Alma o muerte

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¿Podemos ser dueños de nuestro propio destino? (Cuento, terror. suspenso)

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Sentada frente a su herramienta de trabajo, movía los dedos como si fuera la

secretaria más eficiente, en su máquina de escribir; pero no se trataba de una máquina de

escribir, y tampoco de una secretaria. Anabella Borges había adquirido una gran práctica en

la dactilografía. Llevaba años en ello; desde que decidió dedicarse a la escritura. La

computadora personal le devolvía sus digitaciones en forma de palabras y frases que

componían el cuento que estaba a punto de terminar. Sus ideas le surgían a una velocidad

tal, que más que la sensación de escribirlas, sentía que las estaba leyendo.

Con sus cincuenta años, muy bien llevados, tenía un buen pasar en el aspecto

económico, pero una vida muy solitaria en el sentimental. Su madre, de unos setenta y

cinco años, y su perro Bernardo, un pastor alemán de cinco años, eran su única compañía,

en una casa antigua y de dimensiones considerables.

No es que Anabella, en su vida no haya tenido algún que otro romance, pero en

general nunca concluyó nada.

No se preocupó demasiado por analizar en profundidad los motivos de sus cortas

relaciones, aunque sabía muy bien que la responsable de su soledad era ella misma, por

permitir la injerencia de su madre en sus asuntos personales(una anciana demasiado

"castradora", si se le quiere buscar una palabra adecuada).

Ella, sobretodo, era escritora de novelas, y en todas ellas volcaba parte de sus

propias experiencias, entre las que formaban parte, en su mayoría, sus grandes frustraciones

como mujer; por eso, tras una pausa en su escritura, comenzó a rememorar las razones por

las cuales había decidido comenzar a escribir cuentos cortos.

Recordó aquel día en que una de sus tantas depresiones manejaban su voluntad al

punto de no permitirle levantarse de la cama; y recordó también como sintió que una fuerza

que no consideró que proviniera de su interior, la obligaba a dejar de lado su actitud, y

asumir una postura diferente, llevándola a buscar apoyo en la parroquia de su barrio, donde

era asidua asistente(prefería eso a tener que analizarse con un psicólogo).

Hizo un hueco en su mente para representar ese día:

Ingresó a la parroquia por la puerta lateral. El interior, ya conocido por ella, le

pareció diferente. Intentó descubrir las diferencias pero no lo logró. Todo parecía igual ,

pero ella estaba segura que no lo era. Caminó lentamente por uno de los pasillos laterales,

observando, con detalle, las dos hilera de bancos, que cubrían la parte central del recinto,

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separados unos dos metros. Entre ellos, se formaba un pasillo central ,con un dibujo en su

superficie, que la distinguía del resto del piso de granito del recinto, como marcando una

guía hacia el altar. La oscuridad interior le indicaba que el conjunto de vitreaux, que

decoraban la parte superior de los muros laterales, no permitían el pasaje de los rayos

solares como cualquier otro día; aunque concluyó que podía tratarse más de un estado de

ánimo, que de la propia realidad.

Se sintió incómoda (algo inusual en ella cuando estaba dentro de cualquier casa de

Dios) Sintió que un frío le recorría la espalda. Se paró de golpe. Miró hacia atrás y no vio

nada. Continuó caminando, pero se mantenía alerta. El grito que brotó de su garganta al

contacto de una mano en su hombro, retumbó en el espacio a manera de estruendo.

— Hija — dijo el sacerdote, que ante la actitud de esa mujer tendió a sacar su mano

como si ella fuese el demonio —, no pensé que podía asustarte de esa manera.

Tomándose el pecho como intentando evitar que su corazón saltara hacia fuera, se

dio vuelta de golpe. Un anciano vestido con una larga sotana, barba tupida, y rostro afable,

la miraba apenado.

— Discúlpeme , padre — dijo agitada —; es que no lo vi.

— Oh — expresó el sacerdote —. Recién entré — dijo a modo de explicación.

Anabella recorrió con la mirada la separación entre la puerta de entrada y su

ubicación, y pensó que por su edad, ese hombre era demasiado rápido para recorrer esa

distancia en tan poco tiempo, pero en fin; no iba a ponerse a hacer cálculos en ese preciso

momento.

— Estoy buscando al padre Jeremías.

— No creo que lo vaya a encontrar. Tuvo que viajar al Vaticano por unos días.

— ¡Qué raro! No me había dicho nada, y eso que tenemos una muy buena relación.

— Fue de repente. Nada grave, por supuesto.

— Entonces me quedo más tranquila.

— No sé si puedo ayudarte en algo— dijo el sacerdote, solícito.

— No creo — señaló la escritora— . Quería hablar con el padre Jeremías.

— Si es por algún asunto del alma— dijo con cierta sonrisa que Anabella no pudo

notar—, puedes hacerlo conmigo. Haz de cuenta — continuó— que el padre Jeremías y yo

somos la misma persona.

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Anabella no lo pensó demasiado. Era un sacerdote, y por un sentimiento que no se

podía explicar, ese hombre le inspiraba una confianza que no creía poder tener con

cualquier persona.

—Si querés, y te hace sentir mejor — ofreció el religioso—, podemos ir al

confesionario.

— No es necesario, padre.

—¿Entonces?

Sucede...

La elegante dama abrió su alma al anciano sacerdote, narrándole parte de su vida, su

relación con su madre y sus fracasadas experiencias como mujer, agregando a su relato, sus

propios sentimientos que la llevaba a depresiones inevitables.

— Muchas veces — le refirió el sacerdote —, el hecho de volcar ciertas emociones

en las letras puede ayudarte a sobrellevarlos; pero si querés un consejo, y con esto—

aclaró— no intento entrometerme en tu profesión— trata de no escribir libros que te lleven

mucho tiempo, y con tus propias sensaciones puestas en ellos. Escribe cuentos cortos, y

relata aventuras, deseos. Trata de volcar más tus aspiraciones que tus sentimientos. Eso te

ayudará. Verás que en poco más de dos meses en tu vida se producirá un giro de ciento

ochenta grados. Luego tratarás de verme; te lo puedo asegurar.

No sabía por que, pero las palabras de ese hombre habían comenzado a surtir cierto

efecto. Se dijo a si misma que no tenía nada que perder, si obraba tal cual le indicaba. No

sería mala idea. Por otra parte, ella tenía cierto espíritu aventurero; aunque su arraigo

psicológico siempre la llevó a no alejarse demasiado de su madre, lo cual frustró parte de su

vida. Intentaría hacer algo con ella, aunque sea volcándolo a las letras.

Salió de la capilla, luego de dar las gracias al reemplazante del padre Jeremías, que

tan bien le había hecho, ya que, luego de la pequeña charla, se sintió mucho mejor.

Se dirigió a su casa, donde su madre la esperaba impaciente.

— ¿Dónde te metiste? — le preguntó.

— Fui a la iglesia — respondió, mientras acariciaba a Bernardo, que le daba la

recepción entusiasta de siempre.

— Pudiste haber avisado que salías. No sabés lo preocupada que estaba.

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— Mamá — dijo, resignada a los planteos maternos —, si salí de casa, tenés que

comprender que fue por voluntad propia , y que no me pasó nada.

— Bueno, pero como no te oí.

— Está bien, dejalo así — y cambiando el tono de su voz:— ¿Vas a almorzar ahora?

— preguntó.

— Eso es lo que te decía. Es la una y media y recién llegás.

— Mamá, por favor, fui a la iglesia , no me fui a acostar con tres tipos.

— No tenés por que contestar así — dijo algo enojada la anciana —. Uno se

preocupa y recibe insultos.

— No seas tan exagerada — dijo, a lo que agregó: — ¿Vas a almorzar ahora o no?

— Está bien — respondió la madre.

Anabella preparó el almuerzo de ese día, con cierta celeridad. Su impaciencia por

encarar su profesión de una manera distinta la excitaba.

Era una persona meticulosa para todo, pero devoraba cada bocado como si fuera el

último de su vida.

— ¿Qué te pasa, hija? Te noto algo alterada.

— No, nada es que tengo demasiado apetito.

— ¿Estás segura? — preguntó con cierta duda la anciana —. Nunca te había visto

así.

— Estoy segura — respondió.

Terminaron de almorzar, y como siempre la mayor de las mujeres fue a su cuarto a

dormir su siesta acostumbrada. Anabella se dirigió a su estudio, encendió su computadora y

trató de concentrarse en algún tema relacionado con lo que más le gustaba, y así comenzó

el primero de una serie de cuentos de los cuales estaba por concluir el sexto de ellos.

Dejó el pasado de lado, y se concentró nuevamente en su relato. Estuvo escribiendo

durante casi cuatro horas. Se sorprendió al ver que era el primero de sus cuentos con un

final trágico; aunque, pensó, el dolor y la tristeza eran parte de la vida. De seis, uno con ese

final, no estaba del todo mal.

Sus depresiones habían desaparecido, y casi se sintió la protagonista principal de

sus historias, las que eran en parte responsable de su mejoría.

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Imprimió las doce paginas de su cuento, y las elevó con un gesto de placer, como

hacía con cada una de sus obras, al momento de concluirlas.

Dejó las hojas sobre su escritorio, y antes de comenzar a releer al fin de poder

corregir cualquier error, decidió tomarse un pequeño descanso. Bajó las escaleras que la

separaban del living de su casa, y lo cruzó, dirigiéndose a un pequeño y coqueto bar que se

encontraba del otro lado del recinto. Tomó una copa que colgaba de un colmado

portacopas del mismo mueble, y volcó sobre ella, un chorro de quantreau, hasta a mitad de

la misma. Con la copa en su mano, caminó hasta el equipo de música, y lo encendió. Un

compac de la orquesta filarmónica de Viena, comenzó a volcar sobre el ambiente, los

compases del primero de una serie de valses vieneses de Johann Strauss(de quien era

fanática)

Se sentó cómodamente en uno de los sillones de cuero y se relajó al máximo. Su

perro Bernardo, que al oír los pasos de su dueña, se despertó de una larga siesta, se acercó a

ella, buscando sus caricias. Anabella extendió su mano derecha, mientras daba un sorbo

sosteniendo la copa con la otra, y acarició al cabeza de Bernardo, que cerraba

graciosamente sus ojos ante cada contacto.

Anabella recorrió el recinto con sus ojos, y pensó lo agradable de la situación;

Quizás ese fuera el momento más placentero de su solitario día; aunque para lograr la

felicidad total, le hacía falta realizarse como mujer, y ella no sabía exactamente cual era la

situación que la llevaría a esa realización.

Serían aproximadamente las veintitrés horas, y su madre dormía. Normalmente se

acostaba a las veintidós horas, y cuando Anabella trabajaba, ella no la molestaba, ni

siquiera para avisarle que se iba a dormir .

Ahora, la quietud del ambiente, y placer del sonido, invadían su interior. Siempre

intentaba aprovechar al máximo esos momentos, y eso era exactamente lo que estaba

haciendo, cuando sintió el timbre de su casa. Se asustó. No era una hora apropiada, a

excepción de alguna emergencia.

Se levantó apresurada, dejó la copa sobre el bar, y se dirigió a abrir. Pretendía evitar

la insistencia con el timbre, ya que podría despertar y preocupar a su madre. Observó por la

mirilla. Un hombre de entre cincuenta y cincuenta y cinco, años se encontraba del otro lado

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de la puerta. No le pareció un delincuente, por lo que abrió la puerta, pero teniendo la

precaución de dejar la cadena de seguridad colocada.

— Discúlpeme, sé que es muy tarde, pero como vi luz, pensé... Soy su nuevo

vecino— dijo, cambiando el tono de su voz, mientras señalaba la casa de su lado—. Tengo

una urgencia con un caño que no deja de chorrear litros de agua por segundo, y no consigo

plomero, si usted o su marido serían tan amables de prestarme una llave francesa, quizás

pudiera resolver algo.

— Mire — dijo Anabella — . vivo sola con mi madre, y no solemos tener

herramientas de ningún tipo. Lo siento, pero en este caso no voy a poder ayudarlo. — Y de

pronto, como si recordaría algo — ¿Por qué no pregunta en la casa contigua a esta? El

hombre es un hobbista de todo lo relacionado con el hogar, y si no se asustan por la hora,

creo que podrán ayudarlo. Es una pareja formidable.

El individuo, tras asimilar la respuesta en cuanto a su pareja, agradeció la atención,

y se retiró.

Anabella cerró los ojos por un instante. Ese hombre le había impactado

notoriamente, y deseo con todas sus fuerzas que su nuevo vecino fuera un hombre libre.

Volvió a su sillón, y con su nuevo pensamiento, intentó disfrutar aún más de lo que lo hacía

ese espacio del día.

Se despertó de golpe. Todo estaba oscuro, y el sonido del equipo había

desaparecido. Aún estaba sentada en el sillón, y la copa de Quantro, vacía, caída sobre la

alfombra. La levantó y comprobó con suerte que no se había roto. Bernardo dormía a su

lado.

Elevó la vista hacia el reloj de pared, y a pesar de la tenue luz ambiente pudo

comprobar que eran las tres de la mañana. Había soñado algo que no recordaba, pero sintió

temor. Se levantó sin hacer ruido, y se dirigió al cuarto de su madre para comprobar que

todo estaba en orden. Al ver a la anciana durmiendo plácidamente, se dirigió a su cuarto, se

desvistió, y se tiró sobre a cama. Tardó un buen rato antes de volver a conciliar el sueño;

pero el recuerdo de ese hombre la ayudó a relajarse. Se durmió.

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La mañana había amanecido soleada. Era fin de semana, y la mayoría de la gente

del barrio, aprovechaba al máximo el esplendido día para realizar quehaceres al aire libre, o

dedicarse simplemente a tomar sol, actividades similares, o a no hacer nada. Anabella

corrió la cortina de su ventana, y aspiró profundamente el aire proveniente del exterior. Se

sentía realmente bien. Aún tratando de despejarse, asomó su rostro a la ventana. La figura

de su vecino, sin camisa y con unos pantalones cortos, cortando el pasto, la excitó. No sabía

por que le ocurrió, pero tampoco entró en un conflicto interno por ello, ya que no lo

consideraba algo malo; todo lo contrario.

Tapó su rostro con la cortina de tela para poder observar con mayor libertad. Le

pareció, fuera de su agradable rostro, un cuerpo estupendo para un hombre de su edad.

Envidió a su supuesta pareja, si es que la tenía.

Decidió dejar su curiosidad de lado, por lo que dio media vuelta y se dirigió al

baño. Se metió en la ducha y bajo el chorro de agua tibia, comenzó a frotarse el cuerpo, sin

dejar de pensar en ese hombre. No podía lograr sacárselo de la mente. Llegó casi al punto

de masturbarse, pero se contuvo; ella no era así.

Salió de la ducha.

Ya en su habitación, se vistió, y decidió salir al parque: una considerable extensión

de tierra, con un pasto delicadamente cortado y una prolija ligustrina, que separaba su

terreno, con el lindero, permitiendo a través de sus hojas, una atenuada y cortada visión de

su nuevo vecino.

Se sentó en una de las reposeras que se encontraban bordeando la pileta, y abrió su

blusa, dejando que el sol penetre su piel descubierta.

Con el calor del sol sobre su cuerpo, y su imaginación galopando a cien por hora,

mantenía una desconexión total del mundo que la rodeaba; lo que le provocó, al escuchar

la voz de ese hombre, un gran sobresalto

— ¡Buenos días, vecina!

Anabella se incorporó de golpe, y absolutamente turbada, intentó cerrar su prenda,

sin lograrlo de inmediato, creando una situación más que graciosa para su vecino.

— Yo diría — respondió el hombre que subido a una silla mantenía medio cuerpo

por arriba de la planta —que sería un pecado intentar ocultar algo tan bello.

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Si Anabella mantenía un color rosado fuerte en sus mejilla (y no justamente por el

sol), el mismo subió varios tonos después de la afirmación de su vecino.

— Este...— no sabía como responder. El placer era mucho mayor a su desubicación

por la situación — no... estaba tomando un poco de sol.

Le pareció una pelotudez, pero no se le ocurrió otra cosa.

— Decía — volvió a afirmar su vecino — que no estoy de acuerdo con que intente

tomar sol vestida, y no me refiero a que lo haga desnuda ( que no me disgustaría), sino que

podría ponerse un buen traje de baño.

— Pero... ¡Usted es un impertinente!

Pretendió hacerse la enojada, aunque no fue una buena actuación.

Roberto Maure, que así se llamaba el hombre, hizo caso omiso de las últimas

palabras.

— Por que no se viene para aquí — señalo su propio parque —. Podemos beber

algo, mientras no asoleamos juntos.

— Este...— otra vez la misma actitud infantil, aunque se preguntó si no era lo que

ella quería —, bueno — dijo.

— Pero póngase un traje de baño.

No respondió. Se dirigió presurosa a su habitación y buscó, con preferencia, un traje

de baño de dos piezas que, sabía, le quedaba excelentemente bien. No usaba uno de esas

características desde hacía mucho tiempo; y aunque no dejaba de comprarlos, no se

animaba a ponérselos, a pesar de su atractivo cuerpo que no reflejaba el paso del tiempo.

Se la puso y se paró frente al espejo. La imagen devuelta la satisfizo. Se colocó el

vestido sobre la malla y salió presurosa. Cruzó a su madre en el living. No quería dar

demasiadas explicaciones pero la anciana no podía con su genio, y ante su paso preguntó:

—¿ A dónde vas tan apurada?

— salgo un rato

— ¿Y yo me tengo que quedar sola?

— Lo tenés a Bernardo— le respondió algo enojada.

— Hacé lo que quieras — afirmó la anciana, con expresión de víctima—; total, yo

no valgo más que un perro.

— ¡Mamá! ¡por favor! no empecés

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— Anda, andá tranquila. Yo me arreglo sola.

El tono de su voz continuaba sin cambio

— Es sólo un rato.

— Espero que este dolor que tengo en el pecho no sea nada— insistió con su tono,

la mayor de las mujeres.

Anabella la conocía y sabía que su madre exageraba todo, para impedir que pudiera

obrar con libertad. Normalmente se hubiera quedado, pero en esta oportunidad, y no supo

porque, hizo caso omiso de la actitud de su madre.

— Yo también espero que no sea nada — dijo, tras lo cual dejó con la palabra en la

boca a su progenitora, saliendo de ese lugar en forma apresurada.

Ni siquiera dio vuelta su rostro para ver si su madre había salido a la puerta. Caminó

a paso ligero, y se introdujo en el parque de su vecino, atravesando una pequeña portezuela

que servía de entrada.

Buscó con su mirada al hombre que la había invitado, y lo descubrió sentado junto a

la piscina, con un vaso en su mano, de espaldas a ella. Se acercó sin llamar. Sólo cuando se

encontró casi junto a él dijo:

— Aquí estoy.

— Roberto Maure se dio vuelta lentamente, ya que no se sorprendió. Estaba más

atento a la entrada, que al lugar donde en apariencia dirigía su mirada.

— Oh, aquí estás — dijo haciéndose el sorprendido—; pero aun vestida — afirmó

sin ruborizarse.

A pesar de la turbación que le provocaban las palabras de ese hombre, Anabella

sentía placer por ellas.

— Sacate ese vestido y venía a sentarte junto a mí.

Tímidamente, la mujer se desprendió los botones delanteros de su prenda, y se la

sacó, apoyándola sobre una silla a su lado.

Roberto Maure que a pesar de todos sus halagos, no la había visto el cuerpo de

Anabella, se sorprendió y se sintió mucho más atraído por ella cuando lo dejó al

descubierto.

— Bueno — manifestó el hombre —, mucho más a mi favor cuando dije que ese

cuerpo no debería estar tan oculto.

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La escritora agradeció con la mirada y se sentó a su lado.

— A todo esto— dijo el dueño de casa, un vez que ella se hubiera acomodado —,

aún no te pregunté tu nombre.

— Anabella — dijo ella, a lo que agregó — y vos.

— Roberto, y debo declarar que no le hace ni sombra a la belleza de tu nombre.

— Parece ser que naciste para halagarme — dijo ella, sonriente, aunque aún

perturbada.

— Estas equivocada. Vos naciste para que yo sacara a relucir mi sinceridad.

— Debo confesar que no me gustaría estar aquí, sabiendo que puede existir alguna

señora... ...

—Moure — agregó Roberto —; pero no te procupés, no existe ninguna. Soy viudo,

y mis hijos viven su vida, el varón tiene veinticuatro, y la mujer veintidós.

— Pero.. con esas características de Don Juan no debés estar solo por mucho

tiempo.

— Tengo mis momentos de compañía, pero nada importante.

Anabella tuvo una sensación, a pesar de no haberlo deseado, parecida a los celos; a

pesar de ello, no respondió en forma directa, pero sí se puso en guardia.

— Espero que este no sea el inicio de uno de ellos.

— Para nada — afirmo él —; se trata de mujeres muy diferentes a vos.

— ¿A que te dedicás? — preguntó ella, que quería desviar el tema que la estaba

empezando a hacer sentir incómoda

— Ahh — dijo con una expresión que contenía cierta ironía —, tengo varias

propiedades, y me dedico a disfrutar de su renta. O sea, no hago casi nada, salvo dedicarme

a la aventura.

—¿ A qué te referís con eso?

—Vivo la vida como siempre la quise vivir. Escalo montañas, de vez en cuando

corro algún rally, hago exploraciones de lugares casi desconocidos, me gusta el buceo — y

agregó con una amplia sonrisa —; también busco tesoros escondidos.

— No tenés demasiado tiempo de aburrirte — dijo ella con cierta admiración.

— En realidad, no— dijo, y cambiando el tono al de pregunta — ¿Y vos?

— ¿Yo qué?

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— A que te dedicás.

— Ah, perdoname. Soy escritora.

— Muy interesante — y luego de observarla con mayor detenimiento expresó:

— Con razón me pareció un rostro conocido — y mientras chasqueaba sus dedos—

Anabella... Anabella...mmm Borges. Como Jorge Luis — dijo de pronto.

— Aunque no tenga la fama de él, así es.

— He leído un par de tus libros aunque no los haya relacionado con tu rostro. Y

permitime que te diga: son excelentes.

— Mucha gracias..

La mañana continuó en un ambiente de placer y cordialidad. Anabella se había

olvidado del mundo. Su única realidad era el entorno del momento, que incluía

principalmente a ese atractivo hombre que no dejaba de brindarle satisfacción, a pesar de la

osadía con que esgrimía sus frases, que si bien la perturbaban, la complacían en exceso.

— Si no te molesta— dijo de pronto el hombre, tras un periodo de agradable

silencio—, me gustaría invitarte a una expedición que tengo pensada desde hace unos días .

Proyectaba viajar con un par de amigos de aventuras, pero, ahora que te conocí, sería bueno

que incursionadas un poco en este tipo de andanzas. Estoy seguro que te va a gustar.

— Me parece prematuro realizar un viaje con vos. Recién te conozco.

— Desconozco cual es tu edad — dijo firme —, pero supongo que rondaras los

cuarenta.

Anabella hizo silencio, pero agradeció internamente el nuevo halago. Roberto

continuó:

— No creo que a esta edad, nos podamos dar el lujo de darnos tiempo para las cosas

que nos gustan. La vida es muy corta y hay que disfrutarla al máximo. Si vos consideras

que un viaje conmigo puede resultarte inconveniente o molesto, no te voy a insistir, pero te

prometo, aunque no me conozcas lo suficiente, que no va a ocurrir nada que vos no quieras.

Anabella no respondió de inmediato, pero su mente trabajaba a mil por hora. La

realidad era que lo que le estaban proponiendo era lo que siempre había deseado, y no

podía o no quería darse el lujo de perder semejante oportunidad. A los cincuenta años no

era una niña que debía cuidarse de extraños, y ese hombre por más desconocido que fuera,

le inspiraba la mayor de las confianzas.

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— No quiero parecer una persona fácil de convencer, pero esto es lo que siempre

esperé, si bien en mi vida no he realizado demasiadas aventuras, mi espíritu siempre fue

aventurero, y es por eso que acepto.

— En este momento, y con tu respuesta, estás incrementando mi felicidad

— No exagerés— rió ella.

Pasó la mañana, pasó el mediodía, donde almorzaron unos sandwiches, y llegó al

tarde. Anabella se paralizó de repente. Su blanquecino rostro asustó al hombre que la

acompañaba.

— ¿Te pasa algo?— preguntó preocupado

No quiso decir la verdad. Se había olvidado por completo de su madre. Sabía que

alimento no le iba a faltar, pero no le había avisado de su tardanza. Seguramente estaría

demasiado preocupada, y lo más probable, conociéndola como la conocía, que, con

seguridad ya habría llamado a la policía.

Se apresuró a ponerse nuevamente el vestido, y con la excusa que se había olvidado

de una entrevista, se apresuró a regresar a su casa.

Quedaron en verse luego, y planificar el viaje juntos. Anabella casi corrió hacia su

hogar, pero sentía que iba flotando. Había pasado, podría decirse, los mejores momentos de

muchos años.

Abrió la puerta de su casa, agitada. No encontró a su madre ni en el living, ni en la

cocina. Subió a su habitación. La vio tirada sobre la cama, aparentaba estar dormida, a

pesar que ya había pasado la hora de su siesta. Se acercó con cautela. Le tocó el hombro.

No obtuvo respuesta. Volvió a zarandearla suavemente. No estaba dormida. De pronto, la

anciana se dio vuelta y comenzó a llorar.

— A vos te parece lo que me hiciste. Casi muero de un infarto de la preocupación.

Llamé a la policía, y no quisieron escucharme. Dijeron que tenían que pasar más de un día

para poder hacer la denuncia. Y yo aquí, sin poder contenerme ¡Sos una mala hija! ¡No

querés a tu madre!, y todo lo que yo hice y hago por vos — tomaba su rostro con ambas

manos, mientras con voz de llanto recriminaba a Anabella, quien estaba comenzando a

darse cuenta el gran escollo que debía sortear si deseaba realizarse como persona, y

sobretodo como mujer.

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— Te pido disculpas. Se me pasó la hora sin darme cuenta — y era sincera. Ni ella

entendió como podía haberse olvidado de su madre, aunque la situación no debería haberse

transformado en algo dramático —. Te prometo que no va a volver a pasar.

Su madre, aún acongojada, aunque en realidad la congoja no era otra cosa que un

apariencia por su enojo, estaba dispuesta a hacerle pagar de alguna manera su actitud, por

lo que de inmediato, comenzó a tomarse el pecho con ambas manos, fingiendo un fuerte

dolor.

—¡Mamá! — exclamó asustada la madura escritora — ¡¿Qué te pasa?!

— Nada, Nada, ya se me va a pasar.

— Pero... ¿Te duele mucho?

— Ya te dije que se me va a pasar. Es por la malasangre que me hice.

Anabella tomó el auricular del teléfono que se encontraba en la mesa de luz de su

madre y marcó un número.

— ¿Doctor Serrano?

.................................

— De parte de Anabella Borges — respondió.

Esperó unos segundos.

....................................................

— Doctor, es mamá. Tiene un fuerte dolor en el pecho. Necesito que venga de

inmediato.

...................................................

— Está conciente.

.............................................

— Espero.

El doctor Serrano, amigo y médico de cabecera de la familia llegó

aproximadamente a los quince minutos de colgar el auricular. Anabella lo esperaba

impaciente.

— Por acá, doctor—indicó la mujer, luego de abrir la puerta tras el llamado del

profesional.

Lo acompañó hasta la habitación de su madre, cerró, y esperó pacientemente.

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El profesional salió luego de casi media hora. Al abrirse la puerta, observó a su

madre recostada en la cama, pero más le interesaba lo que el facultativo pudiera decirle.

— Quedate tranquila, Anabella, le dijo el médico. Tu madre es un roble.

—Pero ese dolor...

— Puede ser muscular — le refirió —. La he revisado en detalle; incluso le tomé un

electrocardiograma— le mostraba el cardiógrafo — y todo está normal. Pero— continuó—

le recomendaría un buen descanso.

Anabella se quedó tranquila en lo respectivo a la salud física de su madre, pero su

preocupación, en cuanto a su relación con ella, iba en aumento. Si no conseguía una

compañía para su madre, podría llegar a enloquecerla.

Tomó la decisión de llamar a su tía Clotilde, hermana de su madre, y una gran

compañera durante gran parte de su vida. Sabía que esa solución no iba a modificar la

actitud de su progenitora en cuanto a ella, pero podía aliviarla un poco, y era todo lo que

necesitaba.

Su tía , soltera y gruñona, recibió la llamada con sumo agrado, aunque no dejaba de

refunfuñar sobre el tiempo que pasó antes que se comunicara con ella. Bastante menor que

su madre, su estado general era casi perfecto. Tenía la idea de deberle gran parte de su

educación a su hermana mayor, ya que ésta, ante el fallecimiento de sus padres, en un

desgraciado accidente, se encargó de ella, haciendo de padre y madre a la vez

Clotilde no dudó en aceptar la oferta de su sobrina. No solamente porque creía

deberle a su hermana, sino porque odiaba la soledad, a la cual se veía sometida, debido a

una soltería de la cual ella era la única responsable, tras el fracaso en la relación con el

único hombre que amó en su vida.

Con la anuencia de su tía, la tarea de aquietar a su madre ante la noticia de su viaje,

sería un poco más sencilla; sólo un poco.

El tiempo se fue en un abrir y cerrar de ojos. Los preparativos para el viaje estaban

concluidos y el deseo por emprenderlo en su punto máximo.

Con la tarea, ardua, de convencer a Constanza de Borges para que no hiciera una

escándalo ante el alejamiento temporario de su hija, la cual nunca le refirió quien era su

acompañante, Anabella partió junto a Roberto en busca de sus tan ansiadas aventuras.

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Tras un viaje de aproximadamente cinco horas, un pequeño bosque apareció frente a

ellos; y aunque el negro de la noche, no permitió apreciarlo con claridad, Roberto, que

conocía el lugar a la perfección, ingresó al tupido sitio por un pequeño camino de tierra que

lo conectaba con una cabaña que habían alquilado por quince días, y que serviría de refugio

circunstancial, mientras no estuvieran en medio de una de sus aventuras.

— ¿No te pasó en alguna oportunidad haber sentido como que no es la primera vez

que viviste una situación determinada? — preguntó Anabella, de repente, mientras él

trataba de estacional el vehículo frente a la construcción de madera.

— Sí — respondió Roberto—; en varias oportunidades

— Bueno, ésta es una de esas para mí

— Sé que se trata de algo con base psicológica, pero de eso no entiendo

demasiado— trató de explicar el conductor— a lo que agregó, cambiando el tono de su voz,

como dándole poca importancia al asunto— . Ahora, lo importante es una buena ducha y

un interesante descanso para poder comenzar mañana mismo con todas las energías

posibles.

A pesar de las veces que estuvieron juntos en su días previos al viaje, jamás hubo un

acercamiento mayor al de un beso en la mejilla; no obstante podía apreciarse en ellos un

deseo mayor; por eso fue que sólo parte de las palabras de Roberto fueron cumplidas.

Entraron, acomodaron todas sus cosas como si hubiera cierto apuro en hacerlo. Anabella

tomó un pijama y su ropa interior, y se dirigió al baño, no sin antes averiguar su ubicación.

Entró, giró el grifo del agua caliente, y esperó unos instantes hasta que la temperatura del

líquido llegara a ser placentera; lo que no ocurrió, ya que su apuro los hizo olvidarse de

encender el calefón.

— ¡Roberto! — llamó Anabella desde el baño.

El hombre se acercó presuroso. No intentó abrir la puerta, a pesar de no estar

trabada

—¿ Si? — preguntó desde el otro lado, imaginándose la desnudez de su compañera.

— No hay agua caliente.

— Dame un segundo

Esperó unos minutos antes de escuchar la voz que le decía:

— Ya está.

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Volvió a girar el grifo, y esperó. Esta vez logró su cometido, mezclando el agua fría

con la caliente. Corrió la cortina de baño y entró a la ducha. Sintió algo parecido a lo que le

venía ocurriendo bastante seguido. Empezó a frotarse el cuerpo con ambas manos en su

deseo de ser tocada por ese hombre, que tanto la excitaba.

— Una toalla — dijo de repente en voz alta —; me olvidé la toalla.

Se la había olvidado, sí, pero ni ella sabía si ese olvido había sido con intención,

jugándole su mente una ¿mala? ¿buena? pasada.

— Te la alcanzo— indicó él

— En el bolso marrón, el más pequeño— indicó ella.

Roberto se acercó a la puerta del baño con un toallón en su mano, y la abrió, viendo

que ésta no oponía ninguna resistencia. Se acercó a la ducha en silencio. Tras la cortina,

podía escuchar con claridad, el sonido del agua chocando suavemente contra el cuerpo de

Anabella. No preguntó nada. No hizo ningún ruido. se sacó toda la ropa, corrió la cortina, y

se encontró con un rostro que lo miró perplejo, pero que de ninguna manera pudo

rechazarlo. Se ducharon juntos, y se amaron como si fueran dos adolescente, sacando una

energía que jamás imaginaron podían tener a esa edad.

Fuera de lo que se podá esperar, por la mañana se levantaron más descansados que

nunca. El ángulo que formaban los rayos solares que ingresaban a la cabaña, por una

pequeña hendija que se formaba entre las dos hojas de la ventana de madera, le indicaban

que aún era temprano, aunque su idea siempre fue levantarse a primera hora.

El primero en despertar fue Roberto, que no dudo en abrazar a la mujer que tenía a

su lado. Ante el contacto, Anabella que también comenzaba a despertar, se estremeció.

— Te amo— dijo ella

— Yo también — manifestó él, sin dudarlo.

Anabella giró, quedando frente a él, y lo besó en la boca apasionadamente. Fue

correspondida y más. La tomó entre sus brazos y comenzó a besar cada parte de su cuerpo,

con una suavidad que la estremecía a cada contacto. Se fundieron en uno solo, ante la

imposibilidad de manifestar alguna resistencia el uno por el otro, y volvieron a amarse con

pasión, al punto de quedar exhaustos de placer.

18

Podían haber seguido en esa actitud durante horas y horas, pero sabían que era el

comienzo de una larga relación, y tendrían todo el tiempo del mundo para amarse; además

la aventura también formaba parte de su viaje, y Roberto había arreglado encontrarse con

un amigo, habitante del lugar y gran conocedor del mismo, que los acompañaría en su

empresa.

Se levantaron, prepararon todo lo necesario, y partieron a pie, cruzando parte de

bosque, y atravesando senderos empinado, y ciertos accidentes del terreno, que los obligaba

a realizar pequeña maniobras de alpinismo. Llegaron hasta una pequeña cabaña de troncos

emplazada en la cima de un cerro. Anabella se frenó de golpe, como si hubiera visto un

fantasma. Quedó pasmada. Era muy similar, sino igual, a la descripta por ella en uno de sus

cuentos. Quedó pensativa. Razonó por un instante, y se dio cuenta que, sino todo, la mayor

parte de lo vivido hasta el momento era semejante a su primer relato corto. Sacudió su

cabeza, y prefirió no pensar. Era demasiado bello para enredarlo con historias fantásticas

que nada tenían que ver con ella.

Se encontraron con un hombre de baja estatura y delgado, que al verlos por la

ventana, salió a su encuentro

— ¡Hombre! — decía con una voz gruesa, acercándose a ellos con paso ligero—.

Te estaba esperando ansioso. Hace demasiado tiempo que no te veo.— Se abrazó a Roberto

Moure como si existiera una gran amistad, y un tiempo extenso de separación—. Leí tu

carta, donde me decías que venías, pero no imagine a un acompañante tan bello.

— Muchas gracias — respondió Anabella, algo sonrojada.

— No hago más que decir la verdad — aseguró.

— Ohh

— Será mejor que salgamos cuanto antes — refirió el pequeño hombre, y sin

esperar ningún tipo de comentario, se dirigió a la puerta de su cabaña, la abrió, y sin entrar,

tomó de dentro dos grandes mochilas que colgó en cada uno de sus hombros.

Anabella lo miró con curiosidad. Tenía aspecto de nativo. Morocho, y con facciones

aborígenes, expresaba una simpatía inusual.

Por lo que podía observar, agregado a lo escuchado, era evidente que no tenía

adhesión por la tecnología(ni siquiera contaba con teléfono). Un ermitaño en parte, pero

con una poderosa creencia en la amistad.

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Emprendió la marcha a paso lento. Roberto y Anabella se quedaron parados por un

instante, lo que obligó al hombre a decir, tras darse vuelta:

— ¿Vienen o no?

No esperaron ni un segundo. Roberto recogió su mochila(también bastante

abultada), y Anabella hizo lo propio con la suya(algo más pequeña), y siguieron al guía.

Comenzaron un camino de descenso por senderos de terrenos escarpados, mucho

más difíciles de transitar que los tomados hasta el momento, donde la espesura de la

vegetación complicaba la marcha, pero la experiencia de ambos hombres transformaba esa

dificultad en algo sino sencillo, excesivamente natural.

Anabella se sentía como en las nubes. Su vida, de repente, había dado un vuelco de

ciento ochenta grados. No solamente hacía lo que en realidad le agradaba, sino que,

además, creía haber encontrado el amor que buscó durante tantos años.

Recorrieron una distancia de casi quinientos metros, antes de llegar al borde de un

rió de vertiente, de aguas transparentes y excesivamente correntoso, aún para el lugar donde

decidieron iniciar su tránsito.

Anabella, sin quererlo, volvió a comparar la situación con uno de sus cuentos, y no

pudo menos que asombrarse, amén de sentir cierta extraña sensación por la "coincidencia" .

Estaba comenzando a vivir parte de la historia que ella misma había narrado en su segundo

cuento. Descartó la posibilidad de lo inexplicable, y se quedó con la interpretación más

cuerda posible: " la casualidad".

Nahuel (que así se llamaba el aborigen) tomó una de las mochilas, de ella extrajo

algo que la ocupaba totalmente, y tiró de lo que parecía una cuerda. El objeto de goma

comenzó a inflarse a un ritmo veloz, al punto que, en unos instantes se transformó en un

bote de goma de dimensiones considerables. Arrojaron el mismo al correntoso río,

evitando soltar el extremo de la cuerda atada a la proa. El nativo tomó la cuerda por la

punta y recorrió, arrastrando la embarcación, unos metros hasta un pequeño remanso

formado por la geografía costera del lugar, y allí la ató a la rama de un árbol orillero. Al

instante internó apenas unos metros dentro del espeso bosque, y apareció con dos remos de

madera, y una mochila adicional.

— Bueno, preparémosnos— dijo el hombre — nos espera un par de jornadas

interesantes. — Y ante la mirada curiosa de Anabella, aclaró:— guardé estos remos hace un

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par de días. No creo—y elevó su mirada— que hubiéramos podido cargarlos con todo este

bagaje.

Complacida por la aclaración, se dedicaron a cargar todo lo necesario(que era todo),

dentro del bote, y luego subieron de a uno, tratando de hacer equilibrio para no caer al agua.

Nahuel extrajo tres chalecos salvavidas, y tres pequeños cascos, y los repartió.

— Tenemos que ser precavidos— aclaró—. El recorrido no va a ser fácil.

Anabella sentía el peligro , y era lo que más le gustaba. Se sentía viva. Trataba de

no pensar, sino de vivir al máximo cada segundo del viaje.

En el momento de desatar la embarcación, sintió un cosquilleo en la boca del

estomago, mezcla de vértigo y emoción. Se acomodó lo mejor posible y se entregó a al

aventura.

Hicieron el primer tramo de su excursión durante las primeras tres horas de travesía.

El recorrido era bastante engorroso, debido a la gran cantidad de saltos que lo componían;

pero la efervescencia provocada por el propio riesgo, provocaba en ellos, por momentos,

una risa difícil de contener, quizás más nerviosa que de alegría; aunque había un poco de

ambas.

Fue al caer la tarde, cuando decidieron, en un calmado tramo, detenerse a pasar la

noche. Así que se acercaron a la orilla, lentamente, y amarraron el gomón.

Anabella sintió algo diferente a las sensaciones que hasta el momento le habían

producido las odiseas pasadas. Miró hacia el frente, mientras recibía la ayuda de Roberto

para bajar a tierra, y recorrió el lugar con la mirada. Árboles frondosos, flores y plantas

silvestres, que crecían a la sombra del bosque, una alfombra de hojas amarillas que tapizaba

el lugar eran parte del paisaje observado. Quizás muchos lugares se le parecieran, pero

Anabella estaba segura que ese era la imagen descrita por ella en su tercer cuento. Algo

raro estaba sucediendo. Ella había generado tres personajes que volcó en todas sus historias

cortas, y con ellos se lanzó a la aventura escrita, que día a día parecía ser parte de la

realidad. Necesitaba solo algunos datos para confirmar ese paralelismo, y estaba dispuesta a

conseguirlos.

— ¿Conocen este lugar?— preguntó a sus acompañantes mientras intentaba tomar

un paquete que le pasaba Roberto desde arriba del bote.

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— No —respondió Nahuel—. Es simplemente un lugar elegido al azar, debido a la

hora.

—¿ No será peligroso?

— No lo creo— afirmó Roberto —. En general, cuando hacemos este tipo de

travesías, no seleccionamos el sitio para descansar, y jamás nos pasó nada.

De ahí en más se limitó a ayudar a armar las carpas. Habían llevado dos: una para

los dos hombres, y la otra para Anabella (aunque ella hubiera preferido estar al lado de

Roberto). Las armaron una muy cerca de la otra, y en el centro encendieron una fogata, que

les permitió calentar alguna que otra comida envasada que habían llevado, y espantar

ciertos insectos que comenzaban a volverlos locos.

La mujer, sentada frente a la fogata, alternaba su mirada entre su amante y el

pequeño hombre, nativo del lugar(en este último caso debido a cierta incomodidad que le

provocaba la cercanía de éste). No quería pensar nada que no estuviera relacionado

directamente con la realidad, pero su mente, a medida que transcurrían las horas, no podía

dejar de incorporar las imágenes volcadas desde las letras, que tenían un lugar casi

preponderante en el escenario que se iba desarrollando. Lo peor, y justamente lo que no la

iba a dejar disfrutar de ahí en adelante, era que en su última narración, la protagonista

principal, o sea ella, era asesinada.

— ¿Te pasa algo? — preguntó Roberto, al advertir cierta expresión de

preocupación(que aún no se había transformado en temor), en ella.

— No, nada; estaba pensando.

— Con ese semblante, espero que no en mí.

Lo que no sabía Roberto Maure es que ella no descartó la posibilidad, incierta aún,

ya que todo esto podía ser simplemente una locura suya, de que él fuera el protagonista de

su último cuento; ya que si bien(y esto comenzaba a relacionarlo ahora) los personajes de

sus relatos siempre eran diferentes, en todos ellos eran tres: dos hombres y una mujer.

— No, para nada— dijo con una sonrisa triste.

Por todos los medios a su alcance, y tratando de no empañar la felicidad que había

sentido hasta el momento, intentó borrar cualquier preocupación que la aquejaba, tratando

de convencerse que simplemente se trataba de una casualidad.

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Aceptó de buen grado la caricia que en ese momento le brindaba su compañero y lo

besó en la boca con pasión.

Fue al abrir los ojos cuando sintió una mirada clavada en su espalda. Se sintió

incómoda.. Trató de disimular su actitud, y tras el beso, giró lentamente colocándose

hombro a hombro con su amado compañero, de forma de quedar de frente al fuego. Del

otro lado, casi tapado por la llama, los ojos del pequeño hombre la miraban de forma

extraña. Desvió los suyos hacia un costado; y evitando exteriorizar su incomodidad, se

levantó en busca de algunos víveres, con la excusa de preparar la cena.

—Yo diría— dijo Roberto Maure, al término de la cena — que tras tan exquisita

comida— sonrió, dirigiéndose a Anabella —, deberíamos irnos a dormir, ya que mañana

nos espera un arduo día.

— Estaba pensando lo mismo — convino Nahuel, tras guiñar un ojo a la mujer,

asegurándose de que su compañero no lo viera.

Sin decir palabra, luego de besar en la boca a Roberto a modo de buenas noches,

Anabella se dirigió en silencio a su carpa, se tiró sobre una colchoneta, acomodada en su

interior, y se quedó pensativa.

— Quizás— pensó — si no hubiera existido una concordancia semejante entre la

realidad y la ficción, las últimas actitudes de su guía, a las cuales hasta el momento no lo

había prestado atención, le hubieran resultado naturales; pero la forma en que se iban

desarrollando los acontecimientos, no le dejaban pasar por alto ninguna actitud o situación,

a su alrededor.

Intentó conciliar el sueño, cambiando su pensamientos a otros más placenteros,

pero le costo demasiado evitar volver a los mismos a cada instante. No supo cuanto tiempo

pasó, pero finalmente lo logró.

Las sombras de la noche parecían tener más sonido que los propios animales del

bosque. Un trueno la despertó. Salió de la carpa, y el contacto del viento en su rostro la

despabiló, del todo, en un ambiente de oscuridad total. Un simple reflejo de una luna

cubierta, dibujaba la silueta distorsionada de los árboles sobre el correntoso río. Tomó su

linterna y comenzó a caminar hacia la espesura de la vegetación. Quiso frenarse, pero no

pudo. Una fuerza superior la empujaba hacia ella. Quiso gritar, pero de su garganta sólo

partió un sonido ahogado que ni ella misma pudo escuchar. Quiso agarrarse de los árboles

23

para no avanzar más, pero lo único que lograba era lastimarse los brazos. Los truenos sin

lluvia volvían a surcar el espació como presagiando una gran tormenta que no llegaba

nunca. Sintió una mano en el hombro. Se dio vuelta de golpe. El sacerdote de rostro

bondadoso y barba tupida, la miraba sonriente. Anabella no podía detener el temblor de su

cuerpo. Ni siquiera lograba explotar en un llanto de horror. Apenas podía efectuar algún

movimiento mínimo, por su propia voluntad.

— Tu eres mía — le dijo el sacerdote, con una voz casi gutural, tras lo cual emitió

una carcajada de ultra tumba. — tu eres mía —repitió.

Un sonido de voces alteradas, y un estampido sonoro la despertaron. Estaba tendida

en su colchoneta, de la misma forma en que se había dormido. Aún temblando de horror, se

incorporó y salió al exterior. Roberto y Nahuel (escopeta en mano) intercambiaban

nerviosas opiniones sobre el oso que se había acercado al campamento.

—¿Qué ocurre?— preguntó perturbada —¿Qué son todos esos gritos? — insistió.

— No estamos seguros — respondió Roberto —; pero parece ser que fuimos

abordados por un enorme oso. Sólo logramos ver algo que se movía.

— Nos despertamos por los gruñidos, o por lo menos eso suponemos. No llegamos

a verlo; sólo su sombra.

— pe... pero — dijo algo asustada la mujer— ¿Ustedes creen que pueda volver?

— En realidad, no— dijo el nativo —. Debe estar más asustado que nosotros;

además creo que lo herí. Por otro lado — continuó — ya está siendo la hora de levantarnos

para continuar. Así que será mejor irnos cuanto antes.

No lo dudaron demasiado. Calentaron agua para desayunar y luego se prepararon

para partir, desarmando carpas, juntando los utensilios, apagando el fuego y cargando todo

nuevamente en el bote; todo, a una velocidad inusual.

Fue en el preciso momento en que Roberto extendía su mano para ayudar a

Anabella a embarcarse, cuando las vio. Casi se desmaya. Sus antebrazos estaba llenos de

cicatrices en todo su largo, correspondientes a heridas similares a la de su sueño "¿Sueño?"

se preguntaba, aún aturdida. ¿Qué le había sucedido? Todo eso era irreal , imposible de

ocurrir, pero... ahí tenía las cicatrices. Volvió desvanecerse ante el terror. Roberto la atajo

en el aire, mientras Nahuel miraba con una indiferencia notable, desde su ubicación fuera

del bote.

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—¡Anabella! ¡Anabella— repetía asustado, Roberto — ¡despertá! ¡qué pasó¡

Y ante la inactividad de la mujer optó por tomar unas sales, de un bolso, que

siempre llevaba consigo, y las dio a oler a su desvanecida compañera, quien sacudió

suavemente su cabeza ante la intensidad del aroma.

El atlético hombre, la ayudó a sentarse con suavidad. Anabella no dejaba de

temblar, y eso preocupaba en demasía a su pareja.

— Pero... ¿Qué es lo que pasó que te provocó semejante reacción?

— Es que... tengo miedo— dijo, sollozante, sin aclarar la pregunta.

— Pero... ¿Miedo de qué? ¿Qué es lo que pasó?— insistió

— Mejor será que partamos cuanto antes. En el camino te lo cuento. Quisiera volver

a casa.

— Estamos a un cuarto de camino — refirió él—. No podemos volver por el río por

el sentido de la corriente, y por tierra es casi imposible. Lo mejor es completar el viaje.

Anabella comprendió que no había ninguna posibilidad de regresar a su casa antes

de término.

Si bien no todos sus cuentos involucraban aventuras, las circunstancias con la

realidad se iban entremezclando al modo de repetirse, algunos en escenarios diferentes,

pero con una crudeza afirmante en cuanto a las situaciones en sí, que era imposible no

notar.

No tenia opción. No sabía a que atenerse, aunque la pesadilla o realidad pasada le

daban cierta pauta metafísica. Ella era religiosa, y por lo tanto debía creer en el mal.

Nahuel cargó lo que faltaba , desató la cuerda, y se subió al bote, sin soltar el

extremo de la misma, ordenándola en la proa de la embarcación, que empezó girar

lentamente, tratando de acomodarse al flujo de agua turbulenta, mientras el hombre de

facciones aborígenes, intentaba encausarla con su remo.

A medida que se alejaban del lugar, una imagen funesta iba perdiendo fuerza. Ni

Anabella, ni Roberto Moure, llegaron a apreciar el cuerpo del verdadero Nahuel Cayumám,

que yacía tendido, y sin vida, semicubierto por una alfombra de hojas amarillas, que el

suave viento iba descubriendo instante a instante.

La segunda etapa del trayecto fue aún más difícil que la primera, las formaciones

rocosas ponían a prueba la impericia de los navegantes. Anabella, que no lograba imponer

25

su capacidad para lograr la serenidad necesaria, mantenía su atención en los hechos

ocurridos, más que en el peligro de la travesía.

Decidió, a pesar de poder ser catalogada como desequilibrada, contar, en un

pequeño pasaje de aguas calmas, todo lo ocurrido desde que iniciaron el viaje. Sus palabras

iban dirigidas a quien le había brindado los momentos mas felices, quizás, de su vida, e

intentando no ser escuchada por quien al frente de la embarcación, aparentaba sostener una

extrema vigilancia a la silueta de la fluida ruta.

— Debió de haber sido un sueño— afirmaba con convencimiento, Roberto.

— Si fuera un sueño ¿Por qué tendría todas estas cicatrices en el brazo?

Acto seguido extendió su miembros superiores para poder ser observada.

Sus ojos se abrieron de par en par. Su sorpresa fue mayúscula. Acercó sus

extremidades a su rostro para corroborar lo que sus sentido visual le indicaba. No había

ninguna cicatriz en ellos. Casi vuelve a desmayarse. Pensó que se estaba volviendo loca. Y

lo más preocupante: Roberto no terminaba de cerrar su historia.

Sintiéndose infinitamente peor que hasta el momento, continuó la etapa que se había

propuesto realizar hasta casi el anochecer, con la presunción permanente de que algo malo

iría a ocurrir.

Cerrada la tarde, volvieron a elegir el lugar donde descansar hasta el día siguiente.

Bajaron todo lo necesario, y volvieron a armar un campamento cerca del río.

A pesa de que el paisaje del lugar era similar al anterior, Anabella no dejaba de

sentir escalofrío a cada rato. Su cuerpo se estremecía como si la muerte rondara su figura.

Roberto la observaba en silencio. No la conocía lo suficiente como para suponer que ese

tipo de actitudes no era habitual en ella. Simplemente creyó que algún tipo de

particularidad, propia de la mujer, le estaba jugando una mala pasada. Y cuando ella

insistió que pasara la noche a su lado, tras determinar que su condición no era la adecuada

para quedarse sola, terminó por cumplir su pedido

Al finalizar el armado de las carpas, se sentaron junto al fogón. La mirada

penetrante de "Nahuel" no dejaba de invadir el torrente sanguíneo de la delicada mujer, y

su extraña sonrisa acrecentaba los temblores de su cuerpo.

26

Lejos estaba de cualquier civilización, y al no contar dentro de su botiquín con

remedios que pudieran resolver factores emocionales, Roberto la abrazaba casi

permanentemente, en su afán por tranquilizarla.

Cenaron (ella no quiso), y se retiraron a sus respectivas tiendas, tomando ellos la

mayor, y el "pequeño hombre" la menor.

Anabella no quería dormirse. Hacía cualquier esfuerzo por no cerrar los ojos, a

pesar que las caricias y los besos de su compañero, le daban cierta tranquilidad. Finalmente

no pudo resistirse.

Fue un sueño sin recuerdos. Simplemente no recordaba haber soñado, y eso la

satisfizo. Abrió los ojos como si hubiera dormido varias horas, pero al observar el reloj

pulsera, se dio cuenta que apenas había estado dormida poco más de una hora. Giró su

cuerpo para abrazar al hombre que había empezado a amar con todo su corazón, y notó al

tacto que no era éste quien estaba acostado a su lado. Se sentó como si una llama le hubiera

quemado el cuerpo. Un sonriente hombre de barba y rostro afable estaba junto a ella. Quiso

gritar y no pudo; un nudo en su garganta se lo impidió, lo que produjo en ella aún mayor

tensión. El hombre, de sotana, no dejaba de lado su sonrisa diabólica. El cuerpo de

Anabella no dejaba de lado el temblor que crecía instante a instante, hasta que una cierta

imposición del "hombre" a su lado, la detuvo. Sin que se lo pudiera responder, no atinaba a

hacer ningún movimiento para escapar, y no solamente eso, sino que cierta paz la había

invadido, al punto de poder enfrentar a ese hombre sin temor.

— Anabella, Anabella — repetía el anciano con cierto cinismo —, tenés que

acordarte de mí.

—¡Por supuesto que me acuerdo de usted.— aseguró exaltada , la mujer—. Usted

es el sacerdote que encontré en la capilla de mi barrio, y me incitó a que escribiera los

cuentos cortos.

— No solamente soy el sacerdote de la capilla dijo con tranquilidad, mientras en el

comenzaba cierta metamorfosis, que Anabella observaba atónita, y sin poder moverse —

También soy— y la imagen ya lo decía todo — Nahuel. Y no sólo eso — continuó.

Nuevamente comenzaba una mutación que terminó en el rostro del propio diablo, sin que

ella pudiera emitir un solo sonido— También tengo este rostro inventado por los seres

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humanos.— Volvió a evolucionar hacia el sacerdote —. Ahora — agregó— he tratado de

tranquilizarte para que pudiéramos hablar.

Recién ahí comprendió porque no sufrió ningún tipo de infarto con semejante

situación.

— Entonces — dijo ella — todo lo que me ocurrió, y lo que venía sintiendo, era

real.

— Mi presencia nunca pasa inadvertida, si yo no quiero, y menos en aquella

personas que se encuentran involucradas en mis planes.

— ¿A que se refiere? ¿ Qué quiere de mí?

— Será algo muy trillado, pero quiero tu alma.

— ¡Jamás! — esta vez sí gritó — ¡ jamás!— volvió a repetir.

— Entonces tendré que dejar que los acontecimientos sigan su curso.

— ¿Qué acontecimientos?— dijo ella, sacudiendo la cabeza.

— Vos fuiste por ayuda. Yo te ayudé— dijo con una sonrisa irónica—. Luego—

continuó— seguiste mis directivas, y escribiste tu propia vida, en donde ciertos

acontecimientos se hicieron realidad— Anabella lo miraba atónita, incluso creyó que se

trataba de una pesadilla— No podés decirme que no te gustó esa realidad.

—¡Fui engañada!

— ¿ No te diste cuenta que tardaste sesenta y seis días en escribir los cuentos, y que

no has escrito más de seis? Eso da — hizo una pantomima como si estuviera realizando

algún cálculo— seis, seis y seis. Esa era— dijo en forma irónica— una buena pista.

Anabella no contestó.

— Pero claro— continuó él — te equivocaste en tu último cuento. — Sabía que no

se trataba de una equivocación—, y mataste a la protagonista; o sea: vos.

Anabella, que no lograba manejar las diferencias entre una posible pesadilla y una

realidad concreta, comenzaba a comprender todo.

— Si yo— dijo, casi resignada — no te entrego mi alma. Mi vida no tiene ningún

valor.

— Yo no escribí las historias— dijo, cínicamente el demonio—. Sería correcto que

lo pensaras. Te quedan — miró un reloj pulsera que no tenía — exactamente menos de

veinticuatro horas.

28

Anabella despertó al lado de un hombre con la apariencia de Roberto. Lo sacudió

gritando como una histérica. No tenía la seguridad de saber de quien se trataba, y no podía

dominarse. Aún no lograba diferenciar la realidad de lo que no lo era, si es que algo era

irreal.

Roberto se levantó espantado.

— Pe... pero que ocurre— dijo sin lograr despertarse del todo — ¿Qué hora es ?

¿Me quedé dormido?

A Anabella le llevó bastante tiempo lograr la calma necesaria para darse cuenta que

ese hombre no tenía nada que ver con el otro, y a Roberto le llevó muy poco tiempo creer

que la mujer que lo zamarreaba estaba sufriendo cierto desequilibrio mental.

Tras la tempestad, la calma. Anabella, de rodillas, miraba apenada al hombre que

instantes antes había maltratado, mientras que él, tendido boca arriba, y aún sin lograr

despabilarse del todo, no podía creer haber sido objeto de semejante atención por parte de

ella.

— No sé como disculparme— declaraba, apenada—. Necesito que me escuchés.

Tengo que explicarte.

— No entiendo tu actitud — señaló, triste, Roberto —. Puedo suponer que te

afecto, pero esto... Esto— repitió— ya pasa lo lógicamente aceptable.

—Sé que no entendés— lloraba ella— necesito explicarte.

El experimentado hombre, que aún mantenía un cariño especial por esa mujer,

aceptó sus excusas, y se dispuso a escuchar, con reservas, la historia que ella quería

contarle.

No omitió detalle. Comenzó desde el principio, incluyendo en su relato alguna de

sus novelas, y sus frustraciones volcadas en ellas. Sus depresiones y la búsqueda de alivio

en la religión. No dejó de contar como conoció al supuesto sacerdote que la llevó a volcar

sus aspiraciones en lugar de sus frustraciones, y cómo llegó a su situación actual. Dudó en

cuanto a los hechos paranormales que le habían ocurrido recientemente, pero sin ellos, la

historia no tendría sentido.

Sintió un vuelco terrible dentro de sí cuando notó que él la miraba como si estuviera

loca. Intentó por todos los medios, que su relato fuera aceptable, pero sabía que aunque

pusiera todo el énfasis para ello, los hechos de por sí, no tenían nada de creíbles.

29

Dejó, con gran decepción, su narración de lado, sabiendo que era casi imposible

lograr que alguien le creyera. Intentó de ahí en más parecer lo más cuerda posible, y dejar

que la procesión fuera por dentro. Pensó, y repensó como librarse de semejante situación, y

no lograba una respuesta, y menos sin ayuda. Tenía su rosario. Siempre llevaba la Biblia

consigo; elevaba rezos, pero en apariencia, nada era suficiente. No siquiera el frasco con

agua bendita que nunca dejaba. Se necesitaba algo más fuerte.

Miró su reloj. Eran las siete de la mañana. El sol estaba asomando en el horizonte.

Se levantó, y salio a la intemperie. Siguiendo a Roberto, quien, con las manos en los

bolsillos, mantenía la mirada perdida entre la espesura de los árboles. Se acercó a él, y lo

abrazó por detrás. Él con una triste sonrisa, se dio vuelta y la abrazó fuertemente. Ella

comprendía su actitud.

De pronto, ocurrió algo extraño. El sol comenzó a ocultarse tras unas negras nubes

que avanzaban con una velocidad inusual. El día se transformó en noche, pero nada hacía

suponer una tormenta. No había relámpagos ni truenos, aunque un fuerte viento generaba

un sonido extraño al atravesar la silueta que formaba la gran vegetación del lugar.

Roberto no sabía si levantar o no a su amigo. No tenía una exacta idea de la actitud

a tomar, en cuanto a si sería conveniente quedarse, o emprender la marcha lo antes posible.

De cualquier manera, creyó que lo más conveniente era que Nahuel estuviera al tanto de lo

que estaba sucediendo, que aunque extraño para él, quizás para su amigo, oriundo de esos

pagos, tuviera una explicación adecuada.

"Nahuel", como si intuyera la actitud de "su amigo", salió de la carpa estirando sus

brazos.

— ¿Extraño, no? — dijo al salir de su guarida.

— Realmente — respondió Roberto—. Pensé que vos podías tener una explicación

al asunto.

— ¿Qué ocurre? — dijo extrañado, con cierta sonrisa indescriptible, el hombrecito.

— Nada ¿ Por qué? — preguntó Roberto.

— No, es que me mirás como si fuera un fantasma o algo parecido.

— Disculpá, no fue mi intención—dijo al darse cuenta que evidentemente, y aunque

no la creyera, la historia de Anabella había creado cierto efecto en él.

— Esta bien— respondió su amigo.

30

— Bueno, no sé que opinarán ustedes, pero creo que lo mejor es ir cargando todo en

el bote. No veo tormenta, pero si llega a haber una, prefiero que me agarre arriba del bote, y

no aquí. Conozco, no específicamente este, pero si este tipo de terreno, y además con la

posibilidad que el agua llegue a una altura considerable, inundando el lugar.

— Usted manda— dijo Roberto en un tono de cordialidad.

Estaba el hombre de rostro aborigen levantando la carpa, cuando de pronto, una

fuerte luz extraña, atravesó la capa de nubes, iluminando la zona donde se encontraban, y

para favor de Anabella, y terror de Roberto, el cuerpo del supuesto Nahuel, reveló un

cambio instantáneo que desapareció con la propia luz. Roberto no podía creer lo que veía.

¿Podía ser cierta toda la historia de Anabella?

Volvió a ocurrir. El haz lumínico, penetró el cuerpo de .... convirtiendo su aspecto.

Anabella suspiró —una ayuda de Dios— dijo para sí.

— Tu...tu cuerpo — repitió tembloroso Roberto.

— ¿Qué pasa con mi cuerpo? — se irguió el aborigen, mientras se acercaba a él.

Roberto vio una amenaza en su supuesto amigo, y el terror lo invadió. Sin pensar en

las consecuencias de una lucha desigual, se lanzó contra el pequeño hombre, como si en

ello se fuera su vida. Los dos contendientes rodaron por el suelo. Anabella miraba atónita, y

no sabía que hacer. Elevó su mirada al cielo y pidió ayuda. Luego buscó algo contundente

como si con ello pudiera ayudar a vencer al ¿Diablo?

Encontró, lo que creyó se trataba de una ayuda divina. Una cruz natural conformada

por gruesas ramas de árboles, y la punta del "hijo" en forma de flecha afilada, yacía tirada a

su lado. La tomó, le hecho unas gotas de agua bendita, que últimamente tenía en su bolsillo,

y se arrojó sin miramientos, hacia el lugar donde estaban los dos hombres. Atendiendo a

sus asuntos, ninguno de los dos prestó atención a la actitud de la mujer, quien elevó la cruz,

con la punta afilada hacia abajo, y la clavó en el cuello del pequeño hombre. Como si

hubiera existido un antagonismo crucial entre cuerpos, la cruz, recibió una descarga, que

desencadenó en un chisporroteo continuo, terminando en la ignición total de cuerpo y cruz,

Roberto saltó hacia un costado, evitando ser alcanzado por el chisporroteo. Y quedó

tendido hacia arriba tratando de poder regularizar su respiración y la fuerza de los latidos de

su corazón. El horroroso espectáculo terminó cuando el cuerpo calcinado del espantoso

engendro, quedó inmóvil.

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Aún sin poder creer lo que veía, Roberto se levantó, agitado y se acercó espantado

a la mujer que aún temblando, mantenía una postura estática. La abrazó con fuerza,

evitando el la espantosa imagen y comenzó a acariciar su cabello

— Ya pasó— dijo, y mirándola a los ojos, aseguró: — Tengo que pedirte perdón

por no haber confiado en vos.

— Es entendible — aseguró Anabella — . Yo tampoco lo hubiera creído.

— Es mejor que nos vayamos de aquí — indicó el hombre.

Prepararon todo lo mejor posible. Cargaron el bote, y bajo un sol que había surgido

nuevamente, partieron rumbo al final de su aventura. El bote navegaba aún por un

remanso, lo que aprovecharon para recorrer esta parte del río, lejos de cualquier estado de

tensión; más adelante los esperaba una travesía complicada.

Anabella, con su cabeza en la falda de su compañero, dejaba que sus caricias

recorriera su cuerpo, mientras su rostro fijo en el cielo, disfrutaba instante a instante, el

momento, dejando de lado todo el horror vivido. Casi no se dio cuenta, cuando ese cúmulo

de nubes cubrió enteramente al sol, y en su evasión tampoco pudo distinguir la extraña

sonrisa que había comenzado a formarse en el rostro de quien estaba a su lado.

FIN

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Leonardo Kuperman

Escritor