Alexia y los magnates de la comunicación

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Luis Campo VOLVIENDO AL LUGAR DEL CRIMEN ALEXIA Y LOS MAGNATES COMUNICACIÓN DE LA

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El principal magnate de la comunicación española desaparece misteriosamente en una travesía por el Mediterráneo. Se crea un vacío de poder y estalla la guerra por controlar su holding de empresas: televisión, prensa, producción, servicios audiovisuales... La sagaz detective Alexia Hurtado es contratada para resolver un caso cuya causa apunta en varias direcciones: accidente, asesinato o suicidio. La trama, con inmejorables descripciones de los lugares y gastronomía local, nos lleva por escenarios de la costa barcelonesa, Madrid, Galicia y San Petersburgo.

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El principal magnate de la comunicación española desaparece misteriosamente en una travesía por el Mediterráneo. Se crea un vacío de poder y estalla la guerra por controlar su holding de empresas: televisión, prensa, producción, servicios audiovisuales...La sagaz detective Alexia Hur tado es contratada para resolver un caso cuya causa apunta en varias direcciones: accidente, asesinato o suicidio. La trama, con inmejorables descripciones de los lugares y gastronomía local, nos lleva por escenarios de la costa barcelonesa, Madrid, Galicia y San Petersburgo.

«En este caso la ficción ha superado la realidad, creando una trama que te atrapa desde el primer

momento y te hace partícipe de las aventuras de sus personajes sin que puedas dejar de leer hasta

agotar el libro.» Cristina manresa llop, Comisaria de los mossos d’esquadra.

«Una explosión de imágenes y sensaciones que te mantiene enganchada desde que empiezas a leer.

Me encantaría transformarme en Alexia Hurtado.» marina Salas rodríguez, actriz.

«Esta vez Alexia Hurtado se sumerge en un mundo de contrapoder y vanidades, el de las grandes

empresas de comunicación. Además a la inspectora le toca viajar por escenarios reales y virtuales

hasta desentrañar el complejo crimen que persigue. Una nueva oportunidad de profundizar

en la personalidad de esta mujer fascinante, que ya tiene despacho propio en el edificio de los

apasionados de la novela policíaca.» maría rey, periodista, corresponsal de Antena 3 TV en

el Congreso de los diputados.

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luis Campo Vidal, nacido en Camporrells (Huesca), reside en Barcelona desde 1960.Alexia y los magnates de la comunicación es su segunda novela de la serie, después de Robo en el Museo Dalí. Su personaje central, Alexia Hurtado, es una mujer de fuerte personalidad y principios éticos, pero ante todo una mujer pragmática gracias a su experiencia como Inspectora Jefe de Investigación Criminal de la Policía Autonómica Catalana.Ingeniero de profesión, Luis preside Universal TV, consultoría de televisión, multimedia y teleco-municaciones, con sede en Barcelona. También es presidente de la empresa TELENIUM Tecnología y Servicios, con base en Madrid. Trabajó en American Interactive Media INC., en Nueva York, empresa dedicada al acceso a Internet a través de la televisión. Fue Director General de Cable Antena, participó en el lanzamiento de Canal Satélite Digital desde el comité de dirección, fue consultor en Antena 3 TV y Director General de Cable Total, diseñó proyectos de TV en Perú (Antena 3 Perú), Antena 3 TV Internacional y Telenoticias. Actualmente Luis está escribiendo la tercera novela de la saga sobre Alexia Hurtado, Barcelona, zona cero, e incluso tiene preparado el concepto de la cuarta entrega.

¡no HAY PArA TAnTo!BartomeuCruells

Una excelente novela de intriga,

pero también una mirada sobre los

acontecimientos que han caracterizado

el siglo XX en España.

Colección: Volviendo al lugar del crimen

roBo en el muSeo dAlÍLuisCampoSe avecina el mayor robo de arte de la

historia mientras la inspectora Alexia

Hurtado investiga un extraño homicidio

en Barcelona.

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Todos los personajes y acontecimientos mencionados en este libro son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

[email protected]://www.alexiainvestiga.com/

Primera edición: Flamma Editorial, noviembre 2010

Derechos de autor: © Luis Campo Vidal, 2010Diseño de la portada: © Utopikka, 2010Maquetación: Anglofort, S.A.Dirección editorial: Maria RempelImpreso en España

Colección: Volviendo al lugar del crimen

© de esta edición: Flamma Editorial — Infoaccia Primera, S.L., 2010http://flammaeditorial.com/

ISBN: 978-84-92872-02-2Depósito legal:

No está permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de la editorial.

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A mi padre Manuel, que nos dejó un mes antes de la publicación de esta novela, y a mi madre, Maria Teresa, que durante los últi-mos meses le leía cada día el periódico. Tam-bién le había leído mi primera novela Robo en el Museo Dalí de la que mi padre se convir-tió en un entusiasta defensor. No perdió oportunidad de recomendarla incluso a los médicos que le atendieron en el hospital sus últimos días.

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Puerto de Ciutadella, Menorca. Agosto de 2010

El velero estaba listo para zarpar en el puerto menorquín de Ciutadella. Solo faltaba por llegar el tercer pasajero, que de-moraba la salida del barco inicialmente prevista para las cuatro y media de la tarde.

Julio, Juli para los amigos y Julísimo para sus detractores, se estaba retrasando como de costumbre. Era un hombre previsible en los temas relacionados con la puntualidad. Se mostraba definitivamente rebelde ante cualquier indicación que viniera de las manecillas de un reloj. Aquella maleduca-da conducta era tolerada por los que le aguardaban, a los que parecía no importarles. No en vano Julio era una celebridad, un personaje popular, un hombre de negocios triunfador, un magnate de la comunicación a quien la mitad de las perso-nas del sector adoraban y la otra mitad parecían odiar. Julio no dejaba indiferente a nadie con quien tuviera trato.

Sus dos acompañantes de viaje le habían esperado senta-dos sobre la cubierta del barco con paciencia y disciplina durante más de dos horas bajo un sol que empezaba a fla-quear. Aquel velero les iba a llevar desde Menorca hasta el puerto de Palamós, donde tenía su base, una ciudad pes-quera de la Costa Brava situada cien kilómetros al norte de Barcelona. Allí, el velero pasaba los inviernos y desde aque-lla ciudad partían todos sus viajes.

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Se trataba de un velero de doce metros de eslora, y casi cuatro metros de calado, totalmente equipado con radar, GPS, radio y un motor Volvo de 50 CV. Tenía dos cabinas con camas dobles donde se podía dormir o descansar cómo-damente, además de una pequeña cocina-comedor. La cu-bierta estaba totalmente forrada de madera de teca, mien-tras que el casco era de fibra de carbono blanca.

Paco, el propietario del barco, había cargado el depósito de agua y el de combustible hasta los topes. El trayecto no revestía, en principio, ningún tipo de peligro. Las previsio-nes del tiempo eran inmejorables. Se trataba de un viaje típi-co nocturno, que cualquier navegante con mediana expe-riencia se plantearía como uno de sus primeros retos tras obtener el título náutico de patrón de embarcación de re-creo. Paco era el único de los tres tripulantes que tenía título para navegar como capitán del velero y para enfrentarse a una travesía como la que iban a empezar aquella tarde. Los otros dos pasajeros, Julio y Víctor, habían navegado solo al-gunas veces, siempre como parte del pasaje, colaborando en trabajos de ayuda con el patrón del barco. Ambos tenían al-guna noción de cómo manejar el timón y guiarse en el mar con la ayuda del equipo GPS.

Julio apareció en el puerto corriendo, como si huyera de alguien. Era un hombre de cincuenta y tantos años, bastante alto y corpulento, y por el ritmo de sus zancadas aparentaba ser fuerte y decidido. Su piel estaba intensamente broncea-da por el sol menorquín del verano, aunque tenía cara de cansado. Vestía un pantalón deportivo de trekking, de color gris, con múltiples bolsillos en cada una de las perneras y una camisa de color rosa holgada y abierta, con la mayoría de los botones superiores desabrochados. Calzaba unas sandalias de cuero marrón, de fabricación marroquí, que

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dejaban todos los dedos de sus pies al descubierto y el talón suelto. Su cabello era oscuro, con varias plantaciones de ca-nas emergentes. Iba peinado hacia atrás y se le podían des-cubrir unas pronunciadas entradas que inundaban su cabe-za desde ambos lados de la frente. La densidad del pelo en la coronilla era escasa. Parecía que una alopecia parcial avanzaba triunfadora, dejando a la vista su cuero cabelludo.

Colgaba de su hombro izquierdo una discreta mochila y con la mano derecha, sostenía una caja de madera de las que normalmente se utilizan para transportar marisco. Saltó con seguridad desde el muelle hasta la cubierta del barco y sus zapatillas con suela de neumático quedaron adheridas a la cubierta de madera de teca, como si se hubiera producido un frenazo en seco.

Lo primero que hizo al aterrizar en el barco fue discul-parse ante sus acompañantes. Dejó las cosas que llevaba sobre la cubierta y saludó con un gesto budista a los que le habían esperado sin rechistar: juntó las palmas de las manos en señal de rezo e inclinó la cabeza hasta permitir que la barbilla tomara contacto con los dos dedos corazón de las manos. Sus dos acompañantes premiaron su humildad con una visible sonrisa y asumieron la larga espera como un privilegio tan solo reservado a aquellas personas que po-dían presumir de alternar con el exitoso empresario.

La carrera que Julio hizo por el puerto de Ciutadella y su salto al barco resultaron algo ridículos, porque ya acumula-ba horas de retraso y aquel gesto únicamente podía hacerle recuperar algunos segundos. Evidentemente, se trataba de escenificar ante los ojos de los pacientes amigos su voluntad de ser puntual y su petición de indulto.

—Perdonad, pero no había forma de que acabara esa maldita comida en Fornells. Ha sido una auténtica tortura.

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Finalmente he podido quitármelos de encima —dijo Julio refiriéndose a aquellos con quienes había compartido mesa y que le habían retenido tanto tiempo en el restaurante. Les hacía totalmente responsables de su retraso.

La mujer que le había acompañado hasta Ciutadella, conduciendo el coche los cuarenta kilómetros que distan de Fornells, llegó al muelle algo más tarde que Julio, justo para despedirse de él cuando el barco empezaba a liberar sus amarras para zarpar. Era Soraya, la esposa de Julio, una mu-jer guapa, de piel morena, bien proporcionada, con un pelo negro y dócil que ondeaba al son de la brisa que llegaba del mar. Tenía una sonrisa fácil y la mirada aguamarina gracias al color de sus ojos, que era lo que la distinguía de una mujer con inequívocos signos de descendencia árabe. Soraya se había entretenido aparcando el coche de alquiler que el ma-trimonio utilizaba aquellos días de agosto para disfrutar de sus vacaciones menorquinas.

—¡Tened cuidado! —gritó Soraya desde el borde del muelle mientras hacía un gesto de desaprobación al viaje con la cabeza.

No entendía el ansia de riesgo que continuamente manifestaba su esposo. Julio aprovechaba cualquier opor-tunidad de peligro que le pasaba por delante para desa- fiarla. La pareja había previsto regresar en avión el día si-guiente por la mañana, desde el aeropuerto de Mahón hasta Barcelona. Soraya conservaba en el hotel los bille- tes aéreos de vuelta ya pagados, pero Julio prefirió per- der su pasaje de avión y regresar en barco con sus dos ami-gos. Creía que, de aquella forma, prolongaría un día más la sensación de vacaciones, que normalmente finalizan en cuanto se pisa el control de seguridad de cualquier aero-puerto.

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El velero enfiló la bocana del puerto impulsado por su motor fuera borda. Las gaviotas planeaban nerviosas sobre las aguas en busca de cualquier pez despistado al que se le ocurriera nadar próximo a la superficie. Mientras tanto, el sol empezaba a ocultarse dando una muestra clara de que la noche se estaba acercando y de que el verano finalizaba, al recortarse la luz de sus días, aunque todavía faltara casi un mes para hacerlo oficialmente.

Paco guiaba el timón hacia la salida del puerto de Ciuta-della, no porque fuera el propietario del velero, ni por ser el único marinero con título acreditado para conducir la em-barcación de doce metros, sino porque era el experto de a bordo. Se conocía de memoria tanto el puerto como la ruta que iban a seguir durante las próximas horas.

Finalmente salieron a las seis y media de la tarde. El via-je hasta Palamós duraba entre diecisiete y dieciocho horas, por lo que, en el mejor de los casos, podían aspirar a llegar a su destino sobre las once y media de la mañana siguiente.

La primera versión de sus planes era desayunar en un chiringuito de la playa de Palamós llamado La Onada (La Ola), junto a un grupo de amigos que habían prometido preparar un delicioso almuerzo marinero. Estaría compues-to por verduras de las huertas de la comarca y pescado fres-co capturado por la flota local, comprado a los mismos pes-cadores en la lonja del puerto. La cita en el chiringuito se había fijado entre las nueve y las diez de la mañana siguien-te, pero aquel almuerzo también tendría que sufrir su co-rrespondiente retraso.

Paco pilotaba la nave, consciente de que estaba guiando con seguridad y eficacia a un gran amigo y al mismo tiempo a una eminencia de la comunicación española. Era un hom-bre alegre, de apariencia solvente, que sonreía prácticamente

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siempre. Aquel verano se había dejado una barba recor- tada que emergía totalmente blanca y cubría su rostro, contrastando con su piel morena. Vestía una camiseta blan-ca con rayas estrechas, paralelas y horizontales de color azul marino, y se cubría la cabeza con una gorra de plato blanca de capitán de barco. Podría hacerse pasar por un capitán ballenero si se adornara la boca con una pipa. Era uno de los amigos más antiguos que Julio había conservado desde su juventud. Un hombre hecho a sí mismo. Tomó contacto con el mundo industrial y se incorporó a la clase obrera revolu-cionaria de la última etapa del franquismo, época en que conoció a Julio. La experiencia de duro trabajo le llevó a montar su propio negocio y con la vida resuelta, cumplidos los cincuenta y cinco años, se había entregado a las aventu-ras marineras mediterráneas como una actividad para dis-frutar y hacer lo que más le gustaba: compartir el tiempo con sus amigos.

Víctor, el tercer pasajero, era un urbanita, hijo de la clase media alta madrileña y bastante más joven que sus dos compañeros de travesía, licenciado en Historia y posterior-mente especializado en temas audiovisuales. Podía consi-derarse como uno de los brazos derechos de Julio en su en-tramado empresarial. No era un profesional excesivamente brillante, pero sabía entender los negocios que diseñaba su jefe, trasmitirlos a la organización y ayudar a convertirlos en realidad. Era considerado como uno de los miembros de la guardia pretoriana de Julio, fiel a su emperador hasta el final. Julio le había nombrado consejero de alguna de las empresas de comunicación más importantes del país. Entre ellas, formaba parte del Consejo de Administración de la mayor cadena de televisión en España. Era consciente de que su estatus se había revalorizado exponencialmente des-

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de que se puso a las órdenes de Julio y por ello rendía plei-tesía a quien impulsaba su carrera profesional y le daba tan bien de comer.

Aquel viaje significaba mucho para Víctor. Sobre todo era una prueba de confianza de su jefe. Su proximidad le hacía sentirse fuerte en el contexto del grupo empresarial, y aque-lla experiencia, sin duda, formaría parte de su currículo.

Soraya se quedó sola y sin acompañante en el puerto de Ciutadella. Su única tarea aquella tarde consistía en condu-cir el coche hasta el hotel, hacer las maletas de los dos y es-perar al día siguiente. Por la mañana devolvería el coche de alquiler en el aeropuerto de Mahón, al otro lado de la isla, y cogería un avión hasta Barcelona, donde volvería a reunirse con Julio. Tuvo la sensación de que sus vacaciones se habían acabado allí mismo, en el muelle del puerto más bonito de Menorca.

El reloj marcaba más de la una del mediodía. Un grupo com-puesto por diez hombres maduros aguardaba a los nave-gantes en el chiringuito La Onada de la playa de Palamós. Debían haber llegado desde Menorca varias horas antes. Algunos ya se desesperaban de hambre y de impaciencia. Soraya les había llamado anunciándoles que el velero había salido la tarde anterior con dos horas y media de retraso respecto a su horario previsto, para que tuvieran en cuenta la demora. Pero el reloj ya acumulaba, además de aquellas dos horas y media, una hora y media más y todavía no había noticias de ellos.

Ferrán, abogado de Palamós y excelente cocinero, había preparado un desayuno de ensueño. Madrugó para com-prar verduras frescas en el mercado (tomates de Palau Sator,

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lechugas y cebollas de Regencós), con los que había confec-cionado una gran ensalada, de la que se sentía orgulloso. La tarde anterior había adquirido en la lonja de Palamós, direc-tamente de la subasta de pescado, doradas y pulpitos, ade-más de unas preciosas gambas. La ensalada, que estaba dispuesta y aderezada desde hacía más de una hora, tuvo que ser introducida en la nevera del chiringuito para que conservara su frescura, mientras que los pescados espera-ban limpios y remojados en una palangana de plástico llena de agua de mar, a punto para pasar por la parrilla.

Lo que inicialmente se anunció como un desayuno mari-nero a las nueve en punto de la mañana se había convertido, por horario, en un brunch (breakfast-lunch, la mezcla de pala-bras que utilizan los americanos para referirse a un desayu-no-comida). Pero la suma de retrasos respecto a la hora pro-gramada apuntaba que a aquel desayuno se le debería llamar «comida con horario dominguero de verano español».

El hambre empezaba a causar estragos entre aquel grupo mixto compuesto por cuatro nativos del lugar y seis vera-neantes en vacaciones procedentes de Barcelona. Cuando el hambre se manifiesta, las normas de comportamiento y pro-tocolo empiezan a hacer aguas; poco importa que los que pierdan los papeles sean licenciados universitarios o no.

—Pero... ¿Qué ruta han elegido tus amigos, Ferrán? ¿Se han despistado hacia Barcelona? ¿Alguno de nosotros ha llamado a alguien del barco? —preguntó con cierta ansie-dad Jordi, un prestigioso médico de Terrassa que formaba parte del grupo de los hambrientos más desesperados.

—Sí, yo he llamado al teléfono de Paco hace dos horas —contestó Ferrán, maestro de ceremonias.

—¿Y qué? ¿Dónde están? ¿Por qué no llegan? —insistió Jordi.

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—No he podido hablar con ellos. Su teléfono no contes-taba, estaba «apagado o fuera de cobertura». La última vez que lo he intentado, hace media hora, el teléfono ha sonado, pero no lo ha cogido.

—¿Por qué no va alguien al puerto y pregunta si hay al-guna novedad? Si han tenido algún problema, quizás se hayan puesto en contacto a través de la radio con la Coman-dancia de Marina —propuso Jordi.

Rápidamente dos invitados se ofrecieron voluntarios para averiguar lo que estaba pasando con el velero tar- dón. Caminaron apresuradamente hasta uno de los co- ches aparcados frente al chiringuito, situado a pocos metros, en un parking de pago al aire libre y sin ninguna pro- tección del sol, lo que en pleno verano convierte el interior de los coches en auténticos microondas. Se dirigieron ha-cia el puerto deportivo Marina en busca de noticias de los viajeros.

Ferrán no podía ocultar que estaba intranquilo. Tanto su cara desencajada como sus erráticos movimientos manifes-taban su preocupación.

—Todo esto parece muy extraño. Esta mañana el mar parecía calmado. No se puede decir que Paco sea el cam-peón mundial de regatas, pero se conoce esta ruta como la palma de su mano, y nunca ha tardado más de diecisiete horas en llegar —dijo con cierto pesimismo, temiéndose al-gún tipo de avería en la embarcación.

—Yo empezaría a comer —dijo el médico con sentido práctico—. No ha podido pasar nada grave, llevamos ya casi cuatro horas en ayunas. Solo pido un poco de piedad para nuestros estómagos.

—Esperemos a ver qué averiguan esos dos en Port Mari-na. En cualquier caso comeremos pronto. Es cuestión de

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cinco minutos —dijo Ferrán dando la última oportunidad a que apareciesen sus amigos.

Sonó el móvil de Ferrán.—Dime, Juan...—¿Sí?—¿Cómo...? ¿Qué raro?—Espera, que voy para allá.Colgó el teléfono y se dirigió angustiado a los de-

más para explicarles la corta conversación que acababa de mantener con uno de los que habían ido a investigar al puerto.

—Tíos, es una situación rarísima. El velero de Paco está amarrado en el puerto, pero no en su propio amarre, sino en la zona de la Capitanía Marítima. No hay nadie dentro del barco, el velero está precintado y un mosso d’esquadra cus-todia la entrada. Dicen que no han llegado tres navegantes sino dos, y que están prestando declaración en la comisaría de los Mossos d’Esquadra de Palafrugell.

La noticia cayó como una losa de mármol sobre el resto del grupo. Cuatro horas esperando a sus amigos y ahora se complicaban las cosas todavía más. Habían pasado de la incertidumbre a la confirmación de malas noticias. Reinaba la desolación.

Ferrán tomó la decisión de informarse directamente. Ca-minó hasta su coche, aparcado en el parking-solárium, y se dirigió hacia el Port Marina, situado escasamente a un kilómetro del chiringuito. Mientras tanto el médico de Terrassa y el resto de los invitados se quedaron a la espera de noticias.

—Bueno, esto va para largo —dijo el médico—. Haya pasado lo que haya pasado, antes o después necesitaremos comer algo.

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Los demás asintieron, sacaron la gran ensalada que estaba refrescándose en la nevera del chiringuito y la colocaron sobre la mesa, mientras echaban una parte del pescado a la parrilla. La cocina del chiringo se inundó de humo. Tuvieron al menos el detalle de cocinar solo la parte proporcional de los pescados que le correspondía a cada uno de ellos. Se cubrieron el pecho y parte del estómago con unas grandes servilletas y empeza-ron a degustar el esperado almuerzo-brunch. Por el ruido que se oyó al descorchar las botellas de cava podría dar la sensa-ción de que en el chiringuito se estaba celebrando una fiesta.

Una vez en el puerto, Ferran buscó la confirmación de lo que le habían contado por teléfono. El oficial que estaba al mando de la Capitanía de Palamós reconoció a Ferrán. Sa-bía que era un abogado distinguido de la comarca y extra-oficialmente le susurró al oído que, efectivamente, habían llegado tan solo dos tripulantes sanos y salvos, los mismos que de madrugada habían denunciado por radio la desapa-rición del tercer miembro de la tripulación. Uno de ellos era Paco, a quien el oficial ya conocía por ser una persona que frecuentaba el puerto todos los veranos. El otro, un mucha-cho bastante más joven, por lo que Ferrán dedujo que el tri-pulante desaparecido era Julio.

Le impresionó lo que hubiera podido pasarle a su amigo. Qué extraño destino perderse en una noche tranquila de verano por el Mediterráneo. Rápidamente entendió por qué sus dos acompañantes se encontraban en Palafrugell pres-tando declaración en la comisaría de los Mossos d’Esquadra. La desaparición de una persona en alta mar puede abrir di-ferentes tipos de conjeturas, que van desde el accidente al crimen, pasando por la negligencia o el suicidio. Parecía claro que la policía debía investigar aquella desaparición. Entendió también por qué estaba precintado el velero.

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Aquella noticia sin duda tendría una amplia repercusión mediática por las características personales del implicado.

La esposa de Julio había llegado al aeropuerto de Barcelona procedente de Menorca. Su viaje fue corto y placentero. Duró apenas cuarenta y cinco minutos. Recogió su maleta y la de Julio de la cinta de equipajes, después de una dilatada espera, y subió a un taxi cuando eran las dos y veinte. Deci-dió llamar por teléfono a su marido para confirmar que ha-bía llegado a Palamós, pero le fue imposible contactar con él, cosa que le extrañó aunque no le dio mayor importancia. El teléfono sonaba, pero él no descolgaba. Supuso que esta-ría en plena comilona con sus amigos y que el ruido ambien-te le impediría escuchar el timbre de su móvil.

Habían previsto reunirse al final de la tarde en el Hotel Omm para tomar una copa de cava con unos antiguos ami-gos de Julio, aprovechando la visita a su ciudad natal. Su plan era regresar a Madrid a primera hora del día siguiente en AVE. Soraya pidió al taxista que la llevara al hotel para dejar las maletas y que a continuación la condujera al res-taurante Castell de Xátiva, especializado en arroces, de la calle Valencia. Una vez dadas las instrucciones de la ruta al taxista, llamó al restaurante para que le fueran preparando una paella valenciana.

A las tres en punto de la tarde Soraya entró en el restau-rante sintiendo el aroma de los arroces mediterráneos que estaban consumiendo otros comensales. Se sentó en la mesa y fue saludada amablemente por uno de los propietarios del restaurante, que la identificó como clienta poco habitual pero de reconocido prestigio, la esposa del empresario Julio Ramos.

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—Su paella está a punto de salir, señora. Ha llegado en el minuto preciso —dijo el restaurador y camarero con voz refinada.

El apetito de Soraya empezó a activarse a la espera de disfrutar de aquel deseado plato, aunque la operación se frustró temporalmente porque sonó su inoportuno teléfono móvil. Lo buscó en el bolso esperando que fuera Julio para explicarle que había llegado bien, disculparse por no haber contestado a su llamada y narrarle alguna de sus aventuras en aquel viaje nocturno. Preparó una frase sobre la paella que estaba a punto de comerse para darle envidia.

La pantalla del móvil le anunció que la llamaban desde un teléfono no identificado, y así supo que no era Julio.

—Sí, yo soy Soraya Bermúdez.—La llamamos desde los Mossos d’Esquadra. Necesita-

ríamos hablar personalmente con usted. ¿Se encuentra en Barcelona?

Se temió lo peor. La cara de Soraya se quedó transpuesta. No pudo contestar, en su cabeza se desataron diferentes hi-pótesis relacionadas con su marido. Desde la comisaría le concedieron escasos segundos de tregua para que recupera-ra el aliento y se preparara para oír aquella enigmática pero mala noticia.

Mientras tanto el camarero le mostró la paella, como si fuera un florete, en un claro gesto de esgrima, inclinando la paella hacia ella cuarenta y cinco grados, y empezó a servír-sela en el plato.

Todo un alud de ideas fue elaborándose a gran veloci-dad en el cerebro de Soraya. ¿Qué le habrá podido pasar? ¿Un accidente de tráfico bajando por la autopista desde Palamós a Barcelona? ¿Un accidente náutico? ¿Cómo ha-brán conseguido mi número de teléfono móvil? Se lo habrá

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suministrado Julio y eso indicaría que se encuentra bien, de otra forma no habrían podido localizarme, pero si está bien ¿por qué no me llama él mismo?

Al fin contestó a la pregunta.—Sí, estoy en Barcelona. ¿Le ha pasado algo a mi marido?—No podemos darle esa información por teléfono.—Por favor. No me tenga en ascuas. Necesito saber si ha

ocurrido algo grave.Por fin le desvelaron las dudas desde la comisaría.—Su marido, Julio Ramos, ha desaparecido durante el

trayecto entre Ciutadella y Palamós. Salvamento Marítimo lo está buscando en estos momentos en el mar. Le ruego que venga lo antes posible aquí.

—¿Cómo dice? ¿Que ha habido un naufragio?—No exactamente. El velero ha llegado intacto a Pala-

mós, con dos de sus ocupantes, pero su esposo ha desapare-cido en el trayecto. Por favor, preséntese en la comisaría en cuanto le sea posible y le informaremos con detalle de los datos disponibles.

Soraya dejó plantados la paella valenciana y al restaura-dor que no entendió nada. Salió hacia la calle corriendo, en busca de un taxi que la llevara a comisaría. No tuvo ninguna dificultad en parar el primero que pasó, a pesar de encontra-se en plena hora del almuerzo y en la temporada veraniega, que expulsa a los taxistas barceloneses de las calles para protegerse del pesado sol y la escasez de clientes.

Alexia Hurtado trabajaba sola en su oficina, situada en una calle del barrio del Eixample de Barcelona que sube en per-pendicular al mar. El aparato de aire acondicionado funcio-naba a tope para intentar refrescar la sala de su despacho.

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En la calle el termómetro marcaba treinta y dos grados cen-tígrados, la humedad era alta, en torno al ochenta y cinco por ciento. La sensación térmica, o la xafogor, como se deno-mina en catalán, alcanzaba los cuarenta y nueve grados.

Recostada sobre su sillón giratorio, con pantalones cor-tos y una blusa blanca de manga corta, navegaba por Inter-net en busca de cualquier noticia que la distrajera. En el suelo se podían ver, medio tumbadas, sus zapatillas playe-ras, de las que se había descalzado. Tenía ante sí una enorme pantalla de ordenador. El reloj digital marcaba las 4:05 de la tarde y durante toda la mañana no había sonado ni una sola vez su teléfono fijo.

Aquella situación de calma no era atípica. Se estaba pro-duciendo desde hacía dos meses, cuando Alexia inauguró su flamante oficina de detectives privados. Intentaba conso-larse pensando que la inactividad y ausencia de clientes podían achacarse al verano, pero sabía que en una ciudad del tamaño de Barcelona la vida y los problemas no tienen vacaciones. La sociedad urbana fabrica continuamente si-tuaciones complicadas que requieren la intervención de de-tectives, las veinticuatro horas del día, los treinta días del mes y los doce meses del año.

Temía que si no le había llamado ningún posible cliente interesado por sus servicios quizás fuera porque estaba co-metiendo algún error de planteamiento en su negocio. Y si estaba inmersa en algún error, sería conveniente identificar-lo y corregirlo lo antes posible. De otro modo la situación podría llegar a ser desesperante.

Se incorporó de su sillón y se dirigió descalza hacia la nevera para preparar su refresco favorito: un vaso de agua fresca de Vichy Catalán con una rodaja de limón y unos cu-bitos de hielo. Llevó el vaso a su mesa después de darle un

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sonoro sorbo por el camino. Inmediatamente sintió en la gar-ganta el paso del agua pura, fresca y burbujeante, que le de-volvió el empuje que necesitaba. Cogió un bonito rotulador rojo y empezó a dibujar sobre un folio en blanco. Pintó un calendario representado por cinco cuadrados y a cada uno le puso el nombre de un mes: abril, mayo, junio, julio y agosto.

Tan solo cinco meses atrás, Alexia Hurtado era la brillan-te inspectora jefe de la División de Investigación Criminal de los Mossos d’Esquadra de Cataluña. Marcó sobre el calenda-rio, finales del mes de abril, la fecha de su salida de la Policía Autonómica Catalana. Pocas semanas más tarde constituyó su empresa, Alexia & Asociados, una empresa de consultoría de información, que en realidad le daba cobertura legal y fiscal para su verdadera actividad: la investigación privada.

Dibujó sobre el calendario la fecha de inicio de sus activi-dades como detective privado, y a continuación los dos únicos casos en los que había participado como profesional independiente. El primero fue un caso rápido y sencillo, la investigación civil sobre una infidelidad matrimonial en Madrid, que resolvió en una semana y por la que cobró diez mil euros. A continuación tuvo lugar su caso estrella: parti-cipó en la investigación y resolución del robo del Museo Dalí de Figueres. Este segundo caso le reportó notables in-gresos y un prestigio profesional impresionante, pero desde aquel momento, y hasta la fecha actual, su agenda estaba en blanco. No había hecho nada, salvo inaugurar una tarde el despacho tomando unas copas con sus amigos más próxi-mos. En total, su palmarés como detective privado durante los primeros cinco meses de actividad se resumía en dos trabajos, con un preocupante parón en los tres últimos me-ses. El balance económico era aún muy positivo, pero si se-guía a aquel ritmo su carrera podría ser un desastre.

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Alexia llegó a la conclusión de que su inactividad quizás estuviera relacionada con un exceso de éxito mal adminis-trado. Pensó que la ausencia de clientes podía deberse al tratamiento positivo que había dado la prensa a su brillante actuación como investigadora independiente en el caso del robo del Museo Dalí. Sus entrevistas en la prensa local la alzaron al estrellato. Tal vez los medios de comunicación, con toda su buena intención, la habían perjudicado sin pro-ponérselo. Un periodista la entrevistó en la contraportada de La Vanguardia. Ocupaba toda la página, con fotografía incluida. La trataba exquisitamente bien y la posicionaba como una investigadora brillante reservada para casos difí-ciles. Posiblemente aquella buena imagen la situaba en el mercado como una detective demasiado cara y sofisticada, inapropiada para casos sencillos como los que en aquel mo-mento Alexia soñaba con investigar.

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