Antropología Tomista (P. Astorquiza)

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ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA Dra. Patricia Astorquiza Fierro “El hombre es un ser compuesto de sustancia espiritual y material” 1 . Cuerpo y alma espiritual, ésta es la idea de base. No es éste el lugar para desarrollar in extenso la antropología de Santo Tomás, pero corresponde al menos presentar un resumen de ella 2 . El ser humano posee un cuerpo vivo y la vida de ese cuerpo procede de su principio vital que es el alma. La relación entre cuerpo y alma es la ya establecida por la doctrina hilemórfica de Aristóteles: el alma del hombre es forma sustancial del cuerpo humano, de manera que ambos (cuerpo y alma) son dos co-principios de una sola sustancia 3 . Como consecuencia inmediata de esta relación tenemos que cada individuo humano es él mismo tanto en su cuerpo como en su alma: por una parte, la persona humana no puede considerarse como mera corporalidad, por otra, el cuerpo no es, como lo presenta la doctrina platónica, un mero instrumento del alma, extraño a la esencia del hombre. Sin embargo, existe una primacía del alma sobre el cuerpo: justamente porque el alma es principio esencial de vida, debe decirse que el cuerpo del hombre se configura según el impulso de su principio vital y que, por esto mismo, el cuerpo del hombre es siempre manifestación material de su alma inmaterial 4 . Que el alma sea principio vital del cuerpo significa no sólo que sea el principio que convierte al cuerpo en ‘cuerpo humano’, sino que es también la raíz más profunda de las operaciones del viviente; de manera que todas las acciones vitales del cuerpo viviente están iniciadas y guiadas, de algún modo, por el alma misma y sus potencias. Tenemos, así, que el alma humana, en cuanto ‘forma’ del cuerpo del hombre, manifiesta su eficacia en dos ámbitos específicos: ‘configura’ la constitución básica del cuerpo humano y es ‘principio interno y radical’ de todas las operaciones que la persona humana puede realizar con su cuerpo. Si consideramos el nivel meramente corporal, observamos que el alma del viviente confiere a la materia ciertas propiedades que no le competen a ella ‘de suyo’: la organización de la materia en orden a un fin determinado (a saber, la vida y permanencia de un individuo viviente, de determinada especie) y a la realización de ciertas actividades que no corresponden por naturaleza a ninguno de los elementos que la componen (como por ejemplo, a reproducirse o a ver) 5 . De manera que la vida que el alma comunica a la materia confieren a ésta un modo de ser superior a la mera existencia inerte 6 . No obstante, los componentes materiales del cuerpo de todo viviente siguen sometidos a las leyes físicas. Una sierra se desgasta con el tiempo y el uso, y también esto le sucede a los 1 Summa Theol., 1, q.75, proem. 2 Cf. Para un estudio más exhaustivo del tema: Suma Teológica, de la cuestión 75 a la 102 : ‘Tratado acerca del Hombre’. 3 Summa Theol., 1, q.76, a.1 4 Cf. STEIN, Edith, La Mujer, Palabra, Madrid, 2001, p.26 5 Cf. Summa Theol., 1, q.75, a.1, ad 1um; De Anima, a.1, c. 6 Cf. Summa Theol., 1, q.75, a.1, c.

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Ensayo sobre la Antropología Filosofica Tomista escrito por la Dra. Patricia Astorquiza Fierro

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ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

Dra. Patricia Astorquiza Fierro

“El hombre es un ser compuesto de sustancia espiritual y material”1. Cuerpo y

alma espiritual, ésta es la idea de base. No es éste el lugar para desarrollar in extenso la

antropología de Santo Tomás, pero corresponde al menos presentar un resumen de ella2.

El ser humano posee un cuerpo vivo y la vida de ese cuerpo procede de su

principio vital que es el alma. La relación entre cuerpo y alma es la ya establecida por la

doctrina hilemórfica de Aristóteles: el alma del hombre es forma sustancial del cuerpo

humano, de manera que ambos (cuerpo y alma) son dos co-principios de una sola

sustancia3. Como consecuencia inmediata de esta relación tenemos que cada individuo

humano es él mismo tanto en su cuerpo como en su alma: por una parte, la persona

humana no puede considerarse como mera corporalidad, por otra, el cuerpo no es, como

lo presenta la doctrina platónica, un mero instrumento del alma, extraño a la esencia del

hombre.

Sin embargo, existe una primacía del alma sobre el cuerpo: justamente porque el

alma es principio esencial de vida, debe decirse que el cuerpo del hombre se configura

según el impulso de su principio vital y que, por esto mismo, el cuerpo del hombre es

siempre manifestación material de su alma inmaterial4.

Que el alma sea principio vital del cuerpo significa no sólo que sea el principio

que convierte al cuerpo en ‘cuerpo humano’, sino que es también la raíz más profunda de

las operaciones del viviente; de manera que todas las acciones vitales del cuerpo viviente

están iniciadas y guiadas, de algún modo, por el alma misma y sus potencias. Tenemos,

así, que el alma humana, en cuanto ‘forma’ del cuerpo del hombre, manifiesta su eficacia

en dos ámbitos específicos: ‘configura’ la constitución básica del cuerpo humano y es

‘principio interno y radical’ de todas las operaciones que la persona humana puede

realizar con su cuerpo.

Si consideramos el nivel meramente corporal, observamos que el alma del

viviente confiere a la materia ciertas propiedades que no le competen a ella ‘de suyo’: la

organización de la materia en orden a un fin determinado (a saber, la vida y permanencia

de un individuo viviente, de determinada especie) y a la realización de ciertas actividades

que no corresponden por naturaleza a ninguno de los elementos que la componen (como

por ejemplo, a reproducirse o a ver)5. De manera que la vida que el alma comunica a la

materia confieren a ésta un modo de ser superior a la mera existencia inerte6. No

obstante, los componentes materiales del cuerpo de todo viviente siguen sometidos a las

leyes físicas. Una sierra se desgasta con el tiempo y el uso, y también esto le sucede a los

1 Summa Theol., 1, q.75, proem.

2 Cf. Para un estudio más exhaustivo del tema: Suma Teológica, de la cuestión 75 a la 102 : ‘Tratado

acerca del Hombre’. 3 Summa Theol., 1, q.76, a.1

4 Cf. STEIN, Edith, La Mujer, Palabra, Madrid, 2001, p.26

5 Cf. Summa Theol., 1, q.75, a.1, ad 1um; De Anima, a.1, c.

6 Cf. Summa Theol., 1, q.75, a.1, c.

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miembros de un animal o de una planta; el cuerpo del viviente queda aplastado debajo de

un objeto muy pesado al igual que cualquier otro ser material; y si uno dobla el brazo de

un animal o la rama de un árbol, éstos se quebrarán lo mismo que si se dobla una barra de

plástico. Frente a las leyes cuantitativas de la materia, el alma del viviente tiene un papel

primariamente pasivo: en principio, el viviente corpóreo las ‘padece’ como un cuerpo

entre los cuerpos.

Pero si pasamos a considerar el nivel propio de la actividad vital de los cuerpos,

entonces la cosa cambia: aquí el alma del viviente se manifiesta como un principio

eminentemente activo. Esta actividad del alma se realiza mediante las potencias

operativas (o facultades)7. Ya en el grado más elemental de vida, el de las plantas,

encontramos las potencias vegetativas (de crecimiento, reproducción, etc.), que permiten

la permanencia y el desarrollo del cuerpo, y la generación de otro viviente; todas estas

potencias son corpóreo-anímicas, pues sólo existen en la medida en que el cuerpo (factor

material) adquiere la capacidad de crecer y auto-mantenerse (operaciones que no son

propias de la materia, sino en cuanto ‘animada’ –como ya dijimos)8.

Al igual que todo viviente corpóreo, el hombre posee las facultades vegetativas, y

en ellas se despliega y manifiesta, en cierto grado, la potencialidad de su alma. Pero es

evidente que la vida corporal del hombre pertenece al mundo animal, puesto que no se

limita a ejercer las funciones vegetativas, sino que posee sentidos (los cinco sentidos

externos y todos los internos: sentido común, imaginación, memoria y cogitativa),

mediante los que capta y retiene dentro de sí el mundo exterior. En el mismo nivel de

vida que el conocimiento sensorial se encuentran las tendencias de sus apetitos sensitivos

(concupiscible e irascible), cuyos actos son las pasiones. Todo el ámbito del

conocimiento sensible y las tendencias sensoriales constituyen la ‘vida instintiva’ de los

animales y en el hombre podría recibir el nombre de ‘vida de sentidos’. Acerca de esta

‘vida de sentidos’ trataremos con más detención en los siguientes apartados. Las

potencias sensitivas tienen su raíz o principio tanto en el alma como en el cuerpo, puesto

que todas las operaciones de estas potencias son verdaderos ‘actos del alma’: ver, sentir,

apetecer, entristecerse o temer, etc. son efectivamente actos psíquicos, cuya realidad en

cuanto operaciones es inmaterial. Pero, a la vez, son actos inmateriales de un ‘órgano

corporal’: se ve con los ojos, se siente con el cuerpo, se imagina con el cerebro, y todas

las afecciones sensitivas implican algún modo de alteración corporal. En esta dimensión

de la vida del hombre se muestra con claridad la profunda relación entre el cuerpo y el

alma, relación que sólo puede explicarse cabalmente desde una perspectiva hilemórfica9.

Finalmente encontramos, como dimensión propia y distintiva de la vida humana,

la vida racional. Esta dimensión se manifiesta en las operaciones de dos potencias

exclusivamente humanas: la inteligencia y la voluntad libre. Mediante un fino análisis de

lo que son las operaciones de entender y querer, el Aquinate demuestra que el principio

capaz de realizar tales actividades ha de ser no sólo inmaterial, sino espiritual, es decir,

capaz de trascender la materia e incluso subsistir sin ella10

. Ciertamente nosotros no

podemos en este campo, pero se hace preciso detallar un poco más la relación que existe

7 Cf. Summa Theol., 1, q.77, a.2

8 Cf. Summa Theol., 1, q.78, a.1; q.18, a.3; De Verit., q.10, a.1, ad 2um; De Anima, a.13.

9 Cf. Summa Theol., 1, q.77, a.5. Cf. Id., 75, a.4

10 Cf. Summa Theol., q.75, aa. 1, 2, 3 y 5.

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entre las diversas dimensiones de la vida humana y en qué sentido tal vida constituye una

unidad que tiende a una única y misma plenitud.

Dimensión física y vegetativa

Respecto a la dimensión meramente física del hombre nos limitaremos a notar

que, para el Angélico, el cuerpo es y manifiesta a este hombre concreto. El hombre no es

un espíritu ‘caído’ en un cuerpo y, por ende, el hombre completo incluye su cuerpo. De

aquí, también, que todo en la configuración del cuerpo humano se encuentre como

‘ordenado’ a que el hombre pueda realizar las acciones propias de su alma: sentir,

apetecer, entender y amar.

Como contrapartida, el alma humana no sólo es un espíritu subsistente, sino

también ‘forma de un cuerpo’. Esto significa que, por naturaleza, el alma humana se

encuentra ordenada a dar vida a un cuerpo y configurarlo según su propio modo de ser: el

alma humana puede mantenerse existiendo sin su cuerpo, pero no estará ejerciendo ni

desarrollando todas sus potencialidades propias mientras no anime un cuerpo por ella

configurado.

Dimensión sensitiva

A la vida o dimensión sensitiva del hombre corresponden las mismas potencias

operativas que al resto de los animales: la potencia locomotriz (constituida por todos los

aparatos, órganos y miembros que permiten al animal moverse localmente en dirección a

un punto previamente conocido), las potencias de conocimiento sensitivo y las de apetito

sensitivo11

. Vamos a tratar un poco sobre el conocimiento y el apetito sensibles, puesto

que la conducta externa del sujeto (realizada por la facultad locomotriz) viene mediada

siempre por estas potencias.

Qué es conocer y apetecer sensitivamente.

El animal superior (dentro de los cuales se encuentra el hombre en un grado

preeminente) posee los cinco sentidos externos y los cuatro internos. Todo sentido

(externos e internos) se define como una facultad cognoscitiva y su operación propia es

un determinado acto de conocimiento. Para poder comprender lo que son los sentidos se

requiere, por tanto, comprender también lo que es el conocimiento. Haremos breve

referencia al conocimiento, para poder centrarnos en las tendencias apetitivas.

El conocimiento es la presencia inmaterial de lo conocido en el sujeto

cognoscente12

. Realmente una consideración atenta y desprejuiciada de cualquier acto

cognoscitivo, nos muestra que para conocer una cosa se requiere tenerla presente de

algún modo; ahora bien, esa presencia cognoscitiva de la cosa en el sujeto no puede

consistir en la presencia de su ser natural o real, porque entonces el sujeto no conocería,

sino que su ser se transformaría en otro; o el mismo hecho de tenerla físicamente en su

cuerpo impediría que la tuviera presente ‘ante sí mismo’. Si el conocimiento supone

cierta presencia del objeto conocido, esta presencia no puede ser sino una presencia

11

Cf. Summa Theol., 1, q.78, a.1 c.; De Anima, a.13. 12

Cf. Summa Theol., 1, q.81, a.1; q.88, a.3, c.; In I De Anima, l.4, nº43.

4 4

inmaterial13

. Señalemos, además, que semejante presencia inmaterial se constituye en

plenamente ‘cognoscitiva’ en la medida en que entraña una ‘manifestación expresa’ de lo

conocido en la interioridad misma del cognoscente14

.

El conocimiento es una operación inmaterial, pero admite grados. Hay un modo

de conocer que, siendo siempre inmaterial, constituyen operaciones de órganos

corporales: éste es el caso del conocimiento sensible15

. Que el conocimiento sensitivo

requiera un órgano significa que no hay conocimiento sensible sin la respectiva

inmutación y alteración del órgano (Ej.: para ver, es preciso que la luz inmute o afecte al

ojo, que es un órgano, y que éste envíe un estímulo nervioso al cerebro, etc.); pero no

significa que el acto de conocer se identifique con el órgano ni con la alteración corporal

del órgano (el acto de ver algo no se identifica con el ojo, ni con la luz que lo inmuta, ni

con el estímulo nervioso que llega al cerebro). El acto mismo de sentir es siempre un acto

no material, aunque esté determinado por condiciones materiales. Se puede decir, en

general, que el conocimiento de los sentidos es ‘el acto de una facultad orgánica por la

cual el viviente corpóreo se hace presente la forma intencional y sensible de una cosa’16

.

Forma ‘intencional’ significa ‘presente inmaterialmente’ y ‘sensible’ significa que

‘afecta los órganos de los sentidos’.

El objeto propio de los sentidos son ciertas características accidentales de los

seres materiales, a saber, sólo aquellas características que pueden alterar físicamente los

órganos de los sentidos y producir en ellos su ‘semejanza’ (forma intencional)17

. Entre

estas características accidentales se encuentran: color, sonido, olor, sabor, textura,

temperatura, tamaño, movimiento, número, etc. Todas estas características del sujeto

corporal pueden variar, sin que por ello cambie la esencia del sujeto: un perro puede

cambiar de tamaño y seguir siendo el mismo perro; una planta puede cambiar de color y

no por eso deja de ser planta, etc. Los sentidos pueden captar los accidentes materiales;

pero ningún sentido puede conocer lo que es una cosa, es decir, su esencia, porque la

esencia de una cosa no puede afectar los órganos corporales. Por eso, un animal puede

conocer cosas individuales y concretas, y puede comportarse de una determinada manera

frente a ellas, pero no puede saber qué son las cosas, ni quién es él mismo, ni por qué se

comporta de tal o cual manera frente a las distintas cosas que le afectan... ni siquiera sabe

qué es conocer: su propio ser, el ser de las cosas, el por qué de las cosas son realidades

que están fuera del alcance de todos los sentidos, externos e internos18

.

Mediante los sentidos externos, el animal superior puede conocer no sólo lo que

está en contacto directo con su cuerpo (tacto y gusto), sino también lo que está un poco

alejado (olfato) y lo que está a mucha distancia (vista y oído). Sin embargo, la plena

captación sensitiva de un objeto requiere de otros sentidos que ‘mantengan’ y

‘coordinen’ dentro del viviente las sensaciones captadas por los sentidos externos: tales

facultades son el sentido o sensorio común y la imaginación. Gracias al sentido común,

13

Tal presencia inmaterial se expresa en términos ‘aristotélicos’ con la conocida fórmula: “el cognoscente

en acto y lo conocido en acto son los mismo”. Esta identidad cognoscitiva expresa el modo propio de

‘presencia’ de lo conocido en el sujeto. Cf. Summa Theol., 1, q.54, a.2, c.; In II De Anima, l.24, nº554. 14

Cf. Contra Gentes IV, 11. 15

Cf. Summa Theol., 1, q.78, a.3; De Anima, a.13. 16

Cf. In II De Anima, c.12. 17

Cf. Summa Theol., 1, q.78, a.3, ad 1um; In VII Phys., lect. 4, nº 694. 18

Cf. Summa Theol., 1, q.85, a.1.

5 5

las distintas sensaciones externas (color, sabor, sonido, textura, temperatura...) se

unifican en una sola percepción (ej: una manzana, un tren en movimiento, un

determinado ambiente, etc.) y el animal puede distinguirlas unas de otras (el color verde

del sabor dulce). El sentido común ha venido también a llamarse ‘conciencia sensible’,

pues constituye la facultad por la cual el animal se siente sintiendo las cosas (no cabría

una unidad de las diversas percepciones del objeto exterior, sin alguna referencia a una

unidad interna). Mediante la imaginación, las percepciones del sentido común son

conservadas, de manera que pueden volver a presentarse al sujeto, aunque el objeto que

provocó las sensaciones ya no esté físicamente presente. Pero la imaginación no sólo

conserva las percepciones de objetos ausentes, sino que también completa las

percepciones de los objetos presentes, justamente porque puede conservar las

percepciones pasadas e integrarlas con la presente: así se forma lo que llamamos la

imagen.

Existen también ciertas cualidades ‘sensibles’ de las cosas corporales que no se

conocen por medio de ningún sentido externo, sino que se captan por un sentido interior

llamado estimativa (y cogitativa, en el ser humano, por la fuerte influencia que recibe de

la razón universal). Esas características son las intenciones no sentidas, es decir, el

significado vital que tienen para el animal las cosas que capta por sus sentidos externos:

si son convenientes o peligrosas para él. El animal no es capaz de entender que lo que ve

es bueno o malo para él, sino que lo siente así. En lenguaje corriente diríamos: lo sabe

por instinto. El cordero que ve venir al lobo por primera vez en su vida, capta que el lobo

es un enemigo, y esto no lo sabe ni por su color, ni por su tamaño, ni por su olor, sino

porque, al ver y oler al lobo, siente que aquello que viene es peligroso.

A partir de las captaciones de su estimativa, el animal responde con una

determinada conducta; en el caso del cordero que ve al lobo, ésta será huir o llamar a su

madre. Muchos animales son capaces de retener sus estimaciones (es decir, las

apreciaciones sensibles de la estimativa); esto se ve claramente porque, en general, los

animales superiores son capaces de aprender conductas nuevas y de reforzar sus

conductas instintivas, lo cual no sería posible si el animal no recordará sus estimaciones

y experiencias pasadas. Ahora bien, la facultad de retención de las estimaciones es la

memoria; mediante ella, el animal se hace presente la imagen pasada junto con la

estimación sobre ella y las siente como pasadas (en cambio, la imaginación no percibe la

temporalidad de las cosas)19

.

A la vida según una ‘conciencia sensitiva’ de los propios estados corpóreos le

corresponde también una modo propio de tendencia, un modo de tendencia

‘sensitivamente consciente’, que Santo Tomás llamo ‘apetito sensitivo’20

y que

subdividió en dos tipos: apetito concupiscible (que tiende al placer corporal en sí mismo

y que rechaza el dolor físico) y apetito irascible (que lleva al sujeto a perseguir los bienes

y enfrentar los males sensibles cuando éstos son difíciles de alcanzar o de rechazar,

respectivamente)21

. El apetito sensitivo es aquella capacidad o facultad que tiene el

viviente corpóreo para tender de una manera ‘sensible’ a aquellas cosas que los sentidos

presentan como ‘buenas’ y para rechazar, también de un modo sensible, aquellas cosas

19

Cf. Summa Theol.1, q.78, a.4; De Anima, a.13. 20

Cf. Summa Theol.1, q.80, a.2; In III De Anima, lect. 15. 21

Cf. Summa Theol.1, q.81, a.2; In III De Anima, lect.14.

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que el sentido presenta como ‘malas’; o para enfrentar, según el caso, las dificultades que

suponga el alcanzar tales objetivos.

Las operaciones propias del apetito sensitivo reciben el nombre clásico de

‘pasiones’, y entre ellas se cuentan el amor sensitivo, la alegría, el deseo, la tristeza y el

dolor, la ira, la audacia, el temor, etc. Las pasiones, según el pensamiento medieval, son

las afecciones que el animal siente en su cuerpo y que ponen a aquél en referencia vital

con los objetos captados por los sentidos o presentados por la imaginación22

; así, por

ejemplo, el animal siente deseo o ‘apetito’ frente aun determinado alimento que le

agrada, o repulsión frente a otro que le desagrada, se siente atraído por un miembro del

sexo opuesto o impulsado a atacar a un enemigo o adversario (ira y audacia), también

puede sentirse contento frente al amo que llega, porque puede relacionar al amo con la

comida o las caricias (aunque esto sólo es posible para los animales que poseen una

imaginación más desarrollada y memoria, como perros, gatos, delfines, etc.). Por el

hecho de ser afecciones provenientes de captaciones sensitivas, las pasiones implican

siempre algún tipo de alteración orgánica; por ejemplo: aceleración del ritmo cardíaco,

rubor de las mejillas, aumento o disminución del calor corporal, secreción de jugos

gástricos, etc23

. El uso actual del término ‘pasión’ no equivale ya de manera exacta a lo

que en su momento intentó designar; parece que hoy en día la noción más cercana a la

idea medieval de ‘pasión’ es la de ‘sentimiento’, pero no entendido como un movimiento

profundo de la voluntad, sino como el modo de ‘sentirse’ del cuerpo viviente respecto de

sí mismo y de lo que le rodea. Tal vez lo más parecido a la idea clásica de ‘pasión’ sea la

de un cierto ‘sentimiento corporal’.

Cada viviente tiene su propio modo de reaccionar sensitivamente frente a lo que

capta: esta determinación de las pasiones depende, en primer lugar, de la especie del

individuo (así, por ejemplo, a la vista de una loba, el lobo siente atracción y la oveja,

miedo), pero también depende de las determinaciones individuales que provienen de las

particulares características corporales o de cierto aprendizaje condicionado (puede

suceder que a un lobo con falta de determinadas vitaminas le ‘guste’ comer plantas;

sabemos que un animal enfermo de rabia reacciona de manera excesivamente violenta en

comparación con su especie; y hay perritos que ‘desean’ llevarle las pantuflas a su amo

en la perspectiva, ya aprendida, de posibles caricias). En cualquier caso, las pasiones

siempre responderán a lo que los sentidos del animal captan como bueno o como malo,

siendo eso ‘bueno’ y eso ‘malo’ distinto según las determinaciones de cada especie y de

cada individuo.

Toda la conducta del animal bruto se explica gracias a los apetitos sensitivos. Las

cosas que el animal conoce y de las cuales forma un juicio y una estimación afectan no

sólo a las facultades de los sentidos, sino a todo el animal, puesto que son cosas que

interesan para su desarrollo y su supervivencia24

. Cuando el cordero ve al lobo, huye

porque siente que el lobo es malo y, entonces, tiene miedo; el león que ve un antílope

siente deseos de comérselo; el perro que ve a su amo se alegra porque espera recibir

comida o una caricia; el gato que ve a otro gato invadir su territorio, se enoja... No

significa que el animal ‘entienda’ el significado de lo que es bueno y de lo que es malo,

22

Cf. Summa Theol.1, q.80, a.1; De Veritate q.22, a.3. 23

Cf. Summa Theol.1-2, q.22, a.3; a.2, ad 3um 24

Cf. Summa Theol.1, q.80, a.1, ad 3um.

7 7

ni ‘por qué’ una determinada acción le conviene y otra no; pero una vez que conoce algo

que le afecta, sus apetitos reaccionan necesariamente de acuerdo con lo que el animal

siente, padeciendo las afecciones correspondientes al caso (complacerse, desear,

temer...). Notemos que las pasiones no son operaciones que el animal produzca

activamente, sino son justamente esto: pasiones, es decir, afecciones que el sujeto padece

en su cuerpo como reacción automática frente al ‘significado’ vital de las cosas que capta

por sus sentidos25

.

También el ser humano se encuentra afectado por sus pasiones sensibles. Sin

embargo, existe una diferencia radical entre las pasiones humanas y las animales.

Movido por la pasión o sentimiento que produce su apetito, el animal bruto efectuará

una determinada conducta: si siente miedo, intentará huir de lo que le amenaza; si siente

deseo, buscará alcanzar lo que le atrae; si siente audacia, intentará enfrentar a lo que se le

opone; y así con todas las demás pasiones. El animal siempre va a actuar conforme con

sus pasiones porque no posee una voluntad libre que pueda superarlas; el animal no elige

cómo actuar, sino que actúa siempre conforme a la pasión predominante en un momento

determinado. En cambio, el ser humano posee, por encima de sus apetitos sensibles, una

voluntad libre que es capaz de gobernar las pasiones del sujeto y dirigirlas en una

dirección o en otra. Esta voluntad libre está radicada en el núcleo de la vida íntima de la

persona humana: la vida intelectual o vida del espíritu. En esta dimensión central y

exclusiva de la vida humana encontramos las facultades de la inteligencia (o razón) y de

la voluntad26

.

Dimensión racional

La vida del ser humano es vida consciente. Pero hay distintos grados de

conciencia. Existe la conciencia animal, que proviene de la capacidad de captar

determinaciones materiales, mediante los sentidos externos, y de configurar y retener

imágenes, mediante los sentidos internos. La conciencia que surge del conocimiento

sensitivo consiste en una presencia demasiado ‘exterior’, si puede decirse de alguna

manera: es un mero sentir las propias sensaciones y tendencias. Los sentidos siempre

captan realidades corporales, individuales y externas a la interioridad misma del sujeto:

veo ‘esta silla’, oigo esta música, formo una imagen concreta de ‘esta agua’, retengo en

la memoria la relación entre ‘esta agua’ (o más bien, este aspecto exterior de la cosa

‘agua’) y esta sensación de satisfacción de la sed. Los seres humanos no tenemos

experiencia de una conciencia ‘sensitiva’ pura, puesto que nuestra conciencia es siempre

y a la vez, racional y sensitiva. Sin embargo, si consideramos que los sentidos pueden

captar únicamente realidades corporales y sólo en sus aspectos meramente corpóreos,

comprenderemos que para un sujeto que sólo posea conocimiento sensible, no existe una

conciencia real de su propia interioridad. Por los sentidos el viviente capta colores,

olores, figuras, movimientos.., entre los cuales se incluyen también las características de

su propio cuerpo: por el conocimiento sensitivo, se puede percibir el estado del propio

cuerpo y sus afecciones (una herida, el aceleramiento del corazón, el calor en las

mejillas, etc.); no obstante, todos estos conocimientos se quedan en la exterioridad del

sujeto. Los pensamientos, los proyectos de vida, las intenciones, las decisiones, los

juicios... no son realidades posibles de captar por los sentidos, justamente porque son

25

Cf. Summa Theol.1-2, q.22, aa. 1 y 2; In III Sent., d.15, a.1, qª2. 26

Cf. Summa Theol.1, q.18, a.3; q.83, a.1.

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realidades inmateriales que no pueden afectar a ningún órgano corporal27

. Como mucho,

podemos ‘sentir’ las alteraciones corporales concomitantes a los pensamientos o las

decisiones, o que acompañan a la formación de nuestras imágenes. En definitiva, el

‘sentir’ se refiere siempre a realidades corporales y por lo mismo no constituye una

verdadera conciencia de la propia intimidad, desde el momento en que la intimidad es

algo plenamente inmaterial.

Si el hombre es capaz de conocerse a sí mismo y guardar dentro de sí un

verdadero mundo interior, si es capaz de experimentar y comprender su propia existencia

y actividad inmaterial, entonces el ser humano posee un modo de vida superior al de la

mera vida sensitiva: posee una vida intelectual, una vida de subsistencia inmaterial que

llamamos aquí ‘vida del espíritu’. A esta dimensión de la vida del ser humano

corresponden las facultades de inteligencia y voluntad y sus respectivas operaciones de

conocimiento intelectual y de querer voluntario28

.

Conocimiento intelectual humano

¿Qué es el conocimiento intelectual?

De entrada, es el acto u operación de la inteligencia, que recibe también el

nombre de ‘intelección’ o acto de ‘entender’. Cuando decimos que hemos ‘entendido’ un

problema de matemáticas, o que ya ‘entendimos’ la razón de tal o cual conducta de otra

persona, o que ‘entendemos’ la diferencia que existe entre una planta y un animal, etc...,

estamos diciendo, implícitamente, que nuestra inteligencia ha realizado su acto propio:

entender.

‘Entender’ es un acto de conocimiento; pero un acto de conocimiento distinto al

de las facultades sensitivas. Es el conocimiento del ser de las cosas o, mejor dicho, es el

conocimiento de las esencias de las cosas existentes29

. Es la presencia intencional de lo

que una cosa es (es decir, de la esencia) manifestada en un concepto30

. ¿Qué es la

esencia? Aquello por lo cual una cosa es lo que es, el principio determinativo del ser de

cada cosa, por el cual una cosa es ‘esta cosa’ y no otra: un abedul es abedul porque posee

la esencia de abedul y no la de alerce, ni la de león. Por el conocimiento intelectual el

cognoscente tiene presente ante sí mismo lo que la cosa es, y no una mera determinación

accidental y particular de la cosa conocida.

El conocimiento intelectual es el acto de una facultad no orgánica, es decir, una

facultad completamente inmaterial. ¿Cómo se prueba esto? Atendiendo al objeto propio

del conocimiento intelectual, que son las esencias de las cosas, lo que cada cosa es. La

esencia de una cosa no es algo que pueda ser captado por ningún órgano: los sentidos

sólo pueden captar formas accidentales: color, movimiento, resistencia.., pero no se

puede ‘sentir sensiblemente’ una esencia. Pondremos un ejemplo sacado del

conocimiento intelectual humano, que nos es más próximo: podemos percibir

sensiblemente un perro (ver sus colores y su figura, oír sus ladridos, tocar su piel,

observarlo correr, etc.); podemos formarnos interiormente una imagen del perro, de

27

Cf.Summa Theol., q.78, a.1. 28

Cf. Contra Gentes IV, 11. 29

Cf. Summa Theol.1, q.78, a.1; q.88, a.3, ad 1um. 30

Cf. Contra Gentes, IV, c.11.

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manera que al querer recordarlo nos vuelva esa imagen a la cabeza; más todavía: si ahora

nos dijesen ‘imagine un perro’, nos vendría a la mente la imagen de un perro con

determinadas características ‘accidentales’, por ejemplo, las características de un fox

terrier o de un collie o de un pastor alemán. Cada persona formará una imagen distinta

de perro, pero esta imagen estará siempre determinada por las condiciones individuantes

de la materia: la imagen representa formas accidentales individuales y concretas (una

altura concreta, un color concreto, una determinada manera de correr, un tono concreto

de voz, etc.). En cambio, si decimos: ‘defina lo que es un perro’, no nos pondríamos a

describir nuestra imagen de perro (negro, peludo, alto, de cola larga...), sino que diríamos

algo así como ‘mamífero doméstico de la familia de los cánidos’. En esta definición ya

no estamos expresando las características accidentales de un perro en particular, ni

siquiera las de nuestra imagen de ‘perro’, sino que estamos diciendo ‘lo que es’ un perro,

cualquier perro, sea del color y de la estatura que sea. Al definir queremos expresar la

esencia del perro, es decir, lo que es un perro, y esa esencia no la puede captar ninguna

facultad orgánica, porque una facultad material sólo capta determinaciones materiales

particulares.

En otras palabras, si el objeto del conocimiento intelectual es algo inmaterial,

entonces sólo puede ser recibido en una facultad inmaterial31

. De manera que la

inteligencia es inmaterial y el conocimiento intelectual es el acto de una facultad

inorgánica en y por el cual se manifiesta la esencia de una cosa ante el cognoscente. La

manifestación íntima de esta esencia es lo que llamamos concepto32

. Cuando hemos

entendido algo decimos que tenemos ‘el concepto’ de una cosa; y cuando nos parece

haberlo entendido bien, decimos que tenemos un ‘concepto claro’ de esa cosa.

El conocimiento intelectual admite diversos grados de perfección. El del ser

humano es el más imperfecto de entre todos los grados de conocimiento intelectual,

aunque es manifiestamente más perfecto que cualquier conocimiento sensitivo. El

conocimiento intelectual humano es acto de una potencia inorgánica, la inteligencia

humana; pero esta potencia pertenece a un alma que es ‘forma de un cuerpo’ y que como

tal llega a la existencia sin poseer ningún tipo de conocimiento actual de las cosas: el ser

humano llega a la existencia sicut tabulam rasam, como un pizarrón en blanco donde

todavía debe escribirse todo33

. Este hecho constituye uno de los pilares fundamentales de

una adecuada teoría educativa: el ser humano no conoce las cosas de manera innata, sino

debe adquirir todos sus conocimientos, tanto en el orden teórico como en el técnico y el

práctico.

¿Cómo adquiere el ser humano los conocimientos que necesita y le faltan? Por la

abstracción de la esencia a partir de las imágenes, por la intelección inmediata de

verdades evidentes (principios) y el razonamiento.

Para poder conocer lo que son las cosas, el hombre debe formar primero ciertas

‘imágenes’ de las cosas, porque de otro modo no puede alcanzar ninguna ‘forma

intencional’. Constituida la imagen, la inteligencia del hombre puede abstraer la esencia

y las determinaciones esenciales. ‘Ab-straer’ significa ‘separar’: cuando el hombre forma

31

Cf. Summa Theol.1, q.75, a.2; q.76, a.1; De Anima aa. 13 y 14. 32

Cf. Ibidem; c. 14; De Pot. Dei, q.8, a.1, c; q.9, a.5, c. 33

Cf. Summa Theol. 1, q.85, a.1

10 10

la imagen de una cosa, su inteligencia puede ‘separar’, ‘sacar’ de esa imagen algo que los

sentidos mismos no han podido captar: lo que la cosa es34

. De la imagen de perro que yo

me formo con mis sentidos, el entendimiento puede ‘abstraer’ lo que es, en universal, un

perro, es decir, lo que es todo perro. A partir de una serie de características accidentales

mostradas en la imagen, la inteligencia comprende que, ‘sosteniendo’ todo lo que se

percibe con los sentidos, existe un ser substancial que se mantiene y que es según una

determinada especie, y al captar ese ser expresa interiormente su esencia mediante un

concepto.

El conocimiento intelectual humano es realmente el acto de una facultad

inorgánica, pero este acto requiere siempre de manera natural la previa formación de

una imagen sensible. De aquí viene que el objeto propio de la inteligencia humana sean

las esencias de los seres materiales35

. Esto no significa que no podamos conocer las

realidades espirituales, sino que lo propio del hombre es conocer primariamente las

esencias de las realidades materiales. De hecho, el hombre es capaz de conocer algunas

realidades espirituales de manera indirecta, es decir, mediante sus efectos sensibles: así,

por ejemplo, puede conocer a Dios a partir del conocimiento de las criaturas; puede

conocer que existe una cualidad de la persona que se llama justicia a partir del

conocimiento de acciones justas, etc. Sin embargo, este conocimiento indirecto no le

permite conocer de manera perfecta la esencia de las realidades espirituales, sino de

manera imperfecta, por negación y analogía.

La voluntad o apetito intelectual.

Paralelamente a la vida sensitiva, en el orden del espíritu también existe un modo

propio de tendencia o apetito: la voluntad. Todo apetito se define como inclinación

hacia el bien o hacia lo conveniente. Así como el conocimiento es lo que hace tener

presente un objeto ‘dentro’ del cognoscente, el apetito es lo que hace que el sujeto quede

referido a la cosa que conoce. Por ejemplo, si mediante las potencias cognoscitivas el

sujeto conoce una manzana y la estima como conveniente, entonces, la forma intencional

de la manzana está dentro del hombre; si, seguidamente, el hombre, mediante su apetito,

desea y quiere la manzana percibida, entonces el sujeto queda como referido o

impulsado no ya a una mera forma separada del individuo concreto, sino al individuo

real en sí mismo36

.

Todo ente –cognoscente o no, vivo o inerte– posee algún modo de apetencia. En

los seres no cognoscentes tal apetencia se reduce al apetito natural, es decir, a la

tendencia del ente hacia el bien que le es proporcionado, sin que medie un conocimiento

por parte del que tiende. Por ejemplo: el oxígeno tiende a comportarse como oxígeno, y

cada uno de los elementos químicos ‘tiende’ a comportarse como le corresponde; pero

ninguno de los elementos químicos tiene conocimiento, simplemente ‘tiende’ a su

34

Cf. Ibidem; a. 2; Contra Gentes II, c.77. 35

Cf. Summa Theol. 1, q.85, a.1. 36

“En cambio, la voluntad se extiende a lo que existe fuera de sí misma según que, por cierta inclinación,

tiende de algún modo a la cosa exterior. Ahora bien, corresponde a capacidades distintas en una persona el

que tenga en sí misma lo que existe fuera de ella, y el que tienda a la cosa exterior. Y por esto es preciso

que en cualquier criatura sean distintos el entendimiento y la voluntad”. Summa Theol., 1, q.59, a.2.

11 11

comportamiento propio por un cierto apetito o inclinación natural37

. Se trata de una

tendencia inconsciente, semejante a la de la flecha tirada por el arquero en dirección a la

diana: la flecha tiene una tendencia ‘real’ hacia la diana, aunque ella no sepa nada de sí

misma ni de su tendencia. La diferencia entre el apetito natural y la tendencia de la flecha

hacia la diana estriba en que ésta procede de un impulso exterior a la flecha, mientras que

el primero es una tendencia intrínseca, que proviene de la naturaleza misma del ente.

Ahora bien, en los seres que poseen conocimiento existe, además del apetito

natural, otro modo de apetito, llamado apetito elícito. El apetito elícito es un modo

consciente de tendencia, es la inclinación que se sigue de un bien conocido38

. Y como

hay dos modos básicos de conocimiento, hay también dos modos básicos de apetito. La

inclinación que se sigue del conocimiento sensible del bien se llama -como ya se dijo-

apetito sensitivo; mientras que la inclinación que se sigue del conocimiento intelectual

del bien se llama apetito intelectual o voluntad39

. Por su parte, los actos propios del

apetito sensitivo se llaman ‘pasiones’, mientras que los actos propios de la voluntad

reciben, como nombre genérico, el nombre de ‘querer’ (aunque en un lenguaje más

técnico, se llaman ‘voliciones’), y cuando se trata de un querer libre se les llama

‘elecciones’. Muchos actos de la voluntad, considerados en particular, reciben en el

lenguaje común, el mismo nombre que tienen las pasiones del apetito sensitivo. Por

ejemplo, existe una pasión sensitiva que se llama ‘amor’ y también existe un acto de la

voluntad que se llama ‘amor’: son actos de facultades distintas, que se ordenan a objetos

distintos y de manera distinta, pero reciben el mismo nombre porque, siendo

inclinaciones apetitivas, tienen cierta semejanza. Lo mismo pasa en muchos otros casos:

alegría, odio, esperanza, etc40

.

Santo Tomás define la voluntad como la inclinación que se sigue del bien

aprehendido por el entendimiento41

. Cuando la inteligencia juzga algo como bueno,

necesariamente la persona entera reacciona, ‘toma posición’ afectiva frente a ese bien: lo

aprueba, lo quiere, lo busca si no lo tiene, y lo goza si lo posee. Algo semejante pasa

cuando una persona comprende que algo es malo; también toma una posición afectiva: lo

desaprueba, lo odia, lo rechaza, si se le acerca y, cuando ese mal está presente, se

contrista. Estas ‘posiciones afectivas’ frente a un bien o un mal que la inteligencia

reconoce cómo tales y porque la inteligencia los reconoce como tales son ciertos actos

de la voluntad.

Debe advertirse, sin embargo, que no cualquier bien ni cualquier mal que la

inteligencia comprende como tal, afecta y mueve a la voluntad, sino el bien o el mal que

el sujeto entiende o experimenta como relacionados con su propia existencia. Por

ejemplo: si entiendo que ‘la carroña es buena para los buitres’, este juicio me deja

bastante indiferente, a menos que me importe, de alguna manera, la existencia de los

37

“En aquellos que carecen de conocimiento, se encuentra sólo la forma que determina a cada ente hacia

un único esse propio. A esta forma natural le sigue una inclinación natural que se llama apetito natural”.

Summa Theol., 1, q.80, a.1. Cf. De Verit., q.22, a.1 c. 38

Cf. Summa Theol., 1, q.80, a.1; 1-2, q.26, a.1. En diversos pasajes Santo Tomás también asigna a este

apetito el nombre de apetito animal. 39

Cf. Summa Theol., 1, q.80, a.2; De Veritate q.22, a.4. 40

Cf. Summa Theol., 1-2, q.22, a.3 ad 3um. 41

Cfr. Summa Theol., 1 q.80, a.1; q.82, a.3.

12 12

buitres; de lo contrario, me da igual que los buitres necesiten o no carroña y que la

tengan o no la tengan.

La voluntad se diferencia del apetito sensitivo justamente porque sus actos siguen

al conocimiento intelectual del bien, mientras que los actos del apetito sensitivo siguen al

conocimiento sensible del bien. La inteligencia conoce lo que son las cosas, de manera

que puede reconocer el bien en cuanto es bueno, el bien real que está implicado en la

cosa conocida; esto significa que conoce el bien en su razón de bien42

. En cambio, el

sentido sólo conoce el bien de una manera particular y subjetiva, conoce un bien

particular y sensible: el placer sensible; y lo conoce no entendiendo que es un bien

placentero, sino sintiéndolo; por eso, dice Santo Tomás que el apetito sensitivo tiende a

un bien particular (el placer sensible) y rechaza un mal particular (el dolor sensible).

Dos ejemplos pueden ayudarnos a entender la diferencia entre los actos del

apetito sensitivo y los del apetito intelectual. El primero es un ejemplo ficticio:

supongamos que se descubre una droga capaz de matar a un hombre en pocos minutos,

pero que no sólo no produce dolor, sino que, al contrario, produce un gran placer en todo

el cuerpo, una sensación de agrado que no se acaba hasta que la persona expira.

Supongamos que, por la fuerza, se inyecta esta droga a un joven que ama la vida:

progresivamente el joven va sintiendo un placer corporal más intenso, pero él sabe que

morirá irremediablemente ¿cuál será el acto de su voluntad? Es evidente que no será de

gozo, sino de tristeza: mientras tenga conciencia de lo que le pasa, estará triste y

desesperado, por mucho que su cuerpo se deleite y se sienta ‘complacido’. Se ve, con

esto, que una cosa es la pasión sensible (el deleite corporal, en este caso), que proviene

de la sensación de un bien corpóreo y otra cosa es el acto de la voluntad, por el cual la

persona se entristece porque comprende que lo que le sucede es, en realidad, un gran

mal. Ahora pondremos un ejemplo contrario, pero real: un enfermo del corazón que sabe

que su última posibilidad de vida depende de una operación difícil, que supondrá una

recuperación lenta y dolorosa, siente miedo ante la operación, ante la aguja del

anestesista, ante la sala del quirófano..., pero quiere operarse y controla su miedo para

dejar que la operación se efectúe. Una cosa es el miedo que siente ante el dolor

inminente, que intuye mediante sus sentidos (al ver la aguja y los demás instrumentos,

etc.), y otra cosa es lo que su voluntad quiere, porque el paciente entiende que eso por lo

que siente temor, en realidad, es un bien. Con estos ejemplos se prueba que no es lo

mismo el acto del apetito sensitivo y el acto de la voluntad. Sin embargo, esto no

significa que la voluntad y el apetito sensitivo siempre se contradigan: una persona puede

deleitarse en una buena comida y, a la vez, quererla con su voluntad porque la necesita

para vivir; lo que se nota aquí es que las causas del deleite sensible y del querer de la

voluntad son distintas: el apetito sensitivo se deleita porque el alimento es sabroso al

paladar; la voluntad aprueba la comida y la quiere porque es saludable.

Advirtamos que, dada la unidad de las potencias humanas en razón de la unidad

de su principio, las pasiones pueden tener su origen en una disposición de la voluntad.

Por eso, cada persona puede notar que existen en ella misma, por una parte, ciertas

‘pasiones’ o apetitos sensibles que tienen su origen en una causa netamente corporal o

animal: de este tipo son el deseo sexual, el hambre, la sed, el dolor y el placer físicos.

Pero, por otra parte, existen también ciertas pasiones cuyo origen tiene más bien un

42

Cf. Summa Theol., 1-2, q.8, a.1.

13 13

carácter intelectual y voluntario, pues se refieren a bienes que el sentido no puede captar.

Por ejemplo: el deseo de alabanzas o de honra. Se trata de verdaderas ‘pasiones’ del

alma, pues el hombre las padece con alteraciones corporales y una disposición que él

‘siente’ en su cuerpo; pero el objeto que las produce es de carácter inmaterial, captado

por la inteligencia y querido o rechazado por la voluntad. Tales tendencias fueron

identificadas por Santo Tomás al hablar de las ‘concupiscencias racionales’. Creemos

que a estas pasiones sensibles producidas por objetos no sensibles le corresponde, de

manera más plena, el nombre de lo que hoy llamamos ‘sentimientos’.

Concepto de bien

‘La voluntad es la capacidad que tiene el ser humano de tender y apetecer el bien

en cuanto bien’. En una lectura superficial, esta definición no parece distinguir el apetito

sensitivo de la voluntad: todo apetito tiende a algún bien, pues ningún ser tiende hacia lo

que le es inconveniente y contrario. Ya hemos señalado, sin embargo, que el apetito

sensitivo no apetece el bien ‘porque es bueno’, sino en cuanto produce placer, o como

mucho, porque los instintos le hacen sentir atracción hacia el bien captado por los

sentidos.

Pero ¿qué es el bien? Bueno es precisamente aquello que puede ser objeto de

apetencia y, a la vez, todo apetito tiende al bien. A pesar de las apariencias, este

razonamiento no es un círculo vicioso, ni estamos aceptando un relativismo ético, porque

para poder ser apetecida, una cosa debe cumplir ciertas condiciones objetivas: no

cualquier cosa despierta el apetito de un sujeto, ni lo activa de cualquier manera.

Sucede que una cosa es apetecida en la medida en que posee algún modo de

plenitud o perfección con respecto del sujeto apetente. Si consideramos la más básica de

las tendencias, el apetito natural, nos encontramos con que cada ente tiende hacia cosas

que les permitan alcanzar cierta perfección en sí mismos o en sus operaciones. Tenemos,

entonces, de entrada, que todo tiende a permanecer existiendo en sí mismo y a comunicar

su propio modo de ser (el fuego comunica su calor, el agua disuelve las cosas, el aceite se

queda ahí donde mancha, la piedra aplasta y en ningún modo se retira o pierde su

identidad al contacto con otra piedra, etc.); si las cosas no tendieran a permanecer,

entonces cada una de ellas dejaría de ser lo que es en el momento mismo de empezar a

existir, y así nada tendría la más mínima permanencia. Existir, tener ser es un bien para

cualquier ente. Tener ser es el primer bien, lo primero apetecible; y serán buenas para el

sujeto, todas aquellas cosas que contribuyan a conservar ese bien, y malas, las que lo

mengüen43

.

Si pasamos a los vivientes, comprobamos que la naturaleza no sólo tiende a

alcanzar algún modo cualquiera de existencia, sino que tiende a un modo acabado de

existencia (lo que los latinos llamarían un modo ‘perfecto’, per-factum, hecho de un

extremo a otro). Debido a esta tendencia, todos los vivientes crecen y tienden a su

madurez; y si no la alcanzan, esto no se debe a una inclinación natural a la

‘imperfección’, sino a una serie de impedimentos extraños a la tendencia natural.

Descubrimos ahora que el segundo bien es tener un ser completo, acabado según la

propia naturaleza44

.

43

Cfr. Summa Theol., 1, q. 5., a.1 c; q.4, a.2. 44

Cf. 1, q.5, a.5.

14 14

El acto de ser y la naturaleza son bienes básicos para el sujeto existente, y se trata

de bienes objetivos: un ente, por naturaleza, jamás tiende a lo que es objetiva y

absolutamente contrario a sí mismo. En realidad, el ser y la naturaleza son el fundamento

objetivo más profundo de toda apetencia45

, por eso, todo lo que despierta el apetito del

sujeto debe tener algún grado de actualidad en el ser y algún modo de proporción con la

propia naturaleza.

Descubrimos también en los entes una tercera ‘tendencia natural’: la tendencia a

comunicar el bien propio46

. Ese bien es fundamentalmente, para cada individuo, el propio

ser y la propia naturaleza. De aquí viene que cada ente tienda a producir algo semejante a

sí mismo: que tienda a reproducirse, si es viviente, o a ejecutar sus operaciones propias,

por medio de las cuales de algún modo se comunica a sí mismo. ‘Capacidad para

comunicar el bien propio’ es también un tercer bien objetivo, justamente porque es parte

de perfección de un ente.

No seguiremos describiendo los siguientes tipos de bienes naturales, porque todos

se fundamentan en una sola realidad; lo que Santo Tomás llamaba acto de ser. Tener ser,

perfeccionar el propio ser, comunicar una semejanza del propio ser: son manifestaciones

claras de que cada ente tiende, por naturaleza, al acto de ser. Es cierto que cada ente

tiende a un cierto acto de ser proporcionado a su propio modo de ser (para un lobo lo

bueno es distinto que para una oveja o para un jilguero), pero lo que hace que una cosa

sea buena y apetecible es su acto de ser: una cosa sin un acto de ser real y sin posibilidad

de llegar a tener ese acto, nunca puede atraer hacia sí47

.

Tenemos, pues, que habiendo un fundamento objetivo de la bondad de una cosa

(el acto de ser), cada cosa en particular se considera ‘buena’ o ‘mala’ en referencia al

ente con el cual se relaciona. Resulta, entonces, que para el apetito de los distintos seres

se presentan bienes diversos: para la piedra seguir siendo piedra y ser afectada por las

leyes de la materia, para el lobo, comer ovejas, y para la oveja, escapar del lobo y no ser

comida por éste. En definitiva, bueno es siempre un ente (poseedor de cierta actualidad

en el ser) proporcionado a la naturaleza del sujeto que lo apetece48

. El mismo hecho de

poseer un cierto modo de ser proporcionado es lo que despierta la apetencia.

Con esto, por cierto, queda rechazado el relativismo, puesto que podemos

determinar una primera regla para distinguir entre un verdadero bien (bien objetivo) y un

bien aparente: la naturaleza del sujeto apetente. Verdadero bien será aquello verdadera y

objetivamente proporcionado a la naturaleza del apetente, y bien aparente será aquello

que parezca proporcionado a la naturaleza (y por ello, apetecido), pero que, en realidad,

sea contrario a ella y, por tanto, un mal. Aplicado a la vida humana, tendremos que será

objetivamente bueno todo aquello que lleve al ser humano a ser más plenamente hombre

y será malo todo cuanto lo degrade.

Hemos discurrido un poco acerca del concepto de bien con la intención de

precisar más la naturaleza de la voluntad. Cada ente tiende, por apetito natural, a su bien

sin necesidad de conocer que eso es un bien para él, simplemente tiende. En los animales,

45

Cf. De Verit., q.21, a.1 ; a.2 ad 4um. 46

Cf. Summa Theol., 1, q.19, a.2. 47

Cf. Summa Theol., 1, q.3, a.4; q.4, a.2; q.5, a.1 ; De Verit., a.2 ad 4um. 48

Cf. Cfr. Summa Theol., 1, q.5; 1-2, q.24 sobre el amor como pasión.

15 15

el apetito sensitivo inclina al sujeto a cualquier cosa que éste sienta como apropiada para

sí y para su especie; pero en ningún caso, el animal apetece ese bien porque sea

apropiado para sí. Pero si encontráramos un ente tal que sea capaz de conocer el ser de

las cosas y de apreciarlas como tales (es decir, por cuanto son y según el grado de ser que

cada una posea), entonces nos encontraríamos frente un ente cuya naturaleza es, de

algún modo, proporcionada al acto de ser en sí mismo, no ya a este o aquel ente en

particular, sino a la perfección misma del acto de ser. Ese ente es el ente de naturaleza

intelectiva y su capacidad de tender a las cosas por lo que son es la voluntad.

La voluntad ‘quiere’ las cosas por cuanto y en cuanto son buenas (o, al menos,

aparecen como tales); debe quedar claro: mediante su voluntad, el sujeto quiere las cosas

no ‘porque le atraen’, sino ‘porque son buenas’. Por ejemplo: el placer sensible atrae

porque es algo proporcionado a la naturaleza sensible y en este sentido es un cierto bien

particular; por mi voluntad puedo elegir un cierto placer sensible, pero si lo elijo, lo hago

en cuanto lo considero un cierto bien, incluso si lo elijo únicamente ‘porque me atrae’. Si

el hombre elige algo únicamente ‘porque le gusta’, incluso en este caso, tiene como

premisa primera que ‘hacer lo que a uno lo gusta es bueno’. Por eso, jamás el hombre

puede querer algo de manera voluntaria sin una ‘razón’ para quererlo, aunque sea una

razón aparente. Y esto no porque sea su deber elegir lo que la razón le presenta como

bueno, sino porque la voluntad es la capacidad de querer ‘lo que la razón presenta como

bueno’.

Vamos a precisar todavía más esta ‘tendencia al bien en cuanto tal’. Que el

hombre pueda tender, con su voluntad, a los bienes en cuanto son buenos, no significa

que la voluntad quiera las realidades de manera ‘ascéptica’, es decir, sin referencia al

sujeto apetente. Significa, en el fondo, que la voluntad puede querer el bien en cuanto es

‘objetivamente bueno’, es decir, ‘según su grado objetivo de perfección’. Esta bondad

objetiva puede encontrarla la voluntad en un ente ‘amable por sí mismo’, por ser lo que

es, con independencia de los beneficios que pueda traer (por ejemplo, en otra persona

humana o en Dios), o puede encontrarla (aunque de distinta manera) en todas aquellas

realidades que reportan algún beneficio para el mismo sujeto apetente. Cuando un animal

irracional capta una cosa como ‘conveniente’, no la entiende como tal, sino que

simplemente la ‘siente’; de aquí que tienda a ella no ‘porque sea buena’, sino

simplemente porque le atrae. El animal no entiende que la salud sea un bien, que el

desarrollo de su vida sea un bien para él, ni siquiera entiende que el placer sea un bien;

simplemente su apetito se ‘siente’ atraído hacia aquella cosa. Pero en el caso del hombre,

sucede que frente a una cosa placentera no sólo se siente atraído, sino que puede

comprender que aquello que le atrae ‘porque le produce un placer corporal’ y, más allá,

que el carácter de placentero no es lo único que define esa cosa, sino que le pertenecen

otras dimensiones. Por ejemplo, un pastel de chocolate se puede presentar placentero

pero ‘no saludable’, o quizás ‘propiedad de otra persona’ o ‘posible de ser compartido

con otro’, etc. El apetito sensitivo no puede apetecer más que el bien sensible al cual

tiende, pero no puede tender a otras dimensiones reales de la cosa, a las cuales el sentido

no llega. Estas otras dimensiones, en cambio, captadas por la inteligencia, sí pueden ser

queridas por la voluntad como ‘bienes’ objetivos. Por su voluntad, el ser humano puede

querer el pastel ‘porque es agradable’, puesto que el placer corporal es un bien de nivel

sensible; pero también puede querer la propia salud, que también apetece como un bien,

‘porque la salud es algo bueno’ y puede querer ‘compartir con otros’, cosa que también

es un bien, ‘porque hacerle bien a otra persona es bueno’.

16 16

Realmente es exclusivo de la voluntad el apetecer el bien ‘en cuanto es bueno’;

esta definición de la voluntad calza con aquella otra: “la voluntad es la capacidad de

apetecer el bien presentado por el entendimiento”, puesto que sólo la inteligencia puede

presentar el bien ‘en su razón de bien’, es decir, en su dimensión objetiva de perfección y

de bondad. “La voluntad se refiere al bien bajo la razón común de bien”49

.

Un paso más. Los bienes que capta la inteligencia son múltiples y, además,

presentan una jerarquía objetiva de bondad: hay cosas objetivamente mejores, más

valiosas que otras. ¿En qué radica el mayor o menor valer de cada cosa? En su ‘modo de

ser’; en el hecho de que cada cosa participa en diverso grado del ‘acto de ser’.

El hombre tiende a querer las cosas según este orden objetivo; ya lo hacía notar

San Agustín: preferimos no tener riquezas materiales antes que perder la vista, pero

preferimos perder la vista, antes que, conservándola, perder la inteligencia o la

conciencia de nuestra propia interioridad50

. Sabemos que la vida del espíritu (de

autopresencia íntima) es superior al poder material, y la estimamos y amamos como algo

mejor a la vida meramente sensitiva. Dentro de esta escala de bienes objetivos, entran

efectivamente aquellos que afectan de manera directa al propio sujeto apetente (bienes

espirituales y bienes materiales), pero también pueden ser considerados otros bienes que

son ‘valiosos’ por sí mismos, sin que beneficien de manera directa al sujeto que los

reconoce: tales bienes son aquellos cuya categoría ontológica los hace ‘dignos’ de un

amor de benevolencia, a saber, las demás personas, sus semejantes. El hombre también

está capacitado para amar a las personas por la ‘bondad’ o valor intrínseco de sus

existencias; ese amor que mira al otro como un bien ‘en sí mismo’ y no meramente como

un bien ‘para mí’ es posible para el hombre justamente porque su voluntad es la

capacidad de su espíritu para amar el bien ‘en cuanto bien’.

Recapitulemos. La voluntad es el apetito que tiende al bien ‘en su razón de bien’;

ese es su objeto ‘general’, presentado necesariamente por su entendimiento. Por medio

de su voluntad , el ser humano puede tender al placer, a la perfección propia, a la

permanencia de su especie, a la comunicación de su propio bien, etc., pero tiende a esa

cosas no por una mera inclinación ciega o parcialmente cognoscitiva, sino sabiendo a qué

cosas tiende y por qué tiende a ellas. De ahí que el modo como la voluntad apetece las

cosas no es el mismo que tiene el apetito sensitivo ni la tendencia natural; ese modo se

caracteriza porque es íntimo, consciente y plenamente determinado desde la interioridad

del sujeto. La ‘conciencia’ y la ‘voluntariedad’ de las acciones del ser humano están así

íntimamente relacionadas: nunca llamamos ‘voluntarias’ las acciones hechas

inconscientemente, aunque en ocasiones esas acciones puedan estar de hecho impulsadas

por una tendencia sensible (como es el caso de los borrachos o las personas drogadas).

La libertad

¿Hay algún ser que pueda saciar del todo la tendencia propia de la voluntad?

49

“Voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”. Summa Theol., 1, q.82, a.5. Cfr. ibíd.,q.80, a.2 ad

2. 50

Cf. De Trinitate, XIV, 14, 19.

17 17

La respuesta del Aquinate es afirmativa: el Bien Universal, que es Dios. Si la

voluntad tiene por objeto las cosas ‘en cuanto buenas’ y descansa en ellas en la medida

en que son buenas, la plena satisfacción y descanso de la voluntad sólo pueden darse en

la posesión de aquello que contenga la plenitud de todo bien, y ése es Dios51

.

En este hecho fundamenta el Doctor Angélico la posibilidad y la existencia de la

libertad en los sujetos racionales: si la voluntad sólo puede quedar plenamente satisfecha

con el Bien Universal, entonces cualquier otro bien que no sea este Bien Universal puede

atraer al sujeto, pero jamás puede determinarlo de manera necesaria en su apetencia y en

su conducta. Las personas son libres justamente porque los bienes que conocen y frente a

los cuales deben escoger no son el Bien Universal52

.

No es este trabajo el lugar para desarrollar un tratado sobre la libertad. Pero es

indispensable mencionarla como otro de los fundamentos más importantes de la

actividad pedagógica según el espíritu de Santo Tomás. El término ‘libertad’ o ‘libre

albedrío’ designa la propiedad de la voluntad de la persona por la cual esta puede

determinarse a sí misma en sus acciones en orden a un fin53

. Porque es libre, el hombre

puede determinarse por un bien o por otro, sin estar necesariamente determinado por

ninguno de los dos, o puede elegir entre el bien y el mal. Sin embargo, cuando la persona

elige el mal, aunque ejerce su libertad, se trata de una libertad frustrada. Recordemos que

la voluntad busca y tiende al bien en cuanto tal, de manera que la libertad de la voluntad

se encuentra orientada al bien: somos libres para elegir el bien. Tanto es así que, incluso

cuando la persona elige algo objetivamente malo, lo elige bajo la perspectiva de algún

bien (limitado, pero bien); resulta, entonces, que el que elige libremente un mal, elige un

bien que es mera apariencia y, por esto mismo, ejerce una libertad frustrada. La libertad

se ejerce plenamente en la elección de bienes verdaderos, objetivamente conformes con

la naturaleza del hombre.

Adelantamos, así, una de las aplicaciones más claras de la doctrina tomista para la

teoría y la praxis educativa: la educación moral es, en definitiva, educación de y para la

libertad. Formarse moralmente significa, mirado desde la perspectiva de la libertad,

aprender a elegir bien.

Mutua relación de las potencias.

El ser humano constituye una unidad; no debe imaginarse que las diversas

dimensiones de la vida humana conforman algo así como compartimentos estancos, con

operaciones propias que en nada influyen en las otras dimensiones y nada reciben de

éstas. La vida del hombre no es una pluralidad esquizofrénica, sino que todo en él está

dispuesto para la unidad: de hecho se trata de una única vida para cada sujeto.

51

“Algunos entes se inclinan al bien conociendo la razón misma de bien, lo cual es propio del

entendimiento. Y tales se inclinan al bien de la manera más perfecta: no como dirigidas de un único modo

hacia el bien por otro, como sucede en los seres carentes de conocimiento, ni dirigidas únicamente a un

bien particular, como aquellos entes que sólo tienen conocimiento sensitivo, sino como inclinadas hacia el

Bien Universal mismo. Y tal inclinación se llama voluntad”. Summa Theol., 1, q.59, a.1. 52

Cf. Summa Theol., 1-2, q.13, a.2. 53

Cf. Summa Theol., 1, q.83, a.4; 1-2, q.1, a.1.

18 18

Considerar atentamente esta unidad es de máxima importancia si se quiere

comprender en qué consiste realmente el desarrollo pleno del hombre. Existe, por

naturaleza y de hecho, una fuerte influencia de las distintas potencias operativas sobre el

cuerpo de la persona, del cuerpo sobre las potencias operativas, de unas potencias sobre

otras; esta real influencia, sin embargo, está llamada a convertirse en armonía, porque de

lo contrario llegamos al caos y a la inestabilidad. Pero la armonía entre cosas diversas

sólo se alcanza cuando todas se ordenan hacia un mismo objetivo y cada una lo hace

según su modo y su operación propios. Si se quiere comprender cabalmente cuáles son el

principio, el método y la meta del proceso educativo, se hace necesario precisar las

relaciones e influencias entre las diversas potencias.

En los siguientes apartados intentaremos dar una idea muy esquemática de las

relaciones que se dan entre las diversas potencias del hombre, tal y como la propone

Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles. De entrada, diremos que la relación entre las

diversas potencias humanas se resume en lo siguiente: el ser humano no puede realizar

las actividades de sus potencias superiores, sino supone la actividad de las inferiores;

pero toda la actividad de las potencias inferiores se orienta a la realización de las

operaciones superiores. La actividad de las potencias sensitivas supone una buena

constitución corporal y un buen funcionamiento de las potencias vegetativas, y la

actividad intelectual requiere la formación de una sensibilidad adecuada. Pero a su vez, la

actividad de las potencias vegetativas no tiene como fin definitivo que el hombre pueda

comer o su cuerpo pueda crecer, ni tampoco las potencias sensitivas tienen como fin

último que el ser humano pueda sentir, sino que todas se ordenan a que el hombre sea

perfecto como hombre, y eso sólo se alcanza mediante la actividad de las potencias

intelectivas54

.

Si comenzamos atendiendo a la dimensión de mera corporeidad vegetativa,

encontramos un par de hechos evidentes. El primero: los diversos órganos y aparatos del

cuerpo humano se influyen y se necesitan mutuamente entre sí. Podemos comprobar este

hecho en nuestra propia experiencia cotidiana y, también, en una rápida ojeada a

cualquier tratado básico de biología humana; por ello, no nos extenderemos más sobre el

asunto. El segundo hecho es también evidente, pero quizás menos atendido: la voluntad

del ser humano no puede gobernar ‘directamente’ sus potencias vegetativas. No basta

con querer que nuestro pulso disminuya o aumente su frecuencia para que sea así, ni nos

basta tampoco decidir que queremos crecer unos centímetros más para que así suceda.

Aunque es cierto que la actualidad natural de nuestra alma ‘dirige’ nuestra actividad

vegetativa, es también claro que dicha actividad no se encuentra mediada por las

decisiones de nuestra voluntad55

. Y esto entraña una gran ventaja: si el hombre debiera

regir con su limitada inteligencia y su voluntad inconstante todos los actos de su cuerpo,

simplemente la vida humana no sería posible.

Sin embargo, sabemos que existe una influencia indirecta de la voluntad y de los

apetitos sensitivos en el desarrollo y funcionamiento de nuestro cuerpo, pues hay una

influencia clara de nuestro estado anímico sobre nuestro estado corporal y viceversa. Las

54

“Lo corpóreo-vegetativo, lo biológico en el sentido inicial del término, se comporta como

‘materialmente’ respecto de la sensibilidad humana, e incluso ésta con respecto a la naturaleza intelectual o

racional del hombre”. CANALS, F., Sobre la esencia del conocimiento, P.P.U., Barcelona, p.612. 55

Summa Theol., 1, q.82, a.4, c.

19 19

pasiones que afectan nuestra sensibilidad implican siempre algún modo de afección o

transmutación corporal, transmutaciones que pueden ser reducidas y momentáneas (rubor

por vergüenza, disminución de la presión por miedo, etc.) o pueden afectar la totalidad de

nuestro organismo y prolongarse por mucho tiempo (por ejemplo, una tristeza

prolongada va minando las fuerzas físicas y parece ‘comerse’ al cuerpo). La situación

contraria también es posible: hay estados corporales que se traducen en alteraciones de

nuestra sensibilidad (esto sucede, por ejemplo, en las depresiones por causas

endógenas)56

. Al considerar estas fuertes influencias entre el cuerpo del ser humano y su

sensibilidad, se ve con claridad meridiana la verdadera unidad que existe entre el cuerpo

y el alma del hombre: el alma es verdaderamente forma del cuerpo humano y el cuerpo,

manifestación de su alma.

También la voluntad influye sobre las operaciones vegetativas, pero de manera

más indirecta aún. Por una parte, puede influir por medio de las mismas pasiones

sensitivas, pues –como explicaremos un poco más abajo– la voluntad del hombre puede

dirigir las pasiones con un dominio ‘político’. Por otra, puede influir mediante acciones

externas que faciliten o dificulten ciertas actividades vegetativas de su cuerpo, por

ejemplo, mediante ciertas actividades físicas o en la ingesta de medicamentos.

Consideremos, ahora, una facultad propia de la vida animal: las potencias

locomotrices, por las cuales podemos movernos espacialmente. Los movimientos de los

miembros externos (no ya de los órganos y aparatos internos de actividad vegetativa) son

controlados, normalmente, por la voluntad de cada persona; caminamos, corremos,

movemos las manos cuando queremos, y si no queremos, no hacemos nada de esto: en

cuanto lo queremos, nuestros cuerpos obedecen. Advirtamos que, en este punto, la

voluntad ejerce una influencia más fuerte sobre nuestros movimientos corporales que la

de las pasiones: mientras nuestra voluntad no decida, no realizamos movimiento

alguno57

. Podemos tener mucho miedo, sentirnos impulsados a correr, pero mientras la

persona no decida voluntariamente correr, no correrá. Es cierto que nuestra voluntad

puede dejarse ‘arrastrar’ por las pasiones, pero, incluso en tales casos, nuestros

movimientos corpóreos se encuentran imperados por una decisión voluntaria. Pueden

darse algunas situaciones excepcionales, en las que el movimiento corporal no obedezca

a una decisión voluntaria; por ejemplo, ciertos estados de semi-inconciencia (por drogas,

por alcohol, por pasiones excesivamente intensas, que, literalmente ‘hacen perder la

cabeza’, etc.), algunos movimientos reflejos y la presencia de un impedimento físico.

Pero, en la vida normal del individuo, la voluntad impera directamente los movimientos

locales de los miembros de nuestro cuerpo. Ya hemos señalado antes que, en el animal, la

conducta externa se encuentra dirigida directamente por sus pasiones. Interesa mucho

destacar que, en el caso del ser humano, en situación normal, no es así: su conducta

exterior es –siempre y cuando esté consciente de sí mismo- una conducta voluntaria.

La natural obediencia del cuerpo al gobierno de la razón nos manifiesta

claramente cómo el cuerpo existe en función del alma, nos manifiesta cómo la

corporeidad nos hace presente el alma, en cuanto es expresión de la vida del espíritu.58

Una visión educativa integral se sustenta en una antropología que considere el cuerpo

56

Cf. Summa Theol., 1-2, q.27, a.4 ad 1um. 57

Cf. Summa Theol., 1, q.81, a. 3, ad 2um. 58

Summa Theol., 1-2, q 50, a. 2

20 20

como un elemento esencial y constitutivo de la persona humana. Que lo considere en su

radical dignidad.

Pasemos al ámbito sensitivo. “Nada se ama si no se conoce”59

. Esta ley se cumple

también en nuestra sensibilidad: las pasiones requieren el actual conocimiento sensible

de un objeto, esté o no físicamente presente. La relación inversa es más difícil de

comprender: ¿influyen las pasiones sobre la percepción sensitiva de un objeto? La

experiencia parece decirnos que sí: nuestros sentimientos no pueden alterar la cosa

misma que captamos, pero muchas veces nos predisponen frente a esa cosa o persona, de

manera que, incluso a nivel sensitivo, atendemos ciertos aspectos y no otros, o

establecemos una cierta estimación sensitiva de la realidad captada, sin abarcar

globalmente la realidad. Es cierto que nuestras pasiones no pueden hacer que veamos el

rojo como negro o viceversa, o hacernos sentir lo salado como dulce (estos casos

constituyen, más bien, efectos de deficiencias físicas); pero si pueden alterar la captación

de nuestra imaginación o de nuestra memoria o, incluso, de nuestra cogitativa. Así, por

ejemplo, el temor a un objeto determinado nos hace sentir ese objeto mucho más cerca de

lo que realmente está; la ira puede, literalmente, ‘cegarnos’; el deseo intenso de un placer

nos hace percibir que el tiempo pasa muy lentamente y, en muchas ocasiones, nos puede

hacer incapaces de atender, con nuestra imaginación, otras cosas, etc. Advirtamos que

todavía no nos referimos a la mutua influencia entre la sensibilidad y la razón humanas;

estamos hablando únicamente de la sensibilidad y ya podemos afirmar que no sólo la

aprehensión sensitiva de las cosas influye sobre nuestros apetitos sensitivos, sino que

estos mismos apetitos influyen muy fuertemente en nuestra captación cognoscitiva

sensible de la realidad. Si queremos educar al hombre para la verdad, se debe tener muy

en cuenta la educación de las pasiones y de la mente, para que sepa tomar la apropiada

distancia frente a sus propias afecciones sensibles.

Ascendamos a la consideración de la vida propiamente racional del ser humano.

Primero atenderemos someramente la relación que existe entre la inteligencia y la

voluntad; posteriormente, nos detendremos a considerar las complejas influencias que se

dan entre la sensibilidad y la actividad racional del ser humano.

En la Suma Teológica, cuestión 82, el Doctor Angélico establece una

comparación entre la inteligencia y la voluntad. Específicamente en el artículo cuarto,

muestra la mutua influencia entre ambas facultades: la inteligencia mueve a la voluntad a

modo de fin, y la voluntad mueve a la inteligencia a modo de causa eficiente. Esto

significa, por una parte, que el entendimiento presenta a la voluntad el objeto propio de

ésta, que es el bien. Nuevamente debe aplicarse el principio de San Agustín: “no se

puede amar lo que no se conoce”; la voluntad no puede realizar sus actos si no tiene un

‘objeto’, conscientemente alcanzado, al cual dirigirse. Por otra parte, la inteligencia es

una potencia operativa particular y, como toda potencia creada, nunca está plenamente

actualizada (excepto en la visión sobrenatural de Dios): cada potencia particular de la

persona requiere de ‘algo’ que la mueva a su acto propio; y ‘mover’ a realizar un acto u

otro es una actividad principiada por la voluntad, en la medida en que compete a la

voluntad ordenar la actividad de todas las potencias del individuo hacia un único fin. La

inteligencia también se haya sometida a esta influencia de la voluntad. Comprobamos

que para pensar en algo determinado (y llegar así a entenderlo) debemos, primero, querer

59

Cf. SAN AGUSTÍN, De Trinitate, X, c.1.

21 21

pensar en ello, querer aplicar nuestra atención al asunto en cuestión. Es cierto que para

querer un determinado bien, primero, lo debemos entender como bueno; pero para aplicar

nuestra mente a entender algo, debemos, antes, querer pensar y entender aquello60

. Las

consecuencias de esta mutua relación para la actividad educativa son múltiples y de suma

importancia; entre otras, se hace evidente que todo aprendizaje (incluso el más teórico)

requiere una favorable disposición de la voluntad y que toda determinación realmente

voluntaria requiere una comprensión de la bondad del objeto al que se refiere.

En el orden del conocimiento ya hemos mencionado una de las relaciones más

propias entre las potencias sensitivas e intelectivas: para poder entender algo, el hombre

tiene que abstraer sus conceptos a partir de las imágenes. No sólo eso: cada vez que

vuelve a pensar un concepto, debe referirlo a la imagen de la cual lo separó61

; de otro

modo, la comprensión de una cosa, según la capacidad humana, no acaba de ser

completa. Consideremos que, además, la imagen de una cosa incluye las estimaciones

sensitivas que cada uno siente respecto a la cosa captada. El concepto que cada persona

forma respecto de una cosa depende, no poco, de la imagen que ha guardado en su

memoria sensitiva; resulta así que nuestros conceptos, aunque sean verdaderos, pueden

quedar limitados y como ‘recortados’ por una inadecuada información sensitiva y por

una estimación poco ecuánime de sus cualidades62

.

La influencia inversa es también real. Nuestra captación intelectual puede influir

no poco en el posterior enriquecimiento de nuestra imagen, puesto que nos hace centrar

la atención de nuestros sentidos más en unos aspectos que en otros63

. Esto constituye una

ventaja para no disipar la atención en aspectos secundarios y accidentales de la cosa;

aunque a veces, también pueda limitar nuestra captación de la realidad a causa de una

atención tendenciosa y predispuesta. Hay que advertir que, en definitiva, la influencia de

nuestros conceptos sobre nuestro modo de captar sensiblemente las cosas materiales se

encuentra generalmente mediada por la disposición de la voluntad. La aceptación de

nuestra ignorancia respecto de un tema, o de la limitación de nuestras capacidades, la

disposición para reconocer la realidad tal como es y no como nosotros quisiéramos que

fuera, el reconocimiento de una verdadera autoridad en la materia, el amor por la verdad,

etc. son todas disposiciones de la voluntad que permiten a la persona percibir las cosas

‘con ojos limpios’ y no imponer sobre ellas su ‘idea’.

Consideremos, al fin, las relaciones que se establecen entre las potencias

racionales y el apetito sensitivo. En este ámbito las relaciones entre las potencias se

vuelven más complejas, más estrechas y, a veces, difícilmente discernibles. La razón

puede influir sobre la formación de los juicios sensibles. La voluntad influye de manera

directa, por el imperio, sobre todas las potencias del ser humano, a excepción de las

potencias vegetativas. Las pasiones pueden influir directamente sobre la actividad de los

sentidos internos, y mediante ellos, sobre el juicio de la inteligencia y el acto de la

voluntad. La explicación de Santo Tomás a este respecto es rica y precisa, y –dada la

60

Es importante señalar que no nos encontramos aquí en un círculo vicioso. El primer principio de la

intelección y de la acción voluntaria se encuentra en un acto radical de la inteligencia, acto que es

impulsado, no ya por una decisión de la voluntad del sujeto, sino por Dios mismo. Cfr. Summa Theol.1,

q.82, a.4, ad 3um. 61

Cf. Summa Theol., 1, q.84, a.7; q.89, a.1; In II Sent., d.20, q.2, a.2, ad 3; etc. 62

Cf. Summa Theol., 1, q.85, a.8. 63

Cf. Cont. Gentes, II, 60 ; Summa Theol. 1, q.81, a.3.

22 22

importancia que supone para la realización de la actividad educativa– nos parece

adecuado explicarla con más detalle.

“Las pasiones del alma pueden referirse de dos maneras al juicio de la razón.

Una, antecedentemente, y en este caso, como oscurecen el juicio de la razón, del cual

depende la bondad del acto moral, disminuye la bondad del acto. (…) La otra manera,

consiguientemente; y esto de dos modos. Primero, a modo de redundancia, a saber:

porque, cuando la parte superior del alma se mueve hacia alguna cosa intensamente,

sigue su movimiento también la parte inferior; y así, la pasión que surge de modo

consiguiente en el apetito sensitivo es señal de una voluntad más intensa, y, por tanto,

indica mayor bondad moral. Segundo, a manera de elección; esto es, cuando el hombre

por el juicio de la razón procura ser afectado por una pasión para, mediante la

cooperación del apetito sensitivo, obrar más prontamente; y en este caso la pasión del

alma aumenta la bondad de la acción”. 64

La intención de Santo Tomás en este pasaje es mostrar de qué manera influyen las

pasiones en la moralidad de los actos humano. Nosotros lo hemos recogido para

considerar los modos concretos de la mutua relación entre las pasiones y la parte racional

del alma: el apetito sensitivo se refiere a la razón (inteligencia y voluntad), ya sea

influyendo sobre ésta (pasiones antecedentes), ya sea recibiendo la influencia de la parte

racional sobre sus propios actos (pasiones consecuentes).

Influencia de la razón y la voluntad sobre el apetito sensitivo.

“El irascible y el concupiscible obedecen a la parte superior, en la cual residen el

entendimiento o razón y la voluntad, de dos maneras: una, con respecto a la razón; otra,

con respecto a la voluntad. Así, obedecen a la razón en cuanto a sus mismos actos. En los

animales el apetito sensitivo está ordenado, por naturaleza, a ser movido por la potencia

estimativa, y así la oveja teme al lobo porque le estima como enemigo suyo. Pero, como

anteriormente hemos dicho, el hombre tiene, en lugar de la estimativa, la cogitativa,

llamada por algunos, razón particular, porque compara las intenciones individuales; de

manera que en el hombre, por naturaleza, el apetito sensitivo es movido por ella. Ahora

bien, la razón particular es movida y dirigida naturalmente por la razón universal, y por

esto, en la argumentación silogística se deducen de las proposiciones universales

conclusiones particulares. Por tanto, es evidente que la razón universal impera el apetito

sensitivo, que se divide en concupiscible e irascible, y que este apetito le obedece. (...) Lo

que puede experimentar cada uno en sí mismo, pues recurriendo a algunas

consideraciones universales se mitigan o exacerban la ira, el temor y otras pasiones

similares.

Igualmente el apetito sensitivo se subordina a la voluntad en el orden de la

ejecución, que se realiza por la fuerza motriz. En los animales, a la actividad

concupiscible e irascible sigue inmediatamente el movimiento; por ejemplo, en la oveja,

que huye al instante por temor al lobo; pues no hay en ellos un apetito superior que

oponga resistencia. El hombre, en cambio, no se mueve inmediatamente a impulso del

apetito irascible y concupiscible, sino que espera el imperio de la voluntad, que es el

apetito superior. Pues en todas las potencias motoras ordenadas la una a la otra, la

64

Summa Theol., 1-2, q.24, a.3 ad 1.

23 23

segunda no se mueve sino en virtud de la primera; por eso el apetito inferior no basta

para mover mientras que el superior no lo consienta”65

.

Puesto que el apetito sensitivo tiene su objeto propio (el bien sensible), posee

también un movimiento propio, una operación que se determina según su objeto

proporcionado (la forma sensible del bien) y que puede brotar en el sujeto con

independencia de la influencia de la voluntad del sujeto. Sin embargo, el apetito sensitivo

se ordena por naturaleza a un bien particular: el bien corporal; un bien que, en cierto

modo, atrae sin referencia al bien total y pleno de la persona humana. De ahí que la parte

racional del alma esté llamada a gobernar las tendencias sensitivas.

El dominio de la razón sobre los actos del apetito sensitivo (que son las pasiones

y las mociones en orden a la acción) se ejerce desde dos frentes: por parte de la

inteligencia (o razón), que influye en la configuración del objeto de las pasiones, y por

parte de la voluntad, que influye directamente en el ejercicio de la pasión y de los

movimientos exteriores que se siguen de la pasión.

En cuanto a la configuración del objeto, el entendimiento influye sobre las

pasiones mediante los sentidos internos. En primer lugar, presentándole a los apetitos

cierto objeto sensible como bueno o como malo según la consideración de la cogitativa.

“El intelecto o razón conoce, en universal, el fin al cual ordena, imperándolos, el acto del

concupiscible y el acto del irascible. Pero aplica este conocimiento universal a lo singular

mediante la cogitativa”66

. Por naturaleza, el apetito sensitivo puede ser movido por la

cogitativa, pues ésta puede presentarle a aquél el bien aprobado por la razón de un modo

sensible y singular: la cogitativa puede presentar como bueno al apetito sensitivo ciertas

cosas particulares en cuanto son casos particulares dentro de un bien más universal y

superior. Gracias a esta intervención de la cogitativa, está bajo el dominio del hombre el

aplacar o exacerbar las pasiones mediante consideraciones intelectuales; en otros

términos, reflexionando sobre la conveniencia o inconveniencia de una pasión y de una

acción concreta. Por ejemplo, alguien puede controlar su miedo hacia una operación

quirúrgica reflexionando sobre la necesidad de ésta para su salud, la gran pericia del

médico a cargo, la posibilidad de ofrecer los dolores como sacrificio expiatorio, etc.

La inteligencia influye en los apetitos sensitivos no sólo mediante la cogitativa,

sino también mediante los demás sentidos internos superiores, especialmente la

imaginación, porque la inteligencia puede intervenir en la actividad de la imaginación y

formar ciertas imágenes según lo impere67

. “El apetito sensitivo puede ser movido por la

razón universal también mediante la imaginación particular”68

. Volviendo al ejemplo

anterior, comprobamos que otro modo de dominar el miedo es procurando no imaginar

aquel dolor e imaginando, en cambio, alguna consecuencia positiva sensitivamente

agradable. Esto ya no es una consideración universal, sino simplemente la intervención

65

Summa Theol., 1, q.81, a.3. 66

De Verit., q.10, a.5 ad 4. 67

“Los sentidos exteriores requieren, para su acto, de la inmutación de las cosas sensibles, cuya presencia

no depende de la potestad de la razón; pero las potencias interiores, tanto apetitivas como aprehensivas, no

requieren de las cosas exteriores. Y por esto se someten al imperio de la razón, que puede no sólo instigar o

mitigar el afecto del apetito, sino también formar las representaciones de la imaginación”. Summa Theol.,

1, q.81, a.3 ad 3. 68

Summa Theol., 1-2, q.30, a.3 ad 3.

24 24

de la inteligencia en la formación de unas imágenes sensibles o de otras, y por tanto, de

unos juicios sensibles o de otros.

La voluntad, por su parte, puede influir directamente sobre el ejercicio de las

pasiones y las mociones del apetito sensitivo, y su influencia se ejerce de dos modos: por

redundancia o por elección.

“Por redundancia de afectos, la voluntad influye en el apetito sensitivo

comunicándole a éste su propio estado y su propio amor, puesto que, siendo el apetito

sensitivo cierta participación del apetito superior, le compete por naturaleza seguir su

influjo: aquello que la voluntad quiere con extrema intensidad no puede dejar de influir

en las apetencias inferiores. Y así, lo que alegra en gran medida a la voluntad no puede

dejar de confortar al cuerpo y hacerlo sentirse gozoso: la noticia del éxito de una

persona muy amada, el logro de una meta que ha significado muchos años de sacrificio,

encontrar una verdad que se ha buscado con ansias... reconfortan el ánimo, no sólo la

voluntad, sino toda la sensibilidad del individuo; y lo mismo debe decirse de las demás

afecciones de la voluntad: todo lo que afecte intensamente a la voluntad acaba

traduciéndose en alguna pasión”69

.

Además de la influencia por redundancia, se encuentra el dominio o influencia

por elección, lo cual se ejerce de dos maneras: directa o indirectamente. La elección de

la voluntad influye directamente en las mociones del apetito sensitivo sobre nuestros

miembros corporales, pues –como antes mencionábamos– las pasiones sensibles no

pueden mover los miembros del cuerpo sin el consentimiento de la voluntad

La manera indirecta de influencia de la voluntad sobre las pasiones la compara

Santo Tomás con el dominio político: por medio de su voluntad el hombre puede elegir

ser afectado o no ser afectado por tal o cual pasión para actuar con más eficiencia. Esta

influencia por elección es indirecta, ya que la persona no puede elegir directamente

sentir tal o cual pasión, pero puede imperar, en un acto de voluntad libre, sobre la

inteligencia, la cogitativa y la imaginación, para que consideren y representen aquellos

juicios e imágenes que pueden provocar una determinada pasión. En definitiva, la

influencia indirecta de la voluntad sobre las pasiones acaba identificándose con la

influencia que ejerce la inteligencia sobre los sentidos internos: realmente, cuando la

persona guía u orienta la actividad de su memoria y de su imaginación para mover sus

pasiones, lo hace gracias a su inteligencia, pero por una determinación libre de su

voluntad. De aquí que toda pasión consecuente al acto de la razón aumente la moralidad

del acto (su bondad o su maldad), porque siempre implica la adhesión consciente y

voluntaria de la persona a un determinado bien como a su fin, y en la referencia de la

voluntad al fin queda determinada la moralidad interna del acto.

Influencia de los apetitos inferiores sobre la razón y la voluntad

Si existe una influencia consecuente de la razón sobre las pasiones y las mociones

de los apetitos inferiores, existe también una influencia antecedente de éstos sobre los

actos de la voluntad y de la inteligencia. El primer modo de influencia (de la razón sobre

las pasiones) corresponde al orden normal de relación entre el apetito inferior y el

69

Cf. ASTORQUIZA, P., Ser y Amor. Fundamentación Metafísica del Amor en el pensamiento de Santo

Tomás de Aquino”. Tesis doctoral, defendida en julio del 2002, en la Universidad de Barcelona, p. 199.

25 25

superior: la naturaleza humana está ordenada a que la razón y la voluntad dominen todas

las potencias inferiores. De aquí que la parte intelectiva del alma tenga poder no sólo de

reprimir algunas pasiones, sino de incentivar otras y de orientarlas todas hacia el pleno

desarrollo del ser humano. En cambio, la influencia de las pasiones sobre la razón es

contraria al orden normal de la naturaleza, y posible sólo por la debilidad de la razón en

el hombre, que ni conoce su verdadero fin último ni adhiere a él con todas sus fuerzas.

¿Cómo puede ser posible una operación de la naturaleza humana contraria al orden de

esta misma naturaleza? Porque los apetitos de la sensualidad poseen objetos y

movimientos propios, que pueden presentarse con independencia de la razón, y por esto

mismo, pueden oponerse a su impulso e interferir en su actividad.

“Dice el Filósofo que ‘en el animal (viviente sensitivo) se observa tanto el poder

despótico como el político; pues el alma domina al cuerpo con imperio despótico, y el

entendimiento al apetito con imperio político y regio’. Dominio despótico es el que se

ejerce sobre los siervos, los cuales no tienen posibilidad de resistir en nada el imperio de

quien les manda, pues no poseen nada propio; en cambio, el poder político y regio es el

que se ejerce sobre los hombres libres, los cuales, si bien están sometidos al gobierno de

un jefe, sin embargo, tienen algo propio, que les permite resistir su imperio. Y según esto

se dice que el alma domina al cuerpo con imperio despótico, pues los miembros

corporales en nada pueden resistir el mandato del alma, sino que, conforme a su deseo,

al punto se mueven el pie, la mano, o cualquier otro miembro capaz, por naturaleza, de

movimiento voluntario. En cambio, el entendimiento o la razón se dice que imperan al

apetito irascible y al concupiscible con imperio político, porque el apetito sensitivo tiene

algo propio, que le permite resistir al mandato de la razón. Pues el apetito sensitivo no

sólo puede ser movido por la estimativa en los animales y por la cogitativa en el hombre,

dirigida ésta por la razón universal, sino también por la imaginación y los sentidos. De

ahí que experimentemos la resistencia que el apetito concupiscible e irascible oponen a

la razón, al sentir o imaginar algo deleitable que la razón prohíbe, o algo triste que la

razón manda”70

.

En la medida en que los sentidos y la imaginación pueden realizar sus actos con

independencia de la razón, en esta medida también pueden realizar juicios sensibles

respecto a bienes o males particulares, con independencia del influjo racional: de tales

juicios sensibles se originan pasiones al margen del imperio racional, como reacciones

independientes de la voluntad de la persona.

Puesto que la influencia de los apetitos inferiores sobre la razón es siempre

contraria al orden normal de la naturaleza humana, su modo de acción es también

siempre negativo: el apetito sensitivo no dominado en sus impulsos siempre impide el

uso de la razón y obstruye la actuación de la voluntad.

Las pasiones pueden obstruir el juicio de la razón, arrastrando al sujeto a no

atender de manera actual los juicios rectos de la razón universal ni de la cogitativa. Éste

es el caso del incontinente que, sabiendo e incluso estimando el verdadero bien, no

atiende al juicio de su razón, sino que sigue sus impulsos sensitivos, ‘justificándose’ con

una falsa razón inspirada por esos mismos impulsos.

70

Summa Theol., 1, q.81, a.3 ad 2.

26 26

“En el incontinente, la razón no está tan obstruida por la concupiscencia que

ignore el principio universal de la verdadera ciencia moral. Supongamos, por tanto, que,

por parte de la razón, se propusiese (al incontinente) una premisa universal que

prohibiese gustar desordenadamente de las cosas dulces, como diciendo ‘nada dulce

debe ser gustado fuera de hora’; pero que, por parte de la concupiscencia, se presentase

el juicio ‘todo lo dulce es deleitable’, siendo el deleite lo que de suyo busca la

concupiscencia. Entonces, como respecto a lo particular la concupiscencia traba a la

razón, no se asumirá (la premisa particular) de acuerdo con la premisa universal de la

razón, de manera que se dijese ‘esto está fuera de hora’, sino que se asumirá conforme a

la premisa universal de la concupiscencia, diciendo ‘esto es dulce’. Y así se seguirá la

conclusión práctica”71

.

El hombre, cuando está dominado por una pasión, puede decir hacia fuera ‘tal o

cual cosa están mal’, pero, en realidad, en ese momento no entiende lo que dice ni lo que

piensa, porque aquello que dice no lo siente así; movido por su pasión, la persona ya no

atiende el juicio de su razón72

. De ahí que el impulso del apetito sensitivo, “cuando es

vehemente, puede mover cualquier parte del alma, también a la razón, si no está solícita

para resistir”73

.

Ahora bien, en tanto y en cuanto la pasión nubla el juicio racional, el acto de la

voluntad se vuelve menos perfecto y libre, puesto que no hay una conciencia plena y

perfecta de lo que se está haciendo. Aunque la pasión inclinase hacia la misma acción a

la cual inclinaría el juicio racional recto (por ejemplo, a dar limosna), cuando la acción

se hace movida por la pasión es menos voluntaria, más extrínseca al sujeto, y, por lo

mismo, menos imputable moralmente74

. La voluntad mueve de manera mucho más

íntima que las pasiones: mueve conforme a los motivos más íntimos del sujeto, que son

los que le propone su razón universal. Ésta propone a la voluntad aquel fin último

concreto, al cual la voluntad adhiere con su amor más profundo, y le muestra los medios

proporcionados en orden a tal fin. De aquí que actuar movido primeramente por la pasión

es actuar por impulsos extraños, en cierto sentido, a la intimidad del individuo, puesto

que el sujeto no obra ordenando conscientemente sus acciones hacia el fin que quiere,

sino que obra al margen de aquel fin. Esta afirmación puede parecer demasiado radical,

pero basta recurrir a la propia experiencia para comprobar que, cuando uno ha realizado

un acto movido por una pasión (un sentimiento casi físico), sabe perfectamente que ha

actuado más ‘arrastrado’ por su impulso que determinado por una decisión propia y

plenamente consciente.

Para el Angélico, la pasión no sólo puede influir en la consideración actual y

esporádica de las premisas de la acción, sino que puede tener un efecto mucho más

profundo en la configuración del carácter del ser humano. Por medio de una especie de

influencia indirecta, la pasión puede llegar a deformar la inclinación de la voluntad,

haciendo que el hombre ponga su fin último concreto (el sentido de su vida) en un bien

particular, de tipo sensible o, al menos, posible de captar por los sentidos.

71

In VII Ethic., lec. 3, n.1347. Cf.Idem, n.1342; Summa Theol., 1-2, q.77, a.1 y a.2;.De Verit, q. 24, a. 2. 72

Cfr. In VII Ethic., lec.3, n. 1344. 73

In VII Ethic., lec.3, n. 1348. 74

Cfr. Summa Theol., 1-2, q.24, a.3 ad 1.

27 27

El hombre que acostumbra a dejarse llevar por los impulsos de su sensibilidad,

acabará, evidentemente poniendo su fin último en el bien del sentido, en aquello que más

atraiga a sus apetitos inferiores. “Así como es cada uno, así le parece el fin” 75

. Quien

acostumbra a guiarse por el sentido, acabará amando con toda su voluntad los bienes

sensibles, mientras que los bienes superiores (su propia vida espiritual, las demás

personas y Dios) terminarán perdiendo importancia ante sus ojos.

La primera conclusión de la íntima interrelación entre las facultades humanas:

todas las potencias operativas humanas son susceptibles, directa o indirectamente, de

perfeccionamiento en orden a realizar mejor sus propias actividades. Sin embargo, la

perfección del hombre completo, del hombre en cuanto hombre, pasa necesariamente por

la formación adecuada de la voluntad. Porque a través de esta potencia, el hombre puede

conducir la actividad de todas sus facultades hacia el último fin de la vida humana, hacia

la perfección completa de su vida. De ahí que ‘educar al hombre en su plenitud’ pase, en

primer y principal lugar, por educarlo moralmente, es decir, por educar su voluntad.

La segunda es que, para pensar los medios educativos apropiados para la

educación moral, se hace preciso tener siempre presente la íntima unidad de todas las

potencias humanas y su modo peculiar de interrelación. Así el educador podrá adaptar las

acciones e ‘instrumentos’ adecuados para orientar la actividad de cada una de las

potencias en orden al bien total y completo de la persona.

El ser humano como persona

En la visión de Santo Tomás los entes del Universo se escalonan según una

jerarquía de perfección, cuyo grado más alto corresponde al de las personas76

. Dentro del

grado de ‘persona’, se encuentran (de menor a mayor perfección entitativa) los seres

humanos, los ángeles y Dios.

‘Persona’ es el término con que se denomina al “subsistente distinto en naturaleza

racional”77

. La persona es “lo perfectísimo en toda la naturaleza”78

, porque posee un

modo de ser más perfecto que el resto de los entes: el modo de ser de los existentes

espirituales. De manera que una sola persona vale más que el conjunto de todo el

Universo no personal, porque siendo lo más perfecto en todo el Universo, éste adquiere

su verdadero valor por su ordenación a la persona.

75

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, III, c.5, 1114 a 32; cfr. In III Ethic., lec.13, nn. 519, 520 y 523. 76

Esta jerarquía no es una invención ni un descubrimiento de Santo Tomás, sino una captación directa de

todo hombre. Quizá no todas las personas puedan explicar plenamente porqué son diversas en perfección,

pero todos pueden percibirlo (a menos que alguna ideología extraña les enrede la cabeza). El hombre sabe

que la vida es superior a la no vida; la vida animal, a la vegetal, y la vida humana, a la animal. Tan cierto es

esto, que en las culturas en que se ha querido dar preeminencia a modos inferiores de vida (por ejemplo,

divinizando a los animales) se les han adjudicado características antropomórficas (pensamiento, decisión

libre, capacidad de discernir... y, a veces, hasta parte de la figura humana) o si no, espíritus o deidades

antropomórficas que habitan en ellos. 77

De Pot., q.9, a.4. Definición que el Angélico extrae de BOECIO : “Persona est naturae rationalis

individua substantia”. Liber de persona et duabus naturis contra Eutychen et Nestorium (en J. MIGNE,

Patrologiae. Cursus Completus. Paris, Vrayet de Surcy, 1847, t.LXIV, col.1338-1354) c.III, col.1343. 78

Cfr. Summa Theol., 1, q.29, a.3; De Pot. q.9, a.3.

28 28

Es importante no olvidar en ningún momento este punto: la naturaleza espiritual

es superior a la naturaleza material. ¿Por qué? Porque los seres de naturaleza espiritual

sobrepasan a los de naturaleza meramente material en todos los atributos que tienen los

entes: en la unidad e identidad consigo mismos, en la capacidad de acción, en la

capacidad de causar algo nuevo, en la capacidad de comunicar sus propios bienes, en la

amplitud de su propia existencia y del alcance de sus propias acciones… En todos estos

ámbitos el ente espiritual demuestra poseer un modo de existencia no meramente más

‘evolucionado’, sino sencillamente de otro tipo y grado que el ente material. Veamos esto

con detalles

1. Encontramos, primero, que los individuos de naturaleza intelectual (que esto es

la naturaleza espiritual) poseen el máximo grado de intimidad consigo misma. En primer

lugar, porque son capaces de tener conciencia de sí mismos. Ni los seres inertes ni las

plantas poseen conciencia alguna; y los animales sólo tienen una cierta percepción de su

propio estado corporal, pero jamás tienen conciencia de sí mismo como seres con

proyectos, ideales y decisiones propios. Esto es así porque, por esencia, lo material no

puede ‘entrar dentro de sí’, todas sus partes son ‘extra partes’. Y si encontramos un ente

que tiene ‘conciencia’ del mundo inmaterial que hay en él, un sujeto tal es,

necesariamente, un sujeto espiritual79

.

2. Esto implica que la identidad de la persona sea mayor y, en el fondo, de otro

tipo distinto, que la de los seres materiales. A esta mayor identidad corresponde un modo

especial y más íntimo de actuar: las operaciones de los seres intelectuales permanecen en

la intimidad y enriquecen la intimidad del sujeto, lo cual no puede acontecer en los seres

materiales, justamente porque no tienen una verdadera interioridad ni conciencia de ese

mundo interior. “Según la diversidad de la naturaleza se halla en las cosas un diverso

modo de emanación: y cuanto más alta es una naturaleza, tanto más íntimo es lo que de

ella emana. (…) Así pues, el supremo y perfecto grado de vida es el que existe según el

entendimiento; pues el entendimiento reflexiona sobre sí mismo, y puede entenderse a sí

mismo”80

. Gracias a esta reflexión sobre sí mismo, el sujeto racional puede ‘decir’ en

una palabra interior lo que comprende dentro de sí mismo, puede formar el concepto, en

el cual manifiesta en su mundo interior, a la vez, su propia realidad y la realidad que le

circunda. En cambio, la acción de los seres materiales siempre queda fuera de ellos

mismos: ya sea con una exterioridad absoluta (como en el caso de los seres inertes, cuyo

actuar es siempre transitivo) ya sea con un grado mínimo de interioridad (plantas y

animales).

3. Si atendemos a la relación de la persona con la realidad circundante, también

hallamos en ella una superioridad evidente respecto a los seres no racionales, pues la

persona se encuentra abierta a la totalidad de lo real mediante su inteligencia y su

voluntad. Esto radica justamente en el hecho de que las acciones de naturaleza intelectual

son plenamente inmanentes, permanecen en la interioridad del sujeto. Esta presencia de

la propia intimidad permite a la persona estar abierta a la realidad de todo lo existente,

tanto en la perspectiva del conocimiento como de la tendencia.

79

Cf. De Veritate, q.10, a.8. 80

Cont. Gentes, IV, 11.

29 29

“Existen dos géneros de acción, como se dice en el libro IX de la Metafísica: una

acción es la que pasa hacia algo exterior, produciéndole alguna alteración, así como

quemar y secar; en cambio, otra acción es la que no pasa a una cosa exterior, sino que

permanece en el agente mismo, como sentir, entender y querer, pues por este tipo de

acciones no queda inmutado algo extrínseco, sino que todo se obra en el agente mismo.

(...) El segundo modo de acción importa, en su mismo concepto, infinitud, ya de modo

absoluto ya de modo relativo. Importa infinitud de manera absoluta en el caso del

entender, cuyo objeto es lo verdadero, y en el del querer, cuyo objeto es el bien; ambos

objetos se convierten con el ente. De modo que el entender y el querer, de suyo, se

refieren a todas las cosas”81

.

4. Por otra parte, en la medida en que las operaciones de la persona proceden de

una mayor intimidad, advertimos que sólo el subsistente racional es capaz de

determinarse a sí mismo en su obrar.

“Se dice que las cosas viven en la medida en que pueden operar desde sí mismas,

y no como movidos por otros; por tanto, cuanto más perfectamente convenga esto a

alguno, tanto más perfectamente se encuentra la vida en él. Así, pues, en los seres que

mueven y son movidos encontramos, según cierto orden, tres elementos. Ante todo, el fin,

que mueve al agente, y el agente principal, que es aquel que obra por su propia forma,

aunque en ocasiones lo hace por medio de algún instrumento, el cual no obra en virtud

de su forma, sino a impulso del agente principal, de suerte que al instrumento sólo le

corresponde la ejecución del acto. Ahora bien, hay seres que se mueven a sí mismos,

pero no en orden a una forma ni a un fin, los cuales ya están inscritos en su naturaleza,

sino sólo respecto a la ejecución del movimiento; porque la forma por la cual obran y el

fin al cual se dirigen están determinados en ellos por la misma naturaleza. Y tales son

las plantas, que en virtud de una forma infundida por la naturaleza se mueven a sí

mismas desarrollándose y marchitándose. Otros hay que se mueven no sólo en cuanto la

ejecución del movimiento, sino, además, en referencia a la forma que origina el

movimiento, la cual adquieren por sí mismos. Y de esta clase son los animales, cuyo

movimiento tiene por principio no una forma inscrita por la naturaleza, sino adquirida

por los sentidos; de manera que cuanto más perfectos son sus sentidos, tanto más

perfectamente se mueven a sí mismos. (...) Pero, si bien esta clase de animales adquiere

por sus sentidos la forma que es principio de su movimiento, sin embargo, no son ellos

los que se prescriben a sí mismos el fin de sus operaciones o movimientos, sino que lo

llevan inscrito por la naturaleza, por cuyo instinto son movidos a obrar conforme a la

forma aprehendida por el sentido. De manera que, por encima de tales animales, se

encuentran aquellos que se mueven a sí mismos también con respecto al fin, que se

prescriben a sí mismos. Lo cual no es posible sino gracias a la razón y al entendimiento,

a los cuales corresponde conocer el fin y aquello que se ordena al fin, y subordinar esto

a lo otro. De aquí que un más perfecto modo de vida corresponda a aquellos que poseen

entendimiento, pues éstos se mueven a sí mismos de manera más perfecta”82

.

Esta capacidad de autoimponerse el fin de su obrar supera la mera capacidad de

conocer el fin hacia el cual se dirige la acción del sujeto; significa, de fondo, la capacidad

de actuar con libre albedrío. Sólo los seres espirituales pueden tener un actuar libre, no

81

Summa Theol., 1, q.54, a.2. Cf. De Verit., q.2, a.2 ; In III Sent., d.27, q. 1, a.4. 82

Summa Theol., 1, q.18, a.3.

30 30

necesariamente determinado por las condiciones externas ni por la complexión orgánica

ni por los instintos.

Importa mucho atender a este aspecto de la persona, porque en el actuar libre, en

la capacidad de autodeterminación hacia los fines y hacia los medios, se manifiesta la

absoluta peculiaridad de la existencia del ente personal. En el pensamiento tomista, el

término ‘persona’ designa la absoluta incomunicabilidad del subsistente de naturaleza

racional. Tal ‘incomunicabilidad’ no quiere decir que la persona no sea capaz de

comunicar su intimidad a otra persona; por el contrario, en realidad, también en el orden

de la comunicación de los propios bienes, la persona tiene la máxima capacidad de

comunicación de sí. Lo que quiere decir es que cada persona es un mundo absolutamente

nuevo dentro del Universo de los entes: lo que hace que la persona sea ‘persona’ es algo

absolutamente intransferible, incluso a otra persona. Y esto se prueba en que lo que surge

de cada persona (sus actos libres) son realidades radicalmente nuevas, inexistentes,

nacidas desde la originalidad absoluta de cada persona. El querer libre es intransferible,

lo mismo que la intimidad de cada persona. “No hay nadie que pueda querer en lugar

mío. No hay nadie que pueda reemplazar mi acto voluntario por el suyo. Sucede a veces

que alguno desea fervientemente que yo desee lo que él quiere; entonces aparece como

nunca esa frontera infranqueable entre él y yo, frontera determinada precisamente por el

libre arbitrio. Yo puedo no querer lo que otro desea que yo quiera, y en esto es en lo que

soy incommunicabilis. Yo soy y yo he de ser independiente en mis actos”83

.

Insistimos nuevamente que en la doctrina del libre arbitrio de la persona, se

encuentra uno de los fundamentos principales del concepto educativo de Tomás de

Aquino. La verdadera educación sólo es factible en seres libres: en seres que pueden

elegir sus acciones, que pueden actuar en pro o en contra de sus instintos, de las

presiones del medio, de las influencias de la cultura… La verdadera educación supone

seres libres: sólo se puede educar a seres libres, los seres no libres pueden ser, en todo

caso, amaestrados, acostumbrados, pero no educados ¿Por qué? Simplemente porque el

fin de la educación, la formación de la persona, sólo se hace efectivo cuando ésta asume

libremente los fines, los bienes que el educador le propone. Mientras no exista esta

aceptación libre, la actividad educativa tiene un efecto superficial, epidérmico, que jamás

penetra la intimidad de la persona. Y lo superficial es, por definición inestable, caduco:

cuando no hay aceptación libre y amorosa de lo enseñado, la instrucción no dura, ni se

forja un verdadero carácter.

5. Finalmente, la superioridad metafísica de la persona con respecto cualquier otra

criatura, hace de ésta un ser ‘amable por sí mismo’, por ser lo que es. Para Santo Tomás,

la persona se presenta, de hecho, como aquel ser que es ‘fin en sí mismo’, merecedor de

un amor de benevolencia por el mero hecho de tener el ser que tiene.84

Actualmente, este

83

WOJTYLA, K. Amor y Responsabilidad. 84

Lo que es fin en sí mismo corresponde a lo que Santo Tomás llama bonum subsistens. “Puesto que el

amor tiene por objeto el bien, y el bien, como dice el Filósofo, reside en la sustancia y en el accidente, de

dos maneras se puede amar una cosa: como bien subsistente o como bien accidental o inherente. Una cosa

se ama como bien subsistente cuando de tal modo se le ama que se quiere el bien para ella, y, por el

contrario, se ama como bien accidental o inherente lo que se desea para otro, que es la manera como se

ama la ciencia, no para que ella sea buena, sino para poseerla”. Summa Theol., 1, q. 60, a.4.

31 31

valor superior de la persona recibe el nombre de dignidad85

. La dignidad implica que la

manera apropiada de referirse y tratar a una persona supone considerarla como alguien y

no como algo: como un ser para quien debe buscarse el bien por ser quien es. Por este

motivo, mirar a una persona como mero instrumento para los fines de uno mismo es

rebajarla, atentar contra su propia esencia.

La consideración del valor superior de la persona constituye otro de los pilares de

la teoría tomista de la educación: una formación del hombre en concordancia con la

verdad sólo es posible en el reconocimiento de que lo que verdaderamente merece ser

comprendido y amado son las personas: el valor de su ser, su dignidad, que existe al

margen de lo que la persona pueda haber hecho en su vida.

Resulta de suma importancia comprender que cada hombre tiene una dignidad

que proviene no de sus acciones buenas o malas, sino de su misma existencia racional.

Nótese que esto no quiere decir que la dignidad del ser humano radique en que éste

pertenezca al género de los ‘racionales’, sino que su dignidad radica en que su existencia

–siendo racional– constituye una novedad absoluta en el Universo, una intimidad que no

puede ser sustituida jamás por otra86

.

Esa misma intimidad espiritual de la persona, que se fundamenta en su modo

intelectivo de ser, convierte a cada persona en imagen de Dios87

, capaz de conocer y de

amar a Dios en sí mismo88

. Aunque la doctrina del hombre como imagen de Dios tenga

su origen en un dato revelado, sin embargo, el sentido de ella tiene una justificación

racional, que se evidencia al explicitar su significación.

Para que una cosa sea imagen de otra debe cumplir dos condiciones básicas:

primero, que se asemeje al modelo, pero no respecto a alguna característica general y

vaga, sino respecto a una característica específica y distintiva del modelo. Por eso,

podemos decir que la pintura de un caballo es imagen de éste, porque manifiesta la

misma figura que el caballo (que es algo distintivo y específico de este animal), mientras

que no podemos decir que una silla de color rojo sea la imagen de una manzana de color

rojo, porque el color rojo es una caracterítica genérica y no distintiva de ambas cosas. La

otra condición, es que la imagen tenga, de algún modo, su origen en el modelo. Así,

podemos decir que el caballo pintado es imagen del caballo real, porque el artista pintó

85

“El hombre y, en general, todo ser racional existe como fin en sí mismo, no meramente como medio para

el uso a discreción de esta o aquella voluntad, sino que tiene que ser considerado en todas sus acciones,

tanto en las dirigidas a sí mismo como también en las dirigidas a otros seres racionales, siempre a la vez

como fin”.

KANT, I. Grundlegung zur Metaphysik der Sitten in Kant’s gesammelte Schriften, hrsg. von der Königlich

Preubischen Akademie der Wissenschaften, Georg Reimer, Berlin, 1903, Band IV, 428, 7-11 (editada por

P. Menzer). Traducción de J. MARDOMINGO: Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Ariel

Filosofía, Barcelona, 1999, ed. bilingüe.

“En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede

ponerse otra cosa como equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio, y por tanto, no

admite nada equivalente tiene una dignidad”. Ibíd., 434, 32-34. 86

“Por el nombre de persona se significa formalmente la incomunicabilidad, o la individualidad subsistente

en la naturaleza”. De Pot, q.9, a.6. 87

Cf. Summa Theol., 1, q.93. 88

Cf. Summa Theol., 1-2, q. 1, a.8 c.

32 32

esa figura guiándose por el modelo; en cambio, no podemos decir que un huevo es

imagen de otro huevo, por mucho que se parezcan89

.

Las personas creadas son ‘imagen’ y no mero ‘vestigio’ de Dios, justamente

porque lo representan según su última diferencia específica, que es el entender. Todas las

criaturas se asemejan de manera genérica a Dios en cuanto son, y algunas, de manera

más específica en cuanto viven, por eso, todas ellas son ciertas ‘huellas’ o ‘vestigios’ de

Dios. Pero sólo queda representada la última diferencia específica de Dios en los seres

que entienden: únicamente la criatura intelectiva puede representar a Dios según su

imagen, la criatura corporal sólo la manifiesta con semejanza de vestigio.

Sin embargo, esta semejanza de imagen que tienen las criaturas racionales es

imperfecta y analógica, pues la naturaleza intelectual se da en Dios de un modo

infinitamente superior al de la naturaleza intelectual de cualquier criatura, hombre o

ángel.

Dios como Ser Perfectísimo y Espíritu Puro se conoce y se ama perfectamente a

sí mismo. Este Conocimiento y este Amor Subsistente emanados de Dios mismo en su

Vida Íntima nos permiten hablar de Dios como Trinidad. De ahí que la más plena y

perfecta imagen de Dios en la criatura racional se da cuando ésta conoce y ama a Dios en

sí mismo90

. Sin embargo, se puede decir que la persona creada ya es imagen de Dios en

cuanto, por su naturaleza racional, puede llegar a conocer y amar a Dios en sí mismo,

aunque no haya llegado a eso de manera actual91

En este carácter de imagen se fundamenta de modo radical la dignidad de la

persona y su valor92

. Como imágenes de Dios, capaces de Dios mismo, los entes de

naturaleza intelectiva (o racional) son los únicos seres que Dios ha querido y ha amado

por sí mismos. “La criatura racional está sometida a la Divina Providencia como

gobernada y atendida por sí misma, y no sólo en vistas de la especie, como las criaturas

corruptibles; porque el individuo que es gobernado sólo en vistas de la especie, no es

gobernado a causa de sí mismo. Pero la criatura racional es gobernada a causa de sí

misma (...). Tiene Dios cuidado de los actos de los hombres no sólo en cuanto pertenecen

a la especie, sino en cuanto son actos personales”93

.

El amor originario y original con que Dios ha querido a cada persona por sí

misma es la causa radical de que esta se constituya en bonum subsistens: ser amado y

amable por sí mismo, gratuitamente.

89

Cfr. Summa Theol., 1, q.93, aa. 1 y 2. 90

Cfr. Summa Theol., 1, q.93, a.8. 91

Summa Theol., 1, q.93, a.8. Cf. Summa Theol., 1, q.93, a.7. 92

“Sin la relación a la perfección subsistente es absurda la perfección limitada y participada. Sin la

ejemplaridad de la perfección subsistente es absurda la concepción de la idea ejemplar de la criatura. Sin el

valor que en la criatura se deriva de la bondad subsistente, ningún valor de finalidad puede hallarse en la

criatura que dé razón de su existencia”. R.ORLANDIS, S.I. El Fin Último del hombre en Santo Tomás, en

‘Manresa’, Barcelona, 1942, nº50, p.17 (parte I). 93

Cont. Gentes III, 112 Amplius. Quandocumque. CF. Cont.Gentes., III, 113.

33 33

II. Felicidad y perfección del ser humano.

En el pensamiento de Santo Tomás, el desarrollo del hombre se identifica con el

proceso de adquisición de virtudes intelectuales y morales, hasta llevar a la persona al

estado de virtud. Siendo el estado de virtud el objetivo propio de la actividad educativa,

sin embargo, tal estado no constituye el fin último de la vida humana, puesto que la vida

virtuosa se ordena a otro fin ulterior: la actividad perfecta de la naturaleza racional. Por

tanto, el fin de la actividad educativa (a saber, el estado de virtud) se encuentra, a su vez,

subordinado a la consecución de otro fin más elevado, que es la culminación de aquél.

En la medida en que la vida del ser humano encuentra su íntima unidad en un

único principio (su alma), encontramos que el ser humano tiende, como un todo, a un

único fin último, a una única meta definitiva: la felicidad o bienaventuranza. Así lo

enseña claramente Santo Tomás a través de sus obras. Por una parte, podemos

experimentar que cada facultad del hombre tiende, particularmente, a la realización de

sus fines propios: los sistemas orgánicos tienden a mantener la homeostasis del cuerpo, la

vista tiende a ver, el oído a oír, la inteligencia a entender, etc. Por otra, también

comprobamos que las funciones particulares de cada facultad están orientadas de manera

natural hacia un único objetivo, sin el cual todas las actividades del ser humano carecen

de sentido. Así, encontramos que todas las funciones vegetativas tienden naturalmente a

mantener la vida del cuerpo humano, y que esa vida corporal se ordena a que el ser

humano pueda ejercer sus funciones sensitivas, gracias a las cuales cada persona puede

ejercer apropiadamente sus operaciones intelectuales, como ya se vio en los capítulos

anteriores94

.

La tendencias naturales del ser humano tienen una dirección unitaria, aunque, en

ocasiones parezca ser lo contrario: existe un fin último que da sentido a todas las

acciones de la persona humana. Con el término fin último se designa aquella realidad que

puede saciar todo anhelo de la persona, de modo que a la criatura no le quede nada por

desear más allá de ese bien; pero lo que puede saciar de esa manera sólo puede ser

94

Cabe notar un hecho curioso de nuestra mentalidad contemporánea. Para el pensamiento medieval, en

general, todas las funciones y acciones de la vida orgánica y sensitiva se concebían como subordinadas, en

su misma naturaleza, a que el hombre pudiera realizar su funciones más nobles y propiamente humanas: el

conocimiento de la verdad (principalmente de la verdad divina) y el amor del bien (sobre todo, el amor

benevolente de las personas y de Dios). La vida del cuerpo y el apropiado desarrollo de las potencialidades

orgánicas y sensitivas se ordenaban a que la persona estuviera en condiciones de conocer la verdad y amar

el verdadero bien. En cambio, para nuestra mentalidad actual la vida corporal y el bienestar sensitivo han

adquirido tal valor en sí mismos, que han llegado a superar en importancia a la vida del espíritu. Aunque

no siempre se reconozca de manera explícita, el razonamiento que impera en nuestra actual sociedad es el

siguiente: hay que desarrollar la inteligencia y la voluntad para poder alcanzar un trabajo que permita

mantener la vida y poder gozar cómodamente de ella. Así, las facultades intelectuales han cambiado de

‘rol’, de facultades capaces de alcanzar en sí mismas el fin último del hombre, han pasado a ser las

facultades que permiten al hombre mantener la vida del cuerpo y de los sentidos. Que esto es así, basta

verlo en los avisos publicitarios, en los objetivos que se quieren alcanzar en las terapias sicológicas y, muy

especialmente, en los objetivos implícitos de la educación superior: “¿Para qué estudiar? Para tener un

trabajo que permita cansarse poco y ganar mucho; para darse la gran vida”. De aquí se entiende que el

‘carrete’ y el ‘ruido’ hayan tomado el lugar de la actividad contemplativa y la ‘técnica’, el de la ciencia; se

entiende que la ‘astucia’ haya sustituido a la prudencia; la ‘indiferencia’, a la justicia; la ‘lucha por el

puesto y por la vida’, a la fortaleza; y el ‘miedo’, a la templanza.

34 34

aquello que da plena perfección al sujeto apetente95

. Al contenido de ese fin último se le

ha llamado bienaventuranza o felicidad. ¿Cuál es el fin u objetivo último que busca el

ser humano en todos sus actos? Ser feliz. ‘Todos los hombres quieren ser felices’;

tendencia necesaria, ineludible e íntima.

Cada persona puede buscar su felicidad en muchas cosas, pero no todas las cosas

pueden satisfacer realmente ese deseo de felicidad y, por tanto, no todas las cosas pueden

recibir el nombre de verdadero fin último o de verdadera felicidad. En realidad, la

bienaventuranza es la perfección de la naturaleza intelectual; es “el bien perfecto de la

naturaleza intelectual”96

. El hombre, en cuanto posee una vida espiritual, se encuentra

abierto al infinito. Su inteligencia busca la verdad, pero no se satisface con el cúmulo de

muchas verdades particulares: busca la Verdad Primera, el origen de toda verdad. Su

voluntad quiere el bien, pero no le satisface ningún bien limitado, sino aquel ser que lleva

en sí mismo la plenitud de todo bien: el Bien Universal97

.

Sin embargo, que la criatura no cumple perfectamente con la imagen divina por el

mero hecho de tener una naturaleza intelectiva, puesto que la semejanza plena con Dios

sólo se alcanza cuando la persona creada conoce y ama a Dios de manera actual. Ahora

bien, para el Doctor Angélico todo ente tiende a su perfección, y la perfección del ente

finito se encuentra en el pleno cumplimiento de su semejanza con Dios: cada criatura es

perfecta en la medida en que imita a la esencia divina según la idea que Dios tiene de

ella, y la plena perfección de cada ente radica en alcanzar plenamente su semejanza con

Dios según esa idea98

. Si en la mente divina, las criaturas racionales están concebidas

como imágenes de Dios, se sigue que la plena perfección de la criatura racional no es

otra que el cumplimiento, la actualización de su carácter de imagen de la Trinidad; en

otras palabras, la perfección de la naturaleza intelectual consiste en el conocimiento y el

amor de Dios99

.

De aquí que la plena perfección de la persona se encuentra en la posesión de

Dios. Esa posesión se realiza propiamente por un acto del entendimiento de la criatura,

que ve a Dios tal cual es, cara a cara. Concomitante a este acto del entendimiento, se da

un acto de amor benevolente, por el cual la criatura se complace en Dios con todas sus

95

“En cuanto cada uno apetece su propia perfección, uno apetece como fin último aquello que apetece

como bien perfecto y completivo de sí mismo. Por eso dice San Agustín: ‘Llamamos ahora fin de un bien,

no a lo que se consume para no ser, sino a lo que se perfecciona para ser plenamente’. Es menester, por

tanto, que el fin último colme de tal manera todo el apetito del hombre, que no le quede nada que apetecer

fuera de él”. Summa Theol., 1-2, q.1, a.5. Cfr. Summa Theol., 1-2, q.2, a.8; ibíd., q.3, a.8. 96

Summa Theol., 1, q.26, a.1. Cfr. ibíd., 1, q.82, a.1; De Verit., q.22, a.5. 97

“La bienaventuranza es el bien perfecto que aquieta totalmente al apetito, de otro modo, si dejase todavía

algo que desear, no sería el fin último. Pero el objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el bien

universal, como el objeto del entendimiento es la verdad universal. De ahí que nada pueda aquietar la

voluntad del hombre sino el bien universal, el cual no se encuentra en algo creado sino en Dios

únicamente, porque toda criatura tiene bondad participada”. Summa Theol., 1-2, q.2, a.8 c. 98

Cfr. Summa Theol., 1, q.44, a.3. 99

“La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios.

El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por

Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce

libremente aquel amor y se entrega a su Creador”. Constitución apostólica Gaudium et Spes, 19, 1

(Concilio Vaticano II).

35 35

fuerzas, y queda como unida y entregada a Él por el amor absoluto de su voluntad. Este

acto de visión beatífica ha recibido, por antonomasia, el nombre de contemplación100

.

La contemplación beatífica de Dios constituye la felicidad perfecta del hombre,

aquello en que el hombre alcanza su plena perfección y se aquietan todos sus anhelos.

Sin embargo, se trata de un estado del ser humano que éste no puede alcanzar por sus

solas fuerzas, porque Dios excede infinitamente a la criatura101

. La única posibilidad de

que la persona creada contemple a Dios cara a cara está en que Dios mismo quiera

mostrarse a su criatura y fortalecer la naturaleza de ésta para resistir semejante visión sin

quedar aniquilada. Se trata, pues, de una felicidad sobrenatural, a la cual el hombre puede

disponerse únicamente con el concurso de la Gracia Divina. Cabe señalar que existe una

verdadera pedagogía sobrenatural, mediante la cual Dios mismo va preparando a la

persona para hacerle capaz de dicha visión beatífica; sin embargo, un estudio de tal

pedagogía excede el propósito de esta investigación y, porque no decirlo, la capacidad

especulativa del ser humano, porque “¿quién conoció tus designios, Señor?”.

Aunque la plena felicidad del hombre proviene de un don de Dios, sin embargo,

el hombre puede encaminarse a sí mismo hacia esa verdadera felicidad mediante sus

acciones libres; el hombre puede, con la ayuda de Dios, orientar su vida hacia la verdad y

el bien, de manera que se haga ‘amigo de Dios’. Ese disponerse adecuadamente para la

felicidad plena supone, a la vez, el modo más efectivo de alcanzar algún grado de esa

felicidad, ya que entraña el perfeccionamiento de todas las potencias propiamente

humanas, de ahí que se le llame ‘estado de virtud’. El estado de virtud constituye, a la

par, el estado más cercano al de la felicidad perfecta y la preparación adecuada para ella,

si miramos sólo lo que el hombre puede aportar.

Desde esta perspectiva, el sentido más profundo de la educación del hombre se

encuentra en que éste aprenda a reconocer, a amar y a buscar su verdadera felicidad y no

un sucedáneo de ésta.

100

Cf. Summa Theol., 1-2, q.3, a.8 101

Cf. Summa Theol., 1-2, q.5, a.5