Analisis de La Metafora Viva Paul Riqueour

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PAUL RICOEUR, La metáfora viva, Trotta, Madrid, 2001. La obra de Ricoeur es un diálogo permanente con Husserl, Heidegger,

Schopenhauer, Fichte, Scheler, Pfänder, Jasper, Marcel o Mounier y con la fenomenología de la religión, la lingüística, el psicoanálisis, el estructuralismo y la exégesis bíblica, para culminar en la que él llama una filosofía reflexiva constitutiva de una hermenéutica filosófica que, por su amplitud y ambición, es comparable a la de Gadamer.

El objetivo de Ricoeur es llegar a identificar el ser del yo, que desborda los límites de un yo entendido simplemente como sujeto cognoscente, pues engloba también la libertad y posibilidades que van más allá del conocimiento objetivo y de la experiencia sensible. Descartes, Kant, Fichte o Husserl han sido filósofos de la reflexión que han intentado establecer el yo del pensamiento (del cogito) como primera verdad. Un yo que en Kant ha quedado reducido a sujeto trascendental, pero también a libertad y moralidad; un yo que aparece como espíritu en Hegel; un yo que aparece como vida en Bergson; un yo que aparece como inconsciente en Freud; un yo que aparece como ser-en-el-mundo en Heidegger. Pero la auténtica reflexión, para Ricoeur, no es una intuición del yo, y el yo pienso es solamente una verdad vacía y abstracta. Solamente puede hallarse en sus objetivaciones: en sus actos, objetos y obras. Pero estos actos, objetos y obras deben ser interpretados, lo que exige una hermenéutica que ponga al descubierto que el cogito, lejos de ser una certeza evidente, es lo más problemático, y no puede reducirse a mero sujeto del conocimiento, sino que es un existente real que no puede aprehenderse directamente a sí mismo.

Solamente la hermenéutica basada en el análisis de los signos y los símbolos permite la comprensión del ser del yo y entender la reflexión como una actividad de interpretación de los signos en los que el yo se objetiva. Una vez que se ha descartado entender la reflexión como intuición o como comprensión directa, sólo queda la posibilidad de ver que está mediatizada por los signos, ya que la función simbólica es condición de la posibilidad del yo.

Pero no existe una única hermenéutica, es decir, un único método de interpretación de los signos lingüísticos. Para Freud los símbolos aparecen como disfraces de deseos reprimidos. Para Eliade los símbolos son la manifestación plena de la revelación de lo sagrado. Para Marx los símbolos desvelan la ideología como falsa conciencia. Para Nietzsche los símbolos desenmascaran los falsos valores. Esto conduce a una arqueología del sujeto (hermenéutica desmitificadora o de la sospecha, es decir, de destrucción de sentido) que busca la identificación de las ilusiones de la conciencia, pero que debe complementarse, según Ricoeur, con una fenomenología del espíritu (hermenéutica remitificadora, de la escucha, es decir, de promoción de sentido), para buscar la complementariedad de estas interpretaciones antitéticas e incluir los resultados de estos distintos métodos que intentan descifrar e interpretar los signos y los símbolos, no por afán sincrético, sino porque el signo, el símbolo y el lenguaje ocultan más que muestran, y porque se da realmente una doble significación del simbolismo.

Ambas hermenéuticas, aunque antitéticas, coinciden en considerar la conciencia como el punto de llegada de la interpretación, no como punto de partida: el yo no es un dato, sino un resultado. Y los dos grandes modelos lo proporcionan, por una parte, el psicoanálisis de Freud y, por otra, la Fenomenología del espíritu de Hegel. Así, el yo es explicado tanto por su "arqueología" como por su "teleología". La "arqueología" hace posible una ontología del sujeto que considere la conciencia a través de la confrontación con las ilusiones y los mecanismos de ocultación (mecanismos de defensa frente a la angustia: represión, proyección, racionalización, fijación, compensación, etc.). Por la

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"teleología" la conciencia adquiere su sentido a través de una progresión dialéctica en que cada etapa es explicada por la anterior.

El estudio de la "metáfora" en este libro que vamos a reseñar después de este breve repaso al pensamiento de Ricoeur, provoca una descripción de la experiencia en el ámbito de los valores que llevará, junto al estudio de la "narración", al resultado de identificar el ser del yo con la capacidad de poder seguir una narración, a saber, considerar la "identidad del yo" en la necesidad de creer para comprender (teleología) y de comprender para creer (arqueología). Ricouer trata esta necesidad de creer en lo sagrado en su libro El conflicto de las interpretaciones, donde dice que el momento histórico de la filosofía del símbolo es el de su olvido (arqueología) y, a la vez, el de su restauración (teleología). La modernidad es el olvido de los signos de lo sagrado, pérdida del hombre mismo como perteneciente a lo sagrado. Este olvido es la contrapartida de la tarea grandiosa de nutrir a los hombres, de satisfacer sus necesidades dominando la naturaleza exterior (desmitificándola) a través de las tecnologías mecánicas y dominando la naturaleza interior (desacralizándola) a través de las tecnologías disciplinarias.

La metáfora viva consta de ocho estudios dedicados "a aquellos investigadores cuyo pensamiento se aproxima al mío". Cada estudio es el segmento de un único itinerario que comienza con la retórica clásica, atraviesa la semiótica y la semántica y termina en la hermenéutica. El paso de una disciplina a otra sigue el de las entidades lingüísticas correspondientes: la palabra que la analiza la semiótica, la frase que la analiza la semántica y el discurso que lo analiza la hermenéutica.

El primer estudio lo dedica a la Retórica y Poética de Aristóteles. Nos muestra la definición aristotélica de la metáfora, basada en una semántica que toma a la palabra o el nombre como unidad de base lo que afectará a toda la historia posterior del pensamiento occidental. El segundo estudio está consagrado a las últimas obras de retórica en Europa, sobre todo en Francia, que se concentran en la clasificación estática de las figuras de desviación o tropos, pero fracasan cuando intentan explicar la producción de significación, cuya desviación a nivel de la palabra es sólo un efecto de esa producción. El tercer estudio trata del comienzo de la diferenciación del punto de vista semántico y retórico que sucede cuando la metáfora se sitúa en el marco de la frase y se toma no como un caso de denominación desviante, sino de un caso de predicación no pertinente. Así, de la teoría de la sustitución de la semiótica se pasa a la teoría de la tensión de la semántica. Distinción entre una semántica, en que la frase es portadora de la mínima significación completa, y una semiótica para la que la palabra es un signo dentro del código lexical. En el cuarto y quinto estudio, Ricoeur intenta integrar la semántica de la palabra, que podía aparecer eliminada por el tercer estudio, en la semántica de la frase. En efecto, dice Ricoeur, la definición de la metáfora como transposición del nombre no es errónea. De hecho, permite identificarla y clasificarla entre los tropos. Pero, sobre todo, esta definición no puede ser eliminada, porque la palabra sigue siendo portadora del efecto de sentido metafórico. Es la palabra la que, en el discurso, asegura la función de identidad semántica: la metáfora consiste, precisamente, en la figura que altera esa identidad. Es importante, pues, mostrar cómo la metáfora, producida en la frase tomada como un todo, se "focaliza" sobre la palabra. Ricoeur quiere demostrar que una lingüística que no distingue entre la semántica de la palabra y la semántica de la frase debe limitarse a asignar los fenómenos de sustitución de sentido a la historia de los usos de la lengua. En el estudio quinto deslegitima la nueva retórica acusándola de desconocimiento de la especificidad de la metáfora-frase y de limitarse a confirmar la primacía de la metáfora-palabra. En el sexto estudio quiere asegurar la transición entre el nivel semántico de la metáfora-frase y el nivel

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hermenéutico de la metáfora-discurso. Para resolver este problema aborda la noción de semejanza, refutando la tesis de que la suerte de la semejanza está indisolublemente unida a la suerte de una teoría de la sustitución. Nos esforzamos, dice, por demostrar que el juego de la semejanza no es menos necesario que una teoría de la tensión. En efecto, la innovación semántica por la que se percibe una "proximidad" inédita entre dos ideas, a pesar de su "diferencia" lógica, debe relacionarse con el trabajo de la semejanza. "Metaforizar bien ? decía Aristóteles? es percibir lo semejante." Así, la propia semejanza debe entenderse como una tensión entre la identidad y la diferencia. Este análisis del trabajo de la semejanza entraña a su vez la reinterpretación de los conceptos de "imaginación productiva" y de "función icónica", es decir, dejar de ver en la imaginación una función de la imagen, en su sentido sensorial de la palabra; consiste más bien en "ver como...", es decir, percibir lo semejante dentro de lo desemejante.

En este sentido mitologizar (metáfora viva) y modelizar (metáfora muerta) no son contrarios, sino afines, porque modelizar también consiste en percibir lo semejante dentro de lo desemejante. Aquí tenemos la tesis principal que Ricoeur pretende demostrar con esta investigación. La "metáfora muerta" es la que no se dice, sino que se disimula en el concepto que se dice, ya que pretende hacer referencia a la realidad utilizando la expresión “este modelo es real” (modelizar). La "metáfora poética” es la que no dice nada sobre la realidad y se centra en sí misma (poetizar). La “metáfora viva” es el mito, es la poesía más la creencia (mitologizar), consiste en describir un campo menos conocido, pero real, en función de las relaciones de otro campo, de ficción, pero más conocido, por ejemplo, describir los fenómenos naturales que forman el mundo físico por medio de ficciones de relaciones de parentesco, más comprensibles y conocidas. Estas descripciones hacen referencia a la realidad y, en cierto sentido, reflejan la estructura de esa realidad. Se utiliza el antropomorfismo y el cosmomorfismo para hacer referencia a una estructura que hoy utiliza metáforas muertas, es decir, conceptos pretendidamente unívocos pero que son equívocos, por mantener su esencia metafórica aunque olvidada, como dice Nietzsche. El antropomorfismo tiene por raíz profunda un proceso fundamental a través del cual el hombre siente y reconoce la naturaleza proyectándose en ella; el ser del mundo es el “yo”. Recíprocamente el hombre está habitado por la naturaleza. No siente en él la presencia del “yo”, el doble está fuera; el ser del yo es el mundo. En la modernidad, al contrario, se impondrá la absolutización de la presencia del “yo” que se llamará “sujeto”. En el interior del hombre mitologizador pulula el mundo, ve correr la savia en las venas de sus brazos. El lenguaje metafórico, la conducta, las máscaras, los adornos, los fenómenos de posesión, nos muestran que los hombres sabiéndose hombres, se sienten habitados, poseídos por un animal o por una planta, siempre por fuerzas cósmicas; los niños imitan a los animales, la tormenta, el viento, el avión, y “son”, sin dejar de saber que son niños, animal, avión, viento. El cosmomorfismo, a través del cual la humanidad se siente naturaleza, responde al antropomorfismo, a través del cual se siente a la naturaleza con rasgos humanos. La naturaleza inmediata es representada por la Madre; La naturaleza lejana, los astros, con su leyes rígidas, representados por el Padre; el Hijo, que representa al género humano, siente en su interior la naturaleza inmediata y la lejana, a la Madre y al Padre. El hombre se siente simultáneamente análogo al mundo y siente al mundo bajo instancias humanas. Este universo mitológico es la visión subjetiva, es decir, la imaginación, que se cree real y objetiva. En la modernidad esta subjetividad se convierte en estética, la mitología al desprenderse de la creencia se convierte en arte, puro arte, pura estética. Es la etapa en que la civilización ha conservado su fervor por lo imaginario, por lo metafórico, pero ha perdido la creencia en su realidad objetiva.

Aunque en el mito existe una transgresión categorial, ya que la metáfora

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presenta los hechos de una categoría (físicos) en los idiomas apropiados para otra categoría (parentesco), no por ello es pura ficción sino que pretende redescribir la realidad y que se crea que dice la verdad. Porque la dice, al mismo nivel que la dicen los científicos con sus modelos meteorológicos, modelos planetarios, modelos atómicos en los cuales creemos a pesar de que sabemos que son modelos provisionales y que otro dato desconocido puede hacerle desaparecer y obligar a buscar otro modelo. Así, ¿cómo pudimos creernos durante trescientos años que la fuerza de gravedad se transmitía “mágicamente” de un cuerpo a otro del sistema solar sin algo material que la comunicase? El modelo planetario de Newton no se vino abajo hasta que Einstein demostró que no existía tal “mágica” fuerza gravitatoria sino un campo gravitatorio que mantiene el sistema sin necesidad de postular la imposible acción a distancia. A pesar de esto, se sigue enseñando y utilizando el modelo de Newton cuando sabemos con cierta garantía que es tan irreal como que Zeus es la causa de los rayos. Por qué se mantiene el modelo de Newton en la vida práctica de miles de ingenieros y técnicos, por la misma razón que se mantiene en la vida práctica el nacimiento, muerte y resurrección de Jesucristo, porque es una buena historia, un buen relato. Una buena alegoría para eliminar la necesidad de una voluntad divina que mantenga todo en movimiento y en su sitio, ya que el modelo planetario se mantiene funcionando como un mecanismo de un reloj, la gran metáfora del ateísmo. Otra buena alegoría, la gran metáfora de los creyentes, es decir, la sagrada familia. Lo más cotidiano, del día a día, la familia, se constituye en modelo de la estructura del mundo. La Madre que engendra el mundo al igual que la madre engendra a sus hijos, el Padre que da las leyes por las cuales se regirá ese mundo al igual que el padre manda en la familia, y el Hijo, en representación de toda la raza humana, obedece al Padre y ama a la Madre naturaleza que le da el sustento. Puede haber alguna alegoría más completa, imposible. Quién puede negar a la gran metáfora de Newton, el reloj que funciona por sí mismo, la referencia a la realidad del sistema planetario y del universo; quién puede negar a la gran metáfora religiosa de la sagrada familia la referencia a la realidad de una raza humana que para sobrevivir necesita obedecer las leyes y, también, amar y respetar a la madre naturaleza.

La transición al punto de vista "hermenéutico" corresponde al cambio de nivel que conduce de la frase al discurso, es decir, al poema, narración, ensayo, etc. Surge una problemática relacionada con la hermenéutica que no concierne a la "forma" de la metáfora (semiótica) en cuanto figura del discurso focalizada sobre la palabra; ni siquiera sólo al "sentido" de la metáfora (semántica) en cuanto instauración de una nueva pertinencia semántica, sino a la "referencia" de la metáfora (hermenéutica) en cuanto poder de redescribir la realidad. Esta transición desde la semántica a la hermenéutica encuentra su justificación en la conexión que existe en todo discurso entre el "sentido", que es su organización interna, y la "referencia", que es su poder de relacionarse con una realidad exterior al lenguaje.

Pero la posibilidad de que el discurso metafórico diga algo sobre la realidad choca contra la constitución aparente del discurso poético, que parece esencialmente no referencial y centrado en sí mismo. Por tanto, debemos liberar un poder de referencia de segundo rango, es decir, la referencia poética. Así, la semiótica tiene su "teoría de la sustitución"; la semántica su "teoría de la tensión" entre la identidad y la diferencia; la hermenéutica de la metáfora tiene su "teoría de la referencia metafórica" que consiste en justificar el concepto de "redescripción por la ficción" mediante la afinidad establecida entre el funcionamiento de la metáfora en las artes y el de los modelos en las ciencias. Así, como dice Ricoeur, llegamos a la tesis fundamental: la metáfora es el proceso retórico por el que el discurso libera el poder que tienen ciertas ficciones de redescribir la realidad que nos lleva directamente a la filosofía en la conjunción de la ficción y la

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redescripción ya que el "lugar" más íntimo y último de la metáfora no es ni el nombre (la semiótica) ni la frase (la semántica) ni siquiera el discurso (la hermenéutica), sino la cópula del verbo ser (filosofía). El "es" metafórico significa a la vez "no es" y "es como". Si esto es así, podemos hablar con toda razón de verdad (filosofía) metafórica. Este poder de referirse al ser y a la verdad desde un segundo rango del sentido y referencia del discurso poético que independiza al discurso filosófico de él ya que, dice Ricoeur, ninguna filosofía procede directamente de la poética y tampoco por vía indirecta, incluso bajo el ropaje de la metáfora "muerta" que produce la colisión entre lo meta-físico y lo meta-fórico. El discurso que intenta recuperar la ontología implícita al enunciado metafórico es otro discurso, es decir, la verdad metafórica consiste en limitar el discurso poético a su segundo grado con ayuda de la teoría de la referencia metafórica.

Tomás González