Al igual que los cínicos de la antigua - Contrainformación...

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Al igual que los cínicos de la antiguaGrecia, a los que tanto admiró, latrayectoria de Cioran ha constituidoun intento desesperado deresponder a una inquietud: cómovivir en un mundo desquiciado y enel que la razón se ha revelado comoun mito. Con la implacable precisiónde un silogismo, cada uno de sulibros ha revelado minuciosamente,entre el sarcasmo y la lucidez, lanada que somos.

En estos ensayos, escritos hacemás de veinte años, E.M. Cioran

cuestiona la historia como únicorelato válido de la realidad,desmitifica el Progreso en nombredel que se ha cometido tantasvilezas y abusos y se pregunta porel sentido de las utopías queposibilitan la vigencia de lasinstituciones y parecen calmar la sedde absoluto inherente al hombre.Con la marginalidad a la que esteautor nos tiene acostumbrados, consu tono lúcido y desengañado, queconstituye su principal fuente deindependencia frente a cualquiercorriente de pensamiento, y huyendode cualquier sistema o teoría que

pretenda un análisis de la realidadhistórica contemporánea, Cioranseñala simplemente las paradojasinherentes al ser humano y a lasociedad y, con su característicaironía, nos previene contra lasilusiones que sobre nosotros mismosnos hacemos en relación a nuestraparticipación en la Historia y elDevenir.

Emile Michel Cioran

Historia y utopía

ePub r1.0Epicureum 04.05.14

Título original: Histoire et utopieE. M. Cioran, 1960Traducción: Esther SeligsonDiseño de cubierta: La pequeña Torre deBabel, de Pieter Brueghel el Viejo

Editor digital: EpicureumePub base r1.0

A propósito de dosclases de sociedad

Carta a un amigo lejano

Desde ese país que fue el nuestro, y queya no es de nadie, usted me pide,después de tantos años de silencio, quele dé detalles sobre mis ocupaciones ysobre ese mundo «maravilloso» que,según usted, tengo la suerte de habitar yrecorrer. Podría responderle que soy unhombre desocupado, y que este mundono es maravilloso. Pero una respuesta

tan lacónica, a pesar de su exactitud, nosabría calmar su curiosidad ni satisfacerlas múltiples preguntas que me hace.Hay una que, por ser casi un reproche,me impresionó especialmente. Ustedquerría saber si tengo la intención devolver a escribir en nuestra lengua, o sipienso permanecer fiel a esta otra en laque usted me supone con bastantegratuidad una facilidad que no tengo,que nunca tendré. Sería embarcarme enel relato de una pesadilla referirle lahistoria de mis relaciones con esteidioma prestado, con todas sus palabraspensadas y repensadas, afinadas, sutileshasta la inexistencia, volcadas hacia la

exacción del matiz, inexpresivas afuerza de haber expresado tanto, deterrible precisión, cargadas de fatiga yde pudor, discretas hasta en lavulgaridad. ¿Cómo quiere que un escitalas acepte, aprenda su significado neto ylas manipule con escrúpulo y probidad?No hay una sola cuya eleganciaextenuada no me dé vértigo: ningunahuella de tierra, de sangre, de alma hayen ellas. Una sintaxis de una rigidez, deuna dignidad cadavérica las estruja y lesasigna un lugar de donde ni el mismoDios podría desplazarlas. Cuánto café,cuántos cigarros y diccionarios paraescribir una frase más o menos

correcta en una lengua inabordable,demasiado noble, demasiadodistinguida para mi gusto. Y sólo me dicuenta de ello cuando,desgraciadamente, ya era demasiadotarde para apartarme; de otra formanunca hubiera abandonado la nuestra, dela que a veces extraño el olor a frescuray podredumbre, mezcla de sol y debosta, la fealdad nostálgica, el soberbiodesharrapo. Ya no puedo retornar a ella;la lengua que tuve que adoptar meretiene y me subyuga a causa de esosmismos trabajos que me costó. ¿Soy,como usted lo insinúa, un «renegado»?«La patria no es más que un campamento

en el desierto», reza un texto tibetano.Yo no voy tan lejos: daría todos lospaisajes del mundo por el de miinfancia. Y aún me falta agregar que, sihago de él un paraíso, lasprestidigitaciones o las deficiencias demi memoria son las únicas responsables.A todos nos persiguen nuestros orígenes;el sentimiento que me inspiran los míosse traduce necesariamente en términosnegativos, en el lenguaje de laautopunición, de la humillación asumiday proclamada, del consentimiento aldesastre. ¿Es digno de psiquiatra unpatriotismo así? Quizá sí, pero no puedoconcebir otro, y viendo nuestros

destinos, me parece —¿por qué negarlo?— el único razonable.

Más dichoso que yo, usted se haresignado a nuestro polvo natal;además, tiene usted la facultad desoportar todos los regímenes, inclusolos más rígidos. Y no es que usted notenga la nostalgia de la fantasía y deldesorden, pero no conozco espíritu másrefractario que el suyo a lassupersticiones de la «democracia».Hubo una época, es cierto, en la que yotambién las detestaba, incluso más queusted: era joven y no podía advertirotras verdades fuera de las mías, niconcederle al adversario el derecho de

tener las suyas, de envanecerse de ellaso de imponerlas. Que los partidospudiesen enfrentarse sin aniquilarse eraalgo que sobrepasaba mis posibilidadesde comprensión. Vergüenza de laEspecie, símbolo de una humanidadexhausta, sin pasiones ni convicciones,incapaz de absoluto, privada de futuro,limitada en todos los sentidos, incapazde elevarse hacia esa alta sabiduría queme enseñaba que el objeto de unadiscusión era pulverizar al contrincante:es así como veía yo el régimenparlamentario. Por el contrario, lossistemas que querían eliminarlo paratomar su lugar me parecían bellos sin

excepción, acordes con el movimientode la Vida, mi divinidad de entonces. Nosé si debo admirar o despreciar a aquelque, antes de los treinta años, no hapadecido la fascinación de todas lasformas de extremismo, o si deboconsiderarlo como un santo o uncadáver. Falto de recursos biológicos,¿no se ha situado acaso por encima opor debajo del tiempo? Deficienciapositiva o negativa, ¡qué importa! Sindeseo ni voluntad de destruir, essospechoso, ha vencido al demonio o, loque es más grave, nunca fue poseído porél. Vivir realmente es rechazar a losotros; para aceptarlos, hay que saber

renunciar, violentarse a uno mismo,actuar contra la propia naturaleza,debilitarse; sólo se concibe la libertadpara uno mismo: al prójimo se laotorgamos a duras penas, de ahí loprecario del liberalismo, reto a nuestrosinstintos, logro breve y milagroso,estado excepcional opuesto a nuestrosimperativos profundos. Somosnaturalmente inadecuados para él, y sólonos lo hace aceptable la usura denuestras fuerzas. Miseria de una razaque debe rebajarse por un lado paraennoblecerse por el otro, y en la queningún representante, a menos que seade una decrepitud precoz, se entrega a

principios humanos. Función de unfuego extinto, de un desequilibrio, y nopor exceso sino por falta de energía, latolerancia no puede seducir a losjóvenes. No se mezcla uno impunementeen las luchas políticas; y nuestra épocadebe su aspecto sanguinario al culto quese les consagró: las convulsionesrecientes emanan de ellas, de lafacilidad con que aceptan unaaberración y la traducen en acto. Dale alos jóvenes la esperanza o la ocasiónde una masacre y te seguirán a ciegas.Al final de la adolescencia se esfanático por definición; yo también lofui, y hasta el ridículo. ¿Se acuerda de la

época en que echaba pestes incendiariasmenos por el gusto de escandalizar quepor necesidad de escapar a una fiebreque, sin el exutorio de la demenciaverbal, me hubiera consumido?Persuadido de que los males de nuestrasociedad venían de los viejos, concebíla idea de una liquidación de todos losciudadanos que hubiesen sobrepasadolos cuarenta años, principio de laesclerosis y de la momificación, recodoa partir del cual, creía yo, todoindividuo se convierte en un insultopara la nación y en un peso para lacolectividad. Tan admirable me parecióel proyecto, que no dudaba en

divulgarlo; los interesados apreciaronmediocremente el tenor de la cuestión yme calificaron de caníbal; mi carrera debenefactor público empezaba bajomalos augurios. Usted mismo, tangeneroso y tan emprendedor, a fuerza dereservas y de objeciones me llevó aabandonar mi proyecto. ¿Era tancondenable? Expresaba simplemente loque todo hombre que ama a su paísdesea en el fondo de su corazón: lasupresión de la mitad de suscompatriotas.

Cuando hoy pienso en esosmomentos de entusiasmo y de furor, enlas especulaciones insensatas que

arrasaban y obnubilaban mi espíritu, losatribuyo, no ya a sueños de filantropía ydestrucción, a la obsesión de no sé quépureza, sino a una tristeza bestial que,disimulada bajo la máscara del fervor,se desplegaba a mis expensas y de laque sin embargo era cómplice, feliz deno tener que escoger, como tantos otros,entre lo soso y lo atroz. Lo atroz mecorrespondía por derecho, ¿qué máspodía desear? Tenía un alma de lobo ymi ferocidad se nutría de sí misma, mellenaba, me halagaba: era, en suma, elmás feliz de los licántropos. Aspiraba ala gloria, y me apartaba de ellasimultáneamente: obtenida, ¿cuál era su

valor, me decía, si sólo nos distingue ynos destaca en las generacionespresentes y futuras pero nos excluye delpasado? ¿De qué sirve ser conocido siantaño no lo fue uno de tal sabio o de talloco, de un Marco Aurelio o de unNerón? No habremos existido nuncapara tantos de nuestros ídolos, nuestronombre no habrá perturbado a nadie delos siglos anteriores, ¿qué importan losque vienen después?, ¿qué importa elfuturo, esa mitad del tiempo, para quienenloquece por la eternidad?

Sería demasiado largo describirlemerced a qué debates, y cómo, llegué adesembarazarme de tanto frenesí; se

necesitaría una de esas interminablesconversaciones cuyo secreto tiene, otenía, el balcánico. Cualesquiera quehayan sido mis debates, no fueron laúnica causa del cambio en miorientación; también contribuyó enmucho un fenómeno más natural y másdoloroso: la edad con sus síntomas queno engañan; empecé a demostrar cadavez más signos de tolerancia,anunciadores, me parecía, de algúncambio íntimo, de un mal sin dudaincurable. Lo que me alarmaba aún másera que ya no tenía la fuerza ni paradesear la muerte de un enemigo; por elcontrario, lo comprendía, comparaba su

hiel con la mía: existía, y, decadenciasin nombre, estaba contento con suexistencia. Mis odios, fuente de misalegrías, se apaciguaban, enmagrecíandía a día y, al alejarse, se llevabanconsigo lo mejor de mí mismo. ¿Quéhacer? ¿Hacia qué abismo me deslizo?,me preguntaba sin cesar. A medida quemi energía declinaba se acentuaba miinclinación hacia la tolerancia.Decididamente, ya no era joven: el otrome parecía concebible e incluso real.Me despedía de lo Único y supropiedad; la sensatez me tentaba,¿estaba yo acabado? Hay que estarlopara convertirse en un demócrata

sincero. Para mi dicha percibí que éseno era mi caso, pues aún conservabarestos de fanatismo, algunos vestigiosde juventud: no transigía sobre ningunode mis nuevos principios, era un liberalintratable. Todavía lo soy. Felizincompatibilidad, absurdo que me salva.A veces aspiro a ser el ejemplo delmoderado perfecto: me congratulo de noconseguirlo, tanto temo la chochez. Elmomento vendrá en que, no temiéndolamás, me aproxime a esa ponderaciónideal con la que a veces sueño; y si losaños deben conducirlo a usted, comoespero, a una caída semejante a la mía,quizás, hacia fines de siglo, residiremos

ambos allá, uno al lado del otro, en unparlamento resucitado y, seniles,podremos asistir a un perpetuo acto demagia. Sólo se torna uno tolerante en lamedida en que se pierde el vigor, enque se regresa suavemente a lainfancia, en que se está demasiadoagotado para atormentar a otro poramor al odio.

Como usted ve, tengo «amplios»puntos de vista sobre todas las cosas. Ytanto que ignoro dónde estoy en relacióna cualquier problema. Usted mismojuzgará con respecto a las preguntas queme hace: «¿Perseverará en susprejuicios contra nuestro pequeño

vecino del Oeste? ¿Alimenta aún losmismos resentimientos?». No sé quéresponder; lo más que puedo hacer es osorprenderlo o decepcionarlo. Y es que,sabe, no tenemos la misma experienciade Hungría.

Nacido más allá de los Cárpatos,usted no podía conocer al gendarmehúngaro, terror de mi infancia enTransilvania. Cuando de lejos veía yo aalguno, me entraba un pánico que mehacía huir: él era el extranjero, elenemigo; odiar era odiarlo. Por su culpayo detestaba a todos los húngaros conuna pasión verdaderamente magiar. Yesto le indica cómo me interesaban.

Posteriormente las circunstanciascambiaron y ya no había razón paradetestarlos. Pero no impidió que durantemucho tiempo no pudiera pensar en unopresor sin evocar sus taras y susprestigios. ¿Quién se rebela, quién sesubleva? Raramente los esclavos, perocasi siempre el opresor convertido enesclavo. Los húngaros conocen de cercala tiranía por haberla ejercido con unahabilidad incomparable: las minorías dela antigua monarquía podrían dartestimonio. Porque supieron, en supasado, representar bien el papel deambos, estaban, en nuestros días, menosdispuestos que ninguna otra nación

europea a soportar la esclavitud; situvieron el gusto por el mando, ¿cómono iban a tenerlo por la libertad?Orgullosos de su tradición deperseguidores, por medio delmecanismo del sojuzgamiento y laintolerancia, se sublevaron contra unrégimen que ellos mismos habíanreservado a otros pueblos. Peronosotros, querido amigo, no habiendotenido hasta ahora la suerte de seropresores, tampoco podíamos tener lade ser rebeldes. Privados de esa dobledicha, llevamos correctamente nuestrascadenas, y haría prueba de malavoluntad negando las virtudes de nuestra

esclavitud, aunque reconozco, sinembargo, que los excesos de nuestramodestia nos llevan hacia extremosinquietantes; tanta cordura sobrepasa loslímites; es tan desmedida que a vecesme descorazona. Envidio, lo confieso, laarrogancia de nuestros vecinos, envidioincluso su lengua, feroz, de una bellezaque nada tiene de humana, consonoridades de otro mundo, poderosa ycorrosiva, apropiada para la plegaria,para los rugidos y los lloros, salida delinfierno para perpetuar su acento y subrillo. Aunque sólo conozco suspalabrotas, me gusta muchísimo, no mecanso de escucharla, me encanta y me

hiela, sucumbo bajo su encanto y suhorror, bajo todas esas palabras denéctar y de cianuro, tan adaptadas a lasexigencias de una agonía. Es en húngarocomo se debería expirar, o renunciar ala muerte.

Decididamente odio cada vez menosa mis antiguos amos. Pensándolo bien,incluso en tiempos de su máximoesplendor estuvieron solos en medio deEuropa, aislados en su fiereza y en susnostalgias, sin afinidades profundas conlas otras naciones. Después de algunasincursiones en Occidente, dondepudieron exhibir y dispendiar suprimitivo salvajismo, retrocedieron,

conquistadores degenerados ensedentarios, hacia las orillas delDanubio para cantar, lamentarse ydesgastar sus instintos. Hay entre esoshunos refinados una melancolía hechade crueldad revertida cuyo equivalenteno se encuentra en ninguna otra parte: sediría que es la sangre la que se pone apensar en sí misma, y que, al final, seconvierte en melodía. Próximos a suesencia, aunque afectados e inclusomarcados por la civilización,conscientes de descender de una hordasin igual, marcados por una fatuidad a lavez profunda y teatral que les da un airemás romántico que trágico, no podían

fallar en la misión que les correspondíaen el mundo moderno: rehabilitar elchauvinismo introduciendo suficientesfasto y fatalidad como para tornarlopintoresco a los ojos del observadordesengañado. Estoy tanto más inclinadoa reconocer su mérito cuanto que fuegracias a ellos que sentí la peor de lashumillaciones: la de nacer siervo ysufrir los «dolores de la vergüenza», losmás insoportables de todos según unmoralista. ¿No ha resentido usted mismola voluptuosidad que se obtiene en elesfuerzo de objetividad hecho hacia losque le han escarnecido, menospreciado,maltratado, sobre todo cuando se

comparten en secreto sus vicios y susmiserias? No infiera de esto que deseoser promovido al rango de magiar. Lejosde mí tal pretensión: conozco mislímites y a ellos me atengo. Por otraparte, también conozco los de nuestravecina, y basta que mi entusiasmo porella disminuya un poco para que nosaque ningún orgullo del honor que mehizo persiguiéndome.

Los pueblos, mucho más que losindividuos, nos inspiran sentimientoscontradictorios; los amamos odetestamos al mismo tiempo; objetos deapego y de aversión, no merecen que sealimente por ellos una pasión definida.

La parcialidad de usted hacia los deOccidente, cuyos defectos no distingueclaramente, es efecto de la distancia:error de óptica o nostalgia de loinaccesibie. Tampoco distingue ustedlas lagunas de la sociedad burguesa, ysospecho incluso algunas complacenciasen ella. Que de lejos tenga usted unaimagen maravillosa de ella, es natural;pero como yo la conozco de cerca, mideber es combatir las ilusiones queusted podría alimentar hacia ella. No medesagrada por completo —usted conocemi debilidad por lo horrible—, sino queel gasto de insensibilidad que exige paraque uno la soporte es superior a mis

recursos de cinismo. Es decir poco elafirmar que en ella las injusticiasabundan: la sociedad burguesa es, enrealidad, la quintaesencia de lainjusticia. Sólo los ociosos, losparásitos, los expertos en ignominia, lospequeños y grandes canallas, seaprovechan de los bienes que ellaexpone, de la opulencia con que seenorgullece: delicias y profusionessuperficiales. Bajo el brillo que sustentase esconde un mundo de desolacióncuyos detalles le ahorraré. ¿Cómoexplicar que sin la intervención de unmilagro esta sociedad no se reduzca apolvo ante nuestros ojos o que se la haga

estallar inmediatamente?«Nuestra sociedad no vale más, por

el contrario», objetará usted.Ciertamente. Ahí está en efecto elbusilis. Nos encontramos frente a dostipos de sociedades intolerables. Y lograve es que los abusos de la que ustedvive permiten a esta otra perseverar enlos suyos propios y oponer con bastanteeficacia sus horrores a los que secultivan en la contraria. El reprochecapital que se le puede hacer al régimende usted es el de haber arruinado lautopía, principio de renovación de lasinstituciones y de los pueblos. Laburguesía comprendió el partido que

podía sacar contra los adversarios delstatus quo; el «milagro» que la salva,que la preserva de una destruccióninmediata, es precisamente el fracasodel otro lado, el espectáculo de una granidea desvirtuada, la decepción queprovoca y que, al apoderarse de losespíritus, los paraliza. Decepciónverdaderamente inesperada, sosténprovidencial del burgués, que en ellavive y de ella extrae la razón de suseguridad. Las masas no se ponen enmovimiento si sólo tienen que optarentre males presentes y males futuros;resignadas a los que ya sufren, no tienenningún interés en arriesgarse hacia otros,

desconocidos pero ciertos. Las miseriasprevisibles no excitan lasimaginaciones, y no hay revolución quehaya estallado en nombre de un futurosombrío o de una profecía amarga.¿Quién hubiera adivinado, en el siglopasado, que la nueva sociedad iba, acausa de sus vicios e iniquidades, apermitir a la antigua mantenerse eincluso consolidarse, y que lo posible,convertido en realidad, volaría enauxilio de lo finiquitado?

Aquí como allá, todos estamos en unpunto muerto, igualmente menguados enesa ingenuidad en la que se elaboranlas divagaciones sobre el futuro. A la

larga, la vida sin utopía esirrespirable, para la multitud al menos:a riesgo de petrificarse, el mundonecesita un delirio renovado. Es laúnica evidencia que se desprende delanálisis del presente. Mientras tanto,nuestra situación, la nuestra de aquí,no deja de ser curiosa. Imagínese unasociedad superpoblada de dudas en laque, a excepción de algunosdespistados, nadie se comprometeenteramente con nada; en la que,carentes de supersticiones y decertezas, todos se envanecen de lalibertad y nadie respeta la forma degobierno que la defiende y encarna.

Ideales sin contenido, o, para utilizaruna palabra totalmente adulterada, mitossin sustancia. Usted está decepcionandoa causa de promesas que no podían sermantenidas; nosotros lo estamos porfalta de promesas simplemente. Almenos tenemos conciencia de la ventajaque confiere a la inteligencia un régimenque, por el momento, la dejadesplegarse a sus anchas sin someterla alos rigores de ningún imperativo. Elburgués no cree en nada, es un hecho;pero es ése, si puede decirse, el ladopositivo de su vacío, dado que lalibertad sólo se puede manifestar en elvacío de creencias, en la ausencia de

axiomas, y sólo ahí es donde las leyesno tienen más autoridad que unahipótesis. Si se me dijera que, por elcontrario, el burgués cree como quieraque sea en algo pues el dinero cumple enél la función del dogma, yo replicaríaque ese dogma, el más terrible de todos,es, por extraño que parezca, el mássoportable para el espíritu. Perdonamosa los demás sus riquezas si, a cambio,nos dejan la libertad de poder morir dehambre a nuestro modo. No, no es tansiniestra esa sociedad que no nos prestaatención, que nos abandona, quegarantiza el derecho de atacarla, queinvita a ello, e incluso obliga a hacerlo

en sus horas de pereza, cuando ya notiene suficiente energía para execrarse así misma. En última instancia, es tanindiferente a su propia suerte como a lanuestra, no quiere de ninguna manerausurpar nuestras desgracias, ni parasuavizarlas ni para agravarlas, y si nosexplota es por automatismo, sinpremeditación ni alevosía, comocorresponde a los brutos cansados yhartos, tan contaminados por elescepticismo como sus víctimas. Ladiferencia entre los regímenes es menosimportante de lo que parece; ustedesestán solos por fuerza, nosotros loestamos sin ninguna presión. ¿Tan

grande es la diferencia entre el infiernoy un paraíso desolador? Todas lassociedades son malas; pero hay grados,lo reconozco, y si yo he escogido éstaes porque sé distinguir entre losmatices de lo peor.

La libertad, le decía, exige el vacíopara manifestarse; lo exige y sucumbe enél. La condición que la determina es lamisma que la anula. Carece de bases;mientras más completa sea, más setambalea, pues todo la amenaza, hasta elprincipio del cual emana. El hombreestá tan poco hecho para soportar lalibertad, o para merecerla, que inclusolos beneficios que de ella recibe lo

aplastan, y termina por sucederle hastatal punto que prefiere sus excesos a losexcesos del terror. A estosinconvenientes se suman otros; lasociedad liberal, al eliminar el«misterio», «el absoluto», «el orden», yno tener ni verdadera metafísica niverdadera policía, encierra alindividuo en sí mismo apartándolo delo que es, de sus propiasprofundidades. Si carece de raíces, si esesencialmente superficial, es porque lalibertad, frágil ella misma, no tieneningún medio para mantenerse ysobrevivir a los peligros que desdefuera y desde dentro la amenazan;

además, sólo se manifiesta a la sombrade un régimen agonizante, en el momentoen que una clase declina y se disuelve:fueron los desfallecimientos de laaristocracia los que permitieron alsiglo XVIII divagar magníficamente; yson los de la burguesía los que hoy nospermiten librarnos a nuestraschifladuras. Las libertades sóloprosperan en un cuerpo socialenfermo: tolerancia e impotencia sonsinónimos. Esto es tan patente enpolítica como en todo. Cuandocomprendí esta verdad, la tierra se meabrió bajo los pies. Todavía ahora, denada me vale exclamar «formas parte de

una sociedad de hombres libres»; elorgullo que siento viene acompañadosiempre por un sentimiento de espantoy de inanidad, producto de mi terriblecerteza. En el correr del tiempo, lalibertad apenas si ocupa más instantesque el éxtasis en la vida de un místico.Huye de nosotros en el momento mismoen que tratamos de aprehenderla yformularla: nadie puede gozar de ellasin temblor. Desesperadamente mortal,en cuanto se instaura postula su carenciade porvenir y trabaja, con todas susfuerzas minadas, en negarse y agonizar.¿No hay acaso algo de perversión ennuestro amor a la libertad?, ¿no es

aterrador dedicar culto a lo que noquiere ni puede durar? Para usted, queno la tiene, la libertad lo es todo; paranosotros, que la poseemos, no es másque una ilusión, porque sabemos que laperderemos y que, de todas maneras,está hecha para ser perdida. Por eso, enmedio de nuestro vacío, dirigimos losojos hacia todas partes, sin descuidar,no obstante, las posibilidades desalvación que residen en nosotrosmismos. No hay, por otra parte, vacíoperfecto en la historia. En esta ausenciainusitada en la que nos vemosarrinconados, y que tengo el placer y ladesgracia de revelarle, no vaya a

suponer que nada se perfila; discierno—¿presentimiento o alucinación?—como una espera de otros dioses.¿Cuáles? Nadie podría responder.

Lo que yo sé, lo que todo el mundosabe, es que una situación como lanuestra no se puede soportarindefinidamente. En lo más profundo denuestras conciencias una esperanza noscrucifica, una aprensión nos exalta. Amenos que consintieran en morir, lasviejas naciones, por muy podridas queestén, no sabrían prescindir de nuevosídolos. Si Occidente no estáirremediablemente afectado, debepensar de nuevo todas las ideas que le

han sido robadas y mal aplicadas en otraparte: creo que le corresponde, si quierereacreditarse aún mediante un respingoo un vestigio de honor, retomar lasutopías que, por necesidades decomodidad, abandonó a otrosdesentendiéndose así de su genialidad yde su misión. Debiendo poner enpráctica el comunismo, ajustarlo a sustradiciones, humanizarlo, liberalizarlo, yproponerlo después al mundo, dejó aOriente el privilegio de realizar loirrealizable y derivar así poder yprestigio de la más hermosa ilusiónmoderna. En la batalla de las ideologías,Occidente se mostró timorato,

inofensivo; algunos lo felicitan por ellocuando habría que reprochárselo, puesen nuestra época no se alcanza lahegemonía sin el concurso de elevadosprincipios mendaces, principios de quese sirven los pueblos viriles paradisimular sus instintos y sus miras.Habiendo abandonado la realidad enfavor de la idea, la idea en favor de laideología, el hombre ha resbalado haciaun universo desviado, hacia un mundode subproductos donde la ficciónadquiere las virtudes de un datoprimordial. Este resbalón es el fruto detodas las rebeliones y de todas lasherejías de Occidente, y, no obstante,

Occidente se niega a sacar las últimasconsecuencias: no ha hecho larevolución que le incumbía hacer y quetodo su pasado reclamaba, ni ha idohasta el final de los trastornos quepromovió. Al desheredarse en favor desus enemigos, corre el riesgo decomprometer su desenlace y de echar aperder una ocasión suprema. Nocontento con haber traicionado a todossus precursores, a todos esos cismáticosque lo prepararon y formaron, desdeLutero hasta Marx, Occidente cree quedesde fuera vendrán a hacer surevolución y que le devolverán susutopías y sus sueños. ¿Comprenderá por

fin que no tendrá destino político y unpapel que jugar a menos que reencuentreen sí mismo sus antiguos sueños y susantiguas utopías, así como las mentirasde su viejo orgullo? Por el momento sonsus adversarios quienes, transformadosen teóricos del deber que escamoteó,erigen sus imperios encima de sutimidez y su cansancio. ¿Qué maldiciónle cayó para que al término de sudesarrollo no haya producido más queesos hombres de negocios, esosabarroteros, esos tramposos de miradanula y sonrisa atrofiada que unoencuentra por todas partes, tanto enFrancia como en Inglaterra y en

Alemania inclusive? ¿Era estagusanera la conclusión de unacivilización tan delicada, tancompleja? Quizás había que pasar porello, por la abyección, para imaginarotro género de hombres. Como buenliberal, no quiero llevar la indignaciónhasta la intolerancia, ni dejarme guiarpor mis humores, aunque para todosnosotros sea dulce poder infringir losprincipios que se enorgullecen denuestra generosidad. Simplementequería yo hacerle observar a usted queeste mundo, de ninguna maneramaravilloso, podría serlo de algunamanera si consintiera, no tanto en

abolirse (hacia lo cual se ve bastanteinclinado) como en liquidar susdesechos imponiéndose tareasimposibles opuestas a ese horriblesentido común que lo desfigura y queconstituye su perdición.

Los sentimientos que Occidente meinspira no son menos confusos que losque siento por mi país, por Hungría opor nuestra gran vecina cuya indiscretaproximidad tanto usted como yoapreciamos. Lo bueno y lo malo endesmesura que de ello pienso, lasimpresiones que me sugiere cuandoreflexiono en su destino, ¿cómo decirlassin caer en la inverosimilitud? De

ninguna manera pretendo hacerlecambiar a usted de opinión al respecto,sólo quiero que sepa lo que representapara mí y el lugar que ocupa en misobsesiones. Mientras más pienso en ella,más encuentro que se formó, a través delos siglos, como se forma no una nación,sino un universo, pues los momentos desu evolución participan menos de lahistoria que de una cosmogonía sombría,aterradora. Esos zares con portes dedivinidades taradas, gigantes solicitadospor la santidad y el crimen, hundidos enla plegaria y el espanto, estaban, comolo están esos tiranos recientes que loshan reemplazado, más cercanos a una

vitalidad geológica que a la anemiahumana, déspotas que perpetúan ennuestro tiempo la savia y la corrupciónoriginales, llevándonos ventaja a todosen sus inagotables reservas de caos.Coronados o no, les importaba, lesimporta, saltar por encima de lacivilización, engullirla si es necesario;la operación estaba inscrita en sunaturaleza, puesto que desde siempretienen una obsesión: extender susupremacía sobre nuestros sueños ynuestras rebeliones, constituir unimperio tan vasto como nuestrasdecepciones o nuestros temores. Unanación así, requerida en los confines del

globo tanto por sus pensamientos comopor sus actos, no se mide con patronescorrientes, ni se explica en términosordinarios, en lenguaje inteligible: haríafalta la jerga de los gnósticos,enriquecida por la de la parálisisgeneral. Sin duda, como dice de ellaRilke, colinda con Dios;desgraciadamente también con nuestropaís, y pronto, en un futuro más o menoscercano, con muchos otros, y no meatrevo a decir con todos los países, apesar de las advertencias precisas a queme invita una maligna visión. Dondequiera que estemos ya nos está tocando,si no geográficamente, sí interiormente.

Estoy mejor dispuesto que cualquiera areconocer mis deudas hacia ella: sin susescritores jamás habría tomadoconciencia de mis llagas y del deber quetenía de entregarme a ellas. Sin ella, ysin ellos, habría desperdiciado mistrances, frustrado mi desorden. Estainclinación que me lleva a emitir unjuicio imparcial sobre ella y atestimoniarle mi gratitud, temo que eneste momento no sea del agrado deusted. Callo, pues, elogios fuera delugar, los ahogo para condenarlos aexpandirse en mi interior.

En la época en que noscomplacíamos en comparar nuestros

acuerdos y desacuerdos, usted ya mereprochaba mi manía de juzgar sinprevención y de tomarme tan a pecho loque detesto, no tener más quesentimientos dobles, necesariamentefalsos, que usted imputaba a miincapacidad de sentir una pasiónverdadera, insistiendo a la vez en elplacer que me procuraban. Eldiagnóstico no era inexacto: seequivocaba usted sin embargo en loconcerniente al placer. ¿Cree usted quees muy agradable ser idólatra y víctimadel pro y del contra, un arrebatadodividido en sus arrebatos, un delirantepreocupado por la objetividad? Eso

implica sufrimiento: los instintosprotestan, y es a pesar de ellos y contraellos que uno progresa hacia lairresolución absoluta, estado apenasdistinto al que el lenguaje de losextáticos llama «el último punto delaniquilamiento». Para conocer yo mismoel fondo de mi pensamiento sobrecualquier cosa, para decidir sobre unproblema o una nimiedad tengo quecontradecir el vicio mayor de miespíritu, esa propensión a abrazar todaslas causas y a disociarme de ellas almismo tiempo, como un virusomnipresente, dividido entre la codiciay la saciedad, agente nefasto y benigno,

tan impaciente como embotado, indecisoentre los azotes, poco hábil para adoptaruno y especializarse en él, pasando deuno a otro sin discriminación ni eficacia,chapucero fuera de serie, portador ymalbaratador de incurabilidad, traidor atodos los males, a los del prójimo y alos propios.

No tener nunca la oportunidad detomar partido, de decidirme o dedefinirme: no hay deseo que tenga conmás frecuencia. Pero no siempredominamos nuestros humores, esasactitudes en germen, esos esbozos deteoría. Visceralmente inclinados a laestructuración de sistemas, los

construimos sin descanso, sobre todo enpolítica, dominio de lospseudoproblemas donde se expande elmal filósofo que nos habita a cada uno,dominio del que quisiera alejarme poruna razón banal, una evidencia que a misojos es una revelación: la política daúnicamente vueltas alrededor delhombre. Habiendo perdido el gustohacia los seres, en vano me esfuerzo poradquirirlo hacia las cosas; limitadoforzosamente por el intervalo que lossepara, me fortalezco y me desgasto a susombra. Sombras también esas nacionescuya suerte me intriga, menos por ellasmismas que por el pretexto que me

ofrecen de vengarme de lo que no tieneni contorno ni forma, de entidades y desímbolos. El hombre desocupado queama la violencia salvaguarda su savoir-vivre confinándose en un infiernoabstracto. Dejando de lado al individuo,se libera de los nombres y de losrostros, responsabiliza a lo impreciso, alo general, y al orientar hacia loimpalpable su sed de exterminio,concibe un género nuevo: el panfleto sinobjetivo.

Aferrado a ideas a medias y asimulacros de sueños, reflexiono poraccidente o por histeria y no por pruritode rigor, y me veo, en medio de los

civilizados, como un intruso, untroglodita enamorado de caducidad,sumergido en plegarias subversivas,presa de un pánico que no emana de unavisión del mundo, sino de lascrispaciones de la carne y de lastinieblas de la sangre. Impermeable a lassolicitudes de la claridad y de lacontaminación latinas, siento al Asiaremoverse en mis venas: ¿soy acaso elúltimo vástago de alguna tribuinconfesable, o el portavoz de una razaantaño turbulenta y hoy muda? A vecestengo la tentación de componerme unagenealogía distinta, de cambiar deancestros y escogérmelos entre los que

en su época supieron extender el luto através de las naciones, inversamente alos míos, a los nuestros, borrosos ymarchitos, atiborrados de miserias,amalgamados al lodo y gimiendo bajo elanatema de los siglos. Sí, en mis crisisde fatuidad, me inclino a creerme elepígono de una horda ilustre por susdepredaciones, un turanio de corazón,heredero legítimo de las estepas, elúltimo mongol...

No quiero concluir sin ponerle austed de nuevo en guardia contra elentusiasmo o los celos que le inspiranmis «ventajas», y más exactamenteaquella de poder solazarme en una

ciudad cuyo recuerdo le obsesiona austed sin duda, a pesar de hallarmearraigado en nuestra patria evaporada.Esta ciudad, que yo no cambiaría porninguna otra en el mundo, es, por lamisma razón, la fuente de misdesgracias. Como todo lo que no es ellano tiene valor a mis ojos, en ocasionesme duele el que la guerra la hayasalvado y el que no haya perecido comotantas otras ciudades. Destruida, mehubiera ahorrado la dicha de vivir enella, hubiera podido pasar mis días encualquier otra parte, en el fondo decualquier continente. No le perdonarénunca el haberme atado al espacio, ni el

pertenecer a algún sitio por su causa.Dicho esto, por ningún motivo olvidoque de sus habitantes cuatro quintaspartes, según notaba ya Chamfort,«mueren de pena». Yo agregaría que elresto, para que usted lo sepa, rarosprivilegiados como es mi caso, no secomportan distinto, y que inclusoenvidian a la gran mayoría la ventajaque tienen de saber de qué morir.

Rusia y el virus de lalibertad

A veces pienso que todos los paísesdeberían parecerse a Suiza, complacersey hundirse, como ella, en la higiene, enla insipidez, en la idolatría de las leyesy el culto al hombre; por otra parte, sólome interesan las naciones exentas deescrúpulos tanto en pensamientos comoen actos, febriles e insaciables, siemprea punto de devorar a las otras y dedevorarse a sí mismas, pisoteando los

valores contrarios a su ascenso y a suéxito, reacias a la sensatez, esa llaga delos pueblos viejos cansados de símismos y de todo, y como gustosos en suolor a moho.

También es inútil que deteste a lostiranos, pues no dejo de comprobar queconstituyen la trama de la historia, y quesin ellos no sería posible concebir ni laidea ni la marcha de un imperio.Superiormente odiosos, de unabestialidad inspirada, los tiranos evocanal hombre llevado a sus extremos, laúltima exasperación de sus ignominias yde sus méritos. Iván el Terrible, porcitar sólo a uno de los más fascinantes,

agota los recovecos de la psicología.Igualmente complejo en su demencia yen su política, hizo de su reino y, hastacierto punto, de su país, un modelo depesadilla un prototipo de alucinaciónviva e inagotable, mezcla de Mongolia yde Bizancio, acumulando los defectos ylas cualidades de un kan y de un basileo,monstruo de cóleras demoníacas y desórdida melancolía, dividido entre elgusto por la sangre y el gusto por elarrepentimiento, con una jovialidadenriquecida y coronada por risasburlonas. Tenía la pasión del crimen, ytodos, mientras existimos, laexperimentamos, ya sea atentando contra

los otros o contra nosotros mismos. Sóloque en nosotros permanece insatisfecha,de manera que nuestras obras,cualesquiera que éstas sean provienende nuestra incapacidad de matar o dematarnos. No siempre estamos deacuerdo con esto, ya que desconocemosa propósito el mecanismo íntimo denuestras debilidades. Si los zares, o losemperadores romanos, me obsesionan,es porque esas debilidades, veladas ennosotros, aparecen en ellos aldescubierto. Nos revelan, encarnan eilustran nuestros secretos. Pienso enaquellos que, abocados a una grandiosadegeneración, se encarnizaban en sus

parientes y, por miedo a ser amados, losenviaban al suplicio. Por muy poderososque fueran, no obstante eran infelices,pues no se saciaban gracias al temblorajeno. ¿Acaso no son la proyección delmal espíritu que nos habita y nosconvence de que el ideal sería hacer elvacío a nuestro alrededor? Con talespensamientos y tales instintos es comose forma un imperio, aunque tambiéncoopera en ello ese subsuelo de nuestraconciencia donde se ocultan nuestrasmás queridas taras.

La ambición de dominar el mundo,surgida de profundidadesinsospechadas, de un impulso original,

sólo aparece en ciertos individuos y enciertas épocas, sin relación directa conla calidad de la nación en donde semanifiesta: entre Napoleón y GengisKan la diferencia es menor que entre elprimero y cualquier político francés delas repúblicas sucesivas. Pero esasprofundidades y ese impulso puedensecarse, agotarse.

Carlomagno, Federico II deHohenstaufen, Carlos V, Bonaparte,Hitler, tuvieron la tentación, cada uno asu manera, de realizar la idea delimperio universal: fracasaron, con más omenos fortuna. Occidente, donde esaidea no suscita ya más que ironía o

malestar, vive ahora en la vergüenza desus conquistas; pero, curiosamente, en elmomento en que se repliega sobre símismo es cuando sus fórmulas triunfan yse propagan; dirigidas contra su poder ysu supremacía, encuentran eco fuera desus fronteras. Triunfa perdiéndose. Asítriunfó Grecia en el dominio delespíritu, cuando dejó de ser unapotencia, e incluso una nación;saquearon su filosofa y sus artes,aseguraron el éxito a sus producciones,pero no asimilaron sus talentos. De lamisma manera se le tomará todo aOccidente, salvo su genio. Lafecundidad de una civilización estriba

en la facultad que tenga para incitar a lasotras a que la imiten; en cuanto terminade deslumbrarlas, se reduce a unconjunto de desechos y de vestigios.

Cuando la idea de imperio abandonóesta parte del mundo, encontró su climaideal en Rusia donde, por otra parte,siempre existió, singularmente en elplano espiritual. Después de la caída deBizancio, Moscú se convirtió, para laconciencia ortodoxa, en la terceraRoma, en la heredera del «verdadero»cristianismo, de la verdadera fe. Primerdespertar mesiánico. Para conocer unsegundo despertar le hacía falta esperarhasta nuestros días; pero esta vez se lo

debe a la dimisión de Occidente. En elsiglo XV aprovechó un vacío religioso;así, hoy aprovecha un vacío político.Dos grandes ocasiones para hacersecargo de sus responsabilidadeshistóricas.

Cuando Mohamed II sitióConstantinopla, la cristiandad, divididacomo de costumbre y, además, feliz dehaber perdido el recuerdo de lascruzadas, se abstuvo de intervenir. Lossitiados concibieron primero unairritación que, ante la inminencia deldesastre, se tornó estupor. Oscilandoentre el pánico y una satisfacciónsecreta, el papa prometió auxilio, pero

lo envió demasiado tarde: ¿para quéapresurarse a causa de unos«cismáticos»? E1 «cisma», no obstante,iba a adquirir fuerza en otra parte.¿Roma anteponía Moscú a Bizancio?Siempre es preferible un enemigo lejanoa uno cercano. Así, en nuestros días, losanglosajones prefirieron, en Europa, lapreponderancia rusa a la preponderanciaalemana. Y es que Alemania seencontraba demasiado cerca.

Las pretensiones de Rusia de pasarde la primacía vaga a la hegemoníacaracterizada tienen un fundamento.¿Qué hubiera ocurrido con el mundooccidental si Rusia no hubiese detenido

y absorbido la invasión mongólica?Durante más de dos siglos dehumillaciones y de esclavitud fueexcluida de la historia, mientras que enel Oeste las naciones se daban el lujo dedestrozarse mutuamente. Si Rusiahubiese estado en condiciones dedesarrollarse sin obstáculos, se hubieraconvertido en una potencia de primerorden desde principios de la eramoderna; lo que ahora es, lo hubiesesido en los siglos XVI y XVII. ¿YOccidente? Quizás hoy sería ortodoxo,y, en Roma, en lugar de la Santa Sede, sepavonearía el Santo Sínodo. Pero losrusos pueden recobrarse. Si, como todo

parece presagiarlo, llevan a cabo susdesignios, es posible que le den sumerecido al Santo Pontífice. Ya sea ennombre del marxismo o de la ortodoxia,los rusos están llamados a arruinar laautoridad y el prestigio de la Iglesia,cuyos objetivos no podrían tolerar sinrenunciar al meollo de su misión y de suprograma. Bajo los zares, alidentificarla con un instrumento delAnticristo, rezaban contra ella; hoy endía, considerada como un agentesatánico de la Reacción, la abruman coninvectivas algo más eficaces que susantiguos anatemas; pronto la hundiráncon todo su poder, con toda su fuerza. Y

hasta es posible que la desaparición delúltimo sucesor de san Pedro quede, ennuestro siglo, como una curiosidad y amodo de frívolo apocalipsis.

Al divinizar la historia paradesacreditar a Dios, el marxismo sóloha conseguido volver a Dios másextraño y más obsesionante. Todo sepuede sofocar en el hombre, salvo lanecesidad de absoluto, que sobreviviráa la destrucción de los templos, eincluso a la desaparición de la religiónsobre la tierra. Y como el fondo delpueblo ruso es religioso, este fondotomará inevitablemente su revancha.Razones de orden histórico contribuirán

en gran medida a ello.Al adoptar la ortodoxia, Rusia

manifestó su deseo de separarse deOccidente; era su manera de definirsedesde el principio. Nunca, fuera de losmedios aristocráticos, se dejó seducirpor los misioneros católicos, losjesuitas por ejemplo. Un cisma noexpresa tanto divergencias de doctrinacomo de voluntad de afirmación étnica:trasluce menos una controversiaabstracta que un reflejo nacional. No fuela ridícula cuestión del filioque lo quedividió a la Iglesia: Bizancio quería suautonomía total, y con mayor razónMoscú. Cismas y herejías son

nacionalismos disfrazados. Peromientras que la Reforma tomó solamenteel aspecto de una disputa familiar, de unescándalo en el seno de Occidente, elparticularismo ortodoxo, al afectar uncarácter más profundo, iba a marcar unadivisión en el mismo mundo occidental.Rechazando el catolicismo Rusiaretardaba su evolución, perdía unaoportunidad capital de civilizarserápidamente, y ganaba, a la vez,sustancia y unidad: su estancamiento laharía diferente, otra, y a ello aspiraba,presintiendo, sin duda, que Occidentelamentaría un día la ventaja que lellevaba.

Mientras más fuerte se haga, másconciencia adquirirá de sus raíces, delas que, en cierta forma, el marxismo lahabrá alejado; después de una curaforzada de universalismo, se rusificaráde nuevo en provecho de la ortodoxia.Además, habrá marcado de tal manera almarxismo, que éste se hallaráesclavizado. Cualquier pueblo deenvergadura que adopta una ideologíaextraña a sus tradiciones, la asimila y ladesnaturaliza, la inclina en el sentido desu destino nacional, la falsea a su favorhasta tornarla indiscernible de su propiogenio. Posee una óptica propianecesariamente deformante, un defecto

de visión que, lejos de desconcertarlo,lo halaga y estimula. Las verdades delas que se envanece, por muydesprovistas de valor objetivo queestén, no son menos vivas, y producen,como tales, ese género de errores queconforman la diversidad del paisajehistórico, entendiéndose bien que elhistoriador, escéptico por oficio,temperamento y opción, se sitúa de llenofuera de la Verdad.

Mientras que los pueblosoccidentales se desgastaban en su luchapor la libertad, y, más aún, en la libertadadquirida (nada desgasta tanto como laposesión o el abuso de la libertad), el

pueblo ruso sufría sin desgastarse dentrode la historia, y como fue eliminado deella, tuvo por fuerza que sufrir losinfalibles sistemas de despotismo que leinfligieron: existencia oscura,vegetativa, que le permitió fortalecerse,acrecentar su energía, acumular reservasy sacar de su esclavitud el máximoprovecho biológico. Le ayudó laortodoxia popular, admirablementearticulada para mantenerlo fuera de losacontecimientos, contrariamente a laortodoxia oficial, que orientó el poderhacia objetivos imperialistas. Doblecara de la Iglesia ortodoxa: por unaparte trabajaba en el adormecimiento de

las masas; por otra, auxiliar de loszares, despertaba en ellos la ambición yhacía posible inmensas conquistas en elnombre de una población pasiva.Dichosa pasividad que aseguró a losrusos su predominio actual, fruto de suretraso histórico. Favorables u hostiles,todas las empresas de Europa giranalrededor de ellos, y, al situarlos en elcentro de sus intereses y de susansiedades, reconocen su dominiovirtual. He ahí realizado, casi, uno desus más antiguos sueños. El que lo hayanlogrado bajo los auspicios de unaideología de origen extranjero agrega unsuplemento paradójico y picante a su

éxito. Lo que en definitiva importa, esque el régimen sea ruso y que estéenteramente dentro de las tradicionesdel país. ¿Acaso no es revelador que laRevolución, salida en línea directa delas teorías occidentalistas, se hayaorientado cada vez más hacia las ideasde los eslavófilos? Por otra parte, unpueblo no representa tanto una suma deideas y de teorías como de obsesiones:las de los rusos, de cualquier parte quesean, aunque no siempre son idénticas,guardan un parentesco. Tchadaev, que noencontraba ningún mérito a su nación, oGogol, que la escarneció sin piedad,estaban tan ligados a ella como

Dostoievski. El más arrebatado de losnihilistas, Netchaiev, estaba tanobsesionado por ella comoPobiedenestsev, violento reaccionarioprocurador del Santo Sínodo. Sólo estaobsesión cuenta. Lo demás es pose.

Para que Rusia se ajustara a unrégimen liberal, tendría que debilitarseconsiderablemente, que extenuar suvigor, más aún: tendría que perder sucarácter específico y desnacionalizarseen profundidad. ¿Cómo lo conseguiríacon sus recursos interiores intactos y susmiles de años de autocracia? Y aunsuponiendo que lo consiguiera de golpe,se dislocaría de inmediato. Más de una

nación, para conservarse y expandirse,tiene necesidad de una cierta dosis deterror. Incluso Francia sólo pudoenrolarse en la democracia a partir delmomento en que sus resortes empezarona aflojarse, y en el que, no teniendo yacomo objetivo la hegemonía, seaprestaba a tornarse respetable ysensata. El primer Imperio fue su últimalocura. Después, abierta a la libertad,habría de asumirla dolorosamente através de numerosas convulsiones,contrariamente a Inglaterra, que,ejemplo desalentador, se habíahabituado a ella desde hacía tiempo, sinroces ni peligros, gracias al

conformismo y a la esclarecidaestupidez de sus habitantes (no haproducido, que yo sepa, ningúnanarquista).

A la larga, el tiempo favorece a lasnaciones encadenadas que, acumulandofuerzas e ilusiones, viven en el futuro, enla esperanza; pero en libertad, ¿qué sepuede esperar?, ¿o en el régimen que laencarna, hecho de disipación, de quietudy de ablandamiento? La democracia,maravilla que no tiene ya nada queofrecer, es, a la vez, el paraíso y latumba de un pueblo. La vida sólo tienesentido gracias a la democracia, pero ala democracia le falta vida... Dicha

inmediata, desastre inminenteinconsistencia de un régimen al que nose adhiere uno sin enredarse en undilema torturante.

Mejor provista, afortunadamente demanera distinta, Rusia no tiene por quéplantearse estos problemas, ya que elpoder absoluto es para ella, como yaseñalaba Karamzine, «el fundamentomismo de su ser». Aspirar siempre a lalibertad sin alcanzarla jamás, ¿acaso noes ésa su gran superioridad sobre elmundo occidental que, ay, ya laconsiguió desde hace tiempo? No tiene,por otra parte, ninguna vergüenza de suimperio; por el contrario, sólo piensa en

extenderlo. ¿Quién mejor que ella seapresuró a beneficiarse de lasadquisiciones de los otros pueblos? Laobra de Pedro el Grande, e inclusive lade la Revolución, forman parte de unparasitismo genial. Hasta los horroresdel yugo tártaro soportó ingeniosamente.

Si al confinarse en un aislamientocalculado Rusia supo imitar aOccidente, también supo hacerseadmirar y seducir los espíritus. Losenciclopedistas se encapricharon con lasempresas de Pedro y de Catalina, igualque los herederos del Siglo de las Luces—hablo de los hombres de izquierda—habrían de encapricharse con las de

Lenin y Stalin. Este fenómeno aboga enfavor de Rusia, pero no en favor de losoccidentales, quienes, complicados yasolados en la medida de sus deseos, ybuscando el «progreso» en otra parte,fuera de sí mismos y de sus creaciones,se encuentran hoy paradójicamente máscerca de los personajes de Dostoievskique los propios rusos. Aunque cabeaclarar que de esos personajes sóloevocan el aspecto desfalleciente, puesno tienen ni sus extravagancias ferocesni su ira viril: son «poseídos» débiles afuerza de raciocinios y de escrúpulos,roídos por remordimientos sutiles, pormil cuestionamientos, mártires de la

duda, deslumbrados y anulados por susperplejidades.

Cada civilización cree que su modode vivir es el único bueno y el únicoconcebible, y que tiene el deber deconvertir al mundo a ese modo de vivir,o infligírselo; equivale, para ella, a unasoteriología expresa o disfrazada; setrata, de hecho, de un imperialismoelegante que deja de serlo en cuanto vaacompañado de la aventura militar. Unimperio no se funda únicamente porcapricho. Sometemos a los otros paraque nos imiten, para que tomen pormodelo nuestras creencias y nuestroshábitos; viene después el imperativo

perverso de hacerlos esclavos paracontemplar en ellos el esbozo halagadoro caricaturesco de uno mismo. Estoy deacuerdo en que existe una jerarquíacualitativa de imperios: los mongoles ylos romanos no subyugaron a lospueblos por las mismas razones, y susconquistas no tuvieron el mismoresultado. No obstante, ambos fueronigualmente expertos al hacer perecer aladversario reduciéndolo a su imagen ysemejanza.

Ahora bien, ya sea que las hayaprovocado o padecido, Rusia no se hacontentado nunca con desgraciasmediocres. Lo mismo ocurrirá en un

futuro. Se dejará caer sobre Europa porfatalidad física, por el automatismo desu masa, por su superabundante ymórbida vitalidad, tan propicia a lageneración de un imperio (en el cual sematerializa siempre la megalomanía deuna nación), por esa salud tan suya, llenade imprevistos, de horror y de enigmas,destinada al servicio de una ideamesiánica, rudimento y prefiguración deconquistas. Cuando los eslavófilossostenían que Rusia debía salvar almundo, empleaban un eufemismo: no selo salva sin dominarlo. Por lo querespecta a una nación, ésta encuentra suprincipio de vida en sí misma o en

ninguna parte: ¿cómo podría ser salvadapor otra? Rusia ha pensado siempre —alsecularizar la lengua y la concepción delos eslavófilos— que le incumbeasegurar la salvación del mundo, la deOccidente en primer lugar, frente al cual,por otra parte, nunca ha experimentadoun sentimiento claro, sino atracción orepulsión, celos (mezcla de culto secretoy de aversión ostensible) inspirados porel espectáculo de una podredumbre tanenvidiable como peligrosa, cuyocontacto hay que buscar, pero mejor aúnevitar.

Reacia a definirse y a aceptarlímites, cultivando el equívoco en

política, en moral y, lo que es másgrave, en geografía, sin ninguna de lasingenuidades inherentes a los«civilizados», que se han vuelto opacosa lo real a causa de los excesos de unatradición racionalista, Rusia, sutil tantopor intuición como por experienciasecular del disimulo, quizáshistóricamente hablando sea un niño,pero de ninguna manera lo espsicológicamente. De ahí sucomplejidad de adulto con instintosjóvenes y viejos secretos; de ahítambién las contradicciones, llevadashasta lo grotesco, de sus actitudes.Cuando se le ocurre profundizar (y lo

consigue sin esfuerzo), desfigura elmenor hecho, la mínima idea. Se diríaque tiene la manía de la gesticulaciónmonumental. Todo es vertiginoso,horrible e inasible en la historia de susideas, revolucionarias o de cualquieríndole. Es todavía un incorregibleaficionado a las utopías; ahora bien, lautopía es lo grotesco en rosa, lanecesidad de asociar la felicidad, esdecir lo inverosímil, al devenir, y dellevar una visión optimista, aérea, hastael límite en que se una a su punto departida: el cinismo que pretendíacombatir. En suma, un cuento de hadasmonstruoso.

Que Rusia sea capaz de realizar susueño de un imperio universal, es unaeventualidad, pero no una certeza; por elcontrario, es obvio que puede conquistary anexionarse toda Europa, e incluso quelo hará, aunque sólo sea paratranquilizar al resto del mundo... Sesatisface con tan poco. ¿Y acaso no esésa una prueba de modestia, demoderación?: ¡un pedacito decontinente! En la espera, lo contemplacon el mismo ojo con que los mongolescontemplaron a China y los turcos aBizancio, con la diferencia, no obstante,de que ya ha asimilado un buen númerode valores occidentales, mientras que

las hordas tártaras y otomanas no teníansobre su futura presa más que unasuperioridad material. Es sin dudalamentable que Rusia no haya pasadopor el Renacimiento: todas susdesigualdades vienen de ahí. Pero consu capacidad para quemar etapas será,dentro de un siglo, o menos, tan refinaday vulnerable como lo es Occidente,quien ha alcanzado un nivel decivilización que sólo se sobrepasadescendiendo. Ambición suprema de lahistoria: registrar las variaciones de esenivel. El de Rusia, inferior al de Europa,sólo puede elevarse, y ella con él, o seaque está condenada a la ascensión. Sin

embargo, ¿no se arriesga, a fuerza desubir, desbocada como está, a perder elequilibrio, a estallar y a arruinarse? Consus almas modeladas en las sectas y enlas estepas, da una singular impresión deespacio y de encierro, de inmensidad yde sofoco, de norte, en suma; pero de unnorte especial, irreductible a nuestrosanálisis, marcado por un sueño y unaesperanza que hacen temblar, por unanoche rica en explosiones, por unaaurora de la que se guardará memoria.Nada de la transparencia ni de lagratuidad mediterránea en esoshiperbóreos cuyo pasado y presenteparecen pertenecer a una duración

distinta a la nuestra. Ante la fragilidad yel renombre de Occidente experimentanun malestar, consecuencia de su tardíodespertar y de su vigor desocupado: esel complejo de inferioridad del fuerte...Lo vencerán, lo superarán. El únicopunto luminoso en nuestro futuro es susecreta y crispada nostalgia por unmundo delicado, de encantosdisolventes. Si acceden a él (así sepresenta el evidente sentido de sudestino), se civilizarán a expensas desus instintos, y, perspectiva regocijante,conocerán también el virus de lalibertad.

Mientras más se humaniza un

imperio, más se desarrollan en él lascontradicciones que lo harán perecer.De actitudes heteróclitas, de estructuraheterogénea (al contrario de una nación,realidad orgánica), el imperio necesitapara subsistir del principio cohesivo delterror. ¿Que se abre a la tolerancia?:destruirá entonces su unidad y su fuerza,y tal tolerancia actuará como un venenomortal que él mismo se habráadministrado. Y es que la tolerancia noes únicamente el pseudónimo de lalibertad, sino también el del espíritu; yel espíritu, más nefasto aún para losimperios que para los individuos, loscorroe, compromete su solidez y acelera

su desmoronamiento. También constituyeel instrumento que una providenciairónica emplea para golpearlos.

Si nos entretuviéramos, a pesar de loarbitrario de la tentativa, estableciendoen Europa zonas de vitalidad,comprobaríamos que mientras más nosacercamos al Este, más se agudiza elinstinto, y que decrece a medida que nosdirigimos hacia el Oeste. Los rusos notienen la exclusividad del instinto,aunque las demás naciones que loposeen pertenecen, en grados diversos, ala esfera de la influencia soviética. Esasnaciones no han dicho aún su últimapalabra; algunas, como Polonia o

Hungría, tuvieron en la historia un papelnada deleznable; otras, comoYugoslavia, Bulgaria y Rumania,habiendo vivido en la sombra, noconocieron más que sobresaltos sinmañana. Pero cualquiera que haya sidosu pasado, e independientemente de sunivel de civilización, todas disponenaún de un fondo biológico que en vanobuscaríamos en Occidente. Maltratadas,desheredadas, precipitadas a un martirioanónimo, descuartizadas entre eldesamparo y la sedición, quizáconocerán en el futuro unacompensación a tantos infortunios,humillaciones e incluso cobardías. El

grado de instinto no se aprecia desde elexterior; para medir su intensidad hayque haber recorrido o adivinado esospaíses, los únicos en el mundo en creertodavía, en su bella ceguera, en losdestinos de Occidente. Imaginemosahora nuestro continente incorporado alimperio ruso, imaginemos después a esteimperio, demasiado vasto, debilitándosey desmembrándose con, como corolario,la emancipación de los pueblos:¿quiénes de entre ellos tomarán ladelantera y aportarán a Europa eseincremento de impaciencia y de fuerzasin el cua1 una irremediable parálisis laacecha? No sabría dudar: son los países

que he mencionado. Dada la reputaciónque tienen, mi afirmación parece risible.Europa central pase, me dirán, pero, ¿ylos Balcanes? No quiero defenderlos,pero tampoco quiero callar sus méritos.Ese gusto por la devastación, por eldesorden interior, por un universosemejante a un burdel en llamas, esaperspectiva sardónica sobre cataclismosfracasados o inminentes, esa acritud, eseocio de insomnes o de asesinos, ¿acasono son una rica y pesada herencia quebeneficia a sus poseedores? Y comoademás adolecen de un «alma», prueban,por lo mismo, que conservan un resto desalvajismo. Insolentes y desolados,

quisieran revolcarse en la gloria cuyoapetito es inseparable de la voluntad deafirmación y de hundimiento, de lapropensión hacia un rápido crepúsculo.Si sus palabras son virulentas, susacentos inhumanos y a veces innobles,es porque mil razones los empujan avociferar más alto que esos civilizadosque han agotado sus gritos. Únicos«primitivos» en Europa, le darán quizásun nuevo impulso; impulso que Europaconsiderará su última humillación. Y, noobstante, si el sureste fuera sólo horror,¿por qué cuando uno lo abandona y seencamina hacia esta parte del mundo, sesiente como si cayera —admirablemente

por cierto— en el vacío?La vida profunda, la existencia

secreta de los pueblos que, teniendo lainmensa ventaja de haber sido hastaahora relegados por la historia, pudieroncapitalizar sueños, esa existenciaescondida, abocada a las desdichas deuna resurrección, comienza más allá deViena, extremidad geográfica deldoblegamiento occidental. Austria, cuyodesgaste se acerca al límite del símboloo de lo cómico, prefigura el destino deAlemania. No más desvíos deenvergadura entre los germanos, ni másmisión ni frenesí, nada que los hagaatractivos u odiosos. Bárbaros

predestinados, destruyeron el Imperioromano para que Europa pudiera nacer;ellos la hicieron, a ellos lescorrespondía deshacerla; junto a ellos setambalea y sufre el rebote de suagotamiento. El dinamismo que aún lesqueda, ya no posee lo que esconde ojustifica toda energía. Abocados a lainsignificancia, helvetas en ciernes,fuera para siempre de su habitualdesmesura, reducidos a rumiar susvirtudes degradadas y sus viciosdisminuidos, con el recurso, como únicaesperanza, de ser una tribu cualquiera,los germanos son indignos del temor queaún puedan inspirar: creer en ellos o

tenerles miedo es hacerles un honor quede ninguna manera merecen. Su fracasofue providencial para Rusia. De habertenido éxito, Rusia hubiera sido alejadade sus miras por lo menos un siglo más.Y no podían triunfar pues alcanzaron lacima de su poderío material en elmomento en que no tenían nada queproponernos, cuando eran fuertes, yestaban vacíos. La hora ya había sonadopara los otros. «¿Acaso no son loseslavos antiguos germanos, en relaciónal mundo que se va?», se preguntabaHerzen hacia mediados del siglopasado, el más clarividente y el másdesgarrado de los liberales rusos

espíritu de interrogantes proféticos,hastiado de su país, decepcionado deOccidente, tan inepto para instalarse enuna patria como en un problema, aunquele gustara especular sobre la vida de lospueblos, materia vaga e inagotable,pasatiempo de emigrados. Los pueblos,no obstante, según otro ruso, Soloviev,no son lo que imaginan ser, sino lo queDios piensa de ellos en la eternidad.Ignoro las opiniones de Dios sobregermanos y eslavos; sin embargo, sé quefavoreció a estos últimos, y que es taninútil felicitarlo como condenarlo.

Hoy está zanjada la pregunta quetantos rusos se planteaban en el siglo

pasado sobre su país: «¿Ese coloso hasido creado para nada?». El coloso tieneun sentido, ¡y qué sentido! Un mapaideológico revelaría que se extiendemás allá de sus límites, que establecesus fronteras donde le viene bien, dondele da la gana, y que su presencia evocapor todas partes, no tanto la idea de unacrisis como la de una epidemia,saludable a veces, nociva a menudo,fulgurante siempre.

El Imperio romano fue obra de unaciudad; Inglaterra fundó el suyo pararemediar lo exiguo de su isla; Alemaniaintentó levantar uno para no ahogarse enun territorio superpoblado. Fenómeno

sin paralelo, Rusia iba a justificar susdesignios de expansión en nombre de suinmenso espacio. «Desde el momento enque tengo suficiente, ¿por qué no tenerdemasiado?», ésa es la paradojaimplícita en sus proclamas y en sussilencios. Al convertir lo infinito encategoría política, iba a trastornar elconcepto clásico y los marcostradicionales del imperialismo, y asuscitar a través del mundo unaesperanza demasiado grande como paraque no degenerara en confusión.

Con sus diez siglos de terrores, detinieblas y de promesas, era más aptaque cualquier otra nación para

compaginar con la faceta nocturna delmomento histórico que atravesamos. Elapocalipsis le sienta de maravilla, estáhabituada a él y le gusta, se ejercita enél hoy más que nunca, ya que hacambiado visiblemente de ritmo.«¿Hacia dónde te apresuras de esamanera, oh Rusia?», se preguntaba yaGogol, que había percibido el frenesíque se escondía bajo su aparenteinmovilidad. Hoy sabemos hacia dóndecorre, sabemos sobre todo que, a imagende las naciones con destino imperial,está más impaciente por resolver losproblemas ajenos que los suyos propios.Es decir que nuestra carrera en el

tiempo depende de lo que decidirá ollevará a cabo: tiene entre sus manosnuestro porvenir... Afortunadamente paranosotros, el tiempo no agota nuestrasustancia. Lo indestructible, lo que seencuentra más allá, es concebible: ¿ennosotros?, ¿fuera de nosotros? ¿Cómosaberlo? En el punto en que las cosas seencuentran sólo merecen interés lascuestiones de estrategia de metafísica,aquellas que nos limitan a la historia ylas que nos apartan de ella: la actualidady el absoluto, los periódicos y losEvangelios... Vislumbro el día en que yasólo leeremos cables telegráficos yplegarias. Hecho sobresaliente: mientras

más nos absorbe lo inmediato, mássentimos necesidad de llevarle la contra,de forma que, en el interior del mismoinstante, vivimos dentro y fuera delmundo. De la misma manera, ante eldesfile de los imperios, no nos quedamás que buscar un término medio entrela mueca y la serenidad.

Escuela del tirano

Quien no haya conocido la tentación deser el primero en la ciudad, nocomprenderá el juego de la política, dela voluntad de someter a los otros paraconvertirlos en objetos, ni adivinarácuáles son los elementos que conformanel arte del desprecio. Raros son los queno hayan sentido, en menor o mayorgrado, la sed de poder que nos esnatural; pero, si nos fijamos bien, estased adquiere todas las características deun estado enfermizo del que sólo nos

curamos por accidente o gracias a unamutación interior como la que se operóen Carlos V cuando, al abdicar enBruselas, en la cumbre de la gloria,enseñó al mundo que el exceso deagobio podía suscitar escenas tanadmirables como el exceso de valentía.Pero, rareza o maravilla, la renuncia —desafió a nuestras constancias, a nuestraidentidad— sólo sobreviene enmomentos excepcionales, caso límiteque colma al filósofo y desconcierta alhistoriador.

Examínate en el instante en que laambición te atenaza, cuando ya es fiebre;después diseca tus «accesos».

Comprobarás que están precedidos porsíntomas curiosos, por un calorcilloespecial que no dejará de seducirte ni dealarmarte. Intoxicado de porvenir porhaber abusado de la esperanza, tesentirás súbitamente responsable delpresente y del futuro en el corazón de laduración, cargada de tusestremecimientos, y en cuyo seno, agentede una anarquía universal, sueñasestallar. Atento a los acontecimientos detu cerebro y a las vicisitudes de tusangre, embebido en tu perturbación,espías y adoras sus signos. Si la locurapolítica —fuente de trastornos y demalestares sin igual— ahoga, por una

parte, la inteligencia, por otra favorecelos instintos y te sumerge en un caossaludable. La idea del bien, y sobre tododel mal, que te figuras llevar a cabo, teregocijará y exaltará; y será tal el tourdeforce, el prodigio de tus achaques,que ellos te convertirán en dueño detodos y de todo.

Sentirás a tu alrededor unaperturbación análoga en los que esténcarcomidos por la misma pasión. Ymientras la padezcan seránirreconocibles, presas de unaembriaguez distinta a todas las demás.Todo cambiará en ellos, hasta el timbrede su voz. La ambición es una droga que

convierte al que le es adicto en undemente potencial. Quien no hayaobservado esos estigmas —ese aire deanimal trastornado, esos rasgosinquietos y como animados por unéxtasis sórdido— ni en sí mismo ni enningún otro, permanecerá ajeno a losmaleficios y a los beneficios del Poder,infierno tónico, síntesis de veneno y depanacea.

Imagina ahora el proceso inverso: lafiebre desaparece y te sientes otra vezdesencantado, normal en exceso. Nomás ambiciones, no más posibilidades,pues, de ser algo o alguien; la nada enpersona, el vacío encarnado: glándulas y

entrañas clarividentes, huesosdesengañados, un cuerpo invadido porla lucidez, puro en sí mismo, fuera dejuego, fuera del tiempo, sujeto a un yocongelado en un saber total sinconocimientos. ¿Dónde encontrar elinstante que se escapó?, ¿quién te lodevolverá? Por todas partes, frenética oembrujada, hay una muchedumbre deanormales a quienes la razón haabandonado y vienen a refugiarse cercade ti, el único que comprendió todo,espectador absoluto, perdido entre losengañados, reacio para siempre a lafarsa unánime. Como el intervalo que tesepara de los otros no deja de

agrandarse, llegas a preguntarte si nohabrás percibido una realidaddesconocida para los demás. Revelaciónínfima o capital, su contenidopermanecerá oscuro para ti. De lo únicoque estarás seguro es de tu ascensiónhacia un equilibrio insospechado,promoción de un espíritu que se haapartado de la complicidad con otro.Indebidamente sensato, más ponderadoque todos los sabios, así aparecerás anteti mismo. Y si acaso todavía te asemejasa los locos que te rodean, sentirás, noobstante, que una insignificancia tedistinguirá de ellos para siempre; estasensación, o esta ilusión, hace que,

aunque ejecutes los mismos actos queellos, no les imprimas ni el mismoímpetu ni la misma convicción. Hacertrampas será para ti una cuestión dehonor y la única manera de vencer tus«accesos» o de impedir su retorno. Sipara ello has tenido necesidad de unarevelación, o de un hundimiento,deducirás que los que no han atravesadopor una crisis similar se abismarán cadavez más en las extravagancias inherentesa nuestra raza.

¿Se dan cuenta de la simetría? Paratransformarse en un hombre político, esdecir, para adquirir el corte de un tirano,es necesario un trastorno mental; para

dejar de serlo, se impone otro trastorno:¿no se tratará, en el fondo, de unametamorfosis de nuestro delirio degrandeza? Pasar de la voluntad de ser elprimero en la ciudad a la de ser elúltimo en ella, es cambiar, mediante unamutación del orgullo, una locuradinámica por una locura estática, ungénero de enfermedad tan insólito que larenuncia que lo precede, y que tiene quever más con el ascetismo que con lapolítica, no forma parte de nuestrospropósitos.

Desde hace siglos, el apetito depoder se ha dispersado en múltiplestiranías pequeñas y grandes que han

hecho estragos aquí y allá, y pareceríaque ha llegado el momento en que elapetito de poder deba por finconcentrarse para culminar en una solatiranía, expresión de esta sed que hadevorado y devora el globo, término detodos nuestros sueños de poder,coronación de todas nuestras esperas yde nuestras aberraciones. El rebañohumano disperso será reunido bajo elcuidado de un pastor despiadado,especie de monstruo planetario ante elcual las naciones se postrarán en unestupor cercano al éxtasis. Una vezarrodillado el universo, un importantecapítulo de la historia será clausurado.

Luego empezará la dislocación delnuevo reino, y el retorno al desordenprimitivo, a la vieja anarquía; los odiosy los vicios ahogados resurgirán, y, conellos, los tiranos menores de ciclos yamuertos. Después de la gran esclavitud,una esclavitud cualquiera. Pero al cabode una servidumbre monumental, los quehayan sobrevivido estarán orgullosos desu vergüenza y de su miedo, y, víctimasfuera de lo común, ensalzarán surecuerdo.

Durero es mi profeta. Mientras máscontemplo el desfile de los siglos, másme convenzo de que la única imagensusceptible de revelarme su sentido es

la de los Caballeros del Apocalipsis.Los tiempos sólo avanzan atropellando,aplastando a las muchedumbres: tantolos débiles como los fuertes perecerán,incluso esos caballeros, salvo uno. Espor él, por su terrible fama, por quienhan padecido y aullado las edades. Loveo crecer en el horizonte, percibo yanuestros gemidos, hasta escuchonuestros gritos. Y la noche quedescienda sobre nuestros huesos no nostraerá paz, como se la trajo al salmista,sino el espanto.

Si se la juzga a través de los tiranosque ha producido, nuestra época serátodo lo que se quiera salvo mediocre.

Para encontrar tiranos similares habríaque remontarse al Imperio romano o alas invasiones mongólicas. Más que aStalin, es a Hitler a quien correspondeel mérito de haber impuesto la tónica delsiglo. Es importante, no tanto por símismo, como por lo que anuncia, esbozode nuestro futuro, heraldo de un sombríoacontecimiento y de una histeriacósmica, precursor de ese déspota aescala continental que logrará launificación del mundo gracias a laciencia, destinada, no a liberarnos, sinoa esclavizarnos. Esto, que ya se supoanteriormente, se sabrá de nuevo algúndía. Nacimos para existir, no para

conocer; para ser, no para afirmarnos. Elsaber, habiendo estimulado e irritadonuestro apetito de poder, nos conduciráinexorablemente hacia nuestraperdición. El Génesis percibió, mejorque nuestros sueños y sistemas, nuestracondición humana.

Lo que tenemos aprendido porcuenta propia, cualesquiera de losconocimientos extraídos de nosotrosmismos, tendremos que expiarlosmediante un extra de desequilibrio.Fruto de un desorden íntimo, de unaenfermedad definida o difusa, de untrastorno en la raíz de nuestra existencia,el saber altera la economía del ser. Cada

cual debe pagar por la mínimaalteración que pueda provocar en ununiverso creado para la indiferencia y elestancamiento; tarde o temprano searrepentirá de no haberlo dejado intacto.Esto es cierto en cuanto al conocimientoy más cierto aún por lo que a laambición se refiere, pues arrogarsederechos sobre otro trae consigoconsecuencias más graves y másinmediatas que el hurgar en el misterio osimplemente en la materia. Uno empiezapor hacer temblar a los otros, pero losotros terminan por comunicamos susterrores. Por eso también los tiranosviven en el espanto. Y el terror que

conocerá nuestro futuro amo estará sinduda realzado por una dicha tan siniestracomo nunca nadie ha experimentado, ala medida del solitario por excelencia,erguido frente a toda la Humanidad,semejante a un dios reinando en elespanto, en un pánico omnipotente, sinprincipio ni fin, acumulando laacrimonia de un Prometeo y eldescomedimiento de un Jehová,escándalo para la imaginación y para elpensamiento, reto a la mitología y a lateología.

Tras los monstruos acantonados enuna ciudad, en un reino o en un imperio,es natural que aparezcan otros más

poderosos en pro del desastre, de laliquidación de las naciones y de nuestraslibertades. La Historia, marco donderealizamos lo contrario a nuestrasaspiraciones, donde las desfiguramossin cesar, no es, evidentemente, deesencia angélica. Al considerarla, sóloconcebimos un deseo: promover laagrura a la dignidad de una gnosis.

Todos los hombres son más o menosenvidiosos; los políticos lo soncompletamente. Uno se vuelve envidiosoen la medida en que ya no soporta anadie ni al lado ni arriba. Embarcarse encualquier empresa, incluso en la másinsignificante, es pactar con la envidia,

prerrogativa suprema de los seres vivos,ley y resorte de las acciones. Si laenvidia te abandona eres sólo uninsecto, una nada, una sombra. Y unenfermo. Mientras que si ella tesostiene, remedia los debilitamientosdel orgullo, vigila tus intereses, triunfacontra la apatía, opera más de unmilagro. ¿No es acaso extraño queninguna terapia ni ninguna moral hayanpreconizado los beneficios de la envidiaque —mucho más caritativa que laprovidencia— precede nuestros pasospara dirigirlos? ¡Ay de aquel que laignora, la hace a un lado o la escamotea!Elude de un golpe las consecuencias del

pecado original, de la necesidad deactuar, de crear y de destruir. Incapaz desentir celos de los otros, ¿qué buscaentre ellos? Un destino de despojo leacecha. Para salvarlo, habría queobligarle a tomar como modelo a lostiranos, a sacar provecho de susexigencias y de sus fechorías. De ellos,y no de los sabios, es de quienaprenderá cómo retomar el gusto a lascosas, cómo vivir, cómo degradarse.Que regrese al pecado, que se reintegrea la caída si quiere participar tambiénen el envilecimiento general, en esaeuforia de la condenación en la queestán sumergidas las criaturas. ¿Lo

conseguirá? Nada menos probable, puesde los tiranos sólo imita la soledad.Tengamos compasión de él, piedad de unmiserable que, al no dignarse aalimentar sus vicios ni a rivalizar connadie, permanece más acá de sí mismo ypor debajo de todos.

Si las acciones son fruto de laenvidia, entenderemos por qué la luchapolítica, en su última expresión, sereduce a cálculos y a maniobrasapropiadas para asegurar la eliminaciónde nuestros émulos o de nuestrosenemigos. ¿Quieres dar en el clavo? Hayque empezar por liquidar a los que,desde el momento en que piensan con

arreglo a tus categorías y a tusprejuicios y han recorrido a tu lado elmismo camino, sueñan necesariamenteen suplantarte o en abatirte. Son tusrivales más peligrosos; limítate a ellos,los otros pueden esperar. Si meadueñara del poder, mi primeraocupación sería la de hacer desaparecera todos mis amigos. Proceder de otramanera es malvender el oficio,desacreditar la tiranía. Hitler, muycompetente en la materia, dio pruebas desabiduría al deshacerse de Roehm, elúnico hombre a quien tuteaba, y debuena parte de sus primeroscompañeros. Stalin, por su parte, no hizo

menos, y de ello dan testimonio losprocesos de Moscú.

Mientras un conquistador triunfa,mientras avanza, puede permitirsecualquier delito; la opinión lo absuelve;pero en cuanto la fortuna lo abandone, elmenor error se volverá contra él. Tododepende del momento en el que se mata:el crimen en plena gloria consolida laautoridad, por el miedo sagrado queinspira. El arte de hacerse temer yrespetar equivale al sentido de laoportunidad. Mussolini, el típicodéspota torpe y desafortunado, se tornócruel cuando su fracaso era yamanifiesto y su prestigio se había

opacado: algunos meses de venganzasinoportunas anularon la labor de veinteaños. Napoleón fue más perspicaz: sihubiera hecho ejecutar al duque deEnghien un poco más tarde, después dela campaña de Rusia por ejemplo,hubiera quedado como verdugo;mientras que ahora ese asesinatoaparece en su vida como una mancha ynada más.

Si, en caso extremo, se puedegobernar sin crímenes, no se puede, encambio, hacerlo sin injusticias. Se trata,no obstante, de dosificar unos y otras, decometerlos únicamente porintermitencias. Para que se te perdonen,

tienes que saber fingir la cólera o lalocura, dar la impresión de sersanguinario por inadvertencia, tramarcombinaciones terribles sin perder tuaspecto de bonachón. El poder absolutono es cosa fácil: sólo se distinguen losfarsantes o los asesinos de gran talla. Nohay nada más admirable humanamente ymás lamentable históricamente que untirano desmoralizado por susescrúpulos.

«¿Y el pueblo?», se preguntarán. Elpensador o el historiador que empleaesta palabra sin ironía se desacredita. El«pueblo» se sabe ya a qué estádestinado: a sufrir los acontecimientos y

las fantasías de los gobernantes,prestándose a designios que lo invalidany lo abruman. Cualquier experienciapolítica, por «avanzada» que sea, sedesarrolla a sus expensas, se dirigecontra él: el pueblo lleva los estigmasde la esclavitud por decreto divino odiabólico. Es inútil apiadarse de él: sucausa no tiene apelación. Naciones eimperios se forman por su complacenciaen las iniquidades de las que es objeto.No hay jefe de Estado ni conquistadorque no lo desprecie, pero acepta estedesprecio y vive de él. Si el pueblodejara de ser endeble o víctima, siflaqueara ante su destino, la sociedad se

desvanecería, y con ella la Historia. Noseamos demasiado optimistas: nada enel pueblo permite considerar unaeventualidad tan hermosa. Tal como es,representa una invitación al despotismo.Soporta sus pruebas, a veces lassolicita, y sólo se rebela contra ellaspara ir hacia otras nuevas, más atrocesque las anteriores. Siendo la revoluciónsu único lujo, se precipita hacia ella, notanto para obtener algunos beneficios omejorar su suerte, como para adquirirtambién su derecho a la insolencia,ventaja que le consuela de susdecepciones habituales, pero que pierdetan pronto como son abolidos los

privilegios del desorden. Como ningúnrégimen le asegura su salvación, elpueblo se amolda a todos y a ninguno. Ydesde el Diluvio hasta el Juicio Final, alo único a que puede aspirar es acumplir honestamente con su misión devencido.

Volviendo a nuestros amigos,además de la razón mencionada parahacerlos desaparecer, hay otra: conocendemasiado nuestros límites y nuestrosdefectos (a eso se reduce la amistad y anada más) como para hacerse ilusionesrespecto a nuestros méritos. Hostiles,además, a que nos promovamos al rangode ídolos —para lo cual estaríamos muy

dispuestos—, encargados desalvaguardar nuestra mediocridad,nuestras dimensiones reales, desinflan elmito que nos gustaría crear, nos fijan ennuestra medida exacta y denuncian lafalsa imagen de nosotros mismos. Ycuando nos dispensan algunos elogios,llevan tantos sobreentendidos ysutilezas, que sus alabanzas, de tancircunspectas, equivalen a un insulto. Loque ellos desean en secreto es nuestroderrumbe, nuestra humillación y nuestraruina. Al asimilar nuestro éxito con lausurpación, reservan toda suclarividencia para examinar nuestrospensamientos y nuestros gestos y delatar

su vacío, y sólo son clementes cuando yaestamos de bajada. Se muestran tansolícitos ante el espectáculo de nuestracaída, que hasta nos aman, se enternecencon nuestras miserias y dejan las suyaspara compartir las nuestras y nutrirse deellas. Durante nuestro ascenso nosescrutaban sin piedad, eran objetivos:ahora pueden permitirse el lujo devernos distintos a lo que somos yperdonarnos los antiguos éxitos,persuadidos de que ya no tendremosotros. Y tal es su debilidad por nosotros,que gastan la mayor parte de su tiempoinclinados sobre nuestras deformidadesy extasiados ante nuestras carencias. El

gran error de César fue no desconfiar delos suyos, de aquellos que,observándolo de cerca, no podíanadmitir su ascendencia divina, yrehusaron deificarlo; en cambio elpueblo sí lo consintió, pues el pueblo loacepta todo. Si se hubieradesembarazado de ellos, en vez de unamuerte sin pompa hubiese conocido unaapoteosis prolongada, soberbiadelicuescencia a la medida de unverdadero dios. A pesar de susagacidad, tenía simplezas: ignoraba quenuestros íntimos son los peoresenemigos de nuestra estatua.

En una república, paraíso de la

debilidad, el hombre político es untiranuelo que se somete a las leyes; perouna personalidad fuerte no las respeta,es decir, sólo respeta aquellas que hadictado. Experta en lo incalificable, veen el ultimátum el honor y la cima de sucarrera. Estar en condiciones de lanzaruno, o varios, indica con certeza unavoluptuosidad junto a la cual todas lasdemás son remilgos. No concibo que sepueda ambicionar la dirección decualquier negocio si no se aspira a estaprovocación sin paralelo, la másinsolente que exista, y más execrableaún que la agresión que comúnmente lasigue. «¿De cuántos ultimátum es

culpable?», debería ser lo que uno sepreguntara de un jefe de Estado. ¿Que notiene ninguno en su haber? La historia lodesdeña, ella, que sólo se anima en loscapítulos que hablan de lo horrible y quese aburre en los de la tolerancia y elliberalismo, régimen en el que lostemperamentos se hacen añicos y losmás virulentos tienen aspecto deconspiradores apaciguados.

Compadezco a quienes nunca hantenido ningún sueño de dominacióndesmesurada, ni han sentido en ellosarremolinarse los tiempos. ¡Ah! aquellaépoca cuando Ahriman era mi príncipe ymi dios, cuando, insaciado de barbarie,

escuchaba en mí el reventar de lashordas suscitando dulces catástrofes. Denada me vale zozobrar ahora en lamodestia; todavía conservo una ciertadebilidad por los tiranos, a quienesprefiero siempre, antes que a losredentores y a los profetas. Y losprefiero porque no se esconden tras lasfórmulas, porque su prestigio esequívoco y su sed autodestructiva,mientras que los otros, redentores yprofetas, poseídos por una ambición sinlímites disfrazan los objetivos conpreceptos engañosos, se alejan delciudadano para reinar en las concienciaspara apoderarse de ellas, implantarse en

ellas y crear estragos durables sin tenerque enfrentarse a reproches, merecidos,no obstante, de indiscreción o desadismo. Junto al poder de un Buda, deun Jesús o de un Mahoma, ¿qué vale elde los conquistadores? ¡Renuncia a laidea de la gloria si no tienes la tentaciónde fundar una religión! Y aunque en estesector los puestos ya estén ocupados, loshombres no se resignan tan pronto: ¿noson acaso los jefes de secta fundadoresde religión en segundo grado? Teniendoen cuenta la eficacia Calvino y Lutero,por haber desencadenado conflictos queaún ahora no se resuelven, eclipsan aCarlos V o a Felipe II. El cesarismo

espiritual es más refinado y más rico entrastornos que el cesarismo propiamentedicho: si quieres dejar un nombre, anteslígalo a una iglesia que a un imperio.Tendrás así neófitos apegados a tu suertey a tus chifladuras, fieles que podrássalvar o maltratar a placer.

Los jefes de una secta no retrocedenante nada, pues incluso sus escrúpulosforman parte de su táctica. Pero sinllegar hasta las sectas —caso límite—,querer simplemente instituir una ordenreligiosa es mejor, en el plano de laambición, que regentar una ciudad oasegurarse una conquista por medio delas armas. Insinuarse en los espíritus,

hacerse dueño de sus secretos,despojarlos en cierta forma de símismos, de su unidad, quitarles hasta elprivilegio, que se dice inviolable, del«fuero interno», ¿qué tirano, quéconquistador ha aspirado a tanto?Siempre será más sutil la estrategiareligiosa, y más sospechosa, que laestrategia política. Que se comparen losEjercicios espirituales, tan astutos bajosu aspecto desenfadado, con lafranqueza desnuda de El Príncipe, y semedirá la distancia que separa lasastucias del confesionario de lasastucias de una chancillería o de untrono.

Mientras más se exaspera el apetitode poder en los jefes espirituales, másse preocupan, no sin razón, en frenarloen los demás. Cualquiera de nosotros,abandonado a sí mismo, ocuparía elespacio y hasta el aire y se consideraríasu propietario. Una sociedad que seestimara perfecta, debería poner demoda, o hacer obligatoria, la camisa defuerza, pues el hombre sólo se muevepara hacer el mal. Las religiones, alafanarse por curarlo de la obsesión delpoder y por dar una dirección nopolítica a sus aspiraciones, se unen a losregímenes de autoridad, ya que, comoellos, aunque con otros métodos, quieren

domarlo, sojuzgar su naturaleza, sumegalomanía nata. Lo que consolidó lasreligiones, lo que hasta ahora las hizotriunfar sobre nuestras inclinaciones, esdecir, el elemento ascético, esjustamente lo que ha dejado de tenerpoder sobre nosotros. Una liberaciónpeligrosa tenia que ser el resultado;ingobernables bajo todos los aspectos,plenamente emancipados,desembarazados de nuestras cadenas yde nuestras supersticiones, estamosmaduros para los remedios del terror.Quien aspira a la libertad completa, sólola consigue para retornar al punto departida, a su servidumbre original. De

ahí la vulnerabilidad de las sociedadesevolucionadas, masas amorfas, sinídolos ni ideales, peligrosamentedesprovistas de fanatismo, de lazosorgánicos, y tan desamparadas en mediode sus caprichos o de sus convulsionesque aceptan —y es el único sueño delque son capaces— la seguridad y losdogmas del yugo. Incapaces de asumirpor más tiempo la responsabilidad desus destinos, conspiran, mucho más quelas sociedades rústicas, en pro deladvenimiento del despotismo, para queéste las libere de los últimos resabiosde un apetito de poder rendido, vacío einútilmente obsesivo.

Un mundo sin tiranos sería tanaburrido como un jardín zoológico sinhienas. El amo que aguardamosaterrados será precisamente unaficionado a la podredumbre, en cuyapresencia todos pareceremos carroñas.¡Que venga a husmearnos, que serevuelque en nuestras exhalaciones! Unnuevo olor planea ya sobre el universo.

Para no ceder a la tentación política,hay que vigilarse a cada momento. Pero,¿cómo conseguirlo en un régimendemocrático en el que el vicio esenciales permitirle a cualquiera aspirar alpoder y dar libre curso a susambiciones? De ello resulta una enorme

abundancia de fanfarrones, de agitadoressin destino, de locos sin importancia quela fatalidad ha rehusado marcar,incapaces de verdadero frenesí, taninadecuados para el triunfo como para elhundimiento. Sin embargo, es su nulidadlo que permite y asegura nuestraslibertades amenazadas por laspersonalidades excepcionales. Unarepública que se respete deberíatrastocarse ante la aparición de un granhombre y proscribirlo de su seno, oimpedir al menos que se cree unaleyenda a su alrededor. ¿La idea lerepugna? Será que, deslumbrada por suazote, no cree más ni en sus instituciones

ni en sus razones de ser. Se enreda ensus leyes, y esas leyes, que protegen a suenemigo, la disponen y la comprometena la dimisión. Sucumbiendo bajo losexcesos de su tolerancia, tienemiramientos con un adversario que no leguardará a ella ninguna consideración,autoriza los mitos que la socavan y ladestrozan y se deja enredar en lassuavidades de su verdugo. ¿Merecesubsistir cuando sus mismos principiosla invitan a desaparecer? Paradojatrágica de la libertad: los mediocres,que son los únicos que hacen posible suejercicio, no sabrían garantizar suduración. Lo debemos todo a su

insignificancia y perdemos todo a causade ella. De esta manera se encuentransiempre por debajo de su misión. Estaes la mediocridad que yo aborrecíacuando amaba sin reserva a los tiranos,de quienes nunca se dirá suficientemente—al contrario de su caricatura (tododemócrata es un tirano de opereta)—que tienen un destino, inclusodemasiado destino. Y si yo les rendíaculto es porque, teniendo instinto demando, no se rebajan ni al diálogo ni alos argumentos: ordenan, decretan, sindignarse a justificar sus actos; de ahí sucinismo, cinismo que yo ponía porencima de todos los vicios y de todas

las virtudes, marca de superioridad,hasta de nobleza, que a mis ojos losaislaba de los mortales. No pudiendohacerme digno de ellos por la acción,esperaba alcanzarlos a través de lapalabra, de la práctica del sofisma y dela enormidad: ser tan odioso con losmedios del espíritu como lo eran elloscon los del poder, devastar por mediode la palabra, hacer estallar al verbo ycon él al mundo, reventar con uno y conotro, hundirme finalmente bajo susescombros. Ahora, chasqueado de esasextravagancias, de todo lo que dabarealce a mis días, me pongo a soñar conuna ciudad, maravilla de moderación,

dirigida por un equipo de octogenariosun tanto chochos, de una amenidadmaquinal, lo suficientemente lúcidoscomo para hacer buen uso de susdecrepitudes, exentos de deseos, deañoranzas, de dudas, y tan preocupadospor el equilibrio general y el bienpúblico que mirasen la sonrisa como unsigno de depravación o de subversión. Yahora es tal mi decadencia que hasta losdemócratas me parecen demasiadoambiciosos y demasiado delirantes.Sería su cómplice, sin embargo, si suodio hacia la tiranía fuese puro; perosólo la abominan porque los relega a suvida privada y los arrincona en su vacío.

El único grado de grandeza que puedenalcanzar es el del fracaso. Liquidar lessienta bien, y cuando sobresalen en ellomerecen nuestro respeto. En términosgenerales, para llevar un Estado a laruina, hace falta una cierta práctica,disposiciones especiales, inclusotalentos. Pero puede suceder que lascircunstancias se presten a ello; la tareaentonces es más fácil, como lo prueba elejemplo de los países en decadenciadesprovistos de recursos interiores,presas de lo insoluble, de losdesgarramientos, del juego de opinionesy de tendencias contradictorias. Tal fueel caso de la antigua Grecia. Y ya que

hablamos de fracaso, el de Grecia fueperfecto: se diría que se esmeró enhacer de él un modelo paradescorazonar a la posteridad. A partirdel siglo II antes de Cristo —dilapidadasu sustancia, tambaleantes sus ídolos,dividida su vida política entre el partidomacedonio y el partido romano—, pararesolver sus crisis y poner remedio a lamaldición de sus libertades, Grecia tuvoque recurrir a la dominación extranjera,aceptar durante más de quinientos añosel yugo de Roma, viéndose empujada aello por el mismo grado de refinamientoy de gangrena a que había llegado.Reducido el politeísmo a un montón de

fábulas, había perdido su genio religiosoy, con él, su genio político, dosrealidades indisolublemente ligadas:poner en tela de juicio a los dioses esponer en tela de juicio a la ciudad quepresiden. Grecia no pudo sobrevivir asus dioses, como tampoco pudo Romasobrevivir a los suyos. Para comprobarque con su instinto religioso perdió suinstinto político, bastará con mirar susreacciones durante las guerras civiles:siempre del lado equivocado, aliándosea Pompeyo contra César, a Bruto contraOctavio y Antonio, a Antonio contraOctavio, uniéndose regularmente a lamala suerte como si en la continuidad

del fracaso hubiera encontrado unagarantía de estabilidad, el consuelo y lacomodidad de lo irreparable. Lasnaciones cansadas de sus dioses, o delas que los dioses están hartos, mientrasmejor legisladas estén, más riesgoscorren de sucumbir. El ciudadano sepule a expensas de las instituciones; sideja de creer en ellas, no puede yadefenderlas. Cuando los romanos, alcontacto con los griegos, terminaron porenmagrecer, es decir por debilitarse, losdías de la república estaban contados.Se resignaron a la dictadura, quizá lallamaban en secreto: nada de Rubicónsin las complicaciones de una fatiga

colectiva.El principio de muerte, inherente a

todos los regímenes, es más perceptibleen las repúblicas que en las dictaduras:las primeras lo proclaman y lo exhiben,las segundas lo disimulan y lo niegan.Lo que no impide que estas últimas,gracias a sus métodos, lleguen aasegurarse una duración larga y sobretodo más consistente: solicitan, cultivanel acontecimiento, mientras que las otraslo dejan de lado, pues la libertad es unestado de ausencia susceptible dedegenerar cuando los ciudadanos,agotados por la tarea de ser ellosmismos, sólo aspiran a humillarse y a

dimitir, a satisfacer su nostalgia deservidumbre. No hay nada que aflijatanto como la extenuación y la ruina deuna república: habría que hablar de ellaen el tono de la elegía o del epigrama o,mejor aún, en el de L'Esprit des lois:«Cuando Sila quiso liberar a Roma, yaera tarde; sólo le quedaba un débil restode virtud, y como siempre tuvo menosque eso, en vez de despertar bajo César,Tiberio, Cayo, Claudio, Nerón,Domiciano, se hizo más servil: todos losgolpes fueron contra el tirano, ningunocontra la tiranía».

Y es que, precisamente, uno puedellegar a tomarle gusto a la tiranía, pues

sucede que el hombre prefiere pudrirseen el miedo antes que afrontar laangustia de ser él mismo. Generalizadoel fenómeno, aparecen los césares:cómo recriminarles cuando responden alas exigencias de nuestra miseria y a lasimploraciones de nuestra cobardía? Enrealidad, merecen ser admirados: correnhacia el asesinato, sueñan con él sincesar, aceptan su horror y su ignominia,y le dedican todos sus pensamientos,hasta el punto de olvidarse del suicidioy del exilio, fórmulas menosespectaculares, aunque más dulces yagradables. Habiendo optado por lo másdócil, sólo pueden prosperar en tiempos

inciertos, para mantener el caos oestrangularlo. La época propicia para suauge coincide con el fin de un ciclo decivilización. Esto es evidente para elmundo antiguo, y no lo será menos parael moderno, que va derecho hacia unatiranía no menos considerable que la quesojuzgaba los primeros siglos de nuestraera. La meditación más elemental sobreel proceso histórico dentro del cualconstituimos el término, revela que elcesarismo será el modo según el cual secumplirá el sacrificio de nuestraslibertades. Si los continentes deben serunificados, será por medio de la fuerza,y no de la persuasión; como el Imperio

romano, el imperio futuro será forjadocon la espada, y se establecerá con elconcurso de todos, puesto que nuestrosmismos terrores lo piden a gritos.

Si me dijeran que divago,respondería que es posible que me estéanticipando. Las fechas no importan. Losprimeros cristianos esperaban el fin delmundo de un momento a otro; sólo seequivocaron por algunos milenios...Desde otro orden de espera, puedoequivocarme también; pero, en fin, no sesopesa ni se comprueba una visión, y laque yo tengo de la tiranía futura se meimpone con una evidencia tan decisivaque me parecería deshonroso querer

demostrar su fundamento. Es una certezaque participa tanto del escalofrío comodel axioma. Y me adhiero a ella con elimpulso de un agitador y la seguridad deun geómetra. No, ni divago ni meequivoco. Y ni siquiera podría decir,como Keats, que «el sentimiento de lasombra me invade». Es más bien una luzlo que me asalta, precisa e intolerable,que no me hace ver el fin del mundo —eso sí sería divagar— sino el de unestilo de civilización y el de una manerade ser. Para limitarme a lo inmediato, ymás concretamente a Europa, me parece,con toda claridad, que la unidad no selogrará, como piensan algunos, por

acuerdo y deliberación, sino por mediode la violencia, según las leyes querigen la constitución de los imperios.Para que esas viejas naciones,enredadas en sus celos y en susobsesiones provincianas, renuncien aellas y se emancipen, hará falta que unamano de hierro las obligue, pues nuncaconsentirán por propia voluntad. Unavez esclavizadas, comulgando en lahumillación y en la derrota, podránentregarse a una obra supranacional bajoel ojo vigilante y malicioso de su nuevoamo. Su esclavitud será brillante, lacuidarán con diligencia y delicadeza, nosin gastar en el empeño los últimos

restos de su genio. Pagarán caro elesplendor de su servidumbre.

Así, adelantándonos a los tiempos,Europa dará, como siempre, el ejemploal mundo, y se hará célebre en su oficiode protagonista y de víctima. Su misiónha consistido en prefigurar las pruebasde los otros, en sufrir por ellos y antesque ellos, en ofrecerles sus propiasconvulsiones como modelo, paraahorrarles el trabajo de inventarconvulsiones originales, personales.Mientras más se esforzaba por ellos,mientras más se atormentaba y agitaba,mejor vivían los otros como parásitosde sus congojas y herederos de sus

rebeliones. Todavía, en el futuro, sevolverán hacia ella hasta el día en que,agotada, ya sólo pueda legarlesdesechos.

Odisea del rencor

Empleamos la mayor parte de nuestrasvigilias en despedazar con elpensamiento a nuestros enemigos, enarrancarles los ojos y las entrañas, enpresionar y vaciar sus venas, en pisoteary machacar cada uno de sus órganos,dejándoles únicamente, por lástima, elplacer de su esqueleto. Hecha estaconcesión, nos tranquilizamos y, hartosde fatiga, caemos en el sueño. Reposobien ganado después de tan minuciosoencarnizamiento. Debemos, por otra

parte, recuperar fuerzas para poderrecomenzar a la noche siguiente, paraemprender una tarea que descorazonaríaa un Hércules carnicero. Decididamente,tener enemigos no es una sinecura.

El programa de nuestras nochessería menos pesado si, durante el día,pudiésemos dar libre curso a nuestrosmalos instintos. Para alcanzar no tanto lafelicidad como el equilibrio, tendríamosque liquidar a una buena parte denuestros semejantes, practicarcotidianamente la masacre tal como lohacían nuestros afortunados y lejanosancestros. No tan afortunados, se nosobjetará, pues la baja densidad

demográfica de la época de las cavernasno les permitía descuartizarse todo eltiempo. De acuerdo. Pero teníancompensaciones, estaban mejorprovistos que nosotros: yendo a cazar acualquier hora del día, lanzándose sobrelas bestias salvajes, era a suscongéneres a quienes abatían.Familiarizados con la sangre, podíanfácilmente apaciguar su frenesí; notenían ninguna necesidad ni de disimularni de diferir sus impulsos asesinos,mientras que nosotros estamoscondenados a vigilar y a refrenar nuestraferocidad, a dejarla sufrir y gemir, puesnos vemos sujetos a la necesidad de

retardar nuestras venganzas o derenunciar a ellas.

No vengarse es encadenarse a laidea del perdón, es hundirse en ella, estornarse impuro a causa del odio que sele ahoga a uno dentro. El enemigoperdonado nos obsesiona y nos perturba,sobre todo cuando hemos decidido nodetestarlo. De todas maneras sólo leperdonamos de verdad si hemoscontribuido o asistido a su caída, si nosofrece el espectáculo de un finignominioso, o si, supremareconciliación, contemplamos sucadáver. Rara dicha por cierto, y valemás no contar con ella. Pues el enemigo

nunca está por tierra, siempre seencuentra de pie y triunfante. Su primeracualidad es la de levantarse frente anosotros y oponer a nuestras tímidasrisas burlonas su abierto sarcasmo.

Nada nos hace más desgraciados quela obligación de resistir a la llamada denuestros profundos orígenes primitivos.Los resultados son esos tormentos decivilizado reducido a la sonrisa, uncidoa la cortesía y a la duplicidad, incapazde anular al adversario, salvo con laintención, abocado a la calumnia y,desesperado por matar, lo haceúnicamente gracias a la virtud de laspalabras, ese puñal invisible. Los

caminos de la crueldad son diversos. Alsustituir la jungla, la conversaciónpermite a nuestra bestialidad gastarsesin perjuicio inmediato para nuestrossemejantes. Si, por el capricho de unpoder maléfico, perdiéramos el uso dela palabra, nadie se encontraría ya asalvo. Hemos logrado pasar al dominiode nuestros pensamientos la necesidaddel asesinato inscrita en nuestra sangre:sólo esta acrobacia explica laposibilidad, y la permanencia, de lasociedad. ¿Habrá que concluir quelogramos triunfar sobre nuestracorrupción nativa, sobre nuestrostalentos homicidas? Eso sería

desconocer las capacidades del verbo yexagerar sus posibilidades. La crueldadque hemos heredado, que está a nuestradisposición, no se deja domar tanfácilmente; mientras no nos entreguemosa ella por completo, y no la agotemos, seconservará en lo más secreto y no nosemanciparemos de ella. El asesinotípico medita su crimen, lo prepara, locumple, y, al cumplirlo, se libera por untiempo de sus impulsos; en cambio, elque no mata porque no puede matar,aunque tenga deseos de hacerlo, elasesino irrealizado, veleidoso yelegíaco de la matanza, cometementalmente un sinnúmero de crímenes,

y se atormenta y sufre mucho más que elotro, puesto que arrastra la nostalgia detodas las abominaciones que no pudoperpetrar. De la misma manera aquelque no osa vengarse envenena sus días,maldice sus escrúpulos y ese acto contranatura que es el perdón. Sin duda lavenganza no siempre es dulce: una vezllevada a cabo, nos sentimos inferiores ala víctima, nos enredamos en lassutilezas del remordimiento; la venganzatambién tiene su ponzoña, aunque estémás cerca de nuestra naturaleza, de loque experimentamos, de nuestra propialey; también es más sana que lamagnanimidad. Las Furias tenían la fama

de ser anteriores a los dioses, a Júpiterinclusive. La Venganza es anterior a laDivinidad. Es la máxima intuición de lamitología antigua.

Los que, o por falta de ocasión o porimpotencia, no han reaccionado ante lasmaniobras de sus enemigos, llevan en surostro los estigmas de cóleras ocultas,las huellas de la afrenta y del oprobio,el deshonor de haber perdonado. Losbofetones que no dieron se volteancontra ellos y regresan en masa agolpear su cara y a ilustrar su cobardía.Perdidos y obsesos, replegados sobre suvergüenza, saturados de amargura,rebeldes con los demás y consigo

mismos, tan inhibidos como prontos aestallar, se diría que hacen un esfuerzosobrehumano por apartar de sí unaamenaza de convulsión. Mientras másgrande es su impaciencia, mejor debendisfrazarla, y cuando no lo consiguen yexplotan, inútilmente, estúpidamente,caen en el ridículo, al igual que aquellosque han acumulado demasiada bilis ydemasiado silencio y pierden en elmomento decisivo toda su contenciónante sus enemigos y se muestranindignos de ellos. Su fracaso hará creceraún más su rencor, y cada experiencia,por insignificante que sea, equivaldrá aun nuevo suplemento de hiel.

No nos ablandamos, no nos hacemosbuenos si no es destruyendo lo mejor denuestra naturaleza, sometiendo el cuerpoa la disciplina de la anemia, y el espíritua la del olvido. Mientras guardemosaunque sea una sombra de memoria, elperdón será una lucha con los instintos,una agresión contra el propio yo.Nuestras villanías nos ponen de acuerdocon nosotros mismos, aseguran nuestracontinuidad, nos ligan a nuestro pasadoy excitan nuestros poderes de evocación;de la misma manera, sólo tenemosimaginación cuando nos encontramos enespera de la desgracia de los demás, enlos transportes del hartazgo, en esa

disposición que nos empuja, si no acometer infamias, al menos a soñarlas.¿Cómo podría ser de otra forma en unplaneta donde la carne se propaga con laimpudicia de un azote? Hacia donde unose dirija, tropieza con lo humano, odiosaubicuidad que nos hunde en el estupor yla rebeldía, en una estupidez fogosa.Antes, cuando el espacio se encontrabamenos abarrotado, menos infestado dehombres, unas sectas, indudablementeinspiradas por una fuerza benéfica,preconizaban y practicaban lacastración; por una infernal paradojadesaparecieron en el momento precisoen el que su doctrina hubiera sido más

oportuna y saludable que nunca.Maniáticos de la procreación, bípedoscon rostros desmonetizados, hemosperdido todo atractivo los unos para losotros, y únicamente sobre una tierrasemidesierta, poblada a lo más dealgunos millones de habitantes, nuestrasfisonomías podrían volver a encontrarsu antiguo prestigio. La multiplicaciónde nuestros semejantes linda con loinmundo; el deber de amarlos, con laimpertinencia. Esto no impide que todosnuestros pensamientos esténcontaminados por la presencia de lohumano, que huelan a humano y que noconsigan desembarazarse de ello. ¿Qué

verdad pueden alcanzar, a quérevelación pueden elevarse, si estapestilencia asfixia el espíritu y lo vuelveimpropio para pensar en otra cosa queno sea ese animal pernicioso y fétido decuyas emanaciones está contaminado?Aquel que es demasiado débil paradeclarar la guerra al hombre, nuncadebería olvidarse, en sus momentos defervor, de rogar por el advenimiento deun segundo diluvio, más radical que elprimero.

El conocimiento arruina el amor: amedida que penetramos en nuestrossecretos detestamos a nuestrossemejantes, precisamente porque se nos

asemejan. Cuando ya no se tienen másilusiones sobre uno mismo, no se tienentampoco sobre los demás; lainnombrable, que se intuye porintrospección, se extiende, por unalegítima generalización, al resto de losmortales, y al descubrirlos depravadosen su esencia, uno no se equivoca alimputarles todos los vicios.Curiosamente, la mayoría de losmortales se revelan ineptos o renuentesa rastrear los vicios, a comprobarlos ensí mismos o en los demás. Es fácil hacerel mal: todo el mundo lo consigue;asumirlo explícitamente, reconocer suinexorable realidad es, en cambio, una

insólita hazaña. En la práctica,cualquiera puede rivalizar con el diablo;en teoría no ocurre lo mismo. Cometerhorrores y concebir el horror son dosactos irreductibles uno con respecto alotro: nada en común entre el cinismovivido y el cinismo abstracto.Desconfiemos de los que se suscriben auna filosofía tranquilizadora, los quecreen en el Bien y lo erigen en ídolo; nohabrían llegado a eso si, inclinadoshonestamente sobre sí mismos, hubieransondeado sus profundidades o susmiasmas: pero aquellos pocos quetuvieron la indiscreción o la desgraciade sumergirse hasta las profundidades

de su ser, saben a qué atenerse conrespecto al hombre: no podrán yaamarlo, pues no se aman más a símismos, aunque están, a la vez —y ésees su castigo—, más apegados a su yoque antes...

Para poder conservar la fe ennosotros y en los demás, y no percibir elcarácter ilusorio, la nulidad de todoacto, la naturaleza nos ha hecho opacosa nosotros mismos, sujetos a una cegueraque genera el mundo y lo gobierna. Silleváramos a cabo una investigaciónexhaustiva de nosotros mismos, el asconos paralizaría y condenaría a unaexistencia sin provecho. La

incompatibilidad entre el acto y elconocimiento de uno mismo parecehabérsele escapado a Sócrates; sin esto,en su calidad de pedagogo, de cómplicedel hombre, ¿se hubiera atrevido aadoptar el lema del oráculo con todoslos abismos de renuncia que supone y alos que invita?

Mientras se posee una voluntadpropia y se apega uno a ella (es elreproche que se le ha hecho a Lucifer),la venganza es un imperativo, unanecesidad orgánica que define aluniverso de la diversidad, del «yo», yque no tiene ningún sentido en eluniverso de la identidad. Si fuese cierto

que «es en el Uno donde respiramos»(Plotino), ¿de quién nos vengaríamos ahídonde toda diferencia desaparece ydonde comulgamos con lo indiscernibley perdemos nuestros contornos? Dehecho respiramos en lo múltiple; nuestroreino es el del «yo» y no hay salvación através del «yo». Existir es condescendercon la sensación, o sea con laafirmación de uno mismo: de ahí sederiva el no saber (con su consecuenciadirecta: la venganza), principio defantasmagoría, fuente de peregrinaciónsobre la tierra. Mientras máspretendemos apartarnos de nuestro yo,más nos hundimos en él. De nada nos

sirve hacerlo estallar: en el mismomomento en que creemos haberloconseguido, se muestra más seguro quenunca; todo lo que ponemos en juegopara arruinarlo sólo consigue aumentarsu fuerza y su solidez, y es tal su vigor ysu perversidad que se dilata mejor en elsufrimiento que en el gozo. Si estoocurre con el yo, lo mismo sucede, y conmayor razón, con los actos. Cuando noscreemos liberados de ellos, estamos másanclados que nunca: incluso degradadosa meros simulacros, los actos tienenpoder sobre nosotros y nos esclavizan.Y si llevamos a cabo alguna empresa, yasea por persuasión o a la fuerza,

terminamos siempre por adherirnos aella, por convertirnos en sus esclavos oen sus engañados. Nadie se mueve sinafiliarse a lo múltiple, a las apariencias,al «yo». Actuar es delinquir contra elabsoluto.

La soberanía del acto viene, hay quedecirlo sin rodeos, de nuestros vicios,que contienen un mayor contingente deexistencia que las virtudes. Si nosadherimos a la causa de la vida, yparticularmente a la de la historia, losvicios se revelan útiles en gradosuperlativo: ¿acaso no es gracias a ellosque nos apegamos a las cosas ydesempeñamos un buen papel?

Inseparables de nuestra condición, sóloel fantoche no los tiene. Quererboicotear a los vicios es conspirarcontra uno mismo, es soltar las armas enpleno combate, es desacreditarse a losojos del prójimo o quedarse siemprevacío. El avaro merece que se leenvidie, no a causa de su dinero, sinojustamente por su avaricia, que es suverdadero tesoro. Al fijar al individuoen un sector de lo real, al implantarlo enél, el vicio, que nada hace a la ligera, loocupa, lo profundiza, le da unajustificación, lo desvía de lo vago. Elvalor práctico de las manías, de losdesajustes y de las aberraciones no

necesita ya demostración. En la medidaen que nos acantonamos en este mundo,en lo inmediato, donde las voluntades seenfrentan, donde hace estragos el apetitode ser el primero, un pequeño vicio esmás eficaz que una gran virtud. Ladimensión política de los seres(entiendo por política la coronación delo biológico) salvaguarda el reino de losactos, el reino de las abyeccionesdinámicas. Conocernos es identificar elmóvil sórdido de nuestros gestos, loinconfesable inscrito en nuestrasustancia, la suma de miserias patentes oclandestinas de las que depende nuestraeficacia. Todo lo que emana de las zonas

inferiores de nuestra naturaleza estáinvestido de fuerza, todo lo que viene deabajo estimula: producimos y rendimosmás por celos y rapacidad que pornobleza o desinterés. La esterilidad sóloacecha a los que no se dignan a mantenery a divulgar sus taras. Cualquiera quesea el sector en que nos ocupemos, paratriunfar en él tenemos que cultivar ellado insaciable de nuestro carácter,consentir nuestras inclinaciones alfanatismo, a la intolerancia y a lavenganza. Nada más sospechoso que lafecundidad. Si buscas la pureza, sipretendes una transparencia interior,rechaza sin tardanza tus talentos, salta

del circuito de los actos, sitúate fuera delo humano, renuncia, para emplear lajerga piadosa, a la «conversación de lascriaturas»...

Los grandes dones, lejos de excluirlos grandes defectos, los llaman y losrefuerzan. Cuando los santos se acusande tal o cual pecado, hay que creerlesbajo palabra. El mismo interés quemuestran por los sufrimientos ajenosatestigua contra ellos. Su piedad, lapiedad en general, ¿qué es si no el viciode la bondad? Obtiene su eficacia delmal principio que recela, y por ello gozacon los sufrimientos de los otros,saborea su veneno, se precipita sobre

todos los males que percibe o presiente,sueña con el infierno como si fuera unatierra prometida, lo postula, no puedeprescindir de él, y, si la piedad no esdestructiva por si misma, se aprovecha,no obstante, de todo lo que destruye.Extrema desviación de la bondad,termina por ser su negación, mucho másentre los santos que entre nosotros. Paraconvencerse, basta leer sus Vidas ycontemplar la voracidad con la que seprecipitan sobre nuestros pecados, lanostalgia que tienen por la caídafulgurante o el remordimientointerminable, su exasperación ante lamediocridad de nuestras infamias y su

pesar al no tener que atormentarse máspor nuestra salvación.

Por muy alto que nos elevemos,permanecemos prisioneros de nuestranaturaleza, de nuestra caída original.Los hombres con grandes designios, osimplemente talentosos, son monstruos,soberbios y horribles, que hacen elefecto de estar meditando algún crimentremendo; en realidad preparan suobra... trabajan taimadamente en ella,como malhechores: ¿acaso no tienen queabatir a todos aquellos que siguen elmismo camino que ellos? Nos agitamosy producimos para aplastar a los seres oal Ser, a los rivales o al Rival. A

cualquier nivel los espíritus se hacen laguerra, se complacen y se revuelcan enel desafío; los mismos santos seentreatacan y excluyen, como lo hacen,por otra parte, los dioses, según loprueban sus perpetuos pleitos, azote detodos los Olimpos. Aquel que aborda elmismo dominio o el mismo problemaque nosotros, que atenta contra nuestraoriginalidad, contra nuestros privilegios,contra la integridad de nuestraexistencia, nos despoja de nuestrasquimeras y de nuestras oportunidades.El deber de derribarlo, de arrasarlo, oal menos de vilipendiarlo, adquiere laforma de una misión, de una fatalidad.

Sólo nos es agradable aquel que seabstiene, que no se manifiesta para nada;eso mientras no vaya a convertirse enmodelo: el sabio reconocido excita ylegitima la envidia. Incluso un vago, sise distingue en su vagancia y brilla,corre el riesgo de deshonrarse: atraedemasiado la atención sobre sí... Loideal seria una desaparición biendosificada. Nadie lo consigue.

Sólo se adquiere la gloria endetrimento de los demás, de aquellosque también la buscan; hasta lareputación se obtiene al precio deinnombrables injusticias. Aquel que hasalido del anonimato, o que hace el

intento por salir, prueba que haeliminado todo escrúpulo de su vida,que ha triunfado sobre su conciencia, sies que alguna vez la tuvo. Renunciar alnombre es condenarse a la inactividad;apegarse a él es degradarse. ¿Hay querezar o escribir plegarias?, ¿existir oexpresarse? Lo cierto es que elprincipio de expansión, inmanente anuestra naturaleza, nos hace mirar losméritos de otro como una usurpación delos nuestros, como una continuaprovocación. Si la gloria nos estáprohibida o nos es inaccesible,acusamos a aquellos que la hanalcanzado porque pensamos que la han

obtenido robándonosla: noscorrespondía por derecho, nospertenecía, y sin las maquinaciones deesos usurpadores hubiese sido nuestra.«Mucho más que la propiedad, la gloriaes un robo»: letanía del amargado y,hasta cierto punto, de todos nosotros. Lavoluptuosidad de ser desconocido oincomprendido es rara; no obstante, sibien se mira, ¿no equivale acaso alorgullo de haber triunfado sobre lasvanidades y los honores, sobre el deseode un renombre inhabitual, al orgullo deuna celebridad sin público? Lo cualconstituye la forma suprema, elsummum, del apetito de gloria.

La palabra no es demasiado fuerte:se trata de un apetito que hunde susraíces en nuestros sentidos y queresponde a una necesidad fisiológica, aun grito de las entrañas. Para apartarnosde él y vencerlo, deberíamos meditar ennuestra insignificancia hasta adquirir elsentimiento vivo de ella, sin ningunavoluptuosidad, pues la certeza de no sernada conduce, si no se tiene cuidado, ala complacencia y al orgullo: no sepercibe la propia nada, no se detieneuno en ella, sin apegárselesensualmente... Hay cierto placer endenunciar encarnizadamente lafragilidad de la felicidad; de la misma

forma, cuando se profesa desdén por lagloria, no se ignora, con eso, el deseo deobtenerla, se la adora incluso alproclamar su inanidad. Deseo odioso sinduda, pero inherente a nuestraorganización; para extirparlo, habría queconsagrar la carne y el espíritu a lapetrificación, rivalizar en apatía con elmineral, olvidar después a los demásevacuarlos de nuestra conciencia, puessu simple presencia radiante y satisfechadespierta a nuestro mal genio, quien nosordena barrerlos y salir de nuestraoscuridad a pesar de su brillo.

Detestamos a aquellos que han«escogido» vivir en la misma época que

nosotros, que corren a nuestro lado, queestorban nuestros pasos o nos dejanatrás. En términos más claros: todocontemporáneo es odioso. Nosresignamos a la superioridad de unmuerto, nunca a la de un vivo cuyamisma existencia constituye un reprochey una acusación, una invitación a losvértigos de la modestia. Que tantossemejantes nos sobrepasen es unaevidencia insostenible que esquivamosarrogándonos, por astucia instintiva odesesperada, todos los talentos yatribuyéndonos la ventaja de ser únicos.Nos asfixiamos cerca de nuestrosémulos o de nuestros modelos: ¡qué

alivio frente a sus tumbas!Incluso el discípulo sólo respira y se

emancipa con la muerte del maestro.Mientras somos, invocamos con nuestrosdeseos la ruina de aquellos que noseclipsan con sus dones, con sus trabajoso sus hazañas, y espiamos con avidez,con febrilidad, sus últimos momentos.Fulano se eleva, en nuestro sector, porencima de nosotros y es razón suficientepara que deseemos vernos libres de él:¿cómo perdonarle la admiración que nosinspira? Que se borre, que se aleje, quereviente al fin para que podamosvenerarlo sin desgarramiento niacrimonia, para que cese nuestro

martirio.Si el que se eleva tuviera un poco de

astucia, en lugar de agradecernos la grandebilidad que sentimos por él, nostrataría mal, nos acusaría de impostura,nos apartaría con asco o conmiseración.Demasiado lleno de sí mismo, sinninguna experiencia en el calvario de laadmiración, ni de los movimientoscontradictorios que provoca en nosotros,apenas sí sospecha que al ponerlo en unpedestal hemos consentido en rebajarnosy que pagará por ello: ¿podremosolvidar jamás el golpe que, a su pesar,es cierto, asestó a la dulce ilusión denuestra singularidad y de nuestro valor?

Habiendo cometido la imprudencia o elabuso de dejarse adorar demasiadotiempo, tiene que sufrir lasconsecuencias: por el decreto de nuestralasitud, de verdadero dios se haconvertido en dios falso, se ha reducidoa ser el arrepentimiento de haberocupado indebidamente nuestras horas.Quizá sólo lo hemos venerado con laesperanza de poder vengarnos algún día.Si nos place postrarnos, nos place másaún renegar de aquellos ante quienes noshemos rebajado. Cualquier trabajo dezapa exalta, confiere energía; de ahí laurgencia, la infalibilidad práctica de lossentimientos viles. La envidia, que hace

de un poltrón un temerario, de un abortoun tigre, fustiga los nervios, enciende lasangre, comunica al cuerpo un escalofríoque le impide amilanarse, otorga alrostro más anodino una expresión deardor concentrado; sin ella no habríaacontecimientos, ni siquiera mundo; laenvidia ha hecho al hombre posible, leha permitido hacerse un nombre,acceder a la grandeza por la caída poresa rebelión contra la gloria anónimadel paraíso, donde no encontrabaacomodo, al igual que el ángel caído, suinspirador y su modelo. Todo lo querespira, todo lo que se mueve, datestimonio de la mácula original.

Asociados para siempre a laefervescencia de Satán, patrón delTiempo, apenas distinto de Dios, puestoque sólo es su faz visible, somos presade ese genio de la sedición que nos hacecumplir con nuestra tarea de seresvivientes excitándonos los unos contralos otros en un combate deplorable, sinduda, pero fortificador: salimos de latorpeza, nos animamos, cada vez que,triunfando sobre nuestros móvilesnobles, tomamos conciencia de nuestropapel de destructores.

La admiración, por el contrario, afuerza de desgastar nuestra sustancia,nos deprime y nos desmoraliza a la

larga; nos volvemos contra el admirado,culpable de habernos infligido la cargade elevarnos a su nivel. Que no seasombre si nuestros impulsos hacia élsufren retrocesos, ni si procedemos devez en cuando a la revisión de nuestrosarrebatos. Nuestro instinto deconservación nos llama al orden, aldeber para con nosotros mismos, nosobliga a reponernos. No dejamos deestimar o de echar incienso a fulano o amengano porque sus méritos seencuentren en entredicho, sino porque nopodemos realzarnos más que a susexpensas. Sin haberse desecado, nuestracapacidad de admiración atraviesa una

crisis durante la cual, entregados a losencantos y furores de la apostasía,hacemos el recuento de nuestros ídolospara repudiarlos y destrozarlos porturno, y este frenesí de iconoclasta,despreciable en sí mismo, no deja porello de ser el factor que pone nuestrasfacultades en movimiento.

El resentimiento, móvil vulgar, esdecir eficaz, de la inspiración, triunfa enel arte y en la filosofía: pensar esvengarse con astucia, es saber disfrazarlas negruras y velar los malos instintos.Si juzgamos por lo que excluye yrechaza, un sistema evoca un ajuste decuentas hábilmente llevado.

Implacables, los filósofos son unos«duros», como los poetas, como todosaquellos que tienen algo que decir. Silos suaves y los tibios no dejan huella,no es por falta de profundidad o declarividencia, sino por falta deagresividad, lo cual, no obstante, noimplica una vitalidad intacta. Enconflicto con el mundo, el pensador es amenudo un debilucho, un raquítico, másvirulento mientras más siente suinferioridad biológica y sufre por ello.Mientras más sea rechazado por la vida,más tratará de dominarla y subyugarla,sin conseguirlo. Bastante desheredadocomo para perseguir la dicha, pero

demasiado orgulloso para encontrarla oresignarse, tan real como irreal, tantemible como impotente, el pensador seasemeja a una mezcla de fiera y defantasma, a un furioso que vivierametafóricamente.

Un rencor bien firme, bien vigilante,puede constituir por sí mismo elarmazón de un individuo: la debilidadde carácter procede la mayor parte delas veces de una memoria desfalleciente.No olvidar la injuria es uno de lossecretos del éxito, un arte que poseen sinexcepción los hombres de conviccionesfuertes, pues toda convicción estáconstituida principalmente de odio y, en

segundo lugar solamente, de amor. Lasperplejidades, por el contrario, son ellote de aquel que, incapaz precisamentede amar y de odiar, no puede optar pornada, ni siquiera por suscontradicciones. Si quiere afirmarse,sacudir su apatía, tener un papel, que seinvente enemigos y a ellos se aferre, quedespierte su crueldad adormecida o elrecuerdo de ultrajes imprudentementedespreciados. Para dar el menor pasohacia adelante se requiere un mínimo debajeza, incluso para subsistir. Que nadiedesdeñe sus recursos de indignación siquiere «perseverar en el ser». El rencorconserva; si, además, uno sabe

mantenerlo, cuidarlo, se evita la perezay el ablandamiento. Se debería sentirrencor incluso contra las cosas: ¿quémejor estrategia para remojarse en sucontacto, para abrirse a lo real yrebajarse con provecho? Desprovisto detoda carga vital, un sentimiento puro esuna contradicción en sus términos, unaimposibilidad, una ficción. Así pues noexiste, aunque se lo busque en eldominio de la religión, donde se suponeque prospera. No se puede existir, nimucho menos rezar, sin dar su parte aldemonio. Más a menudo nos apegamos aDios para vengarnos de la vida, paracastigarla y manifestarle que podemos

prescindir de ella, que hemosencontrado algo mejor, y también nosapegamos a él por horror a los hombres,como medida de represión contra ellos,por el deseo de hacerles comprenderque, teniendo nuestros intereses en otraparte, su sociedad no nos esindispensable, y que si nos rebajamosante El es para no tener que arrastrarnosante ellos. Sin ese elemento mezquino,turbio, taimado, nuestro fervor careceríade energía y quizá no podría niesbozarse.

Se diría que es a los enfermos aquienes compete revelarnos lairrealidad de los sentimientos puros, que

ésa es su misión y el sentido de susexperiencias. Nada más natural, pues enellos se concentran y exacerban las tarasde nuestra raza. Después de haberperegrinado a través de las especies yluchado con más o menos éxito porimprimir su huella en ellas, laEnfermedad, cansada de su carrera,quiso sin duda aspirar al descanso,buscar a alguien en quien afirmar susupremacía en paz y que no se mostrasereacio a sus caprichos y a sudespotismo, alguien con quien realmentepudiese contar. Tanteó a derecha eizquierda, fracasó muchas veces. Por finencontró al hombre, si es que no fue ella

quien lo creó. De esta suerte todossomos enfermos: los unos, virtuales,forman la masa de los sanos, especie dehumanidad plácida, inofensiva; losotros, caracterizados, son los enfermospropiamente dichos, minoría cínica yapasionada. Dos categorías próximas enapariencia, irreconciliables de hecho:una considerable separación diferenciael dolor posible del dolor presente.

En vez de recriminarnos a nosotrosmismos la fragilidad de nuestracomplexión, hacemos responsables a losdemás de la menor incomodidad inclusode una migraña; los acusamos dehacernos pagar por su salud, de

mantenernos clavados en la cama paraque ellos puedan moverse y agitarse a sugusto. Con qué voluptuosidad veríamosnuestro mal o nuestra indisposiciónpropagarse, contagiarse alrededor y, sifuera posible, a la humanidad entera.Decepcionados en nuestro deseo,detestamos a todos, próximos y lejanos,abrigamos hacia ellos sentimientosexterminadores, deseamos que se veanmás amenazados que nosotros, y que enla hora de la agonía una total anulaciónen común suene para el total de losvivientes. Sólo los grandes dolores, losdolores inolvidables, desligan delmundo; los otros, los mediocres, los

peores moralmente, esclavizan porqueremueven los bajos fondos del alma.Debemos desconfiar de los enfermos:tienen «carácter», saben explotar y afilarsus rencores. Un día un enfermo decidióno volver a estrechar la mano de unsano. Pero pronto descubrió que muchosde los que había creído sanos no estabanen el fondo ilesos. ¿Para qué entonceshacerse enemigos por sospechasapresuradas? Evidentemente, era másrazonable que los demás, y tenía másescrúpulos que los de su ralea, pandillafrustrada, insaciable y profética, quedebería ser aislada porque quieretrastocarlo todo para imponer su ley.

Confiemos más bien las cosas a losnormales, los únicos dispuestos adejarlas tal cual: indiferentes al pasadoy al porvenir, se limitan al presente y seinstalan en él sin nostalgias niesperanzas. Pero en cuanto la saludflaquea, ya sólo se piensa en el paraísoo en el infierno, en reformar: se quierereparar lo irreparable, mejorar odemoler la sociedad que se tornainsoportable porque uno no puedesoportarse a sí mismo. Un hombre quesufre es un peligro público, undesequilibrado tanto más temible cuantoque debe la mayoría de las vecesdisimular su mal, fuente de su energía.

No puede uno hacerse valer ni tener unpapel sin la asistencia de algún achaque,y no existe dinamismo que no sea signode miseria fisiológica o de estragointerno. Cuando se conoce el equilibrio,no se apasiona uno por nada, ni se apegauno a la vida, porque se es la vida; si elequilibrio se rompe, en vez deasimilarnos a las cosas, sólo pensamosen trastocarlas o en remodelarlas.

El orgullo emana de la tensión y dela fatiga de la conciencia, de laimposibilidad de existir ingenuamente.Ahora bien, los enfermos, nuncaingenuos, sustituyen el hecho por la ideafalsa que se hacen de él, de manera que

sus percepciones, y hasta sus reflejos,participan de un sistema de obsesioneshasta tal punto imperiosas que les esimposible no codificarlas e infligírselasa los demás, legisladores pérfidos ybiliosos que se ocupan en hacerobligatorios sus males para golpear aaquellos que tienen el descaro de nocompartirlos. Si los hombres sanos semuestran más complacientes, si notienen ninguna razón para ser intratables,es porque ignoran las virtudesexplosivas de la humillación. Quien lahaya experimentado no la olvidaránunca, y no parará hasta que la traspasea una obra capaz de perpetuar sus

congojas. Crear es legar los sufrimientospropios, es querer que los otros sesumerjan en ellos y los asuman, que seimpregnen de ellos y los revivan. Eso escierto en un poema y puede ser cierto enel cosmos. Sin la hipótesis de un diosenfebrecido, obsesionado, sujeto aconvulsiones ebrio de epilepsia, nopodríamos explicarnos este universo queen todo lleva las marcas de un babeooriginal. Y adivinamos la esencia de esedios cuando nosotros mismos somospresa de un temblor similar al que éldebió de sentir en los momentos en quese liaba a golpes con el caos. Pensamosen él con todo lo repugnante que nos

resulta la forma y el buen sentido, connuestras confusiones y nuestro delirio;nos acercamos a él medianteimploraciones que nos dislocan, puesnos resulta próximo cada vez que algose rompe en nosotros, y de alguna formatambién tenemos que liarnos con el caos.¿Teología sumaria? Si contemplamosesta creación mal despachada, ¿cómo norecriminar a su autor?, ¿cómo, sobretodo, creerlo hábil o simplementediestro? Cualquier otro dios hubiesedado pruebas de mayor competencia ode equilibrio: por donde se mire, no haymás que error y atolladero. Imposibleabsolverlo, pero imposible también no

comprenderlo. Y lo entendemos por todolo que en nosotros mismos esfragmentario, inacabado, mal hecho. Suempresa lleva los estigmas de loprovisorio, y, sin embargo, no fuetiempo lo que le faltó para hacerla bien.Para nuestra desgracia, estuvoinexplicablemente apresurado.

Por una legítima ingratitud, y parahacerle sentir nuestro mal humor, nosesmeramos —expertos en anti-Creación— en deteriorar su edificio, en haceraún más miserable una obracomprometida ya desde sus inicios. Sinduda sería más elegante no meterse conella, dejarla tal cual, no vengarnos en

esa obra de las incapacidades de suCreador; pero como nos transmitió susdefectos, no tenemos por qué tenermiramientos con El. Si, en últimainstancia, lo preferimos a los hombres,de todas maneras no es ajeno a nuestrosmalos humores. Quizá no hayamosconcebido a Dios más que pararegenerar y justificar nuestras rebeldías,para darles un objeto digno, paraimpedir que se extenúen y envilezcanrealzándolas en el abuso vigorizante delsacrilegio, réplica a las seducciones y alos argumentos del descorazonamiento.Uno no acaba nunca con Dios. Tratarlode tú a tú, como enemigo, es una

impertinencia que fortifica, queestimula; y son dignos de lástimaaquellos a quienes ya no irrita más. Quésuerte, en cambio, poder,desvergonzadamente, hacer recaer sobreEl la responsabilidad de todas nuestrasmiserias, agobiarlo e injuriarlo, noperdonarlo en ningún momento, nisiquiera durante nuestras plegarias.Según testimonio de libros sagrados,también El siente rencor, cuyomonopolio no tenemos, pues la soledad,por absoluta que sea, no evita elsentirlo. Que incluso para un dios no seabueno estar solo quiere decir: creemosel mundo para tener a quien atacar y en

quien ejercitar nuestra inspiración ynuestras novatadas. Y cuando el mundose evapore, quedará, hombre o dios, estaforma sutil de venganza: la venganzacontra uno mismo, ocupación absorbenteno destructiva puesto que prueba que seestá vivo, que uno se adhiere a la vida,justamente a través de la autotortura.

El hosanna no entra en nuestroshábitos. Igualmente impuros, aunque demanera distinta, el principio divino y elprincipio diabólico son fáciles deconcebir; los ángeles, por el contrario,se nos escapan. Y si no logramosimaginarlos, si descorazonan nuestraimaginación, es porque, contrariamente

a Dios, al diablo y a todos nosotros,sólo ellos —cuando no sonexterminadores— se expanden yprosperan sin el aguijón del rencor. Ytambién —¿hay que agregarlo?— sin elaguijón del halago, del que nosotrosanimales atareados, no podríamosprescindir. Dependemos, para actuar, dela opinión del prójimo, solicitamos,exigimos su homenaje, y perseguimossin piedad a aquellos que emiten sobrenosotros un juicio matizado o inclusojusto; y si tuviéramos los medios, losobligaríamos a emitir juiciosexagerados, ridículos,desproporcionados en relación a

nuestras aptitudes y a nuestros logros. Elelogio mesurado nos parece unainjusticia, la objetividad un reto, lareserva un insulto, y esperamos que eluniverso se postre a nuestros pies. Loque buscamos, lo que solicitamos en lamirada de los demás, es la expresiónservil, una admiración no disimuladahacia nuestros gestos y nuestraselucubraciones, la confesión de un ardorsin reservas, el éxtasis ante nuestranada. Moralista de ocasión, psicólogo yparásito, el adulador conoce nuestradebilidad y la explotadesvergonzadamente. Nuestradecadencia es tal que aceptamos sin

enrojecer excesos, desbordamientos deadmiración falsos y premeditados, puespreferimos las cortesías de la mentira ala requisitoria del silencio. Laadulación, mezclada con nuestrafisiología, con nuestras vísceras, afectanuestras glándulas, se asocia a nuestrassecreciones y las estimula, apunta anuestros sentimientos más innobles, esdecir, los más profundos y los másnaturales, suscita en nosotros una euforiade mala ley a la cual asistimosaterrados; tan aterrados como cuandocontemplamos los efectos de la censura,efectos mucho más marcados puesto quesocavan los fundamentos mismos de

nuestro ser. Y como nadie atenta contraellos impunemente, replicamos, ya seagolpeando sin tardanza, ya seaelaborando hiel, lo que equivale a unarespuesta madurada. Para no reaccionarsería menester una metamorfosis, uncambio total, no únicamente de nuestrasdisposiciones sino también de nuestrosórganos. Una operación de tal calibre noes inminente, por lo cual nos inclinamosfavorablemente ante las mentiras de laadulación y la soberanía del rencor.

Reprimir la necesidad de venganzaes querer desentenderse del tiempo,quitar a los acontecimientos laposibilidad de ocurrir, es pretender

licenciar al mal, y, con él, a la acción.Pero el acto, avidez de atropelloconsustancial al ser, es una rabia sobrela que únicamente triunfamos en algunosmomentos, en esos en los que, fatigadosde atormentar a nuestros enemigos, losabandonamos a su suerte, los dejamosencharcarse y vegetar porque ya no losamamos lo suficiente como paraencarnizarnos en su destrucción, endisecarlos, en hacerlos objeto denuestras anatomías nocturnas. Sinembargo, la rabia nos asalta otra vez porpoco que se reavive ese gusto por lasapariencias, esa pasión por lo irrisorioque nos apega a la existencia. Incluso

reducida a su mínima expresión, la vidase nutre de sí misma, tiende hacia elacrecentamiento del ser, quiereaumentarse sin ninguna razón, a travésde un mecanismo deshonroso eirreprimible. Una misma sed devora almosquito y al elefante; se hubiese creídoque en el hombre se apagaría; perovemos que no es así, y que incluso losachacosos la padecen con crecienteintensidad. La capacidad de desistirconstituye el único criterio del progresoespiritual: no es cuando las cosas nosabandonan, sino cuando nosotros lasdejamos, cuando accedemos a ladesnudez interior, a ese extremo en el

que ya no nos afiliamos ni al mundo ni anosotros mismos, extremo en el quevictoria significa dimitir, renunciar conserenidad, sin pensar y, sobre todo, sinmelancolía; pues la melancolía, pordiscretas y etéreas que sean lasapariencias, implica un resentimiento: esuna ensoñación cargada de acritud, unaenvidia disfrazada de languidez, unrencor vaporoso. Mientras nosencontramos sujetos a ella, norenunciamos a nada, nos atascamos en el«yo» sin por ello despegarnos de losdemás, en quienes pensamos más,justamente por no haber logradodesprendernos de nosotros mismos. En

el momento en que nos prometemoshaber vencido la venganza, la sentimosimpacientarse como nunca, lista para elataque. Las ofensas «perdonadas» pidende pronto reparación, invaden nuestrasvigilias y, lo que es más, nuestrossueños; se transforman en pesadillas, sehunden de tal manera en nuestrosabismos que terminan por constituir sutejido. Si eso es lo que ocurre, ¿para quéinterpretar la farsa de los sentimientosnobles, apostar por una aventurametafísica o dar por descontada laredención? Vengarse, aunque sólo sea enpensamiento, es situarseirremediablemente más acá del absoluto.

Pues se trata del absoluto. No solamentelas injurias «olvidadas» o soportadas ensilencio, sino también las que hemosrecogido, nos roen, nos hostigan, nosobsesionan hasta el fin de los días, y esaobsesión, que debería desacreditarnosante nuestros propios ojos, por elcontrario, nos halaga y nos tornabelicosos. No perdonamos jamás a unser vivo la menor vejación, una palabra,una mirada teñida de restricción. Y nisiquiera es cierto que se lo perdonemosdespués de su muerte. La imagen de sucadáver nos tranquiliza sin duda y nosfuerza a la indulgencia; pero en cuanto laimagen se borra y en nuestra memoria se

recrudece su figura viva, nuestros viejosrencores resurgen fortalecidas, con todoese cortejo de vergüenzas y dehumillaciones que durarán tanto comonosotros, y cuyo recuerdo sería eterno sila eternidad nos correspondiera.

Puesto que todo nos hiere, ¿por quéno encerrarnos en el escepticismo ytratar de buscar en él un remedio anuestras heridas? Sería otra suerte deengaño, pues la Duda no es más que unproducto de nuestras irritaciones yagravios, y el instrumento que eldescuartizado emplea para sufrir. Sidemolemos las certezas, no es porescrúpulo teórico o por juego, sino por

el furor de verlas desaparecer, por eldeseo de que tampoco le pertenezcan anadie puesto que no las poseemos más.Y la verdad, ¿con qué derecho laposeerían otros? ¿mediante quéinjusticia se revelaría a aquellos quevalen menos? ¿Penaron por ella?,¿velaron para merecerla? Mientras quenosotros nos deslomamos en vano poralcanzar la verdad, resulta que otros sepavonean con ella como si les estuviesereservada por un designio de laprovidencia. La verdad, no obstante, noes su patrimonio, y para impedirlesreivindicarla, los persuadimos de que,cuando creen tenerla, se trata en

realidad de una ficción. Con el fin deponer al abrigo nuestra conciencia, nosesmeramos en descubrir en ellosostentación y arrogancia, lo cual nospermite turbarlos sin remordimientos y,al inocularles nuestro estupor, tornarlostan vulnerables e infelices como losomos nosotros mismos. El escepticismoes el sadismo de las almas ulceradas.

Mientras más nos compadecemos denuestras heridas, más las creemosinseparables de nuestra condición deesclavos. El máximo desapego quepodemos pretender es el de mantenernosen una posición equidistante entre lavenganza y el perdón, en medio de una

hosquedad y una generosidad igualmenteblandas y vacías, destinadas aneutralizarse entre sí. Pero nolograremos jamás despojar al viejohombre de nosotros, aunque tuviésemosque llevar el horror de nosotros mismoshasta renunciar para siempre a ocupar unlugar en la jerarquía de los seres vivos.

Mecanismo de lautopía

En cualquier gran ciudad donde el azarme lleva, me sorprende que no sedesaten levantamientos diarios,masacres, una carnicería sin nombre, undesorden de fin de mundo. ¿Cómo, en unespacio tan reducido, pueden coexistirtantos hombres sin destruirse, sinodiarse mortalmente? A decir verdad seodian, pero no están a la altura de suodio. Esta mediocridad, esta impotencia,

salva a la sociedad, asegura su duracióny su estabilidad. De tiempo en tiempo seproduce una sacudida que nuestrosinstintos aprovechan; después,continuamos mirándonos a los ojoscomo si nada hubiera ocurrido ycohabitamos sin interdestazarnosdemasiado visiblemente. Todo retorna alorden, a la calma de la ferocidad, tantemible, en última instancia, como elcaos que la había interrumpido.

Pero todavía me sorprende más que,siendo la sociedad lo que es, algunos sehayan esforzado en concebir otra,diferente. ¿De dónde puede provenirtanta ingenuidad o tanta locura? Si la

pregunta es normal y trivial, lacuriosidad, por el contrario, que melleva a hacerla le impide ser maligna.

En busca de nuevas pruebas, y en elpreciso instante en que estaba a punto dedesesperarme, se me ocurrió meterme enla literatura utópica, consultar sus«obras maestras», impregnarme de ellas,revolcarme en ellas. Para mi gransatisfacción encontré con qué colmar mideseo de penitencia, mi apetito demortificación. Pasar algunos meseshaciendo el censo de los sueños de unfuturo mejor, de una sociedad «ideal»,consumiendo lo ilegible, ¡qué ganga! Meapresuro a agregar que esta literatura

repugnante es rica en enseñanzas y que,frecuentándola, no se pierde del todo eltiempo. Desde el principio se distingueel papel (fecundo o funesto, no importa)que desempeña, en el origen de losacontecimientos, no la felicidad, sino laidea de felicidad, idea que explica porqué, ya que la edad de hierro escoextensiva de la historia, cada época sededica a divagar sobre la edad de oro.Si se pusiera fin a tales divagaciones,sobrevendría un estancamiento total.Sólo actuamos bajo la fascinación de loimposible: esto significa que unasociedad incapaz de dar a luz una utopíay de abocarse a ella, está amenazada de

esclerosis y de ruina. La sensatez, a laque nada fascina, recomienda lafelicidad dada, existente; el hombre larechaza, y ese mero rechazo hace de élun animal histórico, es decir, unaficionado a la felicidad imaginada.

«Pronto será el fin de todo; y habráun nuevo cielo y una nueva tierra»,leemos en el libro del Apocalipsis. Sieliminamos el cielo y conservamos sólola «nueva tierra», tendremos el secreto yla fórmula de los sistemas utópicos; paramayor precisión quizá habría quesustituir «ciudad» por «tierra»; pero esono es más que un detalle; lo que cuentaes la perspectiva de un nuevo

acontecimiento, la fiebre de una esperaesencial, parusía degradada,modernizada, de la cual surgen esossistemas tan queridos por losdesheredados. Efectivamente, la miseriaes la gran auxiliar del utopista, lamateria sobre la cual trabaja, lasustancia con que nutre suspensamientos, la providencia de susobsesiones. Sin ella estaría desocupado,pero ella lo ocupa, lo atrae o le molesta,según sea rico o pobre; por otra parte,ella no puede prescindir de él, tienenecesidad de ese teórico, de eseferviente de futuro, sobre todo porqueella misma, meditación interminable

sobre la posibilidad de escapar de supropio presente, no soportaría sudesolación sin la obsesión de otratierra. ¿Lo dudan ustedes? Es porque nohan degustado la indigencia absoluta. Sise consigue, se ve que mientras másdesprovisto está uno, más gasta eltiempo y la energía en querer, con elpensamiento, reformarlo todo,inútilmente. Y no pienso únicamente enlas instituciones, creación del hombre (aéstas se las condenará sin apelación),sino en los objetos, en todos los objetospor insignificantes que sean. Al nopoder aceptarlos tal cual son, se lesquerrá imponer las propias leyes y los

propios caprichos, se querrádesempeñar a sus expensas el papel delegislador o de tirano, y aun se querráintervenir en la vida de los elementospara modificar su fisonomía y suestructura. El aire es irritante: ¡quecambie! Y también la piedra. Y elvegetal, y el hombre. Más allá de lasbases del ser, se querrá descender hastael fundamento del caos para apoderarsede él y establecerse ahí. Cuando no setiene un céntimo en la bolsa, uno seagita, se extravía y sueña con poseerlotodo, y ese todo, mientras dura elfrenesí, se posee en efecto: uno iguala aDios, pero nadie, ni siquiera él, se da

cuenta, ni siquiera uno mismo. El deliriode los indigentes es generador deacontecimientos, fuente de historia: unaturba de enfebrecidos que quieren otromundo, aquí abajo y para pronto. Sonellos los que inspiran las utopías, es acausa de ellos que se escriben. Perorecordemos que utopía significaninguna parte.

¿Y de dónde serían esas ciudadesque el mal no toca, donde se bendice eltrabajo y nadie teme a la muerte? Enellas nos vemos constreñidos a unafelicidad hecha de idilios geométricos,de éxtasis reglamentados, de milmaravillas atosigantes: así se presenta

necesariamente el espectáculo de unmundo perfecto, de un mundo fabricado.Con una minuciosidad risible nosdescribe Campanella a los solaresexentos de «gota, reumatismo, catarros,ciática, cólicos, hidropesía,flatulencias...». Todo abunda en laCiudad del Sol «porque cada cual seesmera en distinguirse en lo que hace. Eljefe que preside cada cosa es llamadorey... Mujeres y hombres, divididos engrupos, se entregan al trabajo sininfringir jamás las órdenes de sus reyes,y sin mostrarse nunca fatigados como loharíamos nosotros. Consideran a susjefes como a padres o a hermanos

mayores». Boberías similares seencuentran en todas las obras delgénero, sobre todo en las de Cabet,Fourier o Morris, desprovistos de esapizca de aspereza, tan necesaria en lasobras, literarias u otras.

Para concebir una verdadera utopía,para esbozar, con convicción, elpanorama de la sociedad ideal, hacefalta una cierta dosis de ingenuidad,hasta de tontería, que, demasiadoaparente, termina por exasperar allector. Las únicas utopías legibles sonlas falsas, las que, escritas por juego,diversión o misantropía, prefiguran oevocan los Viajes de Gulliver, biblia del

hombre desengañado, quintaesencia devisiones no quiméricas, utopía sinesperanza. Merced a sus sarcasmos,Swift desestupidizó un género hasta casianularlo.

¿Es más fácil confeccionar unautopía que un apocalipsis? Una y otrotienen sus principios y sus tópicos. Laprimera, cuyos lugares comunes estánmás de acuerdo con nuestros instintosprofundos, ha dado lugar a una literaturamucho más abundante que el segundo.No a todo el mundo le es dado calcularuna catástrofe cósmica ni amar ellenguaje y la manera como se le anunciay proclama. Pero aquel que admite la

idea y la aplaude, leerá en losEvangelios, con el arrebato del vicio,los giros y frases hechas que se hicieronfamosos en Patmos: «se oscurecerá elcielo, la luna no dará su luz, los astroscaerán... todas las tribus de la tierra selamentarán... no terminará estageneración y todas estas cosasocurrirán». Este presentimiento de loinsólito, de un acontecimiento capital,esta espera crucial, puede transformarseen ilusión, y entonces aparecerá laesperanza de un paraíso sobre la tierra,o en otra parte; o se transformará enansiedad, y será la visión de un Peorideal, de un cataclismo voluptuosamente

temido.«...y de su boca sale una espada

aguda para golpear a las naciones.»Convencionalismos del horror, fórmulassin duda. San Juan cayó en ellos desdeel momento en que optó por eseespléndido galimatías, desfile dehundimientos preferible finalmente, a lasdescripciones de islas y de ciudadesdonde una felicidad impersonal sofoca yla «armonía universal» aprisiona ytritura. Los sueños de la utopía se hanrealizado en su mayor parte, pero con unespíritu muy distinto a como fueronconcebidos; lo que para la utopía eraperfección, para nosotros resultó tara;

sus quimeras son nuestras desgracias. Eltipo de sociedad que la utopía imaginacon tono lírico, nos parece intolerable.Júzguese si no en esta muestra del Viajea Icaria: «Dos mil quinientas jóvenesmujeres (modistas) trabajan en un taller,unas sentadas, otras de pie, casi todasencantadoras... La costumbre que tienecada obrera de hacer la misma cosaduplica la rapidez del trabajo, a la quese suma la perfección. Los máselegantes tocados nacen por miles cadamañana de entre las manos de sus bellascreadoras...». Tan enormeselucubraciones denotan debilidad mentalo mal gusto. Y sin embargo Cabet,

materialmente hablando, vio bien, sóloque se equivocó en lo esencial. Sinninguna noción del intervalo que separaser y producir (no existimos, en el plenosentido de la palabra, sino fuera de loque hacemos, más allá de nuestrosactos), no podía descubrir la fatalidadque conlleva cualquier forma de trabajo:artesanal, industrial u otro. Lo que másimpresiona en los escritos utópicos es laausencia de olfato, de instintopsicológico: los personajes sonautómatas, ficciones o símbolos, ningunoes verdadero, ninguno sobrepasa sucondición de fantoche, de idea perdidaen medio de un universo sin referencias.

Incluso los niños son irreconocibles. Enel «estado societario» de Fourier, sontan puros que hasta ignoran la tentaciónde robar, de «tomar una manzana de unárbol». Y un niño que no roba no es unniño. ¿Qué sentido tiene formar unasociedad de marionetas? Recomiendo ladescripción del Falansterio como el máseficaz de los vomitivos.

Situado en las antípodas de LaRochefoucauld, los inventores deutopías son moralistas que sólo percibenen nosotros desinterés, apetito desacrificio, olvido de sí. Exangües,perfectos y nulos, azotados por el Bien,desprovistos de pecados y de vicios, sin

espesor ni contorno, sin iniciación a laexistencia, al arte de avergonzarse de símismos, de variar sus vergüenzas y sussuplicios, no sospechan siquiera elplacer que nos inspira el abatimiento denuestros semejantes, la impaciencia conla que anticipamos y seguimos su caída.Esta impaciencia y este placer pueden, aveces, provenir de una curiosidad y nocomportar nada de diabólico. Mientrasun ser asciende, prospera, avanza, no sesabe quién es, pues su ascensión lo alejade sí mismo, le quita realidad, yentonces él no es. De igual manera, nose conoce uno a sí mismo más que apartir del momento en que empieza a

decaer, cuando el éxito, al nivel de losintereses humanos, se revela imposible:derrota clarividente gracias a la cualtomamos posesión de nuestro propio sery nos desolidarizamos delentumecimiento universal. Paraaprehender mejor la propia derrota, o ladel prójimo, hay que pasar por el mal, y,si es necesario, hundirse en él: ¿y cómoconseguirlo en esas ciudades y en esasislas de donde el mal se encuentraexcluido por principio y por razón deEstado? Ahí las tinieblas estánprohibidas, sólo la luz es admitida.Ninguna huella de dualismo: la utopía espor esencia antimaniquea. Hostil a la

anomalía, a lo deforme, a lo irregular,tiende al afianzamiento de lohomogéneo, de lo típico, de larepetición y de la ortodoxia. Pero lavida es ruptura, herejía, abolición de lasnormas de la materia. Y el hombre, enrelación a la vida, es herejía en segundogrado, victoria de lo individual, delcapricho, aparición aberrante, animalcismático que la sociedad —suma demonstruos adormecidos— pretendeenderezar por el camino recto. Heréticopor excelencia, una vez despierto elmonstruo, soledad encarnada, infracciónal orden universal, éste se complace ensu excepcionalidad, se aísla en sus

privilegios onerosos, y es siendoduración como paga lo que gana sobresus «semejantes»: mientras más sedistinga de ellos, más frágil y peligrososerá, pues es a costa de su longevidadcomo perturba la paz de los demás ycomo se crea, en el seno de la ciudad, unestatuto de indeseable.

«Nuestras esperanzas acerca delestado futuro de la especie humanapueden reducirse a tres puntosimportantes: la abolición de ladesigualdad entre las naciones, elprogreso de la igualdad en un mismopueblo y, finalmente, elperfeccionamiento del hombre»

(Condorcet).Apegada a la descripción de

ciudades reales, la historia, que se lamire por donde se la mire corrobora elfracaso, y no el cumplimiento, denuestras esperanzas, no ratifica ningunade esas previsiones. Para un Tácito noexiste una Roma ideal.

Al abolir lo irracional y loirreparable, la utopía se opone tambiéna la tragedia, paroxismo y quintaesenciade la historia. Cualquier conflictodesaparecería en una ciudad perfecta;las voluntades serían estranguladas,apaciguadas y milagrosamenteconvergentes; reinaría únicamente la

unidad, sin el ingrediente del azar o dela contradicción. La utopía es unamezcla de racionalismo pueril y deangelidad secularizada.

Estamos ahogados en el mal. No esque todos nuestros actos sean malos,pero cuando cometemos algunos buenossufrimos por haber contrarrestadonuestros movimientos espontáneos: lapráctica de la virtud se reduce a unejercicio de penitencia, al aprendizajede la maceración. Satán, ángel caídotransformado en demiurgo, comisionadoa la Creación, se levanta contra Dios yse rebela aquí abajo más a gusto y conmás poder que El; lejos de ser un

usurpador, es nuestro maestro, soberanolegítimo que estaría por encima delAltísimo si el universo estuviesereducido al hombre. Tengamos, pues, elvalor de reconocer de quiéndependemos.

Cerrado desde hacía cinco mil años,el Paraíso se abrió de nuevo, según SanJuan Crisóstomo, cuando Cristoexpiraba; el ladrón pudo penetrar,seguido por Adán, repatriado por fin, yde un número restringido de justos quevegetaban en los infiernos esperando «lahora de la redención».

Todo hace creer que se encuentraotra vez bajo llave, y que así

permanecerá por mucho tiempo. Nadiepuede forzar la entrada: losprivilegiados que ahí gozan, hanlevantado barricadas, a partir de unsistema cuyas maravillas pudieronobservar en la tierra. Ese paraíso tienetoda la apariencia de ser verdadero: enlo más profundo de nuestras depresionessoñamos con él y en él querríamosdisolvernos. Un impulso súbito nosempuja y nos hunde ahí: ¿queremosrecobrar en un instante lo que perdimosdesde siempre y reparar de pronto elerror de haber nacido? Nada desvelamejor el sentido metafísico de lanostalgia como su imposibilidad para

coincidir con algún momento del tiempo;por eso busca consuelo en un pasadolejano, inmemorial, refractario a lossiglos y anterior al devenir. El mal queesa nostalgia padece —efecto de unaruptura que se remonta a los inicios— leimpide proyectar la edad de oro en elporvenir; la que naturalmente concibe esla antigua, la primordial; aspira a esaedad, no tanto para deleitarse en ellacomo para desaparecer, para depositarahí el peso de la conciencia. Si retorna alas fuentes de los tiempos es paraencontrar el verdadero paraíso, objetode sus añoranzas. Por el contrario, lanostalgia de donde procede el paraíso

de aquí abajo, estará justamentedesprovista de la dimensión de laañoranza: nostalgia vuelta al revés,falseada y viciada, tendida hacia elfuturo, obnubilada por el «progreso»,réplica temporal, metamorfosisgesticulante del paraíso original.¿Contagio? ¿Automatismo? Estametamorfosis ha terminado por llevarsea cabo en cada uno de nosotros. Porgusto o por fuerza apostamos al futuro,hacemos de él una panacea, y, alasimilarlo al surgimiento de otro tiempoen el interior del tiempo mismo, loconsideramos como una duracióninagotable y no obstante terminada,

como una historia intemporal.Contradicción en los términos, inherentea la esperanza de un nuevo reino, de unavictoria de lo insoluble en el seno deldevenir. Nuestros sueños de un mundomejor se fundan en una imposibilidadte6rica. ¿Qué hay de sorprendente, pues,si para justificarlos tenemos que recurrira paradojas sólidas?

Mientras el cristianismo colmaba losespíritus, la utopía no podía seducirlos,pero en cuanto empezó a decepcionarlosbuscó conquistarlos e instalarse en sulugar. Ya era ésa su intención en elRenacimiento, pero sólo iba aconseguirlo dos siglos más tarde, en una

época de supersticiones «esclarecidas».Así nació el Porvenir, visión de unafelicidad irrevocable, de un paraísodirigido en el que no cabe el azar y lamenor fantasía aparece como una herejíao una provocación. Hacer sudescripción sería entrar en los detallesde lo inimaginable. La idea misma deuna ciudad ideal es un sufrimiento parala razón, una empresa que honra alcorazón y desacredita al intelecto.(¿Cómo pudo un Platón prestarse a ella?Me olvidaba que es el ancestro de todasesas aberraciones, retomadas yagravadas por Tomás Moro, el fundadorde las ilusiones modernas.) Estructurar

una sociedad en la que, según unaetiqueta aterradora, nuestros actos estáncatalogados y reglamentados, en la que,a causa de una caridad llevada hasta laindecencia, se preocupan por nuestrosmás íntimos pensamientos, es transportarlas congojas del infierno a la edad deoro, o crear, con la ayuda del diablo,una institución filantrópica. Solares,utópicos, armónicos: sus horriblesnombres se parecen a su destino,pesadilla que también nos estáreservada, puesto que nosotros mismosla hemos convertido en ideal.

De tanto pregonar las ventajas deltrabajo, las utopías deberían tomar la

contrapartida del Génesis.Particularmente en este punto, son laexpresión de una humanidad tragada porel trabajo, orgullosa en su complacenciade las consecuencias de la caída, de lascuales la más grave es la obsesión delrendimiento. Llevamos con orgullo yostentación los estigmas de una raza queadora «el sudor de la frente» y que hacede él un signo de nobleza, que se agita ysufre gozando; de ahí el horror que nosinspira, a nosotros los réprobos, elelegido que se niega a trabajar o asobresalir en lo que sea. Sólo aquel queconserva el recuerdo de una felicidadinmemorial puede reprochar al elegido

ese rechazo. Desorientado en medio desus semejantes, es como ellos; y, sinembargo, no puede comunicarse conellos; por donde mire, no se siente deaquí; todo le parece usurpación: inclusoel hecho de llevar un nombre... Susempresas fracasan, se embarca en ellassin convicción: simulacros de los que loaleja la imagen precisa de otro mundo.Una vez que el hombre se eliminó delparaíso, para no sufrir ni pensar más enél, obtuvo como compensación lafacultad de querer, de tender hacia elacto, de abismarse en él con entusiasmo,con brío. Pero el abúlico, en sudesapego, en su marasmo sobrenatural,

para qué se esfuerza, para qué se entregaa objetivo alguno? Nada lo impulsa asalir de su ausencia. Y no obstante,tampoco él escapa enteramente a lamaldición común: se agota en unanostalgia y gasta en ella más energía quela que nosotros ponemos en nuestrasaventuras.

Cuando Cristo aseguró que «el reinode Dios» no era ni de «aquí» ni de«allá», sino de dentro de nosotros,condenaba por adelantado lasconstrucciones utópicas para las cualestodo «reino» es necesariamenteexterior, sin relación ninguna connuestro yo profundo o nuestra salvación

individual. Mientras más nos hayanmarcado las utopías, más esperaremosnuestra salvación de fuera, del curso delas cosas o del de las colectividades.Así se configuró el Sentido de lahistoria cuya moda iba a suplantar a ladel Progreso, sin agregarle nada nuevo.Había no obstante que hacer a un lado,no un concepto, sino una de sustraducciones verbales de las que se haabusado. No nos renovaríamos enmateria ideológica si no recurriéramos alos sinónimos.

Por diversos que sean sus disfraces,la idea de perfectibilidad ha penetradoen nuestras costumbres: se adhiere a ella

inclusive quien la pone en duda. Nadiequiere aceptar que la historia sedesenvuelve sin más,independientemente de una direccióndeterminada, de un objetivo. «Finalidadtiene, hacia ella va, virtualmente ya la halogrado», proclaman nuestros deseos ynuestras doctrinas. Mientras máscargada de promesas inmediatas estéuna idea, más oportunidades tiene detriunfar. Ineptos para encontrar el «reinode Dios» en sí mismos, o, mejor dicho,demasiado astutos como para buscarloahí, los cristianos lo situaron en eldevenir: pervirtieron una enseñanza conel fin de asegurar su éxito. Por otra

parte, Cristo mismo mantuvo elequívoco; por un lado, y respondiendo alas insinuaciones de los fariseos,preconizaba un reino interior fuera deltiempo; por el otro, señalaba a susdiscípulos que, estando cerca lasalvación, ellos y la «generaciónpresente» asistirían a la consumación detodas las cosas. Como comprendió quelos humanos aceptan el martirio por unaquimera, mas no por una verdad, llegó aun acuerdo con sus debilidades. Sihubiese actuado de otro modo su obra sehubiera visto comprometida. Pero lo queen Cristo era concesión o táctica, en losutopistas es postulado o pasión.

Un gran paso adelante fue dado eldía en que los hombres comprendieronque, para mejor poder atormentarse unosa otros, necesitaban reunirse,organizarse en sociedad. Si creemos alas utopías, sólo lo han conseguido amedias; por eso ellas se proponenayudarlos, ofrecerles un marcoapropiado al ejercicio de una felicidadcompleta, exigiendo, a cambio, querenuncien a su libertad, o, si laconservan, que la utilicen únicamentepara clamar su alegría en medio de lossufrimientos que se infligen a placer. Talparece ser el destino de la solicitudinfernal que las lleva hacia los hombres.

En esas condiciones, cómo no imaginaruna utopía a la inversa, una liquidacióndel ínfimo bien y del mal inmenso queatañen a la existencia de cualquier ordensocial? ¿Cómo poner término a un tanvasto conjunto de anomalías? Senecesitaría algo comparable aldisolvente universal que los alquimistasbuscaban y cuya eficacia se apreciara,no ya en los metales, sino sobre lasinstituciones. A la espera de que seaencontrada la fórmula, notemos de pasoque la alquimia y la utopía, en sus partespositivas, se tocan al perseguir, endominios heterogéneos, un sueño detransmutación parecido, si no idéntico:

una, apegándose a lo irreductible en lanaturaleza; la otra, a lo irreductible en lahistoria. El elixir de la vida y la ciudadideal proceden de un mismo vicio delespíritu, o de una misma esperanza.

Al igual que una nación tienenecesidad de una idea insensata paraque la guíe y le proponga finesinconmensurables en relación a suscapacidades reales, con el fin dedistinguirse de las demás naciones yhumillarlas y aplastarlas, o simplementepara adquirir una fisonomía única, de lamisma manera una sociedad noevoluciona y no se afirma a menos quese le sugieran o inculquen ideales

desproporcionados en relación a lo quees. La utopía llena en la vida de lascolectividades la función asignada a laidea de misión en la vida de lospueblos. De las visiones mesiánicas outópicas, las ideologías son elsubproducto y algo así como suexpresión vulgar.

En sí misma una ideología no es nibuena ni mala. Todo depende delmomento en que se la adopta. Elcomunismo, por ejemplo, actúa sobreuna nación viril como un estimulante; laimpulsa hacia adelante y favorece suexpansión; en una nación tambaleante, suinfluencia podría ser menos feliz. Ni

verdadero ni falso, precipita procesos, yno es por su causa, sino a través suyo,como Rusia adquirió su vigor presente.¿Será su papel el mismo una vezinstalado en el resto de Europa? ¿Seráun principio de renovación? Nosgustaría creerlo; en todo caso, lapregunta sólo conlleva una respuestaindirecta, arbitraria, inspirada enanalogías de orden histórico. Piénseseen los efectos del cristianismo en susinicios: constituyó un golpe fatal para laantigua sociedad, la paralizó y laextinguió; por el contrario, fue unabendición para los bárbaros, cuyosinstintos se exasperaron a su contacto.

Lejos de regenerar un mundo decrépito,sólo regeneró a los regenerados. De lamisma manera, el comunismoconstituirá, en lo inmediato, lasalvación de aquellos que ya estánsalvados; no podrá traer una esperanzaconcreta a los moribundos, y muchomenos reanimar cadáveres.

Después de haber denunciado losridículos de la utopía, hablemos de susméritos; y puesto que los hombres se lasarreglan tan bien con el estado social sindistinguir apenas su mal inminente,hagamos como ellos, asociémonos a suinconsciencia.

Lo más loable en las utopías es el

haber denunciado los daños que causa lapropiedad, el horror que representa, lascalamidades que provoca. Pequeño ogrande, el propietario está mancillado,corrompido en su esencia: su corrupciónrecae sobre el menor objeto que toca odel que se apropia. Si se amenaza sufortuna, si se le despoja de ella, se veráobligado a una toma de conciencia de laque normalmente es incapaz. Pararetomar una apariencia humana, pararecuperar su «alma», es necesario que elpropietario se vea arruinado y queconsienta en su ruina. La revolución leayudará. Al devolverlo a su desnudezprimitiva, lo anula en lo inmediato y lo

salva en lo absoluto, pues la salvaciónlibera —interiormente, se entiende— aaquellos a quienes primero golpeó: seposesiona de ellos; los restituye comoclase al darles su antigua dimensión ylos devuelve a los valores quetraicionaron. Pero incluso antes de tenerel medio o la ocasión de golpearlos, larevolución mantiene en ellos un miedosaludable: perturba su sueño, alimentasus pesadillas, y la pesadilla es elprincipio del despertar metafísico. Es,pues, en forma de agente de destruccióncomo revela su utilidad; aunque fuesenefasta, una cosa la redimirá siempre:sólo ella sabe qué clase de terror

utilizar para sacudir a ese mundo depropietarios, el más atroz de los mundosposibles. Cualquier forma de posesión,y no temamos insistir en ello, degrada,envilece, halaga al monstruoadormecido que dormita en el fondo decada uno de nosotros. Disponer aunqueno fuese más que de una escoba, contarcon cualquier cosa como bien propio, esparticipar en la indignidad general. ¡Quéorgullo descubrir que nada nospertenece, qué revelación! Uno seconsideraba el último de los hombres, yhe aquí que, de pronto, sorprendido ycomo iluminado por la desposesión, yano sufre, por el contrario, ella se

convierte en un motivo de suficiencia. Ytodo lo que se desea es estar tandesposeído como lo está un santo o unalienado.

Cuando se encuentra uno harto de losvalores tradicionales, uno se orientanecesariamente hacia la ideología quelos niega. Y seduce más por su fuerza denegación que por sus fórmulas positivas.Desear el trastrocamiento del ordensocial supone atravesar una crisismarcada más o menos por temascomunistas. Esto es tan cierto hoy comolo fue ayer y como lo será mañana. Todosucede como si, después delRenacimiento, los espíritus hubiesen

sido atraídos, en la superficie, por elliberalismo, y, en profundidad, por elcomunismo, que, lejos de ser unproducto circunstancial, un accidentehistórico, es el heredero de los sistemasutópicos y el beneficiario de un largotrabajo subterráneo; primero capricho ocisma, adquiriría más tarde el carácterde un destino y de una ortodoxia. Hoy endía, las conciencias sólo puedenejercitarse en dos formas de rebelión:comunista y anticomunista. Sin embargo,¿cómo no percibir que el anticomunismoequivale a una fe rabiosa, horrorizadaante el porvenir del comunismo?

Cuando suena la hora de una

ideología, todo ayuda a su éxito, susenemigos inclusive; ni la polémica ni lapolicía podrán detener su expansión oretardar su triunfo; la ideología puede, yquiere, encarnarse; pero mientras mejorlo consiga, más se vaciará de sucontenido ideal, extenuará sus recursospara, finalmente, al comprometer laspromesas de salvación a su disposición,degenerar en habladuría o enespantapájaros.

La carrera reservada al comunismodepende de la rapidez con que gaste susreservas de utopía. Mientras las posea,atraerá inevitablemente a todas lassociedades que no la hayan aún

experimentado; retrocediendo aquí,avanzando allá, investido con virtudesque ninguna otra ideología contiene, elcomunismo le dará la vuelta al mundosustituyendo a las religiones difuntas otambaleantes, y proponiendo por todaspartes a las masas modernas un absolutodigno de su vacío.

Considerado en sí mismo, elcomunismo aparece como la únicarealidad factible de adhesión pormínima que sea la ilusión que se tengasobre el porvenir: he aquí por qué, endiversos grados, todos somoscomunistas... ¿Pero no es acaso unaespeculación estéril juzgar una doctrina

fuera de las anomalías inherentes a surealización práctica? El hombre contarásiempre con el advenimiento de lajusticia; para que triunfe renunciará a lalibertad, que después añorará. Haga loque haga, el callejón sin salida acechasus actos y sus pensamientos, como siése fuera, no su término, sino el punto departida, la condición y la clave. No hayforma social nueva que esté en situaciónde salvaguardar las ventajas de laantigua: una suma más o menos igual deinconvenientes se encuentra en todos lostipos de sociedad. Equilibrio maldito,estancamiento sin remedio que padecenpor igual los individuos y las

colectividades. Las teorías no puedenhacer nada, pues el fondo de la historiaes impermeable a las doctrinas quemarcan su apariencia. La era cristianafue algo muy diferente al cristianismo; laera comunista, a su vez, no sabríaevocar al comunismo en tanto tal. Noexiste acontecimiento naturalmentecristiano ni naturalmente comunista.

Si la utopía era la ilusiónhipostasiada, el comunismo, que va máslejos aún, será la ilusión decretada,impuesta: un reto a la omnipresencia delmal, un optimismo obligatorio. Seacomodará difícilmente en él quien, afuerza de experiencias y de tentativas,

vive en la ebriedad de la decepción, yquien, siguiendo el ejemplo del redactordel Génesis, se niega a asociar la edadde oro al futuro. Y no es que desprecie alos maniáticos del «progresoindefinido» y sus esfuerzos por hacertriunfar aquí abajo la justicia; pero aquélsabe, para su desgracia, que la justiciaes una imposibilidad material, ungrandioso sinsentido, de cuyo únicoideal es posible afirmar con certeza queno se realizará jamás, y contra el cual lanaturaleza y la sociedad parecen habermovilizado todas sus leyes.

Estos desacuerdos, estos conflictos,no pertenecen únicamente a un solitario.

Con mayor o menor intensidad, tambiénnosotros los sentimos: ¿acaso nodeseamos la destrucción de estasociedad conociendo, a la vez, losdesengaños que nos reserva aquella quela reemplazará? Aunque fuese inútil unatransformación total, una revolución sinfe es todo lo que todavía se puedeesperar de una época en la que nadietiene suficiente candor para ser unverdadero revolucionario. Cuando,presa del frenesí del intelecto, uno seentrega al del caos, se reacciona comoun loco en posesión de sus facultades,loco superior a su locura; o como undios que, en un acceso de rabia lúcida,

se complaciera en pulverizar su obra ysu ser.

Nuestros sueños de futuro son enadelante inseparables de nuestrostemores. La literatura utópica, en susinicios, se rebelaba contra la EdadMedia, contra la alta estima que tenía alinfierno, y contra el gusto que profesabapor las visiones de fin de mundo. Sediría que los sistemas tantranquilizadores de Campanella y deMoro fueron concebidos con la solafinalidad de desacreditar a santaHildegarda. Hoy en día, reconciliadoscon lo terrible, asistimos a unacontaminación de la utopía por el

apocalipsis: la «nueva tierra» que se nosanuncia afecta cada vez más la figura deun nuevo infierno. Pero a este infierno loesperamos, nos obligamos incluso aprecipitar su llegada. Los dos géneros,el utópico y el apocalíptico, que nosparecen tan disímiles, se interpenetran,uno influye en el otro para formar untercero maravillosamente apto parareflejar la clase de realidad que nosamenaza y a la que, no obstante, diremossí, un sí correcto y sin ilusión. Seránuestra manera de ser irreprochablesante la fatalidad.

La edad de oro

1

«Los humanos vivían entonces comolos dioses, libre el corazón depreocupaciones, lejos del trabajo y deldolor. La triste vejez no venía avisitarlos, y, conservando toda su vidael vigor de sus pies y sus manos,gustaban la alegría en los festines alabrigo de todos los males. Moríandormidos, vencidos por el sueño. Todoslos bienes les pertenecían. El campofértil les ofrecía por sí mismo una

abundante alimentación que consumían aplacer...» (Hesiodo: Los trabajos y losdías).

Este retrato de la edad de oro separece al del Edén bíblico. Uno y otroson perfectamente convencionales: lairrealidad no sabría ser dramática. Almenos tienen el mérito de definir laimagen de un mundo estático en el que laidentidad no deja de contemplarse a símisma, donde reina el eterno presente,tiempo común a todas las visionesparadisíacas, tiempo forjado poroposición a la idea misma de tiempo.Para concebirlo y aspirar a él, hay quedetestar el devenir, resentir su peso y su

calamidad, desear a cualquier preciosustraerse a él. Una voluntad baldadasólo es capaz de este único deseo, ávidade descansar y de disolverse. Si noshubiésemos adherido sin reservas aleterno presente, la historia no hubieratenido lugar, o, en todo caso, no hubiesesido sinónimo de carga o de suplicio.Cuando pesa demasiado sobre nosotrosy nos agobia, una cobardía sin nombrese apodera de nuestro ser: laperspectiva de debatirnos aún por siglosadquiere proporciones de pesadilla. Lasfacilidades de la edad mitológica nosatraen entonces hasta el sufrimiento, o,si hemos leído el Génesis, las

divagaciones de la añoranza nostrasplantan a la bienaventuradaestupidez del primer jardín, mientrasque nuestro espíritu evoca a los ángelese intenta penetrar su secreto. Mientrasmás los pensamos más surgen de nuestralasitud, no sin provecho para nosotros:¿acaso no nos permiten apreciar elgrado de nuestra no-pertenencia almundo, de nuestra incapacidad parainsertarnos en él? Por muy impalpables,por muy irreales que los ángeles sean,san, no obstante, menos que nosotros quelos pensamos e invocamos, sombras oconatos de sombras, carne desecada,soplo aniquilado. Y con todas nuestras

miserias, fantasmas oprimidos,pensamos en ellos y les imploramos.Nada de terrible hay en su naturalezasegún pretende cierta elegía; no, lotemible es no poder llegar a entendernosmás que con ellos, o, cuando loscreemos a mil leguas de nosotros, verlosemerger de pronto del crepúsculo denuestra sangre.

2

Prometeo se encargó de revelarnoslas «fuentes de la vida» que los dioses,según Hesiodo, nos ocultaron.

Responsable de todas nuestrasdesgracias, no fue consciente de ello,aunque se jactara de ser muy lúcido. Laspalabras que le presta Esquilo estánpunto por punto en la antípoda de lo queleemos en Los trabajos y los días:«Antaño los hombres veían, pero veíanmal, escuchaban pero no entendían...Actuaban, pero siempre sin reflexión».Se ve el tono, no hace falta citar más. Loque les reprochaba en suma era el estarsumergidos en el idilio primordial ysometerse a las leyes de su naturaleza,no contaminada por la conciencia. Aldespertarlos al espíritu, al separarlos deesas «fuentes» de las que antes gozaban

sin buscar sondear sus profundidades osu sentido, Prometeo no les otorgó lafelicidad, sino la maldición y lostormentos del titanismo. No necesitabande la conciencia; él vino a dársela, aarrinconarlos contra ella y a suscitar enellos un drama que se prolonga en cadauno de nosotros y sólo concluirá con laespecie. Mientras más avanzan lostiempos, más nos acapara la conciencia,nos domina y nos arranca a la vida;queremos aferrarnos a ella de nuevo y alno conseguirlo, le echamos la culpa a launa y a la otra, luego sopesamos susignificación y sus ideas fundamentalespara después, exasperados, terminar por

culparnos a nosotros mismos. Eso no lohabía previsto ese filántropo funesto queno tiene más excusa que la ilusión,tentador a pesar suyo, serpienteimprudente e indiscreta. Los hombresescuchaban, ¿qué necesidad tenían decomprender? El los obligó a ello alentregarlos al devenir, a la historia; enotros términos, al expulsarlos del eternopresente. Inocente o culpable, pocoimporta: mereció su castigo.

Primer celote de la ciencia, unmoderno, en la peor acepción de lapalabra, sus fanfarronadas y sus deliriosanuncian los de muchos doctrinarios delsiglo pasado: sólo sus sufrimientos nos

consuelan de tanta extravagancia. Eláguila sí que comprendió, pues adivinóel porvenir y quiso ahorrarnos sushorrores. Pero el impulso estaba dado:los hombres ya habían tomado gusto alos manejos del seductor, quien, almoldearlos a su imagen, les enseñó ahurgar en las interioridades de la vida,a pesar de la prohibición de los dioses.Prometeo es el investigador de lasindiscreciones y los delitos de laconciencia, es la conciencia de esacuriosidad asesina que nos impide hacerel juego al mundo: al idealizar el saber yel acto, acaso no arruinó, juntos, al ser ya la posibilidad de la edad de oro? Las

tribulaciones a las que nos destinaba, sinvalorar las suyas, iban a durar muchomás. Realizó a las mil maravillas su«programa», coherente como lafatalidad, y a contracorriente...; todo loque nos predicó e impuso, primero sevolteó, punto por punto, contra él,después contra nosotros. No se sacudeimpunemente al inconsciente original;aquellos que, siguiendo su ejemplo, lohacen, sufren inexorablemente su suerte:son devorados, tienen su roca y suáguila. Y el odio que les tienen esvirulento porque en él se odian a símismos.

3

El paso a la edad de plata, luego a lade bronce y a la de hierro, marca elprogreso de nuestro alejamiento de eseeterno presente cuyo simulacro ya sóloconcebimos y con el que hemos dejadode tener una frontera común: esepresente pertenece a otro universo, senos escapa, y somos tan indiferentes a élque ni siquiera alcanzamos a sospecharsu naturaleza. No hay forma deapropiárnoslo: ¿realmente lo poseíamosantaño?, ¿y cómo retornar a él si nadanos restituye su imagen? Estamos parasiempre frustrados, y si alguna vez nos

aproximamos a él, el méritocorresponde a esos extremos de lasaciedad y de la atonía en los que soloes una caricatura de sí mismo, parodiade incambiabilidad, devenir postrado,fijo en una avaricia intemporal,encorvado sobre un instante estéril,sobre un tesoro que lo empobrece,devenir espectral, desprovisto y noobstante colmado, puesto que seencuentra lleno de vacío. Los seres paraquienes el éxtasis está prohibido notienen apertura hacia sus orígenes sino acambio de la extinción de su vitalidad,de la ausencia de todo atributo, de lasensación de infinidad hueca, de abismo

despreciado, de espacio en plenainflación y de duración suplicante ynula.

Hay una eternidad verdadera,positiva, que se extiende más allá deltiempo; hay otra, negativa, falsa, que sesitúa más acá: es aquella en la que nosempobrecemos, lejos de la salvación,fuera del alcance de un redentor, y quenos libera de todo privándonos de todo.Destituido el universo, nos desgastamosen el espectáculo de nuestras propiasapariencias. ¿Acaso se ha atrofiado elórgano que nos permitía percibir elfondo de nuestro ser?, ¿estamos parasiempre reducidos a nuestras

semejanzas? Aunque se enumerarantodos los males que padecen la carne yel espíritu, nada serían en comparacióncon el mal que proviene de laincapacidad para hacernos acordes conel eterno presente, o para robarle aunquesea sólo una parcela, y gozarla.

Caídos sin remedio en la eternidadnegativa, en ese tiempo desperdigadoque sólo se afirma por anulación,esencia reducida a una serie dedestrucciones, suma de ambigüedades,plenitud cuyo principio reside en lanada, vivimos y morimos en cada uno desus instantes sin saber cuándo existe,pues la verdad no existe jamás. A pesar

de su precariedad, estamos tan apegadosa ese tiempo que, para apartarnos de él,tendríamos que trastornar algo más quenuestros hábitos: tendría que ocurrir unalesión en el espíritu y unaresquebrajadura en el yo, a través de lascuales pudiésemos entrever loindestructible y acceder a ello, graciaotorgada únicamente a algunos réproboscomo recompensa al hecho de haberconsentido su propia ruina. El resto, lacasi totalidad de los mortales, a pesarde confesarse incapaces de un sacrificiosemejante, no renuncian a la búsquedade otro tiempo; se encarnizan en esabúsqueda, pero buscando situar ese

tiempo aquí abajo, según lasrecomendaciones de la utopía, queintenta conciliar el eterno presente y lahistoria, las delicias de la edad de oro ylas ambiciones prometeicas, o, pararecurrir a la terminología bíblica,rehacer el Edén con los métodos de lacaída, permitiendo así al nuevo Adánreconocer las ventajas del antiguo.¿Acaso no se pretende con esoreplantear la Creación?

4

La idea de Vico de construir una

«historia ideal» y de trazar su «círculoeterno» se encuentra, aplicada a lasociedad, en los sistemas utópicos cuyopropósito es resolver de una vez portodas la «cuestión social». De ahí suobsesión por lo definitivo y suimpaciencia por instaurar el paraíso loantes posible, en el futuro inmediato,especie de duración estacionaria, dePosible inmovilizado, falsificación deleterno presente. Dice Fourier: «Sianuncio con tanta seguridad la armoníauniversal como muy próxima, es porquela organización del Estado societario noexige más de dos años...». Confesióningenua que, no obstante, traduce una

profunda realidad. ¿Acasoemprenderíamos el menor proyecto sinla secreta certeza de que el absolutodepende de nosotros, de nuestras ideas ynuestros actos, y de que podemosasegurar su triunfo en un breve lapso?Quien se identifica completamente conalgo se comporta como si diera porsentado el advenimiento de «la armoníauniversal» o se creyera promotor deella. Actuar es anclarse en un futuropróximo, tan próximo que se vuelve casitangible, es sentirse consustancial a él.No ocurre lo mismo con aquellos aquienes persigue el demonio de lapostergación. «Lo que se puede

útilmente diferir, se puede aún másútilmente abandonar», se repiten a la parque Epicteto, aunque su pasión por lapostergación no proceda, como en elcaso de los estoicos, de unaconsideración moral, sino de un temorcasi metódico y de un hastío demasiadoarraigado como para que no tome elsesgo de una disciplina o de un vicio. Sihan proscrito el antes y el después,evacuado el hoy y el ayer, igualmenteinhabitables, es porque les es más fácilvivir imaginariamente dentro de diez milaños que solazarse en lo inmediato y loinminente. A lo largo de los años habránpensado más en el tiempo en sí que en el

tiempo objetivo, más en la indefiniciónque en lo eficaz, en el fin del mundo queen el final de una jornada. Noconociendo momentos o lugaresprivilegiados ni en la duración ni en laextensión, los postergadores van dedesfallecimiento en desfallecimiento, eincluso cuando esta progresión les estáprohibida, se detienen, miran haciatodas partes, interrogan al horizonte: nohay más horizonte...

Entonces es cuando sienten, no ya elvértigo, sino el pánico, un pánico tanfuerte que anula sus pasos y les impidehuir. Son excluidos. Son excluidos,proscritos fuera del tiempo, ajenos al

ritmo que empuja a la turba, víctimas deuna voluntad anémica y lúcida que sedebate consigo misma, y se escucha a símisma sin cesar. Querer, literalmente, esignorar que se quiere, es rehusardetenerse en el fenómeno de la voluntad.El hombre de acción no mide susimpulsos ni sus móviles, ni muchomenos consulta sus reflejos: los obedecesin pensarlo, sin estorbarlos. No es elacto en sí mismo lo que interesa, sino elfin, la intención del acto; de la mismamanera lo retendrá el objeto y no elmecanismo de la voluntad. En luchacontra el mundo, busca en él lodefinitivo o intenta introducírselo, de

inmediato o dentro de dos años...Manifestarse es dejarse cegar porcualquier forma de perfección: inclusoel movimiento como tal contiene uningrediente utópico. Hasta respirar seríaun suplicio sin el recuerdo o elpresentimiento del paraíso, objetosupremo —y no obstante inconsciente—de nuestros deseos, esencia noformulada de nuestra memoria y denuestra espera. Los modernos, incapacesde discernir en el fondo de su naturalezay demasiado apresurados para poderextraerlo de ella, han proyectado elparaíso hacia el futuro, y ello constituyeun escorzo de todas sus ilusiones

descrito por el epígrafe del diario deSaint-Simon, Le Producteur: «La edadde oro, que una ciega tradición situó enel pasado, está ante nosotros». Por elloes importante apresurar suadvenimiento, instaurarlo para laeternidad, según una escatología quesurge, no de la ansiedad, sino de laexaltación y de la euforia, de una avidezde felicidad sospechosa y casi mórbida.El revolucionario piensa que el cambioque él prepara será el último; lo mismopensamos todos en la esfera de nuestrasactividades: el último es la obsesión delser vivo. Nos agitamos porque creemosque nos corresponde dar término a la

historia, cerrarla, porque la creemosnuestro dominio, al igual que «laverdad», que saldrá finalmente de sureserva para revelarse a nosotros. Elerror será del dominio de los otros; sólonosotros habremos comprendido.Triunfar sobre nuestros semejantes,después sobre Dios, querer recomponersu obra, corregir sus imperfecciones:quien no lo intenta, quien no piensa queése es su deber, renuncia, ya sea porsensatez o por falta de energía, a supropio destino. Prometeo quiso hacerlas cosas mejor que Zeus; demiurgosimprovisados, nosotros tambiénqueremos hacerlo mejor que Dios,

infligirle la humillación de un paraísosuperior al suyo, suprimir loirreparable, o, para utilizar un términode la jerga de Proudhon, «desfatalizar»el mundo. En su designio general, lautopía es un sueño cosmogónico al nivelde la historia.

5

No se erigirá el paraíso aquí abajomientras los hombres estén marcadospor el Pecado; se trata, pues, desustraerlos a él, de liberarlos. Lossistemas que a ello se han abocado

participan de un pelagianismo más omenos disfrazado. Sabemos que Pelagio(un celta, un ingenuo), al negar losefectos de la caída, quitaba a laprevaricación de Adán todo poder deafectar a la posteridad. Según él, nuestroprimer ancestro vivió un dramaestrictamente personal, padeció unadesgracia que sólo le atañía a él, sinconocer de ninguna manera el placer delegarnos sus taras y sus desgracias.Nacidos buenos y libres, no hay ennosotros ninguna huella de unacorrupción original.

Difícilmente imaginamos doctrinamás generosa y más falsa; es una herejía

de tipo utópico, fecunda por sus mismasexageraciones, por su absurdo rico enperspectivas. Y no porque los autores deutopías se hayan inspirado en elladirectamente; pero no se negará queexiste en el pensamiento moderno, hostilal agustinismo y al jansenismo, toda unacorriente pelagiana —el idólatra delprogreso y de las ideologíasrevolucionarias sería su conclusión—según la cual formaríamos una masa deelegidos virtuales, emancipados delpecado original, modelables a placer,predestinados al bien, susceptibles atodas las perfecciones. El manifiesto deRobert Owen nos promete un sistema

propio para crear «un nuevo espíritu yuna nueva voluntad en todo el génerohumano, y para conducir a cada uno, através de una necesidad irresistible atornarse consecuente, racional, sano dejuicio y de comportamiento».

Pelagio, como sus lejanosdiscípulos, parte de una visiónferozmente optimista de nuestranaturaleza. Pero de ninguna manera estácomprobado que la voluntad sea buena;incluso lo que sí es seguro es que deninguna manera lo ha sido, ni la nueva nila antigua. Sólo los hombres dedisposición deficiente sonespontáneamente buenos; los otros lo

son a costa de grandes esfuerzos que losamargan. Siendo el mal inseparable delacto, resulta que nuestras empresas sedirigen necesariamente contra alguien ocontra alguna cosa; en última instancia,contra nosotros mismos. Pero deordinario, insistimos, nuestra voluntadno quiere más que a expensas de losdemás. Lejos de ser más o menos unoselegidos, somos más o menos unosréprobos. ¿Quieres construir unasociedad en la que los hombres no sedañen unos a otros? Haz participar sóloa los abúlicos.

En realidad no tenemos opción másque entre una enferma voluntad o una

mala voluntad; la primera, excelente porestar golpeada, inmovilizada, por serineficaz; la otra, dañina, es decirmovilizadora, investida de un principiodinámico: la misma que mantiene lafiebre del devenir y suscita losacontecimientos. Y ésta es la voluntadque habría que quitarle al hombre si sepiensa en una edad de oro. Pero seríatanto como despojarlo de su ser, cuyosecreto reside en esa propensión adañar, sin la cual no sabríamosimaginarlo. Reacio a su felicidad y a lade los demás, actúa como si deseara lainstauración de una sociedad ideal; perosi ésta llegara a realizarse, se ahogaría

en ella, pues los inconvenientes de lasaciedad son incomparablemente másgrandes que los de la miseria. El hombreama la tensión, el perpetuo encaminarse:¿hacia dónde iría en el interior de laperfección? Inepto para el eternopresente, teme cada vez más a sumonotonía, escollo del paraíso en sudoble forma: religiosa y utópica. ¿Nosería la historia en última instancia elresultado de nuestro temor alaburrimiento, ese temor que nos harásiempre amar lo picante y lo novedosodel desastre, y preferir cualquierdesgracia al estancamiento? La obsesiónpor lo inédito es el principio destructor

de nuestra salvación. Nos encaminamoshacia el infierno en la medida en que nosalejamos de la vida vegetativa cuyapasividad debería constituir la clave detodo, la respuesta suprema a todasnuestras interrogaciones; pero el horrorque nos inspira ha hecho de nosotros esahorda de civilizados, de monstruosomniscientes ignorantes de lo esencial.Consumirse en cámara lenta, respirar sinmás, padecer dignamente la injusticia deser, sustraerse a la espera, a la opresiónde la esperanza, buscar un términomedio entre la carroña y el aliento:estamos demasiado corruptos ydemasiado jadeantes como para

lograrlo. Decididamente nada nosreconciliará con el aburrimiento. Paraque nuestra rebelión en su contra fueramenor, deberíamos, a través de algunaayuda de arriba, conocer una plenitudsin acontecimientos, la voluptuosidaddel instante variable, el deleite de loidéntico. Pero una gracia así es tancontraría a nuestra naturaleza que noshace dichosos no recibirla. Encadenadosa la diversidad, sacamos de ella esecúmulo constante de sinsabores y deconflictos tan necesarios para nuestrosinstintos. Desembarazados depreocupaciones y de impedimentos,estaríamos entregados a nosotros

mismos, y el vértigo que nos produciríanos tornaría mil veces peores de lo queya lo hace nuestra esclavitud.

Este aspecto de nuestra decadenciaescapó a los anarquistas, últimospelagianos, quienes tuvieron, noobstante, la superioridad sobre susantecesores de rechazar, por su culto ala libertad, todas las ciudades,empezando por las «ideales», y desustituirlas por una nueva variedad dequimeras, más brillantes y másimprobables que las antiguas. Si serebelan contra el Estado pidiendo susupresión, es porque en él ven unobstáculo para el ejercicio de la

voluntad fundamentalmente buena; ahorabien, precisamente porque la voluntad esmala nació el Estado, y sidesapareciera, ella se complacería sinrestricción alguna en el mal. Eso noimpide que la idea anarquista deaniquilar toda autoridad sea una de lasmás hermosas que jamás se hayanconcebido. Y no se deplorará lo bastanteque se haya extinguido la raza dequienes quisieron realizarla. Pero quizádebieron borrarse y ausentarse de unsiglo como el nuestro, tan presuroso porinvalidar sus teorías y sus previsiones.Ellos anunciaban la era del individuo,pero el individuo llega a su fin;

anunciaban el eclipse del Estado: nuncael Estado fue tan fuerte ni taninterventivo; anunciaban la edad de laigualdad: lo que llegó fue la edad delterror. Todo va degradándose. Hastanuestros atentados, comparados con losde los anarquistas, han bajado decalidad: los que de cuando en cuando serealizan carecen de ese trasfondo deabsoluto que redimía los de aquellos,ejecutados siempre con tanto cuidado ytanto brío. No hay ahora quien trabaje abombazos por el establecimiento de la«armonía universal», ficción capital dela que ya nada esperamos... ¿Quépodríamos esperar, por otra parte, en los

extremos de la edad de hierro a la quehemos llegado? El sentimiento que enella predomina es el desengaño,resultado de nuestros sueñosestropeados. Y si nosotros mismos notenemos el recurso de creer en lasvirtudes de la destrucción, es porque,anarquistas desahuciados, hemoscomprendido su urgencia y su inutilidad.

6

En sus principios, la edad de orocuenta con el apoyo de los sufrimientos,y de alguna manera se afirma en ellos;

pero mientras más se agravan éstos, másse aleja ella y más se apega a sí misma.Cómplice antaño de los sistemasutópicos, el sufrimiento se erige hoycontra ellos, en quienes ve un peligromortal para la conservación de suspropias congojas, de encantos reciéndescubiertos. A través del personaje deMemorias del subsuelo, apela al caos,se rebela contra la razón, contra el «dosmás dos suman cuatro», contra el«palacio de cristal» réplica delFalansterio.

Quien ha rozado el infierno, ladesgracia planificada, encontrará suterrible paralelo en la ciudad ideal,

lugar de felicidad para todos, y queresulta repugnante para quien mucho hasufrido: Dostoievski se mostró hostil aella hasta la intolerancia. Con la edadfue rechazándola radicalmente más ymás en oposición a las ideas fourieristasde su juventud, y no perdonándose elhaberlas enarbolado como propias, sevengó en sus héroes, caricaturassobrehumanas de sus primeras ilusiones.Lo que en ellos detestaba, eran susantiguas equivocaciones, lasconcesiones que había hecho a la utopía,algunos de cuyos temas, no obstante,iban a obsesionarlo: cuando, con el granInquisidor, divide a la humanidad en un

rebaño feliz y una minoría devastada,clarividente, que asume sus destinos, ocuando, con Pedro Verjovenski, quierehacer de Stavroguin el jefe espiritual dela ciudad futura, un soberano pontíficerevolucionario y ateo, ¿acaso no seinspira en el «sacerdocio» que lossaintsimonianos situaban por encima delos «productores», o en el proyecto deEnfantin de hacer del propio Saint-Simon el papa de la nueva religión?Dostoievski identifica el catolicismocon el «socialismo» según una óptica enla que se advierte una mezclaeminentemente eslava de método y dedelirio. En relación a Occidente, todo en

Rusia está un grado más arriba: elescepticismo se convierte en nihilismo,la hipótesis en dogma, la idea en icono.Shigalev no profiere más necedades queCabet; no obstante, pone en ello unencarnizamiento que no se encuentra ensu modelo francés. «Ustedes no tienenobsesiones, sólo nosotros las tenemosaún», parecen decir los rusos a losoccidentales por boca de Dostoievski, elobseso por excelencia, afiliado, comotodos sus personajes, a un solo sueño: elde la edad de oro sin la cual, nosasegura, «los pueblos no quieren vivir yni siquiera pueden morir». El no esperasu realización en la historia, por el

contrario, teme su advenimiento, sin conello ser «reaccionario», pues ataca el«progreso» no en nombre del orden,sino del capricho, del derecho alcapricho. Después de haber rechazadoel paraíso por llegar, ¿va a salvar elotro, al antiguo, al inmemorial? Hará deello el tema de un sueño que atribuirásucesivamente a Stavroguin, a Versilov yal «hombre ridículo».

«Hay en el museo de Dresde uncuadro de Claude Lorrain que figura enel catálogo bajo el título de Asis yGalatea... Ese es el cuadro que vi ensueños, no como un cuadro, sino comouna realidad. Era, al igual que en el

cuadro, un rincón del archipiélagogriego, y yo había retrocedido tres milaños. Olas azules y acariciadoras, islasy rocas, riberas florecientes; a lo lejosun panorama encantador, la llamaradadel sol poniente... Era la cuna de lahumanidad... Los hombres sedespertaban y se dormían felices einocentes; los bosques resonaban consus alegres canciones, el excedente desus fuerzas se gastaba en el amor, en laalegría ingenua. Y yo lo sentíaconociendo el inmenso porvenir que lesaguardaba y que ni siquierasospechaban, y mi corazón temblaba alpensarlo» (Los demonios).

Versilov, a su vez, tendrá el mismosueño que Stavroguin, con la diferenciade que ese sol poniente se le apareceráde pronto, no como el del principio, sinocomo el del final de «la humanidadeuropea». En El adolescente ese cuadrose ensombrece un poco, y totalmente enEl sueño de un hombre ridículo. Laedad de oro y sus estereotipos sepresentan aquí con mayor minuciosidady más ardor que en los sueñosanteriores: una visión de Claude Lorraincomentada por un Hesiodo sármata.Estamos en una tierra «anterior a lamácula del pecado original». Loshombres vivían en ella «en una especie

de amoroso fervor universal yrecíproco», tenían hijos pero sinconocer los horrores ni de lavoluptuosidad ni del parto, erraban através de los bosques cantando himnos,y, sumergidos en el éxtasis perpetuo,ignoraban los celos, la cólera, lasenfermedades, etc. Todo esto siguesiendo convencional. Afortunadamentepara nosotros, su felicidad, que parecíaeterna, se revelará precaria: «el hombreridículo» llegó y los pervirtió a todos.Con la aparición del mal, lasconvenciones desaparecen, el cuadro seanima. «Como una enfermedadinfecciosa, un átomo de peste capaz de

contaminar todo un imperio, asícontaminé con mi presencia una tierra dedelicias inocente hasta mi llegada.Aprendieron a mentir, se complacieronen la mentira y aprendieron la belleza dela mentira. Quizás todo eso empezóinocentemente, por simple broma, porcoquetería, corno una especie de juegoagradable, y quizá efectivamente pormedio de un átomo, pero ese átomo dementira se insinuó en sus corazones y lespareció amable. Poco después nació lavoluptuosidad: la voluptuosidadengendró los celos, los celos lacrueldad... Ay, no sé, no me acuerdo ya,pero pronto, muy pronto, la sangre saltó

como primera salpicadura: sesorprendieron, se asustaron, comenzarona alejarse los unos de los otros, asepararse. Se formaron alianzas entreellos, pero dirigidas contra otros.Reproches y recriminaciones se dejaronescuchar. Aprendieron lo que es lavergüenza y de ella hicieron una virtud.El sentimiento del honor nació en ellos ycada alianza blandió su estandarte. Sepusieron a maltratar a los animales, yéstos se alejaron, hostiles, hacia elfondo de los bosques. Una era de luchasse abrió en favor del particularismo, delindividualismo, de la personalidad, dela distinción entre lo propio y lo ajeno.

Hubo diversidad de lenguas.Aprendieron la tristeza y amaron latristeza; aspiraron al sufrimiento ydijeron que la verdad sólo se adquiere através de él. Y la ciencia hizo suaparición entre ellos. Malvados, fueentonces cuando empezaron a hablar defraternidad y de humanidadcomprendiendo la idea de ellas.Criminales, fue entonces cuandoinventaron la justicia y dictaron códigoscompletos para conservarla; luego, paraasegurar el respeto de esos códigos,instituyeron la guillotina. Ya noconservaron más que un vago recuerdode lo que habían perdido, incluso no

quisieron creer que antaño hubiesen sidofelices e inocentes. No dejaban deburlarse de la posibilidad de su antiguafelicidad, que consideraban un sueño»(Diario de un escritor).

Pero hay algo peor: iban a descubrirque la conciencia de la vida es superiora la propia vida que el conocimiento delas «leyes de la felicidad» es superior ala felicidad. A partir de entoncesestuvieron perdidos; al apartarlos de símismos merced a la obra demoníaca dela ciencia, al expulsarlos del eternopresente en la historia, «el hombreridículo» reeditó los errores y laslocuras de Prometeo.

Una vez perpetrado su crimen, heloahí que predica, instigado por elremordimiento, una cruzada para lareconquista de ese mundo de deliciasque arruinó. Se aventura en ella sincreérselo realmente. Tampoco el autor,al menos ésa es nuestra impresión:después de haber rechazado las fórmulasdel Porvenir, no retorna a su obsesiónpreferida, la felicidad inmemorial, másque para desmenuzar su inconsistencia ysu fantasmagoría. Aterrado por sudescubrimiento, intenta atenuar losefectos, reanimar sus ilusiones, salvar,aunque sólo sea como idea, su sueñomás caro. No lo conseguirá, lo sabe tan

bien como nosotros, y apenasdesnaturalizamos su pensamiento alafirmar que concluye con la dobleimposibilidad del paraíso.

Finalmente, acaso no es reveladorque, para describir el paisaje idílico delas tres versiones del sueño, hayarecurrido a Claude Lorrain, de quienNietzsche amaba, como Dostoievski, lossosos encantamientos? (¡Qué abismopresupone una predilección tandesconcertante!) Pero a partir delmomento en que se trata de pintar ladisgregación de la felicidad original, eldecorado y los vértigos de la caída, yano copia a nadie, se inspiró en sí mismo,

aparta toda sugerencia extraña; inclusodeja de imaginar y de soñar, ve. Sereencuentra en su elemento, en elcorazón de la edad de hierro por amor ala cual habían combatido «el palacio decristal» y sacrificado el Edén.

7

Puesto que una voz tan autorizadanos instruyó sobre la fragilidad de laantigua edad de oro y sobre la nulidaddel futuro, forzoso nos es sacar lasconsecuencias y no dejarnos embaucarpor las divagaciones de Hesiodo ni por

las de Prometeo, y menos aún por lasíntesis que de ellas han intentado lasutopías. La armonía, universal o no, noexistió ni existirá jamás. En cuanto a lajusticia, para creerla posible, paraimaginarla simplemente, habría quegozar de un don de ceguera sobrenatural,de una elección desacostumbrada, deuna gracia divina reforzada por unagracia diabólica, y contar, además, conun esfuerzo de generosidad del cielo ydel infierno, esfuerzo, a decir verdad,altamente improbable, tanto de un ladocomo del otro. Según el testimonio deKarl Barth, no podríamos «guardarsiquiera un hálito de vida si en lo más

profundo de nuestro ser no existiera estacerteza: Dios es justo». Hay quienes, noobstante, viven sin conocer esta certeza,sin nunca haberla conocido. ¿Cuál es susecreto?, y, sabiendo lo que saben,¿merced a qué milagro siguenrespirando?

Por muy despiadados que seannuestros rechazos, no destruimos deltodo los objetos de nuestra nostalgia:nuestros sueños sobreviven a nuestrosdespertares y a nuestros análisis. Denada vale dejar de creer en la realidadgeográfica del paraíso o en sus diversasfiguraciones, de todas maneras reside ennosotros como un dato supremo, como

una dimensión de nuestro yo original; delo que se trata ahora es de descubrirloahí. Cuando lo conseguimos, entramosen esa gloria que los teólogos llamanesencial; pero no es a Dios a quienvemos cara a cara, sino al eternopresente, conquistado por encima deldevenir y de la misma eternidad... ¡Quéimporta ya entonces la historia! Ella noes el asiento del ser sino su ausencia, elno de toda cosa, la ruptura de loviviente consigo mismo; y no estandoconstituidos por la misma sustancia queella, nos negamos a cooperar en susconvulsiones. Está libre paraaplastarnos, tocará únicamente nuestras

apariencias y nuestras impurezas, esosrestos de tiempo que siemprearrastramos, símbolos de fracaso,marcas de esclavitud.

El remedio para nuestros males hayque buscarlo en nosotros mismos, en elprincipio intemporal de nuestranaturaleza. Si la irrealidad de unprincipio tal se demostrara, estaríamosperdidos sin remedio. ¿Qué prueba, quédemostración podría prevalecer contrala persuasión íntima, apasionada, de queuna parte de nosotros escapa a laduración, y contra la irrupción de esosinstantes en los que Dios es superfluocon una claridad surgida de nuestros

confines, beatitud que nos proyecta fuerade nosotros mismos, conmoción exterioral universo? No más pasado, no másfuturo; los siglos se desvanecen, lamateria abdica, las tinieblas se agotan:la muerte parece ridícula y ridícula lavida. Y esa conmoción, aunque sólo lahubiésemos sentido una vez, nos bastaríapara conformarnos con nuestrasvergüenzas y miserias, cuya recompensason sin duda. Es como si el tiempo en sutotalidad hubiese venido a visitarnos,una última vez, antes de desaparecer...Inútil remontarse después hacia elantiguo paraíso o correr hacia el futuro:uno es inaccesible, el otro irrealizable.

Lo que importa, por el contrario, esinteriorizar la nostalgia o la espera,necesariamente frustradas cuando sevuelven hacia el exterior, y obligarlas adiscernir o a crear en nosotros la dichapor la que, respectivamente, sentimos onostalgia o esperanza. No hay paraísomás que en el fondo de nosotros mismos,y como en el yo del yo; todavía falta,para encontrarlo ahí, que hayamosrecorndo todos los paraísos, losacaecidos y los posibles, haberlosamado y detestado con la torpeza delfanatismo, escrutado y rechazadodespués con la pericia de la decepción.

Se dirá que cambiamos un fantasma

por otro que las fábulas de la edad deoro son tan válidas como el eternopresente con el que soñamos, y que el yooriginal, fundamento de nuestrasesperanzas, evoca el vacío y a él sereducirá finalmente. Puede ser. ¿Peroacaso un vacío que otorga la plenitud nocontiene más realidad que la que poseetoda la historia en su conjunto?

EMIL MICHEL CIORAN (1911-1995),filósofo y escritor de nacionalidadfrancesa, nace en un pequeño pueblorumano llamado Rasinari, dondepermanece hasta 1921. Desde entoncesse dedica a leer todo lo que llega a susmanos, autores como Dostoyevski,

Flaubert, Pascal, Schopenhauer y, porsupuesto, Nietzsche. Estudia filosofía enla Universidad de Bucarest, dondecomienzan sus terribles episodios deinsomnio. A partir de esta experienciademoledora crea En las cimas de ladesesperación, su furioso primer libro,que escribe inicialmente como unaespecie de testamento ante su plan desuicidarse antes de cumplir 22 años. Sinembargo, escribir es para Cioran unaexperiencia revitalizante y liberadora.Transcurridos los años entre losestudios académicos y la creación dediferentes libros, decide irsedefinitivamente a Francia.

Cioran es un hombre cuyo editordestruyó la edición completa deSilogismos de la amargura «porque nose vendían»; que vio dormirse ante susincrédulos ojos al primer hombre al queleyó la primera página de Breviario depodredumbre, libro que reescribió almenos cuatro veces hasta terminarlo a suentera satisfacción; que vivió la mayorparte de su vida en hoteles; que jamástuvo ordenador; que nunca se casó; quenunca trabajó —con la excepción deaquel incómodo año universitario—;que calificó a Jean Paul Sartre como «unhombrecillo de vida e ideas patéticas»;que jamás profesó religión alguna y que

se resistió a recibir premios por sureticencia a «aceptar dinero enpúblico».

En los últimos años algunos de suslibros han vendido más de un millón deejemplares en el idioma inglés, de locual él se habría reído dubitativamente yhabría vuelto a decir: «Todo éxito es unmalentendido».

E.M. Cioran muere el 20 de junio de1995, víctima del mal de Alzheimmer.

Entre su bibliografía destacan lossiguientes títulos: En las cimas de ladesesperación (1934), De lágrimas y desantos (1937), Breviario depodredumbre (1949), Silogismos de la

amargura (1952), Del inconveniente dehaber nacido (1973), Conversaciones(1995).