Aparicion a Los Discípulos de Emaús

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TERCER DOMINGO DE PASCUA APARICION A LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS. (Lc 24, 13-35) Es tan importante creer en la Resurrección del Señor que bien vale la pena hacer todo lo posible para demostrar que se trata de un hecho ‘verídico’, no simbólico, y de un evento fundamental para los creyentes. Los evangelistas saben de su importancia y, con razón, nos recopilan el mayor número de testimonios posibles. Principalmente de quienes han visto, oído y tocado, con sus propias manos, a Jesús resucitado. El episodio de Emaús, por cierto muy rico de teología, es uno de ellos. Se trata del segundo testimonio de la Resurrección de Jesús relatado por el evangelista Lucas. Es con mucha emoción, en efecto, que se relata cómo Jesús aparece a dos discípulos, por cierto desconocidos, y no pertenecientes al círculo de los ‘once’. Para Jesús, en efecto, todos son importantes y destinatarios de sus atenciones. Lo que sobresale, de arranque, en este relato, es el desconcierto de los discípulos y la angustia por el fracaso del viernes santo. Temían, lógicamente, que ya todo iba a volver como antes y que Cristo había sido otro falso profeta más: “Jesús, profeta poderoso en hacer y hablar delante de Dios y del pueblo, se había desaparecido”. El diálogo entre los dos peregrinos, en efecto, revela con claridad el ‘caos interior’ predominante en sus corazones y, sobre todo, marca la decepción de quienes se sintieron frustrados y engañados por tantas promesas incumplidas de liberación política y de 1

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TERCER DOMINGO DE PASCUA

APARICION A LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS.

(Lc 24, 13-35)

Es tan importante creer en la Resurrección del Señor que bien vale la pena hacer todo lo posible para demostrar que se trata de un hecho ‘verídico’, no simbólico, y de un evento fundamental para los creyentes. Los evangelistas saben de su importancia y, con razón, nos recopilan el mayor número de testimonios posibles. Principalmente de quienes han visto, oído y tocado, con sus propias manos, a Jesús resucitado. El episodio de Emaús, por cierto muy rico de teología, es uno de ellos. Se trata del segundo testimonio de la Resurrección de Jesús relatado por el evangelista Lucas. Es con mucha emoción, en efecto, que se relata cómo Jesús aparece a dos discípulos, por cierto desconocidos, y no pertenecientes al círculo de los ‘once’. Para Jesús, en efecto, todos son importantes y destinatarios de sus atenciones.

Lo que sobresale, de arranque, en este relato, es el desconcierto de los discípulos y la angustia por el fracaso del viernes santo. Temían, lógicamente, que ya todo iba a volver como antes y que Cristo había sido otro falso profeta más: “Jesús, profeta poderoso en hacer y hablar delante de Dios y del pueblo, se había desaparecido”. El diálogo entre los dos peregrinos, en efecto, revela con claridad el ‘caos interior’ predominante en sus corazones y, sobre todo, marca la decepción de quienes se sintieron frustrados y engañados por tantas promesas incumplidas de liberación política y de bienestar económico. La idea del mesianismo, en efecto, estaba aún dentro de los límites de la mentalidad judía: “Nosotros esperábamos que Él sería el libertador de Israel”. Un diálogo que refleja, desde luego, lo difícil que es, para los hombres de todos los tiempos, “reconocer” la verdadera identidad de Jesús; aceptar el espesor trascendente de su persona y comprender el carácter salvador de su vida y glorificación.

En esta ocasión, a diferencia de otras, Jesús, antes de darse a reconocer por los caminantes, los prepara, poco a poco, con la explicación de las Escrituras. En ese momento, en efecto, se podía acceder a Jesús sólo por fe; ya no, por ‘visión’, no obstante que algunas mujeres del grupo los habían desconcertados. La probabilidad de que Jesús hubiese vuelto a la vida, gracias al testimonio ´poco creíble de las mujeres’, no había sido descartada totalmente por los discípulos. En efecto, permanecía, en ellos, un leve brillo de esperanza que Jesús, de facto, aprovecha y que hace que los peregrinos digan: “con razón nuestro corazón ardía”.

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A pesar de no haber sido aún reconocido, Jesús no los remite a las predicciones de la pasión, hechas una vez en Galilea, sino a las profecías del Antiguo Testamento. Su corazón, les reprocha Jesús, era demasiado tardo para comprender y creer en todo lo que los profetas habían anunciado acerca del Mesías. Se detiene, sin embargo, a explicarles y, con paciencia, provoca en ellos el resurgimiento de la esperanza.

Al atardecer, Jesús “hizo ademán de continuar su camino” y es entonces que los peregrinos lo invitan a quedarse: “quédate con nosotros, señor, porque ya es tarde y va a oscurecer”. La oscuridad natural, en esta ocasión, plasma y refleja también la del alma y del corazón de los dos interlocutores del Señor y lo que quiere Jesús es ‘sentirse invitado’. Luego, entran en la fonda y se ponen a la mesa. Sin embargo, Jesús se queda sólo para “partir el pan”, o sea, para dejarse ‘reconocer’ en ese acto único y revelador de su identidad que es la Eucaristía, el gesto más exquisito de amor de quien actualiza la entrega del cuerpo y el derramamiento de la sangre. En ese momento, comenta el evangelista, “se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero, Él se les desapareció”.

Recobrada la fe en el Señor y animadísimos por haberlo visto, finalmente, dejan de ser los reporteros fríos y desconcertados de antes, para convertirse en “testigos” entusiastas de su resurrección. A pesar de lo avanzado de la hora y emocionados por el encuentro vivido, luego, vuelven corriendo a Jerusalén para comunicar la gran noticia a los hermanos: que el Señor ‘vive’ y se les ha aparecido.

Que el Señor vive, desde luego, debe ser también el contenido de nuestro anuncio y testimonio, dejando de ser reporteros distantes de un hecho del pasado. Tampoco para nosotros Jesús ha muerto. En efecto, somos seguidores de un Señor que sigue vivo porque ha derrotado la muerte para siempre. Unidos a Él, por tanto, y asociados a su proyecto de vida, también nosotros seremos vencedores de la muerte y herederos de su Reino: ‘en esta esperanza hemos sido salvado’.

El episodio evangélico de los peregrinos de Emaús, en fin, nos apremia a “abrir los ojos” para reconocer, sin resistencias, a Jesús: en la vida diaria, en la historia, en la Palabra, en la Eucaristía y en los ‘pobres’, carne viva de Cristo.

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