshecha y desgarrada; que se convierta en lodo sangriento; que sirva de alimento a los perros, para que mi alma se salve del infierno.

—¿Solo el amor de Dios y el horror de tu falta te obligan a hacer esta confesión? ¿No temías que otros te denunciaran?

—Nadie conoce mi crimen, pero Dios lo ha visto y yo espero el castigo. El esposo ausente va a llegar pronto. Haz, ¡oh, yerno del profeta!, que sorprenda la expiación antes de sorprender el ultraje; haz que encuentre muerta a la que ya no es digna de vivir a su lado.

—Que Alá te perdone en el otro mundo —dijo Alí—. Yo soy esclavo de la ley, y tú sufrirás la pena que tu falta merece.

—Alabado sea Dios. Castígame en este mundo para que Él me reciba purificada en el Paraíso.

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Alí la miraba fijamente, con su mirada de observador, tratando de sorprender en ella un desfallecimiento, un escalofrío de miedo en frente de la muerte. Ella tenía los labios apretados y pálidos, pero en sus ojos fijos brillaba el entusiasmo.

—El adulterio —dijo Alí, después de una larga pausa— es un crimen complejo; muchas veces se encarna y una flor de inocencia brota entre los culpables.

La mujer dio un paso hacia atrás, conteniendo un grito, y dijo:

—Sí, tú lo sabes todo porque tú eres el amigo de Dios. Mi crimen, en realidad, vive en mí; mis entrañas han temblado ya.

—¿Entonces lo que tú quieres es agregar el asesinato al adulterio, robar la vida a una criatura de Alá y llenar tu alma de crímenes?

Ella inclinó la cabeza, agobiada bajo el peso de estas últimas palabras.

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—La justicia no tiene nada que ver con la violencia ni con la cólera; la justicia puede esperar. Anda, regresa al harem, guarda tu secreto y alimenta con lágrimas tu arrepentimiento. Cuando tu hijo vea la luz del sol, es que el momento de la expiación ha llegado. Hasta entonces, adiós.

—Está bien, señor; volveré cuando el niño nazca.

Y recogiendo su velo, desapareció silenciosa.

De los labios de Alí brotó una sonrisa mezcla de piedad y de ironía. Luego pensó:

«Antes de que el hijo haya nacido, el arrepentimiento habrá muerto».

Y cogiendo de nuevo su pluma seca, se sentó en un ángulo del diván para continuar trazando, sobre el pergamino abandonado, sus caracteres misteriosos.

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II

Algunos meses más tarde, la ciudad de Medina estaba llena de rumores; la multitud se agitaba irritada; todo el mundo maldecía al califa Othomán acusándolo confusamente; el pueblo comenzaba a amotinarse.

Aïchah, la viuda de Mahoma, llamada generalmente «la Profetisa» había buscado a Alí para hablarle, agitada y colérica, de la  conducta del califa y del descontento popular.

La favorita del profeta era aún muy bella. Su madurez era majestuosa, su porte era grave. El prestigio que adquiriera desde la muerte de Mahoma la había enorgullecido.

—Meter las manos en las arcas públicas y emplear el dinero del Estado en gastos particulares, es un sacrilegio —decía ella.

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—Othmán ha restituido ya varias veces las sumas que la necesidad le obligara a tomar —respondió Alí—. Lo mismo hará hoy: todo ese ruido es inútil.

—¿Y eres tú quien lo defiende? ¿Tú que no debieras ver en él sino al usurpador de tu herencia?... ¿Tú que tienes más derecho que él al califato?... ¿Tú, cuya plaza te fue robada para que él la ocupase?

—Un día —replicó Alí con calma—, cuando ya el santo profeta había abandonado la tierra, Fathma, mi esposa querida que ya hoy no existe, sublevándose contra la multitud de injusticias de que nosotros éramos víctimas, quiso quejarse públicamente. En el momento mismo en que ella se lanzaba a la calle, el Ezan comenzó a sonar en lo alto del minarete; y al oír las palabras sagradas de: «Dios es Dios y Mahoma es el profeta de Dios». «Escucha, Fathma —le dije—, el nombre de tu padre resuena por todas partes; ¿quieres que ese nombre siga siendo lo que hoy es? ¿Quieres que ese nombre viva tanto como el mundo? Pues entonces no acuses a nadie; sacrifica las grandezas humanas en el ara de la fe»... Y Fathma guardó silencio.

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—Esa manera de proceder era noble entonces; pero los años han transcurrido y la fe se ha hecho invulnerable. Hoy es necesario que Othmán haga una penitencia pública y que te entregue el poder usurpado.

—Ten cuidado, Aïchah —dijo, sonriendo melancólicamente, Alí—. No trates de protegerme tan decididamente; acuérdate de la profecía: tú tendrás que ser mi enemiga; tú tendrás que hacerme la guerra.

Aïchah se sintió presa de un ligero temblor y bajó la cabeza.

Por encima de los muros del harem, al través de los jardines inmensos, el ruido y los gritos de la ciudad agitada llegaban hasta la mansión de Aïchah. Pero ella no oía sino la voz de su recuerdo en donde sonaba la palabra santa del profeta:

«Una de ustedes perderá un día la fe y hará la guerra a Alí».

Todas estábamos a su alrededor. Umusilama preguntó: «¿Soy yo, maestro?».

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«No, no eres tú... Pero tú, Aïchah, ten cuidado... no vayas a ser tú...».

Yo me eché a reír y entonces Mahoma dijo:

«Acuérdate de la aldea de Zicar, porque ahí será donde los perros te ladrarán».

La viuda del profeta levantó la cabeza después de un largo ensueño; y dijo:

—Tienes razón, Alí; tratemos de que no haya diferencias entre nosotros. Tú, por cuyas venas corre la sangre de Mahoma, puedes calmar las iras del pueblo; hazlo; que Othmán sea perdonado.

Y Alí salió para recorrer la ciudad; para ir de plaza en plaza, de grupo en grupo.

Cuando el sol poniente coloreó las cúpulas de las mezquitas, Medina había ya recobrado su tranquilidad. El amigo de Dios se dirigió fatigado, caminando despacio.

Cerca de su puerta había una mujer que se recostaba temblorosa contra el muro. Alí le preguntó:

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—¿Quién eres?... ¿Qué quieres de mí?

Entonces ella levantó su velo espeso y dejó ver un rostro pálido, mortalmente pálido, cuyos grandes ojos estaban orlados de un círculo azul y fabuloso.

—¿Qué tienes, desgraciada? —exclamó Alí tratando de sostenerla—. ¿Estás herida?

Ella respondió:

—¿No me reconoces acaso? Vengo para morir. Soy la esposa adúltera cuyo corazón está devorado por el remordimiento. Me dijiste que volviera cuando el hijo de mi crimen hubiese visto la luz del sol y vengo porque el momento del castigo acaba de sonar, porque el niño nació ya.

—¡Eres tú!... ¿Y vienes a pedir aún el castigo? Tan seguro estaba que no te volvería a ver, que hasta te había olvidado. Pero ¿en dónde has dejado a tu hijo?... ¿Por qué lo abandonaste? ¿Crees, por ventura, que dar la vida a un ser humano no consiste más que en parirlo? No; te has equivocado; ese pobre arbusto, esa flor de tallo débil que puede romperse entre manos mercenarias, necesita aún

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de tu calor y de tu sombra y de tu cuidado. Tú le debes aún tu leche y tus caricias... ¿No conoces la ley? La madre no es dueña de su libertad, sino cuando el hijo tiene siete años, porque solo entonces puede él vivir sin los cuidados de ella. Cumple tu deber, vuelve al harem, y si dentro de siete años todavía tu corazón no se ha endurecido, expía tu crimen.

—¡Tanto tiempo aún! —dijo ella gimiendo—. ¡Tener que soportar durante muchos meses el peso enorme de la vergüenza! Y luego el miedo del infierno que me atormenta noche y día... Pero yo sé obedecer... dentro de siete años... está bien.

Y se alejó, vacilante, deteniéndose a cada momento contra las murallas para no caer, mientras Alí la seguía con la vista, profundamente emocionado. Cuando su silueta triste hubo desaparecido por completo, el amigo de Dios abrió su puerta y franqueó el dintel, murmurando enternecido:

—¡Pobre mujer!

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III

Han transcurrido muchos años. Las cóleras apagadas han vuelto a encenderse y Othmán ha sido decapitado.

Hace largo tiempo que Alí es emir-al-mumenin y comendador de los creyentes. Lo mismo que su predecesor, el nuevo califa ha visto su reino agitado por los gritos y las convulsiones del pueblo. Aïchah se hizo guerrera y se puso a la cabeza de un partido enemigo de Alí. La profecía se acabó de cumplir cuando los perros de Zicar ladraron al verla; en esa ocasión, ella quiso volverse atrás, pero cincuenta guerreros detuvieron su dromedario y le juraron, para obligarla a seguir, que aquella aldea tenía otro nombre; esa fue la primera vez que los islamitas pronunciaron el nombre de Dios en vano. Pero el castigo fue terrible y la batalla de aquel día fue sangrienta entre las sangrientas. Al fin la viuda del profeta fue vencida y Alí quiso al principio hacerla expiar su traición pronunciando una sentencia de divorcio póstumo entre ella y Mahoma; luego la perdonó.

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Ahora todo parece haber recobrado su calma; el pueblo completo se ha inclinado ante el jefe íntegro y austero, y el equilibrio es, aparentemente, perfecto.

En Alí nada ha cambiado: su existencia sigue siendo sencilla, honesta; vive en un palacio, pero sabe que ese palacio pertenece al Estado y no a él.

Hoy justamente va a presidir el Diwán y aunque su alma está llena de  presentimientos mortales, su rostro está tranquilo y sus palabras son, como siempre, sensatas y justas. Ante sus consejeros, sigue siendo el jefe más escrupuloso y más atento, aunque en el interior de su alma sea el hombre más desgraciado.

La sala del consejo está alumbrada por grandes lámparas colgantes, pues, aunque la hora sea poco avanzada, la oscuridad comienza ya a ser muy grande; el mes de Ramadán cae este año en invierno.

Alí escucha las acusaciones, las súplicas, las defensas, y luego dicta sentencias breves y sin apelación.

A un gobernador poco escrupuloso, le envía el siguiente dístico:

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«Por culpa su los hombres dichosos disminuyen y los hombres que se quejan aumentan.

Al recibir este mensaje, abandonen su puesto».

Cuando la discusión sobre los asuntos graves termina, los consejeros empiezan a  reír y a hablar de negocios particulares.

Entonces Alí llama un esclavo y le da orden de que apague las lámparas, diciendo:

—Nosotros no debemos usar las luces pagadas por el tesoro público para hablar de nuestras cuestiones privadas.

Los miembros del Diwán encuentran exagerada la probidad del califa y se retiran, uno por uno, para poder, fuera del palacio, murmurar y reír.

La luna muestra al fin su rostro pálido y una niebla azulada comienza a llenar el patio interior y a envolver las columnas y las ojivas de la real mansión. Alí abre una de las ventanas. La noche está templada; el soplo de la primavera comienza a entibiar la temperatura. El agua

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brota silenciosa del surtidor para caer luego en lluvia sonora sobre el mármol de la fuente que parece, a la luz de la luna plateada, un enorme círculo de nieve.

El califa mira sin poner atención en lo que ve. Al fin cree oír una lluvia de lágrimas y entonces se dice a sí mismo: 

«¿Por qué llorar? ¿Qué importa la muerte?». Él está seguro de que este es el último día de su existencia... Sí, él está seguro de ello, pero también lo está de que la muerte de un hombre justo no es sino el principio del eterno descanso y de la dicha eterna. ¿A qué obedecen, pues, ese temblor nervioso y esa angustia secreta?

Al fin cierra los ojos, tratando de leer claramente la última página del libro misterioso de su destino, haciendo esfuerzos por adivinar cómo debe morir... La mirada de su imaginación cree verlo todo claramente: él acaba de entrar en la mezquita para hacer sus oraciones matinales; de pronto siéntese rodeado de sables desnudos cuyas hojas parecen ya teñidas de sangre al reflejo luminoso de las vidrieras encarnadas; el filo de un puñal le desgarra el corazón... luego reconoce aquel hermoso puñal que el

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mismo había regalado, pocos días antes, al que hoy es su asesino después de haber sido su amigo.

Sus labios pálidos no dicen sino:

—Nosotros pertenecemos a Dios y la muerte es la vuelta al paraíso.

Pero un escalofrío terrible sacude su cuerpo y le hace abrir los ojos. El patio lleno de claridad azulada lo deslumbra.

Entonces se presenta un esclavo:

—Señor, aquí hay una mujer que pide justicia. Hace muchas horas que te aguarda y nadie puede hacerla partir.

El califa responde:

—Es preciso no hacer nunca esperar a los que piden justicia. Déjenla entrar.

Y la mujer entra y se arrodilla diciendo:

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—Comendador de los creyentes, heme aquí... ¿Me reconoces?

—Siete años han transcurrido ya desde que te vi por última vez —dijo Alí— y sin embargo te reconozco, ¡oh, pecadora, cuyo arrepentimiento me desconcierta! ¿Vienes para expiar tu crimen?

—Sí, comendador; vengo, como la primera vez, a buscar el castigo que mis culpas merecen... Solo que hoy mi sacrificio es más grande que en otro tiempo. ¿Qué podía yo ofrecer a Dios, hace siete años, sino un cuerpo lleno de pecados y un alma llena de desesperación?... Hoy todo ha cambiado y a pesar de lo que el arrepentimiento me hace sufrir yo era dichosa porque mi hijo, que es hermoso como un lirio, secaba mis lágrimas con su sonrisa y vendaba mis heridas con sus caricias y borraba las manchas de mi pecado con sus besos; y yo oía más su voz adorada que la voz de mi arrepentimiento...

—¡Sin embargo, has vuelto!

—Sí, pero en realidad yo ya no existo. Mi verdadero tormento consiste en haberme separado de él, y el

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suplicio que te pido de rodillas no servirá sino para curar mis dolores con el olvido clemente de la muerte.

—Yo —dijo Alí—, soñando que iba a morir, temblé a pesar mío ante la imagen de la muerte, y tú no tiemblas ante ella; ¡oh, mujer, valiente cuyas manos desgarran el corazón para desterrar el pecado!... Mi alma comienza a tranquilizarse y la luz eterna brilla ante mis ojos; he comenzado ya a caminar por el gran camino que conduce al infinito y me ha sido dado ver mi última noche...

Luego puso su mano de sabio y de justo sobre la cabeza de la mujer arrodillada y terminó su discurso:

—Sí, hija mía, deja florecer de nuevo el lirio de tu corazón, ama a tu hijo y vive sin remordimiento porque Dios te ha perdonado ya.

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EL ESCOLAR DE GOLCONDA

Lo primero que debo decir es cómo aprendí a escribir; aunque esto ocurrió bastante tarde en mi larga vida, tengo que explicarlo al principio, pues parece que ustedes, los hombres, que tantos trabajos enseñan a los de mi raza, no tienen por costumbre obligarnos a asistir a la escuela, y un elefante capaz de leer y de escribir es por eso un fenómeno tan raro que puede parecer increíble.

Digo raro, porque he escuchado asegurar que mi caso no es único. Durante mi larga convivencia con los hombres conseguí comprender muchas de sus palabras; sabía incluso varias lenguas: el siamés, el indostaní y un poco de inglés. Hubiera podido hablarlas; lo intentaba algunas veces, pero solo producía sonidos extraños que hacían reír a mis dueños y asustaban a los elefantes, mis compañeros, cuando me escuchaban, pues aquello no se parecía más a su lenguaje, según parece, que al de los hombres.

Tenía cerca de sesenta años, lo que para nosotros es la flor de la juventud, cuando el azar me permitió aprender a trazar las letras y a escribir las palabras que no lograba pronunciar.

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El cercado que me tenían reservado en el palacio de Golconda, donde me sentía completamente libre, estaba cerrado de un lado por un muro de ladrillos esmaltados, azules y verdes; era bastante alto, pero me llegaba justo a la axila, así que podía, si eso me divertía, mirar por encima del muro muy cómodamente.

Solía estar en este lugar por los grandes tamarindos que daban una sombra fresca de lo más agradable. Tenía mucho tiempo libre, prácticamente estaba siempre ocioso, pues solo me buscaban para los paseos; una vez bañado, arreglado y comido, mis guardianes, o más bien mis servidores, se echaban la siesta, iban a ver a sus amigos, a divertirse juntos, mientras que, inmóvil bajo los árboles, yo meditaba repasando en la memoria las aventuras de mi vida.

Cada día, de la corte vecina llegaban gritos alegres y risas que me distraían; luego se imponía el silencio y solo lo rompía un salmodiar monótono. Eran unos niños pequeños que recitaban el alfabeto. Allí había una escuela.

A la sombra de los árboles, sobre la hierba cubierta aquí y allá por pequeñas alfombras, los niños, tocados

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con gorros rojos, se revolcaban y retozaban cuando no estaba el maestro. En cuanto aparecía todos se callaban y él iba a sentarse sobre una alfombra más grande, junto a un viejo árbol. En el tronco de este árbol estaba fijado un tablero muy blanco sobre el que escribía con una punta de bermellón.

Yo miraba y escuchaba, primero de manera distraída, más atento a los juegos furtivos de los escolares, que hacían bromas, me miraban de reojo con muecas divertidas, se partían de risa de repente sin razón alguna. Llovían los castigos, las lágrimas sucedían a las risas, y yo, que de alguna manera era la causa de sus distracciones, no me atrevía a dejarme ver.

Pero se había despertado mi curiosidad. La idea de intentar aprender lo que les enseñaban a estos hombrecitos cobraba fuerza en mi cabeza. No podía hablar, pero, quién sabe, ¡quizás podría escribir!

Oculto entre las ramas a los ojos de estos pequeños traviesos, prestaba una atención extrema a las lecciones, haciendo, algunas veces, un esfuerzo tan grande por comprender, que me temblaba todo el cuerpo.

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Solo se trataba de pronunciar en orden las letras del alfabeto y de trazarlas en el tablero blanco. Por la noche, en lugar de dormir, ejercitaba mi mente y cuando, a pesar de mi perseverancia, no podía recordar el sonido ni la forma de las letras, lanzaba gritos de desesperación que, a menudo, despertaban a mis cuidadores.

Un día, ante el tablero de la escuela, estaba de pie un chico mayorcito, pero de inteligencia rebelde. Hacía ya varios minutos que el maestro le ordenaba escribir la letra E. El niño, con la cabeza gacha, un dedo en la boca, se balanceaba avergonzado: no sabía.

De repente tuve un impulso. Alargué la trompa por encima del muro y, tomando suavemente el lapicero de los dedos del pequeño ignorante, algo nervioso por mi osadía, tracé sobre el tablón una E gigantesca.

Fue tal la estupefacción del maestro y de los escolares que solo se manifestó con un gran silencio y sus bocas abiertas.

Enardecido por el éxito, agarré el trapo húmedo que se pasaba sobre el tablero y borré la E que había hecho.

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Después, en caracteres más pequeños, esforzándome cuanto pude, escribí el alfabeto de principio a fin.

Esta vez el maestro se cayó de bruces gritando «milagro» y los alumnos huyeron espantados.

Yo expresé mi satisfacción agitando de atrás hacia adelante mis grandes orejas.

El maestro se levantó temblando, descolgó el tablero procurando no borrar nada y, tras saludarme muy humildemente, se fue.

Instantes después vi venir a mi cornaca que, sin ponerme los arreos, me llevó por las grandes avenidas del parque hasta el pórtico del palacio.

Allí estaba normalmente mi querida dueña. En aquel momento había abandonado su canapé de mimbre y, arrodillada sobre un cojín, examinaba con asombro el tablero cubierto de letras que le mostraba el maestro de escuela. A su alrededor también miraban las visitas: había varios hindúes y un inglés. La princesa se levantó al verme, corrió hacia mí aplaudiendo.

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—¿Es cierto? ¿Es cierto? —gritaba—. Iravata, ¿eres tú quién ha hecho esto?

Respondí guiñando los ojos y batiendo las orejas.

—¡Sí! ¡Dice que sí! —afirmó mi dulce dueña, que sabía entenderme muy bien.

Pero el inglés meneaba burlón la cabeza.

—Para creer algo tan increíble tengo que verlo con mis propios ojos en lugar de escucharlo contar.

Quise borrar lo que había escrito en el tablero.

—No, no —gritó el maestro, apartándolo de mí—. Yo he visto el milagro y le suplico al espíritu real que habita este elefante que me permita conservar la prueba.

A una señal de la princesa acudieron unos escribas que desenrollaron ante mí una hoja de satén blanco y me dieron una pluma mojada en tinta de oro. El inglés, con gesto divertido, colocó delante de uno de sus ojos un trozo de vidrio y estuvo muy atento. Entonces, seguro de mí, sin dejarme intimidar por las miradas ni por el

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silencio, apreté firmemente la pluma con la punta de mi trompa y, sin precipitarme, muy claramente, escribí el alfabeto de principio a fin.

—¡Iravata, mi fiel amigo! —exclamó la princesa—, ¡ya sabía yo que eras superior a nosotros!

Con sus hermosos brazos blancos rodeaba mi fea trompa y apoyaba su mejilla contra mi piel rugosa; sentí cómo se le caían las lágrimas; y entonces, temblando de emoción, doblé las rodillas y también lloré.

—Muy curioso, muy curioso —murmuraba el inglés, extremadamente agitado, dejando caer y volviendo a colocarse continuamente el fragmento de vidrio en el ojo.

—¿Qué le parece mi lord, a usted, uno de los más grandes sabios de Inglaterra? —preguntó la princesa, mientras me secaba los ojos con su chal de gasa.

El sabio había recuperado su sangre fría.

—Quinto Marcio, que fue cónsul tres veces —dijo—, cuenta que vio a un elefante trazar caracteres griegos y

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formar esta frase: «Soy yo quien escribo estas frases y conservo la memoria de los celtas».

Y Elián cuenta que un elefante escribió sentencias completas y que incluso habló. Yo no podía creer semejantes cosas, pero hay que reconocer que son posibles e inclinarse ante los antiguos, nuestros maestros, disculpándonos por haber dudado de su palabra.

Mi princesa decidió que el maestro se ocupara de mí y que se encargara de enseñarme a escribir sílabas y palabras, si eso era posible.

El buen hombre, con profundo respeto y una paciencia digna de un santo, puso manos a la obra al día siguiente. Yo me esforzaba tanto en comprender que adelgacé de forma preocupante para los que me querían.

La piel parecía que flotaba sobre mis extremidades como un traje demasiado ancho; pero cuando hablaron de interrumpir las lecciones lancé tales gritos de desesperación que no se volvió a mencionar tal cosa. Solo me obligaron a espaciar las horas de estudio, a pasear y, sobre todo, a que no me olvidara de comer como me ocurría a menudo por la fiebre que tenía de aprender.

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Al final obtuve la recompensa de mis trabajos. Un día fui capaz de escribir el querido nombre de mi princesa; es verdad que enseguida se borró, pues inundé el papel en un diluvio de lágrimas.

A partir de aquel momento pareció que se habían retirado los velos de mi cerebro. Progresé rápidamente y con asombrosa facilidad, hasta tal punto que mi profesor ya no parecía estar a la altura de su tarea y trajeron a un ilustre brahmán para completar mi educación.

Escuché decir que Golconda no se ocupaba más que de mí, y que esperaban, el día en el que yo supiera escribir, extraordinarias revelaciones sobre las sucesivas migraciones del alma real, y tal vez divina, que habitaba en mi cuerpo de elefante.

Lo que escribí fue simplemente la historia de mi vida, ya larga, y que mi querida dueña no conocía del todo. En seguida se tradujo del indostaní, lengua en la que la había escrito, a todas las lenguas de Asia y de Europa, y se vendieron cientos de miles de volúmenes.

Esta celebridad, que provocó muchas envidias entre los autores de los diferentes países cuyos libros no se

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vendían tan bien, no me enorgullecía. Mi recompensa fue la alegría y la emoción de mi princesa; poco me importaba el resto del mundo, pues todo lo que hice fue solo y únicamente por ella.

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EL BOSQUE NATAL

Nací en el bosque de Laos y, de la época de mi juventud, solo conservo confusos recuerdos: algunos castigos de mi madre cuando me negaba a bañarme o a seguirla a la recogida de frutos o hierbas; algunos alegres juegos con los elefantes de mi edad; mi miedo los días de tormenta; robos de cosechas en campo enemigo y largas contemplaciones al borde de los arroyos o en los claros silenciosos. Eso es todo, pues en aquel tiempo las brumas, que se disiparían más tarde, cubrían mi inteligencia.

Cuando fui mayor me di cuenta, con sorpresa, de que los ancianos de la manada de la que yo formaba parte me miraban con desaprobación. Esto me causaba tristeza y quería pensar que me equivocaba; sin embargo, pude convencerme de que, a pesar de mis intentos para acercarme a ellos, todos se alejaban de mí.

Busqué la causa de esta aversión y pronto descubrí, al ver mi imagen en un estanque que me reflejaba, que yo no era como los demás. Mi piel, en vez de ser gris y terrosa como la de todos los elefantes, era de un color blanquecino, rosa en algunas partes. ¿De dónde me venía esto? Una cierta vergüenza se apoderó de mí y

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cogí la costumbre de separarme de la manada, que me rechazaba, y de vivir solitario.

Un día que estaba así, triste y humillado, lejos de los otros, escuché un suave ruido en el bosquecillo. Separé las ramas con la trompa y vi a un ser singular que caminaba sobre dos patas y, sin embargo, no era un pájaro. No tenía ni plumas ni pelo, pero sobre su piel brillaban piedras y fragmentos de colores vivos que hacían que se pareciera a las flores.

¡Veía por primera vez a un hombre!

Me sobrecogió un intenso temor, pero una curiosidad aún más violenta me mantenía allí, inmóvil, frente a este ser tan pequeño, al que habría aplastado sin el menor esfuerzo y que, sin embargo, me parecía de una especie terrible y mucho más poderosa que la nuestra.

Mientras lo miraba, él también me miró y se tiró al suelo con extraños aspavientos cuyo sentido no comprendí entonces, pero que no me parecieron hostiles. Instantes después se levantó y se alejó marcha atrás, inclinándose a cada paso, hasta que lo perdí de vista.

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Con la esperanza de volver a verlo, fui al mismo lugar al día siguiente. El hombre volvió, pero esta vez no vino solo. Al verme, sus compañeros, igual que él, también se entregaron a movimientos singulares, postrándose, la cara contra la tierra, o doblando el cuerpo por la mitad varias veces.

Mi estupefacción era extraordinaria y mi temor disminuía. Los hombres me parecían tan hermosos, tan ágiles sus gestos, que no me cansaba de mirarlos.

Pero se fueron y no volví a verlos.

Una tarde, solo como de costumbre, bajé a beber al lago. Vi en la otra orilla a un elefante que también me miraba y que pronto me hizo gestos afectuosos. Me alagó ver que él no sentía por mí repulsión, como los demás; al contrario, parecía admirarme y dispuesto a entablar amistad conmigo. Pero no lo conocía; ciertamente no era de nuestra manada.

Arrancó algunas delicadas raíces, de esas que nos gustan tanto, y me las enseñó, como para ofrecérmelas. Entonces, no dudé más, me eché a nadar y atravesé el lago.

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Cuando llegué a la otra orilla, hice saber a este amable extranjero que no había ido impulsado por la glotonería sino para gozar de su compañía. En cualquier caso, me obligó a aceptar una parte de su botín y se puso, tranquilamente, a comer el resto.

Luego, tras algunas cabriolas que me parecieron muy graciosas, echó a correr, invitándome con amables miradas a acompañarlo en su paseo. No me hice rogar y nos adentramos los dos en el bosque, corriendo, jugando, cogiendo frutos y flores. Me gustaban tanto las amabilidades de mi nuevo amigo que no me di cuenta del camino por el que me llevaba. En un momento, sin embargo, me vi tan perdido que me paré inquieto.

Acabábamos de desembocar en un llano desconocido cuyo horizonte se recortaba curiosamente sobre el cielo; eran picos, montículos color de nieve, burbujas brillantes, vapor; cosas que no eran naturales.

Al ver que dudaba, mi compañero, para tranquilizarme, me dio un cariñoso trompazo, aunque demasiado fuerte para dejarme adivinar un vigor poco ordinario; pero mi desconfianza ya se había despertado y no me convenció

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en absoluto esta trompada que me escocía, así que me negué a ir más lejos.

El extranjero lanzó entonces un grito prolongado al que respondieron otros gritos.

Verdaderamente asustado esta vez, me volví bruscamente hacia el bosque. Una decena de elefantes acababan de salir y me cerraban el paso.

El que me había engañado, sin que todavía pudiera comprender por qué, temiendo el primer arranque de mi furia, se había alejado prudentemente; corría delante de mí con agilidad, pero yo era mucho más grande que él y lo alcanzaría en seguida.

Me lancé a perseguirlo, pero cuando ya iba a alcanzarlo me paré en seco: acababa de pasar por una puerta abierta en una formidable empalizada construida con troncos de árboles gigantes. ¿Así que era aquí dónde querían traerme, hacerme prisionero…? Intenté recular, escaparme, pero me rodeaban los cómplices de mi falso amigo, que, azotándome cruelmente a trompazos, me obligaron a entrar en este cercado cuya puerta se cerró de inmediato.

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Al verme capturado, lancé mi grito de guerra. Me precipité hacia adelante, empujando con todo mi peso sobre la empalizada, intentando derribarla; corría como un loco alrededor, golpeando con mis colmillos, agarrando con la trompa los maderos para intentar arrancarlos; me ensañé sobre todo contra la puerta, pero todo resultó inútil.

Mis adversarios, prudentemente, habían desaparecido; solo volvieron cuando estuve completamente agotado, anulado por mi rabia impotente y, cuando, inmóvil, bajando la cabeza, me confesé vencido.

El que me había atraído a esta trampa reapareció y se acercó a mí sin temor, arrastrando enormes cadenas con las que me ató los pies. Como yo, con rezongues sordos, le reprochaba su perfidia, me hizo entender que no estaba en peligro y que, si me sometía, no añoraría mi libertad perdida.

Llegó la noche; me dejaron solo, encadenado. Me empeñé en romper las ataduras, pero sin lograrlo. Por fin, agotado, me tumbé en el suelo y me dormí.

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EL ELEFANTE REAL DE SIAM

Príncipe Formidable, así se llamaba mi compañero, el viejo elefante. Acostado no lejos de mí, sobre la cama olorosa, me contaba un poco de su vida y me enseñaba mis deberes como elefante real de Siam.

—Hace más de cien años que estoy aquí —decía—. Estoy muy viejo y enfermo, a pesar de los monos blancos que ves brincar por ahí arriba, en las vigas. Están ahí para protegernos de las malas influencias y de las enfermedades; sin embargo, todos los que estaban conmigo en este palacio murieron con pocos días de diferencia de un mal que pasaba de unos a otros, y yo, el más viejo, sobreviví.

Ya hace varios años que estoy solo; en la corte la desesperación era grande porque no poseían un elefante blanco y porque no descubrían otros a pesar de las continuas batidas que se hacían en los bosques. Se decía que grandes males amenazaban el reino, así que tu llegada ha debido ser una fiesta para todo el país.

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—Pero ¿por qué nos consideran con tanto respeto? —pregunté—. ¿Qué tenemos de extraordinario? Entre los elefantes, sin embargo, parece que nos desprecian.

—Me ha parecido entender que los hombres, cuando mueren, se transforman en animales; los más nobles, en elefantes, y los reyes, en elefantes blancos. Así que nosotros somos antiguos reyes humanos… Sin embargo, yo no recuerdo haber sido ni rey ni hombre.

—Yo tampoco —dije—, yo no me acuerdo de nada. Entonces, ¿no será por envidia por lo que los elefantes grises nos tienen manía?

—En absoluto —dijo Príncipe Formidable—, los que no se han acercado a los hombres son auténticas bestias y no saben nada.

Piensan que el color de nuestra piel se debe a una enfermedad y nos consideran inferiores a ellos, cuando es lo contrario, esta particularidad es una señal de realeza. ¡Ves cómo son auténticas bestias! Yo admiraba la prudencia y la sabiduría de mi nuevo amigo, que tanto había vivido. No me cansaba de preguntarle y el me respondía con amabilidad inagotable.

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Hoy traduzco en palabras lo que él intentaba hacerme comprender entonces, traduciéndolo él mismo al lenguaje limitadísimo de los elefantes; tenía que retomar muchas veces las explicaciones y no se impacientaba nunca por mi ignorancia, él, que desde hacía tanto tiempo comprendía el lenguaje de los hombres.

—¡Cuidado! —me dijo de pronto, al escuchar una música lejana—. Llegan los talapoines, que vienen a bendecirnos.

Se esforzó para hacerme comprender qué eran los Talapoines; y yo puse cara de que entendía, por educación, pero en realidad no me había enterado de nada, salvo de que se trataba de un nuevo honor que iban a rendirme.

Precedidos por nuestros oficiales y por nuestros esclavos, tres hombres, muy diferentes de los otros, avanzaron al son de la música.

Llevaban la cabeza afeitada, les sobresalían las orejas, y tenían largos trajes amarillos de anchas mangas. Al entrar no se prosternaron, cosa que, lo confieso, me extrañó un poco.

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El más viejo caminaba en medio; se paró ante mí y comenzó a hablar con una voz singular, alta y monótona; después, sin callar, tomó de manos de uno de sus compañeros una borla con mango de marfil, mientras el otro le tendía un cuenco lleno de agua. Mojó la borla en el agua y comenzó a rociarme de un modo que me molestó bastante; recibía gotas de agua en los ojos, en las orejas, y como me parecía que esto duraba demasiado, arranqué vivamente esta borla de las manos del talapoine y, empapándola bien de agua, la sacudí sobre los tres, devolviéndoles lo que me habían hecho. Se escaparon riendo y secándose el rostro con las mangas, y yo lancé un largo grito para proclamar mi victoria y mi satisfacción. Sin embargo, Príncipe Formidable no aprobó mi conducta. Le parecía que me había faltado dignidad.

Poco después vinieron a buscarnos para llevarnos al baño. Un esclavo caminaba delante de nosotros tocando timbales para que nos abrieran paso y otros sujetaban, por encima de nuestras cabezas, magníficas sombrillas.

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En nuestro propio parque se extendía un bello lago donde me dejaron zambullirme, nadar, chapotear; esta vez todo lo que quise.

La jornada, que se terminó con una comida tan abundante como delicada, me pareció extremadamente agradable.

Fue así cada día, salvo por los talapoines, que no volvieron.

Solamente era algo aburrida una hora, la de mi lección. Era por la tarde, antes de dormir. El primer hombre que se había sentado sobre mi cuello seguía siendo mi principal cuidador, mi mahout; él debía instruirme, enseñarme a reconocer las órdenes indispensables, a comprender algunas palabras: adelante, atrás, de rodillas, levántate, a la derecha, a la izquierda, alto, más deprisa, despacio, está bien, está mal, basta, más, saluda al rey, etc. Príncipe Formidable me ayudaba mucho, traduciéndome las órdenes al lenguaje de los elefantes, y pronto supe todo cuanto tenía que saber.

Transcurrieron así varios años, muy agradables, pero bastante monótonos y no tengo mucho que contar.

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Príncipe Formidable murió al segundo año de mi llegada. Se le hicieron funerales reales y toda la corte se puso de luto.

Permanecí solo algún tiempo, después trajeron a otros elefantes blancos. Pero los nuevos, que no sabían nada y tenían un carácter sombrío y rebelde, me inspiraron poco interés.

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