Apologia de Malintzin
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APOLOGÍA DE MALINTZIN
Lizandro Chávez Alfaro
APOLOGÍA DE MALINTZIN
Lizandro Chávez Alfaro
Descalificar el sustrato cultural que cimenta la ilustre aspiración que llamamos
latinoamericanidad es soslayar que compartimos no sólo un idioma básico arduamente ganado,
sino cierto lenguaje simbólico por todos espontáneamente acogido.
Es así que un hecho de la conquista española del Imperio Mexica, el enlace de El Cortés y La
Malinche, ha trascendido su espacio y su tiempo para latinoamericanizarse y llegar hasta
nosotros convertido en falso estigma, en salivoso vituperio, en símbolo maldito.
El ensanchamiento de las fronteras de la animadversión hacia La Malinche ha dispuesto de
mecanismos semejantes al ensanchamiento del culto a Nuestra Señora de Guadalupe. Desde su
aparición juandieguina (precisamente en el cerro del Tepeyac, donde los mexicas veneraban a la
diosa primerísima Tonantzin, que quiere decir Nuestra Madre) magistralmente administrada por
el obispo Zumárraga en el siglo XVI, hasta cuando en 1945 Pío XII le otorgó el título de
emperatriz de América, largo fue el peregrinaje de la Guadalupana por los laberintos de la
Iglesia católica. Aunque pertenezca a un orden distinto, no menos escabroso ha sido el tránsito
de nuestra madre maldecida La Malinche, desde su condición de maltratada niña precoz hasta su
trasmutación en polo convocador de un hostil sentimiento de renegado que terminó
generalizándose en la América mestiza.
El símbolo se construye con deseos respondidos, certidumbres derrumbadas, amores y rencores,
o con instintos y fantasmas del simbolizado. Cada noche creamos en sueños nuestros efímeros
símbolos individuales. Más lentos en su formación y mucho más duraderos son los símbolos
culturales. Arraigados en la consciencia y en la subconsciencia colectivas, se levantan con
fuerza representativa, aunque no necesariamente para representar nuestro flanco más lúcido ni el
más razonable. Por lo contrario, tienden a funcionar estos símbolos con características
semejantes a las del prejuicio, según lo estudia Jung1.
Cercana prueba de ello es la persistencia con que cultivamos la representación construida con la
figura de Malinalli Tenepal, Malinatzin, Malintzin o simplemente La Malinche: portadora del
pecado original de la conquista, cuerpo entero de La Chingada2, instigadora de todas las
traiciones a la raza, depositaria de todas las formas de sometimiento al extraño, según la
irracionalidad que a ella, Madre Nuestra, le atribuye tanto mal consumado y por consumarse.
1 Carl G. Jung, El hombre y sus símbolos, Aguilar, Madrid, 1969.
2 El ensayo de Octavio Paz, Los hijos de La Malinche, originalmente publicado en 1950, establece que lo abierto femenino existe para ser penetrado por lo cerrado masculino; desde el poder arbitrario del macho, La Chingada es para ser violada por el chingón.
Tan turbio es el tratamiento que le hemos dado, que ni siquiera convenimos todavía en
explicarnos su nombre, aunque en él radique el grave poder calificante de todo símbolo, aunque
su peso sea tronco de árbol genealógico sobre el cual nos elevamos como renegado ramaje,
como ramitas quebradizas, o nos movemos sobre él con nerviosismo de pájaros crepusculares
en busca de reposo.
Si su nombre derivó de ce malinalli, octavo signo de la astrología judiciaria elaborada por
Quetzalcóatl según los adivinos mexicas3; si de la ausencia del sonido r en las fonéticas
indígenas, por lo que el nombre cristiano de Marina se convirtió en Malina y luego, ya investido
del sufijo reverencial, en Malinatzin o Malintzin; si Malintzin Tenepal es la conjunción del día
de su nacimiento y de su alcurnia, y el significado de Tenepal es “persona que habla mucho y
con animación”4, todo ello me parece menos sorprendente que para los naturales el nombre
Malinche haya sido tan válido para ella, la mujer-amante-intérprete, como para Cortés, tan
poderoso señor como inseparable de la mujer que lo asistía en todo5.
Federico Gómez de Orozco, descendiente de La Malinche y El Cortés en undécima generación,
biógrafo de Doña Marina, propone la tesis de que fue una resentida ironía de Moctezuma
prisionero la que originó la ambivalencia del nombre Malinche. Veía Moctezuma tan
inseparables al conquistador y su imprescindible intérprete, que con amarga sutileza se refirió a
Cortés como el Señor Malinche. Expresaba así su desaire al que con sus actos había negado ser
reencarnación del dios Quetzalcóatl, y ahora se mostraba mortal común, merecedor del mismo
nombre de la mujer mortal que dondequiera lo acompañaba: su sombra parlante, Malinche ella y
Malinche él, de una vez y para siempre, y ya nadie le llamó de otra manera. Grandísimo todavía
era el poder del tlatoani sobre la mente de su pueblo, pero ¿bastaría una broma de Moctezuma
para establecer que la inusitada fusión de ese hombre con esa mujer autorizaba a designarlos
con un mismo nombre? Muy colorida es la conjetura de Gómez de Orozco, pero por lo que dice
Bernal Díaz del Castillo, desde su tercer día en Tenochtitlán oyó a Moctezuma llamarle a Cortés
Señor Malinche, por intermedio de la intérprete Malintzin. Por supuesto que no se ocupa Díaz
del Castillo en explicarnos el significado de tal título tempranamente otorgado por el tlatoani a
su eminente huésped.
Me parece que algo de significación mayor se nos escapa por la ligereza con que hemos
aceptado la dualidad del nombre. Quizá los nahuatlistas más conocidos hasta hoy no se han
3 Encarnación de Quetzalcóatl era el par de sumos sacerdotes: Tótec Tlamacazqui y Tláloc Tlamacazqui.
4 Así lo interpreta el nahuatlista Mariano Rojas, citado por Gustavo Rodríguez en su monografía históricaDoña Marina, Imprenta de la Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1935.
5 Caso de estricta asociación aparente fue el de Juan Pérez de Arteaga, a quien la soldadesca española terminó llamando Juan Pérez Malinche, porque empecinado en aprender el náhuatl se mantenía muy cerca de Malintzin.
detenido a ilustrarnos sobre las motivaciones y connotaciones que tuvo el uso de esa doble
proyección nominal por considerarlo pequeña cosa de un mundo privado y no ‘histórico’; quizás
rehúyan contaminarse del desprestigio que durante siglos le hemos insuflado a Malinche con
odio tan temible como decían los astrólogos náhuatl que era el signo Malinalli en sus casas
nefastas.
Hemos visto con banalidad la anchura del universo que orbita la designación Malinche: pasa
por toda la toponimia mesoamericana, pasa por su botánica, pasa por ese teatro de mestizaje
náhuatl-hispano que desde el siglo XVII apareció en la escena de Mesoamérica. Estas obras,
reformulaciones del antiguo género teatral cuecuecuícatl, (cantos quisquillosos) incluyen en su
elenco a un mudo personaje femenino llamado Malinche. ¿Acaso la designación reiterada en
toda la geografía mesoamericana, o al menos en ciertas rutas, data de aquellas migraciones
teotihuacanas que en el siglo VII d.C. enfilaron hacia el sur? ¿Será que Malinche es nombre con
más historia de la que imaginamos? A la vastedad de tales incógnitas hemos respondido con
vasta indiferencia o recelo.
Nada nos ha impedido, empero, reducir los poderes representativos de un nombre a derivadas
formulaciones verbales: malinchismo, malinchista, y bien podríamos estar en vísperas de
novísimas derivaciones, tales como mal-inchero, mal-inchizar, mal-inchizante, y otras tantas
posibles. Lo haríamos prejuiciados, y por tanto, sin la menor inclinación a preguntarnos en qué
se corresponden aquella Malintzin histórica y La Malinche que malignamente le ha crecido a
nuestra perturbada condición de mestizos: oscura habitación, co-habitación, mejor dicho, de un
macho vencido y otro engallado. La figura es simple, mas sus repercusiones hondísimas.
Cuando Octavio Paz escribe que “la historia podrá esclarecer el origen de muchos de nuestros
fantasmas, pero no los disipará”6, lo que está proclamando no es la autonomía del fantasma, sino
la autonomía de nuestro propio ser para aislarlo y actuar sobre él.
De Malintzin histórica es preciso consignar siquiera un perfil biográfico que sirva de referencia
a cualquier juicio. Mucho es lo conjeturable sobre su infancia y prematura madurez, a partir de
lo poco que al respecto escribieron los cronistas de su tiempo y los posteriores, particularmente
los liberales del siglo XIX. En cambio abunda la controvertida información sobre su periodo
culminante, o sea el de su participación en el ascenso de Cortés desde los cálidos señoríos
costeros hasta el altiplano en que se asentaba Tenochtitlán: verdadera metrópolis imperial del
mundo del siglo XVI. Existe asimismo información bastante sobre su activa e intrépida
presencia en el descenso de Cortés, en más de un sentido, desde la poseída Tenochtitlán hasta
6 México en la obra de Octavio Paz: Los hijos de La Malinche, Fondo de Cultura Económica, México 1987.
las costas de Honduras: disparate tan visceral como presuntuoso que extenuó la vida de La
Malinche y desquició a su hora el prestigio de El Malinche.
Sin conjetura alguna puede afirmarse que hacia el 15 de abril de 15197 la adolescente Malintzin
que tendría entonces entre 15 y 19 años, le fue obsequiada al capitán español de 34 años de
edad, en calidad de concubina-tortillera. Era uno de los muchos objetos con que los señores de
Tabasco quisieron congraciarse con el vencedor. Era una entre las veinte muchachas regaladas
para que durante la noche yacieran con sus nuevos dueños y durante el día repitieran el duro
trabajo de hacer el ‘pan de maíz’ que sustentaba a los recién venidos.
Lugar común es que por ser Malintzin la más hermosa, Cortés la regaló a su vez al más apuesto
de sus oficiales, por riguroso cálculo político. Común debería ser también la evidencia de que
así se la entregaron los patriarcas indígenas: como apetecible objeto de trueque. El joven Alonso
Hernández Portocarrero, receptor de Malintzin regalada, era el único noble español de la tropa,
sobrino del Conde de Medellín, ciudad natal de Cortés. Le interesaba a éste cultivar la gratitud
de Hernández Portocarrero para usos futuros. Ante esta práctica consuetudinaria de donación,
no había para una mujer más opción que obedecer. Malintzin obedeció, aunque después su
obediencia exuberante se nos convirtiera, a nosotros sus descendientes simbólicos, en trauma
aparentemente insoluble.
No menos cierto es que el 21 de abril de 1519, en el puerto de Ulúa-Veracruz, Malintzin vivaz,
desenvuelta, brillante, “persona que habla mucho y con animación”, se reveló como políglota,
precisamente en el momento en que el intérprete Jerónimo de Aguilar se mostraba insuficiente,
puesto que solamente dominaba el idioma maya, cuando el náhuatl era ya imprescindible para
las tareas de enlace expedicionario.
Fue hasta el 26 de julio de ese año que Cortés pudo servirse de dos de sus oficiales,
nombrándolos sus procuradores en España y a la vez apartándolos de las vías que estorbaban:
Francisco de Montejo era adicto a Diego Velázquez, gobernador de Cuba y archienemigo de
Cortés, y Hernández Portocarrero era ya el ex-amasio de Malintzin. A ambos los despachó con
grandes obsequios y cartas para su emperador Carlos V. El capitán general había hecho suya a la
mujer que Fray Bartolomé de Olmedo había bautizado con el nombre de Marina, por pura
afinidad fonética con Malinalli.
Quería para sí solo a la querida, y desde entonces fueron uno solo en el lecho, uno solo en la
intriga, uno solo en el avance hacia la gran meta: Tenochtitlán: el poder que había puesto bajo su
7 El desliz que al respecto comete Bernal Díaz del Castillo puede verificarse cotejando la cronología de los sucesos relatados entre el capítulo XXXI y el XXXVI de la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España.
obediencia a todos los poderes existentes de mar a mar, incluyendo los dominios totonacas del
padre y la madre de Malintzin. Contra ese poder conspiró con su amo. Conspiradora peligrosa,
sí, porque en eso se convertiría la que los privilegiados patriarcas regaladores de mujeres
enviaron únicamente para que palmeara tortillas, para que consolara el apetito carnal de los
teúles, y que luego les pariera muchas, muchas prendas de alianza: mestizitos comprometedores.
Pero Malintzin, la espantosa transgresora, fue más allá de lo que le habíamos mandado, desde
aquel fatalísimo 21 de abril de 1519 en que por su propio genio se transformó de tortillera en
intérprete o faraute, como se decía en primitivo castellano.
Menos primitivo, insoluble todavía en nuestra retrasada modernidad es el pacto encubierto que
autoriza el intercambio de mujeres entre hombres, la autoridad para dominar mujeres y usarlas
como especie para el trueque. Sólo que aquellos señores del siglo XVI lo hacían sin ambages.
¿Acaso no ofrecían los europeos a sus hijas, sobrinas, nietas, en ceremoniosas transacciones de
emparentamiento? Los caciques de Tabasco no fueron los únicos en emplear este recurso. Lo
hicieron los naturales y lo hicieron los españoles; lo hizo Cortés varias veces.
En Cempoalla, pocas leguas al noroeste de Ulúa, se repitió el rito de donación. El señor de
Cempoalla recibió a Cortés con generosos obsequios, entre los que entregó ocho doncellas, unas
feas y otras tan hermosas como Malintzin. En esa ocasión hubo múltiples transacciones: el
cacique aceptó que un teocalli fuera convertido en altar de la Virgen María para que allí las
doncellas de obsequio fueran bautizadas, antes de asignarles amos españoles con los que
deseaba emparentar: asociarse por intermedio de partos. Cortés por su parte las aceptó ya
bautizadas, purificadas, y procedió de inmediato a entregar la más joven y bella, bautizada con
el nombre de Francisca, a Alonso Hernández Portocarrero, compensándolo así por haberlo
despojado de Malintzin. Trueque por trueque.
Unas cincuenta leguas adelante, en Tlaxcala, para hacer las paces con Cortés, los señores del
reino le ofrecieron trescientas diosas: como deidades vivientes eran tratados los elegidos para su
sacrificio en los altares. A las trescientas diosas agregaron cinco princesas, entre ellas la hija
doncella de Xicoténcatl el Viejo, la misma que con el nombre de Luisa fue donada por Cortés a
Pedro de Alvarado; la misma que terminaría encerrada en algún traspatio de casona
guatemalteca, machacada el alma por el pisoteo de la realidad, hasta el punto de olvidar un
idioma español que después de aprenderlo lastimaba; terminó clamando en náhuatl febril que ya
regresaba a su idílico reino de Tlaxcala. Infeliz Doña Luisa, menos fuerte que la desafiante
Doña Marina, aunque una y otra, trofeos humanos, fueron empleadas por sus dueños sucesivos
como piezas de lisonja para sus adversarios. En ocasión del reparto de las trescientas diosas
tlaxcaltecas, para premio de sus hombres, Cortés proclamó siete días de tregua: el reposo del
guerrero endulzado con carne de doncella. Infinitas formas tuvo la posesión sobre las mujeres
que con belleza o sin ella, por ser vientres gestadores, fueron horno obligado del mestizaje
nuestro.
Sería inútil desestimar que la lujuria, al margen de la prédica cristiana, revuelta en su propio ser,
confundida con el erotismo, estuvo presente en las bodas de sangre de nuestras más antiguas
madres. Ellas a ciegas entregadas en brazos de una fisonomía desconocida, ellos, que con la
mujer obsequiada recibían el alucinante don de una nueva piel, de nuevos aromas naturales, de
una nueva gesticulación, de nuevas artes de amar. Más de alguna pareja ha de haber entrado al
recinto celeste, donde aunque sea por instantes el ardor expulsa fuera del recinto sagrado todo
vestigio de creencia y diferencia, aun cuando afuera siga tronando la violencia. Tal vez
Malintzin y su hombre lo conocieron.
Aparte de la monda lujuria de soldado que la guerra desata, la lujuria española se vio lanzada a
un irresistible paraíso indiano de delicias terrenales. Lo ilustra el desbocamiento de Cortés,
primero cuidadoso de aparentar abstenciones señoriles y después arrebatado por descomunales
apetitos. Cabe suponer que el lujurioso reverdecimiento de este mujeriego de espesa fama
trasatlántica surgía del escozor priápico que suele saturar el cuerpo del hombre puesto en el
pináculo de una victoria político-militar; surgía de la ansiedad viril que suele embargar a un
organismo situado en las proximidades de sus cuarenta años, pero muy bien pudo haber surgido
asimismo del descubrimiento de otro erotismo que rebasó el cuerpo nuevo y la pasión nueva de
Malintzin, y terminó arrojándolo bestialmente sobre las huérfanas hijas de Moctezuma y de
cuanta belleza indígena quedó a su alcance. “Tenía infinitas mujeres dentro de su casa”, declaró
su detractor Vázquez de Tapia.
Por su frecuentación sexual de Malintzin, se diría que ésta permanecía como la favorita de aquel
harem, la más agraciada entre las elegidas por el vencedor. No es voluntaria invención nuestra
que la excepcional belleza de Malintzin fue un fuerte ingrediente de su personalidad. Consta que
cuando la expedición española avanzaba tierra adentro, a Malintzin Tenepal se le aproximaban
fascinados los soldados y capitanes de Cortés, con el pretexto de interrogarla sobre las
novedades de la tierra. A tal grado llegó este cerco de admiración, que según Suárez de Peralta,
sobrino político de Cortés, éste prohibió terminante que se le hablara a su exclusiva faraute.
Pasión política o pasión carnal, lo cierto es que Malintzin brillaba con propia luz, y como toda
mujer condicionada a administrar sus encantos, los puso en juego más de una vez. Lo hizo en
Cholula para salvar de un seguro exterminio a la expedición española. Sucedió que una rica
matrona cholulteca quería para esposa de su hijo una mujer espléndidamente dotada, como
Malintzin, y para que huyera con ella antes de la degollina fue a contarle los pormenores de la
gran conspiración que culminaría al amanecer.
La excitación que causaba fue motivo de un episodio semejante en el paraje donde Cuauhtémoc
fue ahorcado durante el viaje de Cortés a Honduras. En esa ocasión fue un cacique enamorado
de súbito el que le propuso huir con él antes que los naturales encabezados por Cuauhtémoc se
sublevaran para pasar a cuchillo a todos los teúles. En ambos momentos la bella dejó en estado
de hipnosis a sus solicitantes, mientras iba a advertir del peligro a su hombre.
Bella y audaz. Sólo por audacia insólita, por autonomía irreverente, esta incontenible
muchachita que fuera de tiempo y espacio quería ser dueña de sí misma, pudo atreverse a
quebrantar el comportamiento que todo súbdito mantenía ante Moctezuma Xocoyotzin, el
tlatoani que sin temblor alguno mandaba degollar a los portadores de malas noticias, a lapidar a
los transgresores de las puntillosas costumbres.
Por la interpretación que Gómez de Orozco8 da a una confusa línea de Bernal Díaz del Castillo9,
en el primer encuentro de Cortés con Moctezuma, Malintzin, la intérprete desacatadora le tendió
la mano derecha a Moctezuma para saludarlo de igual a igual, cuando los cánones mandaban
que nadie osara levantar la vista ante el tlatoani, y quien lo hiciera sería a riesgo de quedar
enceguecido por el deslumbramiento. Naturalmente que el tlatoani esquivó a la desacatada
mujercita para ir de frente hacia Cortés-Quetzalcóatl.
Era atrevida, mas no sañosa. Nada permite atribuirle un gesto de crueldad para Moctezuma
cuando éste ya era prisionero de Cortés y ella vivía sus escasos días de dueña y señora del
palacio de Axayácatl. En las crónicas puede entreverse, por lo contrario, cierta inclinación
compasiva hacia el tlatoani caído, y al menos breves atenciones dispensadas a través de
Orteguilla, el más aprovechado aprendiz del idioma náhuatl, razón para que Cortés lo asignara a
su rehén, Moctezuma, en la triple condición de paje-custodio-intérprete.
Dentro de la lumbre que emitía Malintzin a pesar de sus gravísimas desventuras, a pesar de ella
misma, se hace patente una traviesa suavidad, o al menos la aculturada generosidad de mujer
que ha de ser simultáneamente y por entero madre y esposa o barragana, privada erotómana y
sirvienta, falsa reina doméstica y súbdita enyugada. En esta múltiple función vivió Malintzin sus
días de amante amparadora y silenciosa vigilante, de guía y leal disimuladora, de conspiradora y
de guerrera.
Qué intensidad y cuánta desmesura hollaría su juventud durante aquellos primeros seis o siete
días que mediaron entre el ceremonioso encuentro con Moctezuma a media calzada de
Ixtapalapa y el amañado prendimiento del tlatoani. Ver de cerca y de frente al mítico
8 Federico Gómez de Orozco, Doña Marina, la Dama de la Conquista, Ediciones Xóchitl, México, 1942.
9 Bernal Díaz del Castillo, Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, Espasa Calpe, Colección Austral, México, 1955, capítulo LXXXVIII.
Xocoyotzin en las suntuosidades de sus propios aposentos, en la corte de sus deleites y
despotismos, escuchar atentamente su voz de hombre refinado, concentrada ella en sus
modulaciones para poder traducir con fidelidad las sutiles fluctuaciones de un trágico. Qué
ensoñación ha de haber relampagueado en la mente de la muchacha que apenas ocho meses
antes era una esclava entre muchas y ahora era preciado enlace entre el protagonista y el
antagonista de una aventura alta a todas luces.
Una cosa pudo haber sido para ella ver el valle de Anáhuac desde el borde volcánico, allá la
ciudad fabulosa en la transparente lejanía, una joya blanca que resplandecía entre inmensos
espejos de agua, y otra cosa estar inmersa en las entrañas de Tenochtitlán, en el centro de su
centro.
Fue Malintzin la faraute, Malinche la lengua10 quien acompañó los modosos recorridos de
Cortés al lado de Moctezuma, su anfitrión que le mostraba en su palacio salas rigurosamente
destinadas a cada estrato social: el tlaxitlan, el teccalli para impartir justicia al pueblo, el
tecpilcalli para los nobles señores de la guerra, el cuicacalli para reunir a los maestros de danza
que acudían allí para bailar y cantar al atardecer. Le mostraba los patios pulcros y entoldados,
los jardines botánicos, los jardines zoológicos poblados de aves innumerables, de cuadrúpedos
de todo pelaje, mientras Malintzin traducía del náhuatl al español y viceversa en la barahúnda
de aullidos, cantos y bramidos que para Díaz del Castillo “era grima oillo, y parescía infierno”.
Evocación más que grima provocaría el estruendo zoológico en ella, vaso de trópico húmedo, de
oído educado en la algarabía nocturna de alcaravanes, ocelotes y mapachines. Aunque en ese
noviembre de altiplano poco espacio ha de haber tenido para distracciones memoriosas, ocupada
como estaba en trasmitir la reposada astucia del capitán general en una dirección y el orgulloso
desmoronamiento del tlatoani en la otra. Ser ella “que lo sabía muy bien hacer” y “en todo era
muy avisada”,11 la imaginaria cuerda de oro sobre la que batallaban a palabras los dos hombres.
Ser espejo fiel en dos idiomas sin herir a ninguno de los interlocutores. Trasmitir la sonrisa o el
fruncimiento de ceño, como sucedió en lo alto del Templo Mayor, cuando Cortés invitado a
conocer los adoratorios gemelos (Huitzilopoxtli y Tláloc, el dios de la guerra y el dios del agua
para un pueblo guerrero-agricultor) que contemplaban la ciudad desde treinta metros de altura,
se atrevió a decir en bromas veras que los terribles demonios que adoraba el Señor Moctezuma
saldrían empavorecidos si ahí en lo alto se plantaran una cruz y una imagen de la Virgen María.
10 La presencia del otro intérprete, Jerónimo de Aguilar, en estas primeras exploraciones de la ciudad hubiera sido perfectamente prescindible, pero al parecer Cortés prefería tenerlo a la mano como escucha de las traducciones de Malintzin.
11 Bernal Díaz del Castillo, Op. cit., cap. LXXXVIII.
La respuesta fue cortante, perdonadora del deshonor que había en las palabras del Señor
Malinche.
Acaso fuera la última vez que Malintzin viera brillar la dignidad de Moctezuma. Dos o tres días
después estuvo presente en su prendimiento, compadecida frente a un hombre que entre la
humillación y la muerte prefería la primera. Estrepitosa la caída de un dios viviente, cosa que
acontecía ante sus ojos de joven madura; el dios caído le pedía a ella que le explicara el sentido
de aquellos tremendos gritos de un hombre de malos reveses, Juan Velázquez de León, y ella le
mantenía el respeto franco a aquel llamado por sus súbditos Señor, Mi Señor, Mi Gran Señor, lo
aconsejaba como tía junto a un sobrino en aprietos. Purísimo gesto de mujer que es madre aun
de los que jamás pudo haber parido. Lo demás fue descomposición de prisionero, la farsa
española de descubrirse la cabeza cada vez que pasaban ante el rehén muerto de aflicción
mucho antes de su muerte verdadera, consciente de que todo eso era xoxolhuia:12 mentir adrede.
Moctezuma confinado a un aposento del Palacio de Axayácatl y en otro, no muy distante, Cortés
y la faraute que de noche era la amante. Quién no sabe que en el lecho montado por dos hay
escuela de todo e ideología de nada, así como es campo de confidencias y el más profundo
reducto de la conspiración. Todo indica que la excepcionalidad de Malintzin y Cortés se detenía
en ese eterno y común deseo de prolongar en palabras de conjura lo que la carne harta ya no
alcanza. Gómez de Orozco se regodea al recrear la opulencia morisca de una recámara llena de
esteras, almohadones, cobertores tejidos con pelo de conejo y plumas, escabeles cubiertos de
piel de jaguar, braseros para quemar resinas aromáticas: la parafernalia completa para las fiestas
de pareja sobre el lecho improvisado en una esquina de la espaciosa recámara. Esto pudo darse
sobre todo en los días anteriores a la presencia de las hijas huérfanas de Moctezuma, cuando los
tópicos de alcoba serían el gran secreto de haber descubierto el cuarto donde Moctezuma había
mandado tapiar el tesoro de su padre, que no era menos que el tesoro de sus dioses; se hablaría
de la linda capilla que en dos jornadas les habían construido en sus propios aposentos los
albañiles tenochcas; más aún se hablaría sobre qué hacer con la dificilísima volubilidad de
Moctezuma.
La consigna era cuidarlo, darle contento para que les viviera como escudo de sus propias vidas
de extranjeros. Sería flagrante falacia presumir que en Tenochtitlán, Malintzin era tan extraña
como Cortés y todos los españoles con quienes había casado su destino. Su valer residía
precisamente en que era y no era. Lo era porque lejos estaba de pertenecer a la misma nación de
los tenochcas. Entre haber sido nahuatlizada y ser náhuatl se abría una brecha insalvable. Lo era
porque llevaba esa marca honda, nunca es simple rencor, que distingue dondequiera al tributario
del tributado; porque venía de otra dimensión del poder, de otra concepción del mando, ajena a
12 Así lo corrige José Luis Martínez en su Hernán Cortés, al tratar el cautiverio de Moctezuma.
la visión mesiánica que de sí mismos tenían los tenochcas. A la vez no era extranjera en tanto
que por naturaleza conocía las debilidades del Imperio Mexica; por alcurnia pertenecía a la
casta gobernante, aun cuando nacida en un estrato subsidiario. Su pertenencia a una civilización,
la mesoamericana, la puso a prueba en su espontánea deferencia hacia Moctezuma, aun ya
derrocado. El tlatoani era el tlatoani.
Para Malintzin lúcida, excepcional era Moctezuma y excepcional Cortés. Del primero conocía
su leyenda, su itoloca13 de inexorable y opulento, más sabio que guerrero. ¿Quién podría
desconocerla en aquel sistema del que ella era dado cultural? Del segundo conocía sus designios
y también su dimensión carnal, dimensión reputada desde siempre como la más completa forma
del conocer, la que en nada ha podido menoscabar la represividad de Estado y religión. La
inextricable veneración hacia la figura del tlatoani la inclinó más aún, la volcó hacia el tlatoani
de facto, Cortés, y en ese entendimiento asumió los despropósitos del capitán general hacia su
persona.
Tampoco era extranjera en cuanto a su percepción de la realidad tenochca. Ni los sanguinosos
adoratorios gemelos del Templo Mayor, ni siquiera las hileras de cráneos del Tzompantli
pudieron tener sobre ella el mismo efecto que surtieron sobre Cortés o Andrés de Tapia o Díaz
del Castillo. Para los españoles, aquellas “calaveras e zancarrones” metidas en varas eran el
vergonzoso signo de la muerte; para la civilización mesoamericana eran los sustentos visibles de
la continuidad.
Mientras Malintzin estuvo expuesta en el gran mercado de Xicalango en calidad de mocita
esclava, muy bien pudo caber en su mente la posibilidad de que alguien la comprara con
propósitos de divinizarla primero y sacrificarla después en algún altar. Era tan natural en su
civilización como para los cristianos era matar al que no lo era.
Con esta visión nativa pudo Malintzin desempeñar su misión de mensajera, de faraute en el
descubrimiento de Tenochtitlán. En cualquier caso el conflicto entre la mujer pagana y la mujer
cristianizada nunca estuvo tan perfectamente dramatizado como en la persona de Malintzin.
Alto es el significado de ese rosario al que luego la vemos aferrada en distintas imágenes. La
cruz y las cuentas de ámbar o madera o vidrio ostentadas con necesidad, para que unos supieran
que ya los había dejado y otros supieran que estaba llegando a ellos.
De nuevo en el terreno de su relación con el tlatoani, el caído, es admisible que a Moctezuma lo
haya cuidado con esmero por medio del paje Orteguilla o en persona, antes y después de las
pedradas que al final le causarían la muerte. La curación de emergencia hecha con vino
13 Lo que se dice de alguien o de algo.
calentado estaría a cargo del cirujano Pedro López, pero después, sólo con manos y palabras de
mujer se pudo haber contemporizado con los retobos y gemidos del monarca enniñecido que no
quería dejarse curar para morirse pronto. Es cierto que en otra de las recámaras del Palacio de
Axayácatl estaba la asustadiza posesión de Pedro de Alvarado, Doña Luisa, y que por ahí
andaban también las hijas de Moctezuma y las trescientas muchachas diosas tlaxcaltecas,
naborías de los españoles, pero la dueña era Malintzin y, mujer tan posesionada de su
insustituibilidad, no se hubiera dejado arrebatar tan específica obligación, ella, variable y veloz
aparecida que tan luego era intérprete como cariñosa cuidadora como la bien acicalada Doña
Malintzin, o bruja discreta o implacable guerrera.
Porque tenía el mismo sentido común del astrólogo-soldado Blas Botello, tanto o mejor que él
sabía de augurios, sabía que se aproximaba un desastre. No deshojó margaritas mentales como
Botello que se repetía la doble fatalidad: “no morirás”, “sí morirás”; sencillamente preparó sus
petacas de carrizo mucho antes que Botello advirtiera a Cortés de que sus astrologías indicaban
la noche del 30 de junio (1520) como la más propicia para huir en silencio de Tenochtitlán.
Muerto Moctezuma vino el escape de media noche, entre niebla y llovizna; en el orden de
retirada las mujeres iban al centro de la columna, incluida la española María de Estrada14. Sobre
la calzada de Tlacopan ningún punto de la columna estaba a salvo del asedio desde el agua y
desde tierra. De las manos de algún guerrero caído tomó Malintzin la rodela y el micuáhuitl con
que aparece en distintas láminas del Lienzo de Tlaxcala, según el cual hubo tiempos en que
dormía con sus armas al lado. Díaz del Castillo le rinde homenaje como valerosa por entero en
tantos momentos en que estuvo rodeada de flaquezas. Nada excepcional fue tal virtud en
aquellos trances de vida o muerte. Las bravas mujeres de Tlatelolco también tomaron las armas,
y en palabras del cronista anónimo de 1528 “llevaban puestas insignias de guerra; las tenían
puestas. Sus faldellines llevaban arremangados, los alzaron para arriba de sus piernas para poder
perseguir a los enemigos”. Así, con falda arremangada, pudo haberse perfilado Malintzin en la
cenagosa oscuridad de la huida, abriéndose paso sobre el Canal de los Toltecas, el que horas
después quedaría azolvado por capas de cadáveres de españoles, de caballos, de lingotes de oro,
de cargadores y combatientes tlaxcaltecas, de los centenares de naborías que allí quedaron
tendidas, sirviendo de puente a los fugitivos.
Los riesgos que corrió Cortés también fueron aventura de ella, desde el día que quiso lanzarse
por sí sola de tortillera a nahuatlata. Mujer convertida en heraldo, en parlamentaria del capitán
general. En esa condición se halló en distintas horas y lugares, por insustituible, por eficiente.
14 Bernal Díaz del Castillo, en el capítulo CXXVIII dice que además de María de Estrada “no teníamos otra mujer de Castilla en México sino aquella”. En la celebración de la victoria sobre Tenochtitlán, un añodespués, cap. CLVI, menciona por sus nombres hasta ocho españolas.
Aguilar, Orteguilla, Juan Pérez Malinche y otros españoles pudieron haber adquirido
vocabulario náhuatl bastante, pero la poseedora de su sintaxis era ella.
La inteligencia como la belleza y la pasión erótica son poderes por sí mismos. Su naturaleza
desafiante se expresaba ya transparente en líneas como estas del Canto de las Mujeres de
Chalco: “Ven a sacar mi masa, tú rey Axayacatito, / déjate que yo te manipule”.15 También ese
poder estaba en ella. Aunque nada iguala al poder del lenguaje. En él residía el poder real de
Malintzin. Toda la pictografía relativa a la conquista de la Nueva España recoge la figura de
Doña Marina, al menos en su etapa fundamental. Está colocada un paso al lado o atrás de
Cortés. Es omnipresente, en actitud de poderosa humildad. Su omnipresencia recuerda la
figurita endeble de Tlacaéleltzin que aparece en los respectivos códices. Lo vemos con la cabeza
baja, colocado detrás del tlatoani: el poder tras el trono. Verdadero constructor del Imperio
Mexica, prefirió guardar su condición de consejero de tres monarcas sucesivos. A la vez que
organizador del derecho, la administración y el culto con fines políticos, fue el primer
incinerador de códices, mucho antes de que llegaran los incineradores españoles; intensificó los
sacrificios humanos. ¿Es por ello odioso?
Ambos aparecen pictografiados con recato de deuteragonistas. Él era todo un hombre de Estado,
ella una mujer de servicio múltiple. Sin embargo, a nuestros ojos es menos visible Tlacaéleltzin
que Malintzin, y no porque ella hiciera más. Por paradoja, nuestro rechazo de aterrorizados le da
mayor relieve.
Nada de lo que aconteció antes y después del 13 de agosto de 1521 (año 3-Casa, lluvioso día 1-
Serpiente, cuando cayó Tenochtitlán asediada principalmente por los que habían sido sus
vasallos) le fue ajeno a Malintzin, nada le fue oculto. De nada fue eximida esta cristiana nueva
que en más de una ocasión aparece aferrada al mentado rosario que Cortés le regalara 16. En un
documento legal formulado años después de su fallecimiento17 aparece también con el rosario
colgando de la mano izquierda. ¿Era zurda Malintzin, para mayor marca diabólica? En todas las
culturas patriarcales lo zurdo ha sido condenable. En el “culto oculto y forestal” se danzaba de
izquierda a derecha. Las brujas se persignan con la mano izquierda, como es de todos sabido. El
anillo de bodas de una mujer se coloca en el dedo anular de la mano izquierda para estrangular
los poderes mágicos femeninos. Estos y más escándalos han pasado por la mano izquierda. Si
15 Poesía Náhuatl, Ángel María Garibay, UNAM, 1964.
16 Federico Gómez de Orozco (Op. cit.) incluye el rosario entre los numerosos obsequios recibidos de Cortés en prueba de amor, al enumerar el opulento contenido del equipaje que empacó Malintzin ante la inminente salida de Tenochtitlán el 30 de junio de 1520.
17 Lámina incluida a propósito de aperreamientos en el Proceso de residencia contra Pedro de Alvarado, lo mismo que en el Proceso de residencia instruido contra Nuño de Guzmán.
Malintzin fue zurda en realidad, esto vendría a abonar la caudalosa maldición en que hemos
querido ahogarla.
Cosa de brujas es asimismo que habiendo mantenido desde 1519 el intenso comercio sexual
demandado por una libido tan robusta como la de Cortés, hayan transcurrido tres años antes de
que Malintzin decidiera concebir a su primer hijo: Martín Cortés, nacido en Coyoacán a fines de
1522. El dominio de los anticonceptivos naturales era parte del saber femenino americano, lo
que no impide que para la cristiandad militante de ayer y de hoy sea de mujeres perdidas el gozo
de su cuerpo, la función del placer exenta de la perentoria función reproductiva. Malintzin era
de esas. Transcurrieron cuatro años antes de que su hija María Jaramillo naciera.
Ya fuera mujer perdida o simple conocedora de antiguos recursos, otro aspecto notable de la
imaginería malinztiana es que jamás se le presenta en indumentaria exótica. Luce todas las
prendas finas con que Gómez de Orozco recrea su vestuario: huipiles, chincueitls,
quesquémetls, cintas de colores para trenzar el pelo, naguas y capas de telas labradas; lo suyo, la
joyería, el lujo mesoamericano, pero nunca una prenda de vestir europea, nunca el mimetismo
grotesco. De esta manera también expresaba lo que sigue diciéndonos a través de los siglos:
hijitos míos, tómenme como soy, no puedo ser otra. Pero nada hay en su porte que no sea
decoro, la dignidad que mantuvo en toda ocasión, sin desplantes.
El juicio de residencia contra Cortés, propuesto desde 1522 y que al fin estalló en 1529, produjo
numerosos testimonios sobre la promiscuidad del capitán general. No sería ni el primero ni el
último poderoso con la sexualidad hipertrofiada. Más asombra la dignidad con que Malintzin,
en plena desventaja de mujer y de autóctona, asumió los excesos de su dueño, caprichosa
mezcla de las altanerías de un tlatoani y un señor feudal. Digna fue ante las tarquinadas de
Cortés con las sobrinas e hijas de Moctezuma Xocoyotzin. Una de ellas, bautizada con el
nombre de Ana, murió durante la huida de la Noche Triste, en estado de preñez, según el
conquistador Juan Tirano. Gonzalo Mejía, extremeño muy cercano a Cortés, aseveró que éste se
echaba también con una sobrina de Malintzin. Digna fue en el escándalo que causó la
sospechosa muerte de Catalina Xuárez Marcaida, mujer con quien Cortés había casado durante
sus años de residencia en Cuba. El turbio fallecimiento acaeció precisamente los días en que
Malintzin alumbró a Martín Cortés. Se mantuvo digna cuando se vio obligada a separarse de su
hijo, de dos años de edad, para acompañar a Cortés en su disparatado viaje a Honduras, de
nuevo en oficios de faraute.
La peripecia marital de esta mujer-símbolo en más de un sentido, tuvo un nuevo giro cuando al
cabo de varias jornadas de ese viaje, acompañado de un gigantesco séquito, el señor feudal
decidió casarla con uno de sus hombres, que había sido capitán de navío, alguacil, maestresala,
y era alférez de la expedición: Juan Jaramillo. López de Gómara dice que lo hizo Cortés
“estando borracho”. Para Gómez de Orozco fue un acto deliberado a fin de poder casar con
dama española que le diera estirpe legítima, y para probarlo produce varios discursos
persuasivos de Cortés para Jaramillo y para Malintzin, días antes del matrimonio.
Nada extraño en el serrallo cortesiano. Casi a todas las casó una o varias veces, premiándolas
con la donación de pueblos tributarios. A la princesa Tecuixpo, hija de Moctezuma bautizada
con el nombre de Isabel, la que a los 17 años ya era viuda de dos tlatoanis, Cuitláhuac y
Cuauhtémoc, la casó con Alonso de Grado; cuando quedó viuda por tercera vez la casó, ya
embarazada, con Pedro Gallego; cuando de nuevo enviudó le dio por quinto esposo a Juan
Cano.
Al margen de las razones de Cortés para deshacerse de la amante favorita, sin renunciar a la
imprescindible intérprete, me parece que lo cierto es que el viaje a Honduras tuvo al menos tres
significaciones determinantes para Malintzin: su aceptación obediente de un nuevo marido que
oscilaba entre la codicia y la gallardía; el encuentro con su madre y sus hermanos; la prematura
extenuación física y moral.
Difícil resulta imaginar cómo se resolvía entre hombres españoles una estrafalaria situación
como fue la de Cortés traspasándole en matrimonio su mujer a Jaramillo, en pleno curso de una
expedición dilatada que al continuar los mantendría juntos en la misma aventura, para bien o
para mal. Es posible despejar la actitud imperiosa de Cortés exaltado en los días cimeros de su
poderío, no así la de Jaramillo, que hacía un buen negocio al agregar a sus haberes las
encomiendas de la región de Coatzacoalcos asignadas a Malintzin en calidad de dote, pero a
cambio debía compartir su mujer con el capitán general, ya que éste seguía sirviéndose ella
como invaluable intérprete.
No pretendo adivinar los sentires que giraban en las interioridades del trío, pero había una
correlación objetiva de jefe a subordinado y viceversa, intervenida por una presencia femenina,
que inexorablemente debía resolverse a la sombra de una tradición hispánica de acérrimo
individualismo.
Este otro hombre, Jaramillo, tuvo después otras oportunidades de dejar que asomara su actitud
con respecto a Cortés y con respecto a Malintzin, cuando ésta ya era sólo memoria. Sus
respuestas a los extensos interrogatorios incoados en el proceso de residencia contra Cortés
fueron parcas, restringidas a lo estrictamente necesario; las respuestas de quien se cuida de no
caer en el elogio ni en la visceral invectiva. Su dura neutralidad parece intervenida ya no por
una presencia de mujer negociada, sino por una sombra de mujer que le dolía. Años antes de
atestiguar en el proceso, una vez fue designado por el Cabildo de la Ciudad de México para que
portara el pendón en la fiesta de San Hipólito con que cada 13 de agosto conmemoraban los
españoles la caída de Tenochtitlán. Bien sabemos lo que esta clase de fiestas significan para los
vencidos. Jaramillo declinó el honor, para ofensa de las autoridades, y se ha dicho que rehusaba
por respeto a su difunta esposa: india aliada, pero india al cabo. ¿Se hizo amar Malintzin por
este esposo que su señor, su gran señor, le había asignado? Es posible que en el esposo haya
visto encarnada la voluntad de Cortés, y que obedeciendo celebrara la voluntad de su gran señor.
Más o menos eso fue lo que dio a entender cuando por fin se encontró con Cimatl, su madre. Lo
que Díaz del Castillo pone en boca de ella es que agradecía al dios de los cristianos “tener un
hijo de su amo y señor Cortés, y ser casada con un caballero como era su marido Joan
Jaramillo”.18
En el mismo capítulo dice, lo certifica y lo jura, que al encontrarse Malintzin con la madre que
la había vendido, que de palabra le había dado muerte, Cimatl lloraba y Malintzin la consoló y
la cubrió de perdones y regalos de oro.
La anécdota original es esta: Cimatl enviudó a temprana edad. Malintzin, su única hija, sería la
heredera del señorío totonaca que tenía por cabeceras las poblaciones de Olutla y Xáltipan, Casó
de nuevo y tuvo un hijo. El segundo marido no toleró la idea de que a su hijo se le impidiera la
sucesión y exigió deshacerse de la molesta primogénita. Se jugaba un varón contra una hembra.
La transacción consistió en venderla de noche como niña esclava a unos comerciantes de
Xicalango, centro de intenso intercambio mercantil situado en la frontera del mundo maya y el
mundo náhuatl. Para encubrir la atrocidad, Cimatl publicó que el cadáver de otra niña esclava
muerta en esos días era el cadáver de su hija. Malintzin fue vendida por los comerciantes a los
señores de Tabasco, y éstos a su tiempo la regalaron a Cortés para sellar las paces. La donación
cerraba un círculo y abría otro de amplitud imprevisible. En el cierre del segundo círculo
esperaba el encuentro de madre e hija.
Creo que cualquier mujer medianamente consciente puede ilustrarnos sobre el pacto irrevocable
que existe entre ese par: la madre que ha sido hija, y la hija que a la vez es madre. Andrea
Dworkin, citada en el Diccionario Feminista19, estima que “la mayoría de las hijas, por más
resentimiento que guarden a sus madres, llegan a parecérseles”. Aurora Levins Morales advierte
que “la relación entre madre e hija se levanta en el centro de lo que más temo de nuestra cultura.
Cúrese esa herida y cambiamos el mundo”.20 “Todavía hoy soy hija de mamá”,21 exclama
18 Bernal Díaz del Castillo, Op. cit.., cap. XXXVII.
19 A Feminist Dictionary, Cheris Kramarae & Paula A. Treichler, Pandora Press, Boston, 1985.
20 Ibídem.
21 Ibídem.
Cherry Moraga ante la pasmosa lealtad de la hija a la madre, cumbre de la sororidad.
Inextricable es el vínculo, pues, y corre por el centro, por encima y por debajo de esa sangre.
Así es concebible que desde el momento de volver a respirar el aire de trópico, Malintzin podía
no sólo prever sino desear el encuentro con Cimatl. Volver al paisaje natal diez o doce años
después era volver a casa, con todo y sus irreprimibles júbilos. Ya en las escrituras babilónica y
egipcia, los jeroglíficos de casa y poblado asimismo simbolizaban madre.22
Varios autores señalan que aquella danza de arrepentimiento y perdón que fue el encuentro se
sustentaba en la natural identificación entre una mujer, la madre, que por pasión hacia un
hombre había desterrado a su hija, y otra mujer, la hija, que por pasión hacia un hombre había
conspirado con extranjeros. Paralelismo de dos culpables, se presupone. Tal vez. Pero hay
mucho más que la vocación de culpa que hemos cultivado en la mujer. Piensa uno, por ejemplo,
en el rigor con que Netzahualcóyotl sentenció a muerte a dos de sus hijos, a uno por sodomía y
al otro por traición,23 y Malintzin crece como una montaña de generosa serenidad; ella que
“tenía mucho ser y mandaba asolutamente entre los indios”.24 Seguir biseccionando la historia
entre unos que estoicos interpretan la majestad de la ley y otras sin más responsabilidad que
cumplirle a su sistema de emociones, sería una trampa más del doble discurso. En sus manos
tuvo Malintzin todos los castigos imaginables contra quien la había arrojado del poder a la nada,
la había negado como cosa suya, y no obstante, abrazó a la apasionada madre y la colmó de
bienes y le prometió cuidarla ahora que recibía en encomienda el señorío de sus progenitores.
Este era y es el tamaño verdadero de la que “fue tan ecelente mujer”.25
Después de esta reconciliación en el paraíso vino el infierno de una marcha de casi tres mil
kilómetros a través de ciénagas, selvas y serranías: el horroroso viaje a las Hibueras, marcado
para Malintzin por una preñez sostenida en medio de dificultades inauditas; peor aún: por la
infamante muerte de Cuauhtémoc, último tlatoani, que Cortés llevaba prisionero.
Abunda la alabanza a la resistencia física del conquistador español de todo jaez. No fue menos
resistente el cuerpo de Malintzin. De hecho tuvo doble resistencia para soportar penalidades
iguales a las que iban padeciendo sus hombres, a la vez que su organismo entero desempeñaba
el trabajo de reproducirse en otro ser: no poca cosa si por un momento nos separamos de esa
otra bisección entre trabajos naturales y trabajos heroicos.
22 The Woman’s Encyclopedia of Myths and Secrets, Barbara G. Walker. Harper, San Francisco, 1983.
23 Relación de Juan Bautista Pomar, UNAM, 1964.
24 Bernal Díaz del Castillo, Op. cit., cap. XXXVII.
25 Ibídem.
Si el inoportuno embarazo fue consecuencia de un grave descuido en los controles de Malintzin
aturdida por tantos rigores, si fue error cometido en una noche de jubiloso respiro durante la
agotadora marcha, si fue por contumacia de Jaramillo, para dar prueba fehaciente de que la
poseía, es asunto de conjetura, banal ante el hecho de que hubo de afrontarlo en condiciones que
ni los caballos soportaron. La mayor parte quedó en el camino, ahogada, despeñada,
desjarretada o con el unto derretido26 por el calor de una última demanda a su musculatura
gastada.
Hubo deserciones de soldados españoles; hubo músicos españoles que se comieron los sesos de
otros músicos muertos de hambre, y por supuesto, miles de indios muertos de hambre y de
agotamiento en aquellos trabajos colosales. Cortés, capaz de informar en una escueta línea que
al llegar a Nito tenía con él “hasta cincuenta indios que conmigo habían quedado de los de
Méjico”27, que fueron tres mil, se extiende en ponderar la “aspereza y fragosidad” de la ruta que
voluntarioso había tomado,28 y no se recata al dar medida de sus proezas: cruzar inmensas
ciénagas con el lodo hasta el pecho, días y noches bajo lluvia incesante, la sed y el hambre sin
remedio, selvas cerradas donde la visibilidad no era más que la del siguiente paso, empinadas
vertientes de ocho leguas escaladas en doce días, jornadas sin probar alimento o sustentadas con
palmito sin sal, ríos crecidos, peste de mosquitos. Todos los desafíos que pudiera soñar un
vencedor de la naturaleza, día tras día, semana tras semana, durante dieciocho meses. La mitad
de ellos fueron para Malintzin meses de rudas aventuras de hombre copeteadas por trabajos de
entraña de mujer. El solitario trabajo de faraute29, por su parte, vivía sujeto a lo imprevisible, al
llamado de media noche o de cualquier otra hora, para interrogar a algún natural capturado y
extraerle informes de la tierra o para persuadir con gentileza a algún cacique desconfiado que se
atrevía a acercárseles. Elemento fundamental del fracaso de la expedición fue el vacío que
encontraron en los poblados, casi todos incendiados por sus habitantes antes de huir.
Convencerlos de que era su destino renegar de su religión y someterse a un rey que representaba
en la tierra al dios único del cielo, resultaba más complicado que remontar lluviosas serranías. A
falta de un blanco fijo al cual disparar, una y otra vez el conquistador pronunció largos sermones
ante los caciques obligados a oírlo, a escucharlo por intermedio de “una lengua que llevaba”, “la
26 Ibídem.
27 Hernán Cortés, Cartas y Relaciones, Emecé Editores. Buenos Aires, 1946.
28 La ruta hacia Guatemala y Honduras estaba perfectamente establecida por la región del Pacífico. Durante siglos había sido transitada por mercaderes y guerreros. Cortés se obstinó en emprender el viaje por una ruta que no admitió caminos hasta mediados del siglo XX.
29 El otro intérprete de la entera confianza de Cortés ya había fallecido, según Bernal Díaz del Castillo. José Luis Martínez corrige este error remitiéndose a la declaración que Aguilar rindió contra Cortés en 1529.
lengua que conmigo traía”30, o simplemente “la lengua”. Heraldo sin nombre. Entre líneas
reconocemos a la llamada Malinalli, Marina para los españoles.
Por malhadada economía, la empresa política, científica o artística jerarquiza por principio;
precave el discernimiento entre la seriedad de lo público y la trivialidad de lo privado, entre lo
sustantivo y lo accesorio, aun a costa de no poder discernir entre lo meramente informativo y lo
revelador. Cortés, capitán de una empresa política, jerarquizó en su relato hasta disolver en
puras alusiones a su insustituible parlamentaria. Por su nombre la menciona una sola vez, en su
Carta Quinta31, al referir de paso cómo ella atestiguó ante el desconfiado cacique Canek que él
era él: Hernando Cortés, el mismo que había vencido a los de Tabasco cinco años antes. Le
escribe a su rey: “…y para que creyese [Canek] ser verdad, que se informase de aquella lengua
que con él hablaba, que es Marina, la que yo siempre conmigo he traído porque allí me la
habían dado con otras veinte mujeres…”32. Es todo el crédito que Malintzin recibe de su
empresario.
Ante tal estrechez nos queda la fecundidad de Bernal Díaz del Castillo, que por ser verdadera su
historia menciona a Doña Marina centenares de veces a lo largo de su crónica; nos habla de sus
trabajos en detalle, al punto de permitirnos reconstruir el intenso ajetreo que contenían las
jornadas de “la lengua”. Por ejemplo, las estrujadoras jornadas por la provincia maya de Acalán,
al sur de Laguna de Términos, infamadas por la “muerte que les dieron muy injustamente”33 a
dos grandes cautivos: Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal. Tan injusta como aquellas despóticas
sentencias de Cortés fue la acusación del testigo Martín Ecatzin, por quien aparece en los
Anales de Tlatelolco (1528) la versión de que estas muertes sucedieron por órdenes de Cortés y
de Malintzin. Saltan a la cara de cualquier lector los beneficios políticos que Cortés obtenía con
la aniquilación del “hombre bullicioso”34 que para él era Cuauhtémoc: peligrosa representación
del poder vencido. No necesitaba ni tenía por qué esperar Cortés en estas circunstancias la
opinión ni el consejo de su faraute para proceder a cortar de tajo el último vestigio de autoridad
moral que le restaba a la consciencia tenochca. Acaso así lo tuvo previsto desde su salida de
México o bien procedió con la ofuscación que caracterizó todo el viaje a Honduras.
Malintzin es aquí el instrumento para obtener la precipitada confesión de los inculpados, con
recursos que nada qué desear dejarían a los cuerpos policiales de siglos venideros. Luego, con
30 Hernán Cortés, Op. cit.
31 Ibídem.
32 Ibídem.
33 Bernal Díaz del Castillo, Op. cit., cap. CLXXVII.
34 Hernán Cortés, Op. cit.
igual diligencia, y por qué no, igualmente abrumada, tradujo Malintzin las pláticas de consuelo
y los rezos de los dos franciscanos flamencos, Dekkers y Auwera, que acompañaron los pasos
de los señores indios hacia el sacrificio, y tradujo también, quién sabe con qué tamaño de
agobio, esa especie de maldición que Cuauhtémoc le lanzó a Cortés antes de morir: “¡Oh,
Malinche… porque me matas sin justicia! Dios te la demande…”35. En ese momento como en
tantos otros, el peso de la realidad rodó por encima de la que a cada acto debía suministrarle la
realidad de las palabras.
Desde las cuatro fuentes primarias varía la horrenda imagen de este crimen político. En tres de
ellas, Cortés, Ecatzin y Díaz del Castillo, fue por ahorcamiento; en la versión de Paxbolonacha
(Manuscrito Chontal, 1612) señor de la provincia de Acalán, Hernán Cortés en extremoso
desvarío mandó que bautizaran a Cuauhtémoc con su nombre, Don Fernando, antes de
decapitarlo, y mandó que su cabeza fuera clavada en una ceiba frente al adoratorio principal del
poblado de Yaxzam. Gómez de Orozco va más allá y dice que el legalismo de Cortés le impidió
ahorcar a dos nobles naturales, porque lo prohibía el fuero viejo español; que los señores indios
fueron decapitados de acuerdo con su jerarquía, y que a falta de cabeza, el porfiado verdugo los
colgó de los pies en las ramas de un pochote.
Todos los horrores de la guerra habían pasado por los ojos de Malintzin, pero no esta feroz
mueca de insania que la gastaría por dentro así como el hambre y lo escabroso de la marcha la
desgastaban por fuera. Era el asesinato de un prisionero que a la vez era valioso colaborador del
capitán general. Colaborador forzado que en más de una ocasión había salvado la expedición
dirigiendo obras colosales como aquel puente sobre un estero de quinientos pasos de largo y
diez brazas de agua y cieno. Con eficacia que el mismo Cortés llamaría “la cosa más extraña”,
el puente hecho con “más de mil vigas, que la menor es casi tan gorda como un cuerpo de un
hombre”36 quedó levantado en cuatro días, porque había prisa por entrar a la provincia de
Acalán, precisamente donde Cuauhtémoc perecería. Del grado en que esta muerte desquició a
Cortés podemos deducir cómo habría de socavar el alma de Malintzin. En su Carta Quinta
Cortés agrega a manera de incidente que en aquel señorío “acaeció un caso”, pero el muy
memorioso Bernal Díaz del Castillo cuenta muy puntualmente los sobresaltos de un Cortés
insomne. Transcribo el precioso párrafo, con mi subrayado:
“También quiero decir que como Cortés andaba mal dispuesto y aun muy pensativo e
descontento del trabajoso camino que llevábamos, e como había mandado ahorcar a
Guatemuz e a su primo el señor de Tacuba, e había cada día hambre, e que adolescían e
35 Bernal Díaz del Castillo, Op. cit., cap. CLXXVII.
36 Hernán Cortés, Op. cit.
morían muchos mejicanos, paresció ser que de noche no reposaba de pensar en ello, y
salía de la cama donde dormía a pasear en una sala a donde había ídolos, que era
aposento principal de aquel poblezuelo, a donde tenían otros ídolos, y descuidose y cayó
más de dos estados abajo, y se descalabró en la cabeza; e calló, que no dijo cosa buena
ni mala sobre ello salvo curarse la descalabradura, y todo se lo pasaba y sufría.”37
¿Fue el cirujano Pedro López quien le curó aquella descalabradura, o fue Malintzin, para mayor
secreto? Es sintomático que el primer fantasma de Malintzin apareciera al lado del fantasma de
Cortés. Los vieron en dos cementerios los españoles remordidos por sus propias rencillas y
desmanes. Los habían dado por muertos al transcurrir casi un año de la azarosa expedición a
Honduras38, y los trasnochadores principiaron a ver las fogosas ánimas en pena de la pareja de
pecadores, inseparables aún en el más allá. Los vieron aparecer en el cementerio del Convento
de San Francisco de Texcoco y en la Plaza Mayor de la Ciudad de México. Constelaciones de
fuegos fatuos han de haber brillado cada noche por el gran cementerio en que se convirtió el
asiento de Tenochtitlán. El mismo Cuauhtémoc había dirigido el enterramiento de los miles de
cadáveres que ahí quedaron. Cementerio también había contiguo al Convento de Texcoco, pero
los azorados españoles sólo tenían ojos para identificar las ánimas de Cortés y Malintzin,
fantasma ella siglos antes de que como La Llorona recibiera adulterados los atributos de una
antigua diosa, la Mujer Serpiente, “que de noche voceaba y bramaba en el aire.”39
En vida también bramó y voceó Malintzin. Su reciedumbre dio para soportar sin queja la carga
de su preñez durante los interminables trabajos del viaje a Honduras, pero el parto tuvo un
entorno del que casi al natural se desprenden alaridos.
Los tres navíos en que Cortés zarpó del puerto de Trujillo, Honduras, el 25 de abril de 1526, en
compañía de “veinte personas con nuestros caballos”, quedaron pronto a merced de una de esas
tormentas caribeñas, señoras rigurosas de ese mar. Allí, entre el espanto y el estiércol de los
caballos aterrorizados, entre el traqueteo de las cuadernas y el zumbido del cordaje, Malintzin
disminuida, deteriorada por meses y meses infernales, dio a luz a María Jaramillo.40
37 Bernal Díaz del Castillo, Op. cit., cap. CLXXVII.
38 Relata Bernal Díaz del Castillo en el capítulo CLXXXIV de su crónica, que Cortés arribó a Honduras en tal estado cadavérico que los colonos españoles le prepararon hábito de franciscano para enterrarlo.
39 Bernardino de Sahagún, Historia General de las Cosas de la Nueva España, I, 6, 1.
40 Consta en la Probanza de los buenos servycios e fydelidad con que sirvió en la Conquista de la Nueva España, la famosa doña Marina, india casada con Xoan Xaramillo después de la conquista, presentada por sus descendientes en 1542, que la hija nació en uno de los navíos que desde Honduras regresaban a México.
Mientras el mar embravecido los mecía, a ella y a su recién nacida caribeña, el mal tiempo que
“deshacía los navíos” los empujaba hasta La Habana, donde permanecieron casi dos semanas,
para holgura de Cortés y Jaramillo que reencontraban a viejos compañeros de aventuras. Con
fuerzas languidecidas, Malintzin acunaba a María en tanto su primogénito Martín Cortés, bajo la
tutela de Juan de Altamirano, primo de Hernán Cortés, aprendía en la Nueva España cómo
achicar a una madre india.
Este y otros muchos rasgos harían de Malintzin el prototipo de la mujer indoamericana, espejo
fiel para generaciones de sus hijas simbólicas, poza de reconocimiento para los hijos de sus
hijas. Mujer desecada en su belleza, macerada su fuerza cuando apenas entraba en lo que debió
de ser su plena juventud. Así se esfuma en un anonimato tan oscuro que no hubo mano que
recogiera la fecha de su muerte ni el sitio de entierro de aquella protagonista a quien nadie había
pedido permiso para venderla, regalarla, permutarla, traspasarla, exprimirla, apartarla, negarla
en su auténtica humanidad.
Enorme y evidente es la distancia entre este personaje de sustancia trágica, Malintzin, y el
símbolo esperpéntico, La Malinche, fabricado por la mala conciencia. Es la misma distancia que
habría entre la pasión y la patraña, entre las mamas salobres de una madre real y los ilusorios
destellos de una Torre de David. ¿Quién quiso resolver el dilema plantando en nosotros una
vergüenza que lleva su nombre? Es curioso observar que ninguno de los historiadores de las
primeras generaciones de mestizos se atrevió a satanizarla, entre otras cosas porque ninguno de
ellos, próximos a los hechos, hubiera podido señalar a qué pueblo, a qué patria, a qué rey había
traicionado la traicionada tantas veces. En cualquier caso, son hombres que no nos permiten ver
su odio, si es que lo tienen, o nos lo muestran congelado en indiferencia. Por otra parte, bien
puede ser que en su tiempo no había madurado todavía esa realidad fantasmagórica que con
exactitud describe Octavio Paz.41
Fueron los patriotas mexicanos del siglo XIX quienes en su necesaria abominación del ejército
realista, del origen mismo de aquel ejército opuesto a la independencia, fijaron su repudio en la
persona de Hernán Cortés, arrastrando con él a su esclava-concubina-intérprete. Hicieron de ella
la endemoniada culpable de todos los males de la conquista. Una mujer, claro, blanco fácil,
símbolo irracionalmente reproducible, y no los jefes militares y los centenares de miles de
indígenas de todo Anáhuac que gozosos murieron en la campaña de Tenochtitlán.
Me parece por completo inicuo recurso para proyectar nuestras culpas, para resistirnos a admitir
nuestra mitad sepultada, donde encontraremos la carne y los huesos y los suspiros de una gran
madre simbólica para amarnos, la única que nos rescataría de la confusión. No obstante, desde
41 Op. cit.
el arbitrario poder masculino seguimos cobrándole a aquella mujer, Malintzin, el atrevimiento
transgresor del mandato que de sus dueños originales había recibido: ser tortillera-concubina y
nada más; nunca se le mandó ser protagonista de nuestra semienterrada historia de
latinoamericanos, de mestizos, los que todavía hoy nos llenamos la boca de terribles epítetos
antimalintzianos para escupirlos al cielo que no sabe guardarse nada y nos devuelve todo cuanto
le enviamos.
Hasta a los movimientos indígenas de hoy les hemos trasmitido la ficticia maldición, el falso
estigma. Así, culpable de la continuada opresión del indio real es el fantasma de La Malinche, y
no el sistema sostenido por la dominación heredada. El mestizo como casta reconocida en las
Leyes de Indias se diluyó en la legalidad republicana, pero subsiste como entidad histórica,
semientidad, mejor dicho, expresada en un complejo de autoafirmaciones y autonegaciones.
Sería grotesco proponernos instalar a Malintzin en el panteón de los héroes: un monumento a
ella, ahí donde ahora está hecho bronce o piedra el respectivo conquistador o el rebelde local.
Más saludable sería hacer del símbolo maldecido un mito iluminador, redundancia al fin, porque
la función esencial del mito es precisamente la de iluminar. Trasmutaciones de esta índole no se
dan por pura voluntad redentora. Ni siquiera sabemos si está dentro de las posibilidades
humanas deconstruir lo viciosamente construido. Esto no nos impide saber que mucho más
inteligente sería revertir el símbolo, por necesidad asumir a Malintzin por lo que es: todas las
diosas, incluida Tlazoltéotl, divina recogedora de nuestras inmundicias, que a su vez es tres
diosas, tres faces, tres edades: la carnalidad de la virgen, la compasión de la mujer parida, y la
sabiduría de la madre ancestral. Todo ello vive en Malintzin.
Epílogo
Lilliandro
Fueron unas palabras que me salieron espontáneas: “La Malinche es la persona más calumniada de la
Historia de México”. Recuerdo el lugar: era el jardín de la residencia del embajador nicaragüense en
Budapest. Estábamos el embajador (Lizandro Chávez Alfaro), su mujer (Lillian), Diny y quien escribe.
Hasta entonces éramos tan solo amigos: creo que a partir de esa frase nos convertimos en hermanos.
Antes, con Lizandro, nos habíamos encontrado en Colonia, Paris, Managua. Después, con Lillian al lado,
vimos cine en Huelva, compramos mazapán en Toledo y recorrimos del brazo la Gran Vía madrileña
aquella noche de diciembre en que se despedían de Europa. ¿Y cómo olvidar el viaje atravesando La
Mancha, desde el Castillo de Don Pedro el Cruel, en Carmona? Se me entenderá bien, entonces, si aviso
al lector de que no puedo hablar de un modo objetivo de esta gente. Y cuando digo gente, soy consciente
de que estoy pluralizando al autor que se me pide que epilogue. Pero es que es así.
Lizandro, el Lizandro que yo conocí en mi casa de Colonia en junio del 82, y con quien despachamos —
en amor y compañía del guanchegermano Karl Julius Müller— unos vasos de bon vino blanco y seco del
Rhin, ese Lizandro era ya desde antes para mí el representante de una Nicaragua casi anónima y
escondida… pero no menos valiosa que la Nicaragua de Rubén Darío y Ernesto Cardenal; me atrevo a
decir, heterodoxo como soy, que prefiero la Nicaragua de Carlos Martínez Rivas y Lizandro Chávez
Alfaro. No es en broma. Ahora, sin embargo, debo añadir que el Lizandro de hoy no me sería
comprensible ni tan entrañable sin la simbiosis con Lillian.
No quiero ser injusto con él, pero sí aventuro la sospecha de que su deslumbrante reflexión sobre La
Malinche quizá jamás hubiera sido escrita sin esa presencia de Lillian en su vida. Y puede parecer que lo
que sigue no viene a pelo, pero sí viene: a mí, Lizandro y Lillian, o Lillian y Lizandro (tanto monta,
monta tanto) me recuerdan siempre mucho a Marie y Pierre Curie. Las sales de torio de que se ocupan
son la sal de la vida, su microscopio común es el idioma.
No por casualidad, en aquellos lejanos días de Budapest, los bauticé como Lilliandro. Se me hace que ése
es también un buen título para este epílogo de un texto cuya protagonista es Malintzin.
Ricardo Bada
Colonia, agosto de 1994.
Lizandro Chávez Alfaro
Bluefields —costa Atlántica de Nicaragua— 1929.
Estudios de pintura en la Academia de San Carlos de la Universidad Autónoma de México.
Entre sus títulos publicados figuran: Hay una selva en mi voz (1950), Arquitectura Inútil (1954), Los monos de San
Telmo (1963, premio Casa de las Américas, Cuba. Traducido al rumano, francés y alemán), Trágame Tierra (1969,
finalista premio Seix Barral, Barcelona. Traducido al búlgaro y al italiano), La Experiencia Literaria (1974), Balsa de
Serpientes (1976), Trece veces nunca (1977) y Vino de carne y hierro (1993).
Ha desempeñado los cargos de director de la Editorial Universitaria Centroamericana (Educa), director de la
Biblioteca Nacional Rubén Darío y embajador de Nicaragua en Budapest. En la actualidad dirige la Revista de la
Universidad Nacional de Nicaragua.