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LUCÍA: UNA MAESTRA CON BUENOS PRINCIPIOS EL COMIENZO DEL SUEÑO Parte I Contar mi vida... No sé por dónde empezar. Una vida la recuerdas a saltos, a golpes. De repente te viene a la memoria un pasaje y se te ilumina la escena del recuerdo. Lo ves todo transparente, clarísimo y hasta parece que lo entiendes. Entiendes lo que está pasando allí aunque no lo entendieras cuando sucedió... Otras veces tratas de recordar hechos que fueron importantes, acontecimientos que marcaron tu vida y no logras recrearlos, sacarlos a la superficie... Para mí, por ejemplo está muy claro el día que di por terminada la carrera. Yo acababa de cumplir veintidós años. Era un día de julio de 2004. Lloviznaba. Desde muy temprano había contemplado por la ventana los árboles de los jardines del internado cubiertos de una gasa tenue y abajo, al final de la ladera, un pozo de luz lechosa, como una nube o un ovillo de hilos enredados que flotaba sobre el suelo. Al levantar el sol, cuando sólo quedaran jirones de niebla enganchados en los rincones más sombríos, en aquella escuela se extendería un clamor de sonidos mezclados; motores de camiones, risas de las compañeras en los dormitorios, ecos de voces en los salones que para ésas fechas ya lucían semivacíos y la voz chillona de la secretaria que atendía el teléfono que por el altavoz decía <<María del Carmen López, tercer grado, tiene llamada telefónica>> <<María del Carmen López, tercer grado, tiene llamada telefónica>> . La ciudad era Tamazulápam y mi escuela, era la Normal Rural “Vanguardia”, un internado situado en la Mixteca Oaxaqueña, yo conocía sus amaneceres porque llevaba siete años viviendo allí, compartiendo la mayor parte de mi tiempo y espacio con otras compañeras que, como yo, procedían de otras regiones del estado o incluso de otras entidades del Sureste de México.

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LUCÍA: UNA MAESTRA CON BUENOS PRINCIPIOS

EL COMIENZO DEL SUEÑO Parte I

Contar mi vida... No sé por dónde empezar. Una vida la recuerdas a saltos, a golpes. De repente te viene a la memoria un pasaje y se te ilumina la escena del recuerdo. Lo ves todo transparente, clarísimo y hasta parece que lo entiendes. Entiendes lo que está pasando allí aunque no lo entendieras cuando sucedió...

Otras veces tratas de recordar hechos que fueron importantes, acontecimientos que marcaron tu vida y no logras recrearlos, sacarlos a la superficie...

Para mí, por ejemplo está muy claro el día que di por terminada la carrera. Yo acababa de cumplir veintidós años. Era un día de julio de 2004. Lloviznaba. Desde muy temprano había contemplado por la ventana los árboles de los jardines del internado cubiertos de una gasa tenue y abajo, al final de la ladera, un pozo de luz lechosa, como una nube o un ovillo de hilos enredados que flotaba sobre el suelo.

Al levantar el sol, cuando sólo quedaran jirones de niebla enganchados en los rincones más sombríos, en aquella escuela se extendería un clamor de sonidos mezclados; motores de camiones, risas de las compañeras en los dormitorios, ecos de voces en los salones que para ésas fechas ya lucían semivacíos y la voz chillona de la secretaria que atendía el teléfono que por el altavoz decía <<María del Carmen López, tercer grado, tiene llamada telefónica>> <<María del Carmen López, tercer grado, tiene llamada telefónica>> .

La ciudad era Tamazulápam y mi escuela, era la Normal Rural “Vanguardia”, un internado situado en la Mixteca Oaxaqueña, yo conocía sus amaneceres porque llevaba siete años viviendo allí, compartiendo la mayor parte de mi tiempo y espacio con otras compañeras que, como yo, procedían de otras regiones del estado o incluso de otras entidades del Sureste de México.

En Tama, como le llamábamos, estudié siete años, tres cursos del bachillerato y luego cuatro de la licenciatura, y ese día lluvioso de Julio, a esa hora que tan bien recuerdo estaba llegando a una meta. A las diez de la mañana en uno de los fríos salones de la escuela, nos reuniríamos un equipo de maestros y yo para el examen profesional. Días antes había preparado todo para la ceremonia, le pedí a mi madre que trajera de Ixhuatán, el mantel que había bordado para las ocasiones especiales, serviría para ponerlo en la mesa del presídium bajo a un arreglo de flores, todo lucía impecable.

Eran tres los miembros del jurado, la maestra Josefina, que por muchos años había ganado la fama de ser implacable en los exámenes profesionales; el maestro José, Pepe como le llamábamos, que me acompañó en la asesoría de mi documento recepcional y que en ocasiones me sirvió también de paño de lágrimas cuando pensaba que no podría concluir con mi informe; y, finalmente el maestro Luis Alberto, "¡Tuviste suerte!" dijeron mis compañeras al ver la lista de los jurados que nos examinarían, "¡Luis es bien barco!" añadieron, ciertamente, el maestro Luis era un hombre bonachón, que poco le interesaba el trabajo académico, pero que por su antigüedad lo invitaban a

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ser sinodal de los exámenes profesionales. "Todo va a estar muy bien", me susurro al oído Gabriela, mi mejor amiga.

A las once con treinta minutos, luego de responder a la última pregunta de la maestra Josefina y una vez que los tres miembros del jurado acordaran el veredicto, escuchaba una vez más mi nombre de la voz del maestro José Cerero: <<Lucía del Carmen López Ayuso, Licenciada en Educación Primaria, aprobada con mención honorífica>>. El fin de una etapa y el comienzo de un sueño...

SER DOCENTE RURAL Y NO MORIR EN EL INTENTO; Parte 2

«Señorita maestra, le advierto que la van recibir a palos porque la maestra anterior los tenía muy abandonados, sólo estaba tres días de la semana, cuando mucho, y entre sus reuniones sindicales y sus visitas al doctor siempre tenía un pretexto para ausentarse, la gente del pueblo está muy inconforme…»

No supe qué contestar. El hombre sostenía en una de sus manos una pequeña bolsa con lo que parecía, eran unas pepitas de calabaza, tomaba una por una, las presionaba con sus dientes, comía y escupía la cáscara. Parece que lo estoy viendo. Reseco, renegrido, bajo y fuerte. Venía a buscarme de parte del comité de padres para llevarme al pueblo, perdido en la montaña.

Yo no soy cobarde, entonces, menos. Pero las palabras del hombre me encogieron el ánimo. En medio de aquella Plaza vacía ¿estaban todos comiendo en sus casas?, ¿trabajaban en el campo?, sentí miedo.

Me acordé de Rosa, mi compañera de curso: «Yo, si no me dan un pueblo cerca de mi casa, no voy», solía decir. «Prefiero quedarme y esperar...» «Esperar ¿a qué?», le decía yo. Pero ella insistía: «Esperar.» Es verdad que su padre era un maestro, dueño de una papelería en su pueblo y allí tenía ella su medio de vida asegurado y hasta oportunidades de encontrar un novio conveniente. Como ella decía: «Nos interesa encontrar un novio conveniente...»

Esperé casi dos meses para que saliera mi orden de adscripción y al fin me asignaron escuela. Este será definitivo, nadie me moverá, nadie pide los pueblos perdidos en la montaña, a nadie le interesa aislarse del mundo. Así que para allá me fui con interés, con ilusión. Y mira por dónde, cuando voy a tocar tierra firme, viene el hombre que me mandan como guía y me suelta aquello: «Señorita maestra, le advierto que la van a recibir a palos...» El hombre comía y escupía «¿Quiere?», había sido su último ofrecimiento. Y señalaba la bolsa de pepitas. Yo dije que no con la cabeza. Luego dijo: «Vamos», y me señaló el caballo que permanecía atado a una de las columnas de piedra de la plaza.

No sé cómo, me encontré sentada en lo alto, la espalda erguida, las piernas colgando hacia un lado. El guía sujetó la maleta con una cuerda a mi lado. Yo me apoyé en ella y me sentí protegida

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por aquella maleta que guardaba mis tesoros: algunas fotos, libros y mi diario; todo lo que me unía a mi casa, mi familia, mi mundo.

El guía dijo: «Arre.» Y el caballo empezó a andar lentamente. Por las últimas callejas del pueblo sonaban los cascos: cloc, cloc, cloc. El animal corría entre los cantos desiguales del empedrado. Por el camino en cuesta bajamos hasta un puente de madera que cruzaba un río estrecho de aguas turbulentas. Yo me agarré bien a la manta y me dije: «No me puedo caer.» Al vaivén de la marcha se me incrustaba en la cadera la esquina de la maleta y el dolor intermitente del golpeteo me daba ganas de llorar. Pero yo seguí pensando: «No me voy a caer y tampoco voy a llorar. Nadie me va a recibir a palos. Todo está en regla.» Al ritmo de la marcha, la indignación me subía a la garganta y ahogaba la angustia y la sensación de lejanía que me había invadido desde que contemplé el circo de montañas que rodeaba al pueblo grande.

-Detrás de las primeras, las más altas, dando un rodeo, está su pueblo -me había dicho el conductor al ayudarme a bajar del autobús.

Ahora, por un camino angosto, tropezando a cada momento, marchábamos los tres: el hombre que iba a pie, sujetando las riendas del caballo; el caballo acostumbrado con toda seguridad a cargas más pesadas y yo, pegada a mi maleta.

Las peñas grises aparecían moteadas del verde que brotaba entre sus grietas. Por el cielo cruzó un águila, voló rauda sobre nuestras cabezas. Al avanzar, el paso se iba cerrando cada vez más hasta llegar a convertirse en un desfiladero. Un riachuelo discurría abajo, sus riberas eran minúsculas, apenas una breve pradera fileteando el curso del agua.

-Esto en tiempo de aguas no hay quien lo cruce. Fíjese ahora, en buen tiempo y estamos empezando el viaje como aquel que dice. En verano con harta agua, meses aislados...

Eran unos treinta. Me miraban inexpresivos, callados. En primera fila estaban los pequeños, sentados en el suelo. Detrás, en bancos con pupitres, los medianos. Y al fondo, de pie, los mayores. Treinta niños entre seis y catorce años, indicaba la lista que había encontrado sobre la mesa. Escuela unitaria, mixta, así rezaba mi destino. Yo les sonreí. «Soy la nueva maestra», dije, como si alguno lo ignorara, como si no hubieran estado el día antes acechando mi llegada.

Recordaba al más alto, el del fondo. Parecía tener más de catorce años. Estaba medio subido a un árbol, cuando pasé ante él. Ahora me miraba en silencio. Le pregunté: «Eres el mayor, ¿verdad?» Negó con la cabeza y señaló a una niña más pequeña en apariencia.

«¿Cómo te llamas?», insistí. «Genaro, el del molino», contestó. «Pero ¿cómo te apellidas?» murmuró algo entre dientes. «Está bien, Genaro. Tú vas a ser mi ayudante.» No se movía y tuve que pedirle: «Ven a mi lado.» Salió de su fila, avanzó por el corto pasillo entre los bancos y la pared; se detuvo cerca de mí sin acercarse del todo.

-La escuela estaba vieja y sucia, no había mobiliario suficiente; lo que había estaba en malas condiciones.. El pizarrón era un rectángulo en la pared pintado de verde, la mayoría de los niños

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apenas contaban cuaderno y lápiz. No podemos trabajar así -dije a todos- y vamos a empezar por arreglar este lugar. No podemos trabajar en un lugar tan feo.

Luego me dirigí a Genaro.

-A la salida busca cal y una brocha y di a cuatro de los mayores que se queden con nosotros.

Después pregunté cuántos sabían leer y escribir y sólo una pequeña parte levantaron la mano. La situación era más complicada que lo que imaginé, pero para eso estaba yo ahí. La responsabilidad era sólo mía y había muchas tareas que cumplir. Empecé por dividir a los niños en grupos, puse cerca de mí a los más pequeños y les dije:

-No pueden permanecer sentados en el suelo. Mañana cada niño traerá una silla y una tablita para apoyar su cuaderno.

Como muchos no tenían cuaderno, arranqué una hoja de mi Diario para apuntar:

«Pedir al comité treinta cuadernos y treinta lapiceros.»

Aquel mismo día, cuando la tarde caía y las montañas envolvían en sombras anticipadas el valle, se abrió la puerta de la cocina de María y allí estaba el Alcalde, malhumorado y hosco. Sin quitarse la gorra, sin pasar de la puerta, me señaló y dijo:

-Aquí no ha venido usted a pintar la escuela. Aquí ha venido usted a tener a los niños bien enseñados. Así que déjese de pinturas...

Y se marchó. Me acerqué al umbral y le vi perderse por la calleja adelante. Una media luna pálida apareció entre dos montes. Por el río ladraron perros. Contestaban otros en el pueblo. Me parecían ladridos tristes, ululantes. Respiré hondo el aire fresco que venía a rachas cargado de olores campesinos, yerba seca de los pajares, abono, leche agria.

LOS MAESTROS Y SU VIDA SINDICAL, ENTRE LA DEMOCRACIA Y EL AUTORITARISMO; Parte 3

La escuela estaba limpia y arreglada. Además de pintar, habíamos colocado, en cada esquina del salón, cuatro arbolitos del monte en unas cubetas viejas. Por la mañana los sacábamos al sol. Cuando iba haber helada los encerrábamos en la escuela y yo aprovechaba para explicarles la vida del reino vegetal, de la que ellos tenían conocimientos tan directos y tan poco científicos.

Para nuestras clases de trabajos manuales llegaban con las cosas más inesperadas. Trozos de mecates, clavos, cortezas de árbol blandas para tallar con sus navajas; carrizos con los que hacer cestos. Me enseñaban y les enseñaba y el intercambio de habilidades se convertía en un juego. Decorábamos la clase con sus dibujos, con sus maderas, con los costureros que las niñas bordaban en el lienzo tejido por sus madres.

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Inicié lo que apenas me atrevía a llamar una biblioteca. Sobre un banco íbamos colocando los libros y periódicos que podíamos conseguir. Pocos, muy pocos, pero ya tenían su lugar especial en la clase.

Me conmovía profundamente cuando uno de mis niños decía: «¿Puedo usar la Biblioteca?» Y le veía revisar ávidamente el montoncito de papel impreso que era un tesoro y sobre todo un símbolo de otros tesoros lejanos y difíciles de alcanzar. Más allá de las necesidades impuestas por las propias circunstancias de la comunidad, creo que todo marchaba con tranquilidad y yo estaba satisfecha, pero no conforme con lo que hasta ahora había logrado.

La primavera había llegado y a fines del mes de abril, justo cuando preparaba el programa del día del niño, María la esposa de don Lucio el presidente del comité de padres, se acercó para decirme casi en un susurro «Maestra Lucía, maestra Lucía, necesito hablar con usted», «por supuesto» le dije, «venga usted a la hora de la salida…», «prefiero que sea en otra parte…» respondió, «pues diga usted en dónde…», «¿Que le parece que la paso a ver a su casa hoy como a las seis de la tarde?…» Quedamos de acuerdo, y en ese momento me asaltó la duda, pensando en aquello que con tanto misterio quería comentarme María.

Eran como las seis de la tarde, hacía mucho calor en los días finales del mes de abril y Carmen llegó puntual.

- Mire maestra, yo a usted le he tomado mucho aprecio, se ve que le echa ganas y que le importan nuestros hijos. Los chamacos son diferentes desde que usted está por aquí y por eso quiero comentarle algo que le escuché a mi marido, algo sobre un acuerdo que llegaron con el comité de padres.

«¿Y cuál es ese acuerdo?», pregunté, «Como usted sabe ya casi viene mayo» «Si, ¿y eso qué?», le dije, «Pues también empiezan los paros y usted como los otros maestros se va a tener que ir con su sindicato»…

-A veces son pocos días pero las más de las veces tardan mucho, se han ido hasta dos meses y la mera verdad la gente ya está preocupada. Anoche escuché a mi viejo platicar con don Lucio el del molino, le comentó que ahora si van a pedirle que no abandone a los niños y que si lo hace, no van a permitirle que regrese…

-Está bien María, gracias por comentarme esto que sucede, pero sobre todo, gracias por tu preocupación. Ve sin cuidado y vigila que Pepe haga la tarea.

Me quedé pensando, que así como lo había dicho María, el mes de mayo era casi por tradición el inicio de lo que por muchos años se ha llamado en Oaxaca la “Jornada de lucha magisterial”, yo estaba familiarizada con todo eso pues durante los siete años que viví en la normal, había participado en las movilizaciones estudiantiles muy cercanas al movimiento político sindical de los maestros.

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Había recibido también una formación ideológica afín al pensamiento de izquierda, pero más allá de ello, estaba segura que todo eso era parte de mis convicciones y que mi participación en el movimiento democrático magisterial y en todas las actividades que ello me implicaba, ni siquiera eran motivo de mis reflexiones, no las discutía conmigo misma, vaya, sabía que debía participar y punto. Sin embargo, después de lo que María me dijo, la cosa la miraba diferente, no por la amenaza que sugirieron al final sus palabras; sino por lo que suponía que los niños desde mi llegada eran diferentes, nadie me lo había dicho y aunque yo podía percibir los cambios, la mirada de María para mí en ese momento era más importante.

Las siguientes dos semanas después de la visita de María, habían sido de mucho trabajo, además de las tareas cotidianas organicé el día del niño y luego el día de las madres. Primero trabajé con los papás para festejar a mis alumnos, nada ostentoso, por supuesto, simplemente no se podía; sin embargo, ese 30 de abril, los niños se divirtieron con concursos y bailes que preparamos con entusiasmo y después una kermesse para que comieran y bebieran algo distinto a lo que habitualmente estaban acostumbrados en sus casas. Al final de la celebración, los niños se mostraban felices y los papás por igual, con la satisfacción del deber cumplido.

El primero de mayo, estuve en la marcha magisterial que año con año realizamos los maestros en la capital del estado y que tácitamente, marca el inicio de la “jornada de lucha”. Después de eso asistí a una reunión delegacional, en que se nos dieron a conocer los acuerdos de la asamblea estatal de representantes y que claramente preveían el paro de labores si las autoridades no respondían satisfactoriamente a las demandas del sindicato, esto casi era un hecho, todos en el gremio lo sabíamos y lo asumían así también los padres de familia y toda la sociedad oaxaqueña, «Como usted sabe ya casi viene mayo…» y con él, en los últimos treinta años, las movilizaciones y el paro de los maestros.

Ante todo esto tuve que ausentarme de la escuela y tal como me lo dijo María, abandonar a los niños, por lo menos así lo sentía en este momento. Vino el día de las madres y luego el quince de mayo y ese día, en que todo México celebra a sus maestros, me enfrentaría a un problema que hablando con honestidad aún no encuentro la racionalidad que me permita con certeza, explicar que hice lo correcto.

Desde muy temprano, casi de madrugada, un grupo de papás y de mis alumnos los más grandes, llegaron a la casa del maestro con guitarra y pandero en mano entonando “las mañanitas”, estaba sorprendida y la emoción que me embargaba me provocaba un nudo en la garganta. Abrí la puerta y no pude más que decir «gracias, muchas gracias», «nada de eso maestra, nosotros somos los agradecidos que usted haya venido a nuestro pueblo y haga tanto por nuestros hijos, reciba estas mañanitas como señal de agradecimiento», dijo María. No respondí y simplemente dejé que siguieran cantando hasta que amaneció. Después vino un desayuno especialmente preparado para mí por el comité de padres de familia y a media mañana, la llamada de mi representante sindical anunciándome, que el acuerdo de la asamblea era iniciar el paro indefinido y ante esto debíamos concentrarnos en la ciudad de Oaxaca, pues permaneceríamos en plantón.

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No hubo que convocar a una reunión, pues estaba ahí el Comité de Padres de Familia que había organizado mi festejo, así que fui directa Estimado padres, les agradezco enormemente la amabilidad de este desayuno y todas sus atenciones que este día han tenido conmigo. Asimismo, debo comunicarles, que por acuerdo de la asamblea estatal, mi comité delegacional me solicita que me presente para participar en las actividades sindicales que contempla un paro indefinido y por lo tanto a partir de mañana se suspenden las labores en la escuela».

La respuesta por el presidente del comité no se hizo esperar y supuse su sentido por el anuncio que me había hecho María. «Entendemos, su situación maestra Lucía, pero compréndanos usted a nosotros y sobre todo a nuestros hijos, todos los años pasa esto, maestros van y maestros vienen y siempre es lo mismo, ya sabemos que por estas fechas siempre se van a paro y dejan a los niños. Nos han dicho que lo hacen para mejorar las cosas para nosotros pero aquí todo sigue igual y peor porque los niños no aprenden lo que debieran».

Me quedé callada, sabía que el hombre en sus palabras sostenía una razón muy válida, pero que en mis circunstancias no compartía. «Maestra, le suplicamos reconsidere su decisión y no deje la escuela, ya casi terminamos el ciclo escolar y por lo menos esta vez, cumpla con los días del calendario, no le pedimos nada que no esté al alcance de sus posibilidades y estamos en nuestro derecho de hacerlo, porque no es justo que nuestros niños se queden sin sus clases».

El caso de Lucía. Ser docente rural y no morir en el intento. http://ramses-barroso.wix.com/caso2#!__segunda-parte Rescatado el 13 de agosto de 2013