Algo Tan Feo en La Vida de Una Señora Bien - Marvel Moreno

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Serie de relatos de autoría de la escritora barranquillera Marvel Moreno.

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unA senaRA BienmaruelmorenoPrólogo de Juan Goytllolo

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Ilustración de carátula:Alejandro Obregón

Carátula:Claudia Piedrohíta

Todos los derechos reservadosHecho el depósito que marca la Ley

@ Editorial PlumaBogotá,1980

Printed in ColombiaImpreso en Colombia

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PROLOGO

De JuanGoytisolo

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La literatura no tiene sexo: sus obras no se dividenen masculinas y femeninas, sino en buenas y malas.

Uno de los calleJoones sin salida a que se enfrenta elmovimiento feminista hoy procede sin duda de la pro-puesta, condenada al fracaso, de crear una serie de sub-géneros literarios denominados novela feminista, poe-síafeminista, teatro feminista, etc. Dicha clasificaciónresulta en verdad tan arbitraria como las anteriorestentativas de unificar obras dispares en función de undenominador común ideológico, religioso o temático:novela católica, novela rural, novela proletaria. No ca-be la menor duda de que por un conjunto de razones deíndole sociocultural, la mujer se ha visto negada secu-larmente la posibilidad de desarrollar sus facultadescreadoras en el campo del arte y literatura (por no ha-blar ahora de otros terrenos) y quienes, en un momento uotro, infringieron el tabú tropezaron con unos obstácu-los que el sexo fuerte (fuerte en la medida en que ocupa elpoder) nunca ha conocido. Como decía la primerafemi-nista en nuestra lengua, doña María de Zayas, al ana-lizar la situación de sus hermanas en el siglo XVII, "yasí, en empezando a tener discurso las niñas, pónenlasa labrar y hacer vainillas, y si las enseñan a leer es pormilagro, que hay padre que tiene por caso de menosvaler que sepan leer y escribir sus hijas... de manera queno voy fuera de camino en que los hombres de temor y en-

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lidia las privan de las letras y las armas, como hacenlos moros con los cristianos que han de sernr donde haymujeres, que los hacen eunucos por estar seguros deellos". Cierto que, de unos años a esta parte, el movi-miento sufragista i1tglés, la obra de Simone de Beau-I'Oir.la explosión del Women's lib, han roto algunos delos grillos y esquemas mentales que impedían la expre-si~ personal de la mujer en la obra literaria y, poco apoco. los bastÜmes de la resistencia masculina se de-1TUmban unos tras otros. Así, los ridículos "inmorta-leS" de la Academia francesa han concedido finalmenteel presunto honor de ingresar en ella a esa gran escrito-ra que es Marguerite Yourcenar cuando, en estricta~ habría que decir que ha sido ésta quien ha confe-rido a aquéllos el privilegio inmerecido de dirigirse aellos bajo la cúpula del vetusto, momificado Institutodel Quai de Conti.

Pero si no existe una literatura propiamente "feme-nina" -como tampoco la hay "masculina "-, hallamos1 una agudeza, una percepción, una .~ensibilidad demujt'r en toda gran obra literaria, como señalaba Sar-tre poco ante.~ de su muerte, a propósito de Baudelaire,Flaubert y Mallarmé. La literatura en general, y la no-vela en particular. implican en efecto una ambigüedadesencial: la mezcla de virtudes y elementos tradicional-

.mente con.~iderados "masculinos" y "femeninos". Dicha~. mezcla, como es ofulio. varía según los casos; pero el her-

mafroditi..-mo del acto creador está fuera de duda. Es-cribir es en cierto modo tomar conciencia de nuestraambivalencia.- aceptar el hecho liberador de que hom-bre.~ y mujere.~ somos menos masculinos y femeninos delo que a lo largo de los siglos, se nos había enseñado.

Esta.~ reflexiones ~en las que no puedo detenermeahora- no.~ ayudan a situar el primer libro de la escri-tora Manlel Moreno en él contexto en que debe leerse. Serescritora en una sociedad profundamente machistacomo la iberoamericana, plantea todavía una serie deproblemas y desafíos que ponen a prueba suinteligencia y sensibilidad. La mirada de una mujer ala vasta comedia social que denunciara Balzac siguesiendo una mirada lateral y periférica, la de alguien

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que -como el negro. el pobre o el homoserual- contem-pla .~US glorias y mezquindades desde el m.a~: lis;ónlúcida y a menudo cruel de los excluidos d~ la fiesta.Con minuciosidad implacable. los relatos de ManoelMoreno ponen en la picota los pequeños licios y rall;da-des. las grande.~ injusticias y defectos de una c; u dad co-lombiana que ama y aborrece al mismo tiempo: una C;ll-dad contemplada con esa objetimdad que sólo COtlcedenla intimidad y la distancia.

Ya sea en los cuentos de estructura sencilla cOmo elque da titulo al libro. ya en la sutil y compleja noloelacorta con que cierra aquél. Marvel Moreno pasea su m;-rada despiadada por un mundo egoísta y caduco en elque la mujer es alln un mal necesario y su liberac;Ól1una perspectiva remota. Su lectura de Ilna soc1:edad re-gida por un .~iJJtema piramidal de IW[encia resultamucho más elocuente que la de l-Os consabidos panfletosy textos "comprometidos". COmo en toda obra literariaauténtica. la toma de concie.ncia de la insoportableopresl~ón no se reall~za en el ámbito de uno.~ personajesejemplares y positivos sino. lo Q1le e.~ mucho más dificil.a nivel del lector.

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LOS RELATOS DE MARVEL MORENO

Por: Jacques Gilard

La presencia de Marvel Moreno en la narrativa co-lombiana no se ha manifestado sino con cuatro cuentosaparecidos en revistas entre 1969 y 1978. Pero paraquienes hemos tenido el privilegio y la dicha de cono-cer los manuscritos de los otros relatos breves queintegran la colección Algo tan feo en la vida de unaseñora bien, hace tiempo que el panorama de esta na-rrativa se ve seriamente modificado y enriquecido poruna figura hasta hoy más que discreta. Para quienes lahemos leído, confidencialmente y con entusiasmo, nocabe duda de que la figura de Marvel Moreno es la deuna escritora verdadera, que mucho se leerá en Colom-bia ymás allá de las fronteras nacionales, y también enotros idiomas. El último relato del libro, en el ordencronológico de la redacción, fue la novela corta Lanoche feliz de madame Yvonne, escrita para redondearel libro y concluida en julio de 1977. Desde entoncesexistía secretamente un gran libro de la narrativacolombiana contemporánea. Su aparición, al cabo deuna espera demasiado larga, casi tiene un sabor a cosapasada: ya Marvel Moreno anda en otras cosas y lasalida de Algo tan feo en la vida de una señora bienviene a ser como un simple detalle anecdótico. Para elpúblico y la crítica -incluso la que inevitablementellegará a negar o minimizar la importancia del libro-será de todos modos una fecha literaria imposible de

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.ignorar en adelante, aunque el libro también se prestepara un éxito de matices no propiamente literarios queel tiempo irá borrando para no dejar en pie sino suincuestionable calidad estética. Mi propia experienciade lector de los manuscri~, en los últimos cinco años,me demuestra que las impresiones han podido variaralgo a través de sucesivas lecturas, que tal relato meparece mejor que otro que al principio me gustabamás, que se borran ciertos reparos y aparecen otros (ellibro abarca los tanteos y la muy destilada producciónde diez años, ello tiene que sentirse), pero que, en total,Algo tan feo en la trida de una señora bien aguantaperfectamente el paso del tiempo y -variándola-mantiene su vigencia frente a los libros que, desde quese concluyó su redacción. han venido apareciendo en laliteratura hispanoamericana.

Marvel Moreno surge de Barranquilla, lo mismoque de allí surgieron en su tiempo José Félix Fuenma-yor. Alvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Már-quez. Se impone la referencia a los tres grandes narra-dores del grupo de Barranquilla porque es evidenteque Marvel Moreno parte de las mismas premisas,~. exigiéndose en esta época lo que ellos se exigieron hacemás de treinta años. Hay un gran trasfondo común quees el mundo costeño y un recurso a los grandes ejem-plos de afuera. que se encuentran principalmente en laliteratura norteamericana de este siglo.

De los mismos fundamen~ y exigencias parte lanarrativa de Marvel Moreno: un universo intocado (laCosta y Barranquilla como ella las conoció. padeció yrechazó) y la voluntad de.darle una expresión que seaasequible a todos sus contemporáneos, no sin acudir alretrato en clave, pero ésta es otra historia. Una región,una ciudad, y su universalización. Con ello, MarvelMoreno se sitúa dentro de la línea establecida por susantecesores barranquilleros (cronológicos, no estéti-cos) y sigue su propia vía, de acuerdo a su época. comocada uno de los tres siguió la suya propia. Con MarvelMoreno, algunos años más tarde, parte otra rama delmismo tronco.

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Antes de hablar de los rasgos propios de los relatosde Marvel Moreno. no sobrará mostrar cómo se reúnencon una bien conocida obsesión apocalíptica: la de laruina de un mundo insoportable. Cuando escribe (enOriane. tia Oriane): "Los ruidos y las voces dejan hue-llas en el aire... y es como si el aire no saliera nunca delas casas viejas". está regresando sin saberlo al cuartode Melquíades; cuando hurga en las tragedias viejasde las casas grandes. ~lo va revelándonos el mismodestino catastrófico que se llevó a Macondo; cuando suinvención vaga por las mansiones oligárquicas venidasa menos (las tinieblas, la humedad. las telarañas, el LJpolvo), da en realidad con el gran ~ito de la casa; ~cuando pone al desnudo los vicios y desamparos de la ~gente de su clase, topa sin quererlo con el fantasma.omnipresente de la soledad. Los personajes de Marvel -Moreno viven aquejados por el mismo recurrente mal Cde los Buendía: la incapacidad para ser felices, en el...,sofoco de un triste trópico. '":é

u(N o cabe duda de que f\:f~~vel More.no se inserta, por .¡j

todo lo alto, en una tradlclon narrativa a la que tam- ~bién pertenecen. conformándola, Fuenmayor. Cepeda ~y García Márquez. Lo que se ha dicho y se dirá de su icosteñidad es bastante evidente. demasiado -en todo ::)caso- para ser controvertido. Cuando se impone laalusión a los narradores del grupo de Barranquilla, nose trata solamente de la existencia de puntos comunesen los referentes concretos y en el aprovechamiento delos grandes maestros. Hay algo más, que merecería unestudio detenido. en la existencia y permanencia deliteraturas regionales o locales de variable calidadestética. Con no poca sorpresa me enteré en 1979 -concluido y casi olvidado el libro de relatos que aquínos interesa- de que Marvel Moreno desconocía total-mente los cuentos de José Félix Fuenmayor. Solo en-tonces leyó La muerte en la calle. que le presté urgente-mente, y reconoció en el libro algo muy suyo. viéndolodesde luego con la perspectiva que le daban los treintaaños de historia literaria transcurrida desde los añosde la mejor producción del viejo maestro barranquille-ro. Más tarde aun conoció los primeros cuentos de

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Cepeda Samudio. En cuanto a García Márquez, esevidente que, como otros escritores colombianos, Mar-vel Moreno trata de leerlo lo menos posible).

Con todo ello solo se pretende demostrar que MarvelMoreno es a plenitud una escritora costefia, porque,con signos y símbolos que le son propios, reinterpretauna gran obsesión colectiva. No pertenece a ningunaescuela (salvo la hoy universal escuela de Faulkner yVirginia Woolf, y quizás podría colarse aquí, algomarginal, el nombre de Carson Mc Cullers), no esepígono ni seguidora de nadie. También ella inaugurael mundo. Compruébese esto comparando el más anti-guo de sus cuentos, El muñeco, con los posteriores. Unahistoria como la de El muñeco, habrían podido conce-birla hacia 1950 Fuenmayor, Cepeda, García Már-quez, cada quien a su manera desde luego, y el relatode Marvel Moreno tiene ya sus rasgos incbnfundibles.Como en el principio estuvo el rechazo a todo facilismo,solo quedaba la vía de la originalidad.

La esencia costefia de la obra de Marvel Morenotambién se puede reconocer en los valores morales queen ella alientan, más allá de toda conciencia e inten-ción. De las convicciones feministas habrá de hablarsemás tarde, pero es cierto que pueden actuar comocatalizador de una reacción ético-química eminente-mente costefia. El repudio a los valores de la respet~bi-lidad es en cierto modo una prueba de costefiidad. Perohay más: esa casi rabiosa defensa de la libertad delcuerpo y de la conciencia, ese continuo llamado paraque cada quien se asuma como lo que es, todo elloremite a valores populares y afroamericanos, valoresde la Costa profunda: los valores que se forjaron duran-te la época colonial en una región donde las encomien-das y haciendas nunca consiguieron crear una redapretada e ineludible de relaciones de producción,donde además el cimarronismo fue una constante;valores que se templaron definitivamente, según unrasgo ya más general y muy americano, en la masa demulatos y negros después de la segunda diáspora quefue la abolición de la esclavitud. Estos valores vienen a

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cobrar una dimensión inaudita en los cuentos de Mar-vel Moreno que, por ser mujer. lo sabe todo en materjade antiguas represiones. No por casualidad es un ca-chaco. rubio y ojiazul, noble, conservador y católico. elque aniquila como mujer (capacidad de placer) a ladoña Genoveva de La muerle de la acacia.

Pueden señalarse ahora algunos de los rasgos quedan a los relatos de Marvel Moreno una fisonomíapropia, si bien son rasgos periféricos y no llegan adefinir la originalidad de esos relatos.

En primer lugar está un conocimiento desde aden-tro de la oligarquía costeña y de su historia, de losdramas que se arremolinan bajo la tersa superficieevocadora de riqueza, paz y respetabilidad. Un gruposocial que cree resumir el mundo e ignora la realidadsobre la que está asentado. Barranquilla y sus "beauxquartiers". Marvel Moreno hurga en un mundo deterratenientes metidos a empresarios, de nuevos ricosy especuladores rodeados por sus bufones. Con susrelatos. el arquetipo costeño de la saga familiar, de lahistoria de las "casas grandes", accede a otro nivel,urbano y contemporáneo. Se supera la edad del mito;sigue en pie la leyenda, pero se trata de desnudarlapara dejarla igual a la verdad.

(Aquí, desde luego. se impone una advertencia queno le hace mella a la escritora y tampoco lleva a cues-tionar su obra. Marvel Moreno vive alejada de Barran-quilla hace bastantes años y escribe sobre un mundoque ya no existe. En el actual barrio del Prado sola-mente subsisten fragmentos de la realidad que cono-ció. A otros autores les tocará hablar de esta época de laciudad. No por ello pierde su vigenciaAlgotanjeoen latida de una señora bien, ni como obra de arte, ni comoarreglo de cuentas; su alcance ético y político seguirásiendo el mismo, sin remedio, a través del tiempo).

En segundo lugar está la femineidad oel feminismo,o ambas cosas. Las vivencias de la autora, entre lainmovilidad del Prado (del que conoció, al menos) y losvientos fuertes de esta época, tenía que dar a su preocu-

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pación por la suerte de la mujer un alcance máximo.Marvel Moreno se sitúa desde el principio fuera de losesquemas reconocidos (impuestos) por el otro bando: esescritora -peligrosa definición- pero no es ni adoles-cente perversa, ni intelectual desencarnada, ni escrito-ra "sensible". Ni siquiera necesita asumir una actitudrebelde o militante, porque ya pasó la frontera. Dentrodel contexto de la narrativa femenina colombiana, ellaocupará indudablemente el primer lugar. A nivel con-

1~ tinental, se situará en una zona que por ahora la puer-; torriquefia Rosario Ferré es la única en haber rozado.Marvel Moreno reinterpreta y renueva los mitos, des-

j pertando "el bíblico terror a la mujer" al utilizar losmismos esquemas que sirvieron para justificar las vie-; jas represiones: sus narradores, sus conciencias y testi-

", gos son nifias clarividentes (caperucitas rojas que ha-, cen surgir al lobo que todos quieren ignorar), mujeres...dolidas, mujeres enajenadas, resumidas todas en la~'

bruja de La noche feú:z de madame YI'onne.

(En un momento en el que no se ha zanjado aún lacuestión de la existencia de una escritura femenina yhay escritoras que prefieren ser consideradas comoescritores -en masculino- porque piensan que la la-bor 1 iteraria no tiene sexo, las anteriores consideracio-nes, comparaciones y referencias, resultarán en buenaparte controvertibles. En todo caso, el libro, escrito conpresupuestos feministas, contribuirá a alimentar yorientar el debate).

En tercer lugar puede contemplarse la actitud deMarvel Moreno con relación a lo anecdótico. Probable-mente más que otras muchas en lengua espafiola, lanarrativa colombiana padece la tiranía de la anécdota.También ha aparecido, recientemente, una tendenciacontraria. Marvel Moreno, aparentemente, trata desuperar el dilema, y lo hace por su cuenta, ya queignora casi todo de la actual literatura de su país. Sibien, al principio, acudía a la anécdota trunca, másimportante justamente por ello (en El muñeco), evolu-ciona por una vía muy peculiar. Conforme avanza ensu obra, se dedica a agotar todos los aspectos de una

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historia. quitándole al pastel la última hojaldre. y tien-de hacia una perfección narrativa tal que la historiamisma se confunde con todo un universo; encargada derevelar lo. se diluye en él y se pierde. Lo anecdótico.siempre presente, termina siendo una gran ausencia;es todo y nada a la vez.

Sobraría insistir sobre la calidad formal de los rela-tos de Marvel Moreno. Ya se dijo: un cuento tan inge-nuo como El muñeco podría figurar dignamente en un jjlibro de autor consagrado. Hasta cuando se trata de un ~relato abultada y agresivamente mediocre como La Ceterna v1:rgen, que trata de quitarle a la producción ~textual su coartada estética, hay sin embargo un gran ¡:¡refinamiento en un imperceptible pero magistral ma- cnejo de personaje-narrador y tiempos verbales. .

~El de Marvel Moreno es un mundo definitivamente 1:

urbano, de los que excluyen lo épico y lo truculento; con ~palabras muy contemporáneas, habla de nuestra épo- ~ca: hay gentes que se mueren de hambre y gentes que ~comen demasiado; mujeres agobiadas por los embara- ~zos sucesivos y mujeres que no saben hacer el amor; -

gentes que viven en el barro y la mugre, y gentes queno pueden vivir sin el aire acondicionado.

Quedaría mucho por evocar: la complejidad y minu-cia del juego de las conciencias, la progresión de lashistorias, la envolvente evolución de la frase, las inven-.ciones verbales, y hasta la originalidad de la puntua-ción (ojalá la hayan respetado los correctores de prue-bas).

La aparición de Algo tan feo en la vida de una señorabi~n, ya se dijo, marca una fecha para la narrativacolombiana y, tarde o temprano, tendrá sus ecos fueradel país. Y es solamente el primer paso público de

.alguna importancia en una trayectoria literaria queterminará cobrando una talla continental.

(17-1-81)

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ORIANE, TIA ORIANE

A Fina Torres

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A María la asom bró la casa de Tía Oriane, pero sóloempezó a inquietarla cuando escuchó los primeros rui-dos. Era una casa grande y silenciosa rodeada de unjardín sembrado de acacias. A lo largo de los corredo-res se alineaban salones y dormitorios cerrados desdehacía muchos años, con muebles que dormían sobre fi-guras de polvo y jirones de telarañas. Sin saber porqué, María se sentía tentada a caminar en puntillas.Por todas partes había retratos y espejos. Había gobe-linos y alfombras de arabescos repetidos sin fin, y unaventana con vidrios de colores parecida al vitral de unaiglesia. María no recordaba haber estado alguna vezallí ni haber visto antes a su tía. Sabía que una vez alaño, la víspera de San Juan, su abuela viajaba avisitarla. Sabía que esas visitas no eran del agrado desu abuelo. y sospechaba que de haberse encontrado envida su abuelo cuando llegó la carta de Tía Oriane invi-tándola a pasar con ella las vacaciones de julio, nuncahabría venido. Sin embargo, a María le había gustadoTía Oriane. Desde el primer día. Tenía un aire tran-quilo y unos ojos pálidos que la miraban con indulgen-te nostalgia. Siempre parecía contenta de verla. Siem-pre sonreía cuando ella entraba a la habitación dondepasaba las tardes dibujando figuritas junto a una ven-tana que daba al mar.

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Los dibujos de Tía Oriane atraían a María, se ador-mecía mirándolos. Había una magia en aquella infini-ta reiteración de formas, un anzuelo en el lápiz que su-bía y bajaba como la aguja de un tejido. Su tía seguíainvariablemente el mismo orden trazando primero hi-leras de círculos, y dentro de cada círculo una cruz.Luego sus manos aleteaban sobre las hojas y círculos ycruces desaparecían bajo una trama de líneas que seunían formando diminutos rombos. María iba a su ha-bitación al atardecer y se queda:ba a su lado mirándoladibujar hoja tras hoja hasta que entraba la noche y lavieja Fidelia subía para anunciar la cena. Podía pasarhoras enteras junto a Tía Oriane. Le agradaba su quie-tud, el silencio que había siempre a su alrededor. Leagradaban sus manos, fugaces como las pelusas que elaire empujaba sobre las acacias del jardín. Había des-cubierto además que su tía y ella se parecían: las dos te-nían la manía de no pisar nunca las junturas de las bal-dosas: compartían el gusto por las frutas heladas y laflor del ilang ilang. A veces sorprendía en Tía Orianesus mismos ademanes, un cierto modo de ladear la ca-beza, una forma cauta de sonreír. Pero sólo hojeando elálbum de fotografías comprendió hasta qué punto elparecido entre las dos iba más lejos.

Su tía se lo enseñó una tarde de lluvia, una de esastardes que dejaban correr juntas jugando intermina-bles partidas de ludo. Porque le había estado hablandodel tiempo de antes y quería mostrarle cómo se vestíaentonces la gente Tía Oriane sacó el álbum de un arma-rio y lo abrió sobre sus rodillas. En sepia y nubladasimágenes habían empezado a desfilar ante sus ojos y sehabían sucedido confusamente hasta llegar a una niñavestida de organza. Por un instante María creyó versea sí misma. Reconoció con estupor sus trenzas, sufigura, incluso su encogido recelo frente a la cámara.Tia Oriane habia sonreido -parecia encontrar aque-llo lo más natural del mundo- y sin pronunciar unapalabra había vuelto a correr las hojas desempolvandoamigos y parientes anónimos mientras Maria tenia laimpresión de revivir una escena ya pasada, de habermirado alguna vez el álbum detrás del hombro de sutia sin reparar en las fotos y con la misma modorra que

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la iba envolviendo como si una mano le rozara los pár-pados. Al doblar una página las ufias de Tía Orianerasgufiaron suavemente la cara de un hombre, unacara triste que parecía reflejada en el agua.

-¿Quién era? -preguntó María.Su tía cerró la tapa del álbum.-Sergio -dijo-. El único hermano que tuvimos

tu abuela y yo.-Yo creía que había muerto de nifio -comentó

María.-No me extrafia -dijo Tía Oriane mirando el ta-

blero de ludo-. Tu abuela le hace trampas al pasado.¿Vienes a jugar?

Tal vez fue al otro día que empezaron los ruidos. Oun poco después: María lo olvidaría con los afios. Yacasada, cuando el tiempo no era más un chispear deinstantes sino el lento transcurrir de días iguales, ob-servando jugar a su hija en el jardín de una casa dondeun marido cualquiera la había confinado, Marra inten-taría recordar en qué momento había oído los ruidospor primera vez, si al día siguiente de haber hojeado elálbum o más tarde, cuando Fidelia anunció que un des-conocido había entrado a la playa y recogía caracolesmirando descaradamente hacia la casa. Pero no podríaprecisar el recuerdo. Y lo vería alejarse de su mentecon una secreta angustia, vago, cada vez más vago, aso-ciado solamente a aquel columpio escamado deherrumbre que había descubierto un día en el jardínde Tía Oriane, y que afios atrás, antes de que la lluvia yel sollo maltrataran irremediablemente, había estadopintado de azul. Porque los ruidos aparecieron lamafiana que desenterró el columpio valiéndose de unpalo y empezó a desprender la costra de barro quecubría las cadenas. Fue entonces, limpiando una ar-golla, cuando le pareció sentir a su espalda un crepitarde ramas secas. Después oyó un crujido. Volteó a mirary sólo encontró el muro del jardín, las inmensas acaciasabiertas en flores amarillas: así que imaginó una igua-na correteando al sol y sin pensarlo más siguió lim-piando el columpio. Pero un momento después volvía elruido. María se levantó lentamente mirando a su alre-dedor, y casi enseguida, lo mismo que si hubiera sido

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ahuyentado por algo, un toche salió de los matorrales yrevoloteó aturdido frente a ella antes de remontarsecomo un hilo de luz al cielo.

Así, de ese modo impreciso, los ruidos llegaron aljardín de Tía Oriane. No se detuvieron allí: fueron in-vadiendo la casa gradualmente adentrándose a lolargo de corredores y pasillos. Se oían de pronto bajo laescalera, detrás de las cortinas; corrían por el cieloraso confundidos con la brisa y el sisear de las acacias.No obstante, a medida que aumentaban perfilándoseen sonidos inequívocos, María les iba restando reali-dad. A veces la sobrecogían y huía ciegamente por loscorredores o se quedaba muy quieta con el cuerpo en-cogido por un nudo de miedo. Pero eran demasiadoinquietantes para ser aceptados y María tenía un lim-bo donde confinaba las cosas que no quería admitir: enél dormitaban anodinamente brujas y lloronas, y con eltiempo, allí fueron exiliados los ruidos.

Terciados de ilusión los ruidos se volvían vulnera-bles, podían ser exorcizados. María ensayaba trucos,tanteaba sortilegios, pensaba un día que conteniendola respiración en el momento de oírlos los haría retro-ceder. Y retrocedían. Eran soluciones momentáneas:los ruidos resucitaban siempre y en su breve ensueñoaprendían a burlar el exorcismo. Aún entonces podíaapoyarse en la realidad, suponer corrientes de aire yratones hambrientos, y hasta elaborar una complicadahistoria en la que Fidelia, celosa bruja llena de ren-cor, la asustaba adrede para vengarse de ella. Hablar-le a Tía Oriane era impensable: en el fondo María noestaba segura de si los ruidos existían solamente en suimaginación y sobre todo, la idea de que su tía la cre-yera una niña la llenaba de vergüenza. Pero un día,aquel columpio que estaba tirado en el jardín amane-ció suspendido de una acacia, y con el corazón encogi-do, María corrió a buscar a Tía Oriane.

.La encontró en el comedor, limpiando una bandejade plata, y desde la primera frase que dijo advirtió ensus ojos un tranquilo escepticismo. A medida que ha-blaba la expresión de Tía Oriane se volvía risueña y unpoco ausente como si estuviera escuchando una vieja

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mentira y María tuvo de pronto la impresión de hun-dirse en la irrealidad.

-El columpio está ahí -dijo casi para sí misma-.Puedes ver lo.

Su tía asintió con un ligero movimiento de la mano.-y he escuchado ruidos -insistió María en voz

baja.-No me sorprende -dijo Tía Oriane sonriendo-.

Esta casa es muy antigua.María la miró perpleja.-Son ecos -explicó su tía-. Vienen y van. Es muy

lindo oírlos.-¿Ecos?Tía Oriane se alzó de hombros.-No lo sé explicar -dijo-. Ws ruidos y las voces

dejan huellas en el aire... y es como si el aire no salieranunca de las casas viejas.

La voz de Tía Oriane pareció enredarse entre susojos y María parpadeó.

-Lo del columpio no debe inquietarte -le oyódecir suavemente-. A lo mejor fue un capricho de lavieja Fidelia. Siempre hace cosas raras -añadió to-cándose la sien con la punta de los dedos.

-Le preguntaré -dijo María.-y lo negará -aseguró Tía Oriane.Sin embargo María no tuvo necesidad de hablarle a

Fidelia. La propia Fidelia escogió aquel momento pa-ra entrar al comedor mirándolas a las dos con un enco-no inexplicable. María se dispuso a escuchar atenta-mente esperando oír discusiones, regaños y protestas,cualquier cosa distinta a aquel monólogo que siguió yque no pudo entender ni entonces ni más tarde, todaslas veces que intentó reconstruirlo mientras jugaba enla habi tación de su tía, cuando ya había trasladado allisus juguetes y Tía Oriane había desocupado para ellala gaveta de un armario. Porque Fidelia comenzó porquejarse de su presencia en la casa culpando a su tía dehaber despertado lo que para el bien de todos debíadormir, y luego había hecho alusión a algo ocurridomuchos años antes, algo asociado con la muerte dealguien en el mar, y había seguido intercalando repro-ches y alusiones de un modo obscuro hasta que Tía

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Oriane la interrumpió para ordenarle una infusión detoronjil. Pero aunque aquella salida la impresionó fa-vorablemente -la lisura de las viejas criadas debía so-brellevarse con humor- María no había dejado deadvertir la acusación implícita en la actitud de Fide-lia, y sus palabras le bicieron recordar las disputas quesus abuelos habían sostenido tantas veces sobre TíaOriane y el tono caviloso que había notado en su abue-la cuando fue a despedirla a la estación del bus y le dijoque no hiciera demasiado caso a lo que hablara su her-mana porque los afios nublaban ya su mente. Fue eserecelo que parecía suscitar Tía Oriane lo que indujo aMaría a pasar los días a su lado pensando que si era ellala autora de los ruidos conseguiría vigilarla y si no loera lograría de todos modos evadir su asedio, porquelos ruidos, advirtió sólo entonces, no entraban nunca asu habitación.

Tía Oriane aceptó con buen humor las innovacio-nes que María introdujo en el orden minucioso de susjornadas. No manifestó la menor contrariedad cuandole propuso dejar abierta la puerta que comunicaba loscuartos donde dormían y con tal de no dejarla sola ladespertaba temprano para que fuera a pasear con ellaa lo largo de la playa. A aquella hora, envuelto toda-vía en la bruma, el mar era sólo una franja de platacruzada por pájaros solitarios que emitían un chillidodestemplado en el cielo antes de descender en líneaobl icuay hundir el pico en el agua, alejándose después,casi sobre la cabeza de María, con un pez que se deba-tía desesperadamente. A veces el pez lograba escapary caía a sus pies, palpitante y frío. María lo cogía con lapunta de los dedos y lo arrojaba al mar, y el olor delmar quedaba entonces todo el día en su mano: más ás-pero, más denso que el de las chuvas y caracoles negrosque resonaban en el bolsillo de su delantal mientrascaminaba despacio para seguir el paso de su tía, oyén-dola hablar de los viejos tiempos, de cuando era niña ycabalgaba con Sergio por esa misma playa, y en las no-chesae luna la arena brillaba como si cada grano es-condiera un alfiler de cristal. No eran cristales sinoalgas fosforescentes, explicaba Tía Oriane sonriendo.Pero durante afios Sergio y ella habían creído en la

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existencia de un tesoro oculto al otro extremo de laplaya, bajo la roca donde el mar se agitaba estallandoen oleadas de espumas y de vez en cuando aparecía,recortada contra la primera claridad del día, la figu-ra del desconocido que asustaba a Fidelia.

-Ese tesoro -comentó una vez María-, a lo mejorexistió.

Tía Oriane pareció reflexionar hundiendo subastón en el hueco de un cangrejo.

-Las cosas existen si tú crees en ellas -dijo des-pués de un rato.

A la roca nunca iban. Su tía no soportaba el res-plandor del sol en los ojos y se devolvía a mitad de ca-mino. Entonces marchaban de prisa porque TíaOriane insistía en tomar el desayuno a las ocho en pun-to de la maflana. Incluso si no entendía sus caprichosMaría se amoldaba a ellos con una cierta complicidad. iA fuerza de imitarla descubría gradualmente el sorti- ~legio de los actos repetidos, cómo aquel pasado del que CTía Oriane hablaba era recreado cada día frente al ser- 4vicio de plata, el mantel de lino, los bollos de mazorca ~recién sacados del horno. Así había sido y así sería:mientras la plata reluciera en la mesa y Fidelia sirvie- cra el desayuno recobrando su perdida dignidad detrás .~de un uniforme almidonado. ~

Más allá del comedor se abría el jardín hirviendo de ~calor y zumbidos, y más al fondo, oculta por una mara- ~fla de arbustos polvorientos, la rotonda donde Tía Oria- Zne pasaba una parte de la maflana cuidando los cinco :::;)rosales que crecían milagrosamente a la sombra de lastrinitarias. Desde allí se oía el rumor del mar y trepan-do el muro podía verse la playa. casi siempre desierta,a no ser que el desconocido la rondara como una siluetagris perdida entre el resplandor de la arena. TíaOriane se ocupaba de la rotonda y desatendía el jardínpor la misma razón que había salvado tres habitacio-nes de la casa dejando el resto en el abandono de telara-flas y lagartijas. Detrás de aquel olvido María percibíael designio de una obscura venganza que cobrabaforma cada día cuando su tía llenaba de cayenas elgran salón presidido por el retrato de su padre, por-que él las odiaba, le había explicado sonriendo. El re-

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trato de aquel hombre de mirar airado. con el smokingcruzado por una banda de seda púrpura y dm condeco-raciones prendidas a la solapa. recibía el sol de frente yestaba ya tan desteñido que algún día. decía TíaOriane. sólo sería un fantasma de cuadro entre los fan-tasmas de una casa sin dueño. Esperando la desolaciónque en el fondo de su alma deseaba para aquel lugar-yque llegaría tres años después de su muerte cuando elmar ganó la playa y más tarde el jardín, y lentamentedestruyó la casa- Tía Oriane aprisionaba el pasadoconservado tenazmente en el gran salón yel comedor,pero sobre todo. en aquella habitación del segundopiso que había elegido para ver correr las tardes dibu-jando figuritas en las hojas de un cuaderno. Allí. dondelos ruidos nunca habían entrado. Maria aprendería arecrear la vida de Tía Orjane cuando la ociosidad delas horas pasadas junto a ella la llevó a descubrir el sor-prendente mundo de sus armarios.

Todas las cosas que Tía Oriane había ~ído algu-na vez estaban en aquellas gavetas. envueltas en pape-les de seda con un remoto olor a cananga. intactas.como si el tiempo no hubiera logrado trasJM}ner los pe-queños cerrojos dorados que abrían estuches y cofresdesenhebrando una historia entretejida con juguetes yvestidos. capas. cintas abanicos y flores olvidadasentre libros de versos. María desenvolvía 1m recuer-dos de su tía con la misma fascinación que habríasenti-do al levantar la tapa de una caja de sorpresas. Pooíanaparecer cosas extrañas. amuletos y horribles figuri-tas de trapo. O podía haber algo velado a la vista. Por-que casi todo parecía tener un doble fondo: una muñe-ca encerraba otra. un dado se repetía siete veces dentrode él mismo. un joyero revelaba casillas invisibles pre-sionando botones ocultos entre ara~. Tía Orianele había dado a entender que debía descubrir las clavespor sí sola pero la observaba sonriendo mientras ellaescudriñaba sus gavetas y de pronto. con un gesto casiimperceptible. le sugería que había elegido la llave in-dicada o la hacía volver sobre un objeto que había deja-do de lado para buscarle su artificio. A veces Maríadescubría dibujos y retratos de su tía. una insólita TíaOriane de cabellos sueltos y vestidm transparentes que

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corría descalza por la playa. Y figuras de cobre: gran-des pája~ cuyas alas se abrían sobre mujeres desnu-das. Y láminas donde hombres parecidos a animalesacechaban a pastoras o las perseguían bailando alre-dedor de los árboles. Aquellas cosas la turbaban. y laturbaba más aún la reacción de Tía Oriane queentonces no hacía caso de ella y se inclinaba sobre susdibujos con el mismo aire travieso que tenía su abuelacuando le proponía adivinanzas o la retaba a alcanzarla bolsa de almendras que agitaba en el aire. María en-treveía en su actitud un desafio y se obstinaba en exa-minar cada cosa hasta encontrarle su secreto. Habíaque barajar los naipes de cierta manera y abrir losabanicos de golpe y mirar las estampas al trasluz. Lasilustraciones de los lib~ variaban si eran observadasdesde lejos. ~ estuches japoneses se convertían endiminu~ teatros al rozar una superficie: surgíanparejitas que se hacían reverencias entre un revoloteode sombrillas y abanicos; pero si la superficie se rozabaen sentido contrario las mismas parejitas aparecíandesnudas y acostadas bajo los árboles de un jardín.

Caprichosos, inquietantes,los obje~ de Tía Orianecautivaban como las manos de un ilusionista. Creandoel ensueño alejaban de la realidad, sugerían su olvido.Habían sido inventados para un instante: porque laprimera impresión que producían no volvía a repetir-se nunca debían ser mirados una sola vez y relegarseluego entre papeles de seda a la gaveta de un armario.Pero dejaban entonces un vacío que las cosas corrien-tes no (KKiían llenar. Cuando María cerró el último es-tuche tuvo la sensación de haber perdido algo. Duran-te días vagó sin saber que hacer por la habitación deTía Oriane; ya no (KKiía distraerse con libros decuentos ni muñecas: se sentía diferente, descubría elaburrimiento. Su tía pareció advertirlo.

-Tú te aburres -le dijo una tarde-. ¿Por qué nosales a jugar afuera?

~ ruidos seguían al acecho. María lo supo apenasllegó a la planta baja y oyó una bola de cristal rodandopor las baldosas. La bola -o el sonido que una bola po-día producir- corrió a lo largo del pasillo, bajó saltan-do las escaleras y avanzó cando~amente hasta

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pararse a su lado. María no se movió, ni siquiera inten-tó mirarla: de repente los ruidos se le antojabandistintos despertando en ella la misma excitación quele producían los estuches de Tía Oriane. y con ese ges-to, o esa ausencia de gesto, traspasó la línea invisibleque hasta entonces la había separado de ellos.

Nunca más durmió con la puerta abierta ni volvió asubir a la habitación de su tía. Andaba de un lado a otrorecorriendo la casa o salía a caminar por la orilla delmar hasta que el desconocido surgía en la roca rom-piendo el hilo de sus sueños. Los ruidos iban siempredetrás de ella. Eran imprevisibles como el chisporro-tear de una bengala o el zumbido de una cometa alzán-dose en el viento, o conocidos, casi familiares, como lospasos cautelosos que la seguían adonde fuera. A pesarde su inquietud Maríano hacía nada por evadirlos. Losprovocaba incluso: porque había notado que aparecíanúnicamente cuando estaba sola, jugaba efllos corredo-res donde Fidelia no pasaba nunca y bajaba al mar poratajos que nadie transitaba: se burlaba de los pasos quela seguían imitándolos: a veces fingía dirigirse a la ha-bitación de Tía Oriane o se escondía, y en su exaspera-ción los ruidos hacían tanto alboroto que Fidelia salíaal jardín murmurando maldiciones y exorcismos.

Con el tiempo los ruidos se integraron a sus sueños.Dejando atrás las fantasías de su infancia empezó aimaginar que todo advertía su presencia, que las co-sas cobraban vida a su paso. Las porcelanas le son-reían, los retratos la miraban, nada ocurría por azar:adrede la brisa llevaba a su ventana flores de acacia yel mar dejaba en la playa las piedras que prefería. Por-que en el aire y en el mar estaban ellos, sombras obscu-

'ras, figuras enlutadas vagando entre los árboles, silue-tas de jinetes con capas negras como las que había en.los armarios de Tía Oriane. Escondidos en las cosas sindeseo distinto que el de verla, buscándola. Ella teníaalgo que nadie más tenía, sus ojos brillaban, sus tren-zas reflejaban el sol. Si lo soltaba su pelo le rodaba a lacintura y le envolvía los brazos como una caricia. Que-ría parecerse a las jovencitas de los gobelinos y llevarvestidos vaporosos y colocar sobre su frente rosarios de

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flores. Para que ellos la vieran: siempre la miraban.había infinitas Marías reflejadas en sus ojos. Por esollevaba ahora sus mejores delantales y se buscaba an-siosamente en los espejos; por eso de noche se desnuda-ba a obscuras: giraba las porcelanas contra la pared ycorría las cortin~ hasta que ningún rayo de luz se fil-traba por los postigos.

Era de noche cuando temía soñar. Las sombras queimaginaba iban llegando de los rincones y se confun-dían sigilosamente en una sola. ws ruidos cesaban,entonces sus sueños se volvían distintos. Parecían ale-tear en la obscuridad esperando a que empezara adormirse para acercarse a ella, sugiriéndole siemprelo mismo con imágenes que saltaban a su mente comopiezas de un rompecabezas. María los eludía sin bus-car explicaciones, con un vago desasosiego, y sinbuscar explicaciones los dejó aproximarse la víspera tUde su partida. ~

Aquella noche volvió a llover. Se había sentido toda Ola tardE; el olor de las acacias y una algarabía de Zchicharras en el jardín. pero la lluvia llegó bien entra- ~da la noche cuando Fidelia recorría el pasillo apagan- c;.)do las luces. Desde su cama María empezó a oír borbo- atear el agua por los canales del tejado. la garganta ce- árrada ante la idea de partir y dejar a Tía Oriane en su -ensueño de figuritas para reencontrar aquel mundo de ~su abuela en el que cada cosa respondía a un nombre y ~había avena al desayuno y rosas de plástico en los ja- Zrrones. Sentía deseos de correr al cuarto de su tía y be- ::)sarla sin decirle nada, vagar por los corredores arras-trando telarañas bajo la mirada cómplice de losespejos, descender ahora que el reloj del vestíbuloanunciaba gravemente la medianoche, así, descalza,caminando en puntillas mientras el viento bambolea-ba el columpio y oía con inquietud el crujido de las ar-gollas oxidadas. Entre las acacias surgía ya una som-bra, un rumor de hojas quebradas, una especie de ter-nura que le subía a los brazos y lentamente su figuraempezaba a recortarse en la noche, avanzaba haciaella y sonreía. Le decía que no sintiera miedo, que noiba a hacerle daño, la tomaba de la mano y en una ráfa-ga de brisa subían a las acacias, la envolvía en sus bra-

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zos y le ponía flores amarillas en el pelo, sentía ganasde llorar y se abraz-ába con fuerza a la almohada, peroél reía, le apartaba el cabello de la frente, decía quehabía vuelto a encontrarla y corrían a la orilla del mar.Sobre la arena escribía su nombre, la rociaba deespuma y se alejaba, volvía cabalgaido un caballo ne-gro, al pasar junto a ella la montaba a su lado, iban másallá de la playa, más allá del mar, sus brazos la opri-mían, sentía sus brazos como un aro de luz alrededordel cuerpo. Abrían el álbum, las páginas corrían, él to-caba la punta de sus dedos y ella huía pero la brisa ladevolvía a sus brazos que la apretaban con fuerza y sucabeza se inclinaba buscando sus labios. Volvían loslargos árboles metidos en la noche, su mano apenas larozaba y el columpio se estiraba al cielo, le pedía que laempujara más arriba para que sus trenzas brillaran ysu vestido de organza se abriera al viento. En el fondodel mar recogían caracoles, él ponía guijarros en sufrente y le llenaba la falda de corales, sentía el calor desu cuerpo al resbalar junto a una acacia, la b~sa no seoía, la lluvia arañaba apenas los cristales, había algpinaprehensible en el cuarto, algo cruzaba sigilosamen-te la obscuridad mirándola, y mirándola avanzaba ha-cia ella, el corazón le dio un vuelco: había oído el roce deaquellos pasos en la alfombra y de repente supo que losoía por primera vez y para ahogar un grito se tapó lacara, por un instante pensó huir, correr hacia elcuar-to de su tía, correr adonde fuera. Pero una corriente cá-lida desanudaba su cuerpo, entreabría sus manos, supiel se recogía, sonriendo abría los ojos, aquella caratriste y de algún modo remota se acercaba a la suya, suvoz la envolvía, como un soplo de aire su voz la envolvíahasta que de pronto no fue más su voz sino un gritocolérico, el sol en la ventana y Fidelia gritando que eldesconocido había entrado a la casa.

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.EL MUÑECO

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Aquella tarde, Doña Julia la recordaría siempre.Había estado trajinando en la cocina antes de salir alcorredor y con un suspiro tomar asiento en su mecedo-ra de paja. El sol había calentado menos que otras ve-ces y del patio llegaba un olor de alhelíes. Alzó los ojos yvio el palomar recortado en un cielo luminoso, el mu-ñeco olvidado al pie de un tú y yo, y al fondo, junto a lariata de flores, vio a la muchachita cOf'reteando alre-dedor del niño.

Doña Julia sonrió mientras sacaba de una canasti-lla sus lentes y su labor de crochet. Era agradable te-ner momentos así, un día sin bochorno, un buen hilo, elencargo de ese mantel de doce puestos por el cual habíaconvenido un precio razonable, y tejer tranquilamen-te sabiendo que el muñeco estaba a su alcance y el niñose veía distraído. Volvió a mirarlo y lo observó recogerdel suelo una pelota azul. Por un instante sus movi-mientos le parecieron menos torpes, su expresiónmenos pueril; entonces pensó que había ~ido una buenaidea invitar a María. A la edad de María las cosas rue-dan solas, se dijo recordando que en ningún momentomostró resentir la inercia del niño: más bien divertidase había puesto a hablar le lo mismo que a unanimali-to huraño, y allí lo tenía en el patio, jugando a su an-tojo.

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La verdad era que por primera vez Doña Julianotaba al niño interesado en algo distinto d~ muñeco.y aunque no se hacía ilusiones, debía reconocer queresultaba alentador. Bien sabía que nada, ni juguetes,ni láminas, ni aquel transistor que adquirió en navi-dades, había logrado nunca alterar su somnolencia,ese lento ambular de pequeño fantasma ajeno a cuantoocurría en torno suyo, como si se hallara en este mundopor error, o tuviera para sí un mundo propio, hecho decristales a los que sólo el muñeco impedía caer y vol-verse añicos. Ahora empezaba a entender que debíahaberle buscado antes un amigo y no maniatarse tantocon el temor de que pudieran desairarlo o hacerledaño.

y Doña Julia sonrió al recordar la aprensión quele dio ver entrar a María como un torbellino por el ves-tíbulo, agitando su colita de caballo de un lado a otro. Através de sus lentes se detuvo a mirarla. Se había; puesto a rebotar la pelota contra una pared entonando

en voz queda la canción del oá. Era bien menuda ytenía ese aire travieso del niño acostumbrado a salirsesiempre con la suya. Pero de sólo oírla, a Doña Julia leparecía que un soplo de aire corría por el patio. Tal vezese médico estaba en lo cierto, pensó volviendo a sus en-

~ cajes. Al niño le convenía la presencia de otros críos;.debía olvidarse de lo pasado y tratarlo sin tanto mimo,.' y sobre todo, comenzar a alejar de sí ese eterno desaso-

siego que a nada bueno conducía. Claro que era difícil,bien difícil. Por mucho que lo intentara, allí estaríarondándola como una mala sombra la amenaza delmuñeco.

Doña Julia sintió que la invadía la tristeza. Se dijo,como tantas veces, que no merecía el final de sus días,cuando bien cabía esperar un poco de paz, tener quevivir obsesionada por esa horrible cosa de trapo que elniño encontró en un rastrojo la tarde aquella del acci-dente. Dejó rodar el tejido a su falda y recostó la cabe-za en el espaldar de la mecedora. Aún no acababa dea2mitir que el muñeco se extraviara, era demasiadoinjusto. Lo vio tirado junto al tú y yo, impúdico y des-gonzado, con su falso aspecto de muñeco, y entonces se

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vio a sí misma recorriendo con una agitación sombríalas habitaciones de la casa, buscándolo entre los mue-bles y las paredes agrietadas por la humedad, atisban-do detrás de cuadros y espejos, removiendo carpetas ydamascos y cojines. Le pareció sentirse de nuevo entreel rancio calor de los cuartos cerrados, vaciando el pe-sado baúl de cuero donde se acumulaban los recuerdosde cinco generaciones, y se dijo que no habría sido ca-paz de contar las veces que registró sus armarios, ni lashoras perdidas en el patio sacudiendo las ramas de losnaranjos y nísperos, esculcando con un palo las trinita-rias aferradas como sanguijuelas a la pared.

Porque, yeso estaba claro, el muñeco podía apare-cer en cualquier parte. Una vez lo había encontradosepultado bajo una cayena, otra, a punto de hervir en la

Iolla de la leche. No siempre había sido así, pensó DoñaJulia. Y recordó con nostalgia los tiempos en que suúnica inquietud consistía en tejer suficientes encajitos ~de crochet para comprar aquellas codornices y torca-zas que tan bien le sentaban al niño. Y juguetes, todos ~los que podía. Aún conservaba la ilusión de desplazar ¡

, al muñeco. Sólo que la magia de los días transcurridos ~

entre agujas y madejas había terminado abrupta- Cmente. (j]

Fue temprano, recordó, una mañana al regresar de :misa de seis. Estaba apenas quitándose el alfiler de la ~mantilla frente al espejo del vestíbulo, cuando le oyó Zdecir a la vieja Eulalia que el muñeco había desapare- :;)cido. Así, simplemente. Sintió que de golpe el alma leabandonaba el cuerpo. Sin pronunciar una palabraestuvo removiendo cielo y tierra a lo largo de aquel te-rrible día, y cuando al fin logró topar al muñeco embu-tido de mal modo en el tanque del sanitario, no quisopensarlo más y sin contemplaciones despidió ahímismo a la abismada Eulalia sospechando que la brujaque a ratos asomaba entre sus yerbas y sus collares deajo se había adueñado ya de su corazón. Desde entoncesel polvo que la brisa traía seguía dando vueltas en lacasa, las lagartijas culebreaban por las paredes, ycomo no volvieron a encontrar quien los espantara conla vara de deshollinar, los murciélagos se colgaron enracimos y para siempre de las vigas del cielo raso.

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Nada de eso tenía mayor importancia, reflexionóDoña Julia empujando distraídamente su mecedora.Pero llevaba atravesada la espina de la injusticia co-metida con Eulalia. Había actuado impulsivamente yde eso vino a darse cuenta muy tarde, cuando a los sietemeses y del mismo modo inesperado, el muñeco volvióa perderse. No supo qué la hizo desconfiar entonces deaquella ánima que alguna vez rondara el baúl de los re-cuerdos y con sus ahorros le fue comprando un descan-so de quinientas misas. Después llegó hasta imaginarla presencia de un duende. sobre tod,o al reparar en elescarnio de esconder el muñeco en sitios tan inverosí-miles, y se agenció inútilmente una botella de. espíritudel Carmen. Qué torpe había sido. se dijo Doña Julia.Pero, en fin. así ocurrían las cosas. pensó resignada.Era bastante duro reconocer en el niñoel aciago propó;.sito de perder el muñeco. Ya la inquietud de vivir pen-diente de sus actos. su,mar esa helada sensación de es-tar comprometida en una lucha contra algo que depronto y con astucia se agazapaba en él. Lo más ofus-cante de todo era que no parecía haber cambiado.seguía siendo esa sombra de niño cada día más pere- *grino, cada vez más ajeno a la realidad.

Doña Julia alzó los ojos para mirarlo y lo encontróabsorto, contemplado a María. Pensó que nunca logra-ría penetrar su apariencia remotay compacta. Era ina-prehensible, precisó, como una gota de mercurio. Enel fondo no lo conocía: comprendía vagamente que senegaba a hablar por capricho y lo adivinaba sujeto almuñeco por un vínculo extraño y malévolo. Pero nopodía aventurar más nada. Recordó que a veces loseguía en puntillas cuando iniciaba a través de los co-rredores uno de sus imprecisos deambulares, acuciadapor el deseo de sorprenderlo en el momento mismo deocultar el muñeco. Era en vano. Como si alguien le ad-virtiera de su presencia, se detenía en algún rincón, ymuy lentamente iba girando hasta mirarla con sus ojosinermes. Ella, Doña Julia, ya no se dejaba engañar.Sabía que seguiría impertérrito velándole la hora, yenun instante, al primer descuido, el muñeco habríadesaparecido de sus manos. Así recomen:¿aba suangustia~' la interminable pesquisa por la polvorienta

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casa, mientras veía al nifio languidecer con los ojos en-candilados por un punto cualquiera de la pared de sucuarto, horriblemente quieto, incapaz de ingerir ni si-quiera un sorbo de agua.

Dofia Julia pensó que no había en el mundo nadamás desolador: sentir, quebrada de impotencia, que elnifio se le iba en minutos como si su alma la estuvierahalando el mufieco. Y no se atrevía a contárselo a na-die, mucho menos al médico. Que la vida de un nifiodependiera de la presencia de un mufieco era uno deesos desatinos que presenta el devenir y de los cualesvale más callarse.

Con un estremecimiento, Dofia Julia volvió a la rea-lidad. La risa de María acababa de sacarla de sus cavi-laciones: había asido al nifio de la mano y corría espan-tando a las palomas. Vio cómo lo sentaba a su lado en laparedilla de la riata y le echaba hacia atrás el mechónde pelo que le caía sobre la frente. Dijo algo en voz bajay él asintió sonriendo. Entonces le ltevó las manos a laaltura de los hombros y chasqueando los dedos en unaespecie de ritual, inició el juego de las palnw.s. Fue en

.ese preciso instante, Dofia Julia lo recordaría siempre,cuando el turpial rompió a cantar presintiendo el pasode las cinco. Así que comenzó a envolver en un papel deseda la rosita de crochet a medio terminar y pensó quedebía levantarse a preparar el extracto de codorniz.Demoró un rato más en la mecedora sintiendo dentrode las piernas un hormigueo que anunciába la inmi-nencia de octubre, y se prometió comprar para esaslargas tardes de lluvia muchos juguetes que divirtie-ran a María. Debía, lo primero, terminar cuanto antesel mantel, se dijo mientras atravesaba el corredor. ytal vez, conseguir una muchacha que sacudiera el pol-vo. Estuvo pensando en eso todo el tiempo que pasó des-pués en la cocina desplumando una diminuta codorniz;en la muchacha, los pisos limpios, el olor a cera, lasventanas abiertas otra vez de par en par.

Del patio sólo llegaba el ruido de las manos de Ma-ría al chocar con las del nifio. Era un sonido seco, inter-calado de pequefios silencios. Dofia Julia se disponía aadobar la codorniz con perejil y una hoja de laurelcuando oyó sonar el timbre de la puerta y los pasos de

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María regresando por el vestíbulo a toda carrera paradecirle que una sirvienta había llegado a buscarla.Apenas alcanzó a ver el revoloteo de la colita de caballogirando junto a la puerta de la cocina. Pensó que debíaconducirla y prometerle que la llamaría otra tarde.Pero no lo hizo. se sentía cansada.

Mucho después. ya la imagen del niñosegastabaenel tiempo. Doña Julia volvería una yotravez al recuer-do de aquel instante y con angustia pensaría que si hu-biera compañado a María habría podido impedir queel niño le entregara el muñeco, y ella. atolondrada,asqueada tal vez. lo echara al salir de la casa en la cane-ca de la basura que. como siempre. el carro del aseorecogió puntualmente a las seis.

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CIRUELASI

PARA TOMASA

A la memoriade Tomasa

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No la había visto en mi vida pero supe que era ellaapenas la divisé parada en la esquina mirando hacia lacasa con la terquedad de un zombi. Así que di la vueltay eché a correr al cuarto de mi abuela y le dije, llegóTomasa. Mi abuela no me preguntó cómo pude recono-cer a una persona a la que nunca he visto, no me mirósiquiera: siguió guardando la ropa recién lavada quelas monjas del Buen Pastor habían traído al mediodía.y sólo cuando la última sábana quedó doblada en la ga-veta de la cómoda pareció entender por qué diabloshabía entrado yo en su cuarto. Sólo entonces se dirigióa la puerta y erguida, erguida y seca como una maria-palito, esperó a Tomasa bajo el dintel con la mano apo-yada en la cabeza de su bastón de ébano. Sin saludarse,sin cruzar una palabra se pusieron a andar por el co-rredor, mi abuela adelante y ella atrás, arrastrandoesa horrible pierna que gotea y va marcando las baldo-sas lo mismo que un caracol: así, a la manera de un ca-racol, fue dejando su huella por la galería hasta las de-pendencias del servicio donde mi abuela le señaló conun gesto el cuarto que de ahora en adelante será elsuyo. Por si las moscas me mantuve a distancia bus-cando cualquier cosa en la despensa: apenas mi abueladio la espalda y ella arrastró del cuarto un taburete mevine ajugar con mis bolas de uñita, aquí, en el patio. Deese modo la tengo a tiro de ojo y mi abuela no puede re-

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procharme nada: que si metiche. que si husmeo a lagente como perro hambriento y la cantaleta que me co-nozco. Por lo demás ésa ni cuenta va a darse. es unzombi, dejó su alma en otra parte y tiene movimientosde mentira. Hace un momento sacó no sé de dónde unacolilla. raspó un fósforo con la uña del pulgar y se me-tió en la boca el extremo encendido: fuma para aden-tro. botando el humo por la raya de los labios. los bra-zos caídos. las trenzas tan tiesas que parecen apreta-das con fique, pero no es fique. es barro. Después dicenque anduvo todo ese tiempo por los pueblos. que mendi-gaba de casa en casa: puro cuento: apuesto que vivíaentre el fango. en el fondo de una ciénega. que del fon-do de la ciénega salía cada noche mientras mi abuela lahacía buscar.

y sí que la hice buscar. durante años: por los carre-teros que pasan su vida con los ojos clavados a las ore-jas de una mula. por los negros que venían del montemedio embrujados, por Florencio. el idiota. Ellos la re-cordaban. Cuando ese cadillerío que ahora rodea lacasa era un jardín. y la verja se abría para dejar salir lacalesa, y la calesa rodaba por las calles levantando elpolvo entre un relámpago de aros amarillos. ellos laveían pasar por las tardes camino del camellón yapar-taban las carretas quitándose el sombrero. Para recor-darla venían aquí. me traían ñames y yucas. sesentaban en las gradas del porche con las manos inmó-viles y hablaban de ella como si el tiempo no hubierapasado. Sólo al despedirse y casi a la ligera murmura-ban que tarde o temprano la encontrarían. andando.como decían que andaba. por esos caminos. a la buenade Dios. Pero nunca la vieron. de viejos y cansados novolvieron más. Y. con el tiempo yo supe que ella regre-saría sola. que un día miraría a su alrededor. daría lavuelta. y desandando cincuenta años de odio vendría abuscar su cuarto para morir. En fin de cuentas si se hade morir mejor hacerlo donde se ha vivido. que alguiense ocupe de uno y recoja sin aspaviento lo que uno deja.Mejor eso que sentir revolotear sobre la cabeza las alasde los goleros. pienso que pensaría mientras andabapor esos hervideros de polvo con el sol a cuestas. Debióde saberlo el mismo día que salió del asilo y empezó a

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mover un pie detrás de otro en busca del camino que laalejaría de la ciudad. Más allá del cafio, donde los man-gles se pudren yel río huele a caimán, mirando el tru-pillo quemado que bordea los senderos, se diría que al-gún día volvería a respirar el mismo olor porque detodos modos tenía que entregar el alma, así le tocaracaminar cincuenta afios esperando que en esta casa

I hasta los gatos hubieran muerto. De no haber estado yoaquí habría llegado lo mismo, pero sabía que yo laaguardaba. Se lo dije en el asilo, cuando al fin cumplílos afios que me permitían entrar a verla. Y ya teníacomo ahora esa mirada que no se fija a nada quizáspara no advertir la desolación del patio, pensé, ni lasviejas acurrucadas bajo el matarratón, ni la celdadonde la tuvieron amarrada hasta que aceptó ser loque tanta gente quería que fuera, no del todo loca perosí lo bastante para fingir que lo estaba, y no por com-placencia, imagino, sino con el fin de aislarse comple-tamente de los otros ofreciendo aquel alelado mutismocomo única respuesta de sí misma. Entonces me sor-prendió que hubiera aceptado su suerte en la resigna-ción porque a los veinte afios no podía comprender elabandono ante una humillación repetida al infinit.o,día tras día, sin esperanza alguna, sin el menor consue-lo, sobre todo eso, puesto que ella, Tomasa, se habíacerrado para siempre a la vida y a cualquier forma deilusión apenas puso en duda la buena fe del hombreque amaba. Antes que mi padre, la verdad sea dicha, ytodos los advenedizos que la criticaban acolitados porsus mujeres agriadas de tanto parir hijos concebidosen el desgano, fue ella la primera en creer que al irse,mi hermano la había abandonado. Así lo gritó, meacuerdo, doblada en dos como si el dolor fuera un gol-pe recibido en pleno vientre, la noche que Eduardopartió y los ruidos de la obscuridad extraviaron el reso-nar de los cascos de su caballo. Creyéndolo así justocuando más vulnerable era y nada tenía que oponer ala venganza de mi padre, ni el ambiguo escrúpulo antela virginidad, ni el temor a una opinión que con tal deverla castigada preferiría pasar por ciega y sorda (sóloyo, una nifia metida a la fuerza en un cuarto que al cabode tres días arafiaría todavía la puerta cerrada, sin lá-

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grimas ya, sin inocencia, después de haber aprendido aasumir fríamente su destino). Juzgando a mi hermanocon el criterio que le había servido hasta entonces paramedir a los hombres de aquí, a ella y a cualquier otramujer que desde la cuna se hubiera oído repetir, si unhombre te toca, te deja, nadie ensucia el agua que se hade beber. Y por ese juicio condenándose, perdiendo elúnico apoyo que le habría permitido, no escapar al ho-rror de aquellos tres días, pero sí soportar lo. Aúnahora pienso que otra habría sido su suerte de haberledado a mi hermano el crédito que yo le di, finalmente aél nada tenía que reprocharle: la había amado y habíapartido jurándole que volvería: no podía imaginar loque pasaría en su ausencia y nunca se habría ido si lohubiera sospechado. De esta casa, de los odios que la re-corrían como el viento en noches de lluvia, Eduardo loignoraba todo. La había dejado de niño y sólo había re-gresado a la muerte de mi madre, marcado por otrascostumbres, ajeno para siempre a las nuestras y dis-puesto a partir cuanto antes, una vez hubiera recogidosu herencia y visitado el país con el ojo displicente deun extraño. Era justamente lo que mi madre habíaquerido que fuese al enviarlo al extranjero a casa deaquel tío suyo que ella apenas si conocía, pero a quienestimaba por ser, decía, uno de esos Arieta capaz deabrirse paso en cualquier parte sin perder el corazón ypor eso mismo, de hacerse respetar donde viviera. Diezaños tenía cuando lo alejó de aquí y nunca quiso que re-gresara; sabía de él por las cartas que regularmentellegaban y las fotografías que a lo largo del tiempo lle-naron un álbum que aún conservo. Quizás lo habríahecho volver más tarde, después de vender la hacien-da y desembarazarse de mi padre, como tantas veces leoí decir, o más bien, por las disposiciones que tomó aúltima hora concernientes a su herencia, supongo queprefería imaginar a su hijo llevando su vida en otraparte. Si así fue dio en lo justo, porque nadie menospreparado que Eduardo para acostumbrarse a estaciudad de comadres y pendencieros. Todavía me pare-ce verlo observando con una divertida perplejidad alas personas que venían a darnos el pésame, largo, im-pecable en su vestido de hilo blanco, su bello rostro en-

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marcado por unas patillas negras que acentuaban supalidez. la obscuridad de sus ojeras. Un verdaderoArieta, sí, la negación de mi padre que como el resto delos hombres de aquí lo vigilaba de reojo muriéndose deganas de llamarlo marica. Porque Eduardo no se toma-ba el trabajo de disimular el aburrimiento que le pro-ducían sus frases enfáticas. sus chistes obscenos. y bienpronto se supo que no le gustaban las riñas de gallos, nilos prostíbulos, ni las borracheras. Prefería dormirhasta entrada la tarde. cuando las primeras brisas cal-maban el sofoco de los sapos y se hacía menos denso elcalor. menos hiriente el cielo. Entonces calzaba sus bo-tas. cruzaba indolentemente los salones donde las mu-jeres lo acechaban codiciosas prolongando por verlemás de la cuenta el duelo, y salía a cabalgar horas en-teras, una silueta blanca. una figura esbelta galopan-do entre los toros adormilados, disminuyendo en elhorizonte hasta perderse bajo la luz naranja del atar-decer. Así lo guardo en mi recuerdo. Así, y sentado enuna mecedora de mimbre leyendo a la luz ~E.na velamientras la casa dormía. Oyendo hablar al no'!Jr-io.lasmanos hundidas en'tre el pelaje de la gata Olifnpia,aletargada de placer. U naceja alzada en la mesa comoúnica respuesta a los eructos de mi padre, a quien susola presencia parecía condenar irremediablemente atropezar los cubiertos y derramar la jarra del jugo detamarindo. Imagino que algún día las mujeres sedarían por vencidas. y el notario terminaría de recogersus papeles. y con el rabo entre las piernas mi padreregresaría a su mundo de peones y de bestias. Imaginoeso porque después vino la calma y la casa volvió a serlo que era en vida de mi madre. Se abrirían las venta-nas y el aire limpio sacaría los sudores y maledicenciasdel velorio. Saliendo de su tristeza Tomasa pasaría delriguroso luto al holán de florecitas negras, segura yade realizar su sueño, aquel lánguido sueño entretejidocon novelas de amor y escalas de piano estudiadas for-malmente para así parecerse a las niñas bien que tan-tas tardes había visto desfilar bajo sus sombrillas porel camellón.

Yo en su lugar habría aprendido un oficio, a labrava. como aprendí a jugar a la uñita mientras mis

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primos me llamaban marimacho y yo los dejabahablar sin quitarles el ojo de encima hasta conocer dememoria cada uno de sus trucos y llenar con sus bolasla bolsa de hilo que a todas ésas mi abuela me iba te-jiendo. Porque mi abuela dice que si para complacer alos hombres una se hace la tonta termina volviéndosetonta y algo por el estilo debió de pasarle a Tomasa detanto andar dándole al piano, encorsetada y sin comerhasta desvanecerse por un quítame allá esas pajas~uando el oficio de costurera habría podido hacerla in-'dependiente y ganar sus reales una vez mi abuelafuera mayor y ya no tuviera que acompañarla de unlado a otro. En eso hubiera debido pensar por muchoque ]e gustara frecuentar a la gente de ]a calle SanJuan y sentarse en las terrazas a que la vieran -detrásde las tías de mi abuela, cierto, pero no mezclada a] ser-

.yicio- y recibir de manos de las sirvientas los jugos¡., '!1ue le brindaban y que bebía con mil remilgos y en, :: todo caso mejores modales que yo, según rezongó a]gu-~~ ,na vez mi abuela después que hice trizas su colección., de porcelanas. Tanto sonsonete con Tomasa para venir, a encontrar esa bruja desparramada en su taburete

con las piernas entreabiertas y una costra de mugre enJugar de pie], inerte, sin mirar cosa a]guna o quizás mi-

..rándome ahora que para dar]e a ]a bola transparente"'me he acercado más a ella y tomo tino aguantando]a

~ "respiración no vaya a ser que e] tufo que]e sale de]a, pierna me distraiga. Por fortuna me callé ]0 que descu-brí hace un momento, cuando una mosca olfateó la he-rida y en menos de lo que canta un gallo todas las mos-cas del patio se pusieron a zumbarle alrededor, así queno tuve más remedio que ir a buscar un trapo a lacocina y venir a espantárselas sin que ]a muy desagra-decida diera ]a menor seña] de reconocimiento. Porfortuna, digo, que nada dije, pues a estas horas estaría-mos mi abuela y yo sacándole los gusanos uno a unocomo nos tocó hacer con las garrapatas de] tití que e]bobo del Florencio nos trajo de regalo. Bendito tití queparecía más muerto que vivo cuando llegó y ayer nomás me bombardeó con ciruelas podridas porque in-tenté agarrar]o. Pero como dice mamá está en el carác-ter de mi abuela animar lo que ande descompuesto:

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aquí aparecen brujos, locos, mendigos y mi abuela notiene el menor inconveniente en cotorrear con ellos.Hasta los ladrones, Señor, le dan las buenas nochescuando pasan a hacer de las suyas rodando en sus sue-las de caucho. Ahora lo que faltaba: esa vieja que en lacalle será el hazmerreír del mundo entero y por la queseguramente tendré que pelearme con alguno de losmuchachos del barrio: Alfredo, sin ir más lejos: ya loveo tirándole piedras desde la verja como veo a las sir-vientas de mi abuela refunfuñando apenas lleguenesta noche y sientan la hedentina. Inútil, mi abuela nosaldrá de sus trece. Nadie le sacará de la cabeza queella debe hacerse cargo de Tomasa porque al meterlaen un asilo, su padre le arruinó la vida.

De él no quedó ningún retrato. Ninguna persona lolloró a su muerte y nada le sobrevivió, ni siquiera elnombre. Hasta el caballo que montaba al caer en 1

1alambrada tuvo el buen sentido de no regresar aqusino a mediodía, cuando ya los goleros lo habían marcado a picotazos. Quien iba a decir que aquel hombrezavieso y fornido, dispuesto siempre a liarse a puños por..,Jun sí o un no encontraría su hora gracias a mí, el se~más inerme de la casa, una hija que dudaba fuera suy~y de la que bien le hubiera valido desconfiar a pesar de_isus diez años. Porque suya o no yo había nacido hija deqmi madre y estaba destinada a hacerle frente: a sur¿grosería, a sus gritos, a ese endiablado deseo de impo-.,.Jner su voluntad que sólo el carácter de mi madre con- ~trolaba. En lo que me va, no me ha llegado jamás al al- ~ma el menor remordimiento, ni la mañana que le visaltar sobre aquel caballo callándome lo que sabía, nimás tarde, cuando los años me hicieron comprenderque no había sido más que un pobre diablo encerradoen un callejón sin salida vacilando entre una ambiciónque le impedía abandonar la posición de señor y unatosquedad que nunca le permitió asumirla. De un ladotodo lo que había adquirido al casarse con mi madre,lacasa, el ganado, el potrero que se extendía a lo largo y alo ancho de cinco días a caballo; del otro, un cierto códi-go adoptado en principio por los miembros de las cua-tro familias que entonces gobernaban la ciudad. Enprincipio, solamente. Dejando a un lado la parentela

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pobre -cuya maniática fidelidad a las normas era 10único qu'~ la sostenía en su ilusión de retardar el inevi-table desastre- se daba por sentado que cada quienpodía hacer su vida siempre y cuando mantuviera asalvo las apariencias. Eso bastaba para justificar elpoder en una época en que nadie lo discutía y por con-siguiente no teníamos necesidad de contarnos menti-ras a nosotros mismos. Pero él no supo hacer el juego:se 10 impedía su aversión por todo lo que fuera amable,por esos gestos y palabras que sirven de mosquitero, oquizás otra cosa, una diferencia que alguna vez resin-tió como agravio y que después afirmó rabiosamente a10 largo de su vida a la manera de venganza tardía y sinsaberlo él, ineficaz, puesto que su malacrianza fuesiempre atribuida al hecho de ser un hombre salido delmonte, de alguno de los pueblos que el azar había idoformando a la orilla del río, allá donde bien dicen el ca-:lor pega tan duro que la gente actúa a la brava y piensaa lo lento. Siempre sospeché que en eso estuvo lo que se-dujo a mi madre, en librarse a un hombre que de 10puro torpe no la cohibía. Y siempre me dije que suerror fue haberse librado a la tonta y a la loca, quedarencinta de Eduardo y cargar para el resto de su vidacon un montuno que lo primero que hiw al llegar a estacasa, contaba mi abuela, fue lanzar un rabiosoescupi-tajo al suelo al advertir que sus nuevos parientes 10hacían en el lugar debido. Que pasado el tiempo de losamores ciegos mi madre volviera a su cuarto de solterano sorprendió a nadie, como tampoco que entrara enrazón dándole a aquel marido el único empleo a su me-dida, capataz de los peones que vagabundeabancuando no eran vistos y que a partir de entonces -porreconocer en él a uno de los suyos, pero con más agallas;se convirtieron en sus siervos, cabalgando de sol a solen busca de pastos para unas bestias que a fin de cuen-tas seguían perteneciendo a mi madre, y olvidando elcansancio del día a punta de ron y peloteras. Tan des-cocados se volverían que mi madre estableció la normade que la mitad de la paga de cada peón sería entrega-da a su mujer de turno y, cosa nunca vista ni pensada,si alguien era víctima de los ataques de furia de mi pa-dre recibiría como indemnización el salario de un día

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de trabajo. Porque lo cierto es que la menor tontería losacaba de quicio y se revolvía hasta contra los anima-les: con mis propios ojos lo vi matar de un palazo a unpobre gallo que cantó mientras él hablaba y una vezme contaron que había descabezado a fuerza demachete a una mula que cometió la imprudencia derancharse frente a su caballo. Yo lo miraba con horror,pero no había aprendido todavía a odiar lo. Mi mundoera el de mi madre y de allí él estaba excluido. De losatardeceres en la terraza y los paseos en la calesa, de lacena que celebraba el aniversario de mi abuela bajo laaraña de cincuenta bujías, de aquellas veladas orga-nizadas cuando un barco traía de muy lejos al amigo deun amigo y yo, vestida de organdí junto a Tomasa, lu-chaba contra el sueño para escuchar los relatos devidas y lugares que en la densa penumbra del salóncruzada de mosquitos parecían eternamente invero-símiles. No se esperaba de mi padre que asistiera aaquellas reuniones ni se interesara en nada de lo queallí se hablaba. Nos era extraño, lo sabíamos hostil. Unsilencio precavido acogía sus pasos las noches que re-gresaba del potrero a dormir en' la casa. De sólo oírlosmi pekinés me saltaba a las rodillas y la mirada de miabuela caía absorta sobre las trinitarias del jardín. Elobservaba con un aire torvo los libros regados por elsuelo junto a las mecedoras de mimbre, la blanca car-peta de hilo que Tomasa bordaba, bizqueaba concen-trándose para encontrar el sarcasmo que inútilmentevelaría su amargura y partía a encerrarse en su cuartodonde lo esperaba bajo la hamaca una botella de ron.Entonces, lentamente, la conversación se reanudaba,alguna de mis tías me acariciaba el pelo y mi madre,abriendo el estuche de juegos, descubría un motivopara sonreír. Al parecer ni su presencia ni su ausencianos habían tocado y sin embargo, en lo más íntimo,cada una de nesotras sentía que a la secreta corrientefemenina anudada con sonrisas y murmullos se habíaenfrentado esa fuerza obscura que desde lo más pro-fundo del tiempo la intenta destruir. Todavía ahora,cuando un murciélago cae del cielo raso y tengo quearrastrar lo con la escoba hasta un declive que le per-mita alzar el vuelo, viéndolo fijar en mí sus ojos malé-

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volos y debatirse entre chillidos de ira. revivo esa im-presión de ser odiada por mi existencia misma y de gol-pe me llega su recuerdo. Entonces me preguntó cómopudo ser tan insensata mi madre para dejarlo vivir enesta casa. ella que mejor que nadie podía conocerlo. de-jarlo aquí impunemente creyendo que siempre le lle-varía ventaja porque había algo en ella que le hacíaadoptar a él en su presencia la docilidad de un niño. Osu respeto. Supongo que empezó a respetarla cuandoella se convirtió en su esposa, o el día que decidió regre-sar a su cuarto de soltera, o a medida que le hizo sentirsu capacidad para dirigir a los otros, incluso a él mis-mo. Pero eso no contaba. Ni un pelo mi madre tenía detonta y bien podía pensar que toda relación de fuerzatiende a invertirse, que esa actitud de él iría cambian-do una vez ella empezara a declinar -como fue el casocuando cayó enferma- y otra mujer diera vueltas porla casa dando órdenes allí donde ella había mandado,escribiendo cartas con una letra idéntica a la suya. he-redando su mantilla, su polvera, su perfume, aquellaTomasa educada, formada por ella misma, que de re-pente revivía en la memoria de él la imagen de lajovenque veinte años atrás salía a buscarlo de noche entre eltrupillo recogiéndose la falda para no pringarse de ca-dillos. De nada servía que en su presencia Tomasa hi-ciera cruces con los dedos y me obligara a acompañarlaa todas partes, incluso cuando velaba a la cabecera deella. El lazo estaba roto y toda la violencia reprimidadurante años recayó sobre mi madre asimilada por él asimple estorbo y como tal perseguida allí donde cual-quier persona decente habría sabido abstenerse. en supropia cama, en la debilidad que la reducía a dos pupi-las torturadas por un delirio que no obstante le dejó lalucidez para responderle siempre a cada insulto coninsulto y maldecirlo en el momento mismo de su muer-te. Palabras al viento, me diría a lo largo de los tresdías que él me mantuvo encerrada en un cuarto con lla-ve mientras al otro lado de la puerta las sirvientas mecontaban en voz baja cómo sus peones entraban y sa-lían gritando obscenidades del rancho donde habíaarrastrado del pelo a Tomasa la noche siguiente a la'

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partida de Eduardo. Palabras al viento, me cansé derepetir. Era una criatura entonces, no sabía que nin-gún hombre sensato deja que un moribundo lo mal-diga.

No digo que fuera correcto meterla en un asilo, perotampoco estaba bien que entrara en la familia. Ya bas-tante escándalo hubo con el padre de mi abuela y eseextraño tío que un día desapareció después de cam-biarse el nombre jurando que nunca más pondría lospies en esta tierra. Mucho puede repetir mi abuela quela q\lería a Tomasa, yo no se lo creo. Ni le creo que fue-ra linda y se comportara siempre como es debido. Asílo cuente y lo recuente cada vez que se sienta conmigoen la terraza a esperar a las vendedoras de alegría yempieza a darle vuelta a sus recuerdos. Dice que depronto le parece oír el roce de sus crinolinas por las bal-dosas de la casa, que cerrando los ojos oye su voz azu-zando los caballos que conducían la calesa. Yo le pidoque los cierre y entonces ella ve cosas: se ve rodando ha-cia el camellón que ya cambió de nombre, ve a Tomasaa su lado vestida de muselina blanca, un abanico ale-teando sus mejillas y los rizos de su frente abiertos a labrisa. Lo malo con mi abuela es que lo que uno mir~noes ni la sombra de lo que ella recuerda. Así pasó con lacalesa que un día me mostró abriendo una enormepuerta cerrada desde hacía muchos años: parecía deverdad a la luz de una claraboya y apenas la toqué seme quedó entre los dedos: la silla, las ruedas, todo seconvirtió en un polvo sucio que fue a perderse entre bi-chitos de humedad y algodones de telaraña. Esa vez tu-ve ganas de llorar, por mi abuela, porque me pareciómuy triste que el tiempo se comiera sus recuerdosdejándola tan sola. Pero, con Tomasa es distinto ytendrá que reconocerlo. Yo no voy a soportar su malolor ni su malacrianza. Una persona que escupe, queademás tira su salivazo donde estoy jugando, hasta lasganas de jugar se me han quitado. Le importó un comi-no que recogiera mis bolas diciendo en voz alta lo quepensaba, no me oyó, ni más ni menos. Para sacarme elfastidio me puse a perseguir al tití por el ciruelo ycuando estaba a punto de atraparlo mi abuela se asomó

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y tuve que excusarme con el cuento de que ando bus-cando las ciruelas que están .junto al tejado. De todosmodos prefiero quedarme aquí, escondida entre lasramas, mirar a esa vieja sin que ella me vea. Un verda-dero andrajo, hay que decir, el traje hecho a retazosmal cosidos y las piernas como embutidos atoradoshasta reventar la piel. Mil años hace que por el cuerpono le ha pasado el agua yeso que mi abuela la recuerdaponiendo flores de jazmín en la tina de su baño. Sucie-dad o lo que sea uno diría que todo le da igual. Sigueinmóvil, no pestañea así las moscas se le acerquen a losojos, no ha cambiado de postura desde que trajo de sucuarto el taburete. Pero a mí no me engaña, de la gentecomo ella yo he aprendido a desconfiar. Como ella es elbrujo que pasa por el sardinel cuando llega la noche: vaenvuelto en una sábana blanca y blanca es la barba quele llega a la cintura. Tan brujo será que los muchachosdel barrio no se atreven a molestarlo y mi abuela cami-na hasta la entrada para cuchichear con él. Una tarde,por andar de metiche probó su brujería conmigohaciéndome escribir en un papel un poema que yo noconocía: le bastó clavar en mí sus ojos azules y mi manoempezó a moverse contra mi voluntad. Aunquedespués leí el poema y lo encontré bonito quedé cura-da de espanto para el resto de mi vida.

Una gitana le había dicho que un mal destino laaguardaba. Mirando un tabaco encendido entre mue-cas y contorsiones, una bruja se lo había en mi presen-cia confirmado. Tantos pájaros habían muerto al piede su ventana, tantas hojas caían a su paso, tanto relin-chaban los caballos cuando entraba a las cuadras y chi-llaban las lechuzas si cruzaba el patio que la gente sepasmaba al ver la tranquilidad con que tomaba lavida, indiferente a los signos que desde su nacimientoparecían condenarla a una obscura fatalidad. Su esta-día en esta casa no fue a su desdicha sino una pausamarcada por dos decisiones igualmente arbitrarias,lade mi padre al arrojarla como hueso a sus peones, la demi madre al traerla aquí -porque una desconocida in-tentaba venderla en el mercado anunciando, que ya lehabían llegado las primer~ reglas- y destinarla, noal servicio, sino a acompañarme a mí a todos los'

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cumpleaños y onces a los que fuera invitada en el cursode mi infancia. Cualquier otra distinta de Tomasa ha-bría aprovechado a fondo su condición de señorita decompañía en una familia de mujeres que sabían pordónde le entra el agua al coco, descendientes de unaabuela capaz de instalar sus lares en esta tierra de ol-vido porque la Inquisición había llegado a Cartagenayse creía en el deber de seguir el ejemplo de aquellasanta corral que había a su turno abandonado heren-cia y parientes para escapar, en un mundo nuevo, a unasociedad que la quería inmaculada o puta, pero irre-mediablemente idiota, según explicó en un testamentoque marcaría la pauta a más de cinco generaciones. Deacuerdo con ese punto de vista, adoptado al pie de laletra por mi madre y sus hermanas, Tomasa no podíacontentarse con pasar de clases de lectura a leccionesde solfeo, de dibujos temblorosos a primorosas acuare-las y todas las tontadas que entonces se aprendían, sinodedicarse a una actividad que le permitiera tomar ensus manos las riendas de su vida. De ahí aquelloscursos de corte y costura que ella aceptó a desgano,adormecida por un sinfín de sueños que le ayudaron acrear las novelitas de amor apiladas todavía bajo elpolvo en un rincón de su cuarto. Más de mil veces la vicon uno de esos libros abierto sobre las piernas, la mi-rada perdida en una ensoñación que le velaba los ojos yla hacía sonreír. Era, supongo, su manera de escapar ala inquietante realidad de haber cumplido veinte añosy descubrirse obligada a escoger entre un futuro de so-ledad y la opaca situación ofrecida por el portero delABC o el cochero de las Casola, sus pretendientes deentonces, ella que secretamente aspiraba a uno de loshijos de las cuatro familias con linaje de la ciudad,aquellos muchachos altaneros que encontraba en casade mis tías y veía fumando en corrillos por el camellón.Sólo el alucinado amor de las novelas podía conducir-los a llevarse de cuajo prejuicios e intereses para des-posar a la señorita de compañía que desfilaba cada tar-de frente a ellos en una calesa de ruedas amarillas. Ypor eso fue que al amor Tomasa le apostó, solemnemen-te, revistiendo su elección de todo el drama inherente aun único objetivo, a una sola obsesión. Ya de por sí

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había algo desesperado en sus peinados tirantes y sumaquillaje minucioso, en el ritual que acompañabacada uno de sus movimientos al vestirse después de ha-ber pasado el día entero sin comer para poder entraren los corseletes que afinaban su talle y reducían sucintura al tamaño de la mía. Horas y horas frente al es-pejo. libros de urbanidad aprendidos de memoria, unaire complaciente, un afán de gustarle a todo elmundo, que todos olvidaran cómo había llegado a laciudad. cómo era tan blanca si venía del pueblo, quécara tenían esos parientes de los que nunca hablaba.Mis tías la recordaban llenando con telas envueltas ensuspiros un baúl de esperanzas que el comején secomió: cada hilo sacrificado al encaje, decían, cadapuntada dada sobre un tambor la acercaba inevitable-mente a la tragedia que los presagios anunciaban sinque nadie se atreviera a hacerle la menor insinuación.Era cosa sabida que cualquier referencia a su pasado,la más leve crítica enjuiciando sus proyectos la sumíaen un desmayo inexplicable al que sólo ponía fin el mu-ñeco de alcanfor anudado en su pañuelo. De farsante,la trataban en la ciudad quienes se complacían en re-petir a los cuatro vientos que de no haber intervenidola vol untad de mi madre, Tomasa habría terminado enel anonimato de un burdel: los camajanes, los venidos amás, todos los que resentían como un insulto su presen-cia en aquellas casas cuyas puertas ellos no podíanfranquear. Yo sin embargo adoraba a ese personajetrémulo, de tristezas repentinas, que vagaba por el pa-tio ocultando un no sé qué de lánguido cotno perfumede flor herida a muerte. Había aprendidb a adivinarsus temores, a no cortar nunca el hilo de sus sueños, aseguirla en silencio cuando portando una vela encen-dida cruzaba los corredores en sus eternas noches deinsomnio. Era tanta mi fascinación que ni siquieracelos tuve al verla enamorarse de Eduardo y lenta-mente olvidarse de mí. Sin la menor aprensión acep-té sus nuevos amores convirtiéndome en cómplice ytestigo del más loco de los deseos. Un instinto tan viejocomo el mundo me hacía volver transparente con tal depasar inadvertida y en el bochorno de las tardes sor-prender el ruido de sus voces, la intención de sus ges-

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.tos, sus caricias furtivas. Por la ansiedad de sus ojos sa-bía en qué momento retirarme y dejar los solos junto altablero de dominó ante el cual habían fingido intere-sarse mientras sus rodillas se buscaban codiciosamen-te bajo la mesa. O hacerme la dormida cuando despuésde cenar bajaban al jardín y desaparecían en la obscu-ridad estrujando los helechos. Nunca fui tan solidariade Tomasa, nunca la quise tanto. Todas las mañanasrecogíamos juntas los pétalos de jazmín que perfuma-ban su baño y en el joyero héredado de mi madre ladejaba elegir sus broches y pulseras preferidos. Pasa-ba el día entero a su lado, iba tras ella como su sombra.De noche, si había luna llena, salíamos a cabalgar en-tre la luz azul por un camino que los peones habíanabierto en el monte, adivinando apenas la presencia delas piedras, reconociendo las zanjas un segundo antesde saltarlas, y de prisa, las riendas flojas, las rodillasapretadas a los flancos sudorosos, llegábamos al ja-güey donde Eduardo nos esperaba. Yo me iba a cazarluciérnagas para verlas brillar en el hueco de mi mano,ellos se alejaban, se oían sus pasos, las ranas, un crepi-tar de hojas secas, otra vez las ranas; de repente unquejido. Escondida entre los matorrales, mirando suscuerpos arquearse y debatirse a un ritmo de tamboreslentos, descubrí el amor que nunca me fue dado sentir,ni al casarme con el hombre que fue el padre de mi hi-ja, ni más tarde, cuando se me dio por viajar de un ladoa otro a la espera de que ese hombre regresara de laselva, en el fondo sabiendo que nunca regresaría y sinembargo esperándolo, hasta el día que una canoa trajopor el río, no los indios y pájaros que había ido a estu-diar, sino su viejo fusil, un atado de ropas desteñidas ylos retratos de esos indios, mejor dicho, de las indias depechos fláccidos y sonrisas pasmadas entre las cualesseguramente encontró lo que yo no le podía dar. Ya en-tonces sabía que ningún hombre, ni él ni los otros en-contrados en mis viajes, llegaría alguna vez a disociarde mi mente amor y castigo por mucho que la mutila-ción infligida por mi padre hubiera sido vengada,como lo fue una semana después de haber partido To-masa al asilo, porque el azar quiso que nos encontrára-mos él y yo, él parado frente al portón del patio, yo tra-

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yendo por la brida el caballo de Eduardo que un mo-mento antes había estado a punto de matarme. El memiró, miró el caballo, hizo un gesto. Yo le pasé las rien-das en silencio, sin advertirle que ese caballo, en laalambrada que tenía que cruzar para ir a la ciudad porel camino corto, acababa de ver culebrear a dos me-tros de él, centelleante y pérfida, una mapaná rabo-seco. y conociendo su mal genio me puse a esperar,aquí mismo. Y al cabo de media hora revolotearon en elcielo los primeros goleros. Eso sólo lo sabe Tomasa por-que sólo a ella se lo conté la vez que fui a visitarla alasilo. Y al contárselo, recuerdo, vi asomar de repenteen esas pupilas muertas un brillo que me dejó helada.Lo que entonces pasó por su mente vine a entenderloaños después, exhausta de encontrarme siempre solaentre sábanas demasiado limpias, en la ansiedad denoches infinitamente blancas. Sintiendo la rabia de micuerpo supe entonces que un mismo rencor nos unía,que el mismo odio nos había vuelto hermanas, y quiseverla aquí, arrastrando su queja por el viejo patio,sombra de lo que fue, pero al fin y al cabo sombra de unpasado que nos marcó a ambas determinando lo mejory lo peor de nuestras vidas. Por eso la hice buscar. y síque la hice buscar, Señor, durante años.

Ir y venir, venir, ir, ir y venir así, invocando a lasbrujas por sus siete nombres, sin equivocarme deorden al nombrarlas, reposando siete días cada vez quela luna cambiara de forma. Ir y venir, todo habría sali-do bien si no me hubiera extraviado perdiendo la señaldejada en el primer círculo, un matarratón marcadocon mis iniciales, pero no de cualquier modo, sino desuerte que nadie las reconociera. De pronto lo encontréy entonces ellas me indicaron que viniera aquí, las sie-te, una detrás de otra saliendo de los árboles, corriendocon la brisa gritaban que volviera, que en este patioEduardo me aguardaba. Te espero cada noche en eljagüey, Tomasa, inútil que te encierres en tu cuarto,bajo las sábanas tu piel se enciende, tu cuerpo se dilata.Más tiempo permaneces sola, más osada te vuelven lasideas. Regresas enervada, incapaz de fijar tu miradaen la mía, me basta murmurar en tu oído las frasesmás locas para encontrarte abierta a mi deseo. Salien-

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do de un sueño 10 vi un amanecer, en una playa cubier-ta de caracoles rojos donde las garzas negras viajabana anidar, casi perdido en la neblina mientras yo corríatratando de alcanzarlo y él se iba desvaneciendo hastaa lo lejos animar la sombra de un pescador que entre elruido de las olas me hizo aquello. Hacerlo, ir y venir,venir, ir, morir mil veces. Dejar correr la lluvia por micara,la vida por mis piernas, con mi placer arar la tie-rra, con mi cuerpo fecundarla, que goce, que crezca,que nazca, ir y venir contando las estrellas, siete estre-llas, siete brujas, mirando las piedras del camino, lasredondas, las cuadradas, seguida de gatos negros, ne-gros de ojos dorados, dorados, verdes, dorados, gatosque asusten a la gente, yo huía de la gente, la husmea-ba de lejos y me convertía en alga de laguna y dormíacomo rama seca entre los mangles y cubierta de fangopasaba por tronco flotando a la deriva de la ciénega.Me siguen los gatos,la luna se hace triste, ella se acer-ca, se inclina, todos han muerto, dice, sólo yo quedo enla casa. Sólo yo, Tomasa, conozco el temblor de tuspiernas cuando te entro, en balde murmuras que memueva, que te duelen las uñas, en balde tus puñog megolpean, me gusta la inquietud de tu mirada, tus pezo-nes cerrados, tus labios entreabiertos, me gusta salirde tu cuerpo y enfermarte de deseo recorriendo lenta-mente con mis labios la oscilación de tu vientre. Cami-nar, pisar el lodo, hundir los pies en el musgo,lodo, hu-medad de musgo, verde musgo, verde luz de la lunagirando sobre la ciénega, girando con el vientO, bai-lando entre la lluvia vengan brujas verdes, vayan,vuelvan, vengan al grito de la lechuza, al aullido delperro, a la palabra inventada, a la caricia secreta, lu-na verde de lluvia me espera al final del camino, medejo ir, vente aquí, allá, donde te digo, donde yoquiero, buscándolo hice en el monte siete círculos decristal yagua, de agua y vidrio, ir y venir buscándolo,ir y volver hallándolo en la yema de los dedos. Salir, en-trar, entrar y salir, montar por los cocoteros y descu-brirlas enredadas entre lianas, fumar con las siete lahierba de los sueños siguiendo el rastro de cadenas y te-larañas, cruz sangre, triángulo oro, cruz sangre fuma-mos para ir más lejos que la sombra, más lejos que lo le-

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jos, una mujer llora, una mujer protesta, recojan bru-jas mías el eco de su queja, que se vayan, que se vayanhombres de mirada triste, que se alejen huyendo, quehuyan corriendo, somos olor de pantano, zigzagueo desalamandra, humedad de penumbra, corran si noaman los senos, huyan si temen las reglas hombres dededos secos, de corazón vacío, corran, vayan que solosno estarán, en.la ambigüedad otros hombres los espe-ran. Siete círculos tracé a mediodía, siete círculos ar-dieron a medianoche, en cada uno las brujas quemaronverdades y mentiras, rap, iob, cenizas hubo, oz, fa, ce-niza y lluvia, iob, rap, ceniza y lluvia y vientos torcidos,sentada sobre siete hojas dejé pasar los días, tantos pa-saron que las culebras se enroscaron en mis brazos y enmis manos las sabandijas pusieron huevos, azules, azu-les y blancos, blancos y rojos, tantos días que cubierta

\' de t.elarañas vi a los pájaros hacer nidos entre mi pelo,.No Importa que 'el pelo se te llene de arena, Tomasa,..., deja que lo enrede la hierba y lo empuje la brisa, no me.digas que estás cansada y te da miedo empezar de nue-i vo, mira que tengo tu olor en mi boca, que quiero llegar;' a lo más hondo de ti, hasta ese punto de tu cuerpo donde¡',- existes para ti sola y arqueada entre mis brazos, en un': espasmo de muerte, te entregas a la vida. Voy a hun-

dirme ahora en la ansiedad de tus piernas, Tomasa, yate siento respirar de otra manera, balbucir palabras

.sin sentido, ya tus dedos se cierran en mi nuca, otra vezeres carne, gemido ciego, sabor de tierra. Después deayunar siete días, sin metal alguno en mis manos, conmañas y sortilegios sacaré de la madera esencia, de laesencia el perfume, del perfume el recuerdo que lohará volver. Un traje de muselina, entre cintas mistrenzas, volando sobre un círculo que en su centro ten-ga el signo del reclamo, veré su sombra convertirse encuerpo que abrazará mi cuerpo, en labios que besaránmis labios y riendo, a carcajadas riendo las brujas cru-zarán el patio, agitarán los árboles, arrancarán las te-jas, convocarán el trueno, invocarán el rayo, ceniza ypiedras arrasarán la casa, ceniza y piedras, ceniza ypolvo, ceniza, nada.

Casi me caigo del ciruelo cuando la vi levantarse,vacilar un momento como si acabara de recibir cuerda

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y a paso de morrocoya dirigirse hacia el ciruelo dondeyo estaba encaramada. Ya yo había recogido lasciruelas del tejado y las había metido en el bolsillo demi overol, y haciendo equilibrio venía caminando porla rama sin mucho acordarme de ella, más bien cre-yendo que nada del mundo la haría abandonar su tabu-rete y mañana la encontraría en el mismo sitio. un pocomás mugrienta y cubierta de moscas. Pero se puso aandar y pasó bajo el ciruelo mascullando palabras queno entendí. Vi sus hombros curvados y su nuca terrosa,sentí ese olor que de ahora en adelante impregnará lacasa para mortificación de todos, la vi alejarse. De unsalto me tiré al suelo y me le fui detrás mientras ella se-guía como sonámbula la hilera de guayabos, bordeabala terraza y se paraba frente al estanque de las palo-

~mas. Para evitar problemas me detuve a su espalda te-miendo que de pronto dé la vuelta y me descubra, aun- Oque algo me dice que ahí se va a quedar, tanto tiempo Zcomo se quedó en el taburete, con la sola diferencia de ...ique ahora parece murmurar una oración y su,S uhombros se estremecen no sé yo si porque ríe, o porque Cllora. La verdad es que nunca vaya saberlo, no me atre- 'Jva a preguntárselo y ya mi abuela me está llamando Qporque va a llover. Así que lo mejor que puedo hacer es 101)irme. Así que sin mirarla me le acerco y en silencio, y ~para despedirme, le tiendo rápidamente un puñado de ~ciruelas. Z

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PROLOGO:

DE JUAN GOYTISOLO 7

LOS

RELATOS DE MARVEL MORENO:PORJACQUES GILARD

1ORIANE,

TIA ORIANE

13

EL MuRECO 27

CIRUELAS PARA TOMASA 35

LA MUERTE DE LA ACACIA 57

LA ETERNA VIRGEN 73

LA SALA DEL NI:RO JESUS 81

ALGO TAN FEO EN LA VIDADE UNA SERoRA BIEN

LA NOCHE FELIZDE MADAME YVONNE. . 123