Aportes Nº 72

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72 n o 12,02 e año XXV- 1/2010 ISSN: 0213-5868 Condecoraciones Carlistas y del Requeté Los papeles de la Junta Apuntes histórico- jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

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Condecoraciones carlistas y del Requeté

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Condecoraciones Carlistas y del

RequetéLos papeles de la Junta

Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

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ace ya tiempo que nuestra revista cumplió su mayoría de edad, algo que los

agoreros cómodamente instalados en las cátedras no esperaban ver. Cumpli-

mos con este número nuestras Bodas de Plata, fruto de una trayectoria que no

ha sido fácil pero no ha carecido de gratas satisfacciones. Quienes hacemos posible

Aportes somos conscientes de las dificultades que hemos de afrontar y sabemos que

nuestra responsabilidad sólo puede ser asumida con éxito si nos mantenemos fieles

a los objetivos señalados desde un principio.

En un número tan señalado como éste no podían faltar en nuestras páginas las refe-

rencias al Carlismo, cuya historiografía reciente habría sido bien distinta de no haber

existido Aportes. La aportación de Antonio Prieto, exhaustiva y documentada, sobre

las condecoraciones del Tradicionalismo cubre más que satisfactoriamente una sor-

prendente carencia en la falerística hispana, pues presenta cuantas recompensas y

distinciones se han otorgado en el campo carlista desde sus inicios. De muy diferente

carácter es el artículo de Manuel Martorell, pues se vale de la documentación de la

Junta Carlista de Guerra para hacer frente a quienes acusan de forma generalizada

y apriorista a los carlistas navarros de actuar como esbirros de las autoridades mi-

litares en la represión de retaguardia durante nuestra última Guerra Civil. Resulta

muy triste que a estas alturas todavía haya que responder con contundencia docu-

mental a las insidias propagandísticas de quienes se empeñan en escribir la Historia

conforme los dictados del Poder, cuando el debate historiográfico debía transitar por

sendas sumamente más enriquecedoras del Saber. Resulta por eso muy gratificante

hallarse ante el retrato que de Severino Aznar nos traza el profesor Carballo, pues

la figura del ilustre sociólogo —a la que tanto debe el Estado del Bienestar fraguado

en España durante el pasado siglo— prueba el peso del Tradicionalismo y sobre todo

de la doctrina de la Iglesia en los avances sociales que trataron de poner coto a las

injusticias florecientes con la industrialización.

Y es que la presencia de las instituciones eclesiásticas en el devenir de nuestra histo-

ria de los tiempos contemporáneos continúa despertando el interés de los investiga-

dores, para irritación de algunos. Es de esperar, por lo tanto, que finalmente se aborde

de una manera académica y comprometida la historia de la Jurisdicción Eclesiástica

Castrense en las Fuerzas Armadas Españolas, tarea que apunta Pablo Sagarra en su

colaboración, marcando unas pautas que sin duda resultarán muy útiles para futuras

investigaciones, de las que aún está tan necesitada la historiografía eclasiástica. Por

ello nos congratulamos por acoger además la aportación del doctor Vargas Ezquerra

sobre las vicisitudes de la Iglesia en el Perú de la Emancipación, artículo con el que

damos también cabida a la historia contemporánea de la España de Ultramar, cuyo

interés parece haberse despertado al calor de los Bicentenarios.

Si confiamos que este número sea del agrado del lector, otro tanto esperamos de los

próximos con los que Aportes conmemorará sus veinticinco años de existencia.

Rafael Ibáñez Hernández

Coordinador de Aportes

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La Iglesia peruana en tiempos de la Emancipación :

entre la lealtad y la defecciónJuan Ignacio Vargas Ezquerra

DIRECTORAlfonso Bullón de Mendoza y GóMez de ValuGera

Universidad CEU San Pablo

EDITORLuis Valiente Vallejo

Editorial Actas

SECRETaRIO-aSESORLuis Hernando de larraMendi

Abogado

COORDInaDORRafael iBáñez Hernández

Historiador

COnSEJO DE REDaCCIónCristina Barreiro Gordillo, Universidad CEU San Pablo; Carlos CaBallero jurado, IES Playa de San Juan (Alicante); José Manuel Cansino Muñoz-repiso, Universidad de Sevilla; Álvaro de dieGo González, Universidad a Dis-tancia de Madrid; Ángel David Martín ruBio, Instituto Superior de Ciencias Religiosas Santa María de Guadalupe; Juan Carlos nieto Hernández, Universi-dad CEU San Pablo; José Luis orella Martínez, Universidad CEU San Pablo; Agustín Ramón rodríGuez González, IES La Fortuna (Leganés, Madrid); Manuel Alejandro rodríGuez de la peña, Universidad CEU San Pablo; Mila-grosa roMero saMper, Universidad CEU San Pablo; Julius Ruiz, The Uni-versity of Edinburgh; María saaVedra inaraja, Instituto de Humanidades Ángel Ayala; Jorge VilCHes GarCía, Universidad Complutense de Madrid.

COnSEJO CIEnTífICOMiguel alonso Baquer, Instituto Español de Estudios Estratégicos; José andrés-GalleGo, Consejo Superior de Investigaciones Científicas; Francisco asín reMírez de esparza, historiador; Miguel ayuso torres, Universidad Pontificia Comillas; José Luis CoMellas GarCía-llera, Universidad de Sevilla; José Manuel CuenCa toriBio, Universidad de Córdoba; Emilio de dieGo GarCía, Universidad Complutense de Madrid; Antonio Fernández GarCía, Universidad Complutense de Madrid; José Antonio Ferrer BeniMeli, Universidad de Zaragoza; José Fermín Garralda arizCun, historiador; María Dolores GóMez Molleda, Universidad de Salamanca; Secundino-José Gutiérrez álVarez, Universidad Complutense de Madrid; Mario Hernández sánCHez-BarBa, Universidad Complutense de Madrid; Juan María laBoa GalleGo, Universidad Pontificia Comillas; Rosa María lázaro torres, historiadora; Luis de llera esteBan, Università degli Studi di Genova; Ricardo M. Martín de la Guardia, Universidad de Valladolid; Federico Martínez roda, Universidad CEU Cardenal Herrera; José Luis Martínez sanz, Universidad Complutense de Madrid; Consuelo Martínez-siCluna y sepúlVeda, Universidad Complutense de Madrid; Francisco de Meer leCHa-Marzo, Universidad de Navarra; Antonio Morales Moya, Universidad Carlos III; Manuel Morán orti, Universidad Europea de Madrid; María Gloria núñez pérez, Universidad Nacional de Educación a Distancia; Vicente palaCio atard, Real Academia de la Historia; Stanley G. payne, University of Wisconsin-Madison; António Pedro ViCente, Academia Portuguesa da História; José peña González, Universidad CEU San Pablo; Juan Carlos pereira Castañares, Universidad Complutense de Madrid; Charles powell, Universidad CEU San Pablo; Germán rueda Hernánz, Universidad de Cantabria; Estíbaliz ruiz de azúa Martínez de ezquereCoCHa, Universidad Complutense de Madrid; Joaquim VeríssiMo serrão, Academia Portuguesa da História; Luis suárez Fernández, Real Academia de la Historia; Luis E. toGores sánCHez, Universidad CEU San Pablo; Hipólito de la torre GóMez, Universidad Nacional de Educación a Distancia; Juan Velarde Fuertes, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; Gustavo Villapalos salas, Universidad Complutense de Madrid; Alexandra wilHelMsen, University of Dallas.

ISSN: 0213-5868

APORTES REVISTA CUATRIMESTRAL DE

INVESTIGACIÓN HISTÓRICA Depósito Legal: Z 1.254 - 1986

EDITA Editorial ACTAS Madrid (España)

DIRECTOR Alfonso Bullón de Mendoza

REDACCIÓN, ADMINISTRACIÓN Y SUSCRIPCIONES C/ Isla Alegranza, 3

Polígono Industrial Norte 28709 San Sebastián de

los Reyes-Madrid Teléfono 91 654 67 92

Fax 91 653 95 91

COMPOSICIÓN E IMPRESIÓN STAR IBÉRICA, S.A.

apORTES nO SuSCRIbE nECESaRIamEnTE LaS pREmISaS hISTO-RIOgRáfICaS DESaRROLLaDaS En LOS aRTíCuLOS pubLICaDOS,

nI LaS OpInIOnES DE SuS auTORES

AÑO XXV - 1/2010 - N.o 72

Revista RegistRada en las siguientes bases de datos:

Dialnet  • DICE  •  ISOC-Revistas de Ciencias Sociales y Humanidades  • latinDex-Sistema Regional de Información en línea para Revistas Científicas de América Latina, Caribe, España y Portugal.

Durante la Emancipación, la Iglesia

ofreció a sus fieles en el Perú una imagen

confusa, tanto de rechazo por el miedo a

la novedad que en materia moral y social

representaban los nuevos aires, como de

aceptación de la nueva frente a un modo

de entender el mundo ya caduco.

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Condecoraciones Carlistas y del RequetéAntonio Prieto Barrio

apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

Pablo Sagarra Renedo

Los papeles de la JuntaManuel Martorell

El pensamiento político de Severino aznar Embid, un carlista atípico

Francisco J. Carballo

Evocación (apasionada) de la presentación y resonancia posterior del libro Requetés : de las trincheras al olvido, del que son autores

pablo Larraz y Víctor Sierra-SesúmagaLuis H. de Larramendi

Recensiones y crítica bibliográfica de historia Contemporánea de España

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SumaRIO

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Exhaustiva, documentada e ilustrada relación

de cuantas órdenes, cruces y medallas se

han podido conceder en el ámbito carlista,

tanto por méritos de guerra como con carácter

conmemorativo.

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Compendiado repaso de las vicisitudes

del Cuerpo Eclesiástico en el seno de las

Fuerzas Armadas españolas y el ejercicio

de la Jurisdicción Eclesiástica, cuya historia

está aún por escribir.

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El detallado análisis de la numerosa documen-

tación correspondiente a la Junta Central Car-

lista de Guerra evidencia que la participación

de las agrupaciones locales de la Comunión

Tradicionalista en las represalias fue limitada.

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Origen, presentación y ecos de uno de los

mayores proyectos bibliográficos en torno al

Carlismo de los últimos tiempos.

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Su actitud ante la política responde a los

patrones clásicos de su tiempo en un

católico formado e informado, aunque

fue crítico con el catolicismo político que

le tocó vivir, nunca ocultó sus afanes de

transformación social ni ocultó su insa-

tisfacción ante los partidos y regímenes

políticos con los que colaboró.

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IntroduccIónPara entender cómo logró Abascal mantener la fidelidad al monarca durante todo el tiempo en que ejerció como virrey del Perú, entre 1806

y 1816, hay que contar con dos elementos. Y estos son, de un lado, la relación entre la figura del virrey y la elite social peruana, y las refor-mas de política interior y exterior, de otro.

Doctor en Filosofía y Letras (Historia Moderna y Contemporánea) por la Universidad de Zara-

goza y licenciado en Filosofía y Letras (Geografía e Historia) por la Universidad de Navarra.

Ha ejercido su vocación docente en varios centros de Enseñanza Media y Superior en España y

Perú, realizando esta tarea en la actualidad en el Colegio Real Monasterio de Santa Isabel y en

la Universidad Abat Oliba-CEU, ambos en Barcelona. Ha sido ponente en diversas conferencias

de ámbito nacional e internacional y ha publicado más de 300 ensayos y artículos en periódicos

y revistas de carácter histórico, cultural y socio-religioso.

La Iglesia peruana en tiempos de la Emancipación : entre la lealtad y la defección

Juan Ignacio Vargas Ezquerra

rESuMEn

Durante la Emancipación, la Iglesia ofreció a sus fieles en el Perú una imagen confusa, tanto de rechazo por el miedo a la novedad que en materia moral y social representaban los nuevos aires, como de acep-tación por anunciar una nueva era frente a un modo de entender el mundo ya caduco y necesitado de reformas profundas. El alto clero, ligado profundamente a la realidad política y sociológica peruana, era férreamente controlado por la Corona a través del virrey y por tanto amparó sus acciones en gran medida, mientras el bajo clero, en situa-ción económica muy precaria, se vio abocado muchas veces a desa-rrollar oficios que no casaban con su función específica de sacerdote. La creación de un cementerio a las afueras de la ciudad fue alabada por los eclesiásticos limeños, aunque este gesto significaba sublimar la idea de un Estado omnipresente capaz de regular todos los órdenes de la vida, incluida la dimensión temporal de la Iglesia.

PALABrAS cLAVE

Emancipación - Iglesia - José Abascal y Sousa - Inquisición - Lima - Vi-rreinato del Perú.

SuMMArY

During the Emancipation, the Church offered to his faithful in Peru a confused image, so much of rejection for the fear of the innovation that in moral and social matter the new airs were representing, since of ac-ceptance for announcing a new age opposite to a way of understan-ding the world already expired and needed from deep reforms. The high clergy, tied deeply to the political and sociological Peruvian rea-lity, was férreamente controlled by the Crown across the viceroy and therefore it protected his actions to a great extent, while the low clergy, in economic very precarious situation, one saw doomed often to deve-loping trades that were not marrying his priest’s specific function. The creation of a cemetery to the suburbs of the city was praised by the Lima ecclesiastics, though this gesture was meaning to sublimate the idea of an omnipresent State capable of regulating all the orders of the life, included the temporary dimension of the Church.

KEY WordS

Church - Emancipation - Inquisition - Jose Abascal y Sousa - Lima - Vi-ceroyalty of Peru.

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El virrey supo ganar a los núcleos de poder del Virreinato a favor del orden establecido. Lógicamente, habrá que esclarecer cómo lo-gró Abascal convencer a las elites del país para que apoyaran a la Monarquía, extrayendo las ganancias económicas suficientes para sostener a todo su gobierno en tiempo de guerra, con-trarrestando de este modo toda acción rebelde. Los miembros de otras entidades pertenecien-tes al estamento dominante peruano ¿hasta qué punto estaban dispuestos a defender el cargo en beneficio o perjuicio de las causas realista o independentista? o ¿quiénes saldrían ganando y quiénes perdiendo a lo largo de este conflicto? Dilucidaremos de entre este panorama a pode-rosos adinerados —aristócratas o no—, viejas familias influyentes, importantes intelectuales, futuros políticos, brillantes oradores, victoriosos militares, etcétera, que sufrieron distinta suerte a lo largo de todos estos años. Esta elite estaba compuesta principalmente por la aristocracia, los mercaderes y terratenientes y los eclesiásti-cos, desempeñando entre todos ellos funciones profesionales y roles sociales a veces mezclados entre sí, ostentando a su vez prerrogativas de diversa índole, creando esferas de influencia y, en definitiva, participando desde su papel en una sociedad aparentemente tranquila que, sin embargo, se encontraba a punto de entrar en una crisis histórica que daría la vuelta por com-pleto a la cosmovisión detentada hasta enton-ces por toda ella.

Respecto de la Iglesia, cabe decir que el pueblo peruano se encontró en una encrucijada, al ser desorientado por parte de sus ministros que se movían tanto a la defensiva como a la ofensiva en el balance de la fidelidad o no al rey cautivo. Ofrecieron un panorama tanto de rechazo por el miedo a la novedad que en materia moral y social representaba la emancipación, como de aceptación por ser el anuncio de una nueva era frente a un modo de entender el mundo ya caduco y necesitado de reformas profundas. La Iglesia era poderosa y respetada en todos los confines de la Monarquía, y en el virreinato pe-ruano no lo era menos. La creciente enverga-dura eclesial que iba adquiriendo el Perú obligó una reforma diocesana para el mejor manejo de los asuntos religiosos del Virreinato, estable-ciéndose un arzobispado capitalino en Lima y

cuatro obispados provinciales en Cuzco, Tru-jillo, Arequipa y Huamanga. Sus representan-tes sin embargo no tuvieron voz unánime a la hora de enfocar su posición respecto de los acontecimientos que se dieron en el Virreinato durante esta época. Por regla general, las altas dignidades eclesiásticas ostentaron una pos-tura fidelista, aunque no todas ni siempre, que chocó con las detentadas por los religiosos y al-gunos de los presbíteros del país. Argumentos a favor y en contra de la independencia polí-tica peruana tuvieron como base las Sagradas Escrituras y sus diversas interpretaciones, en un mundo donde lo espiritual tenía unas im-portantes consecuencias en el entendimiento y funcionamiento de la res publica.

Si bien es cierto que algunos de los puestos clave estaban simétricamente repartidos, no lo es menos el hecho de que existen argumentos de unidad que van más allá del simple y puro desempeño profesional, o de la oriundez de los personajes estudiados. La idea de la defensa de un interés concreto queda corta a la hora de dar respaldo a una tesis sobre el apoyo o no a una opción política o de gobierno determinada. Es, bajo nuestro punto de vista, una opción glo-bal que incluye a una gran variedad de elemen-tos de carácter político, económico, profesional, racial, social, patriótico, religioso, cultural, etcé-tera. Es, en definitiva, la cosmovisión del hom-bre colonial del momento, que actúa de modo distinto según se van desarrollando las circuns-tancias a su alrededor y dentro de él mismo.

EL cLEro PEruAno coMo ELItE SocIALEn un mundo donde la Iglesia y el Estado, el Altar y el Trono, estaban íntimamente ligados en todos los órdenes de la vida y altamente res-paldados, no ya sólo por la mayor parte de la población de la época a excepción de los mi-nistros carolinos y fernandinos que, iluminados y agrupados en sociedades secretas (1), conspi-raron con creciente éxito tanto en la separación de sendas instituciones y a la subordinación de la primera a la segunda, como en la paulatina desaparición de lo religioso de la esfera pública y por centenares de años de experiencia en este sentido, conformaba un modo de pensar cuyas consecuencias en el campo social iban a ser verdaderamente relevantes. En el siglo XVIII la

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Iglesia gozó de una apariencia de prosperidad exterior; pero no era real, debido al número reducido de capellanías y fundación de obras pías, a la depreciación de las obras urbanas por terremotos, y al malestar económico. Las órde-nes religiosas mantuvieron su prestigio, pero menguó el número de sus religiosos; las cofra-días se multiplicaron, pero perdieron su carác-ter gremial; y las fiestas religiosas mantuvieron su pompa y boato, pero con claras señales de decadencia y relajación de costumbres, debidas en no pocos casos a los efectos de la corrupción administrativa.

Sin embargo, con el avance del siglo se dejó sen-tir el avance de las ideas regalistas, las relacio-nes entre ambos poderes fueron menos cordia-les y sinceras y el absolutismo de los monarcas más agresivo. La potestad del Estado «in tempo-ralibus Ecclesiae» se defendió con argumentos que remontaban al mismo derecho divino, de tal manera que, cuantas veces se presentaba al príncipe la necesidad de defender sus regalías frente a las reclamaciones de la Iglesia, la no condescendencia se apoyaba en presuntas insti-tuciones civiles de origen divino.

En tal contexto, un tema esencial y constante de la política borbónica fue la oposición a las instituciones que gozaban de situación y pri-vilegios especiales. Por ello, el mismo empeño que pusieron los Borbones en fortalecer la ad-ministración pública, lo pusieron también en debilitar la institución eclesiástica. La Iglesia, cuya misión religiosa en Hispanoamérica se ha-bía apoyado en sus fueros y sus bienes, se vio atacada en esos dos puntos. Sus fueros le ha-bían asegurado la inmunidad clerical respecto de la jurisdicción civil; sus bienes se habían me-dido no sólo en diezmos, bienes raíces y exen-ciones fiscales sobre la propiedad, sino en la riqueza procedente de legados y testamentos que la habían convertido en el mayor presta-mista americano para la ayuda social. La Co-rona quiso acabar con tal situación colocando al clero bajo jurisdicción secular, disminuyendo su inmunidad, para proceder después contra sus propiedades (2).

Por otro lado, la tradición socio-política que se detectó por esas fechas era de corte tradicional

y en nada revolucionaria, ya que la Fe ocupaba un plano fundamental en el entramado social y personal del virreinato peruano, estando sus principales sirvientes sujetos a una entidad muy relevante en la organización social de la época. Los sacerdotes, misioneros y religiosos de la Iglesia en el Perú eran miembros de una comunidad sobre la que tenían una ascenden-cia capital, hasta el punto de que podían orien-tar las actitudes externas de sus feligreses por medio de la docencia que ejercían en la ense-ñanza reglada a todos los niveles, la homilía eu-carística y la dirección espiritual. Así las cosas, se ve que su control era de vital importancia, entrando de este modo en el meollo del ser hu-mano, en lo más íntimo de su persona, en la razón última de su capacidad de elección como era la conciencia.

Trazando un somero esquema social de la cle-recía peruana cabe decir que los parámetros de ingreso, aun estando presentes algunos propios de la época como el racial y el económico, por el que se impedía acceder al sacerdocio a se-rranos y morenos, o a la condición de religioso sin una dote, eran mucho más abiertos que en otros estamentos gracias al fin último que per-seguía la Iglesia: formar buenos cristianos para extender el Reino de Dios por medio de Su ca-ridad y Su justicia en medio del mundo.

Conviene además hacer una clara diferencia entre el clero alto y el clero bajo. Los primeros eran de origen social alto muchas de las veces, aunque no siempre aristocrático, y los segundos eran, en su mayoría, procedentes del pueblo llano, en la concepción más rigurosa del mismo en la época en la que nos estamos moviendo.

El alto clero (3), ligado profundamente a la rea-lidad política y sociológica peruana, era férrea-mente controlado por la Corona, y en su nom-bre por el virrey, en un tiempo en que, como ya hemos dicho antes, los conceptos de Dios y de Rey estaban perfectamente interrelacionados y ambos dependían mucho el uno del otro en el campo de las mentalidades. Si bien es verdad que la estrategia de gobernabilidad borbónica era cada vez más reacia a compartir el poder entre el mundo civil y el religioso —recuérdese la expulsión de la Compañía de Jesús (4)—, no

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en vano el Perú fue un lugar donde intentar separar ambas realidades se tornó muy difícil, por no decir imposible. Los cargos de obispos y los miembros del capítulo catedralicio reca-yeron en personas de un nivel intelectual y de una procedencia social más bien elevada por regla general, siendo ya en tiempos de Abascal ocupados los obispados no ya sólo por penin-sulares sino también por criollos. Por otro lado, la diferencia, dentro del centralismo peruano de la época, venía también dada por el lugar en donde se ejercía la función ministerial, ya fuese en las provincias o en la capital, en donde no tanto sus presbíteros sino todo el clero en general se relajaba con el modo de vida aris-tocrático limeño. Así mismo, los obispos de las diócesis sufragáneas (Huamanga, Arequipa y Cuzco en el Perú, Santiago y Concepción en Chile) trataban frecuentemente, en las actas de sus visitas, sobre la restauración y obras en sus catedrales e iglesias, deterioradas por terremo-tos o antigüedad, acerca de las condiciones de vida —míseras en algunos pueblos—, los cura-tos que nadie quería por su pobreza y el abuso de los corregidores, que vendían fruslerías a los indios para hacer ellos su negocio. También se cuentan algunas desavenencias con el poder ci-vil con ocasión del motín de Antequera y la re-belión de Tupac Amaru.

Por el contrario, el bajo clero, debido a su si-tuación económica tan precaria, se vio abocado muchas veces a desarrollar oficios que no casa-ban con su función específica de sacerdote, lle-gando incluso a ser amonestados, en ocasiones, por la Suprema (5). Quizá, aquí encontramos uno de los motivos por los que este segmento de la clerecía optó por acciones reivindicativas más violentas en el momento de la emancipa-ción, como un modo de demostrar su descon-tento por el estado de las cosas. Con todo, los eclesiásticos de baja extracción (6) (sacerdotes, misioneros, religiosos), más desligados de los entresijos de la alta gestión del Virreinato, es-tuvieron mucho más involucrados en los movi-mientos revolucionarios del momento. El caso del Cuzco fue el más llamativo, sin duda al-guna (7).

De todos modos, una característica importante de la vida eclesial fue el celo de los arzobispos

por la vida religiosa, especialmente en los mo-nasterios de religiosas de clausura, cuyo número excesivo impedía la guarda perfecta de sus re-glas. Se limitó su número. También los conven-tos masculinos de menos de ocho miembros perdieron sus derechos regulares y se sometie-ron al Ordinario, ya que en ellos tampoco se vivía la regla, pero esta vez por defecto. Tam-bién, «con el avance de la centuria se hizo notar una disminución del espíritu evangelizador de los religiosos, a pesar de que hubo verdaderos hombres de santidad. Éstos tuvieron grandes dificultades con los indios más alejados de la civilización, que a la mínima huían a la sierra y selvas. Los misioneros tuvieron muchos márti-res […]» (8). La Iglesia, amparó las acciones del virrey Abascal en gran medida; sobre todo por parte de los grandes eclesiásticos del Virreinato. El episcopado americano fue, en su conjunto, valioso y digno de mención, reflejo del tiempo y circunstancias en que vivió. Su prestigio y au-toridad fueron tan grandes que participó activa, plena y seriamente en la vida social, económica y política sin olvidarse del objetivo original de su presencia histórica: los indios aborígenes.

EL APoYo fInAncIEro A LAS oBrAS VIrrEInALES En LIMAAbascal salió del aislacionismo tradicional, que el protocolo estipulaba conveniente para todo virrey, para adentrarse un poco más en los veri-cuetos que se desarrollaban en los territorios a

Retrato de José Fernando de Abas-cal, marqués de la Concordia y virrey del Perú, por Pedro Díaz.

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él encomendados (9). Su asistencia a los actos religiosos que su figura lo requería (Te Deum en acción de gracias por la coronación del rey, etcétera) se vieron ampliados en sus visitas a los dignatarios eclesiásticos de la capital del Virreinato y el carteo con otros de las sedes del interior para otear cómo se asimilaban los acontecimientos que de todo tipo se estaban dando en el mundo hispano, en este estamento tan vital para el orden social del Perú a lo largo del primer tercio del siglo XIX. Tal y como se sucedían las cosas por entonces, era lo más in-teligente que se podía hacer.

En los primeros actos de gobierno del virrey Abascal, y debido a los preparativos que lle-vaba a término en la guerra contra Inglaterra, decidió remozar las murallas de Lima así como la plaza de El Callao en julio de 1808, para lo cual contó con el aporte del clero de la Ciudad de los Reyes (10).

Un hecho que halagó al mundo eclesiástico limeño fue la creación, durante el primer

período de gobierno de Abascal (1806-1808), de un cementerio a las afueras de la ciudad, tal y como recogen las fuentes de la época con estas palabras: «Ilustre Abascal: acelera la conclusión de este suntuoso Cementerio, que la religion, la humanidad, y el amor al dulce pueblo, que riges, te han obligado, á empren-der. No sean mas nuestros templos, y hospitales los palacios de la muerte. En el Santuario del Dios vivo, solo se sienta el olor agradable del incienso; y el del bálsamo salutífero en las casas de piedad» (11). Esta medida, que ya habían adoptado otros mandatarios en el continente americano, fue un ejemplo de modernidad y progreso muy acorde con la idea ilustrada que imperaba en las cortes europeas, con la perma-nente insistencia, por parte de algunos perso-najes del momento, de acabar con aquello que calificaban con aversión como indigencia, igno-rancia, retraso y fanatismo; es decir, la manipu-lación nominal de las costumbres y tradiciones propias de una época que comenzaba el ocaso de su existencia basado en un equilibrio entre el hombre, el mundo y Dios. Pero volviendo al caso que nos ocupa, cabe resaltar que es muy cierto el hedor que se producía como conse-cuencia de la putrefacción de los cadáveres, tanto en el interior de los templos como en sus cementerios anexos, ya fuera en la misma cate-dral como en cualquier parroquia, convento o monasterio capitalino.

En cuanto a la segunda medida, creó el Pan-teón General de Lima a las afueras de la capital del Virreinato. Tal y como expresó con sus pro-pias palabras el mismo Abascal, era muy útil y necesario esta labor porque «Hallábase, á mi ingreso, toda cubierta de inundaciones, panta-nos y estercoleros, y sus iglesias respirando un hedor intolerable: todo lo qual formaba un ma-nantial pestilente, que la hacia muy enfermiza […]. Para remediar un tan grande mal, se han puesto en aseo las calles de Lima, se ha dado curso libre y expedito á sus aguas, y se está condujendo á extramuros de ella un suntuoso y bien arreglado cementerio […]» (12) que puso en marcha el 23 de abril de 1807. Este cemen-terio fue construido y dirigido por el arquitecto y presbítero Matías Maestro en el noroeste de la ciudad, en dirección opuesta a los vientos predominantes de la zona. Su composición fue

Capilla central del Cementerio General de Lima, diseñada por Matías Maestro, según grabado recogido en el libro de Manuel Atana-sio Fuentes Lima, apuntes históricos, descriptivos, estadísticos y de costumbres (París, 1867).

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la de 5 osarios y 1.601 nichos (incluidos 192 para niños), contando con la capilla del Cristo de las Maravillas para las honras fúnebres. El costo de todo ello ascendió a 106.908 pesos, de los cuales una buena parte fueron financiados con diversas aportaciones (corridas de toros en la plaza de Acho organizadas por el Cabildo, donativos voluntarios, impuestos, venta de ni-chos a comunidades y particulares, etcétera), llegando a un total de 93.743 pesos, dejando al descubierto 13.165 que con el tiempo fueron solventados.

Uno de los objetivos del virrey fue erradicar, por considerarlo fraudulento y enojoso para la bolsa y el espíritu de los nuevos tiempos, toda la pompa y el negocio que se formaba en torno a las adquisiciones y compras de los nichos en las capillas de los más prestigiosos templos ca-pitalinos. De hecho, el sector más reticente de la población a enterrarse fuera de la ciudad no era el más humilde sino el más pudiente, que quería conservar sus privilegios añejos por ha-ber pagado sus familias las capillas de las dife-rentes iglesias y conventos de Lima. Por todo ello, el ahorro impuesto en la construcción del Panteón General fue regulado por ordenanzas al resto de las costumbres y liturgias habidas en estas ocasiones. Se prohibieron las procesiones con el fallecido, los lujosos carruajes, las colec-turías, los cantos, etcétera. Se obligó a los fami-liares de los futuros muertos a pasar por el arco de las Maravillas (realizado expresamente para este cementerio) sin dar vueltas por el resto de la ciudad. Para que todos los limeños se ani-maran a ello, se cerraron todos los osarios, bó-vedas y demás nichos de la capital bajo pena de una multa de 50 pesos y el mismísimo ar-zobispo Bartolomé María de las Heras, tras ser persuadido por el virrey, publicó una firme pas-toral (13) al respecto y enterró a su predece-sor en la cátedra dentro del recinto del nuevo campo santo el 31 de mayo de 1808, conside-rándose esta fecha como la de la inauguración oficial del mismo. El propio arzobispo, durante esta jornada y con motivo de la apertura y ben-dición solemne del mismo, expresó claramente su gratitud a la medida virreinal de este modo: «Esta empresa, que en las circunstancias se ha-bria juzgado insuperable para otros genios, ha venido á ser fácil, y expedible por el esclarecido

zelo del Excmo. Señor Virey, que agita sus pro-videncias á medida del interes público, y de las intenciones regias bien expresas en diferentes Reales Cédulas, circuladas á esta América […] Espero en nuestro Pueblo ilustrado y virtuoso, se convenza pronta, y generalmente de las ver-dades propuestas, advirtiendo, que el movil del nuevo establecimiento es por una parte la re-verencia, decoro, y hermosura de los templos, y por otra la salud pública; en una palabra la Religión, y el Estado» (14).

El contento de la elite limeña no era para me-nos y en el discurso que pronunció el profesor de Medicina Félix Devois, agradeció al repre-sentante real la construcción del Cementerio General a las afueras de la capital, así como de los proyectos que se cumplirán acerca del Jardín Botánico y del Colegio de Medicina, en-tre otras medidas virreinales. El panegírico, fir-mado en 1808, en el que se dirigía a sus paisa-nos decía:

«[…] mas seános permitido el repetirlo ahora que con el estreno del nuevo Ce-menterio tanto se afianza la salud pú-blica, ya mejorada con la actividad de la policia, y que espera la última mano con la ereccion de un Jardin botánico ya co-menzado sobre planos magníficos, y de un Colegio médico tan necesario; obras que harán eterno su nombre y nuestro agradecimiento. […] Penetrados de es-tas razones las cortes todas de Europa han desterrado el pernicioso abuso que introduxo una especie de fanatismo; y han erigido fuera de las Ciudades sus ce-menterios. Por esto ha excedido el pater-nal desvelo de nuestro augusto Soberano repetidas Reales Cédulas para que dis-frute la América sus ventajas. […] Tal es el plan del nuevo Cementerio que acaba de construirse; y si un resto de fanatismo aun preocupa algunos espíritus débiles sordos á la voz de la razon y de las leyes, oigan al propio interes, miren reformados infinitos abusos, y esperen su total extin-cion de la actividad del gobierno que la medita y concierta […], quando el dolor restituye al hombre su dignidad y ahoga en él la falsedad y la lisonja, pronuncia-

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remos con entusiasmo el venerado nom-bre de Abascal cuyo genio superior y be-néfico ha proporcionado en el magnífico edificio que servirá de modelo á las na-ciones mas cultas, honra y reposo a los muertos, la salud y el consuelo á los vi-vos» (15).

LA PoLItIzAcIón dE LoS SEMInArIoSEl seminario de la segunda mitad del XVIII su-frió un cambio muy notable respecto a su con-figuración y organización tradicional. Este giro aparece estrechamente ligado al estatalismo borbónico y, en concreto, a uno de los concep-tos que mejor la sustanció: las regalías; es decir, el derecho de los soberanos a intervenir en los asuntos eclesiásticos como representantes de los pontífices romanos, no por concesión papal, sino por derecho propio. Estos planteamientos, que por su radicalidad suponían una novedad notable para el regalismo hispano, incidirán de forma considerable en la configuración y orga-nización del seminario ilustrado. Un seminario que ya no iba a reducirse a la tradicional escuela de gramática, lengua autóctona o formación moral que había sido desde Trento, sino que iba

a convertirse en uno de los instrumentos más importantes de la Corona para hacer efectiva una «Iglesia nacional» amarrada al carro del Es-tado, amante de las regalías y partidaria de las bases naturales de la razón y las luces (16). La empresa no era fácil. Requería, como primera medida, configurar un modelo de carácter laico, exigía eliminar las muchas resistencias que pre-sumiblemente este modelo iba a tener y, por último, demandaba pergeñar un seminario ca-paz de responder a las exigencias del nuevo or-den. Este modelo eclesial significaba sublimar la idea de un Estado omnipresente capaz de regular todos los órdenes de la vida, incluida la Iglesia en su dimensión temporal. Esta idea tenía un profundo calado puesto que implicaba entender la realidad en dos esferas de actuación yuxtapuestas: la espiritual, de responsabilidad eclesiástica y papal, y la temporal, de incum-bencia exclusiva de la Corona. A partir de aquí, el problema de las relaciones Iglesia-Estado se circunscribiría a los límites de actuación de ambas potestades.

Ya el 10 de octubre de 1810 el arzobispo li-meño (17) De Las Heras escribía en una carta

Catedral y Plaza de Armas de Are-quipa, con el vol-cán Misti al fondo.

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al presbítero Manuel de Arias (18), destacado en Cádiz, que

«Si Lima por todo esto es digna de la con-sideración de V.M., ¿quanta parte debera tener vuestro Virrey en ella, que la ha conducido con tanta vigilancia y acierto? Dotado este buen Vasallo de V.M. de pe-ricia militar para prevenir los aconteci-mientos de la guerra; de prudencia para templar las riendas del gobierno; de po-pularidad para hacerse obedecer con agrado; de energia, y entereza para con-ciliarse el respeto de los Pueblos: ha lo-grado llenar de gloria al Reyno del Perú en medio de la adversidad manteniendo la quietud y union en su basto territo-rio; y llevando fuera de él los auxilios álas Provincias fieles, y el terror delas Armas de V.M. á las que se han dejado seducir de la negra ambicion, y de la espantosa anarquia» (19).

Por la influencia que los obispos ejercían en la opinión de las gentes, se confió su nombra-miento como medio para influir en ellas con la finalidad de guardar fidelidad y obediencia al rey como modo de cumplir sus deberes re-ligiosos, lo que dio una idea bastante clara del apoyo eclesiástico peruano al virrey en mo-mentos tan críticos como los que se vivieron por entonces. La gravedad de la situación fue en aumento pasados los años, tal y como re-flejó el arzobispo limeño al entonces ministro universal de Indias, Miguel de Lardizábal y Uribe (20) el 10 de marzo de 1815 al argu-mentar que

«Con razones las mas eficaces y pensa-mientos inclina los animos a deponer toda idea subversiva, y á sugetarse á la obediencia, y la orden. Si muchos delos individuos de estos Paises no estubie-sen fanticam.te poseidos de sus extrava-gantes opiniones, se deberian convencer dequanto las persuade V.E. Mas p des-gracia estan enteramente obstinados, y cierran los ojos a la luz. Los sobresaltos que á cada instante padecemos, no pue-den calmarse sinque vengan tropas de la Peninsula, unico medio de serenar el es-

piritu de inquietud que les agita y con-muebe» (21).

Una prueba similar, pero rayando lo teológico, la tenemos en las declaraciones del obispo de Arequipa Pedro José Chávez de la Rosa (22) cuando afirmó que

«según las Leyes del Evangelio que los vasallos deben a su Rey, á quién han reci-bido y jurado, amor, obediencia, respeto, auxilio, y que los Vasallos de un mismo Soberano deben con más estrechez que los demás hombres, amarse, favorecerse, y auxiliarse mutuamente, como son hijos de un mismo Padre político, y hermanos los unos de los otros, no sólo por el carác-ter de Cristianos que los uniforma, […], sino también a más de esto por el doble carácter de Con – Vasallos, que nos hace hermanos segunda vez como hijos de un mismo Padre político, que es el Soberano, el cual hace entre nosotros las veces de Dios, para gobernarnos, y dirigirnos en lo temporal, y para defendernos, y auxiliar-nos» (23).

El santo padre Pío VII (24) promulgó un Breve apostólico en 1816 por el que la Santa Sede pretendió aplacar a los vasallos americanos y apaciguar la Guerra Civil Hispanoamericana a través de las siguientes palabras:

Catedral de Lima.

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«Procurad, pues, Venerables Hermanos e Hijos queridos, corresponder gustosos a Nuestras paternales exhortaciones y de-seos, recomendando con el mayor ahínco la fidelidad y obediencia debidas a vues-tro Monarca; haced el mayor servicio a los pueblos que están a vuestro cuidado; acrecentad el afecto que vuestro Sobe-rano y Nos os profesamos; y vuestros afa-nes y trabajos lograrán por último en el cielo la recompensa prometida por aquel que llama bienaventurados e hijos de Dios a los pacíficos» (25).

Aquellos prelados que hicieron caso omiso a dichas intenciones fueron removidos de sus cargos entre 1814 y 1820, como fue el caso del obispo cuzqueño José Pérez, que fue remo-vido de su cátedra por el virrey Abascal por sus compadreos con los revolucionarios (26) y que, hipócritamente, elevó una queja al rey el 26 de junio de 1816 haciendo observar que este he-cho iba «en perjuicio de mi honor del regimen de mi Yglesia, y de mis intereses» (27). O el de La Paz, Remigio de la Santa y Ortega, que por mantenerse fiel a la Corona, tuvo que huir a Puno por las revueltas sediciosas de los insur-gentes en su diócesis en 1811 (28).

LA SuPrEMAPor otro lado, en cuanto al papel que desem-peñó el Tribunal de la Santa Inquisición pode-mos decir que, tanto por las fechas como por el territorio, fue bastante suave. Aunque no por ello ejerció un papel censor e incómodo para los espíritus más libérrimos al ser instru-mento de control social que actuó en un con-texto histórico e ideológico en que la religión y la política iban unidos y el crimen de carácter herético tenía dimensiones sociopolíticas. Se encargaba de estudiar y autorizar licencias para el estudio de libros prohibidos —sobre todo extranjeros (29)— cuyas solicitudes debían aclarar la razón por la que se pedía el estudio de la obra en cuestión y la relación de méritos y servicios de la persona interesada, quien ade-más debía proporcionar a modo de sugerencia tres nombres de personalidades dispuestas a refrendar su buena conducta moral y literaria. Aquellas nunca se justificaban como una curio-sidad intelectual, sino en la necesidad exclusiva

del beneficiario por estar informado para cum-plir mejor con el compromiso derivado de las funciones públicas. Este es el razonamiento del que se valieron concretamente los oidores de las Audiencias, los dignatarios de la Iglesia y el clero regular entre 1776 y 1806 para solicitar la lectura de libros prohibidos. Todos ellos decían tener necesidad de requerir un conocimiento acerca del contenido de unas obras que con-sideraban agresoras contra la religión católica y así obtener mejores recursos para combatir a las mismas en los tribunales, en el púlpito y en las doctrinas. Pero a partir de 1815 los soli-citantes de lecturas prohibidas dejaron de dar relieve al desempeño académico y, por primera vez, argumentaron que ante todo era necesa-rio el conocimiento ilimitado de este tipo de obras para garantizar la defensa del cuerpo po-lítico amenazado por las ideas revolucionarias de los insurgentes. Por regla general, entre 1796 y 1818, los delitos más denunciados fueron los de bigamia y hechicería, que concentraban el 48% del total y que exclusivamente recaían so-bre la población negra y mulata. Les seguía el llamado delito de solicitación, que combatía a los falsos celebrantes y el casamiento secreto entre el clero regular y secular. A continuación destacaba el acoso sobre los extranjeros que frecuentaban los cafés, los salones de billar y las tertulias, a quienes se vio como potenciales di-fusores de ideas y lecturas censuradas en los ín-dices. A pesar de que los españoles europeos y americanos no fueron los sectores sociales más reprimidos por la Inquisición al comenzar el si-glo XIX, sobre ellos recaía como una perma-nente amenaza social la posibilidad de figurar en los expedientes de la Suprema en calidad de sospechoso, lo que provocaba cierta desazón ante la posibilidad de un desprestigio social, tanto para el perjudicado como para su fami-lia. En Lima, la Suprema era impopular desde hacía tiempo; tanto la Real Audiencia como el Cabildo se quejaban de que invadía sus com-petencias, el episcopado se lamentaba de que se mutilaba su autoridad y la población en ge-neral tenía sus temores. En particular la Inqui-sición actuaba contra quienes leían o estaban en posesión de escritos prohibidos afectando esta medida a la elite intelectual y, por lo tanto, a los participantes en la actividad periodística. Esta sensación de inseguridad colectiva fue una

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de las causas del recelo de la población hacia los inquisidores, además de la corrupción ins-titucional, los abusos de poder, etcétera. Eco-nómicamente, la Suprema se financió princi-palmente de las canonjías eliminadas de ocho iglesias del Virreinato, de las rentas de las cate-drales de Lima, Charcas, La Paz, Quito y San-tiago de Chile, de la administración de obras pías y —en último lugar— de la confiscación de bienes a los procesados.

La relación del virrey Abascal con los miem-bros del Tribunal no fue nada halagüeña y, de hecho, envió algunos informes al secretario de Estado y del Despacho Universal de Indias so-licitando la destitución del inquisidor decano Francisco Abarca Calderón (30), del inquisidor fiscal José Ruiz Sobrino (31) y del inquisidor segundo Pedro de Zalduegui (32), quejándose por su falta de cooperación al financiamiento de las tropas realistas y sus actitudes irrespe-tuosas —siempre a juicio del virrey— hacia su autoridad (33). De hecho, entre 1806 y 1812 respetó aparentemente las escasas sentencias que en materia de Fe aquélla siguió tomando y permitió a uno de sus principales asesores, el protomédico Unanue, que mantuviera el vín-culo con el Tribunal en calidad de consultor. Cuando las Cortes aprobaron un decreto, con fecha de 22 de febrero de 1813, por el que se mandaba la supresión del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, decreto que arribó a Lima el 30 de julio y meses más tarde al resto de intendencias (34), no hizo nada por impe-dirlo por razones eminentemente prácticas a causa del nulo apoyo que recibió de él en la lu-cha bélica tanto en América como en Europa, así como por el alto patrimonio que poseía di-cho tribunal en una época de tan urgente nece-sidad, aduciendo que

«De inmemorial tiempo á esta parte el Tribunal de la Fé en esta Capital ha sido la piedra de escandalo […] no solo por el abusivo manejo de sus facultades en ma-teria de intereses, sino por el espiritu de partido que reyna entre sus mismos em-pleados y dependientes. […] No quiero decir por esto que se exiga lo que se ha reputado en todos tiempos y Yo he juz-gado siempre provechoso: pero si afir-

mare que para lo que sea este Tribunal es preciso que sufra la reforma de sus abu-sos mejorando la condición de sus miem-bros; […] cuidando siempre de sostener con enrgia la reputacion del Gob.no para q.u las condescendencias ó ciertos mira-mientos no induzcan á creer q.u hay la menor debilidad de parte de quien la ejerce, pues como testigo de los movi-mientos y alborotos de esta America, co-nozco que nada ha perjudicado tanto á la causa del Rey como la falta de resolu-ción, ó imbecilidad de los que han man-dado por desgracia en la epoca que han acontecido» (35).

Este real decreto se dio a conocer obligatoria-mente por los párrocos en el momento del ofer-torio durante la celebración de la Eucaristía. Di-cha medida fue recibida con júbilo por la prensa, los regidores municipales y el claustro universi-tario. La nota de agradecimiento que firmaron los catedráticos de la Universidad de San Mar-cos, por ejemplo, celebró el hecho de haberse liberado a «la heroica nación española del cruel yugo de la tiranía en que desgraciadamente ge-mía, cuyo imperio se extendía hasta dominar la más preciosa, la más libre y esencial facultad del hombre, imponiendo un silencio forzado a sus discursos y prescribiendo los límites al saber […]» (36). En adelante los casos judiciales de he-rejía los llevaría la jurisdicción episcopal corres-pondiente y se obligó que se arrancaran de las iglesias los sambenitos, reliquias y todo símbolo en el que constara los nombres de los peniten-ciados, estando al tanto del traslado tanto de los 287 libros prohibidos (37) como de los archivos

Reconstrucción del Tribunal de la Santa Inquisición que se muestra en el Museo de la Inquisición y del Congreso, Lima.

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el arzobispo metropolitano Las Heras. El pueblo que acudió a ver las oficinas y cárceles de la Su-prema se lanzó el 3 de septiembre a robar todo aquello cuanto encontró a mano, tras el exhaus-tivo inventariado de los bienes realizado desde el 31 de julio hasta el 4 de agosto (38). Inmedia-tamente se propuso dar uso a las instalaciones

de la Suprema (cárceles secretas, oficinas del se-cuestro, la contaduría y la saleta), desechándose las ideas de establecer el colegio de educandas o la biblioteca pública, para reutilizarlas con el fin de albergar a los insurgentes capturados en el Alto Perú y Chile, mientras que la sala de la Au-diencia y un dormitorio adyacente se transfor-maron en cuartel general de la guarnición local.

LA VIdA rELIgIoSAOtra característica importante de la vida ecle-sial de la época fue la dedicación de los arzo-bispos por la vida religiosa, especialmente en los monasterios de religiosas de clausura, cuyo número excesivo impedía la guarda perfecta de sus reglas. Se limitó, por lo tanto, su número al igual que el de los conventos masculinos, de entre los cuales los compuestos por menos de ocho miembros perdieron sus derechos regu-lares y se sometieron al ordinario diocesano al no poder vivirse la regla por defecto. Una re-ligiosa que destacó en el Perú virreinal y que tuvo gran influencia posterior fue santa Rosa de Lima (39), que fue enseña del criollismo, tanto para los gremios artesanales limeños —por el primor con que la santa practicó los trabajos manuales u oficios en dibujos y bor-dados que empleó para expresar su fervor re-ligioso— como para los mineros —al enaltecer los obrajes con sus visiones, apelando a la can-tería para expresar las gracias divinas y propor-cionando de este modo un fruto sociopolítico a los trabajos de peor renombre— e incluso para los indios —creyeron ver en el mestizaje de su sangre la profecía de los tres sietes (40)— y ne-gros —por el trato y protección que obró para con los esclavos y entre los que realizó sus pri-meros milagros— como símbolo religioso de lo auténticamente peruano.

(1) Logia Lautaro fue una filial sudamericana de la «Gran Reunión Americana», también conocida como «Lo-gia de los Caballeros Racionales», una logia masónica fundada por Francisco de Miranda en el año 1797 en Londres.

(2) Contrástese en el artículo en Mercedes Alonso De Diego, «La historia de la Iglesia en Indias en el si-

glo XVIII» en Joseph-Ignasi sArAnyAnA (dir.), Teolo-gía en América Latina : Escolástica barroca, Ilustración y preparación de la Independencia (1665-1810), Ma-drid : Editorial Iberoamericana, 2005, vol. II/1, p. 66.

(3) Véase en la obra de Rubén vArgAs UgArte, El epis-copado en los tiempos de la emancipación americana, Lima : Huarpes, 1945 (2.ª ed.), pp. 10-11.

notAS

Santa Rosa de Lima, obra de Clau-dio Coello (Museo del Prado, Madrid).

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(4) En 1767 la expulsión de los jesuitas tuvo la misma repercusión que en todas partes: se deshizo la educa-ción de la juventud y la evangelización del indígena, con los consiguientes daños para la Iglesia y la socie-dad. En agricultura los jesuitas habían introducido el cultivo de la vid, mejorado el cultivo de la caña de azúcar y modificado el sistema de trapiches. Con estas rentas mantenían sus colegios. Expatriados, las propiedades pasaron a manos de unos pocos, favore-cieron el latifundismo y las rentas no se usaron preci-samente para lo mismo.

(5) Véase la obra de María Pérez CAntó, Lima en el siglo XVIII : estudio socioeconómico, Madrid : Universidad Autónoma de Madrid, 1985, pp. 100-101.

(6) Contrástese en vArgAs UgArte, op. cit., pp. 10-11.(7) De este último caso hablaremos con detenimiento

más adelante.(8) Ángel MUñoz gArCíA y Silvano G. A. Benito MoyA,

«Introducción general» en sArAnyAnA (dir.), op. cit., vol. II/1, p. 72.

(9) Confróntese con la obra de César PACheCo vélez, Memoria y utopía de la vieja Lima, Lima : Universi-dad del Pacífico, Departamento Académico de Hu-manidades : La Avispa Blanca, 1985, p. 58.

(10) Archivo General de Indias [AGI], Audiencia de Lima [AL], leg. 602, doc. 28.

(11) «Descripción del Cementerio General mandado ere-gir en la Ciudad de Lima, por el Escmo. Sr. D. José Fernando de Abascal y Sousa, Virrey, y Capitán Ge-neral del Perú (1808)», AGI-AL, leg. 649.

(12) AGI-AL, leg. 739, doc. 65 A.(13) AGI-AL, leg. 649, doc. 26.(14) «Discurso que dirije a su grey el Ill.mo Sr. D.on Bar-

tolomé María de las Heras, dignísimo Arzobispo de esta metrópoli con motivo de la apertura y bendición solemne del cementerio general erigido en esta capi-tal (1808)», AGI-AL, leg. 649.

(15) «Discurso sobre el Cementerio General que se ha eri-gido extramuros de la ciudad de Lima por el orden, zelo y beneficencia de sau Excmo. Dr. Virey d. José Fernando de Abascal y Sousa (por D. Félix Devois, profesor de medicina, en 1808), sin contar el fu-turo Jardín Botánico y el Colegio Médico», AGI-AL, leg. 649.

(16) Jesús PAniAgUA Pérez, «Las ideas regalistas en el si-glo XVIII», en Carlos Moretón ABón y Ángela María sAnz APAriCio, Gran Historia Universal, Madrid : Ná-jera, 1986, vol. 31, pp. 43-53.

(17) La archidiócesis de Lima mandaba sobre las diócesis de Cuzco, Santiago, Concepción, Trujillo, Huamanga, Arequipa y Chachapoyas.

(18) Con el tiempo, llegó a ser diputado por Huelva en 1844.

(19) AGI-Diversos-Fondo José Fernando Abascal, leg. 1, año 1810, ramo 3/220-2.

(20) De origen novohispano, estudió Retórica y Filosofía en el seminario de Puebla. Junto con su hermano Manuel viajó a España, donde cursó estudios de Geología e Historia. Por sus grandes conocimientos ingresó a la Real Academia de Geografía e Historia de Valladolid. Más tarde obtuvo una plaza en el Con-sejo Supremo de Indias. Cuando Napoleón invadió España, luchó contra los franceses. Como diputado, representó a la Nueva España en la gaditana Junta Central y, al disolverse ésta, fue uno de los cinco miembros de la Regencia. En 1814, Fernando VII lo

nombró ministro universal de Indias. Al suprimir el Consejo de Indias, pasó a Madrid como consejero de Estado.

(21) AGI-AL, leg. 649, doc. 21.(22) Rector del seminario de San Jerónimo, marchó en

1809 a España, donde observó en persona la resisten-cia de los españoles frente a los franceses como cape-llán del presidente del Consejo de Indias. Asistió a las sesiones de Cortes en que se aprobó la Constitución. Más tarde, regresó al Perú —tras haber sido nom-brado Patriarca de las Indias y examinador sinodal del arzobispado arequipeño— en tiempos de elecciones de diputados a la asamblea gaditana.

(23) Vladimiro BerMejo, «El Ilustrísimo Señor Luis Gon-zaga de la Encina, XVIII Obispo de Arequipa y el fi-delismo del clero arequipeño», en AA.VV., La Causa de la Emancipación del Perú, Lima, Instituto de la Riva-Agüero, 1960, pp. 306-307.

(24) Este pontífice italiano (1800-1823) obtuvo, por vo-luntad de Napoleón, el Concordato que mejoró la si-tuación de la Iglesia en Francia tras los desastres de la Revolución. Fue obligado por el corso a coronarle como emperador de los franceses en la catedral de Nuestra Señora de París.

(25) Pedro de letUriA, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, Caracas : Sociedad Bolivariana de Venezuela, 1959, vol. 1, p. 38.

(26) El virrey Abascal informa de los manejos del obispo del Cuzco Pérez Armendáriz y de sus concomitancias con los acontecimientos de agosto de 1814 en carta dirigida desde Lima al secretario de Estado y Despa-cho Universal de Indias el 24 de octubre de 1815; vid. Guillermo lohMAnn villenA, «Documentación Oficial Española» en Colección documental de la In-dependencia del Perú, Lima : Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, 1972, t. 22, vol. 2, p. 233.

(27) AGI-Audiencia de Cuzco, leg. 66, doc. 45.(28) El virrey Abascal remite testimonio del expediente

promovido por el obispo de La Paz, De la Santa y Ortega, sobre traslación de su sede a Puno, con mo-tivo de la sublevación ocurrida en La Paz, dirigido al ministro de Gracia y Justicia desde Lima el 23 de octubre de 1811; vid. lohMAnn villenA, op. cit., p. 233.

(29) Índice de registros que contiene los denunciados desde el año 1780:

• Año1806:Librosprohibidos,1,Sacrilegio,1,Ma-sonería, 0, Herejía, 1.

• 1807:1,0,0,0. • 1808:8,1,0,0. • 1809:0,1,0,0. • 1810:1,1,0,0. • 1811:0,0,0,0. • 1812:3,2,0,0. • 1813:1,0,0,0. • 1815:4,0,0,0. • 1816:2,1,0,0. Vid. Víctor PerAltA rUiz, En defensa de la autoridad.

Política y cultura bajo el gobierno del virrey Abascal : Perú 1806-1816, Madrid : Consejo Superior de In-vestigaciones Científicas, Instituto de Historia, 2002, pp. 73-103.

(30) Se graduó en Cánones por la Universidad de Oñate y regentó en el Colegio Mayor del Espíritu Santo la cá-tedra de Cánones durante tres años. Fue abogado del

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colegio de Madrid y ejerció entre 1776 y 1778. Fue pensionado de la Orden de Carlos III, del Consejo y Cámara de Indias y honorario del Consejo de la Su-prema y General Inquisición.

(31) Se doctoró en Cánones por la Universidad de Santo Tomás de Quito. En 1778 fue nombrado sacristán de la iglesia matriz de Guayaquil, lugar en que se de-sempeñó posteriormente como secretario del obispo de la diócesis. Entre 1784 y 1787 fue párroco y juez eclesiástico del pueblo de Machachi, sitio desde el cual fue promovido al curato de Quisapincha, donde también ejerció como juez eclesiástico. Asimismo, fue canónigo doctoral de Trujillo. En 1797 fue nombrado fiscal del Tribunal.

(32) Licenciado y doctorado en Cánones por la Univer-sidad de San Marcos. Su carrera en la Inquisición la inició en 1774 como sacristán de la capilla de San Pedro Mártir. Sucesivamente ejerció los cargos de ca-pellán mayor (1779), secretario del secreto (1787), fiscal (1792) e inquisidor (1803).

(33) José Toribio MeDinA, Historia del Tribunal de la Inqui-sición de Lima, 1569-1820, Santiago de Chile : Fondo Histórico Bibliográfico, 1956, t. 2. A los arriba men-cionados, habría que añadir al fiscal, el alguacil ma-yor, los cuatro secretarios de Estado y al secretario de Secuestros Francisco de Echevarría.

(34) Expediente seguido ante el intendente de la Provin-cia de la Paz sobre la publicación del Soberano De-creto de las Cortes Extraordinarias de España, sobre la suspensión de los Tribunales de la Inquisición en toda la Monarquía Española y aplicación al Erario de todos los bienes, rentas y derechos, cuadros pinturas o inscripciones que existan en las iglesias para que se borren y quiten «y destruyan en el perentorio ter-mino de tres dias», La Paz, 2 de diciembre de 1813. Archivo General de la Nación (Perú), Archivo Colo-nial, Cabildos, Contencioso, leg. 34, cuaderno 1136 (año 1813).

(35) Parecer del virrey sobre la Inquisición, en documento enviado el 29 de marzo de 1815 al secretario de Es-tado y Despacho Universal de Indias; AGI-AL, leg. 749, doc. 29.

(36) Teodoro hAMPe MArtínez, Control moral y represión ideológica : la Inquisición en el Perú: 1570-1820, Lima : Instituto de la Riva-Agüero, 1989, p. 262.

(37) El Arzobispo de Lima envió una relación de los libros que existían retenidos por el extinguido Tribunal de la Inquisición, destacando nosotros los de carácter político:

• Anónimo,El hombre en sociedad, 2 tomos (en fran-cés).

• Anónimo,Recopilación de los Decretos de la Asam-blea Nacional, 1 tomo (en francés).

• Burlamaqui, Principios del Derecho Natural, 1 tomo.

• Burlamaqui, Principios del Derecho Político, 2 to-mos.

• Diderot,Obras filosóficas, 2 tomos (en francés). • Fantin, Historia de la República Francesa, 1 tomo

(en francés). • Hume,Discursos políticos, 1 tomo. • Hume,Obras filosóficas, 4 tomos (en francés). • Locke,Ensayos filosóficos, 3 tomos (en francés). • MarquésdePombal,Sobre administración, 4 tomos

(en francés). • Montesquieu,El espíritu de las Leyes, 18 tomos y

otras obras, 24 tomos (en francés).

• Pufendorf, El Derecho Natural y de Gentes, 2 to-mos.

• Pufendorf,Introducción a la Historia general y polí-tica, 2 tomos (en francés).

• Raynal,Historia del Parlamento de Inglaterra, 2 to-mos (en francés).

• Rousseau,Obras. • Vatel,Derecho de Gentes. • Voltaire, Obras, 71 tomos (en francés). Ref. AGI-AL, leg. 649, doc. 30.(38) La trascripción paleográfica hecha por Percy Vargas

Valencia en 1972 se puede estudiar en el exhaustivo trabajo llevado a término por el Inventario hecho en las cajas y oficinas del extinguido tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, por la composición nombrada al efecto.

(39) Ramiro MArtín riBAs, Sublime itinerario : guía inédita religiosa-hagiográfica-histórica-artística de España, Madrid : Impresa, 2004, 2.ª ed., p. 218: «Nació en Lima, Perú, en 1586. Fue la primera santa canoni-zada del Nuevo Mundo. Aunque fue bautizada con el nombre de Isabel, se le llamaba comúnmente Rosa y ése fue el nombre que le impuso en la Confirma-ción el arzobispo de Lima, Santo Toribio. Rosa tomó a Santa Catalina de Siena como modelo. Se dedicó a atacar el amor propio mediante la humildad, la obe-diencia y la abnegación de la voluntad propia. In-gresó a la tercera orden de Santo Domingo y, a par-tir de entonces, se recluyó en una cabaña que había construido en el huerto de su casa. Llevaba sobre la cabeza una estrecha cinta de plata, cuyo interior es-taba erizado de picos, era una especie de corona de espinas. Su amor por el Señor era tanto que cuando hablaba de Él, cambiaba el tono de su voz y su ros-tro se encendía como un reflejo del sentimiento que embargaba su alma. Tiempo después, una comisión de médicos y sacerdotes examinó a la santa y dicta-minó que sus experiencias eran realmente sobrena-turales. El modo de vida y las prácticas ascéticas de Santa Rosa de Lima sólo convienen a almas llamadas a una vocación muy particular. Lo más admirable en Santa Rosa fue su gran espíritu de santidad he-roica, porque todos los santos ya sean en el mundo, el desierto o en el claustro, poseen el rasgo común de haber tratado de vivir para Dios en cada instante. Quien tiene la intención pura de cumplir en todo la voluntad de Dios, podrá servirle con plenitud en todo lo que haga. Santa Rosa murió el 24 de agosto de 1617, a los 31 años de edad. El Papa Clemente X la canonizó en 1671».

(40) Ana de zABAllA BeAsCoeCheA, «Rebeliones indige-nistas, imaginarios religiosos y conspiraciones cleri-cales» en sArAnyAnA (dir.), op. cit., vol. II/1, p. 880: «La profecía de los tres sietes es, como se sabe, una “profecía” atribuida falsamente a Santa Rosa de Lima, según la cual, la Santa limeña habría anunciado que en el año 1777, después de que el gobierno del Perú hubiera estado en manos de los españoles, volvería a los gobernantes andinos. […] el cambio de gobernan-tes se debería, en parte, a que los reyes de España no cumplían con su obligación de evangelizar, por lo que desde ese momento la actuación de los corregidores y otras autoridades derivaba en tiranía. Por ese motivo, el regreso de un rey Inca no supondría la vuelta a la idolatría, es decir, a la religión andina anterior a la conquista, sino que conservaría la religión católica».

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Sobre laS fuenteSLos datos encontrados para esta investigación son pocos e imprecisos, especialmente para la Primera Guerra Carlista, e inexistentes para la segunda; existen relaciones de las cruces o me-dallas que se crearon, pero algunas no habrían pasado de ser meras resoluciones que no lle-garon a tener efectividad, quizás por falta de sanción real.

Podemos señalar a modo de resumen lo si-guiente:

■   El número de condecorados sería es-caso y muchos de ellos morirían a lo largo de la campaña.

■   Los acogidos al Convenio de Vergara no las usarían más.

■   Durante la Primera Guerra Carlista las atribuciones de los distintos generales fueron muy amplias, hasta el punto de que estaban capacitados para crear y conceder medallas, aunque con la su-perior aprobación de la autoridad re-gia.

Diplomado universitario. Estudioso de condecoraciones, distintivos y uniformidad de los ejércitos

españoles, ha colaborado en diversas exposiciones oficiales, en la confección de las páginas

web del Ministerio de Defensa sobre las Órdenes de San Fernando y de San Hermenegildo, así

como en la redacción y diseño de condecoraciones civiles y militares, o de escudos de armas de

unidades militares.

Es autor de obras como Diccionario de cintas de recompensas españolas (desde 1900) (2001),

Compendio legislativo de Órdenes, Medallas y Condecoraciones [CD] (2010) y Recompensas y

distintivos (1989-2009): veinte años de participación española en operaciones de paz y ayuda

humanitaria (en prensa). Colaborador en revistas especializadas, es miembro de varias aso-

ciaciones extranjeras relacionadas con el estudio y difusión de las Órdenes y Medallas como la

Academia Falerística de Portugal [AFP], entre otras.

Condecoraciones Carlistas y del Requeté

Antonio Prieto Barrio

reSuMen

Este trabajo analiza de forma cronológica cuantos premios —en el senti-do más amplio de la palabra—, entendiendo por tales cuantas órdenes, cruces y medallas, se han podido conceder en el ámbito carlista. Es una relación exhaustiva, pero no definitiva, que va desde las primeras conce-didas por méritos en acciones de guerra hasta las últimas recompensas de carácter conmemorativo.

PalabraS ClaVe

Cintas - Condecoraciones - Cruces - Guerras Carlistas - Medallas - Mé-rito - Órdenes - Premios - Recompensas - Requetés.

SuMMarY

This paper examines chronologically few awards —in the broadest sen-se of the word—, understood as few orders, crosses and medals, have been granted in the field Carlist. It is an exhaustive list, but not definiti-ve, ranging from the first awarded for meritorious acts of war until the last commemorative rewards.

KeY WorDS

Awards - Carlists Wars - Crosses - Medals - Merit - Order - Prices - Re-quetes - Ribbons.

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■   La Segunda y Tercera guerras, e incluso la de 1936-1939, no favorecieron la conservación de los originales ni de la documentación. Existen abundan-tes fuentes que tratan el tema carlista, pero apenas alguna toma en considera-ción el asunto de las condecoraciones.

Convencidos de su legitimidad histórica los carlistas concedieron cruces de San Fernando y otras recompensas (1) que fueron reconoci-

das al final de la guerra. Además de éstas, ya establecidas, instituyeron y otorgaron otras condecoraciones específicas para conmemorar y premiar diversos hechos de armas, conductas relevantes o acontecimientos importantes.

PriMera Guerra CarliSta (1833-1840)Decreto de 12 de julio de 1834 dado por Su Majestad Carlos V, en elizondo

«Artículo 1.º Quedan indultados salvo el derecho de tercero, todos los generales, jefes, oficiales y soldados que en el tér-mino de quince días contados desde la fecha de este mi real decreto para Nava-rra y Provincias Vascongadas, y en el de un mes para las restantes de la Península, depusieren las armas, y reconociendo mis legítimos derechos se presentaren a mi o a cualesquiera de los generales y jefes que con gloria de su Patria defienden mi jus-ticia.Artículo 2.º A los generales, jefes y ofi-ciales que se acogieren al artículo prece-dente conservaré los empleos, grados y condecoraciones que hubiesen obtenido antes de la muerte de mi augusto her-mano el rey don Fernando 7º».

Cruz Con real VitaliCio[Referencias: Calvó nº 313; Guerra nº 1019]

18 de mayo de 1834El 18 de mayo de 1834 el General Zumalacá-rregui instituyó la recompensa de una cruz y la dotación de un real vitalicio para premiar el valor de las clases e individuos de Tropa. Se desconocen más datos sobre su descripción y diseño.

El primero que la obtuvo fue el voluntario Fé-lix Urra, natural de Estella.

La última relación de condecorados la publicó el Boletín Oficial de Navarra y Provincias Vas-congadas del 12 de diciembre de 1837.

Decreto de 16 de noviembre de de 1835 (Gaceta oficial 9, 24 de noviembre)«Queriendo el Rey N. S. poner término a la multitud de solicitudes que se elevan a su So-berano conocimiento bajo diferentes pretextos,

Tomás de Zumala-cárregui portando sobre su uniforme diversas condeco-raciones.

August-Karl von Goeben. [Cortesía de B. Kruse].

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se ha servido mandar por punto general, que cuantos individuos dependientes del fuero mi-litar se consideren agraviados, por no haberse recomendado el mérito que contrajeron en ac-ción de guerra, o dejaron de obtener el premio a que se contemplaban con derecho; los que se consideren ofendidos por suspensión o priva-ción de empleo; finalmente todos los que re-putándose perjudicados, sea cual fuere el mo-tivo y asunto, que tengan que solicitar justicia del Rey N. S., lo ejecuten dentro de quince días contados desde hoy (2); que pasado este plazo no se dé curso a instancia alguna de aquella clase, y que para que no se alegue ignorancia, con respecto a esta Soberana determinación, se haga saber a todos el ejército y se inserte en la Gaceta Oficial».

MeDalla Con real VitaliCio[Referencias: Calvó n.º 314; Guerra nº 1.020]

real orden de 28 de septiembre de 1836 (Gaceta oficial 103, 18 de octubre)

«He dado cuenta al Rey N. S. del expediente formado a petición del sub inspector coman-dante general de caballería, en solicitud de que a los individuos premiados con la pensión vi-talicia de un real de vellón diario, por su dis-tinguido comportamiento en el campo de ba-talla, se expida la correspondiente cédula y el distintivo de un escudo; enterado S. M. de todo y teniendo presente lo informado por la Junta Consultiva de este Ministerio y por V. E., se ha servido conceder a todos los premiados ya, y a los que en lo sucesivo lo sean, una medalla de cobre, según el modelo adjunto, debiendo el individuo llevar tantas medallas, cuantas sean las veces que obtenga esta real gracia; y como el mayor número de distinciones aumenta el mérito del sujeto, haciéndole acreedor a pre-mio extraordinario, se ha designado S. M. con-ceder para después de terminada la presente guerra, el de treinta años de servicio al indivi-duo que haya obtenido u obtenga tres meda-llas, y el de treinta y cinco al que obtuviere ma-yor número; pero unos y otros mientras dure la campaña, seguirán percibiendo como hasta aquí, previa reclamación en las revistas de co-misario, el real de vellón respectivo a cada me-dalla. Igualmente se ha servido S. M. mandar que toda vez que se digne conceder a un indi-

viduo la referida medalla, se le expida por V. E. una cédula arreglada al modelo que ha re-mitido y es el acordado anteriormente, las que servirán a los agraciados para todos sus goces, ínterin el Consejo Supremo de la Guerra libre las que correspondan en la forma que el Rey N. S. lo tenga a bien disponer; y como desde el principio de la presente guerra, expidieron a los agraciados el correspondiente documento los comandantes generales de las provincias y luego los antecesores de V. E., se ha servido S. M. confirmar todos los ya librados en virtud de real aprobación a las propuestas hechas por los referidos generales, por V. E. y sus antecesores, y por los demás sucesos en que se hizo lugar esta muestra de la real gratitud, debiendo acu-dir a V. E. por el duplicado o por el que corres-ponde, todos los agraciados, que por efecto de las vicisitudes de la guerra dejaron de obtenerlo y recayó ya la real concesión o tuvieron la des-gracia de perderlo.

Graf Eduard von Boos-Waldeck, Cruz de San Fer-nando de Primera Clase [Cortesía de James Boos-Wal-deck Price].

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Últimamente se ha servido S. M. mandar que la referida medalla se ponga en lo sucesivo al agraciado por el jefe del cuerpo a presencia de la compañía del interesado, para que así como fue testigo de su valor, lo sea también de la mu-nificencia del Soberano; y que las propuestas se hagan como hasta aquí se han hecho por V. E., teniendo presente la del comandante del bata-llón, que debe acompañar, la del capitán o jefe de partida, guardia o avanzada que presenció el acto distinguido del sujeto».

Se desconocen más datos sobre su descripción y diseño. En las publicaciones consultadas no se ha encontrado imagen del modelo adjunto que se cita en el texto. Este mismo hecho ocurre para otras resoluciones.

MeDalla De DiStinCión De arlabán (3)[Referencias: Calvó nº 315; Guerra nº 1.021]

batalla del 21 al 26 de mayo de 1836Creada por Carlos V para premiar a los volun-tarios que intervinieron en la batalla que le da el nombre, del 21 a 26 de mayo de 1836.

MeDalla De CarloS V[Referencias: Grávalos-Calvo nº 294; Guerra nº 1.022]

real orden de 11 de noviembre de 1836 (Gaceta oficial 111, 15 de noviembre)

«Entre las privaciones e inminentes peligros arrostrados ya con magnánimo corazón por el Rey N. S. para salvar su religión, su Patria y su Pueblo de los horrores de la impiedad y de la anarquía, no ha sido el menor el que amenazó a S. M. la noche del 24 al 25 de septiembre de 1834, en la que a la vista de los rebeldes, que ciegos y obstinados le perseguían, tuvo que atra-vesar los montes de Igoa y Saldías, sirviéndole de guía y de apoyo Juan Bautista Esaín, vecino del lugar de Larrainzar, libertando su preciosa vida de los precipicios por donde transitó. El generoso ánimo de S. M. que jamás ha podido olvidar servicio tan señalado, quiere eternizar la memoria de la lealtad de Esain; para lo cual, y atendiendo a los demás importantes servicios contraídos por el mismo, se ha dignado con-cederle […]. Al mismo tiempo concede S. M. a Esain y a sus hijos una medalla de oro con busto de S. M. en el anverso, y en el reverso las armas que deben acordarse a su nobleza, que serán un jeroglífico alusivo al hecho que mo-tiva esta gracia, cuyo distintivo podrán llevar al pecho pendiente de una cinta con los colores de la bandera española […]».

MeDalla De oriaMenDi (4)[Referencias: Calvó nº 316; Grávalos-Calvo nº 295; Guerra nº 1.023]

c. 1837Creada por Carlos V para conmemorar la vic-toria contra la Legión inglesa en Oriamendi el 16 de marzo de 1837.

Fue dibujada por el Infante Sebastián Gabriel de Borbón y tenía en su centro un corazón atra-vesado por una espada sobre un círculo en el cual se leía el rey a los valientes; dos cañones y dos fusiles formaban las aspas de una cruz;

Certificado expe-dido en Bourges (Francia) y firmado por el Ministro de la Guerra Carlis-ta José Tamariz a favor de von Goeben [Cortesía de B. Kruse].

Algunas de las condecoraciones de August-Karl von Goeben: Medalla de África, Cruz de la Orden de Isabel la Católica y Cruz de Primera Clase de la Orden de San Fernando, entre otras [Cortesía de B. Kruse].

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la coronaba un castillo y una corona de encina orlaba toda la medalla; en el círculo del reverso se leía oriamendi, 16 de marzo de 1837.

La cinta de color fuego con dos franjas negras.

Cruz De HueSCa[Referencias: Calvó nº 317; Grávalos-Calvo nº 296; Guerra nº 1.024-1.024a-1.024b]

c. 1837Creada por Carlos V para premiar la conducta de su Ejército en la batalla de Huesca del 24 de mayo de 1837.

Diseñada igualmente por el Infante Sebastián Gabriel de Borbón.

Se componía de ocho sables pareados y en el hueco de cada uno de los cuatro brazos que forman, una granada en llamas. Estos cuatro brazos salen de un círculo central de esmalte azul con el lema huesca rodeado de otro de es-malte blanco fileteado de otro con la inscrip-ción espedición real. Ocho cascos de coracero y dos fusiles armados con bayoneta enlazan los cuatro brazos de la cruz. El conjunto está coronado por una guirnalda laureada y en su interior la cifra C. V. sostenida por dos lanzas cruzadas. En el reverso, de la misma que en el anverso, 1837 y a si alrededor 24 de mayo. Era de oro para los jefes, de plata esmaltada para los oficiales y estampada sobre una medalla de metal ovalada para la clase de tropa.

La cinta es dorada con una lista entre dos file-tes a cada lado, de color lila claro (5).

MeDalla De DiStinCión Por la toMa De lerín[Referencias: Calvó nº 318; Grávalos-Calvo nº 297; Guerra nº 1.025-1.025a]

real orden de 8 de junio de 1837 (Gaceta oficial 171, 13 de junio) (6)

«Últimamente para perpetuar la memoria de la ocupación de Lerín y que todos cuantos han te-nido la dicha de encontrarse en ella lleven sobre si un público testimonio que lo acredite, he creado una Cruz según el adjunto diseño. Esta Cruz será laureada con cuatro brazos y corona mural; y en el centro de anverso se representará sobre

campo azul esmaltado los peñascales y escarpes sobre que está situado Lerín, descubriéndose por encima tres castillos. En la orla deberá haber la inscripción siguiente el rey carlos v al valor he-roico. En el reverso está figurada la Virgen Santí-sima de los Dolores, Generalísima de los ejércitos realistas, que tan visiblemente protegió la toma de Lerín; llevando en la peana la inscripción si-guiente toma de lerín el 27 y 28 de mayo 1837. Esta cruz será de oro y esmaltada para los gene-rales, jefes y oficiales, y de cobre para la clase de tropa, y todos la llevarán en el costado izquierdo pendiente de una cinta encarnada».

MeDalla De DiStinCión De barbaStro[Referencias: Calvó nº 319; Guerra nº 1026]

c. 1837Creada por Carlos V para conmemorar la vic-toria de Barbastro el 2 de junio de 1837, du-rante la Expedición Real a Madrid.

Parece fue dibujada por el Infante Sebastián Gabriel de Borbón.

Cruz De Villar De loS naVarroS[Referencias: Calvó nº 320; Grávalos-Calvo nº 298; Guerra nº 1.027]

Cruz de Villar de los Navarros [Colección Con-toutos].

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real orden de 8 de septiembre de 1837 (Gaceta extraordinaria del 10 de septiembre)

«El ejército expedicionario, a cuya cabeza está el Rey N. S. presenciando su heroísmo, se ha-llaba en el Villar de los Navarros […]

S. M. ha creado también con este motivo una cruz, que forman un fusil y un cañón, entrela-zados con ocho lanzas y cuatro espadas. En el centro hay una crucecita, porque el sitio donde se consiguió esta victoria se llama por los na-turales Cañada de la Cruz. Al reverso está gra-bado en cifra el nombre de S. M. y alrededor la fecha de aquel glorioso día. Entre la corona de laurel que descansa sobre la bayoneta, hay una inscripción con el nombre de Villar de los Navarros».

Creada para conmemorar la victoria obtenida por su Ejército en la batalla de este nombre, dada el 24 de agosto de 1837. El diseño está formado por un fusil en palo y un cañón en faja, ocho lanzas con banderolas rojas y blancas y cuatro espadas con las puntas hacia dentro, todo ello entrelazado; lleva en el centro un cír-culo con una crucecita y paisaje, por llamarse el campo de la victoria Campo de la Cruz y bordura roja (o blanca) con la inscripción en letras de oro cañada de la cruz. En el reverso la cifra c. 5. sobre campo blanco y alrededor en bordura roja y letras de oro 24 de agosto. Entre la corona de laurel que descansa sobre la bayoneta del fusil, una cinta blanca con la ins-cripción villar de los navarros. Dicha corona se une a una anilla y por la que pasa la cinta que es azul oscuro con dobles filetes blancos cercanos a los cantos.

Cruz De anDoaín[Referencias: Calvó nº 321; Grávalos-Calvo nº 299; Guerra nº 1.028]

c. 1838Creada por Carlos V para perpetuar la memo-ria de esta batalla que se dio el 14 de setiembre de 1837.

Parece que fue dibujada, como la mayor parte de las anteriores, por el Infante Sebastián Ga-briel de Borbón y se componía de cuatro me-dias flores de lis unidas a un círculo azul en

cuyo centro figuraba una cruz roja por el an-verso, y en la extremidad de dicho círculo, so-bre una corona de esmalte blanco (de que tam-bién eran las lises) se leía in hoc signo vinces. El esmalte del reverso era enteramente blanco y en su centro llevaba la fecha de la victoria y alrededor batalla de andoaín. La medalla es-taba rodeada de laurel, y era de oro para los jefes y oficiales y de cobre para las clases e in-dividuos de tropa.

Pendía de una cinta dividida en cinco listas, ro-jas la del centro y las extremas, azules las res-tantes.

Cruz De Morella[Referencias: Calvó nº 322; Grávalos-Calvo nº 300; Guerra nº 1.029-1.029a]

real orden de 16 de octubre de 1838«Considerando el Rey N. S. digna de perpe-tuarse la memoria de las victorias que con-siguieron las armas reales bajo la dirección acertada de V. E. en la defensa de Morella y acciones que tuvieron lugar con este motivo en sus inmediaciones, se ha servido conceder para todas las tropas que asistieron a tan gloriosas jornadas la cruz que V. E. propone en oficio de 20 de setiembre último».

Cruz en aspa de cinco brazos esmaltados en blanco, sobre ramos de laurel y encina ver-

Cruz de Morella. Esta pieza lleva el reverso diferente, al incorporar en el centro una cabra y corona de oro sobre fondo rojo con la inscripción por el general cabre-ra [Colección JBM].

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des. Centro circular que lleva en el anverso sobre fondo rojo dos torres de oro orladas en azul con la inscripción defensa de morella en agosto de 1838. El reverso lleva la cifra c.v. En la parte superior lleva corona de laurel. La cinta va dividida en tres partes iguales blanca, negra y blanca.

Se concedió a los defensores de la plaza durante las operaciones de julio y agosto de 1838. Exis-ten varias descripciones, de las que una muy sucinta, dice que en el anverso llevaba la frase el rey al valor de los vencedores en la con-servación de morella. agosto de 1838 y en el reverso ejército de aragón, valencia y murcia y v. o m. (Victoria o Muerte). Cinta negra en el centro y blanca en los extremos.

Las piezas conocidas consisten en una estrella de cinco brazos dobles esmaltados de blanco sobre el que va un círculo central que lleva una fortaleza, todo de oro, con bordura azul y la leyenda defensa de morella en agosto 1838 también en letras de oro. El reverso lleva en el círculo central una corona de marqués sobre una cabra, todo de oro y bordura azul con la

leyenda por el general cabrera. El conjunto rodeado por una corona mitad de roble, mitad de laurel y por encima del brazo superior otra corona de laurel la une a la cinta que es blanca con lista central ancha de color negro.

MeDalla De loS DefenSoreS De irúnnoviembre de 1838

En Guipúzcoa los tercios fueron un importante auxiliar del ejército, distinguiéndose con mo-tivo de las operaciones realizadas por los libera-les en 1837. Así, el 16 y 17 de mayo los paisa-nos armados se distinguían en la defensa de la villa de Irún.

En noviembre de 1838 Carlos V concedió una medalla a defensores de la plaza, cuya disposi-ción recogemos por no haber visto hasta ahora ninguna mención de su existencia: «que se con-ceda una medalla que llevarán pendiente del cuello con cinta encarnada y bandas blancas con el busto de S. M. en el anverso y alrededor el rey a los heroicos defensores de la memo-rable y fidelísima villa de irún, y en el reverso 16 y 17 de mayo de 1837. Esta medalla será de oro para los individuos del ayuntamiento, jefes y oficiales que hicieron la defensa y de plata para las demás clases».

También se contemplaban diversas gracias para los paisanos armados:

Diversas páginas del Álbum histórico del Carlismo en las que se reseñan algunas recom-pensas.

Medalla de los defensores de Irún, categorías de oro y plata [Reconstruc-ción del autor].

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«A los heridos un empleo más del que tienen y la Cruz de S. Fernando de 1 clase, declarándoles para cuando se con-cluya la guerra el Fuero militar y uso de uniforme de las mismas. A todos los de-más paisanos armados el Fuero, retiro y uso de uniforme de sargentos primeros del Ejército con el real de vellón diario vitalicio, disfrutando estas gracias las fa-milias de los que hayan perecido en tan honrosa defensa además de la viudedad que les está concedida por Reales órde-nes vigentes» (7).

Cruz De Maella[Referencias: Calvó nº 323; Guerra nº 1.030]

c. 1838Propuesta por Cabrera para los que tomaron parte en esta batalla en 1838, aunque parece que no llegó a crearse.

MeDalla De Quintanar De la Sierra (burGoS)[Referencias: Calvó nº 324; Guerra nº 1.031]

c. 1838Creada por Carlos V para premiar a los que in-tervinieron en esta acción el 2 de septiembre de 1838.

De forma cuadrangular —en losange— en el centro del anverso la leyenda el · rey · c. v. · 1838 y en el reverso a los vencedores de quin-tanar.

La cinta negra en el centro y encarnada en los lados.

Cruz De la leGitiMiDaD[Referencias: Grávalos-Calvo nº 301-302-303; Guerra nº 1.034]

c. 1839Parece un proyecto que se preparó en 1839 y que finalmente no se materializaría.

Se componía de cuatro brazos con esmalte blanco; en el centro del anverso el busto de

Medalla de Quin-tanar de la Sierra [Reconstrucción del autor].

Factura presen-tada al cobro en París en 1874 por diferentes condecoraciones carlistas [AHN, Archivo Carlista Borbón Parma, Co-rrespondencia de la Tercera Guerra Carlista].

Pacto con el texto del Convenio de Vergara, suscrito por Maroto y Espartero.

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Carlos V con corona de laurel sobre su cabeza y alrededor una inscripción que difiere en los tres modelos que se conservan en el archivo del Marqués de Valdespina.

El primero dice el rey a los defensores de la legitimidad, el segundo por carlos v y el ter-cero por el rey carlos v.

En el reverso los atributos de la muerte, una calavera y dos tibias cruzadas junto con la le-yenda victoria o muerte.

La cinta, según el primer proyecto y dibujo, ne-gra en el centro y encarnada en los extremos, distribuida en tres franjas iguales, y según el se-gundo, negra en el centro y verde en las los ex-tremos, en franjas iguales.

La cruz sería de dos clases: sencilla y lau-reada, llevando ésta sobrepuesta la corona real, usando el agraciado una placa semejante a la de Carlos III. En el centro la efigie de Carlos V de cuerpo entero de uniforme, rodeada de las dos inscripciones de la cruz, y en las aspas o brazos de ésta una corona de laurel.

Convenio de Vergara de 31 de agosto de 1839«Artículo 2°. Serán reconocidos los empleos, grados y condecoraciones de los generales, jefes, oficiales y demás individuos dependientes del ejército del teniente general don Rafael Ma-roto, quien presentará las relaciones con expre-sión de las armas a que pertenecen, quedando en libertad de quedar continuar sirviendo, de-fendiendo la Constitución de 1837, el trono de Isabel II y la regencia de su augusta madre, o bien de retirarse a sus casas los que no quieran seguir con las armas en la mano».

Cruz De DiStinCión a la fiDeliDaD Del ejérCito Del MaeStrazGo[Referencias: Calvó nº 325; Grávalos-Calvo nº 304; Guerra nº 1.033]

real Decreto de 14 de febrero de 1840Creada por Carlos V en Bourges (Francia) para

«dar a mis reales ejércitos de Aragón, Valen-cia, Murcia y Cataluña una muestra de mi real aprecio por la constancia y heroísmo con que

han sabido mantener el honor de mis armas después de la horrenda traición que entregando a los enemigos las tropas que tantos laureles habían recogido en Navarra y Provincias vas-congadas, me obligó a refugiarme en este reino, y a pesar de las numerosas fuerzas que le re-volución reunió para intimidad a mis fieles de-fensores».

Tendrían derecho a la Cruz «todos los indivi-duos de los expresados ejércitos y voluntarios realistas armados que hayan permanecido en ellos desde 1º de septiembre al 30 de octubre del año último».

La Cruz se componía de cuatro brazos ensan-chados, esmaltados en blanco y con ángulos entrantes en los extremos, rematados por glo-

Juan Nepomuceno de Orbe y Mariaca, IV marqués de Valdespina. Retrato de estudio entre 1876-1880. Fotó-grafo: Ferdinand Berillón (Bayona, Francia). Sobre el uniforme pueden verse las Cruces de San Fernando de cuarta clase lau-reada y de primera clase, la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo, la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, la Cruz del Ejército del Norte, la Real y distinguida Meda-lla de Carlos VII y las medallas de distinción de Viz-caya y Montejurra [Ministerio de Cul-tura, Torrelaguna, C, 499, D. 3].

Cruz de distinción a la fidelidad del Ejército del Maes-trazgo [Colección JBM].

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billos de oro, y centro circular que en el an-verso lleva la cifra real c. v. en oro sobre campo rojo. Sobre el brazo superior de la cruz figura la inscripción aragón, en los laterales valen·cia y mur·cia, y sobre el inferior cata·luña. En el re-verso lleva la inscripción a la fidelidad. Sobre el brazo superior lleva un adorno con la anilla para la cinta, de tres listas iguales con los colo-res azul, rojo, azul.

Cruz Del ejérCito Del norte[Referencias: Calvó nº 326; Grávalos-Calvo nº 305; Guerra nº 1.034]

real Decreto de 14 de febrero de 1840Creada por Carlos V para

«dar a mis leales Ejércitos de Aragón, Valen-cia, Murcia y Cataluña una muestra de mi real aprecio por la constancia y heroísmo con que han sabido mantener el honor de mis armas después de la horrenda traición que, entre-gando a los enemigos las tropas que tantos lau-reles habían recogido en Navarra y Provincias Vascongadas, me obligó a refugiarme en este reino (Francia). Tendrían derecho a ella todos los individuos de los expresados Ejércitos y vo-luntarios realistas armados que hayan perma-necido en ellos desde 1.º de septiembre al 30 de octubre del año último [1839]».

Para los pertenecientes al Ejército del Norte que no se acogieron al Convenio de Vergara, la misma Cruz pero con las inscripciones «Nava-rra, Álava, Vizcaya, Guipúzcoa» en los brazos.

La Cruz, del mismo modelo general que una de San Fernando y que se conserva en el Mu-seo del Ejército, tenía cuatro aspas iguales blan-cas, entrelazadas por una corona de laurel, en los brazos y con letras de oro los nombres de las regiones citadas navarra (superior), ála·va (derecha), vizcaya (inferior) y guipu·zcoa (iz-quierda). En el círculo central, oro sobre rojo, c. v. y al reverso, en blanco a la · fidelidad · año · 1839. La cinta negra y los extremos azu-lados verdosos.

Cruz De DiStinCión al ejérCito De CabreraA través del coleccionista alemán B. Kruse he-mos tenido noticia de la conservación de algu-nas de las condecoraciones de August Kart von Goeben, militar alemán que participó en cinco campañas al servicio del rey Carlos V, alcan-zando el empleo de teniente coronel (8). Entre estas recompensas se encuentra una de la que desgraciadamente sólo ha sobrevivido el botón central de una cruz. Dicho botón lleva en el centro sobre fondo blanco el anagrama C V ro-deado de orla roja con la inscripción en dorado octubre y noviembre 1839. Suponemos que sea la Cruz destinada a recompensar el ejército de Cabrera que fue capaz de enfrentarse a la unión de todas las fuerzas gubernamentales después

Cruz del Ejército del Norte [Colec-ción JBM].

Botón y recons-trucción de la Cruz de distinción al Ejército de Cabrera [Reconstrucción del autor].

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del fin de las operaciones en el País Vasco. Di-cha Cruz tendría los brazos curvilíneos esmal-tados en blanco y fileteados en oro, cuya parte central sería azul. En el anverso llevaría un cír-culo central esmaltado en blanco con el busto de Carlos V, y bordura roja. El reverso sería el descrito anteriormente. El brazo superior de la cruz llevaría una corona de laurel que enlazaría con la anilla para la cinta, cuyos colores y su distribución nos son desconocidos, pero en los que predominaría el color rojo.

SeGunDa Guerra CarliSta (1846-1849)Estuvo localizada exclusivamente en Cataluña y fue, en esencia, un movimiento que se produjo en las zonas montañosas contra la desamortización de Mendizábal. El general Cabrera volvió a acaudi-llar las tropas que aclamaron como Carlos VI al Duque de Montemolín, hijo de Carlos V. Terminó con la captura del general Cabrera por los france-ses y una amnistía concedida por Isabel II.

No se tienen noticias o referencias de condeco-raciones para este período.

terCera Guerra CarliSta (1872-1876)Cruz De la reStauraCión De la MonarQuía[Referencias: Calvó nº 327; Guerra nº 1.035]

c. 1869Cruz florenzada, esmaltada en color violeta, que va sobre una corona de laurel de esmalte verde. Lleva un centro circular en el que apa-rece una corona real sobre unas nubes, todo de oro, con la leyenda orlada dios - patria - rey. Dicho centro está circundado por pétalos de margarita en plata. El centro del reverso pre-senta la cifra C. VII con la inscripción a los rest. de la monarquía - 1869. Sobre el brazo superior de la cruz lleva una corona real de oro, con la anilla para la cinta, que es morada con lista central blanca, en tres partes iguales.

MeDalla De DiStinCión De berGa[Referencias: Calvó nº 328; Grávalos-Calvo nº 306; Guerra nº 1036; Crusafont nº 324; Castro nº 223]

c. marzo de 1873Medalla para premiar a los carlistas que inter-vinieron en la toma de la localidad barcelonesa de Berga en marzo de 1873. Es de bronce y tiene 34 milímetros de diámetro. El modelo de plata tiene un diámetro de 33 milímetros (9).

Ramón Cabrera vistiendo el uni-forme del ejército montemolinista, con el anagrama de Carlos VI en el cuello.

Cruz de la Res-tauración de la Monarquía [Colec-ción particular].

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Anverso: [estrella] berga [estrella] / 27 de marzo de 1873. Cabeza laureada de Carlos VII, duque de Madrid, con pelo corto, bigote y barba, a la derecha.

Reverso: + dios patria y rey. Las primitivas ar-mas de la provincia de Barcelona.

La cinta es de color rojo.

MeDalla De DiStinCión De alPenS[Referencias: Calvó nº 329; Grávalos-Calvo nº 307; Guerra nº 1037; Crusafont nº 325]

c. julio de 1873Carlos de Borbón mandó acuñar una medalla para conmemorar hecho de armas tan brillante por los resultados obtenidos, inteligencia con que se había llevado a cabo, y valor desplegado por las fuerzas carlistas (10).

Medalla plateada circular, con lises en sus ex-tremos, de 51 por 55 milímetros, incluida la anilla.

Bocetos para la Medalla de distin-ción de Berga y de Alpens [AHN, Archi-vo Carlista Borbón Parma, Correspon-dencia de la Terce-ra Guerra Carlista].

Medalla de dis-tinción de Berga [Colección José Luis Arellano].

Medalla de dis-tinción de Alpens [Colección Carlos Lozano].

Pasador con la Medalla de distin-ción de Berga, la Cruz de Mentana (condecoración vaticana) y la medalla de dis-tinción de Alpens, pertenecientes al oficial holandés Ignacio Wils [Colec-ción particular].

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En el anverso lleva la inscripción en cuatro lí-neas ¡adelante! / esta / es mi divisa / carlos, rodeada de un cerco de ramos de laurel.

En el reverso lleva la inscripción en cuatro lí-neas alpens / 9 / de julio de / 1873, también con el cerco de ramos de laurel (11).

La cinta es bicolor, roja y amarilla, aunque exis-ten ejemplares que la llevan verde.

MeDalla De DiStinCión De Montejurra[Referencias: Calvó nº 332; Grávalos-Calvo nº 308; Guerra nº 1.040-1.040a]

real Decreto de 9 de noviembre de 1873 de creación de la Medalla de Montejurra (12)

«Queriendo conmemorar el brillante hecho de armas tuvo lugar en los días 7, 8 y 9 de este mes al pie de Montejurra y Monjardín, y dar al mismo tiempo una prueba de mi gratitud y sa-tisfacción por el heroico comportamiento a mi valiente Ejército,

Vengo en decretar lo siguiente:

Artículo 1.° Se crea una medalla de distinción para perpetuar la memoria de un hecho que tanto honra a mi Ejército.

Artículo 2.° Tendrán derecho a usar esta meda-lla los generales, jefes, oficiales y clases de tropa que asistieron en cualquiera de los tres días a tan gloriosa batalla.

Artículo 3.° Esta medalla será de hierro en forma de cruz, llevando en el centro las fechas

Medalla de distin-ción de Montejurra [Colección parti-cular].

Coronel del Ejército carlista condecora-do con la Medalla de distinción de Montejurra [Colec-ción particular].

Bocetos para la Medalla de dis-tinción de Cuenca [AHN, Archivo Carlista Borbón Parma, Correspon-dencia de la Terce-ra Guerra Carlista].

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del combate, en el exergo la leyenda patrocinio de la virgen (13), y en los brazos superiores dios, patria, rey, con cuatro flores de lis en los ángulos. Irá pendiente de cinta roja; todo con arreglo al modelo aprobado».

MeDalla De DiStinCión al Mérito en la batalla De barbarín-urbiola

c. 1874Los días 7 a 9 de marzo de 1874 (14). Sin más datos y pendiente de una posterior investigación.

MeDalla De DiStinCión De CuenCa[Referencias: Calvó nº 331; Grávalos-Calvo nº 309; Guerra nº 1.039]

c. 1874Se han encontrado (15) varios bocetos de la me-dalla, que como puede comprobarse no son coin-cidentes con el modelo conocido, redonda de 35 milímetros de diámetro y que por el anverso lleva el busto de Carlos VII, coronado de laureles y la inscripción orlada cuenca por carlos vii.

En el reverso lleva la inscripción 17 · de julio de · 1874 · ejército real · del · centro, orlado por ramos de laurel.

La cinta es de color azul celeste.

MeDalla De VizCaYa[Referencias: Calvó nº 333; Grávalos-Calvo nº 310; Guerra nº 1.042-1.042a]

real Decreto de 31 de agosto de 1874 de creación de la Medalla de Vizcaya (16)

«Deseando perpetuar la memoria del glorioso período transcurrido de enero a mayo de este año, durante el cual mi Ejército Real del Norte ha dado en las repetidas batallas y diarios com-bates librados en el territorio de mi M. N. y M. L. Señorío de Vizcaya altos ejemplos de valor indomable y constante serenidad para resistir en sus posiciones los repetidos ataques de un Ejército muy superior en número y con formi-dable artillería de vigoroso empuje, destrozando en repetidas cargas a la bayoneta nutridos bata-llones enemigos, poniéndolos en descompuesta fuga y dispersión, y de sufrimiento sin límites para soportar la intemperie y todos los rigores de revueltos y crudos temporales, no menos que de perfecta disciplina, al ceder el campo después de brillantes victorias, verificando a la vista de las fuerzas enemigas una retirada tan gloriosa como lo fueron los triunfos anterior-mente obtenidos, sin que un solo momento se debilitara la fe inquebrantable que a todos animó, desde el general al voluntario,

Vengo en decretar lo siguiente:

Artículo 1.º Se crea una Medalla conmemora-tiva de los hechos de armas ocurridos de enero a mayo del presente año en el territorio de mi M. N. y M. L. Señorío de Vizcaya.

Artículo 2.° Para la elaboración de la misma en suficiente número se empleará única y exclu-

Medalla de dis-tinción de Cuenca [Reconstrucción del autor].

Medalla de Vizcaya [Colección Carlos Lozano].

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sivamente el bronce de los cañones cogidos al enemigo.

Artículo 3.° Esta condecoración se denominará Medalla de Vizcaya; se llevará pendiente de una cinta verde, y será en todo igual al modelo que tengo aprobado, teniendo en el anverso mi busto, y en derredor esta inscripción a la fe y al heroísmo del ejército real del norte; y en el reverso esta otra: batallas de vizcaya de enero a mayo de 1874; ambas inscripciones ro-deadas de una corona de laurel, con dos flores de lis en los costados y otra en la parte inferior, y la Corona Real en la superior.

Artículo 4.° Tendrán derecho a esta Medalla todos los que se hayan hallado presentes por dos meses en las líneas ocupadas por mi Ejér-cito del Norte o en el sitio de Bilbao, o hayan asistido a dos de los combates librados durante el mismo».

real Decreto de 31 de agosto de 1874 (17)«Queriendo perpetuar la memoria del glorio-sísimo período de la presente campaña trascu-rrido de enero a mayo del corriente año, de las repetidas batallas y diarios combates librados durante él, en el territorio de mi M. N. y M. L. Señorío de Vizcaya, por mi Ejército del Norte, y de los altos ejemplos y militares virtudes con que ha admirado el mundo, mis voluntarios, aquel valor constante e indomable, aquella sere-nidad imperturbable con que firmes en sus po-siciones y sin retroceder nunca un paso, resistían la horrible lluvia de hierro y fuego que arroja-ban sobre ellos 200 cañones del ejército y de la escuadra enemiga; de aquel empuje irresistible con que en sus eternamente memorables cargas a la bayoneta ahuyentaron e hicieron pedazos

en cuatro ilustres batallas a triplicadas fuerzas; de aquel sufrimiento y aquella resignación sin límites con que supieron soportar siempre a la intemperie, los rigores de la estación más cruda; de aquella perfecta disciplina con que obligados a ceder después de tres brillantes victorias al ex-cesivo número de los enemigos y su poderosa artillería, verificaron una retirada tan gloriosa como aquella, y sobre todo, de aquella fe inque-brantable que a todos acompañó desde el gene-ral al soldado, sin abandonarlos un solo instante: vengo en decretar lo siguiente:

Artículo 1.º Se crea una medalla de bronce para conmemorar los hechos de armas realizados en Vizcaya de enero a mayo del presente año.

Artículo 2.° Esta medalla tendrá la denomina-ción de «Medalla de Vizcaya», irá pendiente de una cinta verde y será en todo conforme al mo-delo que tengo aprobado, llevando en el anverso mi busto, y en derredor esta inscripción a la fe y al heroísmo del ejército real del norte, y en el reverso, esta otra: batallas de vizcaya de enero a mayo de 1874. ambas inscripciones ro-deadas de una corona de laurel con dos flores

Miniaturas de la Cruz de oro de la Real Orden de la Caridad, de la Real y distinguida medalla de Carlos VII, de la Cruz de plata de la Real Orden de la Cari-dad y de la Orden de Malta [Colec-ción JBM].

Diseño de la Real y distinguida meda-lla de Carlos VII publicado en El estandarte real.

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de lis en los costados, otra en su parte inferior y la corona real en la superior.

Artículo 3.º Tendrán derecho a esta medalla to-dos los que se hayan hallado presentes por dos meses en las líneas ocupadas por mi ejército del Norte, en el referido período de enero a mayo, o en el sitio de Bilbao, o hayan asistido a dos de los combates allí ocurridos durante el mismo».

real Y DiStinGuiDa MeDalla De CarloS Vii[Referencias: Calvó nº 334; Grávalos-Calvo nº 311; Guerra nº 1.043-1.043a-1.043b]

real Decreto de 9 de octubre de 1874 de creación de la Medalla de Carlos Vii (18)

«Deseando premiar los distintos servicios que patricios esclarecidos de todas las naciones vienen prestando a mi pueblo y a mi ejército, dándoles una prueba del aprecio que me me-recen sus virtudes de lealtad y abnegación, que al mismo tiempo sirva de estímulo en lo veni-dero,

He tenido a bien decretar lo siguiente:

Artículo 1.º Se crea una medalla que se deno-minará Real y distinguida Medalla de Carlos VII, semejante al modelo adjunto.

Artículo 2.º La expresada medalla se fundirá en plata y en bronce (19)

La Real y Distinguida Medalla de Carlos VII, de bronce, servirá para premiar a los que se juzguen merecedores de esta distinción por servicios especiales dependientes del talento,

Real y distingui-da medalla de Carlos VII, en su categoría de plata, cuyo anverso carece del tipo central delantero [Colección parti-cular].

Federico Anrich Santamaría Val-cárcel y Bonafoy, barón de Bretauvi-lle, luciendo la Real y distinguida meda-lla de Carlos VII.

Diploma de con-cesión de la Real y distinguida meda-lla de Carlos VII en su categoría de plata [Cortesía de Jesús Martín].

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de la lealtad, de la abnegación y demás virtudes cívicas.

La Real y Distinguida Medalla de Carlos VII, de plata, servirá para recompensar servicios eminentes de la misma clase».

extracto del reglamento para la concesión de la Medalla real y distinguida de Carlos Vii, 30 de diciembre de 1874«S. M., creando la Medalla real y distinguida de Carlos VII, ha querido … las pruebas de leal-tad […] que ha recibido de todas las naciones del mundo civilizado, S. M. ha querido tam-bién que su concesión se extienda también al talento eminente en todas sus manifestaciones más altas.

Como en todo tiempo las virtudes cívicas han ennoblecido a las familias, la medalla de pri-mera clase en plata, concede nobleza, y la de segunda clase en bronce, el derecho para soli-citarla».

Decreto de 28 de febrero de 1876 concediendo la Medalla de Carlos Vii a todos los compañeros de armas, leales hasta el fin de la guerra (20)«Queriendo añadir un vinculo mas a los que ya me unen con mis fieles soldados en este triste día en que, cediendo al número, la despropor-ción de recursos, y sobre todo, a aviesas compli-cidades, he tenido que separarme en Valcarlos de los restos gloriosos de mi valiente Ejército, después de una guerra heroica de casi cinco años, he decidido, para dejar un testimonio de

mi amor y agradecimiento a cada uno de mis compañeros de armas, decretar lo siguiente:

Artículo 1.º Concedo a todos los que han mili-tado en mis ejércitos del Norte, de Cataluña y del Centro, así como a los que combatieron por mi causa en las demás provincias de España, la medalla de Carlos VII, creada en 9 de octubre de 1874 para recompensar servicios especiales.

Artículo 2.º Usarán la medalla de plata los ge-nerales, jefes y oficiales, y la de cobre los indivi-duos y clases de tropa.

Artículo 3.º Sólo tendrán derecho a dicha dis-tinción los que, por certificado de sus superio-res, puedan acreditar haber servido con fideli-dad en mis Reales Ejércitos.

Ínterin llega el día en que puedan llevar osten-siblemente mi Medalla en nuestra patria bajo el Gobierno legítimo, que hoy con mayor fe que nunca confío será restaurado para bien de Es-paña y de los santos principios que represento, quiero que lo mismo en el destierro abierto hoy de nuevo para mi y para los miles de va-lientes que me siguen, que en España, bajo la dominación pasajera del Gobierno usurpador, en todas partes, sirva de consuelo y de aliento a mis fieles defensores este supremo recuerdo de nuestra campaña».

La medalla está formada por una cruz de bra-zos abiertos que van sobre una corona de laurel, con corona real articulada en el brazo superior,

Real y distingui-da medalla de Carlos VII, en su categoría de oro [Colección JBM].

Grabado con los diseños de dife-rentes timbres postales, monedas y medallas del Ejér-cito de Carlos VII publicado en La España carlista de Francisco de Paula Oller [Cortesía de Jesús Martín].

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y centro circular con la cifra C 7 orlada por la inscripción restauración católico monárquica y repartida en los brazos la inscripción dios, pa-tria, rey, 1874. En la categoría de oro los bra-zos de la cruz son esmaltados en blanco y el laurel en verde; las otras dos categorías van sin esmaltes. El reverso lleva en el centro las armas de España, con la inscripción orlada carlos vii por la gracia de dios rey de las españas, y re-partida en los brazos la inscripción virtud, ta-lento, abnegación, lealtad. La cinta es de los colores nacionales.

MeDalla Del real CuerPo De SaniDaD Militarc. 1873-1874

Se trata de unas aspas de Borgoña, en cuyo centro figura un corazón atravesado por una espada, todo ello enmarcado por un óvalo for-mado por dos palmas, que mide unos 55 por 70 milímetros.

El reverso lleva en su centro el anagrama de Carlos VII y en los bordes hay grabada la le-yenda real cuerpo de sanidad militar en un lado e ilustrísimos señores doctores en el otro. Entre el anillo sujeto a la cinta de color encarnado y la condecoración hay una corona real (21).

MeDalla De la CariDaD[Referencias: Calvó nº 335; Grávalos-Calvo nº 312-313; Guerra nº 1.044-1.044a-1.044b-1.044c-1.044d-1.044e]

real Decreto de 9 de octubre de 1874 de creación de la Medalla de «la Caridad» (22)

«Deseando dar a mi muy amada y Augusta Es-posa una prueba del aprecio que me merecen sus maternales cuidados como directora de la Asociación denominada La Caridad, que tan-tos y tan señalados servicios está prestando en mi Ejército, y correspondiendo al mismo tiempo a los deseos que la animan de señalar de algún modo su agradecimiento por el cari-tativo apoyo que ha recibido de las señoras de varias naciones, vengo en decretar lo siguiente:

Artículo 1.º Queda autorizada mi muy amada y Augusta Esposa Margarita para crear una Me-dalla con la denominación de La Caridad, con el reglamento y demás circunstancias que tenga por conveniente fijar.

Artículo 2.° Queda facultada igualmente para concederla en su Real nombre por su Secreta-ría de Cámara particular, con arreglo a su recto e imparcial juicio».

En distintas clases de oro, plata y bronce, dispo-niéndose que el Reglamento y demás circuns-

Medalla del Real Cuerpo de Sanidad Militar.

Medalla de la Caridad en su categoría de oro y su correspondiente distintivo de diario [Colección JBM].

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tancias que tuviese por conveniente fijar, así como la facultad para concederla, correspon-diese a Doña Margarita (23).

La insignia de la orden es una cruz de brazos ensanchados con remate en ángulo entrante, separados por margaritas y con un centro cir-cular que en el anverso presenta la letra m, ini-cial del nombre de la esposa del pretendiente y en el reverso un sagrado corazón orlado con la inscripción la caridad · 1874.

La cinta es blanca con una lista morada cercana a cada borde.

Basándose en las piezas encontradas se puede hablar de las siguientes clases o categorías:

■   Cruz de Oro: cruz esmaltada en gra-nate, en entrebrazos margarita entre ramas vegetales. Sobre el brazo supe-rior un adorno o corona dorada.

■   Cruz de Plaza: cruz esmaltada en gra-nate, en entrebrazos margarita entre ramas vegetales. Sobre el brazo supe-rior una corona plateada.

■   Medalla de bronce, circular de 31 mi-límetros de diámetro, con corona real adosada, mostrando en el reverso la inicial m, circundada de ramos de mar-garitas y la inscripción en orla qvis nos separavit · a caritate christi en cerco de laurel. En el reverso lleva la repre-sentación de la cruz con margaritas en entrebrazos y centro circular con el Sa-grado Corazón, orlado con la inscrip-ción la caridad.

Esta misma medalla, acuñada en plata sería el distintivo de diario de la Cruz de Plata, y sin corona real lo sería de la Cruz de Oro.

DiStintiVo De loS DefenSoreS De la CoSta CantábriCa[Referencias: Grávalos-Calvo nº 314; Calvó nº 331]

c. 1875Fue establecida en 1875 para premiar a las guarniciones de las baterías de la Costa Can-tábrica que defendieron los pueblos de los bombardeos de la Escuadra enemiga siempre en condiciones de manifiesta inferioridad. La configuran un ancla y dos cañones cruzados en plata. Reverso liso.

No está claro si se trata de un distintivo que iría sin cinta y prendido por algún sistema tipo alfiler o imperdible al uniforme. Otras fuentes citan que la cinta sería verde, considerándolo como medalla.

Medalla de la Caridad en su categoría de plata [Colección JBM].

Distintivo de los defensores de la Costa Cantábrica [Reconstrucción del autor].

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MeDalla De CarloS Viic. 1875

Se trata de una moneda de 10 céntimos de peseta del año 1875 de la ceca de Oñate, a la que se ha soldado una anilla para poderla lle-var prendida de cinta, cordón o cadena. De un peso de 10 gramos, un diámetro de 30 milíme-tros, el canto liso y de cobre.

Anverso: busto laureado de Carlos VII y le-yenda: carlos vii p. l. gracia de dios rey de las españas.

Reverso: Armas de España sobre dos ramas de laurel y a ambos lados la cifra C.7 coronada.

A esta moneda le ha sido limada la inscripción de la orla, que sería 10 céntimos de peseta y el año 1875.

CorbataSIgualmente hemos encontrado referencia al uso de corbatas en las banderas de las unidades car-listas, de los mismos colores de las cintas de las medallas (24):

■  Corbatas verdes: Vizcaya y Alpens■   Corbatas encarnadas: Montejurra y

Berga■  Corbata azul (celeste): Cuenca

otraS ConDeCoraCioneSMeDalla De HoMenaje a loS VeteranoS CarliStaS[Referencias: Calvó nº 336; Guerra 1.045-1.045a]

Medalla de Carlos VII [Museo Vasco, Bilbao].

Medalla de homenaje a los veteranos carlistas [Museo de Tabar y Colección Jaime Giménez, respecti-vamente].

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c. 1908Acuñada en 1908 para premiar la fidelidad de los oficiales carlistas en la Tercera Guerra Car-lista, con ocasión de la ceremonia que se rea-lizó en el Palacio de Loredán (Venecia) para celebrar la festividad de San Carlos Borromeo, Día de la Dinastía Carlista. Se realizaron ejem-plares en plata (para oficiales) y bronce (para tropa).

Es circular, de 30 milímetros de diámetro; en el anverso presenta el busto de Carlos VII en uniforme de capitán general portando las insig-nias de la Orden del Toisón de Oro, Gran Placa de la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, y las medallas de Montejurra y Vizcaya. En el re-verso figura la cifra C. 7 bajo corona real.

La cinta es roja (aparecen ejemplares con cinta de los colores de la bandera nacional) y va unida a un pasador del mismo metal que la medalla con la inscripción homenaje a los ve-teranos carlistas · 4 noviembre 1908.

MeDalla De laS juVentuDeS CarliStaS De ManreSa[Referencias: Calvó nº 337; Guerra 1.046-1.046a; Crusafont nº 1953, Ruiz Trapero nº 1.245]

c. 1908Acuñada para los festejos organizados por las juventudes carlistas de Manresa con ocasión del aniversario de la guerra de la Independen-cia. Es circular, de 30 milímetros de diámetro, plateada o en bronce.

Anverso. Tipo: Matrona coronada, de pie, con la mano izquierda apoyada en el escudo de Ca-taluña e indicando con la derecha un camino a un grupo de somatenes. Al fondo, a la izquierda sobre el sol radiante, deu, patria, rei. A la dere-cha A. Parera. En el exergo, 1808

Reverso. Tipo: escudo coronado de Cataluña sobre ramas de laurel. Debajo, en un cartón aplech d[e] las juventuts · carlinas. Debajo manresa 1908.

La cinta de este ejemplar es blanca.

MeDalla De la juVentuD CarliSta[Referencias: Guerra nº 1.047]

c. 1908Es de aluminio, con un diámetro de 28 milí-metros. En el anverso aparece el busto de Car-los VII, vestido de militar, condecorado y la ins-cripción dios, patria y rey; el reverso lleva la inscripción juventud carlista (25).

Medalla de la Juventud Carlista [Museo de San Telmo y colección Manuel Martínez Fauste].

Medalla de las Juventudes Car-listas de Manresa [Colección Carlos Lozano].

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El ejemplar que conocemos lleva el número de inventario H-001050.

MeDalla General triStanY[Referencias: Guerra nº 1049; Crusafont nº 922]

c. 1908Es circular, de 34 milímetros de diámetro y acuñada en aluminio.

En el anverso presenta el busto de Jaime III en uniforme y el nombre del grabador Revillón.

El reverso lleva el busto del general con la ins-cripción general rafael tristany 1814-1899.

Suele aparecer con cinta de los colores nacionales.

MeDalla De la jura De loS fueroS[Referencias: Calvó nº 338; Guerra nº 1.051-1.052a-1.051b]

c. 1909Acuñada en 1909 en conmemoración del Jura-mento que de los Fueros hiciera Carlos VII en Guernica en el año 1875.

Existen ejemplares en plata y bronce, quedando por comprobar la existencia de esta medalla en la categoría de oro.

Es circular y en el anverso presenta el busto de Carlos VII en uniforme de capitán general (es el mismo troquel que la Medalla de homenaje a los veteranos Carlistas).

El reverso lleva las armas del señorío de Viz-caya26 y alrededor la leyenda neure euskaldu-nai gomutagarri · 187527.

La cinta es de los colores nacionales.

MeDalla De jaiMe iii[Referencias: Calvó nº 339; Guerra nº 1.052]

c. 1910Es circular en calidades de oro, plata y bronce conmemorando la sucesión de los derechos de Carlos VII en su hijo Jaime III en el año 1910. En el anverso presenta el busto de Jaime III en uniforme y el nombre del grabador Revillón; el

Medalla general Tristany [Colección particular].

Medalla de la Jura de los Fueros en su categoría de plata [Colección JBM].

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reverso lleva la cifra J. 3 bajo corona real y alre-dedor la inscripción dios · patria · rey.

La cinta de este ejemplar con los colores na-cionales.

MeDalla De jaiMe iiic. 1910-1931

Medalla circular, de 30 milímetros de diáme-tro.

En el anverso presenta el busto de Jaime III de uniforme con el Toisón y otras condecoraciones, y la inscripción jaime de borbón y tres flores de lis. El reverso lleva la cifra J. 3 bajo corona real y a ambos lados, dos flores de lis. Lleva una ter-cera lis en la parte interior del 3.

El ejemplar que conocemos no lleva cinta.

MeDalla De jaiMe iii[Referencias: Calvó nº 340; Guerra nº 1.050]

c. 1910-1931Distinción de fidelidad.

Medalla circular, de 28 milímetros de diámetro.

Medalla de Jai-me III, con miniatu-ra [Colección JBM].

Medalla de Jai-me III, obra de otro grabador [Museo Vasco, Bilbao].

Medalla de Jaime III (1910) en oro [Colección particular] y bronce [Colección Carlos Lozano].

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En el anverso presenta una miniatura coloreada del busto de Jaime III en un cerco dorado, que lleva la inscripción a buril dios patria rey.

El reverso liso.

La cinta de este ejemplar es roja con los cantos blancos, pero parece debiera llevar cinta de los colores nacionales.

MeDalla Del Centenario Del General triStanY[Referencias: Guerra nº 1.049]

c. 1914La medalla conmemorativa del centenario del nacimiento del general Tristany es de plata y tiene 30 milímetros de diámetro.

En el anverso presenta el busto de Jaime III en uni-forme y el nombre del grabador Revillón; el reverso lleva el busto del general en uniforme militar con condecoraciones, y en orla en la parte superior las ins-cripciones general rafael · tristany / 1814 · 1899.

La cinta de este ejemplar es de los colores na-cionales.

orDen De la leGitiMiDaD ProSCrita[Referencias: Guerra nº 1.061-1.061a-1.061b-1.061c]

Carta de 16 de abril de 1923Creada por Jaime III (de Borbón y Borbón Parma) en carta dirigida el 16 de abril de 1923 desde París a su Jefe-Delegado, el Marqués de

Jaime III vistiendo uniforme de húsar [Cortesía de Jesús Martín].

Orden de la Legiti-midad Proscrita.

Doña Magdalena de Borbón Busset con la Orden de la Legitimidad Pros-crita.

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Villores, y que manda publicar para conoci-miento de todos (28).

Se propone conferirla «a todos los que por sus sufrimientos o sus servicios se hagan dignos de ella», de carácter provisional sólo mientras dure su destierro, cesando —en consecuen-cia— «cuando la Divina Providencia se digne poner término a éste» (la provisionalidad de la Orden se debe a que una vez restituido en el Trono español el Rey Legítimo, éste volverá a conceder las Órdenes españolas que tradicio-nalmente se han venido otorgando como re-compensa y reconocimiento por la fidelidad y servicios a España y la Corona, como son la Orden del Toisón de Oro o la de Carlos III). Así, «los condecorados con esta distinción o sus herederos podrán atestiguar públicamente los derechos que han adquirido a mi gratitud y a la

de España, por el ejemplo de fidelidad que han dado a todos».

En cuanto a su estructura, «la Orden constará de tres grados: Caballeros, Oficiales y Comenda-dores». En casos excepcionales el Rey se reserva «el derecho de conceder Grandes Cruces». Igual-mente, «no se podrá obtener la Cruz de una Or-den superior sin haber tenido antes la de la Orden inferior inmediata; es decir, que antes de ser Co-mendador, habrá de pasar por la categoría de Ofi-cial, y antes de ser Oficial, por la de Caballero».

Sus insignias consisten «en una Cruz de Cova-donga colgada de una cinta con barras vertica-les negras y verdes; negras, color por el duelo del destierro, y verdes, color de la esperanza del triunfo». La Cruz de la Victoria, cuya descrip-ción no explica el real despacho, simboliza tam-bién la nueva Reconquista; tiene su origen según la tradición, en la cruz que formó Pelayo al unir dos palos de roble momentos antes de la batalla de Covadonga y normalmente se representa en heráldica como una cruz latina trebolada de oro y enriquecida por piedras preciosas de gules, si-nople y azur; pero en el caso de la Orden de la Legitimidad Proscrita se representa en forma de cruz latina trebolada de oro, labrada con moti-vos de arte visigótico, y colada por un anillo de gules fileteado de oro que rodea su vértice. La cinta «será sencilla para los Caballeros, y llevará una pequeña roseta para los Oficiales, y otra de mayor tamaño para los Comendadores».

MeDalla De loS VeteranoS CarliStaS[Referencias: Calvó nº 341; Guerra nº 1.053-1.053a-1.053b]

c. 1924El pretendiente Jaime de Borbón (Jaime III) instauró el 7 de abril de 1924 la fiesta de los Veteranos y una medalla para recompensar a los combatientes que se hubiesen mantenido fieles a la causa.

Medalla circular de 35 milímetros de diámetro en oro, plata o bronce.

El anverso lleva los bustos de Carlos VII y Jaime III orlados por la inscripción dios, patria, rey 1872-76-1924.

Banderín del 1er. Requeté de Sevilla con, entre otras, corbata en blanco y negro de la Real Orden de la Legitimidad Pros-crita (30 de mayo de 1936) [Corte-sía de Manuel Martínez Fauste].

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El reverso lleva la cifra C. 7. bajo corona real y entre flores de lis, y la inscripción orlada a los veteranos de la legitimidad.

La cinta es de los colores de la bandera nacional.

MeDalla De alfonSo CarloS[Referencias: Calvó nº 342]

c. 1931Distinción conmemorativa quizás con ocasión de la sucesión de derechos sobre Alfonso Car-los, hermano de Carlos VII y tío de Jaime III.

Medalla circular en bronce de 27 milímetros de diámetro.

El anverso lleva el busto de Alfonso Carlos con uniforme militar.

En el reverso aparecen las armas de la Casa Real, incluyendo en la parte superior un cuar-tel central con el Sagrado Corazón.

MeDalla Del aPleC De MontSerrat[Referencias: Calvó n.º 342]

c. 1935Medalla propagandística, de metal ligero y de 26 milímetros de diámetro.

Medalla de los Veteranos Carlistas en sus categorías de oro y bronce [Colección JBMy Jaime Jiménez, res-pectivamente].

Medalla de Alfonso Carlos [Colección MCG].

Medalla del Aplec de Montserrat de 1935 [Colección JBM].

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El anverso lleva el busto de Alfonso Carlos con uniforme militar.

El reverso lleva las montañas y Virgen de Montserrat y la leyenda aplec tradicionalista de montserrat 27-x-1935.

El ejemplar del que se reproduce fotografía lleva cinta blanca en el centro y azul celeste en los lados.

MeDalla De alfonSo CarloS i en el 18 De julio[Referencias: Calvó nº 344; Guerra nº 1.056]

c. 1936Distinción conmemorativa.

Medalla circular de 40 milímetros diámetro en bronce.

El anverso lleva el escudo de armas de la Casa Real, orlado con la inscripción alfonso carlos i · 18 de julio 1936.

El reverso es liso.

La cinta es de los colores de la bandera nacio-nal, aunque este ejemplar la lleva blanca con los bordes rojos.

MeDalla Del HoSPital De Guerra alfonSo CarloS[Referencias: Calvó nº 346; Guerra nº 1.058]

c. 1936

Distinción conmemorativa concedida a los miembros del Hospital Alfonso Carlos. Se hos-pitalizaron miles de heridos durante la guerra civil que fueron atendidos por 158 hombres (la mayoría médicos) y 254 mujeres la mayoría enfermeras (29).

Medalla circular. El anverso lleva sobre fondo blanco un escudo con la Cruz de Borgoña bajo Sagrado Corazón de gules, todo ello entre ra-mos de laurel verde; margarita inferior e ins-cripción orlada dios patria rey · h. alfonso carlos. El reverso es liso.

La cinta es blanca con los cantos rojos.

Medalla de Alfonso Carlos en el 18 de Julio [Colección JBM].

Medalla del Hos-pital de Guerra Alfonso Carlos [Colección JBM].

Fotografía tomada en la fachada del Hospital Alfonso Carlos.

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MeDalla HoMenaje al CarliSta CaíDo[Referencias: Calvó nº 345; Guerra nº 1.057]

c. 1936-1939Llamada también Medalla de los Héroes Anó-nimos, es de tipo propagandístico, acuñada en la campaña 1936-1939, en honor de las actua-ciones realizadas de forma anónima por el Re-queté. La medalla es circular, de plata, de 26 milímetros diámetro, mostrando en el anverso un caído en campo de alambradas frente a una cruz con la inscripción ante dios nunca serás héroe anónimo. El reverso presenta orlada en la parte superior la inscripción dios, patria, rey, y en la inferior figuran ramos de laurel con la cruz de Borgoña. En la parte central hay espa-cio para grabar el nombre del agraciado.

Es desconocido el color de la cinta, aunque suele aparecer con la de colores nacionales.

MeDalla DeSConoCiDa De la CaMPaña 1936-1939

c. 1939Se trata de una moneda de plata de dos pese-tas (30) a la que se ha limado el anverso hasta hacerlo liso y posteriormente grabado a buril y rellenas de color el aspa roja, corona forrada de rojo y cerco azul. En la parte central e inferior lleva la inscripción campaña 1936-1939. Lleva soldada una pequeña anilla que se une a otra mayor por la que pasa la cinta, en este caso de color azul oscuro.

MeDalla De la 1ª CoMPañía Catalana VirGen De MonSerrat

c. 1939La medalla es circular, de plata, mostrando en el anverso a la Virgen de Monserrat. El reverso

Medalla de los Héroes Anónimos [Colección José Luis Arellano].

Medalla descono-cida de la Cam-paña 1936-1939 [Colección Manuel Martínez Fauste].

Medalla de la 1ª Cía. Catalana Virgen de Mon-serrat [Colección Manuel Martínez Fauste].

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es liso con la inscripción a buril y en dos líneas 1ª compañía catalana · virgen de monserrat.

Este ejemplar lleva una cinta con tres partes iguales de color rojo, negro y rojo, y sobre ella, en sentido horizontal, otra de las mismas pro-porciones de los colores nacionales.

MeDalla Del terCio De nueStra Señora De MonSerrat[Referencias: Guerra nº 911-911a]

ca. 1945Distinción conmemorativa. Medalla circu-lar de 24 milímetros de diámetro en varian-tes de plata y bronce dorado. En el anverso lleva la imagen de la Virgen de Montserrat so-bre fondo de las montañas y monasterio. En el reverso la Cruz Laureada, orlada con la ins-cripción tercio de n.s. de montserrat 8-1937 codo 4-1945. La cinta con los colores de la bandera española.

En sesión extraordinaria del pleno del Ayunta-miento, efectuose la solemne entrega a los fami-liares de los caídos de Gerona, en la defensa de Codo, de los diplomas y medallas que dedican la Diputación Provincial, y el Ayuntamiento de Barcelona, a los componentes del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat (31).

orDen De San CarloS borroMeo[Referencias: Guerra nº 1.059-1.059a-1.059b-1.059c-1.059d-1.059e]

29 de marzo de 1947Recompensa legitimista de fidelidad y lealtad, con reglamento aprobado por Carlos de Habs-burgo-Lorena y Borbón (Carlos VII). Existen las categorías de Gran Collar (collar), Gran Cruz (placa, banda y venera), Encomienda con Placa (cruz de cuello y placa), Encomienda sencilla

Medalla del Tercio de Nuestra Señora de Monserrat [Colección parti-cular].

Orden de San Carlos Borromeo [Colección JBM].

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(cruz de cuello), Cruz y Medalla. Para damas se establecían las categorías de Banda (banda y venera), Lazo (cruz de pecho pendiente de lazo) y Medalla.

La insignia está constituida por aspa de san An-drés de gules, con escudo coronado mostrando tres lises de oro sobre fondo azul. Bandas y cin-tas rojas con filetes blancos. La venera ajustada a la cruz de caballero.

El collar se compone de 39 piezas formadas por aspas de San Andrés rojas y lises contrapuestos en oro, pendiente la insignia de la orden.

La Gran Cruz lleva la insignia de la orden so-bre placa de ráfagas de oro.

La Placa de la Encomienda lleva ráfagas de plata

La Medalla es circular de 38 milímetros de diá-metro, en metal plateado, mostrando la insignia de la orden.

MeDalla Del Centenario De alfonSo CarloS[Referencias: Guerra nº 1.060]

c. 1949Distinción conmemorativa.

Medalla circular, de 26 milímetros de diámetro plateada.

En el anverso el busto de Alfonso Carlos a la izquierda, orlado con la inscripción s. m. el rey d. alfonso carlos q.s.g.h.

El reverso lleva las armas de la Casa Legiti-mista orlada con la inscripción centenario 9-1849–9-1949.

La cinta de este ejemplar es de los colores na-cionales, adicionada de un escudo como el del reverso pero esmaltado.

MeDalla Del aPleC CarliSta, MontSerrat 1957[Referencias: Guerra nº 1.062]

c. 1957Distinción conmemorativa.

Medalla circular de 30 milímetros de diámetro en aluminio.

El anverso lleva en relieve una Cruz de Bor-goña con corona real superior, orlada con la inscripción aplec carlista · montserrat 1957.

reverso liso.

Medalla del Aplec de Monserrat de 1957 [Colección José Luis Arellano].

Medalla del Cen-tenario de Alfonso Carlos [Colección JBM].

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La cinta del ejemplar con los colores nacionales en tres partes iguales.

MeDalla De la lealtaD De loS reQuetéS[Referencias: Calvó nº 348; Guerra nº 1.063]

Creada el 4 de noviembre de 1964Distinción conmemorativa destinada a los que habían participado en la guerra, sus viudas y huérfanos, creada a petición de la Hermandad de Antiguos Combatientes de Tercios de Re-quetés.

Medalla circular de 34 milímetros de diáme-tro. El anverso lleva los bustos sobrepuestos de Alfonso Carlos y Javier de Borbón, orlados por la inscripción por dios la patria y el rey · 1936-1939. El reverso lleva una Cruz de Bor-goña bajo corona real, entre ramos de laurel y encina flanqueado por flores de lis, con la ins-cripción orlada a la lealtad de los requetés en la cruzada.

La cinta blanca, con Cruz de Borgoña pintada o bordada en su centro.

MeDalla De la HerManDaD De exCoMbatienteS Del terCio De reQuetéS De nueStra Señora De MontSerrat[Referencias: Calvó nº 453]

c. 19- - (32)Medalla circular en plata y bronce.

El anverso lleva la Virgen de Monserrat sobre fondo de montañas y aspa de Borgoña, todo ello sobrepuesto a la Cruz Laureada de San Fernando.

El reverso lleva una corona de laurel que en su interior lleva la inscripción en orla superior hermandad excombatientes y en cinco líneas tercio · requetés · ntra. señora · de · mont-serrat.

La cinta es blanca, con los cantos con la ban-dera nacional. Lleva una Cruz de Borgoña pin-tada o bordada en su centro.

biblioGrafíaBoletín CarlistaBoletín de Navarra y Provincias Vascongadas.

Oñate, 1837-1839Boletín del Ejército realBoletín del Ejército de Aragón, Valencia y Murcia

[Boletín de Cantavieja]. Cantavieja, 1836-1840

Boletín Oficial del Ejército del Rey Nuestro Señor don Carlos V en Navarra. 1833-1836

brea, Antonio. Campaña del Norte de 1873 a 1876. Barcelona : Imp. De la Hormiga de Oro, 1897.

Medalla de la Leal-tad de los Reque-tés [Colección ELM].

Medalla de la Her-mandad de Excom-batientes del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat [Colec-ción JBM].

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burgo torres, Jaime del. Bibliografía del si-glo XIX : guerras carlistas, luchas políticas. Pamplona : Diputación Foral de Nava-rra,1978, 2ª ed.

calvó pascual, Juan Luis. Cruces y medallas 1807-1987 : la historia de España en sus con-decoraciones. Pontevedra : autor, 1987.

ceballos-escalera y gila, Alfonso de y Fer-nando García-mercadal y garcía-loygo-rri. Las órdenes y condecoraciones civiles del Reino de España. Madrid : Boletín Oficial del Estado : Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2003.

crusafont i sabater, Miquel. Medalles comme-moratives dels Països Catalans i de la Corona catalano-aragonesa (s. XV-XX). Barcelona : Institut d’Estudis Catalans, 2006.

El Cuartel del Maestrazgo.El Cuartel Real. Peña Plata (Navarra), 1871-

1876. Este órgano oficial carlista se impri-mió, según las circunstancias bélicas, en To-losa, Durango, Oñati o Estella.

chalon, Renier Hubert Ghislain. «Médailles de Carlos VII frappés par lui a Oñate en 1875 et 1876», Revue de Numismatique Belge 1876, pp. 312-313.

— «Médailles de Carlos VII prétendant d’Espagne», Revue de Numismatique Belge 1875, pp. 90-92.

El Estandarte Real. Barcelona, 1889-1892.Gaceta del Real de Oñate. Oñate, 1834.Gaceta Oficial [Carlista o de Oñate]. Oñate,

1835-1837.Gaceta Real de Navarra.grávalos gonzález, Luis y José Luis calvo

pérez. Condecoraciones militares españolas. Madrid : San Martín, 1988.

hernando, Francisco. Recuerdos de la Guerra Civil : la campaña Carlista (1872 á 1876). Paris : A. Roger y Chernoviz, 1877.

Historia militar del siglo XIX en el País Vasco. En http://zm.gipuzkoakultura.net

Album histórico del Carlismo 1833–1933-35. Centenario del Tradicionalismo Español.

El Joven Observador. 1837.lizarza inda, Francisco Javier de. «Generales, je-

fes, oficiales, y suboficiales que mandando ter-cios de requetés y combatientes de los mis-mos, ganaron Medallas Militares Individuales en la guerra de 1936, hasta un total de 56», Aportes 24 (marzo 1994), pp. 79-114.

— «Medallas Militares Colectivas a unidades de requetés», Aportes 25 (jun. 1994), pp. 91-131.

— «Medallas Militares de requetés en la gue-rra de 1936-1939 : adenda», Aportes 26 (dic. 1994), pp. 77-90.

— «La 8.ª Compañía del Requeté de Álava, “la mas condecorada”», Aportes 40 (2/1999), pp. 117-126.

pérez guerra, José Manuel. Órdenes y Conde-coraciones de España, 1800-1975. Zaragoza : Hermanos Guerra, 2000.

polo y peyrolón, Manuel (comp.). Autógrafos de Don Carlos : manifiestos, proclamas, alo-cuciones, cartas y otros documentos del Au-gusto Sr. Duque de Madrid que han visto la luz desde 1868 hasta la fecha. Valencia : Tip. Moderna, 1900.

prieto barrio, Antonio. Diccionario de cintas de recompensas españolas (desde 1700). Madrid : Ministerio de Defensa, Secretaría General Técnica, 2001.

Medallas sin iden-tificar [Colección Jaime Giménez la primera y Manuel Martínez Fauste las otras dos].

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49APORTES 72, XXV (1/2010), pp. 17-50

- Compendio legislativo de Órdenes, Medallas y Condecoraciones. Madrid : autor, 2000, ed. rev. [CD].

El Restaurador catalán. 1837.Existen otras publicaciones tituladas carlistas

pero que apenas traen noticias de interés para esta temática. No obstante relacionamos al-gunas de ellas por si los improbables lectores desearan profundizar en la materia: La Leal-tad Navarra (1888-1897), El Porvenir (1905-¿1918?), Lo Crit d’Espanya (1890-¿?), El Rayo (1871-¿?), La reconquista (1907-¿?)…

aGraDeCiMientoSEs imprescindible citar y agradecer de manera especial a las siguientes personas su ayuda y co-laboración: Jaume Boguñá Morraja, quien ha

aportado numerosos y valiosos comentarios, así como piezas de su colección, incluso inéditas y no referenciadas en otros libros, para ilustrar este trabajo; Francisco Conde (Museo San Telmo, Donostia Kultura); Marian Álvarez (Euskal Mu-seoa, Bilbao); B. Kruse, por sus aportaciones so-bre August Karl von Goeben, quien ha autori-zado a incluir imágenes y documentos inéditos relativos a las condecoraciones recibidas; Jesús Martín, Manuel Martínez Fauste e Isidre Rius, por la importante y valiosa documentación grá-fica y escrita proporcionada para completar esta investigación. La siempre importante ayuda de las colecciones de Carlos Lozano Liarte y José Luis Arellano. Sin olvidar el impulso propor-cionado para la publicación de estas líneas por parte de Íñigo Pérez de Rada.

(1) Sirvan de ejemplo las siguientes:  ■ Publicadas en la Gaceta Oficial 47 (24 de marzo

de 1836), en premio a las acciones del 26 de abril en las alturas de Linzuain, se proponen entre otras dos cruces de San Fernando de primera clase.

  ■ Publicadas en la Gaceta Oficial 62 (27 de mayo de 1836), en premio a las acciones del 26 de abril en Esain y Tirapegi, y a las del 5 de mayo en la línea de San Sebastián: Cruz de San Fernando de primera clase y Cruz de Isabel la Católica.

  ■ Publicada en la Gaceta Oficial 64 (3 de junio de 1836): Gran Cruz de la Orden de Carlos III.

  ■ Publicada en el Suplemento de la Gaceta Oficial 94 (16 de septiembre de 1836): algunas gracias a los soldados, sargentos, oficiales y jefes de la Divi-sión guipuzcoana en testimonio de lo satisfecho que se halla de la disciplina, valor y lealtad de tan decidido ejército; así como del celo del coman-dante general, al cual se ha servido nombrarle Gran Cruz de la Real Orden de Isabel la Católica.

■ Publicadas en la Gaceta Oficial 111 (15 de noviem-bre de 1836), en premio a la constancia y decisión de algunos individuos que entraron en Cataluña: Cruz de San Fernando de primera clase.

(2) La orden de 8 de mayo de 1836 (Gaceta 58, de 3 de mayo) prorrogó quince días, contados desde su publicación, el plazo para que se dieran curso a las solicitudes.

(3) Parece que no llegó a existir.(4) A pesar de la detallada descripción y datos aportados,

no hay constancia de su existencia.(5) Se desconocen más datos sobre su descripción y

diseño.(6) Propuesta por el general José Uranga y Azcune, no hay

constancia que el rey refrendara este real decreto, por lo que se considera dudosa la existencia de la misma.

(7) Alfonso bullón de mendoza y gómez de valugera, La Primera Guerra Carlista (Tesis). Universidad Com-plutense de Madrid., Facultad de Geografía e Histo-

ria, Departamento de Historia Contemporánea, 1991. Archivo General de Guipúzcoa y Biblioteca de la Dipu-tación de Guipúzcoa, sesión del 20 de noviembre de 1838.

(8) August Karl von goeben, Vier Jahre in Spanien : Die Carlisten, ihre Erhebung, ihr Kampf und ihr Unter-gang : Skizzen und Erinnerungen aus dem Bürgerkriege, Hannover : Hahn‘schen Höfbuchhandlung, 1841. Sólo después de la publicación de esta obra pudo reincorporarse al Ejército del Rey de Prusia con el grado de alférez, donde comenzó impartiendo clases de guerrillas. Fue el embajador plenipotenciario del Imperio alemán en la boda de Alfonso XII, y le fue concedido el Collar de la Orden de Carlos III en 1878. Solicitó incorporarse como observador en la guerra de Marruecos en 1860, participando en la carga de Tetuán. Participó en las guerras franco-pru-sianas, ascendiendo en 1866 a teniente general. Posi-blemente, esta recompensa sea la que von Goeben afirma en sus memorias le fue entregada por Carlos V en ocasión de una visita que le realizó en el exilio.

(9) hernando, op. cit., 1877, p. 229. La toma de Berga fue el 27 de Marzo; causó a los republicanos gran espanto y a los carlistas gran alegría. Era la primera victoria de tanta importancia que conseguían, y para conmemorarla hizo Don Carlos acuñar una medalla con la inscripción siguiente: Berga por Carlos VII, 27 de marzo de 1873.

(10) El Estandarte Real 4 (julio 1889).(11) Crusafont señala el anverso y reverso al contrario de

como se hace en el texto.(12) polo y peyrolón, Manuel (comp.), Autógrafos de

Don Carlos, Valencia : Tip. Moderna, 1900, pp. 106-107, autógrafo nº LXXVI.

(13) hernando, op. cit., 1877, pp. 110-111. Carlos VII, para perpetuar la importante victoria de Monteju-rra, mandó se creara una medalla para uso de todos los que habían tomado parte en ella, y encargó a su dibujante de campaña, don León Abadías, que

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le presentase el modelo, en el que, como reconoci-miento a la Santísima Virgen, debía mencionarse que la victoria se había obtenido el día de su Patrocinio. Tiene forma de cruz de brazos iguales, con corona de laurel en superior, centro circular y flores de lis en los entrebrazos. El reverso es liso, y en el anverso lleva en el centro la inscripción orlada 7, 8, 9 / noviembre / 1873, y orlada la inscripción patrocinio de la sma virgen. Sobre los brazos laterales de la cruz y el supe-rior, figura repartido el lema dios, patria, rey.

(14) Santos García larragueta, «La diplomática y las fuen-tes de la historia contemporánea» en Estudios de historia moderna y contemporánea : homenaje a Federico Suárez Verdeguer, Madrid : Rialp, 1991, pp. 173-186 [181].

(15) Archivo Histórico Nacional, Archivo Carlista Borbón Parma, Correspondencia de la Tercera Guerra Carlista, 1874-1875, c. 115, exp. 4.

(16) polo, op. cit., pp. 151-152, autógrafo número XCVIII; como se puede comprobar este decreto no es exacta-mente el mismo publicado en El Estandarte. Hace-mos notar que esta medalla es habitualmente cono-cida como Medalla de Somorrostro.

(17) El Estandarte Católico-Monárquico 43 (20 de sep-tiembre de 1874).

(18) polo, op. cit., p. 155, autógrafo número CI.(19) Existe también en oro y esmaltes, como la que puede

verse en este trabajo.(20) El Estandarte Real 32 (noviembre de 1891).(21) Enrique samaniego arrillaga, «Nacimiento de la

Cruz Roja : primera actuación en España : Guerra Car-lista 1872-1876», Gaceta médica de Bilbao 101 (2004), pp. 105-110, reproducido en línea en Gaceta médica de Bilbao, <http://www.gacetamedicabilbao.org/web/pdfdownload.php?doi=040024es> [11 de mayo de 2009]. Consecuencia de la intransigencia en aplicar el espíritu benéfico de la Cruz Roja y la Convención de Ginebra por parte del general Nouvilas, sustituto de Pavía, quien para indultar a los heridos obligaba a soli-citarlo, exigiendo renegar de su condición de carlistas, produjo una inmediata reacción de indignación entre los carlistas; consideraron que la Asociación Cruz Roja era un mero instrumento para favorecer la deserción de su gente y el 8 de agosto de 1873 se promulgó la orden de su disolución en el territorio dominado por ellos. Las ambulancias de la Cruz Roja, que en alguna ocasión se decidieron a pasar la línea de fuego, fueron tiroteadas. En definitiva, una vez más, se agravaron las condiciones de la guerra. Por ello, en el verano de 1873 la reina Margarita fundó una organización paralela y diferente a la Cruz Roja, que se llamó La Caridad y que en la práctica constituyó el Cuerpo de Sanidad Militar del ejército carlista. Empezó a funcionar a pri-meros de 1874 en Pau.

(22) polo, op. cit., p. 154, autógrafo número CII.(23) María Eulalia parés y puntas, «La sanidad en el Par-

tido Carlista : (Primera y Tercera Guerras Carlistas)» Medicina e Historia 68 (mayo de 1977), pp. 11-26, reproducido en línea en Fundació Uriach 1838, <http://www.fu1838.org/pdf/68-2.pdf>. Por inicia-tiva y bajo la dirección de la reina doña Margarita en diciembre de 1873 se fundó la asociación cató-lica para la asistencia de heridos La Caridad, si bien no empezó a funcionar hasta los primeros días de 1874, en que ya dispuso de ambulancias. Según su Reglamento, la dirección corría a cargo de una Junta presidida por aquella reina. Antonio pirala, Historia

contemporánea : anales desde 1843 hasta la conclusión de la actual guerra civil, Madrid : Imp-Manuel Tello, 1875-1879; cit. por Antonio brea, Campaña del Norte de 1873 á 1876, Barcelona : Imp. de la Hor-miga de Oro, 1897, pp. 22-23. Doña Margarita quería hacer que la caridad, además de virtud, fuera un deber y una institución, a la que consagraba toda su existencia, debiendo consagrarla también los que la ayudasen. Sabía, sin duda, aquella señora lo que sig-nificaba la Orden de la Caridad Cristiana establecida en Francia por Enrique III para los soldados estropea-dos en servicio del Estado, y las demás órdenes para ejercer la caridad, y quería que en nada desmereciese a las más santas la que ella fundaba, enseñando a todos con el ejemplo.

(24) El Estandarte Real 21 (diciembre 1890).(25) La Correspondencia de España (13 de septiembre de

1910): «Los jóvenes carlistas empiezan a ostentar en los actos públicos un distintivo, que consiste en una medalla de bronce con el busto de D. Jaime y el lema “Dios, Patria y Rey”, pendiente de una cinta con los colo-res nacionales. En el acto del traslado de los restos del comandante Fortea eran muchos los que la ostentaban».

(26) En campo de plata, un roble de copa verde con el tronco recto y sin nudos sobre la tierra, de color siena (tronco y tierra), y en su copa tres cabos de la cruz de color blanco; dos lobos de sable pasantes al tronco.

(27) Cuya traducción sería: «Memorable recuerdo a mis vascongados».

(28) Como Grandes Maestres han actuado los sucesores de Jaime III, Alfonso Carlos I (de Borbón y Austria de Este) y Javier I (Francisco Javier de Borbón Parma y Braganza). A la muerte de éste en 1977 se prolonga la disputa producida en los años anteriores entre sus dos hijos varones, Carlos Hugo y Sixto Enrique (de Borbón Parma y Borbón-Busset). Ambos han conce-dido Cruces de la Legitimidad Proscrita, distinguién-dose Sixto Enrique de Borbón por su gran cautela, que le ha hecho limitar tal distinción a casos en que los receptores ostentaban méritos sobresalientes.

El Capítulo General de la Real Orden de la Legi-timidad Proscrita sólo se ha reunido una vez en su historia y fue en el exilio, bajo el reinado de Javier I, en Lisboa el mes de diciembre de 1967. No se trata de una orden en desuso o derogada, puesto que hay constancia de concesiones en los últimos años, la última de ellas en enero de 2009.

(29) Memoria del Hospital Alfonso Carlos de Pamplona, Tolosa : Talleres de Labarde y Labayen, ¿1936?. El Hospital Alfonso Carlos se fundó por mediación de la Junta Carlista de Navarra y gracias al apoyo prestado por el general Mola y autoridades de Sanidad Militar. Su director fue Víctor Martines. Fue abierto el 21 de octubre de 1936 y cerrado el 1 de mayo de 1939, pasando por sus salas treinta y tres mil soldados.

(30) Moneda de la época de Alfonso XII. Además de pulir el anverso para grabar lo descrito, el escudo del reverso lleva limado el escusón central de las lises.

(31) La Vanguardia Española (16 de enero de 1945), p. 16.(32) El Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montse-

rrat fue una de las numerosas Milicias Carlistas que se encuadraron en el Ejército Nacional durante la Guerra Civil de 1936-1939, pero con la peculiaridad distintiva de estar constituida casi exclusivamente por catalanes evadidos de la zona controlada por el gobierno del Frente Popular.

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En este trabajo expondremos los jalones más relevantes de la historia de la Jurisdicción Ecle-siástica Castrense en la España contemporánea; una historia semidesconocida para el gran pú-blico. Esta jurisdicción implica el ejercicio de una potestad de la Iglesia en el ámbito militar, por lo que deberemos tener también presente

su vertiente jurídica, en el sentido normativo y organizativo del término. La visión va a ser muy panorámica, por imposición lógica del es-pacio disponible. Nos remontaremos hasta los orígenes de la Jurisdicción Castrense en la Edad Media y Moderna, y después profundizaremos en la época contemporánea aunque, muy a

Licenciado en Derecho por la Universidad de Valladolid, pertenece al Cuerpo Superior de Ad-

ministradores de la Junta de Castilla y León desde 1994. Doctor en Historia por la Universidad

CEU San Pablo, es autor de diversos trabajos y publicaciones de índole jurídica e historiográfica.

Entre otros, La Reforma silenciada : una propuesta de reforma de la Constitución Española de

1978 y el trabajo de investigación «El Servicio Religioso en la Campaña de Rusia», que obtuvo

un accésit en el Premio Ejército 2008. Colabora en publicaciones como Arbil, Ares Enyalus o

Ahora-Información.

Apuntes histórico-jurídicos sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense

Pablo Sagarra Renedo

RESUMEN

El ejercicio de la Jurisdicción Eclesiástica en el seno del Ejército corres-ponde a los capellanes castrenses, que han existido como tales a partir de su consolidación en los Tercios de los siglos XVI y XVII. La historia con mayúsculas de este gran desconocido de nuestras Fuerzas Arma-das que es el Cuerpo Eclesiástico está aún por escribir. Salvo el Ejército Popular de la Segunda República, por motivos obvios, todos los ejérci-tos de España —incluidos por supuesto los carlistas en las guerras civi-les del XIX— han contado con capellanes. Como quiera que esta juris-dicción conlleva el ejercicio de una potestad de la Iglesia en el ámbito militar, el presente artículo no olvida su vertiente jurídica, en el sentido normativo y organizativo del término.

PALABRAS CLAVE

Capellanes - Jurisdicción Eclesiástica Castrense - Servicio religioso - Ejército.

SUMMARY

The exercise of the Ecclesiastic Jurisdiction in the Army corresponds to the military chaplains, who have existed like such from his consolida-tion in the Tercios of the XVIth and XVIIth Century. The great history of this stranger of our Armed Forces who is the Ecclesiastic Corps is still for writing. Except the Popular Army of the Second Republic, for obviou s motives, all the armies of Spain —included certainly the Car-lists in the civil wars of the XIX— have possessed chaplains. Since this jurisdiction imply the exercise of a authority of the Church in the mili-tary area, this article doesn’t forget his juridical slope, in the normative and organizational sense of the term.

KEY WORDS

Army - Chaplains - Ecclesiastic Military Jurisdiction - Religious Ser-vice.

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nuestro pesar, habremos de sobrevolar muchas cuestiones apasionantes, cuyo análisis dejamos para mejor ocasión, en especial en relación con las actuaciones concretas de la capellanía mili-tar en los conflictos en los que han participado las armas españolas en los dos últimos siglos.

Como en cualquier otro trabajo científico, con-viene precisar con antelación algunos puntos fundamentales, ciertos primeros principios, que nos ayudarán a entender mejor su contenido.

Como punto de partida debe valorarse el ca-rácter sobrenatural y humano-material de la Iglesia Católica. Esta dualidad, por así decir, re-sulta asumible por todo historiador, por muy cartesiano que sea y al margen de su posicio-namiento personal frente al hecho religioso. El conocimiento propio de la razón natural no ex-cluye el proveniente de la Revelación. Es una verdad básica que no debe escocer a nadie. La Iglesia es una realidad sobrenatural, misteriosa; es el Pueblo de Dios, formado por las personas que creen en su Hijo, Jesús, y se comprometen a seguir sus mandamientos y su doctrina. Pero también la Iglesia, en su vertiente humana, es una institución inserta en las realidades tempo-rales, protagonista de la historia, cuya cabeza visible es un Estado, el Vaticano, la Santa Sede. Su pastor primero es el Papa, vicario de Cristo, que ejerce su tarea en comunión con los obis-pos. La Iglesia está integrada por la jerarquía y por el clero, y por los fieles que actúan insertos en la cultura de su tiempo.

La misión de la Iglesia no es otra que llevar el mensaje del Evangelio a los confines de la tierra para que todos los hombres lo conozcan y se sal-ven. Esta misión se llama apostolado. Cuando la ejerce la Iglesia como institución suele denomi-narse, en sentido lato, pastoral que, adaptada a las circunstancias de tiempo y lugar de los hombres, puede ser de índole rural, familiar, juvenil, para los intelectuales, los inmigrantes, penitenciaria..., o la que a nosotros compete aquí, la pastoral cas-trense. La santidad es posible en el Ejército, y ahí están muchos santos relacionados con la milicia —de una u otra forma— y reconocidos por la Iglesia. Algunos son universales como San Jorge, San Cristóbal, San Martín…, y otros son patro-nos de diversas naciones: San Nicolás de Flüe de

Suiza, San Casimiro de Polonia, San Enrique en Alemania o Santa Juana de Arco de Francia. En-tre los santos jesuitas destacan por su carrera de las armas antes de entrar en religión el capitán converso Íñigo de Loyola, fundador de la Com-pañía de Jesús, y San Luis Gonzaga. Más cercano a nosotros es el italiano Padre Pío, modelo de caridad, que fue llamado a filas durante la Gran Guerra y tuvo que bregar entre militares. Entre otras obras que entrelazan la religión y la milicia, véase por ejemplo, de Miguel Alonso Baquer, La religiosidad y el combate, un ensayo profundo en el que su autor traza el camino que conduce al militar —a todo hombre, por naturaleza abierto (y deseoso) a la Trascendencia—, y a la vida mili-tar, a colocarse en el centro del Cristianismo, Je-sucristo. Alonso Baquer llega a concebir, con gran agudeza, al Ejército como una criatura de Dios, cáliz de renuncias, dotada de un estilo y un espí-ritu propio —eminentemente de raíz religiosa— y como una auténtica comunidad de cristianos dotada de sus sacerdotes. La razón, pues, de exis-tir de los capellanes militares no sería otra que su doble misión: la de conductores del culto a Dios y la de administradores del servicio religioso cas-trense (1).

La pastoral castrense nada tiene que ver con un afán eclesiástico por lo bélico, sino todo lo contrario. Y sin que proceda hacer ahora valo-raciones históricas sobre el uso de la violencia por parte de los cristianos, baste reconocer que no ha hollado ni hollará jamás la Tierra nadie tan pacífico, tan manso y tan humilde como Jesucristo, el Hombre-Dios que fundó la Igle-sia. Ésta, por ser una institución razonable y humana, y por ser portadora del mensaje de Cristo, rechaza de plano al monstruo infernal de la guerra, maligno en sí mismo y por sus consecuencias. Y entre otros motivos, existe la pastoral castrense para aliviar los sufrimientos derivados de aquélla. El mismo Concilio Vati-cano II habla en el Decreto Christus Dominus de la especial solicitud que se debe tener por el cuidado espiritual de los soldados, y de hecho, en casi todos los ejércitos del mundo, de una u otra forma, existe un servicio religioso y cape-llanes encuadrados en el mismo (2).

La Jurisdicción Eclesiástica Castrense, como su propio nombre indica, tiene una vertiente

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doble: eclesiástica, porque pertenece al ám-bito eclesial y responde al derecho que tiene la Iglesia para poder desarrollar su pastoral con cualquier hombre o mujer; y castrense, porque sus destinatarios han escogido por grado, o por obligación durante años en España, la carrera de las armas y mantienen, en estas circunstan-cias, los derechos a disfrutar de ayuda sacerdo-tal y a seguir viviendo su fe religiosa. Por consi-guiente, la Jurisdicción Castrense, al extenderse sobre personas con independencia del territo-rio, es una jurisdicción personal. A su vez, al pertenecer los fieles militares a una institución estatal, el Ejército, secularmente se ha visto ló-gico que esta Jurisdicción opere a través de un ente inserto en la estructura de aquél. Durante cientos de años, y por lo que a España se re-fiere, y al igual que en la mayoría de los países de tradición católica, se ha usado para la Juris-dicción Castrense esta fórmula de integración orgánica en la estructura militar de sacerdotes especializados en la pastoral castrense que, ne-cesariamente, forman un Cuerpo específico, militar y eclesiástico a la vez: el conocido como Cuerpo Eclesiástico.

A diferencia del mundo anglosajón, en el que existe una abundante y pujante bibliografía, el interés sobre la cuestión de la comunidad cien-tífica española universitaria, o de los literatos españoles, es prácticamente nulo. La atención que la propia capellanía militar española se ha dedicado a sí misma deja mucho que desear. Últimamente, en determinadas universidades españolas y en el campo de las disciplinas jurí-dicas —Derecho Canónico y en menor medida el Derecho Eclesiástico del Estado— descue-llan diversos estudios sobre el estatuto jurídico-canónico del clero castrense, así como sobre la Jurisdicción Eclesiástica Castrense. Estudios, por otra parte, frecuentemente asociados a la Jurisdicción Eclesiástica Palatina. En las déca-das de los 80 y de los 90 del pasado siglo, con base en los cambios introducidos por la Cons-titución de 1978, sobresale una mayor preocu-pación académica por la asistencia religiosa en los Ejércitos, que alcanza en tono menor al De-recho Militar a raíz de algunos pronunciamien-tos jurisprudenciales. Ello es así porque la re-gulación jurídica de la asistencia espiritual a las tropas ha sido, desde la época del regalismo del

siglo XVIII hasta la actualidad, uno de los caba-llos de batalla en las relaciones entre la Iglesia y el Estado español. Además existen diversas pu-blicaciones sobre la materia canónico-castrense que abordan temas relativos a la normativa, li-turgia, manuales, reglamentos, etc., y que han sido editadas por capellanes o por el Vicariato o Arzobispado Castrense. Pero en cambio, en el ámbito historiográfico, los estudios son prác-ticamente inexistentes, fuera de algunos libros de índole autobiográfica escritos por contados capellanes militares y de un par de monografías específicas de cierto peso, amén de referencias aquí y acullá.

EDAD MEDiALa razón de ser y las raíces históricas de la Ju-risdicción Eclesiástica Castrense son tan anti-guas como las del propio Ejército español. Ya en el Medioevo había sacerdotes que asistían a las tropas, aunque lo hacían sin un encua-dramiento orgánico ni reglado. La historia de aquellos años está llena de datos que confirman la presencia de sacerdotes entre los soldados, y todos los reyes cristianos procuraron que así fuera. Junto a Alfonso VIII, en la decisiva bata-lla de las Navas de Tolosa, estuvo el arzobispo de Toledo. San Fernando III, monarca de Cas-tilla y de León, iba en campaña acompañado de sus capellanes. En su Cuartel General, ante la imagen de la Virgen —la Virgen de «los Re-yes» que se venera en la Giralda—, tenían lu-gar solemnes actos de culto. Entre otros cons-picuos clérigos que acompañaron al Santo Rey en la reconquista de la plaza de Sevilla estaban San Pedro Nolasco, fundador de la Orden de la

Sepultura de mon-señor Francisco López Borricón, obispo de Mondo-ñedo y segundo Vicario Castrense carlista en la I Guerra.

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El cura Jerónimo Merino, prototipo de sacerdote tra-bucaire español, combatiente en la Guerra de la Independencia, contra la Revolu-ción de Riego y en la I Guerra Carlista, murió exiliado en Alençón (Francia), el 12 de noviembre de 1844, a la edad de 75 años.

Merced, San Pedro González Telmo y el beato Domingo, compañero éste de Santo Domingo de Guzmán. Con carácter general, una vez ter-minadas las campañas y como quiera que las tropas quedaban licenciadas, sus sacerdotes volvían a sus anteriores destinos o se reintegra-ban a sus conventos o monasterios.

Quizás, el símbolo por antonomasia de la reli-giosidad militar de la época lo constituyan las Órdenes Militares. Cada una con sus peculiari-dades, en cuanto a origen y desarrollo, acaban fundiendo en una sola persona al caballero y al religioso, al militar y al monje. Surgieron en el siglo XII con el objeto de hacer permanente el espíritu de las Cruzadas. El territorio hispano bajomedieval resultó fértil para la gestación de alguna de ellas: Calatrava, Alcántara y Santiago. Las tres se convirtieron, frente al Islam, en pa-lancas insustituibles de la Reconquista militar, poblacional, cultural y religiosa. La de Cala-trava tenía como filial a la de Alcántara y ambas se caracterizan por su tradición benedictino-cisterciense y su mayor componente eclesiás-tico. Calatrava se rige por la Regla de San Be-nito y las Constituciones del Císter, adaptadas a la milicia, y sus freires, sujetos a los votos de pobreza, castidad y obediencia, se comprome-tían a defender con las armas a la Cristiandad. Mientras, en la Orden de Santiago, de inspira-ción agustiniana y de origen secular, sus caba-lleros sí podían contraer matrimonio. Es nota-ble, por último, a los efectos de la conciliación entre milicia y santidad, que el fundador de la orden más antigua entre las españolas, la de

Calatrava, Raimundo abad, cisterciense de Fi-tero, haya sido elevado a los altares como mo-delo de «monje de cuerpo entero, soldado de pelo en pecho», en palabras de José M.ª García Lahiguera (3).

En Europa, tras la caída de Constantinopla en 1453, destaca la figura de San Juan de Capis-trano, que predicó la Cruzada y acompañó a las tropas cristianas que detuvieron al Turco, salvando Hungría y los Balcanes de las hues-tes de Mohamed II. De ahí procede su patro-nazgo universal sobre los capellanes castrenses promovido por Juan Pablo II —en España es copatrona de la Jurisdicción Castrense la Inma-culada Concepción—. Este franciscano jamás esgrimió otras armas que las espirituales: «él y sus frailes celebraban a diario la Misa, predica-ban, y los combatientes cristianos, en gran nú-mero, recibían los Sacramentos» (4).

SigLO XViLa progresiva profesionalización de la milicia provoca la aparición del genuino sacerdote cas-trense. El soldado permanente, en su condición de fiel católico, vive habitualmente separado de su diócesis, y no por ello deja de requerir asis-tencia espiritual. El emperador Carlos V, fautor de los Tercios, unidades de choque desperdiga-das por medio mundo, promueve la introduc-ción de capellanes en los mismos. En 1534, en Flandes, se asignan sacerdotes a los Tercios de Infantería, así como dos años más tarde en los Tercios del Virreinato de Nápoles. En virtud de diversas ordenanzas, habrá un Capellán Mayor acompañando al Maestre de Campo del Ter-cio, y otros más por cada una de las compañías de 300 picas. Estos curas eran contratados por los mismos jefes y hacían vida en el Tercio, si-guiéndolo a todas partes. No estaban adscritos a una organización o jurisdicción eclesiástica peculiar de tipo militar, puesto que dependían del obispo (ordinario) del lugar ocupado por las tropas.

La presencia de sacerdotes y de religiosos en los buques españoles que hacían la ruta hacia Ultramar data del segundo viaje colombino. En el Puerto de Santa María, fondeadero princi-pal de la Armada española en el invierno, surge un hospital para marineros enfermos y en él

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una capilla a cargo de D. Diego de Ojeda, que puede ser considerado el primer capellán de la Armada española. Por medio de dos bulas de San Pío V del 19 de marzo de 1569 y del 27 de enero de 1570 en época de Juan de Austria se configura la existencia del Capellán Mayor de la Armada —el primero fue el inquisidor gene-ral Jerónimo Manrique— y de sendos capella-nes en cada una de las galeras reales. Arrecia el impulso de la Casa de Austria para dotar a sus tropas de capellanes, lo que obliga a la Santa Sede a dictar diversos Breves Pontificios. Por medio de éstos, tales sacerdotes reciben cier-tas facultades que les distinguen del resto del clero. En tiempos de Felipe III, con cobertura pontificia, entre otros ordinarios, San Juan de Ribera, patriarca de Valencia, y los arzobispos de Cambrai y de Malinas, en Flandes, en con-cordancia con la Corona, y con el objetivo de atender a las unidades de infantería instaladas en sus respectivos arzobispados, comienzan a designar capellanes con una jurisdicción es-pecial, exenta en parte respecto de su propia jurisdicción común. Por otro lado, se extiende también una gran preocupación por la salud es-piritual de las tropas, proliferando diversos tra-tados en los que se hace hincapié en las condi-ciones del «buen soldado católico». La historia del vicariato castrense español, el más antiguo del mundo, ha echado a andar (5).

SigLO XViiEn esta centuria Felipe IV solicita a la Santa Sede la creación formal de una institución ecle-siástica militar independiente de los ordinarios, confiando a los jesuitas la formación religiosa de los capellanes castrenses. Éstos, según las Ordenanzas Militares aprobadas en 1622, de-bían estar presentes en cada una de las doce compañías que componían un Tercio de Infan-tería, así como, según las «Ordenanzas del Buen Gobierno de la Armada del Mar Océano», de 1633, en cada uno de los galeones de línea de la Armada siendo responsables, a mayores del servicio pastoral a bordo, del cuidado de las dietas de los enfermos y de las medicinas. Por el bien de las almas Roma toma cartas en el asunto en orden a ir creando una jurisdicción especializada para militares que nace, en pu-ridad jurídico-canónica, con el Breve de Ino-cencio X Cum sicut Majestatis Tuae, dictado el

26 de septiembre de 1645. Por medio de él, la Autoridad Apostólica concede a los vicarios del Ejército jurisdicción específica sobre los cape-llanes —en quienes delegan sus facultades— y fieles militares que estuvieran fuera de sus respectivas diócesis, y por el tiempo que du-ren las guerras. La jurisdicción es muy amplia, quedando fuera de ella pocos actos pastorales, caso de la absolución de determinados pecados como la herejía y el de lesa majestad.

Si hay preocupación por la salud espiritual de los soldados, también la hay por la de los capellanes, como así resalta el hispano-flamenco P. Benito Remigio Noydens, capellán castrense, originario de la Orden de los Clérigos Menores. En sus ge-nuinas Decisiones prácticas y morales para curas, confesores y capellanes de los ejércitos y armadas van a la par su exaltación por la flota naval, la caballería y la infantería de los Austrias con la menudencia, el rigor y el elevado espíritu, prác-tico y doctrinal, que exige para los capellanes militares españoles en Europa y en Ultramar: «son pastores de tantas ovejas y en lo espiritual son su cabeza y los que han de regir sus almas al servicio de Dios. Y si tal vez (lo que no per-mita Dios) todos desde el menor hasta el mayor del tercio o de un navío están enfermos, flacos, y aun llagados de culpas y pecados, miren y remi-ren sus cabezas, que no se les haya entrado en el alma la lepra por la cabeza». Deben formar a su gente y dar ejemplo:

«procuren con muchas veras que sus ac-ciones todas, así personales como las que dependen de su oficio y ministerio, sean niveladas según el arancel del Concilio de Trento […] el vestido sea siempre lim-pio y aseado; si estuvieren de invernada en tierra han de traerlo largo, grave y re-verente; si navegando y a bordo, su há-bito corto y negro […] mal parece un sa-cerdote en el altar con el cabello largo y muy peinado, etc., que cuanto a un seglar es de galán aseo es a un clérigo de escan-dalosa compostura […] los mayores ami-gos de que se deben preciar son los libros, y así, habiendo cumplido con la obliga-ción de las horas canónicas, del breviario, y dicho su misa, gasten el tiempo en es-tudiar y leer buenos libros» (6).

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SigLO XViiiEn este siglo la Jurisdicción Castrense se con-forma definitivamente mediante Breves Pon-tificios que se irán renovando cada siete años. Sus facultades, sus privilegios, su fuero propio, sus derechos, son real y verdaderamente ponti-ficios, y su personal, su clero, puede decirse que sin titularse clero pontificio, lo es tanto como el clero de la diócesis de Roma que preside el Papa como obispo y pastor propio de ella. Esta es una característica constante y secular en la jurisdicción castrense española. Las armas pa-trias se batirán en muchos frentes y muchos es-cenarios navales y terrestres, y estarán siempre acompañadas de capellanes propios que tam-bién ejercerán su ministerio en las unidades de guarnición.

Al comienzo de la centuria se crea el Vicariato General Castrense, único para todas las fuerzas militares españolas, incluida la Armada. Su pri-mer titular es monseñor Carlos de Borja-Cen-telles y Ponce de León, arzobispo de Trapezus. Según prescribían las Reales Ordenanzas Mi-

litares de 14 de junio de 1716, los coroneles de los Regimientos o Cuerpos —y los coman-dantes generales de los Departamentos de la Armada— eran los responsables de buscar y nombrar capellanes «de acreditada conducta, prudencia, literatura, honrado nacimiento y de-más buenas circunstancias que convienen a la dirección espiritual», quedando excluidos los frailes, salvo en los regimientos con personal extranjero. No había todavía un Cuerpo Ecle-siástico tal y como lo entendemos hoy en día, pero en este período se ponen las bases para tiempos posteriores. El cura secular que qui-siere ingresar en el Ejército «antes de figurar en las revistas de comisario» y de recibir el placet del Vicariato y del coronel del Regimiento res-pectivo, debía contar con la autorización de su ordinario y pasar un examen ad curam anima-rum, es decir, de idoneidad pastoral. En dichas Ordenanzas, entre muchas otras instrucciones prácticas pastorales, se establece la llevanza de los libros parroquiales castrenses sacramentales —donde se efectuarán inscripciones similares a las de las parroquias territoriales—, así como la responsabilidad de la formación doctrinal de la tropa y de sus familias: «así en guarnición como en cuartel, dispondrá el Coronel o Comandante del Regimiento que una vez en cada mes, y con más frecuencia en la Cuaresma, expliquen los capellanes la doctrina cristiana y reprendan los vicios en el cuartel […]» (7).

El año 1736 es decisivo. Mediante el Breve Quoniam in exercitibus de Clemente XII se establece la institución del Capellán Mayor, a quien se le otorgan todas las facultades que antes tenían los vicarios, y se amplía y se ex-tiende su jurisdicción sobre los militares y sus familias a todo tiempo, en guerra y paz. En el seno del Ejército se formaliza ya un verdadero Cuerpo Eclesiástico cuyos miembros depen-den, a efectos prácticos, del subdelegado cas-trense que ostenta el empleo de teniente vica-rio. Habrá uno de éstos en cada Departamento que coordine las capellanías de los regimien-tos, castillos y unidades de tropas auxiliares. Se levanta la prohibición al clero regular, incluso a los miembros de las órdenes mendicantes, para ingresar en las Fuerzas Armadas. Tam-bién, entre otros efectos beneficiosos, merece especial atención la incorporación definitiva de

Capellán militar. Arma de Infantería. 1853.

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los capellanes de la Armada al Vicariato Gene-ral, que sólo durante las guerras de Sucesión y con Portugal habían compartido jurisdicción con los capellanes del Ejército. Así se solven-tan los problemas canónicos que se generali-zaron para los capellanes de la Armada tras la paz de Utrech de 1713 (y la de Portugal en 1715), que supuso el volver a quedar bajo la autoridad de los obispos ordinarios. También se crean, por consiguiente, Tenencias Vicarías en cada Departamento Marítimo que permiten reorganizar y mejorar el servicio eclesiástico en la Armada. Además, con el Breve de Clemente XII se regularizan las particularidades en or-den a celebrar la Eucaristía y administrar los sacramentos, adaptándolos a las circunstancias bélicas en las que se desenvuelven las tropas españolas, a veces en territorios de infieles o de herejes. Comienzan pues a arraigar y a incor-porarse a la normativa militar y eclesiástico-castrense ciertas prácticas que acabarán siendo, con el paso del tiempo, prerrogativas invetera-das de la Jurisdicción Castrense y que se ex-tienden hasta bien entrado el siglo XX: aparte de la jurisdicción propia sobre el conocimiento de los delitos o faltas cometidos por los cape-llanes militares, la posibilidad que disfrutan és-tos de binar y de celebrar misas de campaña al raso y bajo tierra; gallofa propia; dispensas en materia de ayunos cuaresmales e indulgencias especiales para las tropas en campaña o fuera de ella —la vida militar es muy ardua de por sí y la salud y robustez de los soldados lo re-quiere…—; privilegios a la hora de poder cele-brar misas de difuntos o de celebrar misa entre herejes o excomulgados; la facilidad para ves-tir traje de seglar en determinados países, en el caso de los capellanes de galeras, etc. (8).

El Concordato de 1753, reinando Fernando VI, y la reorganización militar de Carlos III reorien-tan esta Jurisdicción. Los dos capellanes mayo-res, uno para el Ejército y otro para la Armada, se refunden en uno solo por medio de un Breve de Clemente XIII de 10 de marzo de 1762. Y por medio de una Real Cédula del año 1766 se dignifica y estabiliza el estatus castrense de los capellanes al unificarse sus haberes en 600 rea-les, «para que —a tenor de lo prescrito también en las célebres Reales Ordenanzas Militares de Carlos III— estuviesen puntualmente asistidos

y mantuvieran la decencia correspondiente a su carácter». Hasta esta fecha, la cuantía y de-vengo de los emolumentos de los capellanes dependían del jefe de la unidad en que presta-sen servicio.

Aquéllos ejercen su ministerio en las tropas de los cuerpos, fortalezas y hospitales, asenta-das en la Península, en las Indias, en las Islas de Barlovento y Filipinas y en las demás pla-zas con guarnición militar de África y Asia, así como en los buques de línea. En éstos, según Manuel Gasset, capellán de número de la Real Armada, y veterano del jabeque San Antonio —con el que participó en combates contra ba-jeles argelinos en el Mediterráneo— y de la fra-gata Juno, los capellanes instruyen en la moral cristiana a la marinería y promueven una densa religiosidad, muy mariana. En los buques espa-ñoles se reza el Rosario con asiduidad, se canta la Salve en el alcázar frecuentemente y siempre al arribar a puerto. En caso de combate «contra moros, u otros enemigos de la Corona —dice el P. Gasset—, así que esté el zafarrancho he-cho, y dispuesto para batirse, tendrá el Cape-llán en su lugar prevenida, que en los Navíos es la bodega, y en los otros barcos es baxo la escotilla de proa, una mesa con el Santo Oleo, los dos faroles colgados, estopas, Cruz, estola,

Mosén Pacho, capellán de la División de Aragón comandada por el brigadier Gamundi durante la Tercera Guerra Carlista, fue ejecutado a sangre fría por tropas liberales que le capturaron cuando intentaba pasar a Francia con las fuerzas de la División en octubre de 1875 [Cristóbal Castán Ferrer].

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agua bendita y manual […]». Prevé también el empeño en confesar y asistir a los que ba-jen heridos, y en auxiliar y recomendar el alma a los moribundos durante la batalla. Llama la atención la propuesta del P. Gasset en orden a que la Armada se procure curas que hablen ca-talán, mallorquín y francés en el departamento de Cartagena, ya que las tripulaciones no en-tienden la lengua castellana (9).

Al margen de las sucesivas órdenes e instruc-ciones que para sus capellanes aprueba el vica-rio general, destaca la Ordenanza General del Exército sobre Capellanes, aprobada por Real Decreto de 21 de agosto de 1780. Esta Orde-nanza, permanentemente modificada a lo largo del siglo y que reproduce artículos que ya se encontraban en las Ordenanzas de 1716, deta-lla hasta extremos insospechados los derechos y obligaciones del clero castrense en orden a ejercer su ministerio: especifica prescripciones sobre administración de los sacramentos, for-mación cristiana, moral en las unidades, esti-pendios, sufragios, últimas voluntades, etc. Hay preceptos tan curiosos como los siguientes:

«si averiguaren los capellanes (prece-diendo un maduro examen), que alguna persona del regimiento vive escandalosa-mente, ó que introduce mujeres livianas públicamente o disfrazadas, lo comuni-cará al coronel ó comandante, a fin que este aplique el mas pronto y eficaz re-medio para obviar tales desórdenes […] siempre que muera un soldado en el hos-

pital, de cuya cuenta alcance resulta a su favor, y no hubiere hecho disposición al-guna, ni declarado herederos, se solicitará saber si los tiene, y en caso de no encon-trarse, se dispondrá de él con interven-ción y conocimiento del coronel y del sargento mayor a beneficio de su alma, y corresponderán en este caso las tres par-tes del alcanze al capellán del cuerpo, y la quarta por funeral al capellán del Hospital en que muriere; debiendo uno y otro convertir este importe en sufra-gios» (10).

El vicario general de los Ejércitos españoles ob-tiene a partir del Breve de 1762 el título de Patriarca de las Indias Occidentales, siendo el primer patriarca Buenaventura Spínola de la Cerda, cardenal-presbítero de San Lorenzo en Panisperna. Por delegación pontificia, recibirá todas las facultades jurisdiccionales, declarán-dose súbditos de la jurisdicción castrense «a cuantos militares bajo la bandera del Rey Ca-tólico por mar o por tierra, viviesen del sueldo o estipendio militar, así como a todos los que, por legítima causa los siguiesen». En esta etapa tan boyante del poder borbónico se acentúa el regalismo y puede decirse que la Jurisdicción Castrense, cuyo cardenal titular a menudo os-tenta también la Jurisdicción Palatina como ca-pellán y limosnero mayor del Rey, alcanza su momento más álgido. Los sucesores de Spínola fueron Francisco Delgado y Venegas, cardenal-arzobispo de Sevilla; Manuel Ventura de Figue-roa y Barreiro, comisario de la Santa Cruzada y arzobispo de Laodicea en Phrygia; monseñor Cayetano Adsor, arzobispo de Selimbria y el cardenal Antonio Senmanat y de Castellá que estuvo de vicario durante 22 años. A partir de la Real Ordenanza de 4 de noviembre de 1783 el patriarca nombrará a los capellanes direc-tamente mediante oposición. La plantilla del clero castrense en el Ejército supera ya los dos centenares de sacerdotes. Para las unidades de guarnición, a parte de varios tenientes vicarios, hay un capellán en la plana mayor de todos los cuerpos y regimientos de Infantería y de Ar-tillería y en los escuadrones de Dragones. La centuria se cierra con la Guerra del Rosellón contra la revolucionaria e impía Convención francesa, en la que el clero castrense español,

Capellán de tropas liberales durante la Tercera Guerra Carlista. Obsérvese el fúsil en la mano [Jesús Dolado Es-teban].

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una vez más, se distinguió en su labor de aten-ción espiritual a las tropas.

En cuanto a la Marina, son de reseñar las Or-denanzas Generales de la Armada Naval pro-mulgadas por Carlos IV en marzo de 1793, en las que se vuelve a regular la presencia de los capellanes en los buques y transportes de gue-rra; sus funciones, derechos y deberes. Por parte del Vicariato son relevantes, entre un sinfín de circulares y cédulas, las instrucciones dictadas por el patriarca Adsor para los capellanes de la Armada en las que se les exige que «en to-das sus acciones y palabras se hallen como ta-les, observando la mayor modestia, enseñando tanto con la compostura como buen ejemplo, con sus sabias y santas exhortaciones, procu-rando evitar las concurrencias en saraos, bai-les y convites; huyendo de las conversaciones vulgares, que sólo acarrean menosprecios; y te-niendo todo su trato familiar […] con perso-nas de carácter, probidad y honestidad», conci-liándose siempre «al amor, respeto y veneración que les es tan debido como Ministros de Jesu-cristo». Se les prohíbe los juegos de dados y se admiten los de naipes siempre que no pasen de «una honesta recreación»; y velarán también por la rectitud moral de la tripulación repren-diendo a los blasfemos, públicos pecadores, escandalosos o que causen ruinas espirituales, dando parte al capitán en el caso de que no se enmienden. Y a la hora de celebrar el Santo Sacrificio del Altar «no omitirán en cuanto les sea posible celebrar los días feriados para que tengan continuamente este consuelo los fieles, a quienes amonestarán de la compostura y re-verencia con que deben asistir, por manera que no concurran con ropa de cámara ni chinelas, ni se experimente el abuso de fumar durante tan santa función». Tales instrucciones detallan hasta los funerales habidos en alta mar, pres-cribiéndose el toque de campana al conocerse la muerte del enfermo o herido; las preces re-zadas por él, la celebración de los funerales de cuerpo presente conforme al Ritual Romano y hasta sus estipendios, que serán: «si el difunto fuere oficial de grado, contador o maestro de jarcia, en Europa, cien reales vellón, y de plata en América; y por los funerales de oficiales de mar, condestable, maestro de raciones, cirujano primero y segundo y sargento, cincuenta rea-

les vellón en Europa, y de plata en las Indias; y para los demás de la tripulación del navío, vein-ticinco y cincuenta». Desde la segunda mitad del siglo XVIII y hasta el año 1825, y depen-dientes del vicario general de la Real Armada, figurará en los estados de la Armada el Cuerpo Eclesiástico con el nombre de «Estado Eclesiás-tico», con una plantilla en 1788 de 116 cape-llanes y 3 tenientes vicarios en Cádiz, Ferrol y Cartagena.

PRiMERA MitAD DEL SigLO XiX (11)Reinando Carlos IV, los Breves expedidos por el papa Pío VII el 16 de diciembre de 1803, Cum in Regis Hispaniorum, y el 12 de junio de 1807, Compertum est nobis, completan y limi-tan las facultades del vicario general Castrense, que va a ejercer una jurisdicción casi tan dila-tada como la de los obispos diocesanos. Des-taca la Real Orden de 30 de enero de 1804 que eleva los haberes de los capellanes castrenses a 700 reales, permitiéndoles ascender a canonjías, beneficios y prebendas en catedrales de Valen-cia, Cuenca, Toledo y demás. En 1808 estalla la catarsis de la guerra contra el invasor fran-cés, que resulta demoledora en casi todos los órdenes. Un mundo nuevo amanece; las estruc-turas del Antiguo Régimen quedarán dañadas para siempre. Tras el fallecimiento del vicario Ramón José Rebollar Oribarri, arzobispo de Zaragoza, al filo del comienzo de la guerra, le sucede interinamente Pedro Silva y Sarmiento, y a partir de noviembre de 1808, hasta el final del conflicto, Miguel Oliván y Pólez, prior ma-yor de Tortosa, juez de la capilla palatina y au-ditor general de los Reales Ejércitos. Los cape-llanes militares sufren la misma suerte que las tropas regulares españolas. En las unidades que se organizan y pueden enfrentarse a los fran-ceses, así como en ciertas partidas guerrilleras, nos encontramos con capellanes ejerciendo la asistencia espiritual, sin perjuicio de la existen-cia de presbíteros-guerrilleros.

Hasta después de la contienda, en 1814, cuando Fernando VII entra en Madrid, no se nombra nuevo vicario castrense y patriarca de las In-dias. El designado es Francisco Antonio Cebrián y Valda, obispo de Orihuela. A su vez, el Breve Pontificio de 28 de julio de 1815 restringe cier-tos privilegios del fuero castrense, considerados

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desorbitados por parte de los ordinarios terri-toriales. Esta restricción es sintomática de las tensiones canónicas, sotto voce, que dicha juris-dicción castrense, personal —limitada a los mi-litares— y exenta —no compartida con la terri-torial u ordinaria—, ha generado desde tiempos inmemoriales en la jerarquía española titular de las diócesis territoriales. Tensiones e intromisio-nes que llegaban hasta Roma ya que en el sub-consciente eclesiástico español ha perdurado la idea —caricaturesca sólo en parte— de que el presbítero castrense es un cura de pata suelta; posible partícipe en las corruptelas típicas del mundo militar en orden a los ascensos y re-compensas; con buenos emolumentos, con pin-gües destinos y dignidades eclesiásticas cuando decide abandonar el Ejército; en fin, siempre se le ha visto como un cura privilegiado dotado de aderezos demasiado humanos… Aderezos que, por otra parte, tampoco han supuesto ni una excepción en la historia de la Iglesia espa-ñola y universal, ni un lastre para su particular tarea ministerial, dada la generalizada menta-lidad tradicionalista y clerical que ha existido en España hasta antes de ayer. Los pronuncia-mientos, las instrucciones y demás actuaciones de la Sede Apostólica para tratar de clarificar, ordenar y dirimir las disputas en su caso, en or-den al ejercicio de la Jurisdicción Castrense en España, se sucederán durante años (12).

En este siglo XIX la Jurisdicción Castrense so-brevive y puede decirse que hasta se consolida, a pesar de los avatares ocasionados por las guerras y por los prejuicios antimilitaristas y anticleri-cales que pululan a río revuelto de los cambios militares y políticos que se dan en España. En 1820 comienzan los acosos gubernamentales, siendo depuesto por el primer gobierno del Trie-nio Liberal el vicario castrense, Antonio Allué y Sesé. En agosto de 1825, durante la «Década Ominosa», se cercena la asignación económica de los capellanes de la Armada, ya que el servi-cio que prestaban resultaba gravoso para el era-rio público, decidiéndose contratar capellanes civiles; no se restablecería el Cuerpo Eclesiástico de la Armada hasta noviembre de 1848.

A nuestro juicio, lo más llamativo de la centu-ria, y que constituye un elemento característico de la idiosincrasia católica del pueblo español,

es la presencia de capellanes en las tropas en-frentadas en las guerras entre hermanos que ensangrientan España. Tras la Guerra de la In-dependencia, la fractura político social y mili-tar que va fraguando en el Trienio Liberal, en el que también hubo guerrillas realistas y al-gunas encabezadas por curas, como Merino en Castilla y Gorostidi en Guipúzcoa, implosiona en 1833 con el alzamiento carlista. La peculiar categoría del «clérigo trabucaire» de la época, no por ser la más conocida, debe ocultar la pre-sencia de muchos otros compañeros sacerdotes que ejercen su ministerio atendiendo pacífica-mente a las tropas liberales y absolutistas sin hacer uso de las armas. Algunos lo pagaron con la vida, como el capellán de la columna car-lista de Basilio, el P. Antonio García y Velasco, apodado «Caloyo», que cayó preso de los libe-rales en Logroño y fue fusilado. En esta Pri-mera Guerra Carlista la Jurisdicción Castrense se ve en la disyuntiva de cubrir pastoralmente a los dos bandos enfrentados. Los que defen-dían con mayor ahínco a Dios, los carlistas, so-licitan a Roma jurisdicción para atender a sus tropas, y se nombra vicario general castrense a Juan Echeverría, con sede en el Cuartel Real de D. Carlos. Sería sustituido por el obispo de Mondoñedo, Francisco López Borricón, quien nombró subdelegado castrense para Navarra y Vascongadas al canónigo pamplonica Ignacio Rufino Fernández, que ejerció hasta el final del conflicto. López Borricón murió al finalizar la contienda. El Vicariato Castrense en el otro bando, en los liberales, lo ostentaron durante la guerra civil D. Manuel Fraile García, obispo de Sigüenza, y Pedro José Fonte, arzobispo de Mé-jico a partir de 1837. Al acabar la contienda le sustituiría Juan José Bonel y Orbe, obispo de Córdoba; en 1848 D. Antonio Bosabe Rubín de Celis, y en 1856 Tomás Iglesias Bárcones, obispo de Mondoñedo, que pilotará el Vica-riato durante 18 años.

En 1851 se firma el Concordato entre España y la Santa Sede que regulariza las relaciones entre el Estado y la Iglesia, tras el latrocinio de la de-samortización. La Jurisdicción Eclesiástica Cas-trense se mantiene exenta y se exceptúa de la misma al personal civil de Ceuta, Melilla y los presidios menores de África. Como consecuen-cia del Concordato, a efectos internos milita-

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res, se aprueban sendos Reglamentos del Clero Castrense en 1853 y 1856 para el Ejército y la Armada, respectivamente, con detalles nor-mativos sobre organización, plantillas, empleos, oposiciones, uniformidad, distintivos… Los ca-pellanes, conservando su fuero, están sometidos a la autoridad militar a efectos disciplinarios y gubernativos, y los jefes de los Cuerpos res-pectivos tienen atribución suficiente para sus-penderles en sus funciones en casos urgentes y graves, dando cuenta de inmediato al subdele-gado castrense del distrito correspondiente y al director general del Arma. El Reglamento para el clero del Ejército establece dos grandes sec-ciones, ambas dependientes del vicario general: los capellanes de «Parroquias Fijas», es decir los que ejercían la cura de almas en hospitales mi-litares, plazas, fábricas y castillos, que tenían su propia plantilla, y los capellanes de «Academias y Tropas». En este último caso se crean tres ca-tegorías, que serían las siguientes de menor a mayor: capellanes de «entrada», para aquellos que sirvieran en regimientos y batallones de In-fantería; de «ascenso», que prestaban sus servi-cios en Caballería e Inválidos, y de «término» que lo hacían en academias y unidades de In-genieros y Artillería. Por otro lado, a discreción del vicario general castrense, en determinadas plazas militares podía haber capellanes subde-legados. En cuanto a la Armada, aparte de su vicario general, nos encontramos una plantilla de tamaño medio con tres tenientes vicarios, tres curas párrocos y unas siete decenas de ca-pellanes que atendían los buques y las plazas militares con fondeaderos, arsenales, astilleros y hospitales (13).

SEXENiO REVOLUCiONARiOComienza un período agitado, que arranca con la revolución de 1868 y con la Constitución de 1869, y que convulsionará a la capellanía mili-tar española. El patriarca Iglesias y Bárcones se opuso al cambio político y bandeó con dificul-tades la situación, llegando a ser reprobado por el grupo republicano de las Cortes, sin mayores consecuencias. Trasladado a Roma con ocasión del Concilio Vaticano I —iniciado en diciembre de 1869—, se había negado al juramento exigido por tildar de librepensadora a la Constitución de 1869. Suscribió, a su vez, la protesta pública contra ella que había sido firmada por los prela-

dos españoles asistentes al Concilio. Además dio instrucciones al clero militar para que también se negase a prestar el juramento de marras. Y cuando las Cortes designan al duque de Aosta rey de España, con el nombre de Amadeo de Saboya, él se niega también a servirle por con-siderarlo perteneciente a la dinastía usurpadora y excomulgada por el pontífice. Es en este año de 1869, por Decreto de 14 de julio, cuando se diseña el emblema del Cuerpo Eclesiástico que perdurará hasta la actualidad: un ramo de laurel y otro de olivo bordados en seda morada sobre un paño azul turquí oscuro.

Es en ese momento, en las postrimerías de la Regencia de Serrano, cuando el Ministerio de la Guerra, por Orden fechada el 26 de diciembre de 1870, nombró un vicario general castrense provisional, ajeno a la Jurisdicción Eclesiástica Castrense, José Pulido y Espinosa, capellán de las Descalzas Reales de Madrid y fiscal que había sido del Vicariato. El monarca entrante, el 2 de enero siguiente, Amadeo I de Saboya, confirmó ese nombramiento que arrinconaba al teniente vicario Francisco de Paula Méndez, el sustituto de Bárcones mientras éste estaba en Roma. Dicho nombramiento dio origen a un conato de cisma entre los capellanes militares españoles. Si la fidelidad a la Sede Apostólica forma parte del acervo tradicional de España, por lo que al clero castrense se refiere, éste sería su punta de lanza y, en el caso que nos ocupa, al ver cómo las autoridades nombraban unilateralmente un vicario castrense interino se opusieron a él, rechazando su autoridad al faltar

Capellán bendi-ciendo a los solda-dos de Carlos VII durante la III Gue-rra Carlista, según óleo de Augusto Ferrer Dalmau.

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la venia del patriarca y en última instancia de la Santa Sede. Iglesias y Bárcones consideraba usurpador al susodicho Pulido, así como, por lo que a la Jurisdicción Palatina se refiere —que también ostentaba el patiarca de las Indias—, a Bernardo Rodrigo López, nombrado por el rey pro-capellán mayor interino de Palacio. Los ca-pellanes castrenses españoles se rebelan contra Pulido, pero no todos, ya que los nombrados por él rechazan la autoridad del patriarca, rele-gado por la longa manus de Amadeo I cuando regresa en octubre de 1870 de Roma al haber sido suspendido el Concilio Vaticano I. Los ca-pellanes militares injuramentados —los que no habían jurado la Constitución de 1869— fue-ron perseguidos por Pulido y los suyos; y hubo militares que se negaron a recibir los sacramen-tos administrados por los considerados intrusos. Durante dos años hubo dos vicarios hasta que en marzo de 1872 Tomás Iglesias y Bárcones, por medio de una Circular y «con el principal objeto de poner término al conocido y deplo-rable cisma que ha tiempo nos aflige» delegó en D. Pedro Reales, decano del Tribunal de la Rota, la Jurisdicción Eclesiástica Castrense que le correspondía por los Breves Pontificios. Acto seguido marchó exiliado a Roma y la calma llega a la familia militar (14).

Tras la renuncia de Amadeo I se precipita la Primera República, que se proclama el 11 de febrero de 1873. En muy pocos meses, por me-dio del Decreto de 21 de junio, entre otras pres-cripciones, el gobierno republicano dicta la su-presión de todas las plazas de capellanes en los cuerpos armados, manteniéndose en su letra, no obstante, la asistencia espiritual de los militares. Es el momento en que se enciende con mayor furia la Tercera Guerra Carlista. El ministro de la Guerra, Nicolás Estévanez, pretende aplicar

el decreto gubernamental en el Ejército liberal. El citado D. Pedro Reales se opone, pero tam-bién la oficialidad y la tropa, que reclaman su presencia en la campaña contra las fuerzas de la reacción. La orden de Estévanez fue revo-cada, ya que los liberales no querían verse en inferioridad de condiciones espirituales que sus enemigos, los partidarios de Carlos VII. Éstos disponían de capellanes así como de su propio vicario castrense, José Caixal, obispo de Seo de Urgel y, entre otras cosas, gran muñidor del Instituto de la Sagrada Familia y de la Congre-gación Masculina del Inmaculado Corazón de María (claretianos). Su labor pastoral en el Ejér-cito real, por delegación pontificia de Pío XI, y su adhesión a la causa carlista las pagaría, tras la derrota de las armas del pretendiente, con la prisión, el destierro y el cese al frente de su diócesis. En este campo carlista destaca la labor de la reina D.ª Margarita de Borbón, impulsora de «La Caridad», Asociación Católica para So-corro de heridos, que organizó a lo largo de la contienda 22 hospitales dotados de capellanes, amén de la presencia de religiosos hospitalarios de San Juan de Dios e hijas de la Caridad en algunos centros, caso del célebre hospital de Irache (15).

LA REStAURACióNLa llegada de la Restauración atempera en Es-paña la cuestión religiosa; también en el ámbito militar. El pontífice vuelve a dictar los corres-pondientes Breves y uno de los primeros actos del nuevo gobierno es nombrar al arzobispo de Valladolid, Ignacio Moreno, vicario general castrense interino. Le sucederá oficialmente Francisco de Paula Benavides y Navarrete, car-denal-presbítero de San Pietro in Montorio. Se aprueban la Ley constitutiva del Ejército de 20 de noviembre de 1878, que coloca el Cuerpo del Clero Castrense entre los Cuerpos Auxi-liares, así como los Reglamentos de Divisas de 1 de agosto 1877 y de 6 junio 1879. A partir de 1886 el arzobispo de Toledo Miguel Payá y Rico asumirá el Vicariato Castrense, siendo nombrado automáticamente capellán mayor, vicario general castrense y patriarca de las In-dias. Durante el mandato de éste se transforma el Cuerpo Eclesiástico, organizándose al modo como lo conocemos en el siglo XX. Las anti-guas categorías de capellanes y las subdele-

Un capellán mi-litar bendice los cadáveres de los soldados españo-les caídos en la posición de Monte Arruit (verano de 1921).

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gaciones desaparecen y se sustituyen por una plantilla más nutrida con ocho Tenencias Vica-rías, una plaza de asesor-auditor, diez curas de Distrito, y más de 200 puestos entre capella-nes mayores, capellanes primeros y capellanes segundos —los más numerosos, que vienen a ser los antiguos capellanes de «entrada»—. El 17 abril de 1889 se aprueba el Reglamento de Uniformidad Militar por el que, entre otras dis-posiciones, se le asigna definitivamente al clero militar la divisa del color morado. Y el 22 de ese mes, el vicario general dicta una instrucción por la que otorga a los tenientes vicarios cas-trenses del Ejército y de la Armada responsa-bilidades de inspección y coordinación sobre el resto de los capellanes (16).

En cuanto a lo bélico, en la segunda mitad del siglo XIX la capellanía militar se foguea en las campañas allende nuestras fronteras de Marrue-cos, Cuba y Filipinas, y en el suelo patrio con la Guerra Carlista, como se ha dicho. El clero cas-trense se cubrirá de la mayor gloria militar posi-ble, ya que cuatro de sus miembros, aun siendo personal no combatiente, serán receptores de la Cruz Laureada de San Fernando: Pascual Flores Pérez, encuadrado en las fuerzas alfonsinas de Fernando Primo de Rivera, por su actuación en Montejurra el 30 de enero de 1876; Francisco Fi-gueras Fernández, del Rgto. de Infantería de Ma-nila n.º 74, por distinguirse en el asalto de la Co-tta de Tugadas (Filipinas) el 18 de julio de 1895, asistiendo en primera línea a los moribundos; Esteban Porqueras Orga, capellán de la Armada en un batallón de Infantería de Marina en la Co-lumna del coronel Marina Vega, por haberse ex-cedido durante la batalla de Binicayán (Filipinas) el 10 de noviembre de 1896 en el cumplimiento de su deber ministerial al curar y transportar heridos, estando él mismo herido; y Francisco Ocaña y Téllez, páter del Batallón de Álava, por los méritos contraídos en la acción de Laguna Itabo (Cuba) el 8 de diciembre de 1898.

No obstante, del Desastre del 98, que afectó a toda el estamento militar español, tampoco es que salieran muy airosos los Cuerpos Eclesiás-ticos, como así señala el capellán de la Acade-mia de Intendencia, Manuel de J. Martínez, que fustiga a los emboscados criticando el lamenta-ble espectáculo que ofrecieron ciertos capella-

nes en las campañas de Cuba y Filipinas, que se acogieron «al refugio de las representaciones, o se ocuparon en el régimen de las parroquias ordinarias —en la Península (N. del A)— mien-tras sus maltrechos Cuerpos, cada día diezma-dos, más por las balas, por el azote de la peste y por los estragos de la incuria, peregrinaban sin intermisión por trochas y esguazos, dejando por doquier, como fúnebres huellas de su paso e hitos aciagos de sus jornadas, agonizantes sin asistencia y sepulturas sin bendición» (17).

PRiMER tERCiO SigLO XXLa capellanía castrense española será dirigida durante más de dos décadas por Jaime Cardona y Tur, obispo titular de Sión, al que le sucederá en 1923 Julián de Diego y García de Alcolea, arzobispo de Santiago de Compostela y Fran-cisco Muñoz Izquierdo, obispo de Vic. Durante su mandato, mediante el Breve Pontificio de Su Santidad Pío XI de 1 de abril de 1926 se re-nueva la Jurisdicción en los términos conoci-dos, especificando que para el caso de vacante por traslado o fallecimiento del vicario o pro-vicario general castrense, recaerán todas y cada una de sus facultades en el teniente vicario que ejerza su ministerio en la capital del Reino. En 1929 le sucede Ramón Pérez Rodríguez, obispo titular de Sión, cuya jurisdicción será cortada de cuajo por la República en 1932, como ahora veremos.

Sepultura del páter Juan Pala-cios, caído en la Campaña de Ma-rruecos.

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Al comienzo del siglo los capellanes ven satis-fecha su eterna demanda y el objeto de tantas esperanzas, afanes y tentativas frustradas. Por medio de los Reales Decretos de 11 abril de 1900 y de 27 agosto 1906 los capellanes cas-trenses se asimilaron, por completo y defini-tivamente, a las categorías y grados militares: asesor-auditor asimilado a coronel; teniente vicario a teniente coronel; capellán mayor a comandante; capellán 1.º a capitán y capellán 2.º a teniente. La plantilla orgánica del Cuerpo queda fijada en un teniente vicario de primera, ocho tenientes vicarios, doce capellanes mayo-res, ochenta y seis capellanes primeros y ciento quince capellanes segundos. En cuanto a uni-formidad, es destacable el Real Decreto de 10 octubre de 1908, que dispone la desaparición de los botones como divisas del Cuerpo Ecle-siástico adoptando, como el resto del Ejército, el sistema de estrellas cosidas en el uniforme con hilo de oro mezclado con morado carmesí. En las campañas de Marruecos de baja y de alta intensidad, que se van a extender hasta bien entrados los años 20, el clero militar español se va a foguear y va a encontrar una dura es-cuela de preparación para los acontecimientos futuros. La plantilla profesional, que se incre-menta hasta unos 250 puestos de capellanes en el Ejército, no daba abasto para atender a to-das las fuerzas destacadas en el territorio, por lo que se habilitó a franciscanos de conventos del Protectorado y a curas jóvenes diocesanos de la Península que ejercían como capellanes segundos. Es el caso de Juan Díaz Mesón: cantó misa el 6 de diciembre de 1924 en Madrid y en el febrero siguiente ya estaba en Larache para

ir destinado al hospital de Alcazarquivir y de ahí, sin solución de continuidad, a cubrir una vacante al Batallón de Cazadores África n.º 8, con el que participaría en el desembarco de Al-hucemas. En el diario El Universo, a comienzos de la campaña, hay una crónica muy ilustrativa que reivindica la figura y el papel del capellán militar:

«La guerra de África ha puesto una vez más de relieve al tipo castizo y arrojado del capellán castrense. […] En todos estos trances, y a través de los siglos, el capellán castrense ha conservado su típico carác-ter. Observadores superficiales y desco-nocedores de la vida militar, tan distinta de la civil, pueden manifestarse sorpren-didos de su marcial aspecto, de la soltura de sus movimientos, de su franqueza un poco ruda, de la arrogancia que ponen a veces en sus palabras; pero, ¡ay!, que esa sorpresa no debe nunca llegar al escán-dalo: es el espíritu sacerdotal, que como el cristiano, siendo uno en sí, toma nece-sariamente las formas externas del medio en el que se desenvuelve. ¿Acaso el pá-rroco de una mísera feligresía de labra-dores tiene por lo común el atildamiento exterior, la finura de modales de un cape-llán de monjas o de canónigo?» (18).

En lo militar, brillan con luz propia otras dos Cruces Laureadas de San Fernando, alcanzando resonancia nacional la recibida por el páter Je-sús Moreno Álvaro con motivo de su actuación en los combates del Barranco del Lobo, en julio

El primero de estos botones de uniforme dejó de utilizarse a partir de 1931, año en que fue sustituido por el segundo.

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de 1909. Analizando la trayectoria vital de este último, nos hacemos una idea de la vida y mi-lagros de tantos capellanes militares españoles profesionales del siglo XX. Jesús Moreno, na-cido en Horcajada de la Torre (Cuenca), se or-denó de presbítero con 22 años y anduvo ejer-ciendo su ministerio en la diócesis conquense. Como todos los curas diocesanos, requirió de la autorización de su ordinario para poder par-ticipar en las oposiciones al clero castrense en 1896, presentándose a ellas con los docu-mentos expedidos por la curia y firmados, en su caso, por el obispo: un certificado sobre su vida (nacimiento, antecedentes familiares, bau-tismo…); un certificado de estudios y de órde-nes y, por parte de su prelado, un testimonial de buena conducta y licencias para cambiar de jurisdicción. Al poco de aprobar marchó a ejer-cer su ministerio a Marruecos. En su hoja de servicios se describe, con estilo militar, la ac-ción en la que participó con su Batallón de Ca-zadores Las Navas n.º 10, y por la que recibió la Cruz de 1.ª Clase de la Real y Militar Orden de San Fernando: «el 27 de julio asistiría con su batallón al combate sostenido contra los mo-ros en la loma de Arit-Aisa, Barranco del Lobo (estribaciones del Gurugú), donde ejerció su sagrado ministerio en la línea de fuego y en cuantos sitios eran necesarios sus auxilios, sin reparar en el incesante peligro y dando pruebas de valor al auxiliar a los heridos en las posicio-nes más avanzadas»; al ir cayendo la oficialidad, tuvo que hacerse cargo del mando del batallón, ordenando una retirada ordenada y salvando a setenta soldados. Su doble condición de militar y cura, a pesar de estar enfermo y encamado, le hacía candidato a la muerte en el Madrid rojo y no pudo librarse de caer asesinado en el verano de 1936. Anciano y enfermo, lo sacaron de la cama, y le pegaron varios tiros en las tapias del Cementerio del Este (19).

Es de justicia recordar, entre otras cosas de or-den humano y espiritual de valor incalculable, la responsabilidad cultural que durante este período y durante el resto de décadas del si-glo XX hasta prácticamente su final han tenido los capellanes militares al dirigir las Escuelas de Alfabetización (o de Extensión cultural) exis-tentes en todas las unidades militares. En ellas se ha instruido a varias generaciones de españo-

les. Como recordaba el diario ABC en noviem-bre de 1930, al filo de la caída de la Monarquía, la actividad de los capellanes castrenses no se reduce a editar y difundir la Hoja Parroquial de la que se han difundido un millón de ejempla-res en el último año en los cuarteles; también se responsabilizan de las bibliotecas del soldado, dirigidas a todos los cuerpos, y de la formación de los analfabetos, habiendo conseguido ense-ñar a leer y a escribir en los dos últimos años a casi 30.000 soldados, y ello sin descuidar su misión pastoral. En 1929, según la estadística religiosa tan en boga en la época, «han prepa-rado para el cumplimiento pascual a 128.515 soldados y para la primera comunión a 3.514; han pronunciado 7.557 homilías, 2.308 confe-rencias de divulgación religiosa y 885 conferen-cias científicas, literarias o patrióticas» (20).

LA SEgUNDA REPúBLiCATodo este acervo y tradición de la capellanía militar española se verá amenazado pocos me-ses más tarde. La Segunda República, cuyo devenir fue patrimonializado por la izquierda política en todas sus variantes, marcará un an-tes y un después en su secular historia. En el magma anticatólico, hostil y gratuito, que el Régimen genera de inmediato y que certifica

Ambrosio Eransus Iribarren, célebre sacerdote navarro que ejerció de capellán voluntario en el Tercio de Re-quetés de Burgos, partiendo hacia Somosierra el 21 de julio de 1936. Fue herido de metralla estando en el Batallón Re-queté de Sevilla. Al terminar la guerra española ejerció su ministerio en Cas-tilblanco, donde se distinguió por evi-tar los desmanes de un sanguinario jefe de la Guardia Civil. Durante su larga vida estuvo de misionero en Perú antes de volver a su Navarra natal.

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cualquier historiador —«así derrochó sus ener-gías la joven y entusiasta República, en un ata-que frontal contra la Iglesia», escribirá Salvador Madariaga (21)—, la presencia de curas en el Ejército tenía sus días contados ya que ener-vaba sobremanera a los dirigentes republicanos. Ni ocho días pasan desde la proclamación de la República para que den comienzo las reformas militares desarrolladas por Manuel Azaña, mi-nistro de la Guerra del Gobierno Provisional. El Decreto del 22 de abril de 1931 exigía una promesa de adhesión y fidelidad a la República que la práctica totalidad de los capellanes sus-cribieron —como los demás militares—, salvo algún monárquico recalcitrante. El Decreto de retiros voluntarios extraordinarios de 25 de abril, cuyo objetivo era aligerar los efectivos mi-litares, supuso el retiro de en torno al centenar y medio de capellanes que, junto a miles de ofi-ciales y jefes, y antes de ser destituidos sin be-neficio alguno, abandonaron el Ejército con su sueldo íntegro. Más tarde, además de lanzarse a la reforma de la justicia y de la enseñanza mili-tar, Azaña reorganizó la orgánica militar redu-ciendo las plantillas hasta extremos ridículos, lo cual, con el añadido de sendos Decretos por los que los Cuerpos Eclesiásticos del Ejército y de la Armada se declaran a extinguir, provoca la retirada de otro nuevo contingente de capella-nes. Las dificultades para la práctica religiosa se

agudizan en todas las unidades terrestres de la Península, Archipiélagos, Marruecos y Colonias, porque resultaba imposible cubrir las necesida-des con una plantilla sobre el papel de poco más de ochenta capellanes que aún sería más mermada. En la Armada, por medio de sendos decretos de julio y noviembre de 1931, la plan-tilla se cercena hasta el extremo de dejar siete capellanes para toda ella.

En 1932, entre otras medidas anticlericales, sectarias y absurdas —disolución de la Compa-ñía de Jesús, secularización de cementerios, ex-pulsión de los sacerdotes de los hospitales (ya se les había echado del ámbito carcelario por medio del Decreto de 4 agosto del año ante-rior que disolvió el Cuerpo administrativo de Capellanes de Presidios y Prisiones), etc.—, la Jurisdicción Castrense recibe el golpe de gracia por dos vías deletéreas: la Ley de 12 de junio de las Cortes y el Decreto de 2 de agosto. Que-dan suprimidos los Cuerpos Eclesiásticos del Ejército y de la Armada y la consignación de presupuesto para el culto. Los últimos capella-nes que quedaban en activo fueron expulsados de inmediato de las Fuerzas Armadas y pasaron formalmente a situación de excedente forzoso (disponible) hasta su total amortización o reti-rado voluntario, si así lo solicita, con los bene-ficios correspondientes. Se trata de borrar todo rastro del Cuerpo, dando orden de traslado de los archivos canónicos del Vicariato, de las Te-nencias Vicarías, de las Bases Navales y de las Parroquias castrenses al Ministerio de la Gue-rra en Madrid. Es verdad que, a tenor de los artículos 3.º y 4.º de la Ley de junio de 1932, se permitía, a los soldados presbíteros y demás personal extraño al Ejército prestar servicio re-ligioso en hospitales y penitenciarías, así como en las posiciones de Marruecos «para los mili-tares que lo deseen», pero en la práctica estas disposiciones se quedaron en la Gaceta de la República. Para acabar de raíz con la asistencia religiosa en la Marina de Guerra no hubo pu-dor alguno ya que el Decreto de 2 de agosto citado señalaba en su artículo cuarto que «los locales en que actualmente están enclavadas las capillas de los hospitales, arsenales, etc., una vez desalojadas, se habilitarán, mediante las obras necesarias, para clínicas, laboratorios, ofi-cinas o para el servicio que en aquéllas sea más

Estampa del P. Hui-dobro, jesuita, capellán de la Le-gión, cuyo proceso de beatificación está incoado (Luis Miguel Francisco Valiente).

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necesario». En los meses siguientes se cumpli-mentaron estas normativas con gran celeridad. La liturgia castrense, profundamente religiosa se mire por donde se mire, fue desmochada y, lo que es peor, quedaron sin asistencia religiosa todas las unidades de los tres ejércitos, hospi-tales, colegios y demás centros militares. En el orden canónico, el 1 de abril de 1933, el nuncio de Su Santidad, Mons. Tedeschini se hizo cargo de la situación y tuvo que declarar extinguida la Jurisdicción Castrense al haber perdido su vi-gencia el Breve Pontificio dictado siete años an-tes, el 1 de abril de 1926, ya que la jurisdicción no podía ser ejercida en el Estado republicano. Lo que el anticlericalismo y antimilitarismo es-pañol no pudieron conseguir en la I República, borrar de la faz de las Fuerzas Armadas a los curas, se obtuvo en menos de dos años en la II República. La cúpula —y no cúpula— mili-tar se mantuvo callada y sumisa porque en gran parte estaba trabajada por las ideas progresis-tas y anticatólicas. El sectarismo del gobierno republicano es evidente al contrastarlo con el mantenimiento del culto mahometano en las fuerzas regulares del Protectorado, respetando a los imanes con las categorías y sueldos que la fenecida Monarquía les había asignado (22).

Durante el bienio radical-cedista se preten-dió restaurar el Servicio Religioso militar con la anuencia del Estado Mayor del Ejército, del propio ministro de la Guerra y de una mayoría parlamentaria que votó una proposición de Ley en este sentido el 21 de noviembre de 1935. De hecho, algunos capellanes castrenses volvieron a dependencias militares, pero el católico pre-sidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, no sancionó la Ley, siendo éste, «curiosamente», el único caso entre las aprobadas por las Cortes republicanas durante su mandato. Una fuerza oculta y poderosa pesaba más en la balanza de la República, versus Alcalá Zamora, que la peti-ción de los militares, el informe del Estado Ma-yor y el quórum de las Cortes. Todo quedaría en agua de borrajas con el triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936.

LA gUERRA CiViL DE 1936-1939: LA «CRUzADA»El golpe cívico-militar del 18 de julio de 1936, con el que dan comienzo la revolución y la gue-rra, repercute en la capellanía militar española,

como en todo el clero nacional, de desigual ma-nera. Como se ha apuntado, aún figuraban en las plantillas del Ejército y de la Marina, contra viento y marea, en situación de «disponibles», en torno a cincuenta capellanes, los cuales sufrie-ron una suerte dispar según la zona donde les cogió el Alzamiento. En la nacional se presen-taron casi todos —si no todos— a la autoridad militar sublevada. En la zona republicana trata-ron, también todos, de zafarse por cualesquiera medios posibles del terror miliciano. Varios de estos últimos, junto a otros capellanes retirados o jubilados por edad, en torno a una treintena, no lo consiguieron y murieron asesinados du-rante los siguientes meses. En territorio rebelde, junto a aquéllos, reaparecieron muchos de los capellanes profesionales que habían abando-nado el Ejército con motivo de la «Ley Azaña», así como centenares de nuevos sacerdotes que querían atender voluntariamente a las tropas en operaciones. Ese mismo verano, a ruego de la jerarquía española, la Sede Apostólica concedió facultades canónicas provisionales a la capella-nía de las fuerzas sublevadas (23).

En las primeras semanas ya se detectan sacer-dotes acompañando a las columnas en lucha, mayormente compuestas de personal de mi-

Juan Urra Lusarreta fue otro ejemplar característico de sacerdote navarro que hizo de cape-llán castrense en la Guerra Civil. El 19 de julio de 1936 se incorporó a las fuerzas sublevadas del requeté desde su parroquia de Mirafuente en la Ribera. Sirvió en la 4ª Compañía del laureado Bata-llón 1º de Bailén, unidad militar compuesta por sol-dados y oficiales del Ejército, volun-tarios riojanos y carlistas navarros y que fue condeco-rada con la Meda-lla Militar Colectiva y la Cruz Laureada de San Fernando Colectiva por los méritos contraídos en Somosierra y en la Ciudad Universitaria y la orilla derecha del Jarama, respecti-vamente. En este último sector, en el Pingarrón, el 13 de abril de 1937 reci-bió un balazo en el pecho, causando baja definitiva para el resto de la guerra.

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licias y de los soldados o guardias de asalto o civiles que estaban en aquellos momentos en-cuadrados en las unidades insurrectas. Esta espontaneidad inicial en la incorporación de curas acompañando a las fuerzas, todavía es mayor en el caso de las unidades de milicias, de Falange y en especial en las del Requeté, dándose la circunstancia de que en columnas de filiación mayormente carlista hubiera dos y hasta tres capellanes. Éstos marchaban al frente sin pensarlo dos veces, para atender a sus res-pectivos feligreses enrolados en la guerra con-tra los «sin Dios». La columna Beorlegui, com-puesta por 500 voluntarios navarros, requetés y falangistas, y que llega a la raya con Guipúzcoa el 25 de julio de 1936, integra a tres capella-nes, entre ellos Andrés Algarra Sagües, párroco de Tajonar (Navarra). El Tercio de Abárzuza, que aglutinaba a requetés navarros y a un buen porcentaje de riojanos y castellanos, entra en lí-nea en Guadarrama por los mismos días con cuatro capellanes, algo insólito en relación con batallones semejantes del Ejército regular: José Ulibarri Montero de Espinosa, párroco de Ugar (Navarra); Luis Lezaún Armendáriz, párroco de Murillo Yerri (Navarra); y Cosme Andueza Artacoz procedente asimismo de Navarra; así como un cuarto sacerdote, Mariano Duque Martín, que se incorporó al Tercio junto al cen-tenar y pico de carlistas de Valladolid que for-maban una compañía específica dentro de la unidad, la 4.ª, al mando del capitán Pitarch y que ya había estado operando en el sector de La Granja de San Ildefonso (24).

El obispo Marcelino Olaechea y Loizaga, titu-lar de la diócesis de Pamplona-Tudela, una de las más afectadas por la sangría de curas que marchan a la guerra —en el primer semestre tiene a 74 curas diocesanos atendiendo unida-des del Requeté—, envía preocupado una sig-nificativa circular a sus sacerdotes:

«Hermanos queridísimos: al estallar el glorioso movimiento nacional, partisteis a la guerra, confiando vuestras parroquias al doblado trabajo de los colegas de ca-bildo. […] Partisteis sin acordaros una gran parte, de pedir licencia al Prelado. La cosa era clara: había sonado la hora de la guerra santa: se defendía el altar, y con

el altar, la Patria. […] Os pido que me escribáis una carta diciendo: qué instruc-ción religiosa reciben esos jóvenes y cuá-les son sus prácticas de piedad […] qué peligros corre su virtud y forma de evi-tarlos. Os pido también que vayáis reco-giendo todos los datos de fe, de sacrificio y de heroísmo, que nos han de servir para escribir la historia religiosa de esta cru-zada. Os recuerdo que no tenéis otro su-perior eclesiástico que vuestro Prelado, el Prelado de la Diócesis en que os halláis, y el Sr. Vicario Castrense don Alejandro Maisterrena; mientras no disponga de otra suerte nuestro amadísimo Cardenal Primado, revestido de especiales poderes por la Santa Sede» (25).

Olaechea alude al cardenal primado de España, Isidro Gomá y Tomás, refugiado por aquellos días, precisamente, en Pamplona. Madrid no cae, el conflicto continúa, se crean más y más unidades y la afluencia de tropas nacionales va en aumento exponencialmente. Desde la Se-cretaría de Guerra, a cuyo frente se encontraba el general Germán Gil Yuste, y tras entrevista con el arzobispo de Burgos con conocimiento de Gomá, se tomaron disposiciones para esta-bilizar y regularizar la presencia de curas entre los combatientes nacionales. Curas que actua-ban en los frentes desde julio de 1936, y que no tenían capacidad de mando, ni asignación de haberes de ninguna clase para atender sus necesidades primarias. El pontífice Pío XI, que desde agosto de 1936 está informado sobre este particular por el cardenal Gomá, decide encargarle a él, a comienzos de 1937, la pro-visión temporal, hasta nueva disposición de la Santa Sede, y en el mejor modo que las cir-cunstancias lo permitan, de la asistencia reli-giosa del Ejército nacional. El nuevo delegado pontificio para el servicio pastoral castrense ne-gocia a dos bandas el modo de prestar la asis-tencia religiosa con el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Pacelli —futuro Pío XII—, y con las autoridades militares del nuevo Estado, Gil Yuste y el propio Franco. Tales negociacio-nes «fueron duras y tensas» porque, como ha reflejado Antonio Marquina, en Burgos «no se estaba dispuesto a ceder en nada respecto de la Santa Sede». El cardenal, que era renuente a

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resucitar la antigua Jurisdicción y sus Cuerpos Eclesiásticos, principalmente por la indepen-dencia que ostentaban éstos respecto de los Ordinarios, conseguirá al final, con hartos su-dores y ayuda de su obispo auxiliar —Gregorio Modrego Casáus, titular de Ezani, que actuaba en calidad de pro-vicario y que en 1940 le sustituirá de vicario castrense—, llevar a buen puerto la empresa encomendada por el papa. Gomá creó un organismo de pastoral de gue-rra para el ejército franquista, agile e semplice, y que dio abundantes frutos espirituales. No se olvide que coordinar a miles de sacerdotes en centenares de unidades dispersas por todos los frentes y por retaguardia, algunas en continuo movimiento, era una tarea que exigía un ím-probo trabajo y un gran dinamismo (26).

En los primeros meses de la guerra la Secreta-ría de Guerra estaba actuando por su cuenta y riesgo en relación con los nombramientos de capellanes castrenses pero, a partir de la pri-mavera de 1937, se aprecia mayor concordan-cia entre el Gobierno Nacional y el delegado pontificio, lo que tendrá como exitosa conse-cuencia la presencia permanente de capellanes a lo largo del resto de la contienda en prácti-camente todas las unidades de combate y hos-pitales del Ejército Nacional. En este período destacan dos normas que configuran la Juris-dicción Castrense, relajan la tensión entre am-bas instituciones e introducen un poco de or-den militar y canónico. El Decreto 270, de 12 de mayo de 1937, del Gobierno Nacional re-gulariza interinamente, y hasta que se apruebe un Concordato con la Santa Sede, la asistencia espiritual católica en las distintas unidades en guerra, recuperando aspectos menores de la an-tigua Jurisdicción Castrense. Contempla las fi-guras del delegado pontificio para la asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas, en la persona del arzobispo de Toledo, y la de un pro-vica-rio a sus órdenes; y establece diversas normas sobre habilitación de los capellanes, haberes y graduación militar, especificando que «el per-sonal procedente de los extinguidos Cuerpos Eclesiásticos castrenses, conservará sus sueldos y categorías; los nombrados procedentes de reem plazos, y los que lo sean del Clero secular o regular, voluntarios, gozarán de la considera-ción genérica de alféreces» (27).

En 1937 se aprobó el Reglamento Provisional para el Régimen Interno del Clero Castrense, en el que se regula la Inspección del clero cas-trense y se establecen normas y recomendacio-nes sobre las facultades canónicas de los cape-llanes para administrar algunos sacramentos (Penitencia y Eucaristía, exclusivamente), y sobre su acción pastoral en los frentes y hos-pitales. A partir del verano de ese año, el Pro-Vicariato Castrense, con sede en Toledo, edi-tará el Boletín Oficial del Clero Castrense como órgano de expresión y de cohesión del mismo. Es de reseñar que la recuperación de la Juris-dicción Castrense fue parcial en relación con otros sacramentos, caso del matrimonio y del bautismo, hasta el punto de que algunos ma-trimonios de militares registrados durante la guerra fueron declarados nulos por carecer de facultades canónicas los capellanes que los ofi-ciaron. El Servicio Religioso aumentaría con el transcurso de la guerra. En diciembre de 1937 y diciembre de 1938 prestaban servicio 1.500 y 2.140 capellanes, respectivamente, en unidades logísticas y de combate del ejército regular y de milicias. En principio, uno por cada batallón, bandera, tercio, tabor de Infantería y otro por cada grupo de Ingenieros, Caballería, Sanidad, Artillería…, así como en unidades de la Marina y en aeródromos, en los cuerpos de seguridad, campos de concentración, hospitales, prisiones militares, batallones de trabajo, etc.

Conviene precisar, con Jaime Tovar, el tipo de sacerdote militar de nuestra guerra. Junto a un centenar procedente del antiguo Cuerpo Ecle-siástico del Ejército, hay un aluvión de curas voluntarios que remite a partir del segundo año de guerra, perteneciente a órdenes religiosas y en su mayoría al clero secular de las diócesis es-pañolas situadas en zona nacional —o en zona republicana cuando conseguían cruzar al otro lado—. Tales voluntarios, al estar vinculados ca-nónicamente con su superior religioso o con su obispo, necesitaban su autorización para servir en el ejército. El otro gran porcentaje lo cons-tituyen los cientos de sacerdotes movilizados que, al incorporarse a filas, dada su condición clerical y sin solución de continuidad, pasan a ejercer de capellanes militares. Con carácter ge-neral, este clero estaba especialmente motivado y entregado a su tarea religiosa y patriótica, y

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sujeto a rígida disciplina militar y eclesiástica, la cual disuadía a los escasos garbanzos negros, que los hubo, sin menoscabo de una trayectoria general digna y heroica. Desde el Pro-Vicariato Castrense se mantuvo un control estricto que conllevaba la depuración de aquellos capella-nes poco ejemplares en su conducta y respecto de los que se habían recibido quejas: Gomá, con delicadeza y en comandita con Modrego y los inspectores eclesiásticos castrenses, hacían porque tales garbanzos regresasen pronto a sus diócesis u órdenes religiosas de origen.

Fueron 2.400 los sacerdotes que sirvieron en los tres ejércitos del bando nacional. Su actua-ción, militar y apostólica, fue impagable y hon-rosa, y heroica en muchos casos. Así lo avalan sus caídos en el frente y en la retaguardia gu-bernamental, las varias propuestas de concesión individual de la Cruz Laureada de San Fer-nando y la concesión efectiva de ocho Medallas Militares Individuales. Los héroes reconocidos militarmente fueron: José Caballero García, S.J., José Fernández Parada, Luis Lezaún Armendá-riz, Ramón Marcellán Mayayo (que más tarde marcharía con la División Azul), Ramón Núñez Martín, Florentino Rebollar Campos, Herme-negildo Val Hernández y, posiblemente, Sisinio Nevares Marco, S.J. (el «Padre Nevares» de la 1.ª Bandera de Castilla de Falange). En cuanto a las bajas sufridas, con un escaso margen de error se puede dar la cifra de 109 capellanes militares muertos durante la contienda civil de forma violenta. En acción de guerra en los frentes de combate murieron 70, y en la reta-guardia republicana 39, asesinados en su mayor parte en el verano de 1936 junto a miles de compañeros clérigos, amén de casi una decena en las matanzas de Paracuellos del Jarama del mes de noviembre. Estos 39 ejecutados por el Frente Popular son pertenecientes a los extin-tos Cuerpos Eclesiásticos del Ejército y de la Armada. Entre los 70 muertos en campaña hay también cinco capellanes de la antigua Jurisdic-ción Eclesiástica (28).

El capellán castrense acaso más célebre de la guerra fue el jesuita Fernando Huidobro Po-lanco, páter de la 4.ª Bandera de la Legión, al que un proyectil del 12,40 ruso —así rezaba la estampa para la devoción privada editada por

los jesuitas de Chamartín de la Rosa— segó la vida el 11 de abril de 1937 en la «Cuesta de las Perdices», en las proximidades de la Ciudad Universitaria madrileña. Murieron con él varios heridos a los que estaba atendiendo y su fama de santidad se extendió por el Tercio. Desde 1947 está incoado su proceso de beatificación. Esos días la 4.ª Bandera se ganó la Cruz Lau-reada de San Fernando Colectiva y Huidobro fue propuesto para la Medalla Militar Indivi-dual. Una avenida de Madrid se nomina «Pa-dre Huidobro» y en la linde de la autovía A-6 todavía campea el monolito que señala el lugar donde murió. Los iconoclastas de la «Memoria Histórica» ignoran quién es el personaje. El Ter-cio sí mantiene viva su memoria, ya que todos los años acude una representación legionaria a rezar un responso y a depositar un ramo de flo-res en dicho monolito así como en su sepulcro, sito en la iglesia de los Jesuitas de la calle Se-rrano de Madrid. En el Museo de la Legión de Ceuta se conserva su altar portátil de campaña. ¿Culminará algún día el proceso de beatifica-ción del jesuita P. Huidobro? ¿Qué mano dejó dormir, dentro o fuera de la Compañía, tal bea-tificación?... Eso es otra historia.

Existe un segundo proceso de beatificación ini-ciado, el del páter del Tercio de Montserrat Ra-món Carrera Iglesias, fusilado por los republi-canos en agosto del 37 tras la toma de Codo. Han comenzado recientemente los trámites del proceso canónico en el Arzobispado de Zara-goza (29).

SERViCiO RELigiOSO EN EL EjéRCitO DE EUzKADiUna más de las paradojas de la Guerra Civil es la presencia de un servicio de asistencia re-ligiosa en el llamado Ejército de Euzkadi, en el bando republicano. Los batallones de guda-ris levantados por el Partido Nacionalista Vasco dispusieron de capellanes, sin perjuicio de que en el territorio vasco, y pese a los esfuerzos del gobierno rojo-separatista, también se acosara a la Iglesia, aunque con mucha menor saña que en otros lares republicanos. En junio de 1937, antes de la caída de Bilbao, figuraban en plan-tilla del Ejército gubernamental vasco —sólo en batallones del PNV— un centenar de sacer-dotes. Tuvieron en la contienda dos muertos y

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varios heridos, siendo capturados varias dece-nas en la capitulación de Santoña. Ninguno se-ría fusilado; una treintena fueron sancionados por las autoridades franquistas y encarcelados —en 1943 ya ninguno estaba en prisión—, y el resto salieron libres tras los juicios o no fue-ron juzgados. Catorce de ellos se incorporaron como capellanes en unidades del Ejército na-cional (30).

CAPELLANES DE fUERzAS EXtRANjERASAdemás de los ulemas de las tropas moras mu-sulmanas que lucharon con Franco en los Ta-bores de Regulares, los Grupos de Tiradores de Ifni, las Mehalas Jalifianas, la Mehaznia Armada y demás unidades con personal marroquí, des-tacan un puñado de clérigos acompañantes de las fuerzas expedicionarias extranjeras que apoyaron la causa nacional. En el Corpo Truppe Volontarie (CTV), que dejó en España a 3.327 caídos, ejercieron su ministerio entre 50-60 sa-cerdotes, muriendo uno de ellos en acción de guerra en la batalla de Guadalajara: el P. Teo-doro Botolon O.F.M., del 9.º Grupo de Bande-ras Bulgarelli de la División n.º 3 Penne Nere. También hubo sacerdotes entre los voluntarios irlandeses, portugueses, rusos blancos y ruma-nos, aunque en este último caso el P. Dumi-trescu Borsa no ejerció de capellán militar pro-piamente dicho. En la Legión Cóndor sirvieron también sendos capellanes, uno protestante y otro católico, para atender a los voluntarios ale-manes (31).

LA POSgUERRAAl callar las armas se desmovilizaron, junto a centenares de miles de combatientes, la in-mensa mayoría de los capellanes que escalo-nadamente recibieron la licencia y volvieron a sus diócesis u órdenes y congregaciones religio-sas de origen. Hay ciertas discrepancias, según las fuentes, pero se quedaron en el Ejército en torno a 300 capellanes: un centenar y pico de los capellanes supervivientes y operativos de la antigua Jurisdicción, y otro centenar largo de los capellanes voluntarios de la guerra (32).

En el terreno jurídico-administrativo, diversas normas de posguerra reorganizan el Servicio Religioso en las Fuerzas Armadas. Entre las de rango legal, destaca la Ley de 12 de julio de

1940, cuyo Preámbulo dice así: «El sentido de Cruzada que tuvo el Glorioso Alzamiento Na-cional, desde el primer momento hizo que los capellanes […] se incorporaran con todo en-tusiasmo y espíritu patriótico, prestando ines-timables servicios a la Causa que actualmente continúan sirviendo. El doble carácter de sacer-dote y militar fue motivo de cruel persecución contra aquellos a quienes sorprendió el Movi-miento en zona roja, siendo sometidos a toda clase de sacrificios. El Estado español, atento a esta circunstancia y al sentido moral y religioso del Alzamiento, tiende a restaurar y fortalecer la legislación inspirada en el sentido tradicional, y para ello y por el imperativo de tal orienta-ción…», aprueba dicha Ley, que deja sin efecto la normativa republicana sobre la materia y restaura el Cuerpo Eclesiástico del Ejército. En 1945, sendas Leyes aprobadas con fecha de 31 de diciembre, restablecen y reorganizan el Cuerpo Eclesiástico de la Armada y crean y or-ganizan el Cuerpo Eclesiástico del Ejército del Aire, respectivamente (33).

En el ámbito del Ejército de Tierra destacan el Reglamento Provisional de Organización del Cuerpo Eclesiástico del Ejército, de agosto de 1942, así como el Reglamento de Uniformidad de 27 de enero de 1943, que compendia en una sola disposición cuanto concernía al ves-tuario y equipo militar, para la totalidad del Ejército, incluidos los capellanes, regulándose entre otras cosas el rombo porta emblema ca-racterístico del Cuerpo. En cuanto al primero de tales Reglamentos, reproduce, adaptándolas a tiempo de paz, muchas de las previsiones de carácter pastoral del Reglamento aprobado du-

El P. Ramón Grau Ramoneda (2º por la derecha) en la posición de El Ca-ballo, en el Sector de Espinosa de los Monteros (Burgos), acompañado de varios oficiales. Escapado de la diócesis de Urgel, se alistó voluntario en la 1ª Centuria Catalana Virgen de Montserrat. Partici-paría después en la batalla de Teruel, logrando salir del cerco junto a varios requetés. Termi-nará la guerra en el hospital militar de Lérida.

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rante la guerra —en 1937— e introduce nuevas disposiciones sobre la organización del Vica-riato Castrense; plantilla; ingreso y ascensos en el Cuerpo; régimen disciplinario; licencias; re-tiro, así como sobre las actividades de los cape-llanes en los hospitales y en los Cuerpos, Cen-tros y Dependencias militares. En este orden de cosas, por ejemplo, se contempla la obligación que tiene el capellán de «la instrucción elemen-tal de los reclutas y soldados analfabetos, uti-lizando para ello, como auxiliares natos, a los ordenados “in sacris”, seminaristas y religiosos profesos» (34).

A efectos organizativos, a partir de entonces, el Vicariato General Castrense dispone, como ente auxiliar encastrado en la estructura militar, del Pro-Vicariato Castrense, dependiente del Ministerio del Ejército y vinculado con la Sec-

ción del Clero de la Dirección General de Re-clutamiento y Personal. En el terreno religioso, la especialización apostólica acometida por la Acción Católica española a partir del fin de las hostilidades se traduce en el ámbito militar en la obra del «Apostolado Castrense» —con su rama de hombres y rama juvenil—, que ini-cia sus pasos en 1941 y con la que colaborará gustosamente la capellanía militar. La labor de propaganda de la Fe, en el sentido más bello del término, que desarrollará el Apostolado Castrense es progresiva e intensa, ascendente y decadente más adelante. Se apoya, entre otros instrumentos, en un rico y variado elenco de publicaciones como Reconquista (la Revista del Espíritu Militar Español), Formación o Empuje, dirigidas respectivamente, a la oficialidad, sub-oficialidad y tropa y que durante décadas editó el Consejo Central —a fines de los años 1980 se unificaron las dos primeras puesto que Em-puje ya había desaparecido—.

Estando en vigor las leyes citadas, y al igual que en otros cuerpos de oficiales, conviven en las Fuerzas Armadas dos tipos de capellanes; los veteranos de los cuerpos eclesiásticos de la an-tigua Jurisdicción, gente bragada en las guerras de Marruecos y en la Cruzada, y los nuevos llegados tras su participación en ésta. Los pri-meros, en aplicación de diversas órdenes circu-lares de febrero a mayo de 1941, reingresaron en la escala activa resituándose en el escalafón del Cuerpo con sus correspondientes empleos y antigüedades, y los demás se quedaron como capellanes provisionales, a la espera de ingresar de manera definitiva en el Ejército por medio de oposiciones que no tardaron en convocarse. En estos años los capellanes castrenses recupe-ran a todos los efectos el grado y empleo de oficial, pudiendo ascender, según la normativa propia del Ejército, desde teniente en el mo-mento del ingreso hasta coronel capellán; y reciben las percepciones económicas, trienios, complementos, etc., correspondientes a los di-ferentes grados y empleos que iban teniendo como funcionarios del Ministerio militar co-rrespondiente. La Orden de 4 de enero de 1944 precisó la denominación de los capella-nes, siendo nombrados con su empleo militar, con el añadido de capellán: Tte.-capellán, ca-pitán-capellán… Sin embargo, en los Cuerpos

El vizcaíno de Arrieta y franciscano pasio-nista Víctor Gondra Muruaga (Aita Patxi) fue uno de los cape-llanes más famosos y queridos del Eusko Gudaroste-Jaupariak [Cuerpo de Cape-llanes del Ejército Vasco]. Sirvió con todo celo en el Bata-llón de gudaris «Re-belión de la Sal» del PNV, unidad que se batió el cobre —en-tre otros escena-rios— en el monte Gorbea. En sus memorias relata la guerra, su captura, prisión y estancia en un Batallón de Tra-bajadores. Después de la guerra volvió al País Vasco.

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Eclesiásticos del Aire y de la Armada, aunque se pretendió el cambio oficial, se mantuvo la denominación tradicional.

SEgUNDA gUERRA MUNDiAL-CAMPAñA DE RUSiAPor esta época, había en el Ejército de Tierra 25 Divisiones y unos 318.000 hombres, pero la inestabilidad bélica internacional provocada por la Guerra Mundial movilizó de nuevo gran-des contingentes de tropas en la Península y en el Protectorado, lo que incrementará las nece-sidades pastorales militares en los tres Ejérci-tos. El cálculo de la plantilla de capellanes en activo se eleva hasta el orden de 400-500, pero era un sueño el tenerla cubierta, como así se hace notar de nuevo en las unidades asentadas en Marruecos, muy desabastecidas de capella-nes puesto que no podía recurrirse a la cola-boración de otros sacerdotes, salvo misioneros franciscanos. En todo caso, la unidad-base de atención del capellán en la posguerra se eleva al regimiento, sin perjuicio de que muchos de ellos atendieran dos unidades o centros mili-tares.

Las circunstancias empeoran cuando las armas españolas vuelven al combate a raíz de la inva-sión de la Unión Soviética iniciada por el Ter-cer Reich en junio de 1941. Sin que la nación entrase oficialmente en la guerra, el gobierno de Franco desplaza tropas al frente del Este para luchar contra el comunismo. Los expe-dicionarios requieren de sacerdotes y el Vica-riato Castrense envía una primera hornada de 25 capellanes para la División Azul y otro más para atender a los aviadores que formaron la 1.ª Escuadrilla Azul. En total, durante la campaña de Rusia en el período 1941-1944 ejercieron su ministerio en el frente del Este 70 capella-nes españoles: 65 en la División Azul y 5 en las Escuadrillas Azules. En condiciones extremada-mente adversas, en un frente de guerra durí-simo, actuaron con gran celo sacerdotal y mi-litar. Causaron baja ocho de ellos: dos muertos —uno en acción de guerra— y seis heridos, el más grave, el padre Ramón Marcellán Mayayo que quedó mutilado absoluto al perder la vista por la explosión de una mina. Además seis ca-pellanes fueron condecorados con la prestigiosa Cruz de Hierro de 2.ª Clase (35).

PERíODO 1950-1978Tras laboriosas negociaciones, el 5 de agosto de 1950 se suscribió el Acuerdo entre la Santa Sede y el Gobierno español sobre la Jurisdicción Castrense y Asistencia Religiosa de las Fuerzas Armadas, ratificado por el Concordato entre la Santa Sede y el Estado español, de 27 de agosto de 1953. Queda restablecida la Jurisdic-ción Castrense aunque sin recuperar su carác-ter exento, que perdió al decaer en la República el mandato del Breve Apostólico de 1926. No obstante, el cambio es de enorme calado ya que al Vicariato se le dota de una posición similar, a efectos eclesiásticos, a la de las diócesis terri-toriales, compartiendo con éstas la jurisdicción sobre los militares; es decir, ya no es exenta si no cumulativa, por lo que aquéllos pueden acudir a su albedrío, bien al cura castrense, bien al párroco local respectivo para que le sean ad-ministrados los sacramentos, incluyéndose el matrimonio y el bautismo. En el caso de que el matrimonio de un militar se celebre en una diócesis territorial, se comunicará a la Jurisdic-ción para que lo anote en los libros pertinentes. En cuanto a la organización del Vicariato Ge-neral Castrense dentro de la estructura militar, permanecerá invariable hasta la llegada de la democracia (36).

En marzo de 1951 Pío XII eleva el Vicariato Castrense español a dignidad Arzobispal adju-dicándole la titularidad honorífica de Obispa-dos antiguos ya extintos y manteniendo su titu-lar la consideración militar y emolumentos de general de División. La Santa Sede impulsa la pastoral castrense con la promulgación el 23 de abril de 1951 de la Instrucción Solemne Semper,

El páter Ovidio Rodríguez Castañé predica a un grupo de voluntarios con-tra el bolchevismo en octubre de 1941 (Fundación Divi-sión Azul).

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normativa de carácter universal que supuso la creación (y la orientación) de Vicariatos Cas-trenses en bastantes naciones. El primer arzo-bispo castrense propiamente dicho fue el que era vicario desde 1950, Luis Alonso Muñoye-rro, antiguo obispo de Sigüenza-Guadalajara. Le sucedió entre 1969 y 1977 fray José López Ortiz, OSA, agustino ermitaño, arzobispo de Grado, que había sido obispo de Tuy-Vigo, y a éste, Emilio Benavent Escuín, arzobispo titu-lar de Maximiana en Numidia, antes obispo de Málaga y arzobispo de Granada (37). Benavent, tras el advenimiento del PSOE al gobierno, con los coletazos aún palpitantes del fallido golpe de Estado del 23 de febrero del año anterior, fue forzado a retirarse del Arzobispado. Dejó el cargo el 23 de noviembre de 1982, poco des-pués de haberse terminado el primer viaje del papa Juan Pablo II el Grande a España. Du-rante más de medio año estuvo la sede vacante

—ejerciendo de provicario general castrense monseñor Ángel Pérez Delgado—, hasta que con el consentimiento del gobierno de Felipe González, y no sin grandes tiranteces con la Santa Sede, llegó al Arzobispado el sempiterno monseñor José Manuel Estepa Llaurens, arzo-bispo titular de Velebusdo y de Itálica, anterior obispo auxiliar de Madrid en la etapa del car-denal Tarancón.

Por otra parte, el Apostolado Castrense espa-ñol, al convocar un encuentro internacional de militares católicos durante la celebración de un Año Santo Compostelano, había propi-ciado años atrás —en 1967— la fundación en Holanda del Apostolado Militar Internacional (AMI). Se intensifica la coordinación de las ca-pellanías de los diferentes ejércitos y, al abrigo de dicha organización, se formalizan las pere-grinaciones anuales a Lourdes que concentran a militares católicos de más de 30 países de Eu-ropa y América (en especial de Hispanoamé-rica). A su vez, a partir de la década de los 70, el Pro-Vicariato español impulsa el asociacio-nismo interno de sus capellanes, inspirándose en el modelo del Ordinariato italiano, que cul-minará en 1988 con la creación oficial de la Hermandad de Capellanes en la Reserva y Re-tirados, la actual Hermandad de Capellanes Ve-teranos de las Fuerzas Armadas.

DE LA tRANSiCióN hAStA EL fiNAL DEL SigLORecién estrenada la democracia parlamentaria y la Constitución de 1978, los representantes de la Santa Sede y del Estado español, el carde-nal Giovanni Villot, secretario de Estado —que moriría cuatro meses más tarde— y Marcelino Oreja, ministro de Asuntos Exteriores, firma-ron en el Vaticano el 3 de enero de 1979 varios Acuerdos sobre asuntos de sus respectivas com-petencias, siendo uno de ellos el de Asistencia Religiosa a las Fuerzas Armadas y Servicio Mili-tar de Clérigos y Religiosos (38). Parecía abrirse una nueva etapa de relaciones entre ambas instituciones, aunque tales acuerdos no se qui-sieron llamar Concordato porque el término olía a franquismo. Además, el Concordato de 1953 lo estaban revisando ambas partes desde la muerte de Franco, y de hecho, estos acuerdos de 1979 derogaron parte de sus preceptos. En cualquier caso, el Régimen (de Franco) había

Reconquista, la publicación más emblemática del Apostolado Cas-trense español durante cuatro décadas.

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pasado a mejor vida, España estaba en plena Transición y parecía que todo quedaba bien atado entre ambas partes. La deriva posterior del régimen democrático español supuso mu-chos enfrentamientos entre el Estado y la Igle-sia, pero al final ni se revisó ni se derogó por completo el Concordato de 1953, ni tampoco se han tocado, hasta la fecha, estos Acuerdos de 1979, estando vigente el referenciado sobre la Jurisdicción Castrense.

Desde un punto de vista eclesial, la estructura específica que durante siglos ha prestado la asistencia religiosa a los Ejércitos, el Vicariato Castrense, se transforma en virtud de la Cons-titución Apostólica Spirituali Militum Curae, de 1986, en Ordinariato Castrense o Militar, siendo asimilado, con algunas particularidades, a las diócesis territoriales (39). En el caso de España, los Estatutos de su Arzobispado Cas-trense fueron aprobados el 14 de noviembre del año siguiente. Su titular goza de los mis-mos derechos y obligaciones que los obispos diocesanos en orden a la cura de almas suje-tas a su jurisdicción; pertenece por derecho propio a la Conferencia Episcopal Española y tiene en Madrid la sede personal, es decir, su curia e iglesia catedral, así como un seminario

propio (40). Depende directamente de la Con-gregación para los Obispos, y está obligado a la visita ad limina como los obispos «territoriales». Como excepción en España, para cubrir su va-cante se mantiene por tradición, pero con base en los Acuerdos Iglesia-Estado, el derecho de presentación a la Santa Sede de una terna de candidatos por parte del jefe del Estado para que el papa seleccione de entre aquéllos al or-dinario castrense. Esta jurisdicción sigue siendo personal —se ejerce sobre las personas afora-das, es decir pertenecientes al Ordinariato, aun cuando los militares se encuentren fuera de las fronteras españolas—; ordinaria, tanto en el fuero interno como en el fuero externo; propia, y cumulativa con el obispo diocesano de turno.

Por el lado del Estado, la Ley 17/1989, de 19 de julio, reguladora del personal de las Fuerzas Armadas, apuntilló el tradicional sistema espa-ñol en orden a ejercer la Jurisdicción Eclesiás-tica Castrense. La izquierda política de este país siempre se ha caracterizado, entre otras inqui-nas jacobinas anticlericales, por hostigar la pre-sencia de curas en el Ejército y así lo avala la historia y sus actuaciones a partir del estableci-miento de la democracia de partidos. Su primer intento por acabar con ellos fue frustrado por el Tribunal Constitucional mediante la Senten-cia 24/1982, de 13 de mayo (41), pero al lle-gar al poder en octubre de aquel año, con ma-yoría absoluta arrolladora, comienza la cuenta atrás para el cobro de la emblemática y medu-lar pieza que en el seno de las Fuerzas Arma-das constituyen los capellanes militares. Con afán azañista digno de otra causa, el gobierno socialista dictó una consigna clara: ¡Delenda est castrensis iurisdictio! Acaso el estamento mili-tar no se percibió de la trascendencia de esta maniobra, pero los capellanes castrenses sí eran conscientes de las pretensiones del gobierno y del legislador socialista. El ministro Serra y su equipo les habían sentenciado a muerte desde que llegaron al Departamento de Defensa. Du-rante la tortuosa tramitación de aquella Ley, el Arzobispado Castrense se vio muy presionado y la ambigüedad y/o debilidad ante las autorida-des y los negociadores socialistas de su titular en aquellos momentos, monseñor Estepa, no ayudó precisamente a la pervivencia de los Cuerpos Eclesiásticos del Ejército, de la Armada y del

Capitán-capellán Diómedes Pérez Martínez, del Grupo de Tiradores de Ifni, con su asistente ante el altar del puesto de Id Meháis, Sidi-Ifni, en 1962 (José Daniel Fuentes Macho).

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Aire. La Ley 17/1989 (42) los declaró a extin-guir cuando podían haberse fundido los tres en uno solo y haberse convertido en uno más de los Cuerpos Comunes dedicados a prestar ser-vicios: Jurídico, Sanidad, Intervención… A los capellanes afectados se les ofreció integrarse en el SARFAS o quedarse en dichos Cuerpos. La mayoría optó por quedarse y cuando el último de ellos se jubile —no pasará una década— ha-brá desaparecido el tradicional sistema vigente en España desde hacía siglos, el de capellanes integrados en la estructura orgánica militar. Un sistema, por otra parte, que existe sin problema alguno en los Ejércitos de otros países no con-fesionales de nuestro entorno y miembros de la OTAN. Los cuerpos de los capellanes británicos y estadounidenses, por ejemplo, se encuentran entre los más prestigiosos y valorados de sus respectivas Fuerzas Armadas.

Otra parte de los más corrosivos objetivos so-cialistas no se cumplió, y el texto final de la Ley 17/1989, respetando los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979 y los similares adoptados con otras confesiones religiosas, no pudo dejar de garantizar la asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas. Lo hizo mediante la creación de un ente nuevo, el Servicio de Asistencia Religiosa (SARFAS), cuyo régimen se reguló por el Real

Decreto 1145/1990. A partir de entonces los sa-cerdotes del Arzobispado Castrense son los en-cargados de prestar la asistencia religioso-espiri-tual católica en las Fuerzas Armadas. Se integran en el SARFAS, careciendo de condición militar, sin perjuicio de quedar vinculados, a efectos or-gánicos, por una relación de servicios profesio-nales de carácter permanente (o no) con el Mi-nisterio de Defensa. El arzobispo castrense les concede la misión canónica y propone su destino y cese al Ministerio de Defensa. Están previstas unas pruebas para ingresar en el SARFAS, cu-yos miembros, en igualdad de condiciones que el personal militar, con consideración de oficia-les, tienen derecho al uso de las diversas depen-dencias, residencias, etc., del Ministerio de De-fensa. Y en cuanto al uniforme, podrán utilizarlo portando el distintivo que se determine en ma-niobras, ejercicios, en buques, instituciones sani-tarias y en otras situaciones análogas. Sucesivas normas sobre el personal militar, caso de la Ley 17/1999, de 18 de mayo, aprobada en la primera legislatura del Partido Popular y que derogó la anterior, mantienen este sistema para ejercer la Jurisdicción Eclesiástica Castrense (43).

ALBORES DEL SigLO XXiLa organización de la capellanía castrense se adapta, como siempre lo ha hecho, a la estruc-

Coronel-capellán de la Legión, uno de los últimos capellanes del ex-tinto Cuerpo Ecle-siástico del Ejército de Tierra, durante una ceremonia del Sábado Legionario.

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tura de unas Fuerzas Armadas ampliamente transformadas en las últimas décadas, tanto en su estructura como en su capital humano. Éste ha variado en su carácter —todo él de índole profesional— y consecuentemente en su cali-dad, así como en el número de efectivos, palpa-blemente mermado. En la cúspide de las Fuer-zas Armadas está el arzobispo castrense del que dependen un vicario general y los vicarios epis-copales para cada uno de los tres Ejércitos. En cada SUIGE (Subinspección General del ET) y cada Comandancia General hay una Vicaría Castrense que coordina a los capellanes de su zona, al igual que en las cabeceras de las res-pectivas demarcaciones de los Ejércitos del Aire y del Mar. Su plantilla actual es de 85 curas en activo, 16 de ellos pertenecientes a los antiguos Cuerpos Eclesiásticos. No alcanza para atender con suficiencia a todas las unidades, centros de formación, hospitales, buques, aeródromos y demás, así como, a las desmilitarizadas Guar-dia Civil y Policía Nacional, amén del Minis-terio de Defensa y la Casa del Rey (Zarzuela y Guardia Real). De visu, nos atrevemos a ma-nifestar que, con base en la perceptible mejora de la situación del clero secular en nuestro país, y al margen de la decantación formal —mili-tar y canónica— de la Jurisdicción Castrense, ésta cuenta a día de hoy con un personal cua-lificado y motivado, capaz pues de honrar su secular historia y la de los otrora Cuerpos Ecle-siásticos españoles. Este clero del Arzobispado Castrense cuenta con la ayuda de varias doce-nas de capellanes jubilados o en la reserva, y con sacerdotes colaboradores de «origen civil», seculares o religiosos. Aun y con todo, hay pla-zas donde tres curas deben atender más de una decena de acuartelamientos distintos y disper-sos, algunos de los cuales cuentan con unidades operativas o destacadas en misiones internacio-nales (44).

En cuanto al Apostolado Castrense conviene recordar su declive, anejo a la crisis de la Ac-ción Católica española, agudizada a partir de la década de 1970. Esta institución quedó de-sactivada, casi por completo, como organiza-ción eclesiástica operativa y aún no ha levan-tado cabeza. A raíz de los cambios introducidos en las Fuerzas Armadas se constituyó como un remedo del anterior, pero dependiente del Ar-

zobispado Castrense, la sociedad de vida Apos-tolado Seglar Castrense que, en la actualidad, trata de encauzar el potencial de los laicos comprometidos y cuya labor entre la familia militar, en concomitancia con los capellanes, es muy notoria, aunque queda al margen de las instituciones militares oficiales. El Aposto-lado Seglar Castrense cuenta con su correspon-diente publicación, un modesto boletín infor-mativo, muy lejano en cuanto a repercusión y colaboraciones, a la antigua Reconquista, pero que trata de perpetuar la labor apostólica en el Ejército español.

En la cabeza del Arzobispado, y tras la marcha de Estepa, le sustituyó desde el año 2003 hasta el 2007, Francisco Pérez González, antes obispo de Osma-Soria y en la actualidad arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela. Durante un año, siempre bajo gobierno socialista, el Ordinariato Castrense ha estado vacante hasta que el 27 de noviembre de 2008 el papa Benedicto XVI, de acuerdo con el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, y en aplicación de los Acuerdos en-tre el Estado español y la Santa Sede de 1979, ha nombrado arzobispo castrense de España a Juan del Río Martín, hasta ahora titular de la diócesis de Asidonia-Jerez de la Frontera.

Entre otras actuaciones meritorias de la cape-llanía militar española en los últimos tiempos destaca su labor en las expediciones que nues-tras Fuerzas Armadas están llevando a cabo en el extranjero y que ya son historia de España: Bosnia-Herzegovina, Kosovo, Irak, Afganistán o el Líbano. A los militares desplazados a estas misiones les gusta verse acompañados de un

El padre Francisco Olivares Simón, capellán del SAR-FAS, celebrando la Santa Misa a los militares del con-tingente español integrado en la Fuerza Internacio-nal de Asistencia a la Seguridad (ISAF) en Afganistán, en la capilla de la Base de Herat, durante la prima-vera del año 2009 (Arzobispado Cas-trense).

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páter. Y tienen trabajo (45). Uno de nuestros últimos soldados caídos en el extranjero, en Afganistán, ha sido el cabo Cristo Ancor Cabe-llo Santana, de 25 años, un catecúmeno que se estaba preparando para recibir los sacramentos de la confirmación y la primera comunión. El 7 de octubre del año pasado, una bomba destrozó su vehículo y fue alcanzado por la metralla. Su capellán en la base internacional de Herat, Luis Miguel Muñoz Ríos, relata la emocionante ce-remonia que adelantó once días antes de lo pre-visto: «preparé un poco de agua bendita en una taza de café, cogí algodón y entré en el Role-2. Esperé en una esquina mientras los médicos in-tentaban reanimarle y en cuanto vi el momento oportuno me acerqué. Tocándole la frente tres veces con el algodón húmedo lo bauticé y des-pués, con la cruz, lo confirmé. Dios cumplió su promesa con Cristo Ancor» (46).

A pesar de los cambios descritos, de los soterra-dos, manifiestos y periódicos ataques laicistas contra la religión en la milicia, y de la aversión particular que suscita el páter militar en cier-tos ambientes, su entrañable figura, que sigue representando un plus de humanidad, aún per-vive en España. ¿Hasta cuándo? Las «embesti-das anticapellán católico» suelen proceder del exterior del Ejército porque la mayoría de los militares suelen valorar su figura en positivo, pero si los propios militares no se mueven, den-tro del imparable proceso de marginación de la

religión en el ámbito castrense, puede llegar de nuevo la última hora de aquéllos. Ya se va des-pojando, sin marcha atrás, a los actos militares de cualesquiera vestigios religiosos, y poco falta para que en el acto solemne de Homenaje a los Caídos se suprima la Oración por ellos. To-davía la pronuncia el capellán o cualquier ofi-cial presente: «Que el Señor de la Vida y de la esperanza, fuente de salvación y paz eterna, les otorgue la vida que no acaba en feliz re-compensa por su entrega. Que así sea». Somos de la opinión que el día que se elimine esta oración habrá finalizado la historia de nuestras Fuerzas Armadas. Por lo que a los capellanes se refiere, una vez perdida su condición militar, se les quiere expulsar del Ejército. El borrador de Anteproyecto de la Ley Orgánica de Liber-tad Religiosa que se cuece en los arcanos del gobierno —entre otros ámbitos, en los labora-torios laicistas de las fundaciones Ideas para el Progreso y Alternativas, patrocinadas por el so-cialismo— contempla esa expulsión. No lo ha negado el actual director general de Relaciones con las Confesiones, del Ministerio de Justicia, José María Contreras Mazarío (47). Es plausi-ble, por consiguiente, creer en la pretensión de sacar a los capellanes católicos de las guarni-ciones militares españolas y únicamente permi-tir su presencia en las misiones internacionales. Confiemos que ese intento no se haga realidad y el páter militar no se convierta en historia pa-sada de nuestros ejércitos.

(1) Miguel Alonso BAquer, La religiosidad y el combate, Madrid : Consejo Central de Apostolado Castrense, 1967.

(2) La doctrina católica actual sobre la guerra —también sobre la guerra defensiva y sus estrictas condiciones para que sea legítima—, en el n.º 2.307 y ss. del Ca-tecismo de la Iglesia Católica, aprobado el 25 de junio de 1992; disponible en línea en Santa Sede <http://www.vatican.va/archive/ESL0022/__P82.HTM> [26 abril 2006]. El Decreto Christus Dominus del 28 octubre 1965, disponible en línea en Santa Sede <http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_va-tican_council/documents/vat-ii_decree_19651028_christus-dominus_sp.html> [26 abril 2006].

(3) Vid. con carácter general dos poderosas monografías, de Enrique rodríguez-PicAveA MAtillA, Los monjes guerreros en los reinos hispánicos : las órdenes militares en la Península Ibérica durante la Edad Media, Madrid : La Esfera de los Libros, 2008; y de Carlos de AyAlA MArtínez, Las órdenes militares hispánicas en la Edad Media (siglos XII-XV), Ma-drid : Marcial Pons, 2007. José María gArcíA lAhiguerA, «Raimundo de Fitero» en Año Cristiano, Madrid : Biblio-teca de Autores Cristianos, 2003, t. II, pp. 11-17.

(4) Alberto MArtín ArtAjo, «San Juan de Capistrano» en Año Cristiano, Madrid : Biblioteca de Autores Cris-tianos, 2006, t. X, pp. 588-598.

(5) Cf. entre otros, Félix colón de lArriátegui, Juzgados Militares de España y sus Indias, Madrid : Imprenta de

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Repullés, 1817, 3.ª ed., t. I, pp. 268-288 y 300-320 y ss.; Enrique gArcíA hernán, «Capellanes militares en el Mediterráneo del siglo XVI», Historia 16 312 (abr. 2002), pp. 8-21; y Miguel Ángel jusdAdo ruíz-cAPillAs (dir.), Manual Derecho Matrimonial Canónico y Eclesiás-tico del Estado, Madrid : Colex, 2008, pp. 399-400.

(6) Benito Remigio noydens, Decisiones prácticas y mo-rales para curas, confesores y capellanes de los ejércitos y armadas : avisos políticos, ardides militares y medios para afianzar los buenos usos de la guerra, Madrid : Ministerio de Defensa, Secretaría General Técnica, 2006, p. 169 y ss.; la obra vio originalmente la luz en 1665.

(7) Cf. Título XXIII, Tratado II, Artículo 1.º y siguien-tes de las Reales Ordenanzas Militares de junio de 1716, en Plácido zAydin y lABrid, Colección de breves y rescriptos pontificios de la jurisdicción eclesiástica cas-trense de España, Madrid : Calpe, 1925. Este tratado o colección, con base en el derecho antiguo, compen-dia toda la normativa fundamental de la Jurisdicción Eclesiástica Castrense de los siglos anteriores hasta la década de 1920 del pasado siglo, y a él hemos acu-dido para analizar parte de la documentación ecle-siástico-militar citada en este trabajo.

(8) Vid. El Breve de Clemente XII en zAydin y lABrid, op. cit., pp. 32-44. En cuanto a la gallofa propia, por ejemplo, es decir, el calendario litúrgico propio en la Jurisdicción Eclesiástica Castrense —la epacta, en de-finitiva—, vid. el interesantísimo tratado del abogado, doctor en Sagrada Teología y capellán del Regimiento de Cazadores de Treviño 26.º de Caballería José vilA-PlAnA jové, La Liturgia Castrense, Villanueva y Gel-trú (Barcelona) : Imprenta Social de José Ivern Salvó, 1915, pp. 6-41, principalmente, en las que hace un breve recorrido histórico sobre la vivencia de la ga-llofa canónica castrense y plantea diversas cuestiones no resueltas aún a comienzos del siglo XX por las autoridades de las dos instituciones más litúrgicas del mundo: la Iglesia y el Ejército. Además describe con minuciosidad las prescripciones de liturgia, también de uniformología y distintivos, en lo religioso y en lo militar, que acompañan a muchos actos castrenses, tales como el toque de oración; las misas en los cuar-teles, en buques, o misas de campaña en las festivida-des militares o fuera de ellas; los honores militares al Santísimo Sacramento, a la Virgen y a Santiago; los honores fúnebres, que varían desde capitán general hasta el último soldado, se esté o no en campaña; el juramento de fidelidad a las banderas; la bendición de banderas y estandartes; acompañamiento de pro-cesiones, etc.

(9) Manuel gAsset, El capellán de Marina instruido, Barce-lona : Imprenta Bernardo Pla, 1783, pp. 6, 43 y 51.

(10) zAydin y lABrid, op. cit., p. 676 y ss.(11) Cf. entre otros Historia de las Fuerzas Armadas, Bar-

celona : Planeta; Zaragoza : Palafox, 1983, t. II, p. 181 y ss.

(12) Vid. en zAydin y lABrid, op. cit., las detalladas Ins-trucciones que los Vicarios Generales Castrenses han establecido periódicamente para solventar todos los incidentes que surgen con los Obispos Ordinarios y con Órdenes religiosas encargadas de labores parro-quiales por intromisión de éstos en actividades pas-torales —administración de sacramentos, sepelios e inhumaciones, etc.— relacionadas con súbditos de la Jurisdicción Castrense y viceversa (en especial el

Apéndice n.º 2, Instrucciones para Subdelegados, pp. 626-664).

(13) Sobre el Concordato de 1851 y lo que supuso para España y la Iglesia hasta la llegada de la Segunda Re-pública, también para la Jurisdicción Castrense, José Andrés-gAllego y Antón M. PAzos, La Iglesia en la España Contemporánea, Madrid : Encuentro, Madrid 1999, t. I, p. 99-105, y 152 y ss.

(14) Para este período, «Síntesis histórica del Servicio Re-ligioso Castrense en España», Boletín Oficial del Clero Castrense 99 (septiembre 1945), pp. 220-229, así como Andrés-gAllego y PAzos, op. cit., t. I, pp. 159 y 163.

(15) Pablo lArrAz AndíA, Entre el frente y la retaguardia : la sanidad en la guerra civil: el Hospital “Alfonso Car-los”, Pamplona 1936-1939, San Sebastián de los Re-yes (Madrid) : Ed. Actas, 2004, pp. 30-33, y José F. guijArro, «José Caixal, obispo de Urgel y vicario ge-neral castrense durante la Tercera Guerra Carlista», Aportes 53 (3/2004), pp. 45-54.

(16) En lo relativo a Reglamentos de Uniformidad de los Cuerpos Eclesiásticos, vid. el estupendo trabajo, inédito, de Jesús dolAdo esteBAn, Apuntes sobre el Clero Castrense : sus distintivos y divisas.

(17) Manuel de M. MArtínez, Los capellanes en las últimas guerras, Madrid : Establecimiento Tipográfico, 1913, p. 15.

(18) Juan díAz Mesón, Notas de una vida, Madrid : Esce-licer, 1970, pp. 10-41. La crónica de El Universo ha sido tomada del trabajo inédito de Luis Miguel FrAn-cisco vAliente Capellanes Laureados de África.

(19) Hoja matriz de servicios de Jesús Moreno Álvaro en el Archivo General Militar de Segovia, 1.ª Sección H-4429, y demás documentos; «Un capellán en el Ba-rranco del Lobo» en España en sus héroes : historia bélica del siglo XX, Madrid : Organigraf, 1969; Gene-ral BerMúdez de cAstro, Sacerdotes españoles Laurea-dos de San Fernando, Madrid : Imp. Militar Hidalgo, 1951, p. 52; y «Ejemplos de Patriotismo», Boletín Ofi-cial del Clero Castrense 99, p. 308. El otro capellán laureado es Jacinto Martínez Verdasco, del Batallón de Cazadores de Madrid, por la acción del Zoco Je-mis de Beni-Bu-Ifrur, en septiembre de 1909.

(20) «Vida religiosa», ABC (Madrid) (26 noviembre de 1930), p. 10.

(21) Cit. en Javier redondo, «Error de cálculo», La aven-tura de la Historia 98 (agosto 2007), pp. 56-61 [60].

(22) Vid. La Ley aprobada por las Cortes republicano-so-cialistas el día 12 de junio de 1932, que fue promul-gada por el presidente de la República el 30 de junio y se publicó en la Gaceta el 5 de julio, así como el Decreto del presidente rubricado por José Giral Pe-reira, ministro de Marina, de 2 de agosto de 1932, y que se publicó en el Diario Oficial del Ministerio de Marina 158 de ese año; e Isabel cAno ruiz, «La su-presión del cuerpo de capellanes en prisiones durante la II República», Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado 25 (2009), pp. 155-173.

(23) Los datos y vicisitudes generales sobre la cincuentena de capellanes en situación de disponible en el Ejér-cito y en la Marina española en el verano de 1936 en Carlos engel MAsoliver, El Cuerpo de Oficiales en la Guerra de España, Valladolid : AF Editores, 2008, p. 32 (tabla 19) y 44 (tabla 36).

(24) Para los capellanes de la Columna Beorlegui, «Andrés Algarra Sagües, capellán 3.ª Cía. del Tercio de Nava-

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rra», Diario de Navarra (26 de julio de 1936); para los capellanes de Abárzuza, Manuel herrerA BrAvo, Crónica del Carlismo en Valladolid, 1833-2007, Mo-raleja de Enmedio (Madrid) : Arcos, 2008, p. 58 y ss.

(25) Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, debió emi-tir esta «Circular a los Sres. Sacerdotes de la Diócesis, capellanes de campaña» a fines de 1936; copia pro-porcionada por Pablo Larraz Andía. El Maisterrena citado será Alejandro Maisterrena Etulain, chantre de la catedral de Pamplona, responsable, por encargo de su obispo, de coordinar a los curas navarros dispersos por los frentes.

(26) El nombramiento del cardenal Gomá como dele-gado pontificio en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, 28 de febrero de 1937, y el de Gregorio Modrego en la Orden Circular de la Secretaría de Guerra de 5 de junio de 1937, Boletín Oficial del Estado [BOE] (9 de junio); Antonio MArquinA BA-rrio, La diplomacia vaticana y la España de Franco (1936-1945), Madrid : CSIC, Instituto Enrique Fló-rez, 1983, pp. 43, 54 y ss., que detallan el proceso negociador durante el año 1937 entre la Santa Sede y el Gobierno nacional en orden a organizar el Servicio Pastoral de las Fuerzas Armadas

(27) Cf. las Órdenes de la Secretaría de Guerra de 6 y de 31 de diciembre de 1936 en BOE 50 (7 de diciembre de 1936), y BOE 1 (2 de enero de 1937); el Decreto n.º 270 por el que se aprueba el Reglamento Provi-sional para el Régimen Interno del Clero Castrense en BOE 204 (9 de junio de 1937), y Boletín Oficial del Clero Castrense 1 (30 de junio de 1937) y las nu-merosas circulares del Pro-Vicariato regulando, con minuciosidad extrema, la actividad militar y religiosa de la capellanía del Ejército Nacional tocando cues-tiones de teología, moral, liturgia, apostolado, pasto-ral, formación… y de la Secretaría de Guerra en desa-rrollo de los anteriores publicadas en BOE 228 (4 de junio de 1937), BOE 231 (9 de junio de 1937), BOE 248 (25 de junio de 1937) y BOE 269 (16 de julio de 1937), etc.

(28) Cf. en el Archivo Arzobispado de Toledo las cajas con la correspondencia cruzada durante los años 1938-1940 entre la capellanía militar y el vicario general castrense, cardenal Gomá, y los diversos inspectores del Clero en el que se desgrana el día a día, las alegrías, las penas, las dificultades y el apostolado desarrollado por estos capellanes. Vid. Jaime tovAr PAtrón, Los curas de la última Cruzada, Madrid : Fuerza Nueva, 2001, pp. 187-221. Cf. En cuanto a las bajas, la «Rela-ción de los Mártires de Nuestra Cruzada», tomo «Pre-lados, Sacerdotes y Seminaristas», pp. 328-329, que se conserva en el Archivo del Santuario Nacional de la Gran Promesa; «Bajas sufridas por la Guerra», Guía de la Iglesia en España año 1 (1954), p. 253; o José Luis AlFAyA cAMAcho, Como un río de fuego : Madrid 1936, Barcelona : Ediciones Internacionales Universi-tarias, 1998, p. 104 y Apéndice 283-310.

(29) Rafael María sAnz de diego verdes-Montenegro, «Fernando Huidobro, jesuita en las trincheras», El Ciervo (1986), pp. 17-18, y Rafael María sAnz de diego verdes-Montenegro, «Actitud del P. Huido-bro, S.J., ante la ejecución de prisioneros en la Gue-rra Civil : nuevos datos», Estudios Eclesiásticos 235 (1985), pp. 443-484; y una biografía, entre otras, es-crita por Jaime tovAr PAtrón, El Padre Huidobro, le-gionario y santo, Madrid : Fuerza Nueva, 2003. Sobre

el P. Ramón Carrera, Salvador nonell, El Páter era un santo, Barcelona : Hermandad del Tercio de Mont-serrat, c. 1990.

(30) La documentación del Cuerpo de Capellanes del Ejér-cito de Euzkadi en Centro Documental de la Memo-ria Histórica [CDMH], Fondo Delegación Nacional de Servicios Documentales de la Presidencia del Gobierno [DNSDPG], Sección Político-Social [PS], Gijón, le-gajo-caja 222, exp. 6; CDMH-DNSDPG-PS-Santan-der, legajo-caja 618, exp. 7; y CDMH-DNSDPG-PS-Santander, legajo-caja 610, exp. 5. Vicente tAlón, «La Iglesia en la tormenta : el bando vasco», Defensa extra 29; Vicente tAlón, Memoria de la Guerra de Euzkadi de 1936, Espulgues de Llobregat (Barcelona) : Plaza & Janés, 1988, pp. 354-357; y euzko APAiz tAlde, El clero vasco en el ejército de Euskadi en Historia General de la Guerra Civil en Euskadi, Bilbao : Naroki; San Sebastián : Luis Haranburu, 1982, tomo VII. La mayoría de ta-les capellanes eran voluntarios, pero los hubo también movilizados. Tal fue el caso del P. Cruz Omaecheva-rría Martítegui, sacerdote de Guernica, quien se vio en la tesitura de prestar servicios ministeriales en un batallón de gudaris y lo hizo con todo su celo sacer-dotal durante varios meses. No obstante, al comienzo de 1937 se emboscó por su desacuerdo con la alianza entre el PNV y las fuerzas revolucionarias, en conso-nancia —por otra parte— con las indicaciones de su prelado, el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, que el 6 de agosto de 1936, en Carta Pastoral conjunta con el obispo de Pamplona había indicado que era ilícita la colaboración con los perseguidores de la Iglesia. Es de reseñar el celo del PNV en cuidar y honrar a los combatientes del Ejército de Euzkadi, ya que todos ellos han cobrado y cobran hasta su muerte una sus-tanciosa pensión, que en el caso de un capellán como el P. Omaechevarría superaba los 1.000 E en el año 2009, según testimonio personal recogido por el autor.

(31) Emilio cAvAterrA, Sacerdoti in grigioverde : storia dell’Ordinariato militare italiano, Milano : Mursoa, 1993, pp. 112-117; José Luis de MesA, El regreso de las Legiones, Granada : García Hispán, 1994, pp. 39 y 61; José Luis de MesA, Los otros internacionales, Madrid : Barbarroja, 1998, p. 20 y ss. En cuanto a la Legión Cóndor, Archivo General Militar de Ávila, Documentación Nacional, armario 36, legajo 1, car-peta 1, doc. 13; tovAr PAtrón, op. cit., pp. 45-46 y ss.; y Karl keding, Feldgeistlicher bei Legion Condor : Spanisches Kriegstagebuch eines evangelisches Legions-pfarrer, Berlin : Ostwerk, c. 1938.

(32) Cf. la «Instrucción Pastoral. Licenciamiento de Cape-llanes», Boletín Oficial del Clero Castrense (junio de 1939). En el «Escalafón del Cuerpo Eclesiástico del Ejército», Boletín Oficial del Clero Castrense 70 (30 de abril de 1943), aparecen sólo 132 capellanes de la antigua JEC en activo, junto a un número ligera-mente superior de capellanes nuevos procedentes de la guerra civil —de entre éstos, unos pocos recién in-gresados en el Cuerpo por medio de oposiciones, y el resto provisionales—.

(33) Ley de 12 de julio de 1940 por la que se anula la de 30 de julio de 1932 que disolvió el Cuerpo Eclesiás-tico del Ejército, BOE 205 (27 de julio de 1940); Ley de 31 de diciembre de 1945 sobre reorganización del Cuerpo Eclesiástico de la Armada y Ley de 31 de di-ciembre de 1945 sobre reorganización del Cuerpo Eclesiástico del Aire, BOE 4 (4 de enero de 1946).

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(34) Reglamento Provisional del Cuerpo Eclesiástico del Ejército, Diario Oficial del Ministerio del Ejército [DOME] 191 (25 de agosto de 1942) —los artículos 12 y 17 son los citados—; Decreto por el que se es-tablecen las previsiones del Cuerpo Eclesiástico de la Armada, DOME (24 de junio de 1941); Reglamento de Uniformidad de 27 de enero de 1943, DOME 24 (30 de enero de 1943); Orden de 1 de julio de 1944 sobre haberes de Capellanes Militares, DOME 147 (2 de julio de 1944)... Los respectivos reglamentos orgá-nicos de los Cuerpos Eclesiásticos de la Armada y del Ejército del Aire se aprobaron en 1947.

(35) Para un amplio desarrollo de este tema, vid. la tesis doctoral del autor, El Servicio Religioso en la Campaña de Rusia. Capellanes castrenses y religiosidad en la Di-visión Azul, Legión Azul y Escuadrillas Azules (1941-1944), defendida en la Universidad San Pablo CEU en noviembre de 2009.

(36) Respecto de las negociaciones entre España y el Va-ticano sobre la Jurisdicción Castrense en las que in-tervienen el embajador en la Santa Sede, el minis-tro de Asuntos Exteriores, el nuncio y el secretario de Estado, cf. Archivo Fundación Nacional Francisco Franco, 373 (Rollo 5), 13483 (Rollo 116), 13697 (Rollo 116), etc. Luis Alonso Muñoyerro, La Juris-dicción Eclesiástica Castrense en España, Madrid : Vi-cariato General Castrense, 1955, pp. 19-81.

(37) A los pocos meses de ocupar Benavent la sede se pro-mulgó la Orden de 22 de noviembre de 1978 por la que se determina la estructura y funciones del Vica-riato General Castrense, BOE 287 (1 de diciembre de 1978). Esta norma mantuvo el Vicariato sin cambios, que no se producirán hasta una década más tarde.

(38) Acuerdos entre la Sante Sede y el Estado Español de 3 de enero de 1979 [en línea], Santa Sede <http://www.vatican.va/roman_curia/secretariat_state/ar-chivio/documents/rc_seg-st_19790103_santa-sede-spagna_sp.html> [20 de noviembre de 2009].

(39) Constitución Apostólica de Juan Pablo II Spirituali Mi-litum Curae, sobre la asistencia espiritual a los militares, de 21 de abril de 1986, [en línea], Santa Sede <http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_cons-titutions/documents/hf_jp-ii_apc_19860421_spiri-tuali-militum-curae_sp.html> [20 de noviembre de 2009].

(40) A diferencia de etapas anteriores en que la Jurisdic-ción Castrense se nutría de sacerdotes procedentes de las diócesis territoriales españolas, en la actuali-dad el Ordinariato Castrense cuenta con un semi-nario, el Colegio Sacerdotal Juan Pablo II, erigido por monseñor Estepa y que promueve cada año a unos pocos de sus alumnos, civiles o militares, a las Sagradas Órdenes, sin perjuicio de que el arzobispo pueda seguir incardinando a sacerdotes de otras ju-risdicciones.

(41) Sentencia del Tribunal Constitucional 24/1982, de 13 de mayo, por la que se resuelve, desestimán-dolo, el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Grupo Parlamentario del PSOE contra la Ley 48/1981, de 24 de diciembre, sobre clasificación de mandos y regulación de ascensos para los militares de carrera en el Ejército de Tierra, BOE (9 de junio de 1982).

(42) Ley 17/1989, de 19 de julio, reguladora del perso-nal de las Fuerzas Armadas, BOE 172 (20 de julio de 1989); su Disposición Final 7.ª declara a extinguir los

tres Cuerpos Eclesiásticos. Sobre su tramitación, Luis de lunA (seudónimo de Luís Martínez Fernández), Del cactus al madroño : un capellán castrense en la Vi-lla y Corte, Palencia : Simancas, 2007, pp. 93-99 y pp. 135-146. En lo doctrinal, vid. Gloria M. Morán, «Evolución, análisis y consideraciones jurídicas sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas : de una tra-dición multisecular a su regulación vigente», Revista Española de Derecho Militar 58 (1991), pp. 101-142; o José María MArtí sánchez, «Aspectos comunes y específicos de la asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas», Revista Española de Derecho Militar 67 (1996), pp. 137-176.

(43) Cf. la comunicación de la Extensión de la Jurisdicción del Vicariato General Castrense a la Policía Nacional de 9 de julio de 1980; el Real Decreto 1145/1990, de 7 de septiembre, por el que se crea el Servicio de Asistencia Religiosa a las Fuerzas Armadas, BOE 227 (21 de septiembre de 1990); y la Disposición Fi-nal Cuarta de la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de régimen del personal de las Fuerzas Armadas, BOE 119 (19 mayo de 1999), así como las diversas normas de desarrollo: Orden 376/2000, de 20 de diciembre, por la que se dictan normas sobre los sacerdotes y religiosos colaboradores del SARFAS, BOE (4 de enero de 2001) o las órdenes ministeriales 259/1999 y 62/2004, sobre uniformidad de los capellanes del SARFAS o la Instrucción del jefe de Estado Mayor del Aire sobre el funcionamiento del SARFAS.

(44) Nobleza obliga y consideramos conveniente aportar nuestro testimonio personal respecto de la labor de la Jurisdicción Eclesiástica Castrense y que hemos apreciado en la persona del capellán castrense Fran-cisco Serrano, antiguo páter del Rgto. Infantería Me-canizada Saboya n.º 6 «El Terror de los franceses». En esta unidad tuvimos el honor de servir en 1992 como alférez de complemento (IMEC). La Fe de este cura, su cariño y su sentido del humor han permanecido imborrables en nuestro ánimo: ¡aquellas procesiones llevando en andas a la Virgen Inmaculada en las ma-drugadas del diciembre extremeño...!

(45) Testimonio personal de algunos españoles desplaza-dos a misiones internacionales: el guardia civil Juan Antonio Martín Ganado, que sirvió en Bulgaria y Bos-nia-Herzegovina, en los años 1996 y 1997; el guardia civil Manuel Liñán Pérez, que estuvo en Bosnia en el año 2001 y 2002; y Luis Miguel Francisco Valiente, que también estuvo en Bosnia en 1993, como cabo 1.º de Caballería, y en 1998, 1999 y 2000, como sar-gento 1.º

(46) Testimonio de Luis Miguel Muñoz Ríos en Juan Luis vázquez díAz-MAyordoMo, «Al servicio de la fe y de la Iglesia en España», Alfa y Omega 666 (3 de diciem-bre de 2009), pp. 3-4.

(47) Entre otras fuentes, Religión confidencial [en línea], <www.religiónconfidencial.com>, passim, así como la «“Apuntes para un Estatuto Internacional del Capellán Castrense”, ponencia de José María Contreras en la Con-ferencia Internacional de Jefes de Capellanes Militares» [en línea], Arzobispado Castrense de España, <http://www.arzobispadocastrense.com/arzo/component/content/article/36-2010-febrero/386-qapuntes-para-un-estatuto-internacional-del-capellan-castrenseq-po-nencia-de-jose-maria-contreras-en-la-conferencia-in-ternacional-de-jefes-de-capellanes-militares-.html> [15 de febrero de 2010].

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Por lo general, los trabajos históricos que tratan la represión contra los seguidores del Frente Popular en Navarra suelen atribuir, en gran medida, tales hechos al Requeté o, en su defecto, al conjunto de fuerzas que apoyaron la sublevación militar de 1936. Sin embargo, en estas investigaciones tam­

bién suele ser normal no profundizar o detallar si, por ejemplo, dentro del carlismo hubo actitudes diferentes que, por su significativo valor, es ne­cesario destacar o si conviene delimitar las posi­ciones que en este asunto mantuvieron carlistas, falangistas, la Guardia Civil o el Ejército.

Doctor en Historia por la UNED y Licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de

Barcelona. Ha reconstruido la biografía de Jesús Monzón : el líder comunista olvidado por la

Historia (2000), y ha participado en obras como El exilio republicano navarro en 1939 (2002)

o Mujeres que la Historia no nombró (2004), donde se reconstruyen las biografías de militantes

carlistas y comunistas de Navarra. También ha colaborado en las obras difundidas por el diario

El Mundo sobre la Guerra Civil y el franquismo (La Guerra Civil mes a mes, 2005, y El fran-

quismo año a año, 2006). Como periodista, está especializado en Oriente Medio, destacando

sus obras Los kurdos : historia de una resistencia (1991) y Kurdistán, viaje al país prohibido

(Foca, 2005).

Los papeles de la Junta

Manuel Martorell

RESUMEN

Al hablar de la sangrienta represión durante la Guerra Civil, se suele responsabilizar de forma genérica al carlismo y, concretamente, a los requetés, de ser el brazo ejecutor del mando militar, sobre todo en la región de Navarra. Sin embargo, un detallado análisis de la numerosa documentación correspondiente a la Junta Central Carlista de Guerra, que se conserva en el Archivo Real y General de Navarra, evidencia que estos hechos se desarrollaron de forma mucho más compleja. Por un lado, las quejas de las autoridades militares indican un funciona-miento relativamente autónomo de esta Junta; por otro, las denuncias elevadas a este organismo por las agrupaciones locales de la Comu-nión Tradicionalista muestran que la participación de las mismas en este tipo de represalias fue limitada, por lo que difícilmente se puede extender al conjunto del carlismo la responsabilidad de tales hechos.

PALABRAS CLAVE

Denuncias - Ejecuciones - Guerra Civil española - Intercesiones - Junta Central Carlista de Guerra - Manuel Fal Conde - Represalias - Requetés.

SUMMARY

On having spoken about the bloody repression during the Civil war, usually it’s making responsible for generic form to the Carlism and, con-cretely, to the Carlist militiamen, of being the enforcement forces of mi-litary command, especially in the Navarra region. However, a detailed analysis of numerous documents to the Junta Central Carlista de Gue-rra, preserved in the Royal and General Archive of Navarra, evidence that these events were more complex. On the one hand, complaints of the military authorities indicate a relatively autonomous action of the Junta, on the other hand allegations raised to this organization from local groups of the Traditionalist Communion show that their partici-pation in such acts was limited and for this reason it’s very difficult to extend the responsibility for these events to whole Carlism.

KEY WORDS

Carlist militiamen - Complaints - Executions - Intercessions - Junta Central Carlista de Guerra - Manuel Fal Conde - Reprisals - Spanish Civil War.

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Esto es lo que ocurre con la obra Navarra 1936 : de la esperanza al terror, sin lugar a dudas la principal, más voluminosa y mejor documen­tada sobre estos hechos en territorio navarro. Se trata de una impresionante recopilación de testimonios que, comarca por comarca, pueblo por pueblo, va reconstruyendo lo ocurrido, fun­damentalmente, en los primeros meses de la guerra. Pese a esta innegable aportación docu­mental y reconocer que los voluntarios reque­tés de los frentes estuvieron al margen de los asesinatos, no entra a analizar hasta qué punto fueron relevantes, dentro del carlismo navarro, esas actitudes que se opusieron a las ejecucio­nes, se negaron a participar en las mismas o, bien, intercedieron por personas amenazadas también en la retaguardia (1).

Aún resulta más sorprendente que tanto en esta obra como en la práctica totalidad de las publi­cadas sobre esta materia no se haga referencia a la documentación de la Junta Central Carlista de Guerra —nombre que recibía la Junta car­lista con sede en Pamplona— conservada en el Archivo Real y General de Navarra, que, por cierto, se encuentra ubicado en el antiguo pa­lacio, ahora recuperado y restaurado, desde el que Mola dirigió la insurrección contra el Go­bierno republicano. La disección de estos do­cumentos permite no sólo ampliar los trabajos realizados hasta ahora sino, sobre todo, delimi­tar el diferente grado de responsabilidad que en estos hechos tuvieron los distintos sectores del carlismo navarro e, incluso, acotar la acti­tud que, en esta materia, mantuvieron la citada Junta navarra y la Junta Nacional presidida por Manuel Fal Conde.

El citado fondo documental está formado por 12 cajas archivadoras, numeradas de la 51.178 a la 51.189, que contienen tanto la correspon­dencia recibida por ese organismo como las actas o asuntos tratados en las reuniones perió­dicas de sus miembros. A su vez, cada caja está dividida en carpetas, donde se amontonan, sin orden ni concierto, todo tipo de documentos, desde meros trámites hasta consideraciones so­bre la situación del bando nacional y el papel político que el carlismo debía tener. Abundan, por ejemplo, solicitudes de padres buscando un mejor destino para su hijo; también se regis­

tran muchas quejas sobre la actuación de otras fuerzas políticas, casi en su totalidad referentes a Falange Española; pero, de la misma forma, se pueden ver numerosos casos de denuncias contra militantes o simpatizantes del Frente Popular y del nacionalismo vasco, así como in­tercesiones por personas que se encuentran de­tenidas o amenazadas.

Algunos de los documentos indican que la Junta Central Carlista de Guerra funcionó con gran autonomía respecto a la Falange y, lo que es más sorprendente, respecto a los mandos mi­litares. En este sentido, son varias las comuni­caciones de la Comandancia Militar llamando al orden a la Junta. La primera de ellas corres­ponde al 20 de agosto de 1936, fecha en que se deja constancia de que, a su vez, se ha transmi­tido una circular castrense a Esteban Ezcurra, en su calidad de jefe de requetés para el ámbito geográfico de Navarra, con la amenaza explí­cita de juzgar sumariamente a quienes actúen al margen de las autoridades militares. Al mes siguiente, el 14 de septiembre, será el gober­nador civil, Modesto Font, quien se dirija a los miembros de la Junta recordándoles otro oficio del 21 de agosto prohibiendo, además de los actos de violencia, las destituciones, nombra­mientos, multas o cualquier tipo de castigo sin la correspondiente autorización superior.

Pero el escrito más revelador de que la Junta seguía actuando a finales de 1936 por su cuenta tiene fecha de 17 de noviembre. El documento, en realidad, es una respuesta de la máxima instancia militar en Navarra a una queja de la

Fachada principal de la «Capitanía», epicentro de la sublevación militar del 18 de julio bajo la dirección de Mola. Se trata de un antiguo palacio medieval utilizado por los reyes de Navarra que, res-taurado, alberga hoy al Archivo donde están depo-sitados los «pape-les de la Junta».

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Junta por haberse autorizado que «los señores Martínez de Ubago, Burgaleta y Archanco» cru­zaran la frontera con Francia. Según explica el coronel gobernador militar, se entregaron los correspondientes salvoconductos a la vista de que la Junta no controlaba a «ciertos elemen­tos» de su milicia, ya que se tenía constancia de que, habiendo dado autorización a otra persona para viajar a San Sebastián, ésta había desapa­recido tras ser detenida por «unos individuos que, al parecer, eran requetés».

A renglón seguido, el coronel gobernador añade que los beneficiarios del salvoconducto, pese a gozar de libertad, habían sido amenazados y «hasta se había pretendido detenerlos por in­dividuos del Requeté, no obstante las órdenes que sobre el asunto tengo dadas». Por esa ra­zón, contesta el mando militar, había decidido autorizar su marcha, recogiendo «así el clamor de la opinión sana de Navarra, que ve con dis­gusto las extralimitaciones que se han come­tido y [para] evitar la repetición de hechos que dicen poco a favor de los que, al socaire de las actuales circunstancias, no vacilan en cometer actos merecedores de graves sanciones» (2).

Estas palabras plantean la duda de si la Junta carlista controlaba realmente la actuación de sus propios piquetes armados, hecho que, en ese caso, abriría las puertas a la hipótesis de que, tal y como se suele hacer respecto a las zonas bajo control del Gobierno republicano, en Navarra parte de las ejecuciones se realiza­ron en una coyuntura que permitió la actua­ción impune de grupos armados a pesar de las indicaciones de sus propios jefes.

En relación con el carlismo es ilustrativa, en este sentido, la amarga queja de Dolores Balez­tena porque la nota publicada el 24 de julio por su hermano Joaquín en calidad de jefe re­gional de Navarra no era cumplida por todos. «La guerra —dice Lola Baleztena— trae consigo ocasiones de manifestar grandes virtudes, mas desgraciadamente también agudiza y mueve bajas pasiones. Arrastrados por ellas, algunos, animados de un celo reprobable, creyeron ha­cer actos de servicio denunciando a enemigos y hasta tomándose la justicia por su mano». Y re­firiéndose, en concreto, al citado llamamiento, añade: «¡Lástima no fuera obedecida esta nota tan llena de nobleza, calificada por algunos de vaselina! El señor Obispo le felicitó por ella. De haberlo sido [obedecida], no hubiéramos tenido que lamentar actos indignos realizados por, quienes huyendo del peligro de la vanguar­dia, se creían valientes actuando cobardemente en la retaguardia» (3).

EL «CASO LizARzA»El dramático proceso seguido contra Francisco Lizarza, un destacado carlista que colaboraba con la Junta, es otro revelador caso que eviden­cia más el descontrol en las actuaciones que su rígida centralización. Lizarza, que pese a la coin­cidencia del apellido no tenía parentesco con el autor de Memorias de la Conspiración, fue ejecutado por sus propios compañeros a pesar de existir orden de la Junta para que fuera en­tregado a las autoridades militares. Lo más sor­prendente del caso es que, de acuerdo con las referencias existentes en este fondo documen­tal, el proceso a Lizarza duró más de dos me­ses sin que las autoridades civiles y militares de Navarra tuvieran conocimiento del mismo (4).

Este carlista de Huarte, conocido pelotari, escondió en su casa de la avenida Carlos III durante los meses de julio y agosto a dos des­tacados dirigentes del Frente Popular: Jesús Monzón Repáraz, líder del Partido Comunista, y al ugetista José Arrastia. Ambos consiguieron, con la ayuda de Lizarza, pasar la frontera para realizar un intercambio en el País Vasco­francés con dos empresarios navarros que se encon­traban en Guipúzcoa. Según se desprende de una carta enviada el 3 de septiembre por Rai­mundo García, director del Diario de Navarra,

Los miembros de la Junta Central Carlista de Gue-rra de Navarra. De izquierda a derecha y de pie: José Úriz, Víctor Eusa, Blas Inza, Javier Martínez Morentin, Ricardo Arribillaga y Víctor Morte. Sentados: Marcelino Ullibarri, Joaquín Baleztena, José Martínez Be-rasáin y Eleuterio Arraiza.

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a Martínez Berasáin, presidente de la Junta, se estaban concretando las negociaciones para el citado intercambio, ya que Francisco Lizarza le solicitaba en otra carta remitida desde el Hotel de L’Europe (Biarritz) que viajara a esta loca­lidad vascofrancesa para participar en las mis­mas. Raimundo García, de acuerdo con este documento, ni siquiera respondió a la requisi­toria de Lizarza sino que, por el contario, puso a la Junta al tanto de lo que estaba ocurriendo.

Pese a las advertencias de Monzón y Arrastia de que podrían tomar represalias contra él, Lizarza regresa a Pamplona tras conseguir el canje. Detenido, se inicia una especie de con­sejo de guerra en el que participa Antonio Ubi­llos, que era abogado fiscal de la Audiencia Te­rritorial, como ponente fiscal del sumario (5). Ubillos, de acuerdo con la decisión tomada por la Junta el 11 de noviembre de 1936, tenía la facultad de realizar las diligencias que estimara convenientes, contando para ello con la cola­boración de los tenientes de Requetés Benito Santesteban y Vicente Munárriz.

Estas diligencias se realizan el mes de noviem­bre, ya que los días 2 y 5 de diciembre los miembros de la Junta debaten si deben con­tinuar el proceso. En la primera sesión, tanto Martínez Berasáin como Ulibarri defienden que el asunto sea entregado a la autoridad mi­litar ya que, en su opinión, la Junta no tiene competencias judiciales y debe ser esa autori­dad quien «enjuicie y sancione de forma legal». Inza y Martínez de Morentín, por el contrario, defienden que se siga procediendo como se había hecho hasta entonces. En un momento dado, Arrivillaga pide que se realice una vota­ción. Morte y Gómez Itoiz se unen al voto de Martínez Berasáin y Ulibarri, mientras Arraiza prefiere volver al principio del proceso. Ante la diversidad de las posiciones, Martínez de Mo­rentín pide un aplazamiento para meditar me­jor el voto definitivo.

A la siguiente sesión, celebrada el día 5 de di­ciembre a las 7 de la tarde, acuden Martínez Berasáin, Morte, Inza, Gómez Itóiz y Ulibarri (el nombre de Martínez de Morentín aparece tachado). Tras recordar que en esta reunión deben «ultimar definitivamente esta cuestión»,

Inza informa que, justo el día anterior, los in­tegrantes de la antigua Junta Regional habían resuelto que la aplicación de la justicia era competencia exclusiva de la autoridad militar. Se cita el detalle de que se había aprobado transmitir tal resolución a los mandos militares, no habiendo quedado claro, según manifiesta alguno de los presentes, si esta comunicación se debía hacer por escrito o de palabra. Final­mente, los miembros de la Junta deciden que se traslade a la Comandancia Militar tanto al propio Francisco Lizarza, que se encuentra de­tenido en el cuartel de Escolapios, como los in­formes elaborados en el «consejo de guerra».

El 24 de enero, la Junta confirma el traslado de todas las actuaciones practicadas a Santes­teban y Munárriz para que, a su vez, actúen de acuerdo con la resolución del 5 de diciembre. Al día siguiente, Benito Santesteban confirma a la Junta, a través de su secretario, José Uriz, que ha recibido «las actuaciones practicadas contra Don Francisco Lizarza y Martínez de Morentín con motivo de un canje de rehenes llevado a cabo por dicho Sr. Lizarza y el acuerdo adop­

Formación de requetés en la plaza del Castillo de Pamplona ya preparados para embarcar en los convoyes que les llevarán a los frentes.

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tado por esta la mencionada Junta de Gue­rra con fecha de 23 de enero acerca de dicho asunto». Se entiende, por lo tanto, que Santes­teban y Munárriz tienen que entregar todo a la Autoridad Militar. Sin embargo, Lizarza será ejecutado en las proximidades del cementerio de Lezáun, asistiendo como confesor Mónico Azpilicueta, quien un tiempo después revelará lo ocurrido a la viuda, que seguía esperando a su marido. Con la colaboración de este cura carlista, el cuerpo de Lizarza será exhumado, comprobando su identidad gracias al reloj que llevaba cuando fue ejecutado. Según detalló Jaime del Burgo Torres, todavía tuvo la viuda la entereza de insertar una esquela en El Pensa-miento Navarro (6).

El 15 de marzo de 1937, sólo un mes antes del Decreto de Unificación, aparece una nueva evidencia de que la Junta seguía actuando de forma autónoma respecto al mando militar. Con esa fecha se recibe una queja del general Mola porque, en su opinión, algunos miembros del «Partido Carlista» no están actuando correc­tamente en lo que concierne a la depuración de funcionarios (7). La nota es transmitida personalmente por los tenientes Santesteban y Munárriz, que se presentan ante la Junta acom­pañados por Maiz, secretario civil de Mola. Según el general Mola, tanto en la Diputación como en el Ayuntamiento, la actuación «contra sus empleados» deja mucho que desear, hasta

el punto de afirmar que «en Navarra no se hace nada». La Junta, según consta en la sesión co­rrespondiente al 15 de marzo, «toma nota» y envía una carta al Ayuntamiento para que ac­túe en consecuencia.

LA POLiCíA DEL REqUEtéDurante estos primeros meses de la guerra, la Junta contó con su propia policía, siendo cita­dos de forma expresa en varias ocasiones los «policías requetés» Jaime Larrea Zufía, Ángel Sagardia Caricaburu y Miguel Goñi Apari­cio que, con fecha de 4 de noviembre y aun siguiendo adscritos al citado organismo, pa­san a depender operativamente del comisario de Vigilancia de Pamplona, de acuerdo con lo dispuesto en «el decreto de 6 de octubre del Estado español». Junto a ellos, existía la fuerza del requeté auxiliar que estaba a las órdenes de Santesteban y Munárriz, a los que la mayo­ría de los testimonios señalan como principal brazo ejecutor de los fusilamientos en los que intervinieron requetés.

Es precisamente esta fuerza de «segunda línea» la que acude al Consejo de la Tradición (el «parlamento» de la Comunión Tradicionalista) para, a decir de algunos delegados provinciales, coaccionar a los asistentes en la trascendental decisión de respaldar o no el proyecto de Unifi­cación con Falange ideado por Franco y Serrano Suñer. Tal y como también queda constancia en

Momento del embarque en au-tobuses, el 19 de julio hacia las 8 de la tarde, según se dice en el dorso de la fotografía, de los requetés navarros que partirán hacia Somosierra.

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algunas comunicaciones, varios representantes denunciaron ante Manuel Fal Conde, que se en­contraba en Portugal expulsado por Franco, su actitud coactiva a favor de las tesis favorables a la Unificación defendidas por la Junta navarra, consiguiendo así inclinar la balanza contra la Junta Nacional, opuesta a la fusión (8).

También sorprende que los numerosos casos de denuncias no formen un archivo específico ni que se elabore una lista de sospechosos a los que detener, a no ser que el citado equipo policial tuviera el suyo propio y lo hubiera in­corporado a la Comisaría de Vigilancia cuando en noviembre del 36 comenzó a depender del Gobierno Civil. Este hecho, sin embargo, re­sulta improbable ya que no aparecen rastros de un archivo o lista de este tipo sino que, por el contrario, las denuncias permanecen en las car­petas siguiendo el orden cronológico con que eran elevadas a la Junta.

Aparte de algunos informes de carácter general que solicita la Junta a determinadas localidades o que llegan a ésta por iniciativa de las orga­nizaciones locales, sólo en una ocasión consta la intención de elaborar una amplia lista con el expreso objeto de tomar represalias contra sus integrantes. Esta iniciativa queda registrada en la sesión correspondiente al 9 de enero de 1937. Según se explica en el acta, en plena reunión se incorporó Ulibarri acompañado de Santesteban. Ambos exponen la conversación que acaban de mantener con el gobernador militar de Navarra sobre «los vandálicos y san­grientos crímenes» perpetrados en las prisiones de Bilbao, en cuyo asalto murieron más de 200 reclusos, entre ellos muchos de origen navarro.

Se propone «actuar con energía y rapidez», encomendando al citado teniente que elabore «una lista de personas que todavía no estén de­tenidas para proceder a su detención, sin per­juicio de actuar, también, contra aquellas otras que permanezcan recluidas en la Cárcel de esta Ciudad y Fortaleza de San Cristóbal». De las intervenciones que provoca esta iniciativa des­taca la de Ulibarri, quien recuerda que en esa lista no pueden figurar los hermanos Irujo y Ubago, ya que el gobernador militar tiene pro­hibido intervenir contra ellos. En su opinión,

debe ser la autoridad militar quien actúe y que, sólo en el caso de que no lo haga, se debe se­guir otro procedimiento, no dejando de adver­tir que la Junta no puede saltarse las leyes para imponer justicia ni actuar de la misma forma que «los rojos» (9). De la documentación se desprende que la lista se llegó a elaborar aun­que ni aparece registrada ni se llevó a cabo la venganza colectiva, bien porque los ánimos se enfriaron, bien porque otras autoridades lo im­pidieron (10).

Lo que sí queda claro en algunos de estos do­cumentos es que, además del enfrentamiento político con la Junta Nacional de Fal Conde, la Junta navarra tiene una posición distinta a la Nacional respecto a las iniciativas para hu­manizar la guerra y, de forma concreta, en la política de canjes. Al cotejar diferentes archivos —el de la Familia Borbón­Parma en el Archivo Histórico Nacional, el de Manuel Fal Conde en la Universidad de Navarra y el que sirve de base al presente trabajo—, se evidencia que fue la Junta dirigida por Martínez Berasáin la que hizo fracasar en diciembre de 1936 el Canje General auspiciado por la Junta Nacional, que suponía el intercambio de todos los rehenes y detenidos entre el Gobierno vasco y el Go­bierno de Salamanca (11).

Que el enfrentamiento entre estos dos sectores del carlismo venía de lejos se puede comprobar en algunos rastros dejados por la documenta­ción. Uno de ellos se refiere a la protesta por la actuación del «señor Múgica», miembro de la Junta Carlista de Guipúzcoa, quien a finales de agosto había puesto en libertad a la familia

Dos voluntarios carlistas en la despedida de sus familiares antes de salir para el frente. Uno de ellos lleva, sobre la camisa, el Corazón de Jesús.

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del dirigente socialista navarro Constantino Sa­linas sin contar con la autorización de la Junta navarra, que, por su parte, asegura que estaba realizando gestiones para intercambiar a estos rehenes por «significadísimas personas nava­rras de derechas detenidas en la Cárcel de San Sebastián».

El otro caso tiene que ver con las actividades de Rafael Olazábal, estrecho colaborador de Ja­vier de Borbón y de la Junta Nacional. Olazábal se había presentado el 7 de agosto en la cárcel de Tafalla con una orden de libertad para José Alfaro Cillero, destacado miembro del Frente Popular y candidato por esta coalición al Ayun­tamiento. Olazábal, que iba acompañado por Antonio Archanco y un piquete de requetés, se llevó al detenido en dirección a Francia «para una comisión», tal y como informó a la Junta un responsable de la Comandancia Militar. De­bido a estas actividades, la Junta navarra pre­sentó ante la Junta guipuzcoana una protesta formal, advirtiendo que Olazábal no podía ac­tuar de nuevo en territorio navarro sin su per­miso. Finalmente, el carlista guipuzcoano sería denunciado por personas cercanas a la Junta navarra, detenido, encarcelado en Vitoria y tras­ladado a Burgos, donde fue puesto en libertad tras la intervención urgente de otros miembros de la Junta Nacional, que no salían de su asom­bro por lo ocurrido (12).

LAS DENUNCiAS LOCALESPero si en este asunto no se puede hablar de que existiera la misma actitud entre la Junta Nacio­nal y la navarra, mucho menos, de acuerdo con este fondo documental, se puede extender la responsabilidad de lo que hizo la Junta de Pam­plona a las organizaciones locales y comarcales del carlismo, que hasta la auto­constitución de la citada Junta habían estado representadas por la Junta Regional presidida por Joaquín Balez­tena, que a partir del 20 de julio de 1936 quedó solapada por la de Martínez Berasáin.

Esta es otra de las conclusiones que se infieren después de haber consultado los numerosos in­formes y cartas enviadas por las distintas loca­lidades a la nueva cúpula del carlismo navarro. Teniendo en cuenta sólo aquéllas de las que se desprenden actos contra algún vecino, nos

encontramos con que este tipo de documen­tos son remitidos por 46 localidades navarras, cuando el carlismo tenía entonces núcleos or­ganizados en más de 150 pueblos (13). Aunque hubo localidades como Etxarri Aranaz donde no se generaron estos escritos y en los que, sin embargo, existe constancia de la actuación re­presiva de los requetés, por lo general donde no hubo denuncias tampoco hubo represalias. De acuerdo con ello, en casi el 70% de los pueblos donde había militantes o simpatizantes con ca­pacidad para elevar el correspondiente informe, solicitud o denuncia no se tomaron iniciativas en este sentido.

Respecto a este tipo de escritos, el fondo do­cumental conserva seis informes generales rea­lizados sobre Lumbier, Pitillas, Pueyo, Obanos, Valcarlos y Valtierra, dos de los cuales —el de Valtierra y el de Pueyo— se elaboran a petición de la Junta para confirmar denuncias previas. Además, se pueden contabilizar hasta quince localidades más donde surgen denuncias gené­ricas sobre personas, destacando entre ellas las elaboradas por la unidad del Requeté acanto­nada en Burguete. En otros escritos se propone la destitución en sus cargos de medio centenar de personas; en treinta casos se solicita el des­tierro o expulsión de sus localidades, incluido el traslado de religiosos o sacerdotes nacionalis­tas a otras parroquias, como ocurre con los de Artozqui, Aldaz o Vidaurre, cuatro pasionistas de Tafalla, un escolapio de Irache y varios reli­giosos más de Estella y Pamplona.

En este asunto hay que puntualizar el caso del colegio de Lecároz, del que queda registrada una lista de monjes capuchinos para su depura­ción. El diario del padre Gumersindo de Este­lla, que fue uno de los afectados por este tipo de medidas, da luz a la forma en que se elaboró la citada lista. Gumersindo de Estella, en su impresionante testimonio sobre los fusilados a los que asistió espiritualmente en Zaragoza a lo largo de toda la guerra (14), responsabiliza de la misma al sector de la orden capuchina con­trario a crear una Provincia Capuchina Vasca que incluyera Navarra. De forma concreta, ex­plica que él fue enviado urgente y expeditiva­mente a Zaragoza por sus superiores para im­pedir que hablara con los miembros de la Junta

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y desmontara así «el tinglado armado por los frailes». Según detalla este religioso, sus supe­riores le obligaron a coger de forma precipitada el primer tren con destino a la capital arago­nesa, prácticamente sin poder hacer la maleta, para que no tuviera tiempo de ponerse en con­tacto con Martínez de Berasáin, quien le había aclarado que en la Junta no existía documento incriminatorio alguno contra él, especificándole que tampoco lo habría en el futuro (15).

Cuarenta y tres denuncias más del fondo docu­mental se refieren a la necesidad de proceder a incautaciones, sanciones o multas de carácter económico, incluida una fábrica de tejidos que Francisco Goñi tiene en el barrio de San Juan para dedicarla al esfuerzo bélico. De otra vein­tena de comunicaciones se desprende el apre­samiento efectivo o una solicitud de detención, mientras que en un número de documentos algo menor se evidencia el deseo explícito o ve­lado de infligir algún tipo de castigo utilizando expresiones como la de «dar un escarmiento».

En total, en todos estos documentos enviados por las organizaciones locales a la Junta Central se cita a 244 personas, sobre las que se toma o se tiene intención de tomar algún tipo de represalia. Si estos nombres se cotejan con las listas publicadas hasta ahora con el mayor nú­

mero de ejecuciones, existe coincidencia en 22 casos, si se incluye la lista de Pamplona, y en 16 casos si solamente se tienen en cuenta las co­rrespondientes a los pueblos donde se generan las denuncias (16).

Esto, obviamente, no quiere decir que la respon­sabilidad de la Junta se limite a estos casos de ejecuciones, sino que las denuncias generadas por las organizaciones locales del carlismo, que forman el grueso de este fondo documental, no tienen como consecuencia la muerte de perso­nas y, por lo tanto, difícilmente se puede man­tener, al menos de forma tan genérica como se ha hecho, que el carlismo histórico —aquel que estaba fuertemente implantado en las zonas ru­rales de la Navarra media y septentrional— fue a la guerra con la intención de aniquilar física­mente al enemigo.

De esta documentación igualmente se des­prende que la existencia de las denominadas «juntas de la muerte», compuestas por todas las fuerzas nacionales y encargadas de aplicar la re­presión en las zonas rurales, no fue sistemática ya que, pese a la copiosa correspondencia exis­tente, prácticamente no se hace referencia a este tipo de juntas, ni siquiera para recabar di­rectrices sobre su composición, funcionamiento o planteando los lógicos problemas que debían

La conocida nota de Joaquín Ba-leztena, aún en funciones como Jefe de la Junta Re-gional, exigiendo que no se cometan actos de violencia. La Junta Regional sería sustituida por la denominada Junta Central Car-lista de Guerra.

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surgir en su actuación. Tampoco quiere decir esto que no existieran, ya que se tiene cons­tancia de ellas, sobre todo en la Ribera y Zona Media, sino que su implantación fue limitada, al menos en los pueblos con fuerte presencia del carlismo.

Sí quedan, por el contrario, registrados y en gran cantidad, los enfrentamientos con las otras fuerzas nacionales, sin excluir al propio Ejército, Guardia Civil y la Legión, aunque de forma prioritaria con Falange Española, orga­nización que de forma constante es conside­rada, dada la agresividad de su actuación, una amenaza para la pervivencia del carlismo en el mundo rural. Los choques con los «camisas azules» son tan numerosos que la Comandan­cia Militar advierte a las dos milicias —la car­lista y la falangista— que serán disueltas si no cesan los enfrentamientos, un hecho que hará en la práctica imposible la colaboración mutua en muchos lugares (17).

EL MAPA DE LAS EjECUCiONESEl caso de Artajona es muy sintomático sobre el modus operandi que pudo tener la represión en aquellas localidades con hegemonía política del carlismo, donde los jefes locales impidieron, en sintonía con la nota de Baleztena, las repre­salias sangrientas. Concretamente en Artajona,

junto a la Comunión Tradicionalista, existía un fuerte núcleo de izquierda que dirigía la So­ciedad de Corralizas, a cuyo frente destacaban Luis Armendáriz y Javier Domezain. Ambos son objeto de amenazas, incautaciones e in­cluso ataques a sus domicilios, acciones estas últimas que serán denunciadas, paradójica­mente, por la Guardia Civil de la localidad. Luis Armendáriz, en concreto, fue detenido a comienzos de agosto cuando se encontraba en el hotel El Cisne de Pamplona, llevando con­sigo gran cantidad de documentos pertenecien­tes a la citada sociedad. En las cajas de la Junta se conserva igualmente una carta de varios re­quetés exigiendo la «máxima pena» y «estricta justicia» contra las personas señaladas por su izquierdismo. De hecho, se llegó a elaborar una lista en la que figuran una veintena de nom­bres, pero el castigo que se solicita para ellos es una multa. Curiosa y sorprendentemente, en el archivo se conserva una comunicación del secretario de la Junta, José Úriz Beriain, infor­mando de que a Javier Domezain se le había concedido un salvoconducto para que nadie le molestara (18).

Como en Artajona, en muchos pueblos de tra­dicional predominio carlista apenas hubo eje­cuciones, algo que se corresponde con la escasa existencia de denuncias con esta finalidad con­

Estos dos mapas permiten comparar, siempre desde el punto de vista local y comarcal, la influencia del carlismo en Nava-rra y el número de ejecuciones durante los pri-meros meses de la Guerra Civil. El mapa de la izquier-da, publicado en la obra de Manuel Ferrer Muñoz sobre las elecciones en el periodo republi-cano, corresponde al voto de la Coali-ción Católico-Fue-rista en junio de 1931, hegemoniza-da por un carlismo que mantenía su histórica presencia en el mundo rural navarro. El de la derecha está publi-cado en Navarra 1936 : de la espe-ranza al terror para mostrar gráfica-mente la cantidad de ejecuciones. En el de la izquierda las zonas más oscuras indican la mayor influencia del carlismo; en el de la derecha, las zonas más oscuras indican el mayor número de ejecu-ciones. En líneas generales, com-parando los dos mapas, a medida que aumenta la presencia del car-lismo disminuyen las ejecuciones.

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No hubo fusilados

Menos del 5‰

Entre el 5‰ y el 15‰

Más del 15‰

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servadas entre «los papeles de la Junta», pero que también se puede apreciar gráficamente si se comparan los mapas sobre los resultados de las primeras elecciones tras la proclamación de la II República (las de junio de 1931) (19) y las del índice (por mil) de fusilados publicado por Altaffaylla (20). Comparando estos dos gráficos se comprueba que cuanto mayor era la incidencia electoral de la Coalición Católico­Fuerista, hegemonizada por el carlismo, menor fue la cantidad de ejecuciones. Las ejecuciones, también en líneas generales, se concentraron fundamentalmente en la zona meridional de Navarra, en la ribera del Ebro, en unas comar­cas donde el carlismo no tenía presencia his­tórica (anterior a la II República) y donde el Requeté contó con militantes durante la Gue­rra Civil debido al efecto de amalgama contra­rrevolucionaria que atrajo hacia la Comunión Tradicionalista a numerosas personas que ne­cesitaban un instrumento efectivo para hacer frente a la revolución.

Fueron estas zonas de la Ribera donde creció vertiginosamente la Falange y donde actuaron con mayor intensidad los piquetes de esta orga­nización, que apenas tenía presencia en Navarra antes de 1936. En el archivo de la Junta existe un revelador testimonio del jefe carlista de Ai­bar, que se enzarza en una agria polémica con la Falange debido a que, con la colaboración de antiguos izquierdistas, se estaba haciendo con el control del pueblo, hasta el punto de que se atreven a llevar detenida al cuartelillo a su hija. Para contrarrestar la campaña de desprestigio de los falangistas, quienes están difundiendo por el pueblo que los carlistas quieren ani­quilar a los simpatizantes del Frente Popular, el jefe carlista se limita a decir que, para ver cómo actúan unos y otros, «no hay más que dar una vuelta por la Ribera de Navarra», donde, en su opinión, se ha instalado un régimen «de terror» (21).

En este sentido, también resulta significativo comprobar cómo, después de diseccionar los testimonios publicados en la voluminosa obra de Altaffaylla, no se llega a los 40 casos en los que se hace una clara y explícita referencia a la intervención del Requeté, mientras que las referencias a Falange se elevan al medio cente­

nar, unas cifras que no guardan proporción con la diferencia abismal que existía entre ambas fuerzas respecto a su incidencia sociopolítica. Por el contrario, la práctica totalidad de los ca­sos de intercesión, mencionando también de forma explícita la filiación política de quienes intervienen, tienen que ver con militantes o simpatizantes del carlismo (22).

iNtERCESiONES Y CONtRADENUNCiASVolviendo a «los papeles de la Junta», también se contabilizan al menos 59 casos de carlistas que, en otras tantas localidades, interceden por personas que han sido detenidas o acusadas de ser contrarias al Movimiento Nacional. Varios de estos casos salen al paso de denuncias presenta­das por otros. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando el carlista de Erro Carlos Oroz defiende al caminero Juan Arellano, de Agorreta, contra quien el alcalde había redactado un informe des­favorable. Oroz asegura que Arellano, pese a sus ideas socialistas, antes había sido carlista y que la inquina del alcalde se debe a la defensa que ha­cía el acusado de las tierras comunales, pidiendo en su misiva a Martínez Berasáin que «no haya venganzas que el tiempo parece propicio para ello a pesar de [ser] buenos católicos» (23).

En otro gesto semejante, el capuchino Nicolás de Les (24) escribe una carta a la Junta con fe­cha de 7 de septiembre, encabezada con los le­mas «¡Viva Cristo Rey!» y «¡Viva España!», para aclarar las denuncias realizadas por el adminis­trador del Manicomio, al que califica de «caci­que absolutista», contra varios empleados que ya han sido detenidos. El religioso asegura que el administrador se ha «dado prisa y maña en cam­biar de chaqueta» acusando a varios trabajadores de izquierdismo cuando él también lo era. «Sería lamentable ver privados de su empleo a tantos padres de familia, algunos completamente in­ofensivos», por lo que solicita que «los deteni­dos y encarcelados puedan lo antes posible re­integrarse a su hogar», objetivo que cumple en la mayor parte de los casos. En la comarca de Basaburúa Mayor son Tiburcio Azpiroz, Juan Sasturain y el cartero de Jaunsarás, José Navarro, quienes interceden por el secretario del Ayun­tamiento, al que otros vecinos acusaban de na­cionalista. La Junta resuelve que las acusaciones eran falsas y así lo comunica a los denunciantes.

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Por su parte, las Margaritas de Goizueta en pleno salen en defensa de Sebastián Isurto quien, se­gún aseguran, ha sido falsamente acusado de izquierdista. Para ellas, se trata de una simple venganza personal y, por lo tanto, manifiestan «su más enérgica protesta contra estas persecu­ciones inicuas» y piden a la Junta que haga jus­ticia contra las falsas acusaciones. De Goizueta sale también una de las últimas comunicaciones registradas, con fecha de 30 de mayo de 1937. En ella, José Manuel Gamboa, alcalde y «jefe lo­cal del partido», intercede por Pedro Tomasena, de «conducta y moralidad intachables», rogando a la Junta que «ponga cuanto esté de su parte para que no se cometa con dicho señor ninguna arbitrariedad». Aunque reconoce su pasado na­cionalista, el alcalde también explica que To­masena se apartó de la «tendencia izquierdista» que había asumido el PNV, manteniendo una «honradez y hombría que nadie ni sus envidio­sos enemigos pueden negar».

Incluso aparecen casos de denunciantes que, al percatarse de las graves consecuencias que po­día tener su decisión, deciden dar marcha atrás. Así ocurre con la Junta local de Pueyo que, con fecha de 10 de marzo de 1937, rectifica su escrito contra el juez municipal explicando que, en realidad, la denuncia la había puesto otra persona de su parte, rogando que retiren la carta denunciadora. Lo mismo pretende Re­migio Murillo Iribarren, jefe de Negociado del Cuerpo de Correos, quien se desdice de su es­crito fechado el 3 de septiembre de 1936 propo­niendo la detención de los hermanos Martialay, los hermanos Navascués, José Maiza Hernández y Luis de Robles, para utilizarlos como rehenes en un hipotético intercambio con dos compa­ñeros apresados en San Sebastián: Francisco Ja­vier Asurmendi y Domingo Balda.

Al ver que no se iba a producir el canje y que, por lo tanto, los rehenes quedaban en una de­licada situación, envía otra carta aclarando que él no pretendía que se sacrificara «vida por vida» si los detenidos en la zona republicana eran ejecutados. «De manera alguna —insiste— deben sacrificarse sus vidas; únicamente debe utilizarse, si consiente la Comandancia Militar, su mediación para obtener el rescate. Si la Co­mandancia Militar no cree necesaria esta me­

diación, puede y debe, sin peligro, dejarse en li­bertad inmediatamente a todos ellos». «Incluso —añade— me alegraría de contar en lo suce­sivo a los detenidos (como rehenes) entre los compañeros, puesto que en su actuación como tales hay mucho de bueno». Tras esta carta, con fecha de 25 de septiembre de 1936 la Junta solicita la libertad de los hermanos Martialay y Navascués y de José Maiza Hernández.

En algunas de estas cartas quedan reminiscen­cias de la coincidencia política que había habido entre carlistas y nacionalistas hasta el fracaso del Estatuto de Estella cinco años antes. De otras, se desprende que el apoyo de muchos nacionalis­tas navarros a la sublevación militar fue sincero y no únicamente para salvar la vida. Son espe­cialmente significativas las dos remitidas por el abogado Manuel de Aranzadi. La primera, con fecha de 20 de julio de 1936, va dirigida al «Sr. Presidente del N.B.B. Iruña», anunciando su baja en el partido si no se aclaran las declaraciones del PNV apoyando al Frente Popular. La otra, al día siguiente, dice no «aguantar más» a los di­rigentes del PNV, poniéndose a disposición de la Junta carlista. Por su parte, Ángel Lazcano García explica que él no tiene que abjurar de ideas anteriores como otros han hecho porque siempre defendió la reintegración foral plena, como los carlistas en la última guerra, y que por eso apoyó el estatuto Vasco­navarro «a cuya re­dacción fuimos llamados diversos ciudadanos de todas las procedencias y, entre ellos, nuestro común amigo Ignacio Baleztena, que firmó, con los demás, el proyecto» (25).

Esta actitud guarda relación con el progresivo distanciamiento que se había producido en los años republicanos entre sectores del naciona­lismo navarro respecto a la línea revolucionaria del Frente Popular. De este periodo, aunque no figura en el archivo de la Junta, destaca la po­sición de Arturo Campión. Dejando a un lado su todavía discutido respaldo al golpe militar, en abril de 1932 había mostrado por escrito su solidaridad con la familia Baleztena, cuya casa en la confluencia del paseo Sarasate con la cén­trica plaza del Castillo de Pamplona había sido asaltada, produciéndose un conato de incendio que obligó a los dirigentes carlistas y a sus fa­milias a escapar por los tejados y refugiarse en

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San Sebastián durante una temporada. El cono­cido escritor envió con este motivo una carta mediante Emilia Galdiano a María Isabel Ba­leztena quejándose de que se correspondiera de esta forma a quienes «tanto han hecho por los obreros y los pobres». «Créame usted —dice la carta—: no me puedo desimpresionar y lo recordamos Arturo y yo constantemente, pro­testando ambos de acto tan bochornoso para Pamplona». De su puño y letra, Arturo Cam­pión, con una letra ininteligible debido a que para entonces prácticamente estaba ciego, re­mata la misiva con una posdata: «Agur. Pro­testo airadamente contra las brutales hazañas de la chusma. Comunique mis sentimientos a sus hermanos. Singularmente a Ignacio» (26).

En relación con la familia Baleztena, aparece el rastro de algunas de sus intercesiones para salvar la vida de detenidos, como la del mique­lete Juan Múgica, que prestaba servicio en el puesto de Urto, en la divisoria entre Guipúzcoa y Navarra, cuando se produjo allí el tiroteo con la columna de requetés que avanzaba desde Leiza. Ya en la cárcel de Pamplona, Ignacio Ba­leztena se encargó de que lo pusieran en liber­tad. Más adelante haría lo mismo con un mili­tante anarquista y con un médico que fundaría una de las más prestigiosas clínicas de Madrid: el doctor Jiménez Díaz. Ignacio Baleztena con­siguió su libertad asegurando que era una per­sona de confianza, pese a que no le conocía de nada. Ya a salvo, llegaría a la Junta un informe del Servicio de Información Militar (SIM) ad­virtiendo sobre las peligrosas ideas republica­nas que profesaba. Acabada la guerra, ambos, Ignacio Baleztena y Jiménez Díaz, conservarían de por vida un vínculo de amistad.

Aún más sorprendente que el caso de Jaime del Burgo Torres, que guardó silencio tras ver esconder al dirigente comunista Jesús Monzón y su compañero de la UGT Juan Arrastia, es el de Luis Elío Torres. En los archivos de la Junta apenas se cita su detención, pero se sabe por su propio testimonio y el de sus familia­res que Generoso Huarte Vidondo, capitán del Requeté, lo volvió a sacar a la calle cuando ya estaba detenido en comisaría y lo condujo a casa de Blas Inza. Este miembro de la Junta, que sufrió un registro en su casa por parte de

la Falange, lo escondió durante prácticamente toda la guerra. Años más tarde, ya en el exilio mejicano, se convertiría en uno de los más es­trechos colaboradores de Indalecio Prieto, líder socialista que no tuvo reparos en elogiar «la en­tereza» y el comportamiento de los requetés en los campos de batalla (27).

CONCLUSiONESEntre las consideraciones que se desprenden del fondo documental perteneciente a la Junta Central Carlista de Guerra de Navarra destaca la necesidad de estudiar este tema teniendo en cuenta que el carlismo en esta época tampoco actuó de forma homogénea ni mucho menos, como si de un partido político de corte clásico se tratara. En realidad, como es peculiar en este movimiento, dentro del carlismo existían di­ferentes posturas, camarillas y focos de poder, produciéndose concretamente un claro enfren­tamiento entre la Junta Nacional y la navarra.

En lo referente a la represión política, la Junta navarra actuó con un elevado grado de auto­nomía, no sólo respecto a la dirigida por Fal Conde, sino incluso respecto a las autoridades militares. Este hecho pone en cuestión la ex­tendida tesis de que la represión estuvo cen­tralizada y que las distintas fuerzas nacionales sincronizaban en este terreno su actuación. Los numerosos choques y enfrentamientos entre falangistas y carlistas, por otra parte, indican más bien que esta coordinación fue muy limi­tada en las zonas rurales.

Las ejecuciones que se llevaron a cabo con parti­cipación carlista, por lo general, fueron realizadas por grupos pertenecientes al Requeté Auxiliar o de Segunda Línea, que actuaban en la retaguar­dia bajo instrucciones directas de la citada Junta Central Carlista de Guerra. En la mayor parte de los pueblos o localidades navarras donde existía presencia del carlismo anterior a 1931 (carlismo histórico), sin embargo, no se tomaron iniciativas que buscaran de forma intencionada la muerte de las personas denunciadas o amenazadas.

A la hora de analizar estos graves acontecimien­tos y de establecer el grado de responsabilidad sobre los mismos se ha de tener en cuenta no sólo la importancia de quienes actuaron sino,

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igualmente, de quienes conscientemente no lo hicieron o intervinieron en sentido contrario para interceder o avalar a personas amenaza­das.

Teniendo en cuenta estos hechos, no se puede extender la responsabilidad de este tipo de

crímenes al conjunto del carlismo navarro, im­plantado fundamentalmente en el mundo rural, y mucho menos a los miles de voluntarios que, precisamente procediendo de estas localidades, engrosaron desde primera hora los tercios de requetés que combatían en el frente ajenos a lo que ocurría en la retaguardia.

(1) AltAffAyllA Kultur tAldeA, Navarra 1936 : de la es-peranza al terror, Tafalla (Navarra): Altaffaylla, 1986, p. 16. Esta obra ha tenido nueve ediciones hasta la actualidad.

(2) Archivo Real y General de Navarra, Fondo Junta Central Carlista de Guerra [ARGN­JCCG], caja 51.184.

(3) Autobiografía inédita de Dolores Baleztena Azcárate bajo el título de Memorias de una chofer. La nota, su­ficientemente conocida, realizaba un llamamiento a no cometer actos violentos ya que, según decía, el carlismo solamente tenía enemigos en el campo de batalla.

(4) ARGN­JCCG, caja 51.184.(5) Manuel MArtorell, Jesús Monzón, el líder comunista ol-

vidado por la Historia, Pamplona : Pamiela, 2000, p. 51.(6) Entrevista con Jaime del Burgo Torres.(7) ARGN­JCCG, caja 51.189. Llama la atención la uti­

lización del término «Partido Carlista», que también aparece en el documento fundacional de la Junta Central Carlista de Guerra, término que entraría en desuso a lo largo de la guerra y, sobre todo, después de la misma, cuando en los documentos prácticamente sólo aparece el nombre de Comunión Tradicionalista para hacer referencia al carlismo organizado.

(8) Manuel MArtorell, «Navarra 1937­1939: el fiasco de la Unificación», Príncipe de Viana 244 (mayo­agosto 2008), pp. 429­458.

(9) ARGN­JCCG, caja 51.189, sesión del 9 de enero de 1937.

(10) AltAffAyllA Kultur tAldeA, op. cit. [2004, 7.ª ed.]. En las listas de Altaffaylla no se nota un repunte sig­nificativo de las ejecuciones durante este mes.

(11) MArtorell, «Navarra…».(12) ARGN­JCCG, cajas 51.179 y 51.181.(13) Esta cifra está basada en las localidades donde, de

acuerdo con los registros existentes en el Fondo de Asociaciones del Archivo Real y General de Navarra, funcionaban o se abrieron círculos carlistas o tradi­cionalistas durante este periodo.

(14) Gumersindo de estellA, Fusilados en Zaragoza 1936-1939, Zaragoza : Mira, 2003.

(15) estellA, op. cit., p. 48.(16) Hasta ahora las listas más amplias son las publicadas

por AltAffAyllA Kultur tAldeA, op. cit., que incluye en torno a los 3.000 nombres. A la hora de cotejar los nombres, se han excluido, obviamente, los que mue­ren muy lejos de Navarra y aquellos originarios de otras provincias que fueron encarcelados durante la Guerra Civil en el Fuerte de San Cristóbal. Sin em­bargo, se han incluido algunas personas que, aunque

no aparecen en «los papeles de la Junta», se supone que, debido a la coincidencia en la fecha de deten­ción, ejecución o relación familiar, necesariamente debieron ser detenidas junto a los que sí figuran en el archivo. Por ejemplo, en las carpetas aparece una orden de detención de las «señoras Cayuela» con fe­cha de 22 de agosto de 1936. Ellas no figuran en la lista de ejecutadas pero sí aparecen Natalio y San­tiago Cayuela, fusilados al día siguiente, sobre los que no constan denuncias. Igual ocurre con el caso de Jesús Dorronsoro, hermano de Corpus Dorron­soro, concejal del Ayuntamiento de Pamplona. Am­bos fueron fusilados y, por lo tanto, se entiende que en la detención de ambos intervino la Junta Carlista de Pamplona. El mismo caso ocurre en Larraga, con los cuatro hermanos García García, con los hermanos Lategui de Obanos y Lacasta Janices de Beire.

(17) MArtorell, «Navarra…».(18) ARGN­JCCG, caja 51.182.(19) Manuel ferrer Muñoz, Elecciones y partidos políticos

en Navarra durante la Segunda República, Pamplona : Gobierno de Navarra, 1992, p. 294.

(20) AltAffAyllA Kultur tAldeA, op. cit. [2004, 7.ª ed.], p. 815.(21) ARGN­JCCG, caja 51.181.(22) Estas cifras están elaboradas a partir de la lectura de los

testimonios que se publican en la primera edición del libro, correspondiente a 1986, haciendo distinción clara sobre la orientación política de sus autores. Desgracia­damente, en la mayor parte de los testimonios no se especifica a qué organización política pertenecían quie­nes actuaban, utilizándose términos genéricos como «fascistas», «derechistas» o «franquistas», lo cual impide la delimitación ideológica de responsabilidades y, por el contrario, facilita las conclusiones generalizadoras.

(23) La carta lleva fecha de 15 de abril de 1937 y se con­serva en la carpeta numerada con 20.306­1.

(24) La firma del religioso que escribe esta carta está muy confusa en el original; puede ser Nicolás de Les, Lis o alguna expresión parecida.

(25) ARGN­JCCG, caja 51.184.(26) ARGN­JCCG, caja 51184. Sobre la nota de Arturo

Campión, Ignacio Baleztena : Premín de Iruña (biogra­fía inédita).

(27) Artículo de Eduardo MAteo GAMbArte en El exilio republicano navarro de 1939, Pamplona : Gobierno de Navarra, Departamento de Educación y Cultura, 2001, p. 358. Las reflexiones de Indalecio Prieto apa­recen en un artículo que, sobre el derecho a la suce­sión de don Juan, escribió en la revista Bohemia (La Habana), 13 de marzo de 1955.

NOtAS

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IntroduccIónDon Severino Aznar Embid no pasará a la his-toria por sus inquietudes o reflexiones políticas, sino por su vocación y dedicación a la reforma social. Sin embargo, toda teoría de orden so-cial lleva aparejada una reflexión de naturaleza política. Don Severino sólo acudió a la política

en ocasiones que consideraba extremas o como impulso a sus anhelos de transformación so-cial.

La propuesta de reforma social de Severino Aznar no encaja perfectamente con su filiación carlista, que siempre le acompañó directa o in-

Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología, y en Ciencias Religiosas. Master en Doctrina Social

de la Iglesia. Doctorando en Ciencias Políticas. Diploma de Estudios Avanzados en historia social

y del pensamiento político. Profesor de religión católica en ESO y Bachillerato.

El pensamiento político de Severino Aznar Embid, un carlista atípico

Francisco J. Carballo

rESuMEn

Se cumplen 50 años de la muerte de don Severino Aznar Embid, uno de los más grandes apóstoles del catolicismo social en España, difícil de etiquetar en términos ideológicos. Oficialmente fue un carlista crítico. Para los más superficiales o para la propaganda política populista, sim-plemente fue un colaborador de la dictadura militar que sobrevino a la Guerra de 1936. La realidad es mucho más compleja. Nunca ocultó sus afanes de transformación social y nunca ocultó su insatisfacción por este motivo ante los partidos y regímenes políticos con los que colaboró. Su actitud ante la política responde a los patrones clásicos de su tiempo en un católico formado e informado, aunque fue crítico con el catolicismo político que le tocó vivir. Se movió en ambientes políticos conservadores, porque allí estaban los católicos de su tiempo, que le decepcionaron por su incomprensión de las exigencias sociales de la Iglesia.

PALABrAS cLAVE

Carlismo - Corporativismo - Democracia cristiana - Democracia orgá-nica - Liberalismo político - Severino Aznar Embid.

SuMMArY

It’s the 50th anniversary of the death of Mr. Severino Aznar Embid, who was one of the greatest apostles of social Catholicism in Spain, who is difficult to label in ideological terms. Officially, he was a critic Carlist. According to the most superficial or populist political propaganda, he was just a collaborator of the military dictatorship that followed the War of 1936. The reality is much more complex. He never hid his efforts for social transformation and his dissatisfaction with political parties and regimes he collaborated with. His attitude towards politics responds to the classical style of his time but he became a trained and informed Catholic, although he was a critic of political Catholicism in which he lived. He moved into conservative political environments, because those were environments where the Catholics of his time were, who disappo-inted him by their misunderstanding of the social demands of Church.

KEY WordS

Carlism - Christian democracy - Corporativism - Organic democracy - Political liberalism - Severino Aznar Embid.

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directamente. Aznar es y se siente ideológica-mente carlista, pero su ideario social es inequí-vocamente de contenido revolucionario. Tal vez ello le alejó de sus correligionarios, que nunca llegaron tan lejos en la interpretación del ma-gisterio pontificio y en el anhelo de reformas sociales de tanta envergadura.

También pudo separarle del carlismo su acata-miento sincero, no retórico, de la enseñanza de León XIII sobre la accidentalidad de las formas de gobierno. Su pragmatismo le impedía una defensa incondicional de la monarquía. Acep-taba una eventual república cristiana; sólo pe-día que fuera sinceramente cristiana y sobre todo social.

Su credo carlista, mitigado con el tiempo, no le ayudó en su proyección pública post mortem. Tampoco las intensas relaciones con la Falange primitiva de Primo de Rivera de varios de sus hijos. Y menos aún los cargos que ocupó en la dictadura militar después de la Guerra de 1936.

En el cincuenta aniversario de su muerte es muy oportuno reivindicar una figura extraña-mente poco estudiada, de ortodoxia católica contrastada, prudente y humilde, que vivió en-tregado para la difusión de la Doctrina Social de la Iglesia (1), desde la influencia que le pro-porcionaban su cátedra de sociología, sus artí-culos y conferencias, y los cargos que ocupó en la administración pública.

LA fIgurA dE SEVErIno AznArSeverivo Aznar Embid (Tierga, Zaragoza, 1870; Madrid, 1959), tuvo una formación religiosa y militante en el carlismo, movimiento predomi-nante en la montaña aragonesa. Entre 1883 y 1893 estudió Humanidades, Filosofía y Teología en el seminario de Zaragoza, donde había empe-zado estudios eclesiásticos que no concluyó (2). Hizo el doctorado en Madrid con la tesis «La conciliación y el arbitraje» (1911) sobre las re-laciones entre capital y trabajo en las leyes de 1908. Con 19 años comenzó a escribir en el semanario El Mercantil de Aragón. La censura liberal de la Restauración le obligó a desterrarse a Francia. Entre muchas penalidades, consiguió establecerse como profesor de español y redac-

tor en un periódico galo. En 1903 volvió a Es-paña bajo el gobierno de Antonio Maura. Desde las páginas de la prensa defendió al obispo de Valencia, Nozaleda, acusado por la izquierda de colaboración con Estados Unidos en las islas Fi-lipinas, robadas a España (3). Durante tres me-ses escribió tres artículos diarios al respecto con el pseudónimo de «Doctor X» (4).

En 1904 escuchó en Tarragona al padre jesuita Vicent, impulsor de un movimiento coope-rativista y gremial de inspiración cristiana, y precursor de lo que ha venido a llamarse cato-licismo social en España, que despertó su voca-ción social: «mis conversaciones con usted [...] han fijado mi vocación; yo haré acción social cristiana y sabré de eso o no sabré de nada». En 1907 funda con Salvador Minguijón e Ino-cencio Jiménez la revista La Paz Social, que estimuló la fundación de sindicatos católicos agrarios y cajas rurales para su financiación. Esta revista consiguió aglutinar lo más selecto del catolicismo social en España al tiempo que consiguió que se derogasen algunas disposicio-nes legislativas y administrativas restrictivas del derecho sindical o los derechos laborales (5). En 1914, fue nombrado asesor social del Ins-tituto Nacional de Previsión [INP], donde de-fendió las reivindicaciones obreras y denunció la situación en que se encontraban los trabaja-dores. Se opuso al sindicalismo en el Ejército, dedicando mucha atención periodística y hasta dos famosas conferencias a las Juntas de De-fensa (asociaciones profesionales de militares) surgidas en 1917.

En 1916 había ganado la cátedra de Sociología en la Facultad de Sociología de la Universidad Central (Madrid), jubilándose en 1940. Entre sus discípulos destacan Joaquín Ruiz Jiménez o Jesús Pabón. Fue también profesor del Semi-nario de Madrid (donde fundó el Círculo de Estudios Sociales de la Cátedra de Problemas Sociales) y de «Instituciones económico-socia-les» en la Academia Universitaria Católica.

Fue uno de los pioneros en España del cato-licismo social bajo la influencia del obispo de Tarazona, Salvador y Barrera, desde el catoli-cismo social surgido en Bélgica y Alemania. Su dedicación a los asuntos sociales le apartó de

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las actividades políticas. Fue representante en España de las enseñanzas del catolicismo so-cial del cardenal Mercier, y casi único delegado español en los congresos católicos de Malinas (Bélgica). Fundó la biblioteca «Ciencia y Ac-ción. Estudios Sociales» para la propagación de este catolicismo social, publicando alrede-dor de 60 volúmenes de autores como Toniolo, Pesch o Hertling. Introdujo también en España en 1906 las Semanas Sociales, fundadas en Ale-mania en 1892. Fundó la página social en El correo español, órgano oficial del carlismo, pri-mera hoja periodística que se dedicaba en Es-paña a este asunto concreto (6). Y fue asiduo colaborador de El Debate.

Miembro de la Real Academia de Ciencias Mo-rales y Políticas desde 1921, leyó su discurso de ingreso sobre «La abolición del salariado», anti-cipándose a Pío XI y Quadragesimo Anno y su enseñanza sobre la conveniencia de sustituir el contrato de trabajo por el contrato de sociedad. Realizó numerosos viajes, participando en di-versos congresos internacionales como los Con-gresos Mundiales de la Población de Ginebra en 1927 y de Roma en 1931, defendiendo las enseñanzas de la Iglesia frente a las tesis maltu-sianas de los liberales.

Más tarde fue presidente del INP. Fue además fundador y presidente de la Asociación Espa-ñola de Sociología y vicepresidente de honor del Instituto Internacional de Sociología. Fue también director del Instituto Balmes de So-ciología del CSIC y codirector de la Revista In-ternacional de Sociología de dicho Instituto (7). Sus últimos años de vida los dedicó a los es-tudios demográficos, a la preocupación por la familia, a denunciar el neomaltusianismo, a las deficiencias del sistema sanitario español, a la alta mortalidad y la baja natalidad en la socie-dad española.

Cuando Severino Aznar cumplió 80 años de edad y 50 años como «misionero social» recibió un homenaje y la medalla de oro del Trabajo de la provincia de Zaragoza, la Gran Cruz de Isabel la Católica y la Gran Cruz de la Orden Pontificia de San Silvestre por su fidelidad a la Doctrina Social de la Iglesia, concedida por Pío XII. También fue nombrado «Officier de la

Couronne de Belgique» por su relación con el catolicismo social del centro de Malinas.

Sus obras más importantes fueron La cruzada sindical (1903), La misión de la prensa (1904), El catolicismo social en España (1906), La ac-ción social agraria en Navarra (1916), El sub-sidio de maternidad (1923), El retiro del obrero y la agricultura (1925), La familia como institu-ción básica de la sociedad (1926), Despoblación y colonización (1930), Promedio diferencial de la natalidad, mortalidad y reproductividad en los grupos sociales de España (1931), Impresiones de un demócrata-cristiano (1931), El pensamiento social de Vázquez de Mella (1934), El seguro de enfermedad y los médicos (1934), Del salario familiar al seguro familiar (1939), Las encícli-cas «Rerum Novarum» y «Quadragesimo Anno» (1941) y Ecos del catolicismo social de España,

Las enseñanzas de León XIII sobre la accidentalidad de las formas de gobierno pudo separar a Severino Aznar del carlismo.

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cuyo primer volumen dedicó a los Estudios económico-sociales (1946), mientras que al año siguiente publicó los dedicados a Los seguros so-ciales y los Estudios religioso-sociales.

don SEVErIno Y LA PoLítIcAJosé María García Escudero se refería a don Severino Aznar como uno de esos hombres donde destaca el predominio de lo social sobre lo político, calificando a Aznar como «antiguo tradicionalista» (8). No sintió efectivamente Aznar una vocación política directa, salvo en casos excepcionales, cuando entendió que la civilización estaba seriamente amenazada, sino que sintió que su vocación estaba en la reforma social católica (9).

Tal vez sea ésta una utopía al margen del poder político, y su intención de influir en las auto-ridades, en los católicos o en el pensamiento social de su tiempo fuese una ingenuidad. Lo cierto es que dedicó su vida al apostolado so-cial, aprovechando la tribuna de privilegio que le proporcionaba su condición de catedrático de sociología, sus escritos en libros y publica-ciones periódicas, y sus tareas de asesor de dis-tintos organismos públicos.

Se declaró admirador de la vehemencia del es-critor francés Luis Veuillot (1813-1883), que había influido sobre su fe, vocación y estilo, aunque no compartía todas sus tesis (10). Ad-miró también a Joaquín Costa, su paisano. Az-nar suscribe en 1911 algunas de sus tesis. Costa odiaba al parlamento, condenaba la desamorti-zación de los bienes eclesiásticos que llevaron a la pobreza a tantos campesinos y enriquecieron a unos cuantos plutócratas y tenía como ideal a los Reyes Católicos. Aunque Aznar tuvo al-gunas discrepancias con Costa, le reconoce, con Aparisi y Guijarro, su condición de aristó-crata de Dios y de amante de la Tradición (11). Don Severino fue amigo también de no pocos miembros de la Generación del 98, aunque no se sintió ideológicamente cercano (12).

Ante el asesinato de Canalejas, condenó Aznar al anarquismo, que había dado muerte precisa-mente al responsable de la plena libertad que disfrutaba este ideario disolvente, en una per-misividad que Aznar calificaba como insensata.

Pidió la justa represión de esta criminal propa-ganda, aunque confiaba más en la solución de las medidas preventivas (13).

Siempre fue partidario de la unión de las de-rechas, como había pedido el Episcopado, frente al entendimiento de las izquierdas (14), aunque sabía que los problemas de España no se resolverían en torno a la dicotomía dere-chas-izquierdas, y que la alternativa católica que demanda el bien común estaba maniatada por internas contradicciones e incoherencias: «la gran debilidad de los católicos no es su desunión, no es el amplio cauce que las leyes y las costumbres abren a las más locas pro-pagandas y a las prácticas más bárbaras, no; está en que va por un lado su fe y por otro su vida; en que no practicamos lo que creemos o en que con frecuencia resbala nuestra fe so-bre la superficie del Evangelio» (15). Tampoco comprendía Aznar que muchos católicos, so-bre todo los católicos legitimistas, siguieran dócilmente las consignas de Maurras, ateo y seguidor de Nietzsche, que pretendía usar tor-ticeramente a la Iglesia, despojada de su cris-tianismo, al servicio de su monarquía y de su nacionalismo (16).

Pero este puntual y aparente derechismo de Aznar sólo tenía una razón: el miedo a la vic-toria bolchevique, que supondría la llegada de otro capitalismo, esta vez de carácter público, y la implantación de una concepción falsa de la vida y de la historia en el materialismo mar-xista. En realidad, sus teorías al respecto del orden social escandalizaban a casi toda la dere-cha, en cualquiera de sus versiones, cuyo con-servadurismo social estaba en las antípodas de los postulados sociales de Aznar.

Don Severino fue candidato carlista por Da-roca en 1910. En la antesala de la dictadura de Primo de Rivera participó en el Partido So-cial Popular (PSP), reunión de carlistas como Víctor Pradera, algunos democristianos y hasta miembros de lo que sería la extrema derecha en la II República. Colaboró con la dictadura del general Primo de Rivera, perteneció a la Unión Patriótica y formó parte de la Asamblea Nacional Consultiva, que intentaba instaurar en España un régimen corporativo.

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EL gruPo dE LA «dEMocrAcIA-crIStIAnA»En 1919 el grupo «Democracia Cristiana» reu-nió a diferentes intelectuales carlistas arago-neses que se dedicaron a la difusión del cato-licismo social con independencia de las siglas políticas. Coincidía en este sentido Aznar con el padre Vicent: era necesario separar la polí-tica de la acción social, rechazando todo exclu-sivismo o partidismo que dificultase la reforma social.

La fundación del grupo «Democracia Cris-tiana» no tuvo un sentido político. Su concepto de lo democristiano venía de los pioneros del catolicismo social. La democracia cristiana era para él «la acción de los católicos encaminada a la difusión teórica y a la incorporación prác-tica de los principios sociales del catolicismo a las costumbres, a las leyes y a las instituciones procurando la justicia social para todos, y de un modo especial la elevación social, económica y moral de las clases menospreciadas y necesita-das». Democracia-cristiana para Severino Aznar era sinónimo de catolicismo social (17).

Su filiación carlista le aleja además de las te-sis condenadas de «Le Sillon» por Pío X (18). No tiene esta denominación ninguna connota-ción política (19). La profesora López Coira se confunde, a mi modesto entender, imputando a don Severino una «mentalidad democrática y progresista», valores que ella parece consi-derar positivos sin matización, al tiempo que explica la animadversión mutua entre Aznar y el marqués de Comillas, colaborador del padre Vicent, por el alfonsinismo y anticarlismo del marqués.

Pero el carlismo nunca ha sido partidario de la democracia en el sentido moderno. La profe-sora Coira insiste en imputar a don Severino un intento de compatibilizar el liberalismo po-lítico con el catolicismo. Ni la actitud abierta-mente colaboracionista, no sólo de acatamiento, de Aznar con las dictaduras de los generales Primo de Rivera y Franco, ni su origen carlista, ni el nacionalsindicalismo joseantoniano de sus hijos, ni las valoraciones de Ángel Ossorio co-mentando la posición política de los miembros del grupo fundado por Aznar..., permiten esta afirmación, tal vez más apropiada para Ángel

Herrera que para Severino Aznar. El sentido democrático de Aznar se refería a la forma de actuación del Consejo Nacional de las Corpo-raciones Católico Obreras, que el marqués ma-nejaba con sentido autoritario y don Severino quería democratizar, rejuvenecer y revitalizar en su participación en los conflictos sociales, lo que no era del gusto de alguna jerarquía ecle-siástica como el primado Aguirre, que temía que el catolicismo social cayese en manos del carlismo (20).

Tusell confirma que don Severino no era demó-crata al uso, viendo en ello un problema donde la tradición de la Iglesia veía una virtud, porque participación popular en las tareas de gobierno es cosa distinta de la soberanía popular, que la Iglesia siempre ha visto como una forma de ab-solutismo que pretende erigirse por encima de la Justicia, la verdad y la dignidad del hombre.

El viejo carlismo de Aznar puede que no estu-viese activo en la II República, pero se reactivó en la guerra sin duda. En correspondencia con Ángel Ossorio, éste se dice liberal y reprocha al grupo de Aznar que no lo sea. Éste replica a su vez que el grupo es vario y plural, que hay discusión y que las acusaciones de absolutismo de Ossorio al respecto de la ideología del grupo valdrán en todo caso para algunos socios pero no para todos ni para la mayoría. Ossorio con-firma que el grupo era avanzado en lo social pero antidemócrata.

Tusell afirma que Aznar presumía en aquella época de apolítico, y que fue por ello calificado de «solitario», y que tal vez fuese la moderación de la CEDA la línea de Aznar, sentencia que contradice en cualquier caso la tesis de Ossorio y del propio Tusell sobre la ideología antide-mocrática de la mayoría de los «católicos socia-les» (21).

La actitud de Aznar ante la democracia mo-derna es esencialmente inequívoca: «todos los que llevan al Parlamento los matonismos soeces del mitin, lenguaje de taberna o de presidio si queréis, son mal educados, son culpables, serán abominables. Pero no negaréis responsabilidad al parlamento, el primer revolucionario» (22). A la altura de la I Guerra Mundial, negaba la

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El Correo Español será el primer pe-riódico español en incluir una página social, por inicia-tiva de Severino Aznar.

representatividad de los parlamentos, entre el caciquismo y la falta de criterio de la mayoría de los votantes, donde no se representan ni ideas ni intereses (23). Desprecia el absolutismo del parlamento, el relativismo moral del régimen de partidos políticos (24). En el contexto de la Guerra de 1936 arremetió contra los parti-dos políticos, germen de división y relativismo, apelando a su ideario tradicionalista y al pensa-miento de José Antonio Primo de Rivera, en-tonces en boga (25). Denunció la dificultad en 1936 de intervenir en la gobernación pública, a pesar de vivir en regímenes democráticos deco-rados con el título pomposo de soberanos (26). Defiende por el contrario la democracia medie-val, la representación de intereses corporativos y la limitación de la soberanía de los hombres y de los pueblos en el bien común.

Sí es cierto que algunas reflexiones de don Se-verino resultan contradictorias con su pensa-miento, visto éste de manera sistemática. Hace, por ejemplo, una curiosa y discutible distinción entre las disputas políticas del siglo XIX, que considera secundarias, pese a las revoluciones y golpes de Estado de signo liberal y a las tres guerras carlistas, porque considera que las di-ferencias no afectaban a la estructura básica de la sociedad, frente al marxismo que pre-tende destruir todo lo bueno heredado del pa-sado (27). En otra ocasión dijo que «sin duda se puede ser católico y republicano y demócrata», añadiendo que no sabe de nadie que lo haya negado (28). Es de suponer que se refiere a la democracia entendida como participación po-pular en la gestión y fiscalización de las tareas de gobierno, y no a la soberanía popular que la Iglesia y especialmente el carlismo siempre han combatido. Lo más desconcertante es la buena

impresión que tiene de Marc Sagnier y su de-mocracia, cuyas tesis demócrata-cristianas, esta vez sí en el sentido liberal, habían sido conde-nadas por la Iglesia (29).

En el prólogo de Aznar al volumen XXIV de las Obras Completas de Vázquez de Mella co-menta don Severino una conversación que tuvo al respecto de la democracia-cristiana con el propio Mella. Don Severino le dijo al tribuno carlista: «¿Cómo combate usted la Democracia Cristiana, que es esencia de nuestra Tradición? […] Usted es más tolerante que Luis Veuillot, y él ha escrito párrafos que son estrofas admira-tivas en honor de la Democracia Cristiana. Ésa no es la que usted combate, y usted no es como esos beocios que la odian porque la confunden con la democracia política» (30). Mella le con-fesaba que acaso fue él mismo el primero en utilizar esta polémica expresión, pero refirién-dose a otro tipo de organización democrática de la sociedad, a la democracia antigua, a la de-mocracia que defiende la Iglesia, aquélla donde no se discuten valores absolutos sino donde se representan intereses corporativos.

Hablando don Severino con monseñor Portier en alguna de las reuniones de la Unión Inter-nacional de Estudios Sociales de Malinas, se ex-trañaba el prelado de que Aznar pudiese hacer compatible su condición demócrata-cristiana con su tradicionalismo político. Don Severino replicó que su eminencia pensaba en francés. Que el legitimismo de Maurras nada tiene que ver con el tradicionalismo español que encarna su maestro Vázquez de Mella, para arremeter contra quienes tienen una concepción utilita-rista de la religión cristiana (31) y distinguiendo entre los demócrata-cristianos de nombre, de aquellos que lo son en realidad (32).

En una entrevista al diario Pueblo a propósito de su concepción de la democracia-cristiana, reiteró que él no era «demócrata político» sino demócrata-cristiano, una expresión de gran abolengo; así se llamó el cardenal Mercier o el padre Rutten. Demócrata-cristianos se lla-maron el economista Toniolo o monseñor Po-ttier, consejero de tres papas; el arzobispo de Valencia, doctor Salvador y Barrera; el carde-nal Guisásola, arzobispo de Toledo; y los dos

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grandes obispos estudiosos del catolicismo social, el obispo de Orihuela, doctor Maura y Gelabert, y el de Vich, doctor Torras y Bages. «¿Cree usted que, parapetado detrás de estos hombres tan ilustres y queridos por la Iglesia, puedo yo tener miedo a llamarme demócrata-cristiano?» (33). La expresión democracia-cristiana asusta a muchos españoles, replicó el periodista. Don Severino contestó: «en rigor no es otra cosa que la acción de los católicos encaminada a la difusión teórica y a la incor-poración práctica de los principios sociales del catolicismo a las costumbres, a las leyes y a las instituciones, procurando la justicia social para todos, y de un modo especial la elevación social económica y moral de las clases menosprecia-das y necesitadas» (34).

El diario El debate, después de un elogio extenso y rico en adjetivos laudatorios hacia don Seve-rino y su grupo, hacia su ciencia, hacia su em-peño de cristianización de la sociología, hacia su promoción del catolicismo social, concluye una crónica sobre Aznar con un reproche final: la denominación «democracia-cristiana». Dice el periódico de Herrera Oria que no es acer-tado este nombre desde el punto de vista de la táctica, apelando al juicio del nuncio del papa, que así lo estimaba también. El diario aconseja al grupo de Aznar que no haga política, por-que con ese título resultaría dañado (35). Este consejo es extraño, y como tantas consignas del famoso periódico, confusas. Ciertamente, la denominación se prestaba a confusión. Casi es tanto como si el catolicismo social se llamase socialista, apelando a la etimología, al que usó primero el vocablo… Es una batalla absurda.

Precisamente se queja Aznar de la campaña de hostilidad contra el «Grupo de la Democracia Cristiana» de buena parte de la prensa conser-vadora española y de los integristas franceses, porque confundían su nombre de manera frí-vola y anacrónica, señala Aznar. Hubo hasta denuncias a Roma, que estaba enterada del problema. Benedicto XV resolvió la cuestión hablando de la verdadera democracia cristiana, para referirse a las reformas sociales inspiradas en Rerum Novarum (36). Incluso había reci-bido la aprobación explícita de León XIII en su Encíclica Graves de Commnuni de 1901 (37).

Pero don Severino estaba enamorado de esta expresión y con ella murió.

EL cArLISMoSu relación con el carlismo fue peculiar. Nunca renegó de su origen y formación carlista. Y puede decirse que fue amigo íntimo de Váz-quez de Mella. Pero con el tiempo se alejó en parte del ideario carlista, un tanto decepcionado porque en las filas carlistas no se comprendió su catolicismo social, precisamente cuando don Severino entendía que eran los carlistas quie-nes estaban llamados a encabezar la Doctrina Social de la Iglesia en el orden económico y so-cial, como lo hacían en el orden político.

En la posguerra se acercó a la Falange, en la versión franquista, esto es, unificada por de-creto con el carlismo. Pero la cortedad de miras del Régimen del 18 de Julio en el orden social y el incumplimiento sistemático de sus propias leyes, en especial del Fuero del Trabajo, que consagraba buena parte de las aspiraciones del catolicismo social, le decepcionaron.

En muchos aspectos puede observarse la forma-ción carlista de Severino Aznar. Está presente en su antiliberalismo: «liberalismo individua-lista, estólido y anticlerical de que pastan los republicanos españoles» (38). En 1928 se dice antiliberal, porque el liberalismo, confiesa, ha sido una desgracia para España (39). En 1945 decía que durante 70 años sólo un Arca de Noé resistió el diluvio del liberalismo que lo invadía todo: el partido carlista (40). Imputa la respon-sabilidad del nacimiento y auge del socialismo al liberalismo (41): el socialismo es un exceso frente al liberalismo, porque supone la negación de la justa y legítima libertad como reacción a la libertad absoluta del liberalismo (42).

Otra influencia carlista es su aversión por las revoluciones, incluso en su sentido formal y estético. «Dios sabe sacar grandes bienes de los males; la Revolución es un mal, y en las manos de Dios, de las que nada se escapa, no puede ser otra cosa que una medicina o un castigo» (43). En 1923 no cree en la necesidad ni en la bondad de las revoluciones. Estima que todo lo bueno que podría traer una revolución puede alcan-zarse por evolución, eso sí, siempre que no se

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cierren los caminos de la misma, evitándose toda la tragedia y destrucción que suele acompañar a un proceso revolucionario. Aznar se refiere con esta evolución al orden social: la participación en beneficios (que no es doctrina comunista: puede entregarse por generosidad del patrón, por de-recho en justicia del obrero o por invocación del salario justo) y el accionariado obrero (44). Decía lamentar de la revolución más su espíritu anticlerical que su afán trasformador en lo so-cial, que traerá además una ruina social y eco-nómica (45). La «fermentación de ideas, ideales, aspiraciones, quejidos, protestas, análisis de insti-tuciones y reformas, es el alambique en que se decantan y se forma el porvenir, es la única ma-quinaria que la sociedad tiene para evolucionar sin las catástrofes de las revoluciones» (46). Ha-bló de la revolución de Madero en Méjico: algu-nos católicos sociales mejicanos le consultaron sobre las reformas sociales en Méjico. Les dijo que eran necesarias para evitar la revolución una reforma agraria, y la oportunidad efectiva para la población rural de constituir una familia. No le hicieron caso y la revolución estalló (47).

También puede observarse en sus escritos una confianza en las minorías como eje de resu-rrección social: siempre son las minorías quie-nes hacen las revoluciones, las que orientan y gobiernan, lo mismo en el Estado que en las organizaciones políticas o sindicales (48). De-fiende el principio de la legitimidad de ejerci-cio. En 1928 sostiene que la dictadura no es mala en sí misma; a veces es necesaria. Pero aparece su influencia mellista con la soberanía social de los cuerpos intermedios: lo que es malo es la estabilidad de una dictadura, por-que demuestra el fracaso del sentido de colec-tividad (49).

Severino Aznar se identifica con la historia gue-rrera y abnegada de la Comunión Tradiciona-lista a favor del Reinado Social de Cristo; habla del carlismo como antecedente del magisterio de León XIII en Rerum Novarum (50). Mien-tras en Europa triunfaba el liberalismo econó-mico, en España sólo resistió a esta tentación el carlismo. Mientras

«eran todos individualistas; los tradiciona-listas, corporatistas; añoraban los gremios

antiguos, adaptados a las necesidades pre-sentes; esos gremios en cuya supresión halla León XIII, en su Rerum Novarum, la primera causa de la cuestión social. To-dos defendían, como flor de progreso, la libre concurrencia ilimitada; los tradicio-nalistas la admitían también, pero mien-tras no perjudicara al bien común, y en defensa de esa restricción llegaban hasta la tasa, que hoy se practica ya en tantos Estados nuevos, es decir, la defendían con esos frenos y trabas que reclamaba Pío XI en la encíclica suya, que hoy conmemo-ramos. Todos, la libertad industrial; ellos, también, pero siempre que no perturbara la economía nacional y la llevara a la ca-tástrofe; defendían ya la economía diri-gida, a la que tantos pueblos dirigen hoy sus miradas y esperanzas. Todos ponían los ojos en blanco ante el capitalismo triunfante; ellos creían que el capital era necesario, pero que el capitalismo dege-neraría en tiranía; durante un siglo ha es-tado rechazando ese capitalismo, para el que los dos grandes Papas tienen recri-minaciones tan severas. Todos, enemigos del intervencionismo; ellos, intervencio-nistas, con aquel intervencionismo mo-derado que León XIII y Pío XI han ca-nonizado mucho tiempo después. Todos enemigos de la propiedad colectiva; ellos defendían la propiedad individual, pero también la de las personas sociales, y a las desamortizaciones que las despojaban las llamaban robos. Todos admitían, con la veneración de una ley natural, que el tra-bajo era una mercancía que se vendía en el mercado, sometido a la ley de la oferta y la demanda; para ellos, el trabajador era un hermano y un hombre al que no se podía tratar como a una cosa. Todos re-chazaban con desdén la idea reacciona-ria de que la Economía tuviera algo que ver con la Moral. Para ellos, los hechos económicos eran hechos humanos, y no comprendían que ese tipo de hechos hu-manos estuviera al margen de la Moral. […] Con frecuencia condenaban la con-centración excesiva de la riqueza, su in-justa distribución y la mísera condición de las clases obreras» (51).

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Aznar cita varios documentos oficiales para de-mostrar este aserto. Entre ellos descuellan una enmienda de los diputados tradicionalistas (fir-mada entre otros por Cándido Nocedal, Nava-rro Villoslada y Gabino Tejado) al mensaje de la Corona en 1866, y la carta del duque de Ma-drid a su hermano don Alfonso en 1868 (52).

En 1871 hubo un debate, que duró quince días, en el Congreso de los Diputados sobre la In-ternacional. Se pidieron duras sanciones contra ella. Intervino en su defensa un diputado obrero llamado Lostau. Intervinieron también tres di-putados tradicionalistas: Martínez Izquierdo y los dos Nocedales. Por supuesto no defendie-ron la Internacional, sino que la combatieron, pero condenaron los excesos de la propiedad y reconocieron las peticiones justas de Lostau. El jefe de la minoría tradicionalista, ante la des-cripción dramática del diputado Lostau sobre los horrores del trabajo infantil en las fábricas, propiedad de piadosos capitalistas, replicó:

«Pues yo le digo al señor Lostau que ese que semejante cosa haga, aunque oiga Misa todos los domingos y aun los días de trabajo, no es hijo predilecto de la Iglesia, no cumple con sus deberes de católico: ése será un fariseo hipócrita, que lleva las Tablas de la Ley por delante, pegadas a la frente, pero no las cumple sino por su forma externa. No; el que no sienta su corazón henchido de caridad para con el prójimo, el que no quiera para su prójimo lo mismo que para sí, el que explote al hombre, el que abuse de la pobreza y de la necesidad de su prójimo, el que con-vierta al hombre en un instrumento mi-serable de su ambición, de su avaricia, ése no es un buen cristiano, no merece el nombre de católico» (53).

Hay un libro de Hitze, que fue jefe social del Centro Alemán, titulado El problema social y su solución. Su traductor y prologuista, el tra-dicionalista Juan Manuel Ortí y Lara, vio con-densado en sus páginas el «acervo común del tradicionalismo», arremetiendo «contra el libe-ralismo económico, contra la libre concurren-cia ilimitada, contra la injusta distribución de la riqueza, contra la miseria inmerecida de los

obreros, y pide en su defensa la intervención franca del Estado en la vida económica, implí-citamente la función social de la propiedad y, sobre todo, la organización corporativa y, antes de la Encíclica y de nuestra Comisión de Re-formas Sociales, la legislación tutelar del tra-bajo» (54).

Aznar dedicó en 1941 un opúsculo al pensa-miento social de Juan Vázquez de Mella. Aznar fue sincero y entusiasta admirador de Vázquez de Mella (55). Durante algunos años, pasó «con él varias horas al día» (56). Consideraba que nadie como Vázquez de Mella había influido tanto en la España católica (57). Ensalzó con rica y extensa prosa su cultura y dialéctica, su austeridad, bondad y simpatía, su capacidad para provocar respeto en adversarios como Le-rroux, Gumersindo de Azcárate o Salmerón. Le describió como un periodista serio y grave, que consagró su pluma al servicio de España, de la fe y de los derechos de los católicos en críticos momentos históricos (58).

Aznar fue confidente de Vázquez de Mella al respecto del disgusto y desasosiego que causaba en éste los planes de su partido, que buscaba con ansia un éxito parlamentario que a Mella tanto le disgustaba, porque era un éxito aparente sin suficiente serenidad, estudio y reflexión previa. Mella conocía las enormes inquietudes sociales de Aznar, lo que provocaba algún que otro co-mentario jocoso de Mella (59).

A la altura de la II República, Aznar conside-raba que combatir el sistema democrático libe-ral era una moda y hasta una vulgaridad. Pero cuando Mella lo hizo fue original y casi solita-rio en su tenacidad, variedad de razonamientos y hostilidad hacia la democracia moderna (60).

Trabajadores hojalateros en una fábrica de conser-vas.

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Aznar reconoce que Mella no fue un hombre de acción social, aunque antes de la publicación de Rerum Novarum dedicó no poca atención a la cuestión social. Mella recibió influencia social de Balmes, Ketteler, Lacordaire, Montalembert, el conde de Mun, el marqués de la Tour du Pin y de Voselsang, aunque la mayoría le resulta-sen políticamente sospechosos (61). Pero pocos influyeron tanto en él como Donoso Cortés, a quien citaba con frecuencia. Donoso suscitó en Mella el deseo de leer a De Maistre y Bonald. Severino reconoce que no siempre esta influen-cia fue positiva en su pensamiento social (62).

En 1889, dos años antes que León XIII, dijo que la cuestión social era también una cuestión moral y religiosa (63). En 1890 Mella hablaba sobre los escombros heredados del liberalismo económico con la supresión de los gremios, la libertad de trabajo y la opresión del débil por el fuerte. Para Mella el liberalismo económico es la premisa del socialismo. La obra de la Re-volución Francesa ha fracasado casi antes de empezar, y los individualistas tienen una rara habilidad para desviar la frustración de las ma-sas hacia la Iglesia en forma de odio (64). Mella llegó a decir que «nosotros no tememos a las masas socialistas, porque, en medio de sus erro-res, hay en ellas justas aspiraciones que nues-tras doctrinas pueden satisfacer» (65). El 15 de abril de 1891 avisaba de los peligros de la libre concurrencia: «la riqueza es un medio, no un fin. No importa producir mucho, sino distribuir bien lo producido… Y se necesita ser un ciego para no ver que la libre concurrencia es el más opuesto medio de distribuir la riqueza y el pro-cedimiento más seguro para ahondar la sima abierta entre capitalistas y trabajadores» (66).

El mismo año de 1890, un año antes de Rerum Novarum, Vázquez de Mella escribió contra el socialismo, contra el liberalismo económico, contra la supresión de los gremios, contra la presión del débil por el fuerte: «que la libertad de concurrencia favorece mucho la producción de la riqueza y es el gran aliciente del interés y el más grande despertador de las energías e intereses individuales, nadie lo niega; pero no es esa la cuestión, sino otra muy distinta. La riqueza es un medio, no un fin; no importa pro-ducir mucho, sino distribuir bien los produc-

tos. Y se necesita ser un ciego para no ver que la libre concurrencia es el más opuesto medio de distribuir la riqueza y el procedimiento más seguro para ahondar la sima abierta entre ca-pitalistas y trabajadores». Aznar subraya en Vázquez de Mella su oposición vehemente a la injusta distribución de la riqueza, «contra el poderío peligrosamente absorbente del capi-talismo», contra la desaparición de los últimos restos de nuestra artesanía, de la pequeña in-dustria y del pequeño comercio, arrollados por la gran industria y grandes almacenes. Decía Vázquez de Mella que «de lo que hoy se trata es sólo de distribuir convenientemente la ri-queza, que está mal distribuida. Esta es la única cuestión que hoy se agita en el mundo. Si los gobernadores de las naciones no la resuelven, el socialismo vendrá a resolver el problema, y lo resolverá poniendo a saco las naciones». Sin embargo, la posición de Vázquez de Mella de justa crítica a los excesos liberales en el or-den económico no afronta posibles soluciones estructurales en las relaciones de producción, como hubiese deseado Severino Aznar. El pro-blema no es cuantitativo, sino de calidad, diría Aznar. Aun así, la denuncia de Vázquez de Me-lla parece dirigirse al corazón de la economía capitalista: la economía liberal ha

«roto el vínculo moral entre patronos y obreros, y, en vez de depurar y perfeccio-nar las antiguas instituciones gremiales, las pulveriza, entregando a los trabajado-res el cetro de una libertad que ha con-cluido por convertirlos, según la frase de Lassalle, en unos esclavos blancos. Y así tenía que suceder, porque desde el mo-mento en que las relaciones entre patro-nos y obreros se fijan solamente por la ley de la oferta y la demanda, el trabajo queda reducido a una mercancía, y las personas humanas que lo realizan, a unas máqui-nas de producción, es decir, a una cosa, lo mismo que en la sociedad pagana» (67).

La inquietud social de Mella, a juicio de Aznar, fue ahogada por las preocupaciones políticas; la especulación de grandes problemas doctrinales le atraía mucho más que los problemas concre-tos o que la acción. Pero lo social estuvo pre-sente siempre en sus más hondas inquietudes.

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Por eso, el manifiesto-programa conocido como el Acta de Loredán, inspiración suya, recoge como programa político-social el contenido de Rerum Novarum (68).

En el Acta de Loredán, programa de la Comu-nión Tradicionalista de 1897, se decía que

«la revolución […] ha engendrado el pauperismo, que es la esclavitud del alma y del cuerpo; el trabajo se ha conver-tido en mercancía y el hombre en má-quina. Queremos protestar y redimirle, llevando a la legislación las enseñanzas de la más admirable de las Encíclicas de León XIII. Pretendemos emancipar por el cristianismo al obrero de toda tiranía. Ha de fomentarse la vida corporativa, restaurando los gremios con las reformas necesarias, se necesita acrecentar las so-ciedades cooperativas de producción y consumo. Así cumplirá el Estado el pri-mero de sus deberes, amparando el dere-cho de todos y principalmente el de los pobres y el de los débiles, a fin de que la vida, la salud, la conciencia y la familia del obrero no estén sujetas a la explota-ción sin entrañas de un capital agonista, por cuyo medio un monarca cristiano se enorgullecerá mereciendo el título de rey de los obreros. […] Los programas tienen algo de permanente, pero en sus aplica-ciones hay mucho que cambia, como la vida. Lo permanente del programa tradi-cionalista, ahí está; pero lo transitorio, lo mudable, lo que se adapta al momento presente, eso tiene que faltar y falta. Y cuando el periodo en que se vive es de crisis y los cambios sociales son subs-tanciales y bruscos, si esta parte del pro-grama no se remoza, si no va con la vida y con su tiempo, corre el peligro de que-dar rezagado y de servir mal a sus gran-des fines» (69).

Entre otras medidas de política y arbitraje so-cial, se demanda el seguro contra la miseria ine-vitable, el derecho para el obrero de participar en los beneficios y, mediante la cooperación, en la propiedad de las empresas a las cuales da el concurso de su trabajo; se demanda el salario

justo, la propiedad colectiva de los trabajadores complementaria de la propiedad individual, el carácter inembargable de la cosecha y el campo cultivado, los instrumentos y el ganado de pri-mera necesidad; finalmente se demandan lími-tes al juego y las operaciones en bolsa (70).

Esto suponía que veintitrés años antes de Rerum Novarum la Comunión Tradicionalista ya pedía la intervención del Estado en las lu-chas económicas y confiaba en la legislación tutelar del Estado (71). Aznar describe los es-fuerzos de Mella para influir en el pretendiente don Jaime acerca de la cuestión social (72). El propio don Jaime escribió a don Severino reco-nociendo su interés por la cuestión social (73). Para Aznar, la preocupación social de Mella nace de los manifiestos-programa de su partido, y de la tradición que como relicario el partido había guardado (74).

Decía Mella: «venimos sustentando como parte de nuestro programa […] el régimen corpora-tivo medieval, que daba la solución completa en la cuestión social, y fue la primera vez que en el mundo el capital y el trabajo se reunieron, formando una fraternidad indisoluble» (75).

El pensamiento social de Vázquez de Mella está muy condicionado por la pérdida de la armonía social del llamado Antiguo Régimen, pese a sus limitaciones e injusticias:

«Ved las consecuencias [de la desamorti-zación]. En la sociedad española, en el an-tiguo régimen, no había un solo hombre que pudiera decirse que era desheredado. Todos tenían algún patrimonio: el que no tenía propiedad individual la tenía colec-tiva; tenían su propiedad las fundaciones religiosas, las científicas, las de enseñanza, la tenían hasta el empleado en su monte-pío y el labrador en su pósito. ¿Qué clase era la que estaba desheredada de patri-monio? Los que no lo tenían individual lo tenían corporativo, y era tanta la pro-piedad colectiva que superaba a la indi-vidual».

Mella describe la catástrofe social que traje-ron las desamortizaciones, donde la propiedad

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corporativa fue entregada a los que ya tenían propiedad individual, entregando el Estado la propiedad pero no las cargas (beneficencia, en-señanza, presupuesto eclesiástico) que pesaban sobre la propiedad corporativa (76).

Apela Mella con frecuencia a la moral para la solución de los problemas sociales, por ejem-plo cuando se refiere al fracaso de los Jurados Mixtos, como un remiendo que quiere buscar la justicia sin la previa implantación moral en las conciencias (77). Pero sabe que el capita-lismo no es una solución cristiana: «el capita-lismo actual, el régimen en que vivimos, que no responde a un ideal de justicia y caridad, aunque conserve dentro de sí algunos restos del régimen cristiano, no puede subsistir» (78). En otra ocasión llegó a decir que «un capitalismo excesivo, que tiene su trípode en el anonimato, la Banca y la Bolsa, que por su origen puede proceder de especulaciones inmorales, y que por su empleo se dirija al vicio, a la inmora-lidad, a la corrupción, al goce personal, con el desprecio de los necesitados, está en oposición con los fundamentos de la propiedad y con la solidaridad con los demás trabajos» (79). Aznar destaca en Mella los límites morales y jurídicos de la propiedad, que el partido Partido Social Popular de Víctor Pradera quería convertir en

límites jurídicamente exigibles. Junto a la fun-ción social de la propiedad, también reivindica Mella, en enseñanza confirmada después por Pío XI, la función social del trabajo (80).

La propiedad, para Mella, se funda en el de-ber que todos tenemos de buscar la perfección intelectual, moral y material (81). La nueva propiedad capitalista no es individual sino in-dividualista, naciendo a partir de la destrucción de la antigua propiedad corporativa (82). «El sentido cristiano de la propiedad quiere restau-rar la forma corporativa que hace imposibles los desheredados, que no existían en el régimen antiguo porque el trabajador tenía su propie-dad en la del gremio, el labrador y el empleado en el montepío, los pobres en las fundaciones de beneficencia y enseñanza, la clase rural en los bienes propios de sus municipios…» (83). Aznar reconoce sin embargo que las soluciones de Mella al problema de la tierra estaban ya obsoletas en 1934 (84).

Esta devoción de Severino Aznar por la causa carlista, que manifestó en repetidas ocasiones, no fue imcompatible con la severa crítica de algunos de sus postulados, sobre todo en el or-den socio-económico. Tampoco simpatizó Az-nar con la insistencia carlista por la forma de gobierno monárquica, que la Doctrina Social de la Iglesia había enseñado desde León XIII como algo accidental, y que el carlismo se resis-tía a dejar de considerar como esencial. En este sentido decía ya en 1910 que «el catolicismo no puede unir su suerte a un partido político, a una forma de gobierno, a un régimen social, ni al Ejército, ni al Trono. Las instituciones hu-manas cansan al hombre y se gastan, y todas las animosidades que suscitan se suscitarían también contra la Religión» (85). Y añadió más tarde: «¿Qué más da un presidente de la Re-pública que un rey? Los monárquicos sólo han defendido la monarquía cuando han reparado que la república era hostil a sus intereses» (86), aunque recordó que las monarquías tienen hoy mejor política social que las repúblicas y que la forma de gobierno no es inherente a ningún régimen social (87).

Aunque Aznar afirma que la Comunión Tra-dicionalista en lo social no tuvo nunca más

El pretendiente don Jaime recono-cería a Aznar su interés por la cues-tión social.

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programa que la doctrina de la Iglesia (88), no deja por ello de censurar con cierta dureza la posición clásica del «partido» ante la cuestión social, en una crítica que viene de un carlista, que además ha dedicado encendidos elogios a los pensadores tradicionalistas:

«¿Cómo, en medio siglo de devoción a la tradición social del Catolicismo, no dio el tradicionalismo un Ketteler, un Vogelsang o un Conde de Mun, un apóstol, en fin, especializado en su estudio y con arreba-tado afán de proselitismo y de convertir sus normas salvadoras en leyes y en cos-tumbres? ¿Por qué tan parca su interven-ción en la legislación tutelar del trabajo? ¿Por qué tan poco visibles sus iniciativas y su colaboración en la cuestión social? Puesto que en casa y dentro de su espí-ritu tenía la rica cantera, ¿cómo no arran-caron de ella, en tanto tiempo, los mate-riales para construir el sistema de reforma social que con sólo operarios individuales iban levantando otros pueblos? Esas pre-guntas son una cuestión que la honradez intelectual no me permitía dejar en la sombra. La acusación es flecha que sigue vibrando en los tiempos posteriores a la Encíclica. Pecó por omisión; fue una des-ventura, porque retrasó así treinta años, por lo menos, el movimiento social cató-lico en España. Pero ese pecado de omi-sión tiene, aunque no una justificación suficiente, una explicación clara, y no es éste el momento oportuno para darla. Y, a pesar de eso, todo ese bloque nacional ofreció una terca, apasionada resistencia pasiva a las invasiones ideológico-políti-cas del liberalismo económico y del So-cialismo, y cuando tenía que dar su opi-nión sobre temas y cuestiones sociales, se hacía eco de la tradición social cristiana que León XIII metodizó y consagró en su Encíclica» (89).

Aznar critica abiertamente la actitud de la Co-munión Tradicionalista con sus artículos en El Correo Español sobre la cuestión social: «los ca-porales del partido runruneaban y creían que aquello que estaba en la entraña del partido y que ellos estaban enterrando, era algo pos-

tizo, como un quiste que le hubiera salido al programa. Como una infección mestiza me la denunciaron a Venecia primero y a Frohsdorf después. Pero Eneas (seudónimo del periodista carlista Benigno Bolaños) me daba vía libre, y Mella me estimulaba de firme: Haga como yo, piense y escriba. Eso es más útil que vegetar y murmurar» (90).

En la página social de El Correo Español escri-bió:

«El tradicionalismo tiene desde muy an-tiguo un magnífico programa de política social; el tradicionalismo debe sacarlo a la luz e inspirar en él su vida pública. Si no lo hiciese, un día se encontraría sin programa y sin gloria, porque se lo ha-brían hurtado a fragmentos y clandes-tinamente, y ya sería tarde para exhi-bir sus títulos de propiedad. Si lo hace, la Providencia habrá puesto en sus ma-nos medios de penetración en las masas no tradicionalistas como nunca soñó, y procedimientos de ejercer acción bené-fica en esta patria española como jamás la tuvo. Yo no voy a desflorar este tema en un modesto artículo de periódico, pero sí lo voy a presentar a la meditación del partido. Es un tema urgente y en cuya so-lución le va acaso la vida. Mella dijo un día en el Parlamento que partido que no metiera en el cauce de su programa las angustias y preocupaciones sociales de su tiempo, era partido condenado a muerte. Mella dijo una gran verdad. Tres grandes estímulos empujan al tradicionalismo a fijar su programa político-social: 1.º- los compromisos adquiridos en sus docu-mentos oficiales, que son como el esbozo de su constitución; 2.º- la Tradición que es su espíritu; 3.º- las prácticas de acción social a que se están consagrando hoy los tradicionalistas españoles. Si se olvidan los compromisos contraídos con el pue-blo, se venga éste primero con el olvido, después con el desdén o con el odio. Así ha sucedido siempre. Si se prescinde de la tradición social, se trunca el programa, se reniega inconscientemente de parte de los principios. Se violenta y se empeque-

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ñece no poco el principio informante de la Comunión carlista. Y esto no se hace nunca sin castigo. Si por una parte van las prácticas de acción social de los tradicio-nalistas y por otra su programa; si en éste no pueden hallar aquéllas su entronque y su protección, una gran parte de la ac-tividad carlista, que cada vez será mayor, más espiritualista y entusiasta, quedará fuera del molde del partido, y no se per-derá totalmente para todos, pero es se-guro que no la podrá utilizar totalmente el tradicionalismo» (91).

El propio Acta de Loredán se lamenta de que el partido no tenga más alcance social: «¿Por qué el germen y no la planta, que es la que en definitiva da los frutos? ¿Por qué el espíritu y la promesa del programa y no el programa mismo? Y, ¿cómo pudo haber recelos y quienes en un principio —hace pocos años— creyeran que la acción social era una novedad poco me-nos que herética o una invención de mestizos cuando es abecé del programa carlista, y toda-vía lo es más de la tradición, como demostraré algún día?» (92).

Severino Aznar añade que «esta indicación es un lamento: los hechos demostraron que sin esperanza» (93). En una conferencia a este res-pecto, dijo:

«Toda la sustancia de nuestra tradición nos impone una política social decidida, avanzada, franca y generosa. Hemos sido durante el siglo XIX la negación y la an-títesis de la Revolución Francesa […]. El liberalismo económico fue como un di-luvio cuyas aguas cubrieron todos los pueblos de Europa, y el Tradicionalismo […] guardó los principios que habían de salvar la sociedad y la habían de recons-truir […]. Eran todos individualistas, no-sotros corporativistas, y añorábamos el gremio antiguo adaptado a las necesida-des presentes. Todos defendían como flor de progreso la libre concurrencia; noso-tros también, pero siempre que no per-judicara al bien común, y en defensa de éste llegábamos hasta la tasa. Todos, la li-bertad industrial; nosotros también, pero

siempre que no exacerbara la libre con-currencia y llevara la economía nacional a la catástrofe. Todos ponían los ojos en blanco ante el capitalismo triunfante; no-sotros creíamos que el capital era nece-sario, pero que el capitalismo podía ser una tiranía […]. Todos enemigos del in-tervencionismo y partidarios del laissez faire, laissez passer; nosotros intervencio-nistas. Todos enemigos de la propiedad colectiva; nosotros defendíamos la indi-vidual, pero la queríamos también para las personas sociales, y a las desamorti-zaciones que las despojaron llamábamos robos. Y así en todo» (94).

En este sentido cita don Severino a Mella: «ha-remos, además, que lo que es consecuencia del programa no sea recogido por otros, mientras nosotros mantenemos estérilmente las premi-sas sin sacar las deducciones y la sustancia ne-cesarias» (95).

LA II rEPúBLIcA, LA guErrA cIVIL Y EL régIMEn dEL 18 dE JuLIoLa Guerra Civil de 1936 sorprende a don Se-verino en Navarra, donde ofrece sus servicios al general Mola. Poco después, en 1938, en el primer gobierno del general Franco, fue nom-brado director general de Previsión Social en el Ministerio de Organización y Acción Sindical de Pedro González Bueno. A Severino Aznar se debe la Ley de Subsidios Familiares, que quiso convertir, sin éxito, en seguro familiar.

Perdió con resignación pero con admiración a tres de sus cuatro hijos durante la guerra: Jaime, Rafael y Guillermo (96), todos ellos falangistas desde la primera hora con José Antonio Primo de Rivera, coincidente con Severino Aznar en su inspiración cristiana, en la necesidad de la abolición del salario y en la sensibilidad por las mejores tradiciones de España. Su hijo supervi-viente, Agustín, fue jefe de la milicia falangista.

Su relación con el Régimen del 18 de Julio pa-rece cercana afectivamente, pero de cierta le-janía intelectual. Reconoce su legitimidad y su necesidad en «viril Alzamiento» (97) ante una II República que nunca fue un Estado justo ni formal de Derecho: «la guerra la han provo-

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cado los sindicatos extremistas» (98). No tuvo buena opinión de la II República. La Ley de Defensa de la República vulneraba a su juicio los derechos que la Constitución de 1931 con-sagraba (99). En 1932 ya decía que la persecu-ción religiosa no era tan virulenta desde hacía siglos, en connivencia con las logias masóni-cas y la Institución Libre de Enseñanza (100). Critica Aznar la Ley de Reforma Agraria del bienio azañista, entre colectivizaciones, nacio-nalizaciones y expropiaciones o amenazas de expropiación (101), con indemnizaciones ar-bitrarias (102), que afectaron muy poco a los grandes terratenientes y mucho a los pequeños y medianos propietarios.

Reprochó en este sentido duramente a Ortega y Gasset su complicidad con la tiranía de la II República, su reacción tardía, y su contuma-cia en la esperanza con aquel régimen pese a sus atropellos, pese a los avisos de los amigos, pese a las propias advertencias de don Severino, su colega como docente en la Facultad de Filo-sofía de la Universidad Central (103). También le reprocha que su adhesión al levantamiento del 18 de Julio fuera formal, sin entusiasmo y sin apología, pese a que los hijos de Ortega combatían en el bando nacional (104).

De Alcalá Zamora habla como traidor que abrió las puertas del alcázar a la bestia, como Kerensky. Dice de él que su religiosidad es in-coherente, como el caso del separatista Aguirre. Pide a Dios que perdone el grave daño que este hombre hizo a España (105).

Bendijo en la guerra el espíritu de unidad po-lítica del general Franco (con la unificación de las fuerzas políticas), de unidad social (con el Fuero del Trabajo), y de unidad de mili-cias (106). Habla en 1939 de «soñar vagamente en otra España Una, Grande y Libre» (107).

En realidad sus simpatías por la Falange, por el Régimen del 18 de Julio y sobre todo por el carlismo, no están exentas de críticas.

Para la Falange de José Antonio Primo de Ri-vera tuvo elogios muy sobrios, sin excesos adu-ladores. Habló de las «pocas y claras consignas de la Falange» (108). Simpatizó con la doctrina

de José Antonio (109) y su figura (110), lle-gando a expresarse en términos tales como «el viejo estilo viril y exaltadamente patriótico de la Falange» (111). Pidió a la juventud que fuese fiel al tradicionalismo de la Falange [sic] (112).

Ensalzó el sentido espiritual de los puntos pro-gramáticos de la Falange, incorporados —al me-nos nominalmente— por el nuevo Estado, salvo el último de ellos, que negaba la posibilidad de fusión con otras fuerzas políticas, cuando la Fa-lange había sido fusionada por decreto con el carlismo (113). Identificó sin demasiado rigor al Régimen del 18 de Julio con el ideario de José Antonio hablando de «nuestro régimen na-cionalsindicalista» (114).

Imputa a la Falange don Severino una concep-ción totalitaria del Estado, que el propio José Antonio había rechazado. Extrañamente, aun-que tal vez fruto de alguna tendencia de la época de separación entre lo sacro y lo civil, Aznar arremete con vehemencia contra el pro-selitismo religioso en los sindicatos (115). Dice

Severino Aznar re-conoció a Joaquín Costa su condición de aristócrata de Dios y de amante de la Tradición.

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que las diferencias en cuanto a la concepción del hombre y de la sociedad es tan profunda con el marxismo que no es posible tender un puente de enlace entre la orilla de lo vigente con la orilla revolucionaria (116), desdiciendo en este sentido a José Antonio. Llega a decir que «ellos [los marxistas] o nosotros sobramos en España» (117).

En un mensaje dirigido al Frente de Juventudes pide a los jóvenes españoles que conquisten a las masas populares para España, que hay que moralizar la vida pública y que lo contrario deshonra a la Falange, y que hay que abandonar el afán permanente de ganar y de gozar, recu-perando la exaltación de los valores del espí-ritu (118).

En 1938 pronunció en Santander un dis-curso defendiendo el decreto de Unificación de 19 de abril de 1937 entre la Falange y el carlismo (119). En este sentido, encuentra en-tre José Antonio y Vázquez de Mella o Víctor Pradera coincidencias sustanciales (120): todos ellos son contrarios al liberalismo, al marxismo, al capitalismo abusivo, al parlamentarismo, a la masonería, al laicismo, a los partidos políticos, a las elecciones, al sufragio inorgánico. Todos ellos defienden a la familia y el municipio, los deberes de la riqueza y la propiedad, la digni-dad del trabajo, y la moral pública y religiosa de la sociedad. Reprocha duramente que frente a estas coincidencias esenciales, algunos siem-bren la discordia con asuntos menores cuando se está ventilando la supervivencia de España y la civilización occidental (121).

Considera que la Falange ha ganado en influen-cia política y en número de seguidores con la Unificación; pero estima que el carlismo ha ganado mucho más, porque ha conseguido en unos meses lo que llevaba persiguiendo un si-glo con tres guerras civiles: el final del libera-lismo, de los partidos políticos, del parlamen-tarismo, del sufragio universal inorgánico, de una jefatura de Estado que no gobierna, de un Estado laico, de un Estado antinacional, de la familia desprotegida por las instituciones, de la amenaza contra la propiedad privada y de una concepción de la misma sin deberes sociales, de una visión mercantil del trabajo, de los abusos

del capitalismo, de la ley de la oferta y la de-manda sin límites, de la enseñanza atea… Todo esto diría Aznar a los carlistas «si yo tuviera autoridad para hablarles». Añade que «vuestro partido no llevaba al templo a vuestras juventu-des como hoy la Falange Tradicionalista» (122), desmarcándose críticamente de la Comunión Tradicionalista.

Conocedor de los ambientes carlistas, reconoce que los más contestatarios entre los mismos en-contrarán tres posibles objeciones: la cuestión regionalista, la monarquía y la confesionalidad del Estado. Aznar replica que la Falange (a la que asocia sin matices con el nuevo Estado cuando la Unificación fue obligatoria) también es regionalista y que la descentralización está entre sus afanes siempre que la unidad na-cional no sufra quebranto ni el autogobierno regional sea utilizado contra la vida de la Pa-tria. Aznar añade que en momentos de grave separatismo no es oportuno este reclamo. Con respecto a la monarquía estima que antes de cualquier reivindicación hay que resolver la cuestión dinástica, hay que poner de acuerdo a los monárquicos y consultar a los españoles. No le parece de recibo contrariar a los que han sal-vado a España imponiéndoles una monarquía encarnada en un rey que ha estado al margen de los sacrificios de la Cruzada. Finalmente, en cuanto al grado de religiosidad de un partido político o de un régimen político, es la Iglesia quien ostenta la autoridad para dirimir este asunto. Aznar puntualiza que la Iglesia tiene más autoridad al respecto que la Comunión Tradicionalista (123).

Aunque conocía las tesis falangistas sobre la «tiranía capitalista que José Antonio quiso des-cuajar» (124), parece reprochar la tendencia falangista a la nacionalización de la banca, pero puntualiza que todos los sectores de la econo-mía salvo las grandes corporaciones quedarían en manos de la iniciativa individual y familiar. No hay reservas con la propiedad ni está con-taminado este programa de la plusvalía, dice Aznar (125). Lo cierto es que el Fundador de la Falange admite parcialmente la existencia de un plusvalor en el trabajo del obrero del que se apropia el patrón capitalista, como contra-dictoriamente también estima Aznar, aunque

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sin llegar al extremo de la tesis marxista de identificar el trabajo manual con el valor de una mercancía. En 1937 entendía Aznar que si realmente llegase una revolución nacionalsin-dicalista, necesariamente habría de abordar la difusión de la propiedad rural y el patrimonio familiar, que reducirán considerablemente el número de asalariados en el campo, eliminando la posibilidad de la lucha de clases (126).

No interpreta bien la doctrina económica de José Antonio, porque le imputa una solución a la lucha de clases de corte corporativista, una solución que el fundador de la Falange consi-deró tímida, y que adoptó sólo inicialmente para abandonar finalmente en sus dos últimos, y más importantes en términos doctrinales, años de vida (127).

El sindicato vertical es una «corporación em-brionaria» para Aznar en 1937 (128). Y además es un sindicato mixto (129). En el contexto del sindicato vertical corporativista, prefiere el sindicato mixto, porque el puro presupone una psicología de lucha (130). Antes, en el con-texto de la lucha de clases, era partidario del sindicato puro (131).

Tampoco entiende el sindicalismo vertical que propugnaba José Antonio, porque lo enfoca desde un punto de vista profesional (132), no social. Este sindicalismo falangista implicaba la desaparición del patrón capitalista, y la agrupa-ción de todos los trabajadores según ramas de la producción para la planificación de la eco-nomía nacional. No era una sindicación mixta entre patronos y obreros, como hizo el sindica-lismo franquista, sino que presuponía la desa-parición del empresario capitalista por cuanto los obreros serían propietarios de sus empresas y el capital sólo tendría carácter instrumental de prestatario u obligacionista.

El catedrático de Derecho del Trabajo Efrén Borrajo afirma a este respecto que

«la expresión “sindicato vertical” se acuñó por [José Antonio] Primo de Rivera y se refería a una pretendida organización so-cio-económica en la que no cabía el ca-rácter “mixto” o de dualidad de partes

(empresarios y trabajadores) por cuanto se partía dogmáticamente de una afirma-ción de unidad, al refundir a dichos em-presarios y trabajadores en la figura del “productor” cualificado funcionalmente como trabajador directivo o trabajador ejecutivo, pero no por su posición econó-mica y social; el Fuero del Trabajo y, más tarde, su desarrollo legislativo, desvirtua-ron la concepción original, de la que se tomó, tan sólo, la terminología» (133).

En la posguerra tuvo Aznar ilusión de que lle-gase un verdadero cambio social en España, su gran anhelo, pero pronto su esperanza se des-vaneció.

Aunque reconoce en 1950 los avances sociales del Régimen del 18 de Julio (134), afirma que «salvo una minoría, que merece los mayores ho-nores, las normas del catolicismo social no han descendido de las conciencias y de las leyes a las costumbres, y ¿a qué la fe sin las obras?» (135). Aznar había dedicado su vida a las reformas so-ciales, pero reconoce que no son efectivas sin reformas complementarias en la moral de las personas (136). No basta con reformar al in-dividuo, ni se puede reformar al individuo sin reformar al tiempo la sociedad (137).

Todavía en 1937 aprueba al nuevo sindicalismo corporativo, niega que tenga contaminación marxista o anarquista (138) y reconoce el dere-cho del Estado a controlar la economía (139). Habla en términos laudatorios de la obra Edu-cación y Descanso de la Falange unificada, que se ocupa de la instrucción académica y el ocio de los obreros, algo que desde 1924 venía re-clamando Aznar (140). Considera al Fuero del Trabajo como la mejor expresión en toda Eu-ropa del catolicismo social, algo que le parece comparable al Código Social de Malinas (141). Y reconoce que nunca ha tenido la Iglesia más facilidades para su misión (142).

Confiaba en que el Régimen del 18 de Julio implantase el accionariado obrero en la indus-tria y el comercio; el patrimonio familiar en la agricultura; la conversión del asalariado en propietario o en copropietario, la sustitución del contrato de salariado por el contrato de so-

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ciedad, la participación en beneficios… (143). José Antonio Girón le parecía un personaje con «hondo y cristiano sentido social» (144). Confiaba también en que la lucha de clases se atenuaría con los Consejos de Conciliación, los Tribunales de Arbitraje, los Jurados Mixtos y los Contratos Colectivos de Trabajo (145). Y creía que el Estado y la Falange evitarían el abuso del patrón al obrero (146).

Está de acuerdo con el padre Azpiazu en una disposición del Fuero del Trabajo en virtud de la cual será el trabajo, como elemento más no-ble, el que alquile al capital y no al contrario: «Las objeciones que a eso se hacen él las cree sin valor. No cree que esa teoría se oponga a la Moral, y la Iglesia no le cierra la puerta. Es lo más revolucionario que hay en el Fuero del Tra-bajo, y ya veis que no despierta su cólera, sino su simpatía» (147). El padre Azpiazu defendía efectivamente la participación en beneficios y reconocía el gran avance que suponía en este sentido el Fuero del Trabajo (148). El propio Aznar defendió el sentido del trabajo como de-ber social, tal y como aparece en el Fuero del Trabajo y en el Fuero de los Españoles (149).

Aplaude al general Franco por la implantación de los subsidios familiares; en ello colaboró Aznar: «uno de los mayores consuelos que he encon-trado a lo largo de mi vida, en mis prolongados, duros y estériles trabajos por la reforma social en España» (150). Pero recuerda que se ha pro-metido difundir la propiedad con el patrimonio familiar, y las promesas reflejadas en leyes ¡hay que cumplirlas! (151). En este sentido reconoce los intentos de Girón de Velasco para hacer rea-lidad la participación en beneficios, aunque la-menta la lentitud del proceso (152).

A estas consideraciones positivas añade pro-gresivamente severos análisis sociales que desa-prueban el rumbo de los acontecimientos. No son las críticas al uso de la izquierda o de la derecha más liberal. Son las críticas de un ca-tólico consecuente con realidades sociales que se alejan del ideal cristiano proclamado en su frontispicio por un Estado confesional.

En 1939 habló de los egoísmos de las clases patronales (153). Arremete contra el estraper-

lismo de posguerra, y acusa a muchos católi-cos de practicarlo, cuando se trata de un grave robo (154). En 1950 habló del estraperlismo entre los católicos como algo peor que la «usura vorax», habló de diecinueve teatros en Madrid donde se ofenden las buenas costumbres, habló del cáncer para la familia y el matrimonio con la vulneración del Sexto Mandamiento de la Ley de Dios que supone el neomaltusianismo; habló finalmente de los patronos que dan sala-rios de hambre, algo que es tan inmoral como robar relojes (155).

Hace una crítica velada en 1956 a la política social del Régimen en la prensa del propio Ré-gimen: dice que la huelga está prohibida en España, y eso deben agradecer los patronos al general Franco; ahora sólo falta —añade— «ha-llar la posibilidad y el procedimiento de hacer innecesario el derecho a la huelga que los obre-ros no tienen» (156). Pide al Régimen militar que evite el drama de la lucha de clases con justicia y con decisiones judiciales.

Don Severino tenía claro que si después de la guerra persistía la lucha de clases, ya no habría esperanza de reconstruir España (157). Y sabía que el sindicalismo vertical, como simple agru-pación profesional, no acabaría sin más con la lucha de clases (158).

Su decepción con la política social del Régimen militar, aunque dejaba lugar a la esperanza, fue pública y razonada:

«Tengo miedo a que el sindicato vertical, y la organización corporativa, y los 26 puntos de Falange y la Santa Tradición, y la Unidad de Destino, y las consignas del nuevo Estado nos deparen desilusiones y fracasos como las ya sufridas en menos de un siglo […]. Al cabo de un tiempo es de temer que el balance sea unas pági-nas más en el Boletín Oficial y unas pa-labras más, vacías de contenido en los la-bios» (159).

EL fAScISMoAznar concibe al comunismo y al fascismo como las dos grandes amenazas para la civili-zación cristiana en 1934. Define estas ideolo-

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gías como absolutistas, esto es, que no respetan la soberanía social de los cuerpos intermedios, auténtico contrapeso secular de la soberanía política, más eficiente históricamente que la división o enfrentamiento de poderes de Mon-tesquieu (160).

En sus viajes por Italia diseccionó con detalle la obra de Mussolini. Su veredicto fue rotundo: el fascismo es doctrinalmente inconsistente. En 1924 reconoce algo de vitalidad y de misteriosa fuerza y seriedad en el fascismo, al tiempo que se sorprende del origen anarquista y marxista de algunos líderes fascistas. Le parece una doc-trina algo absorbente (161), aunque observa focos de disidencia. Adivina nieblas en los pri-meros momentos del fascismo en las discrepan-cias entre los católicos y los vitalistas.

Observa con curiosidad la devoción popular al Duce (162), también entre los intelectuales (aunque éstos miran con desdén al partido) y aun entre los obreros (aunque don Severino es-tima que más se debe al temor que suscita el fascismo). El comunismo y el socialismo odian al fascismo, porque ha sido su ángel extermi-nador, ha sido hijo de sus violencias más que producto de la debilidad del liberalismo (163).

Le ha llamado la atención que los católicos italianos aprecian el apoyo de Mussolini a la Iglesia, pero saben que el catolicismo del fas-cismo es oportunista, mera fachada: es pagano de corazón. Su apoyo puntual contrasta con su beligerancia con las organizaciones católi-cas de orden político, sindical, social o juvenil que puedan hacerle competencia (164). El fascismo no sólo ha destruido el sindicalismo izquierdista, sino también el católico con sus cajas rurales, sus cooperativas de consumo y de trabajo, arruinadas (165). El fascismo quiere acabar con la competencia; lo hacía antes el so-cialismo persiguiendo las iniciativas cristianas, y como buena parte de los sindicalistas fascistas vienen del socialismo ahora hacen legalmente lo que antes hacían al margen de la ley (166). El fascismo se llevó por delante hasta las obras piadosas de la Acción Católica, en una perse-cución que algunos comparan con la antigua Roma. El papa contribuyó económicamente a su restauración, ante la perplejidad molesta de

Mussolini (167). Don Severino se queja y ex-traña de que no pocos católicos colaboren con el fascismo pese a la hostilidad fascista contra la Iglesia (168).

Relata don Severino la suerte del padre Sturzo, fundador del Partido Popular, que el fascismo combatía con saña. Sturzo había dejado la po-lítica activa, aunque la influencia en sus mu-chos seguidores pone nerviosos a los dirigentes fascistas. Sturzo confesó a don Severino que su partido no era católico. Así pudo convocar a las masas católicas desde un programa sustancial-mente cristiano sin comprometer con su acti-vidad a la Iglesia, siguiendo las instrucciones en este sentido de Pío X y Pío XI, al menos en teoría, porque la democracia cristiana que fundamenta el programa del Partido Popular no deja de ser un subtítulo a la denominación del partido (169). De hecho, que un sacerdote como Sturzo fundase y dirigiese el Partido Po-pular hizo entender a todo el mundo que se trataba del partido del papa. Así lo entendió la prensa fascista, que arremetió contra la Iglesia por la oposición del Partido Popular a buena parte de los postulados fascistas (170). La vida de Sturzo peligraba. Si no quería acabar como Matteoti, tenía que exiliarse, y así lo hizo. Az-nar no acaba de entender esa aconfesionalidad del partido y la dependencia paralela de la je-rarquía eclesiástica, y estima que ese matiz de-biera acentuarse algo más, algo que está ocu-rriendo en los sindicatos italianos. Para Aznar, en el fondo ningún católico puede sustraerse en su acción pública a la moral cristiana en es-trategias y métodos (171).

EL SocIALISMoDon Severino admira el socialismo de Pablo Iglesias en su organización y eficacia (172), y lamenta la actitud de los católicos en general e incluso de la jerarquía eclesiástica en particular por su cortedad de miras, tibieza, despreocu-pación y caridad sin afanes de cambio estruc-tural (173).

Tiene claro que «nadie puede ser buen cris-tiano y verdadero socialista» (174). Hay una in-compatibilidad grave entre catolicismo y socia-lismo: son civilizaciones contrarias (175). «Ni como doctrina, ni como acción, ni como hecho

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histórico, ni aun el socialismo más moderado puede conciliarse con el catolicismo» (176).

Aunque Pío XI condena en Quadragesimo Anno al socialismo, no deja por ello de recono-cer el móvil justo que hubo en su nacimiento y lo salvable de su doctrina económica. Como todos los errores, tiene una parte de verdad, dice el papa (177). A veces sus peticiones, en referencia a las del socialismo moderado no comunista, se acercan mucho a los que pre-tenden reformar la sociedad conforme a los principios cristianos (178). Defiende Pío XI una lucha de clases sin odio fundada en el amor a la justicia, y elogia que el socialismo lucha a veces contra un predominio social in-justo. Pese a ello, lo condena (179). Aun reco-nociendo sus aspectos positivos, es incompa-tible con los dogmas de la Iglesia (180): hay una formal y esencial oposición (181) porque el socialismo es ateo, niega todos los dogmas de la Iglesia; su triunfo es la abolición del ca-tolicismo (182).

Dice Aznar que el papa Pío XI no enseñó ex-plícitamente que los católicos no pudieran per-tenecer a un grupo marxista (la Iglesia lo diría más tarde), aunque sí lo ha hecho implícita-mente cuando insiste en que no se puede ser católico y socialista. En cualquier caso, ¿cómo colaborar económicamente, con tiempo y es-fuerzo a grupos, publicaciones, partidos y pro-yectos que combaten a la Iglesia? (183). A jui-cio del cardenal Mercier, opinión que merece el aprecio de Aznar, la asimilación de las masas socialistas debía producirse de manera progre-siva y reflexiva, porque no merecen excomu-niones sino compasión (184).

El socialismo no resolverá el problema social, porque prescinde del hecho religioso en la vida social (185): el hombre es visto como un ins-trumento y la sociedad como un fin; la reli-gión —en el mejor de los casos— es un asunto privado; se rechaza toda moral, el orden so-brenatural, la inmortalidad del alma y la vida eterna (186). Don Severino dedicó precisa-

Manifestación obrera durante la conflictiva primera posguerra mundial.

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mente en 1929 un ensayo a la relevancia de la función social de la religión (187).

Dice Aznar del socialismo que llega por la vani-dad y la ambición; por afán de imitación (188). Tiene una ilusión petulante, y no es científico en sus consideraciones económicas y mora-les (189), ni en su aspecto sociológico, cuando defiende la interpretación materialista de la historia y el determinismo económico (190).

El socialismo es hijo del liberalismo (191), por-que niega en el fondo, como el liberalismo, la propiedad individual y la libertad; es otro capi-talismo, pero de Estado (192).

La gran agresión y peligro para la sociedad es no darle al Estado un sentido social (193). El comunismo florece donde se desvirtúa el sen-tido genuino de la propiedad, que sólo es ab-soluta para lo necesario, porque la propiedad de la sobreabundancia no es más que una ad-ministración por cuenta de otro, una propiedad fiduciaria, una intendencia, una tutela que se ha de ejercer para el bien de la comunidad y en interés de ésta (194). En 1912 avisó de que las concesiones que el capital y el Estado hacen al socialismo para sobrevivir no serán nunca sufi-cientes para éste, y que tanto el capital como el Estado serán devorados si no evitan la revolu-ción con una justicia social profunda (195).

Condena Aznar el móvil de la lucha de cla-ses (196), y el monopolio violento de la vida sindical por parte de la izquierda en detrimento de los sindicatos católicos (197).

Don Severino reconoce, con el papa Pío XI, que esa acusación de que la Iglesia sólo de-fiende a los ricos, aunque es falsa, tiene base en el comportamiento de muchos cristianos que faltan a la justicia y la caridad (198).

El reconocimiento de las razones de justicia que hicieron nacer al socialismo, la bondad de algunas de sus propuestas económicas, no hacen olvidar a don Severino que se trata de una solución materialista que, sin alterar en sustancia las relaciones de producción con la llamada dictadura del proletariado, pretende ilusoriamente construir un mundo mejor pres-

cindiendo de la Piedra Angular. Por eso, cuando tenía ochenta años, Aznar afirmaba que pediría un fusil para morir luchando contra el comu-nismo (199).

un PAtrIotISMo AntInAcIonALIStANo hizo don Severino demasiados cánticos a la Patria, aunque su devoción por España en su unidad, en su historia y en sus tradiciones está fuera de toda duda. Tal vez, como ocurre con la política, su vocación social y la urgencia de reforma social que España necesitaba, eclipsó algo su preocupación por la defensa de Es-paña, cuya supervivencia estaba amenazada, en buena medida, a juicio de Aznar, por la injusti-cia social reinante.

Defendió don Severino la bondad social del respeto a las tradiciones saludables, experien-cia acumulada por nuestros antepasados (200). También tiene loas para la obra de España en América (201). Incluso era partidario de la uni-ficación de los pueblos hispanos bajo alguna fórmula satisfactoria (202). Defendió la espa-ñolidad de los países hispanoamericanos y por supuesto de todas las regiones españolas (203). Habló de los «bizcaitarras del mentecato Agui-rre» (204). Y reclamó de la juventud un «pa-triotismo desinteresado» (205).

También alzó su voz a favor del Ejército, en el contexto de la Guerra de Marruecos: «Antimili-taristas, jamás. El Ejército es garantía de orden, brazo de la Patria, de la Justicia y de la ley, clase social e institución hoy necesaria y digna de to-dos los respetos. Nadie siente como nosotros las injurias de que está siendo víctima estos días a pesar de la ley de Jurisdicciones y de la vida de sacrificio que hace en el Rif. Pero no comprome-tamos por eso sin razón ni utilidad para nadie intereses más altos, mucho más altos» (206).

Cultivó el estudio, desde sus inquietudes de reformista social, de la legislación social en la Edad Media y la España moderna, no como ejercicio de erudición sino como enseñanza de la Tradición que se proyecta hasta el tiempo presente:

«Todo es modernísimo, conquista de las generaciones nuevas, fruto de la asocia-

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ción, código flamantísimo, todo nuevo. ¡Nuevo! No, no es nuevo; leyendo los viejos Códigos nos sentimos humillados. Otros antes que nosotros lo habían legis-lado. Unas leyes hemos podido copiar-las del Fuero Juzgo o del Código de las Siete Partidas, otras, del Fuero de Teruel o de las leyes de Toro; otras, del Orde-namiento de Montalvo o de la Novísima Recopilación, de las pragmáticas de Fe-lipe II o de nuestras Leyes de Indias. Allí están, y estos radicalismos de ahora po-nen a unos los pelos de punta y hacen a otros estallar de fatuidad, nuestros padres los habían llevado a sus Códigos tranqui-lamente, porque antes, y acaso mejor que nosotros, habían sentido el aguijón de la justicia social y el amor de los humil-des» (207).

Hizo mucho hincapié en las realidades socia-les del pasado preliberal, grandes avances so-ciales de la Cristiandad que las revoluciones liberales truncaron en su evolución y desa-rrollo:

«Contra los trusts, monopolios, acapa-ramientos e intermediarios había legis-lado el Fuero de Badajoz […]. Los si-glos habían promovido, protegido y regulado la enseñanza de los aprendi-ces de la industria: que los corregidores no permitan que los amos los despidan ni los padres los saquen del oficio an-tes de cumplir la contrata, y si hay causa justa que se ponga con otro maestro el aprendiz hasta cumplir su aprendizaje, y si fuere holgazán que se le aplique la ley de vagos. La mujer comienza ahora a defender en la vía pública ciertas reivin-dicaciones; de hoy es el feminismo: pero ya en los siglos pasados se encuentran huellas de análogo movimiento y satis-fechas algunas de sus peticiones. Se les reconoció libertad para ejercer los ofi-cios y profesiones que pudieran darles alguna ganancia, a la soltera para soste-nerse y constituirse su dote, a las casa-das para ayudar a mantener las obliga-ciones conyugales, para libertarlas de los graves perjuicios que ocasiona la ociosi-

dad. De algunos oficios hasta se les con-fería como la exclusiva, y así las Cortes de Madrid de 1573 se indignaban con-tra los sastres porque invadían meneste-res de la mujer. El sabotaje que Briand condenaba como un crimen en los huel-guistas de un servicio público, como un delito lo penaban los Reyes Católicos. De los impuestos especiales a la riqueza suntuaria, que ahora es la última pala-bra de las finanzas municipales, los siglos pasados son pródigos. El empedrado de las calles los amos de los coches tenían que pagarlo, porque, según aquellos le-gisladores, ellos lo desempiedran y no los pobres, que las pisan a pie.Hoy se quiere dignificar el trabajo por todos los medios: para el socialismo, el obrero debe ser hoy lo que el guerrero en la Edad media, lo que el humanista en el Renacimiento, lo que los magnates de la política en el Constitucionalismo: la pri-mera clase social hasta que sea la única […]. En Fueros viejos de siglos se con-signa la igualdad ante la ley; los gremios tenían privilegios y honores análogos a los nobiliarios» (208).

Aznar recuerda que efectivamente la política social no es invento de hoy, y que ya la España de los Austrias tuvo una profunda sensibilidad al respecto:

«Debían ser largos los contratos de arren-damiento, como se piden hoy; se regu-laba el máximo de jornada y el mínimo de salario, y el precio de los productos, y la forma y plazo en que se había de pagar al obrero, y se inspeccionaban las fábricas y los comercios, y era necesario obtener trabajo, como ahora lo quieren las socie-dades de resistencia. Y de todo eso ha-blan y todo eso previenen las legislacio-nes antiguas. […] La legislación tutelar del trabajo, que tan penosa y parcamente está haciendo Europa en este último me-dio siglo, España la dio espléndidamente a los indios de sus colonias en los siglos XVI y XVII» (209).

En la misma dirección añade:

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«El Coto Social de Previsión, que es de ayer, añorado por Costa y bautizado y resucitado por Maluquer, se llamaba en América Caja de Comunidad y lo hizo obligatorio en toda América uno de nuestros primeros virreyes, don Antonio Mendoza […]. Con él dotó a la pobla-ción india de todas las defensas que los poderosos Estados de hoy no logran dar a las clases obreras a fuerza de institucio-nes y millones, con todos sus seguros so-ciales, todas sus leyes de asistencia y to-das sus instituciones hospitalarias […]. Carlos V y Felipe II hicieron a todos los indios propietarios con propiedad fami-liar inalienable e inembargable, los Res-guardos agrarios. El huerto obrero, que se cree invención de una dama de Medan de hace poco más de medio siglo, lo tu-vieron todos los mineros del Potosí en el siglo XVI, y luego los de todas las minas de América […]. Los Economatos obre-ros eran sus Alhóndigas, donde a los gé-neros que el obrero indio consumía se imponían tasas excepcionalmente ba-jas para hacer imposible el trusk-system […]. La corvea, que diezma aún hoy a las colonias de los Estados europeos, la encontraron los españoles entre los in-cas y los aztecas con el nombre clásico de las mitas; y con tantas alharacas de li-bertad y de igualdad y tantos esfuerzos de las Instituciones internacionales gine-brinas, están muy lejos de llegar a las res-tricciones con que las había suavizado y reducido ya España en los comienzos del XVII» (210).

Todos los avances sociales que se esgrimen como conquistas de nuestro tiempo, en reali-dad lo fueron de otros tiempos. Refutando la teoría marxista, no fueron fruto de la presión, de la lucha de grupos sociales o del enfrenta-miento dialéctico, sino genuina expresión de justicia por exigencias de una conciencia cris-tiana en los poderes públicos:

«El salario suficiente, el salario mínimo y familiar, la jornada de ocho horas, el des-canso dominical, las tutelas de seguridad e higiene, la indemnización por acciden-

tes del trabajo, la habitación higiénica y barata, la limitación al trabajo a destajo, la minuciosa protección al trabajo de la mujer y del niño, la igualdad de salario entre la mujer y el hombre, el descanso obligatorio de la obrera durante el em-barazo, los Comités paritarios, la rigu-rosa inspección del trabajo, la limitación de éste en los lugares e industrias insalu-bres, sobre todo eso y mucho más dio ya España leyes y reglamentos con fuertes sanciones. Y no había entonces socialis-tas y sindicatos que arrancaran fatigosa y parsimoniosamente esas mejoras para los obreros; bastó el espíritu de justicia de los legisladores, casi siempre sugestionados o forzados por los teólogos de Salamanca, Alcalá o Valladolid. En el origen de cada una de esas reformas sociales hay casi siempre un fraile misionero. Ellos fueron los protectores y tribunos de los obreros, y es lástima que los obreros no lo recuer-den con gratitud y que los frailes de hoy no sientan el mismo ímpetu justiciero y popular de sus antepasados, de gloriosa memoria» (211).

Ángel Ossorio y Severino Aznar debatieron inten-samente sobre su concepción de la democracia cris-tiana.

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Cita en este sentido don Severino a Donoso Cortés:

«España ha sido una nación formada por la Iglesia para los pobres. Los pobres han sido en España reyes. Los que eran colo-nos tenían tierras perpetuamente con un censo ínfimo y eran en realidad propieta-rios. Todas las fundaciones piadosas que había en España eran para los pobres. Los jornaleros tenían con qué dar pan a sus hijos con los jornales que ganaban en los gloriosos y espléndidos conventos de que estaba llena España. ¿Qué mendigo no tenía un pedazo de pan estando abierto un convento?».

concLuSIónSeverino Aznar Embid sólo acudió a la política en auxilio de la transformación social de España o cuando estimaba que la supervivencia de la ci-vilización española estaba en grave peligro.

Aunque es fundador del «Grupo de la Demo-cracia Cristiana», esta denominación equívoca no tiene un sentido político sino que se refiere a la influencia cristiana en el orden social para instaurar todas las cosas en Cristo, en afortu-nada expresión de San Pío X.

La educación carlista de don Severino le ha-cía incompatible con la soberanía popular, porque entendía que la Justicia y la Verdad eran valores absolutos, independientes de la voluntad de los hombres o de los pueblos. Creía en la democracia como representación de intereses para fiscalización del poder y como organización de la vida pública donde sólo se dirimiese aquello que por su natura-leza es discutible.

Pronto supo ver en el fascismo un neopaga-nismo, anticatólico y perseguidor de la Iglesia, totalitario, vitalista y sin apenas doctrina, aun-que valoró su fuerza misteriosa y su corporati-vismo como punto de partida.

Apoyó sin fisuras el Alzamiento cívico-militar del 18 de Julio de 1936, colaborando con los primeros gobiernos del general Franco. La rea-lidad social del nuevo régimen pronto le de-cepcionó. La política social emprendida, que don Severino mismo contribuyó a implantar, le pareció insuficiente. El Fuero del Trabajo le pareció un monumento al catolicismo social, que resultó incumplido por el propio régimen que lo había promulgado. No se acometió nin-guna reforma de la estructura económica ca-pitalista, y esto le pareció una injusticia y una torpeza.

Aunque don Severino siempre se dijo carlista de formación, no en vano fue íntimo amigo de Vázquez de Mella y candidato carlista, acabó también muy decepcionado con la insuficiente sensibilidad del carlismo con los problemas so-cio-económicos.

Severino Aznar fue un católico consecuente con las enseñanzas políticas de la Iglesia. Pre-cisamente una sana independencia de criterio y su afán permanente de coherencia le impi-dieron colaborar de manera incondicional con ningún partido o régimen político.

José Antonio Girón le parecía a Seve-rino Aznar un per-sonaje con hondo y cristiano sentido social.

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(1) La Doctrina Social de la Iglesia «pertenece a la misión evangelizadora de la Iglesia y forma parte esencial del mensaje cristiano» (Juan Pablo II. Centesimus Annus, 5d). Es además «fundamento e impulso para el com-promiso social y político de los cristianos» (Juan Pa-blo II en mensaje a la Conferencia Episcopal Italiana, 6 de enero de 1994).

(2) Severino AznAr, «Dos generaciones al habla», Juven-tud 327 (1950), p. 3.

(3) Severino AznAr, El pensamiento social de Vázquez de Mella, Barcelona : Imp. Subirana, 1934, p. XVIII.

(4) M.ª Mercedes López CoirA, «Aproximación a la vida y obra de Severino Aznar : un precursor de los estu-dios sociológicos en España», Cuadernos de Trabajo Social 12 (1999), pp. 277-296 [279].

(5) Antón pAzos, Un siglo de catolicismo social en Europa, Pamplona : Eunsa, 1992, p. 58.

(6) AznAr, El pensamiento… (1934), p. XXXIV.(7) Feliciano Montero, «El catolicismo social durante el

Franquismo», Sociedad y Utopía 17 (2001), pp. 93-114 [98].

(8) José María GArCíA esCudero, El pensamiento de «El Debate», Madrid : BAC, 1983, p. 515.

(9) AznAr, «Dos…».(10) Severino AznAr, Impresiones de un demócrata-cris-

tiano, Madrid : Editorial Bibliográfica Española, 1950, pp. 457-459.

(11) Ibíd., pp. 325-331.(12) AznAr, «Dos…».(13) AznAr, Impresiones…, pp. 339-340.(14) Ibíd., p. 134.(15) Ibíd., pp. 56-57.(16) Ibíd., pp. 453-456.(17) Severino AznAr, Las encíclicas «Rerum Novarum» y

«Quadragesimo Anno» : precedentes y repercusiones en España, Madrid : M. Minuesa de los Ríos, 1941, p. 38. Vid. además Severino AznAr, Estudios económico-so-ciales, Madrid : Instituto de Estudios Políticos, 1946, p. 185.

(18) San pío X, «Notre charge apostolique», en José Luis Gutiérrez GArCíA (ed.), Doctrina Pontificia. II, Do-cumentos políticos, Madrid : Biblioteca de Autores Cristianos, 1958, pp. 401-423; también disponible en línea, Congregación para el Clero, Santa Sede, <http://www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/c1h.htm#he> [8 de junio de 2010].

(19) Javier tuseLL, Historia de la Democracia Cristiana, Madrid : Sarpe, 1986, p. 242.

(20) López CoirA, op. cit., p. 281.(21) tuseLL, op. cit., pp. 249-251; vid. además José An-

drés-GALLeGo, La Iglesia en la España contemporánea, Madrid : Encuentro, 1999, t. I, pp. 244-245.

(22) AznAr, Impresiones…, pp. 128-129.(23) Ibíd., pp. 129-130 y 132.(24) AznAr, «Dos…», p. 3. Vid. además AznAr, Impresio-

nes…, p. 302.(25) Severino AznAr, «Una vida dedicada al bien común»,

La hora 21 (1956), p. 7. Vid. además AznAr, Impre-siones…, p. 252.

(26) Severino AznAr, Estudios sociales sobre temas canden-tes, Madrid : Biblioteca Pax, 1936, p. 11.

(27) AznAr, Impresiones…, pp. 257-258.(28) Ibíd., p. 233.

(29) Ibíd., pp. 453-456.(30) AznAr, El pensamiento… (1934), p. XXIII-XXIV.(31) Ibíd., pp. LIII-LIII.(32) AznAr, Impresiones…, p. 494.(33) Ibíd., p. 21.(34) Ibídem.(35) GArCíA esCudero, op. cit., p. 615.(36) AznAr, Impresiones…, p. 493.(37) Ibíd., p. 415.(38) Ibíd., p. 328.(39) Ibíd., p. 145.(40) AznAr, Estudios… (1946), p. 393.(41) AznAr, Impresiones…, p. 146.(42) Ibídem.(43) Ibíd., p. 60.(44) Ibíd., pp. 74-75.(45) Ibíd., pp. 233 y 240-241.(46) AznAr, Estudios… (1946), p. 112.(47) AznAr, Impresiones…, p. 71.(48) Ibíd., p. 54.(49) Ibíd., pp. 147 y 237.(50) AznAr, Las encíclicas..., p. 36.(51) Ibíd., pp. 36-37.(52) Ibíd., p. 38.(53) Ibíd., pp. 39-40.(54) Ibíd., p. 41.(55) AznAr, Impresiones…, pp. 214-219 y 365-366.(56) AznAr, El pensamiento… (1934), p. XI.(57) Ibíd., p. XII.(58) Ibíd., p. XXII.(59) Ibíd., p. XXII.(60) Ibíd., p. XXIII.(61) Ibíd., pp. LIV-LV.(62) Ibíd., pp. LV-LVI.(63) Ibíd., p. XXV.(64) Ibíd., pp. XXVI-XXVII.(65) Ibíd., p. XXVII.(66) Ibídem.(67) AznAr, Las encíclicas..., pp. 41-44.(68) AznAr, El pensamiento… (1934), pp. XXX-XXXI y

LX.(69) Ibíd., p. XL-XLII.(70) Ibíd., pp. XLV-XLVII.(71) Ibíd., p. XLIII.(72) Ibíd., p. XXXIII.(73) Ibíd., p. XXXIV.(74) Ibíd., pp. XXXVI y LIV.(75) Ibíd., pp. LI-LII.(76) Ibíd., pp. LXV-LXVI.(77) Ibíd., pp. LXIX-LXX.(78) Ibíd., p. LXXII.(79) Ibíd., p. XCVI.(80) Ibíd., pp. XCVI-XCVII.(81) Ibíd., p. XCV.(82) Ibíd., p. LXXIV.(83) Ibíd., p. LXXXIV(84) Ibíd., p. LXVII.(85) AznAr, Impresiones…, p. 180.(86) Ibíd., p.. 224.(87) Ibíd., p. 225.(88) AznAr, Las encíclicas..., pp. 44 y 46.(89) Ibíd., p. 45.(90) AznAr, El pensamiento… (1934), p. XXXIII.

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(91) Ibíd., pp. XXXVII-XXXVIII.(92) Ibíd., p. XLIX.(93) Ibídem.(94) Ibíd., p. L-LI.(95) Ibíd., p. LII.(96) AznAr, Impresiones…, pp. 374-379.(97) AznAr, Estudios… (1946), p. 230.(98) Ibíd., p. 230.(99) AznAr, Impresiones…, p. 242.

(100) Ibíd., p. 243.(101) Severino AznAr, Estudios religioso-sociales, Madrid :

Instituto de Estudios Políticos, 1949, p. 63.(102) Ibíd., p. 64.(103) AznAr, Impresiones…, pp. 248-249.(104) Ibíd., pp. 250-251.(105) Ibíd., pp. 268-272.(106) Ibíd., p. 259.(107) Ibíd., p. 262.(108) Ibíd., p. 277.(109) AznAr, Estudios… (1946), pp. 230-231, 393; y 301-

304. Vid. además AznAr, «Dos…»; también: AznAr, Estudios… (1949), p. 197; y AznAr, «Una vida…».

(110) AznAr, Impresiones…, pp. 378-379.(111) Ibíd., p. 376.(112) AznAr, «Dos…».(113) AznAr, Impresiones…, p. 245.(114) AznAr, Estudios… (1946), p. 227.(115) AznAr, Impresiones…, p. 247.(116) Ibíd., p. 259.(117) Ibídem.(118) Ibíd., p. 303. Vid. además AznAr, «Dos…».(119) López CoirA, op. cit., p. 285. Vid. además AznAr,

Impresiones…, p. 263.(120) Ibíd., pp. 260-261 y 267.(121) Ibíd., p. 260.(122) Ibíd., pp. 264-266.(123) Ibíd., pp. 267-268.(124) AznAr, Estudios… (1946), p. 97.(125) AznAr, Impresiones…, p. 245.(126) AznAr, Estudios… (1946), pp. 141-142.(127) AznAr, Impresiones…, p. 247.(128) AznAr, Estudios… (1946), p. 226.(129) Ibíd., p. 235.(130) Ibíd., p. 234.(131) Ibíd., p. 236.(132) AznAr, Impresiones…, pp. 254-256 y 264.(133) Efrén BorrAjo dACruz, Introducción al Derecho del

Trabajo, Madrid : Tecnos, 1988, pp. 139-140.(134) AznAr, Impresiones…, p. 301.(135) Ibíd., p. 297.(136) Ibíd., pp. 299 y 327.(137) AznAr, Estudios… (1946), p. 396.(138) AznAr, Impresiones…, pp. 244-248.(139) Ibíd., pp. 252-253.(140) Ibíd., p. 46.(141) Ibíd., p. 260.(142) Ibíd., p. 297.(143) AznAr, Estudios… (1946), p. 246.(144) Severino AznAr, Contestación al discurso leído en

el acto de su recepción como Académico de Número por el Padre Joaquín Aspiazu Zulaica, Madrid : Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1950, p. 32.

(145) AznAr, Estudios… (1946), p. 394.(146) Ibíd., pp. 239-240.

(147) AznAr, Contestación…, p. 20.(148) Ibíd., p. 19.(149) AznAr, Estudios… (1949), p. 198.(150) AznAr, Estudios… (1946), p. 144.(151) Ibíd., p. 146.(152) AznAr, Contestación…, p. 19.(153) AznAr, Impresiones…, p. 263.(154) Ibíd., pp. 280-281.(155) Ibíd., p. 299.(156) Ibíd., p. 302. Vid. además AznAr, «Dos…».(157) AznAr, Estudios… (1946), p. 230.(158) Ibíd., p. 232.(159) Ibíd., p. 397.(160) AznAr, El pensamiento… (1934), p. CXI-CXII.(161) AznAr, Impresiones…, pp. 406-407.(162) Ibíd., pp. 408-409.(163) Ibíd., p. 410.(164) Ibíd., pp. 411 y 438.(165) Ibíd., p. 439.(166) Ibíd., pp. 442-443.(167) Ibíd., p. 440.(168) Ibíd., p. 440.(169) Ibíd., pp. 434-435.(170) Ibíd., p. 436.(171) Ibíd., p. 446.(172) AznAr, Impresiones…, pp. 27 y 29.(173) López CoirA, op. cit., pp. 280-282.(174) Ibíd., p. 293.(175) AznAr, Estudios… (1949), p. 338.(176) Ibíd., p. 54.(177) Ibíd., p. 91.(178) Ibíd., p. 92.(179) Ibíd., p. 93.(180) Ibíd., p. 94.(181) Ibíd., p. 95.(182) Ibíd., p. 333.(183) Ibíd., p. 109.(184) Ibíd., pp. 109-110.(185) Ibíd., pp. 102-103.(186) Ibíd., pp. 104-105.(187) Ibíd., p. 1-43.(188) Ibíd., pp. 331-332.(189) Ibíd., p. 95.(190) Ibíd., p. 97.(191) Ibíd., p. 334.(192) Ibíd., pp. 334-335.(193) AznAr, Contestación…, p. 20.(194) Ibídem.(195) AznAr, Impresiones…, pp. 38-39.(196) AznAr, Estudios… (1949), p. 106.(197) AznAr, Estudios… (1946), pp. 309-310.(198) AznAr, Estudios… (1949), pp. 112-113.(199) AznAr, Impresiones…, p. 300.(200) Ibíd., p. 149.(201) Ibíd., p. 467.(202) Ibíd., p. 143.(203) Ibíd., pp. 149-150 y 252.(204) Ibíd., pp. 271 y 302. Vid. además AznAr, «Dos…».(205) AznAr, «Una vida…».(206) AznAr, Impresiones…, p. 181.(207) Ibíd., pp. 86-87.(208) Ibíd., pp. 87-88.(209) Ibíd., p. 89.(210) Ibíd., pp. 90-91.(211) Ibídem.

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La vida está llena de proyectos, de ilusiones, de intentos, que sólo en unos pocos casos llegan a plasmarse en realidades. Pero afortunadamente en este caso se ha hecho realidad el sueño de tantos que quisieron que no se perdiera la me­moria y la historia de quienes, representando una parte importante de la sociedad española, aquella que guardaba el sentir y los modos de vivir de la tradición, participó, de manera vo­luntaria, con generosidad y sin intereses, en la terrible guerra civil que enfrentó a los espa­ñoles va a hacer ahora 75 años, y que todavía suscita sentimientos tan encontrados, que no es fácil mirar, volver la vista atrás, sin que se desa­ten pasiones.

OrigenEn el prólogo de Requetés (1), su autor Pablo Larraz hace un repaso de los diversos esfuerzos por recoger la historia de los voluntarios carlis­tas, que han confluido finalmente en el espec­tacular volumen que, bellamente editado por La Esfera de los Libros fue presentado en Ma­drid, en la sede de la Fundación Mapfre, el día 17 de mayo de 2010, en una concurridísima ocasión que desbordó todas las capacidades del recinto, que incluso contaba con retransmisión televisada a salas adyacentes para aumentar la

capacidad, ante las casi 500 personas que se dieron allí cita.

Larraz, como queda dicho, repasa en el prólogo los trabajos diversos que fueron antecedente y afluente del presente, las entrevistas de Jesús María Ibero, las de José Luis Orella, las propias recogidas por Pablo Larraz para su obra sobre el hospital Alfonso Carlos, y todas aquellas que en los últimos años llevaron a efecto Víctor Sierra­Sesúmaga y Pablo Larraz, por todas las partes de España.

Al haber estado presente, en primera persona, desde hace 17 años, en los diferentes y sucesi­vos impulsos que han dado lugar a Requetés : de las trincheras al olvido, quiero en estas líneas re­ferirme expresamente al empuje que a la obra dio mi padre, Ignacio Hernando de Larramendi, que pocas veces hablaba de la guerra, pero que, aún en tiempos tan inciertos como los de la transición española, en el libro que publicó al comienzo de 1976 titulado Anotaciones de so-ciopolítica independiente (2), quiso hacer público su condición de requeté, señalando como iden­tificación propia y subtítulo de su nombre la si­guiente mención: «participó en la Guerra civil española en las fuerzas voluntarias carlistas».

Vicepresidente Ejecutivo de la Fundación Ignacio Larramendi

Evocación (apasionada) de la presentación y resonancia posterior del libro «Requetés : de las trincheras al olvido», del que son autores Pablo Larraz y Víctor Sierra-Sesúmaga

Luis H. de Larramendi

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En 1993, en el curso de un accidentado pere­grinaje desde Francia a Santiago en compañía de quien ha sido padre de esta revista Aportes, el gran Pachi Asín, paramos en Villava, donde fuimos acogidos con un estupendo almuerzo (que lo era, aunque para un caminante cual­quier cosa parezca buena...) en casa de Jesús María Ibero, surgiendo en la conversación el tema de las entrevistas que había hecho a re­quetés navarros. Lo hablé con mi padre, que se unió a mí al término de la peregrinación, en la última etapa, llegando a Santiago, y aunque se implicó en que diéramos continuidad al pro­yecto, razones diversas hicieron que éste estu­viera bastante en el limbo hasta que allá por 1997/98 comenzáramos bajo su impulso a relanzar el tema un grupo del que formaban parte, entre otros a los que la memoria quizá no me alcance, Alfonso Bullón de Mendoza, José Luis Orella, Pachi Asín, Ignacio Ruiz Vi­dondo, César Alcalá, y varios más... A pesar de

que organizábamos conferencias telefónicas, nos marcábamos metas y áreas, nos obligába­mos a plazos, la realidad es que lo conseguido fue muy poco, casi nada...

Parecía evidente que el tema debía reenfocarse, y así se hizo, intentando que un acuerdo entre la Universidad CEU San Pablo y la Fundación Ignacio Larramendi (entonces todavía denomi­nada Hernando Larramendi), bajo la dirección de José Luis Orella y con los recursos de los estudiantes de dicha Universidad cuya colabo­ración pudiera obtenerse, hicieran progresar el proyecto. Se recogieron algunas entrevistas, de las que varias se han incorporado al texto fi­nal, y se llevaron a cabo trabajos, en su mayor parte todavía inéditos, sin que se viera que el sistema podía realmente conducir al objetivo pretendido.

Fue en el marco de esa colaboración en la que se diseñó un cuestionario para servir de guía en las entrevistas a los antiguos combatientes. Mi padre intervino y sugirió ideas para ese cuestio­nario, pero su propio ciclo vital y su enfermedad progresaron más rápidamente de lo deseado, sin que tuviera ocasión de contestar a su propio cuestionario... Por ello, y dado que verbalmente no hablaba de la guerra (se observa que fue práctica corriente de los excombatientes carlis­tas), en la obra se han recogido las referencias de otras publicaciones hechas por él mismo, donde daba pinceladas de sus vivencias y recuerdos de los años de la República y de la guerra.

Tras su muerte, en 2001, el proyecto languide­cía, sin que se viera que el esfuerzo liderado por José Luis Orella, de la mano de Alfonso Bullón de Mendoza y la Fundación Ignacio La­rramendi, pudiera alcanzar lo que se proponía.

Ocurrió entonces que resultó ganadora en la edición del Premio de Historia del Carlismo «Luis Hernando de Larramendi» que se falló en el año 2003 una obra que había presentado a concurso Pablo Larraz Andía, con el título Entre el frente y la retaguardia : la sanidad en la Guerra Civil : el Hospital «Alfonso Carlos», Pamplona 1936-1939 (3), que recogía numero­sas entrevistas, fundamentalmente con médi­cos, Margaritas y combatientes carlistas heridos.

Cubierta de la obra reseñada.

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Y, poco después de la estupenda presentación que del libro se hizo en el Colegio de Médicos de Navarra en febrero de 2004, Luis Valiente, director de Editorial Actas y editor de los libros del mencionado premio, puso sobre la mesa la idea de que, con el fin de que ese viejo e in­termitente proyecto nunca concluido pudiera desembocar en algo positivo, quizá la única solución era hacer un encargo formal a Pablo Larraz para que recogiera los trabajos hechos hasta entonces, aprovechara aquéllos de que disponía por haberlos obtenido para su libro, y completara las entrevistas. Y esa propuesta fue decisiva para que finalmente la Fundación, ya entonces denominada «Fundación Ignacio Larramendi», junto con un grupo de anónimos y entusiastas colaboradores, decidiera impulsar, «cueste lo que cueste», la edición del libro de la mano de Pablo Larraz, que desde el comienzo asoció su participación a la de Víctor Sierra­Sesúmaga, quien disponía de la mejor colec­ción de fotografías carlistas, tanto de la Guerra Civil como anteriores, y que con su carácter alegre e inquieto recorría España localizando veteranos, familias con recuerdos carlistas, y otros focos de documentación.

La colaboración entre ambos, con el apoyo de ese grupo de «conjurados», aglutinados en torno a la Fundación Ignacio Larramendi, permitió localizar requetés de toda España —a pesar de que la edad hacía que cada vez la muerte fuera clareando sus filas—, obtener entrevistas, posi­bilitar los viajes de Pablo y Víctor, financiar la trascripción de las entrevistas y mantener alto el ánimo de los autores, en la siempre larga e incierta travesía de la preparación hacia un fu­turo en el que había que creer...

Mientras vivió, el recordado Javier Lizarza trató siempre de apoyar el proyecto en la medida de sus posibilidades, y es pena que la Providencia haya dispuesto que ni él ni mi padre hayan lle­gado a ver el precioso Requetés. Los designios divinos no son siempre comprensibles desde nuestra perspectiva... Ignacio Hernando de La­rramendi estará hoy, desde allí desde donde nos contemple, orgulloso de este Requetés, sabiendo que su empuje ha sido necesario para que el li­bro viera la luz, pero que éste nunca habría sido posible sin la fe, la dedicación, el idealismo y el rigor con el que, durante años, Pablo Larraz y Víctor Sierra­Sesúmaga han recorrido España y han trasladado el resultado de sus entrevistas al bello formato final de textos y fotos, y que ello no habría sido tampoco posible de la misma forma, sin el apoyo de ese grupo de anónimos colaboradores, que ha permitido llegar hasta el final y poner en la calle una obra tan extraor­dinaria, a un precio realmente accesible a todas las economías.

Con su personalidad atractiva, con la sinceri­dad que transmite y con su entusiasmo, Larraz consiguió que los corazones y los recuerdos de muchos viejos requetés, que no los habían ai­reado quizás en décadas, volvieran a vibrar al ser recordados junto a él.

Lourdes Martínez de Larramendi, presidenta de la Fundación Ignacio Larramendi, con Rosario Jaurrieta, margarita y enfer-mera en tiempos de la Guerra Civil, durante la presen-tación en Madrid de Requetés.

Jesús Lasanta-Na-varro, voluntario requeté con ape-nas 13 años, luego expedicionario con la División Azul, y carlista siempre, que asistió a las presentaciones realizadas en Ma-drid y Estella.

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ido Siempre hay pesares, también carencias y, por

supuesto, errores en toda obra humana, y en ésta sin duda los habrá. En el intento de pre­sentar un mosaico representativo de situa­ciones, de orígenes y de extracto social de los participantes, ¡de entre los accesibles!, podrán encontrarse errores, omisiones, distorsiones, en muchos casos sólo porque son trasunto de lo dicho por los entrevistados, en otros por inad­vertencia, y desde luego siempre sin malicia.

Quién sabe si el libro tendrá otra continua­ción... Lo que sí es cierto es que algunos de los testimonios no publicados —porque no cabían ya más en los márgenes de este voluminoso li­bro...— se encuentran accesibles en la web de la Fundación Ignacio Larramendi (4), a donde se irán incorporando más testimonios en lo su­cesivo.

PresentaciOnes en Madrid y estellaComo queda dicho, en el auditorio que la Fun­dación Mapfre tiene en el paseo de Recoletos de Madrid, en el corazón de la ciudad, se llevó a cabo la multitudinaria primera presentación del libro, en la que intervinieron Guillermo

Chico, en representación de La Esfera de los Libros, que glosó el esfuerzo editorial que una publicación de esas características ha supuesto; Alberto Manzano, vicepresidente primero de la Fundación Mapfre, de familia carlista jere­zana, que no sólo resaltó la importancia del li­bro, sino que también quiso recordar la figura de Ignacio Hernando Larramendi como primer directivo de Mapfre durante muchos años, y su fundamental y certera labor en ella, así como el hecho de que fuera el primer presidente de la Fundación Mapfre; interviniendo luego quien escribe estas líneas, para después Pablo Larraz trasladarnos en unas pinceladas la extraordina­ria implicación personal con los entrevistados que le ha supuesto la creación del libro, hasta el punto de que no pudo contener la emoción, ilustrando con anécdotas su intervención, y se­ñalando muy expresamente algo que él ha en­contrado como común denominador de entre los entrevistados: entre quienes dan su testimo­nio no hay lugar para el rencor ni la animadver­sión hacia el que fue su enemigo en la guerra, nunca persiguieron recompensas personales y las convicciones religiosas fueron extraordina­riamente importantes en sus motivaciones.

Luis H. de Larra-mendi, vicepre-sidente ejecutivo de la Fundación Ignacio Larramen-di, durante su intervención en Estella.

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Cerró el acto la intervención de un requeté, José Álvarez Limia, orensano, que con voz clara y rebosante de simpatía, mostró un rostro ama­ble de su paso por la guerra, en el Tercio Oria­mendi, hablándonos de sus orígenes familiares, de sus vivencias con los compañeros Requetés, con los enemigos y con los prisioneros, siendo sus palabras una representación arquetípica de la manera de comportarse que se desprende en todos los testimonios que el libro recoge.

Entre el numeroso público se dieron cita no po­cos Requetés y Margaritas llegados de muchos sitios de España, así como familiares y amigos, y muchas, muchas gentes, que reconocían entre los requetés a los que el libro aludía, a un pa­dre, a un tío, a un abuelo...

Quince días después, en el patio porticado del palacio en el que se ubica el Museo del Car­lismo en Estella, tuvo lugar otra presentación, también ante una asistencia de público que desbordaba la capacidad del recinto, en la que intervinieron Pablo Larraz, Víctor Sierra­Se­súmaga, y el viejo requeté donostiarra Miguel de Legarra, cuyas vivencias quedaron publica­das ya en un libro editado por impulso de la Fundación Ignacio Larramendi De la calle Pi

y Margall al Tercio de San Miguel (5), quien mostró igualmente el talante abierto, amable, lleno de humor y de simpatía, que parece es común denominador de los viejos requetés. El acto fue presentado por Joaquín Ansorena, re­levante personalidad de la cultura Navarra y de Tierra Estella, quien afirmó que los autores de Requetés han plasmado con gusto una amena narración que recoge numerosas entrevistas lle­vadas a cabo con rigor académico y con pulcri­tud técnica.

También intervino quien escribe estas líneas y el acto contó también con la participación de numerosos veteranos, Requetés y Margaritas, siendo posible aventurar, además, que entre el numeroso gentío congregado sería también di­fícil encontrar a alguien que no contara con un requeté en su familia, su padre, sus abuelos, sus tíos...

ecOs de la Obra en lOs MediOs de cOMunicaciónHa sido una sorpresa comprobar el número y el talante de las referencias que la aparición de la obra ha suscitado en medios de toda índole. Puede decirse que, casi unánimemente, esos co­mentarios han sido positivos en relación con el

Mesa con los inter-vinientes durante la presentación en Estella de Reque-tés: Pablo Larraz, Miguel de Legarra, Luis H. de Larra-mendi, Joaquín Ansorena y Víctor Sierra-Sesúmaga.

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contenido del libro, de bienvenida por su apari­ción y de aplauso por la edición y el aparato fo­tográfico, recogiéndose también en muchos de ellos amables palabras para las vivencias perso­nales de los protagonistas.

Desde las referencias más sociales en las revistas ¡Hola! o Vanitas (6), pasando por las de análisis histórico como la de Adolfo Torrecilla en Histo-rias de Iberia Vieja (7), las sociológicas, entre las que destaca el artículo de Amando de Miguel en La Gaceta (8), o las referencias de José Antonio Navarro Gisbert en Elmanifiesto.com (9), pasando por las referencias periodísticas o las entrevistas radiofónicas, todo ha hecho propagar el eco del lanzamiento de la obra y ha contribuido a dar importancia a su contenido, que indudablemente ha quedado realzado por el prólogo y el epílogo de los dos grandes hispanistas, Stanley G. Payne y Hugh Thomas, que enmarcan la obra.

Entre las muchas referencias que figuran en esas críticas mencionadas, parece oportuno destacar algunas de las frases que en ellas se citan:

■   Jon Juaristi: «[…] el descomunal Re-quetés, recopilación de historia oral con exquisito cuidado [...]» (10).

■   Pedro Corral dice en ABC de «Los eter­nos perdedores» que «desgranan sus re­

cuerdos para ganar su última batalla contra el silencio y el olvido» (11).

■   Diario de Navarra sostiene que «la memoria de los Requetés se hace li­bro» (12).

■   Amando de Miguel resalta que se trata de «un libro modélico» (13).

■   Óscar Elía Mañú dice en Libertad Digi-tal de los requetés que «fueron, proba­blemente, la mejor milicia popular de la historia. Desde luego, fueron mucho mejores que las Brigadas Internacio­nales, o que las unidades italianas que combatieron a su lado; y, desde luego, más populares [...] la suya fue una mo­vilización ideológica total y entusiasta, que quizá explique el éxito de los su­blevados» (14).

■   José Antonio Navarro Gisbert afirma que «el valor fundamental del libro ra­dica en el esfuerzo, tanto de autores como de editores, para culminar un trabajo que, en su género, puede consi­derarse exhaustivo» (15).

Pero, por encima de todas las referencias de terceros, la mejor será aquella que sumerja al lector en la vida de los testimonios; la lectura del libro, vivamente aconsejada, conmociona hasta lo más hondo por la frescura con la que

Emocionados, los veteranos Nicolasa Uriondo, Ismael Madariaga, Jesús Lasanta, Félix Andía, Luis Jáuregui, Rosario Jaurrieta e Isabel Eusa aplauden al concluir una de las intervenciones durante la presen-tación de Requetés en Estella.

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se transmiten los ideales de los viejos de hoy cuando hablan de los niños que fueron ayer, y por la diferencia entre la generosidad e idea­lismo con que salieron a la guerra y la indife­rencia y el materialismo que les rodea hoy.

Ninguna historia refleja más el espíritu del libro, el espíritu de aquellos hombres, que la de Fran­cisco Echeverría, conocido como «el Veterano de Pueyo», de quien aparece fotografía en la p. 935 del libro vestido con su uniforme de la Tercera Guerra Carlista, cuya historia se refleja en unos recuerdos de Dolores Baleztena, quien rememora cómo ese viejo veterano en 1932 se vistió su viejo uniforme de oficial de caballería del ejército carlista, con el que aparece en la foto y, sable en mano, impidió que los funcionarios municipales retirasen el crucifijo de la escuela del pueblo.

A los protagonistas del libro, a los requetés, van dedicados unos versos propios, con los que quiero concluir estas líneas.

requetésSe fueron un día de casacon la mirada muy limpia,con la frente honrada y alta,con el noble pecho alegre,

con ancha sonrisa franca,con toda su juventudvibrando de fe y de esperanza.

Con ellos marchó mi padre,su mosquetón a la espalda,un detente en la camisa,amplia boina colorada,la bendición de su madre,y en el corazón... ¡España!

Las guerras de nuestros díasno son guerras declaradas;no se pierden en el frenteposiciones ni batallas.Se ganan con dignidad,avanzando hacia el mañanacon los principios mejoresde la tradición pasada.

Que nuestros hijos puedan,también con la frente alta,pasar a los suyos la imagende unos padres que luchabanporque el carlismo se vierapresencia viva y honradade unos ideales tan noblesque hicieran mejor a España.

(1) Pablo Larraz andía y Víctor Sierra-SeSúmaga, Re-quetés : de las trincheras al olvido, Madrid : La Esfera de los Libros, 2010.

(2) Ignacio Hernando de Larramendi, Anotaciones de so-ciopolítica independiente, Espulgas de Llobregat (Bar­celona) : Plaza & Janés, 1977.

(3) Pablo Larraz, Entre el frente y la retaguardia : la sa-nidad en la Guerra Civil: el hospital «Alfonso Carlos», Pamplona 1936-1939, San Sebastián de los Reyes (Madrid) : Ed. Actas, 2004.

(4) Fundación Ignacio Larramendi. Carlismo. Testimonios no publicados en el libro «Requetés» [en línea], <http://www.larramendi.es/testimonios.requetes/ > [26 de septiembre de 2010].

(5) Miguel de Legarra, De la calle Pi y Margall al Ter-cio de San Miguel : (recuerdos de un requeté), San Sebastián de los Reyes (Madrid) : Ed. Actas, 2008.

(6) «La Fundación Ignacio Larramendi presenta el último proyecto de su fundador», ¡Hola! 3.443 (28 de julio de 2010); «Requetés : una historia más allá de la gue­rra», Vanitas (verano 2010).

(7) Adolfo TorreciLLa, «Por Dios, la Patria y el Rey», His-toria de Iberia Vieja 61 (julio 2010).

(8) Amando de migueL, «Los requetés, esos desconoci­dos», La Gaceta (17 de junio de 2010).

(9) José Antonio navarro giSberT, «El Carlismo : de las trin­cheras al olvido», ElManifiesto.com [en línea], <http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3463> [26 de septiembre de 2010].

(10) Jon JuariSTi, «Dibujantes», ABC (26 de mayo de 2010).

(11) Pedro corraL, «Requetés, los eternos perdedores», ABC (17 de mayo de 2010).

(12) Manuel marToreLL, «Voluntarios de primera hora», Diario de Navarra (2 de junio de 2010).

(13) migueL, op. cit.(14) Óscar eLía mañú, «Memoria del Requeté», Li-

bertad Digital (15 de julio de 2010) [en línea], <http://libros.libertaddigital.com/memoria­del­requete­1276238010.html> [26 de septiembre de 2010].

(15) navarro giSberT, op. cit.

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Juan José Sánchez ArreSeigor

Vascos contra NapoleónMadrid : Editorial Actas, 2010 504 p. + 64 de ilustraciones ISBN 978-84-9739-099-6

De vez en cuando el chaparrón de novedades editoriales que nos ha caído encima desde hace dos años sobre la Guerra de la Indepen­dencia nos ofrece algún material verdaderamente estimable y origi­nal. Tal es el caso de Vascos contra Napoleón, un estudio sistemático y detallado de todo el periodo re­volucionario y napoleónico en la actual comunidad autónoma vasca. El autor nos ofrece una rara combi­nación de erudición apabullante y amenidad y claridad expositiva en la redacción. Lejos de ser el típico «paracaidista» que elabora un refrito oportunista de todo lo ya publicado para subirse al carro de las conme­moraciones y aniversarios, Sánchez Arreseigor demuestra ser un verda­dero especialista en el tema y resulta especialmente digno de elogio que nos proporcione una lista completa

de toda la documentación utilizada, mas de 300 referencias procedentes de doce archivos diferentes. Como evidentemente es imposible meter semejante lista en la edición im­presa, nos ofrece la posibilidad de consultarla on line.

En dieciocho capítulos, Vasco s contra Napoleón nos va mostran do la situación global del País Vasco antes de la guerra, la realidad de­trás del mito sobre el sistema foral, las reacciones de los vascos ante la ocupación solapada de su tierra y el secuestro de su rey, las primeras guerrillas, las batallas, los esfuer­zos antiguerrilleros de los france­ses, pero también la participación de los vascos en el conjunto de la guerra, no sólo en su tierra natal; vemos de cerca la composición del partido afrancesado, su verdadera fuerza y su escaso número, la polí­

1. Obras de carácter general. Nacionalismos – 2. El siglo XIX (general) – 3. El siglo XX (general)4. Carlos IV. El final del Antiguo Régimen – 5. Fernando VII e Isabel II – 6. Las Guerras Carlistas

7. Sexenio Revolucionario y Restauración – 8. La Segunda República y la Guerra Civil9. El Régimen de Franco – 10. Juan Carlos I – 11. Varios

Recensiones y crítica bibliográfica de Historia Contemporánea de España

Libros

5. Fernando VII e Isabel II

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tica aplicada por los ocupantes, las alternativas y las zonas grises entre resistencia y colaboracionismo, la intervención de las mujeres, el fe­nómeno del bandidaje, la vida co­tidiana bajo la ocupación, la guerra naval, la intervención británica, la financiación de la guerra, etc. Las hazañas bélicas de los guerrilleros —y también sus fracasos— se expli­can sobre estas bases, sin mitificar­los ni rebajarles.

Son especialmente dignos de des­tacar dos capítulos: el cuarto, «Las claves de la guerra», y el último, «Conclusiones», a partir de los cua­les seguro que se abrirá un intere­sante debate sobre la guerra en el País Vasco, su encaje pasado y pre­sente en el resto de España. A este respecto, el capítulo 15, «Fueros y constitución», está destinado de an­temano a resultar polémico. Vascos contra Napoleón será también una referencia interesante para el estu­dio de la guerra en general, pues el autor insiste en que muchas de sus conclusiones y sus análisis son per­fectamente extrapolables al resto de España.

En resumen, un libro bien escrito y bien documentado que se lee con agrado de principio a fin.

Emilio Sáenz-Frances Universidad Rey Juan Carlos

Antonio Rodríguez de las Heras, Rosario Ruiz Franco (eds.)1808: Controversias historiográficasMadrid : Editorial Actas, 2010 238 p. ISBN 978-84-9739-103-0

Esta publicación recoge las po­nencias de un seminario del mismo título celebrado en noviembre de 2008 y organizado por el Instituto de Historiografía Julio Caro Baroja de la

Universidad Carlos III de Madrid. En ella, diversos especialistas invitados pretendían poner al día y con rigor, en medio de la avalancha de títulos producto de la conmemoración del bicentenario, la historiografía relativa a la Guerra de la Independencia.

El libro comienza prestando aten­ción al reinado de Carlos IV, por Enrique Martínez Ruiz, que señala el interés que ha despertado este periodo en los últimos años, espe­cialmente desde la conmemora­ción de otro bicentenario —el de Carlos III—. Después de un breve y acelerado, pero sustancioso repaso por la historiografía más reciente sobre el triángulo de poder (Car­los IV, María Luisa y Godoy), da detalle de algunos títulos relativos a otras figuras importantes de la Ilus­tración española como Jovellanos, Meléndez, Goya... que han mere­cido la atención de los historiadores últimamente. Asimismo, destaca tí­tulos aparecidos a raíz de celebra­ciones más modestas como la de la Revolución Francesa, sin olvidar el aspecto militar que impregna todo el reinado de Carlos IV, marcado por las guerras revolucionarias, para desembocar en la historiografía es­

pecializada en Trafalgar a la que dedica la mayor parte del capítulo. Termina lamentando que el reinado de Carlos IV no haya merecido, en su opinión, mayor atención, «Aun­que en algunas cuestiones estamos mucho mejor informados que hace tres lustros, particularmente en lo referente a los temas militares (...) y a la actitud de nuestros gobernan­tes y algunos políticos destacados en los años finales del reinado, justo en la gestación que desembocaría en la guerra de la Independencia» (p. 31). La imagen denigrante y el desastroso final parece que pesan demasiado a la hora de acometer la necesaria revisión de los veinte años que Carlos IV reinó en España.

Con el título «Herencia y pre­sencia del Antiguo Régimen en Napoleón: el caso español», David García Hernán analiza la figura del emperador francés, afirmando que mientras que perdió «la batalla de la Historia», en realidad, ganó «sin ningún tipo de cuestionamiento lo que podríamos llamar la batalla de la Historiografía» (p. 35). Para el autor, no hay duda de que la figura histórica está excesivamente miti­ficada, gracias a una construcción iniciada ya durante su propia vida, debido tanto a un eficaz aparato mediático y propagandístico a su servicio, como a sus cualidades de hombre de acción. A continuación el autor hace una escueta sem­blanza, tratando de contextualizar al hombre en la época, para llegar a la conclusión de que Napoleón está más cerca del Antiguo Régimen que del Nuevo, a pesar de que es consciente de que esta opinión es abiertamente contradictoria con la que han manifestado otros historia­dores que se han dedicado a estu­diar al personaje. Alude a su condi­ción de gobernante despótico a la antigua usanza, autoritario y abso­luto, necesitado de una legitimidad

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histórica de la que carecía, como él mismo se dio cuenta enseguida, y que intentó construirse. También analiza su dimensión política euro­pea y otros aspectos de su persona­lidad: su egocentrismo, su soberbia superioridad, sus contradicciones y su pasión autoritaria por el orden. Por último, se hace un repaso a las causas que llevaron a Napoleón a creer que la conquista de la Penín­sula Ibérica sería un paseo militar. El corso fue improvisando según sucedían los acontecimientos y el premio final fue la Corona ofrecida en bandeja por los Borbones espa­ñoles, con la idea de regenerar un país sumido en la confusión por la corrupción de sus instituciones, la degeneración de sus gobernantes y el atraso de su economía. El pro­blema radicaba en que su ansia de progreso no coincidía con la volun­tad del pueblo español.

Josep Fontana en su sugestivo ca­pítulo «Mayo de 1808: una España en crisis» ahonda en la situación económica del país, remontándose al reinado de Carlos III. Cuestiona el tópico de las «reformas borbóni­cas», que no fueron otra cosa, como ya advirtieron los propios contem­poráneos, que «despotismo ministe­rial» (p. 55). El motín de Aranjuez supone el estallido final de una crisis que llevaba gestándose desde muchos años atrás: «la culminación de un fracaso político de largo al­cance (...) que tiene como causa fundamental la incapacidad de los Borbones de poner en marcha un proyecto de estado moderno centra­lizado» (p. 54). La ineficacia de las políticas hacendísticas, las medidas aduaneras erráticas, la nefasta ges­tión de la deuda pública que hipo­tecaba al Estado por muchos años, las desamortizaciones que irritaron a la Iglesia, así como el descuido por la política colonial fueron causas de que, en 1808, toda la población

española estuviera descontenta, cuando no, enfurecida con el go­bierno. Si, además, a esto se le une una inestable y convulsa coyuntura internacional que obligó a España a una situación de guerra perma­nente, con el consiguiente sobrees­fuerzo de mantener un ejército y una armada en disposición de entrar en combate, lo ocurrido en marzo de 1808 puede interpretarse como un intento de poner en orden en el desconcierto reinante. A la larga se trató tanto de una guerra como de una revolución (p. 66), que empeñó al bando patriota, al mismo tiempo, a la resistencia y a la reforma polí­tica, desde los primeros momentos de la existencia de la propia Junta Central hasta las Cortes.

En el capítulo «La conducción de las operaciones en la Guerra de la Independencia», el general Miguel Alonso Baquer hace un repaso, es­trictamente desde el punto de vista de la historia militar, del desarro­llo de las operaciones bélicas de la Guerra de la Independencia. Con­flicto que divide en tres etapas: una primera, guerra de Portugal (1807­1808), seguida por una guerra de España (1808­1810) y, por último, una guerra de España y Portugal, a partir de 1810. Teniendo presente este esquema, analiza las diferentes cuestiones políticas que los diversos centros de decisión de los bandos enfrentados (París, Londres, Madrid y Cádiz) trataron de dirimir sobre el tablero peninsular, los objetivos militares de los ejércitos, la estra­tegia a seguir y, finalmente, el de­sarrollo de las propias campañas de manera cronológica.

Antoni Moliner Prada desarro­lla en su participación al seminario el fenómeno guerrillero: su sur­gimiento, la extracción social y la forma de vida de los integrantes de estos grupos armados. En un balance equilibrado, afirma que los

guerrilleros no fueron ni «desarrapa­dos bandidos y desertores de escaso valor militar» ni «héroes» (p. 91). Repasa el proceso de mitificación, en el que frecuentemente aparecen como representantes genuinos del carácter del pueblo español que se levanta en armas, unido contra la opresión francesa. Una construc­ción que empezó tempranamente, pues ya en 1809 hay testimonios en la prensa exaltando el valor de estos hombres, circunstancia que fue aprovechada tanto por los con­servadores como por los liberales. Procedentes de las capas popula­res, fue la literatura popular la que amplificó sus hazañas. Por último, el autor analiza la utilización que, del fenómeno guerrillero, hicieron los liberales y su evolución durante el siglo XIX: la visión del «pueblo en armas» en el que el nuevo sujeto histórico es «el pueblo español, pre­sente por sus valores de heroísmo y generosidad, y subordinado a la monarquía y la religión» (p. 108), según el liberalismo doctrinario, o la identificación del «pueblo ciuda­dano, como pueblo consciente, co­nocedor de sus derechos y deberes» (p. 109) que fue la opción de los re­publicanos. Concluye diciendo que la guerrilla supuso una ruptura con el pasado, pues la Revolución Fran­cesa cambió también la forma de hacer la guerra. Los ejércitos reales debieron convertirse en nacionales y eso determinó la incorporación de hombres de diferente extracción social que ascendían por méritos y no por su nacimiento. Pero también surgió pronto la necesidad de un control; de ahí su reglamentación y la necesidad de su incorporación al ejército regular, lo que, por una parte, restaba iniciativa a la guerri­lla y, por otra, era una manera de modernizar el ejército.

«Las interpretaciones francesas de la Guerra de la Independencia»

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corre a cargo de Jean­René Aymes, quien valora la historiografía fran­cesa sobre el periodo 1808­1814 español, desde los primeros escritos de los mismos protagonistas de los acontecimientos, en los que predo­minan las memorias, especialmente de militares franceses, hasta las his­torias sobre el conflicto bélico. A finales del siglo XIX, coincidiendo con el primer centenario, hubo una gran proliferación de títulos que se circunscriben al conflicto franco­español, pero habrá que esperar hasta la década de los setenta del siglo XX para que, entre los hispa­nistas franceses, el periodo vuelva a ser objeto de interés. El autor da cuenta de la producción bibliográ­fica gala de las últimas décadas, en la que predomina el interés por aspectos militares y las biografías, aunque también han aparecido mo­nografías temáticas que tratan otros aspectos como la prensa, el afran­cesamiento, la sociedad, el teatro, la iconografía y buenas síntesis glo­bales como la del propio autor en 1973. En un balance final, afirma que la historiografía francesa de las últimas décadas, afortunadamente, se ha despojado de «la napoleonfilia indiscriminada y el galocentrismo insidioso» (p. 145).

Juan Ignacio Marcuello Benedicto, en su aportación titulada «Las Cortes de Cádiz y gobierno de Asamblea. Valoraciones historiográficas sobre la “forma de gobierno” en el sistema constitucional de 1812», hace un re­paso por la historiografía que ha con­siderado la forma de gobierno de­finida en la Constitución de 1812 como una monarquía asamblearia, definiendo sus características, para pasar posteriormente a analizar a los que la han tipificado como una mo­narquía parlamentaria, concepto que, según el autor, ofrece más dificulta­des (p. 164); lo mismo que ocurre con la tesis de la monarquía presiden­

cialista. Por último, reflexiona sobre las causas que llevaron al fracaso en la aplicación de dicha Constitución, concluyendo que la causa central fue «la insalvable dificultad de combinar en las circunstancias históricas del momento, la buscada preeminencia directiva y expansiva de unas Cortes de nuevo cuño que, sin antecedentes directos en nuestra historia nacional, evocaba en exceso la inquietante y convulsa experiencia del gobierno de Convención en el ciclo de la Revolu­ción Francesa» (p. 171).

«Tres personajes en la crisis del Antiguo Régimen: Godoy, José I y Fernando VII. Historiografía y la imagen» es el título que da Rafael Sánchez Montero a su colabora­ción. En ella, valora la imagen de estos tres personajes vitales para el devenir histórico de la España de aquellos años. En un análisis para­lelo de los tres hombres, concluye que los tres fracasaron y han sido víctimas de la mala imagen que ya se gestó durante la etapa en la que ejercieron su influencia política. No obstante, la historiografía de los úl­timos años ha intentado poner las cosas en su sitio y, en el caso de los dos primeros, han aparecido visio­nes más equilibradas que intentan, si no borrar del todo, al menos pro­porcionar un perfil más cercano y adecuado a la realidad. En el caso del último, Fernando VII, esto ha resultado prácticamente imposible. Nadie hasta ahora se ha atrevido a reivindicar su figura.

Pilar Amador Carretero en «El relato histórico­cinematográfico de la Guerra de la Independencia», repasa el tratamiento que, desde la cinematografía, ha recibido el conflicto y da algunas pinceladas sobre este tipo de películas, que se mueven entre el relato histórico y el folclore, utilizadas en algunos casos como «instrumento de socia­lización y de propaganda política,

contribuyendo al mantenimiento de la sociedad e ideología oficial» (p. 187), como ocurrió durante el franquismo. Se trata de un cine dominado por los estereotipos, con un fuerte contenido ideológico, con héroes mitificados, en el que predo­minan los valores religiosos, la mal­dad del enemigo francés y la exalta­ción del españolismo.

José Cepeda Gómez, en su apor­tación, «La invención de dos mitos: norteamericanos y españoles ante sus Guerras de Independencia», hace un análisis comparativo para tratar de extraer la realidad de la mitificación de la que ambos con­flictos han sido objeto, ya que los dos cuentan con bastantes parale­lismos, aunque también tienen sus peculiaridades: la combinación de tres aspectos (civil, internacional y guerra revolucionaria), la reacción nacional ante el desafío exterior, la presencia en el territorio de un ejército regular poderoso, la debili­dad constitucional en el bando de los patriotas, el exilio de los venci­dos, el uso de la propaganda, el ma­nejo temprano de la victoria como elemento de cohesión y la utiliza­ción del sentimiento religioso por parte de los patriotas. Por último, el autor destaca que, mientras en España, se ha procurado hacer un ejercicio de revisionismo histórico, estableciendo una mirada crítica al pasado en busca de la objetividad e intentando que aflore la realidad sobre el mito, sin embargo, en Esta­dos Unidos el mito sigue intacto y es utilizado frecuentemente por los políticos.

En el capítulo «Las mujeres en la Guerra de la Independencia: una historia en construcción», Ro­sario Ruiz Franco, editora de este libro, revisa el interés que, hasta ahora, ha despertado por parte de los estudiosos el protagonismo fe­menino en el conflicto bélico de

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1808­1814. Tras su acertado repaso historiográfico, su valoración es que, si bien en los últimos años se ha avanzado, el panorama es bastante sombrío (p. 209). En este completo balance no deja de lado la atención prestada a las heroínas, las únicas que salieron de la invisibilidad, para pasar a ser mitificadas rápidamente en el siglo XIX como es el caso de Agustina de Aragón, la heroína por excelencia, cuyo interés, sin duda, ha ocultado al resto de las mujeres. Aun así, últimamente, han apare­cido nuevos estudios que, afortuna­damente, van dando nuevas claves sobre la presencia femenina y que la autora va analizando pormenori­zadamente en su capítulo, especial­mente los aparecidos a «la sombra del bicentenario» (p. 220). En defi­nitiva, se trata de un atractivo aná­lisis historiográfico que contribuye, sin duda, a una «historia en proceso de construcción», como ya aludía en el título de su trabajo, que es de

esperar que siga en auge con nuevas e interesantes propuestas.

Por último, Ricardo García Cárcel analiza el proceso de construcción de la memoria y el mito de la Gue­rra de la Independencia. Un mito que nació muy pronto, ya en los pri­meros meses del conflicto armado. El sitio de Zaragoza, el de Gerona y el caso de algún guerrillero como Espoz y Mina son aludidos para constatar esta afirmación. Asimismo, ahonda en los conceptos de revo­lución y nación y su incardinación en el siglo XIX y XX. Por último, afirma que, en los años más recien­tes, se ha invertido este proceso de glorificación de los héroes tradicio­nales a favor de otros personajes ol­vidados u ocultos por el exceso de protagonismo de los anteriores, pero que contribuyen a enriquecer el pa­norama de las figuras individuales. Se ha intensificado el interés por las víctimas y las crueldades de la gue­rra, lo que llama «memoria doliente

frente a la épica» (p. 231). El autor intenta poner en su lugar los mitos y denuncia la interpretación secta­ria a la que han sido sometidos los hechos ocurridos entre 1808 y 1814 durante los últimos doscientos años, situándose a favor de la búsqueda de un revisionismo constructivo que trate de valorar la realidad histórica, abstrayéndose de «servidumbres sen­timentales o devociones irraciona­les» (p. 238).

Para concluir, sólo resta añadir, que se trata de un libro equilibrado en el que predominan aportaciones interesantes y sugestivas. Los edito­res han conseguido con este variado grupo de estudios dar una interpre­tación completa del estado actual del conocimiento sobre este periodo histórico, a partir de los análisis sec­toriales (económicos, militares, polí­ticos...), en un loable intento de am­pliar los puntos de vista.

Elisa Martín-Valdepeñas Yagüe UNED

Emilio de DiEgo gARcíA1857-2007. La Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en la España ContemporáneaReal Academia de Ciencias Mora-les y Políticas, Madrid, 2009 887 p.

Nos encontramos con un libro muy importante en dos vertientes: en la de la historia de las ciencias sociales en España y en el de la historia contemporánea española. Creo que en esta doble vertiente es como hay que considerar esta apor­tación del profesor De Diego.

Las ciencias sociales en España, en parte notable, tuvieron su alber­

gue en la Real Academia de Cien­cias Morales y Políticas desde que ésta se puso en marcha a partir de la decisión de 1857 —el preludio de 1822 hay que considerarlo, so­bre todo, en relación con un men­saje que se relaciona con su nombre y sus antecedentes franceses—, un momento en el que, finalizado el bienio progresista, en plena tensión entre la Unión Liberal y el partido moderado, el avance de las doctrinas socialistas progresaba por Europa, y España no era ajena a aquella reali­dad. Entre los grandes cambios que llevó a cabo Isabel II en su reinado, uno de ellos fue ampliar el ámbito académico a las ciencias exactas, fí­

sicas y naturales, por un lado —se­ría nuestra Soberana premiada para siempre con el nombre de la mari­posa Graellsia isabella— y por otro a las ciencias sociales. Su retrato que preside los actos más destacados de la Real Academia de Ciencias Mo­rales y Políticas, lo prueba. ¿Y por qué esta vinculación? Los expertos en ciencias sociales, como señaló Stigler en un ensayo bien conocido, suelen tener un talante añadido de predicadores, y como consecuen­cia, si existe un público que desea ser orientado, las consecuencias suelen ser muy importantes. Y hay predicadores en un sentido y en el opuesto. La aparición de esta Real

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Academia, como bien se prueba en este libro, a eso, en gran medida se debe.

Confieso que me ha apasionado toda su lectura. Pero he de destacar, de él, tres asuntos. El primero, el del capítulo VI, La Segunda República y la Guerra Civil. Es el momento en que se rompe ya, en mil sentidos, cualquier atadura respecto a lo que se había creado, de Cádiz a Cánovas del Castillo, en nuestra estructura social y política. España, archiva, para siempre, la Restauración. Y un cambio de esa significación, siempre es traumático. Y ahí es muy impor­tante, en estos tiempos de globali­zación, volver la vista a lo que se lee en la página 304: «A mediados de la década de los treinta del si­glo XX, la crisis de Abisinia confir­maba los recelos de Alcalá Zamora, quien, a pesar de todo, con criterio pragmático escribiría: “...nos conve­nía a todos —es decir, a España—, consolidar una institución de jus­ticia internacional renovadora, sin petrificarla como liga de intereses satisfechos”. Al servicio de esa causa —señala de Diego— venían traba­jando en diferentes organismos in­ternacionales varios académicos de Morales y Políticas: el propio D. Ni­ceto, D. Rafael Altamira, vinculado

al Tribunal Penal de Justicia de La Haya y partidario acérrimo de to­das las iniciativas tendentes a supe­rar el nacionalismo confrontativo, y D. Leopoldo Palacios Morini, indi­viduo de la Comisión Permanente de la Sociedad de Naciones». Y no se olvide el papel que en aquellos momentos jugó Salvador de Mada­riaga, también miembro de nuestra Academia desde 1935. Pero lo im­portante de ese capítulo es todo lo que se refiere a la Guerra Civil.

En la Zona republicana, por De­creto de 15 de septiembre de 1936 del ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, el comunista Jesús Hernández, se disolvieron todas las Academias, y de la comisión liqui­dadora de la de Ciencias Morales y Políticas, «debía formar parte Anto­nio Zozaya... Se declararon cesantes a todos los académicos. En el lugar de las viejas corporaciones se anun­ciaba la creación de un Instituto Nacional de Cultura, del cual nunca más se supo». Concretamente, esta Academia fue intervenida por Iz­quierda Republicana —recuérdese, el partido de Manuel Azaña— el 19 de agosto de 1936. Señala exacta­mente Emilio de Diego: «Los “afa­nes académicos” de tales sujetos se redujeron a la destrucción de cuanto les pareció que recordaba al... régimen monárquico. Quema­ron cualquier papel que tuviera la palabra “Real” y los retratos al óleo de María Cristina de Habsburgo y de Alfonso XII».

En la Zona Nacional, por De­creto de 8 de diciembre de 1937 se creaba el Instituto de España, con­vocando a todas las Reales Acade­mias para ello, señalando esta dispo­sición que sus «tareas se encuentran desde hace tiempo interrumpidas y cuyo renacer es esperado con im­paciencia en la España Nacional», debiendo reunirse en Salamanca el 6 de enero de 1938. Las sesiones

regulares de la de Morales y Políti­cas pasaron a celebrarse en el Pala­cio de San Telmo, en San Sebastián, bajo la presidencia de Antonio Goi­coechea, a partir del 2 de febrero de 1938. Debo señalar, en este sentido una ampliación al texto de Emilio de Diego. Efectivamente, señala, «uno de los principales —temas que más directamente interesaban al gobierno de Franco— sería el dictamen sobre la nulidad jurídica de los proyectos de enajenación de yacimientos minerales del suelo español». Aquí residía algo que iba más allá, ciertamente, de posibles enajenaciones de yacimientos mi­neros del suelo español que se atri­buían al gobierno republicano, por entonces en Barcelona. Lo que se buscaba era la justificación jurídica para actuar en el que pasaría a lla­marse «asunto Montana». La ayuda en material de guerra al bando na­cional procedente de Alemania, se verificó, no con financiación de la operación por un crédito del Es­tado alemán, sino a través de una empresa germana, HISMA, radi­cada en Marruecos en virtud del Acuerdo de Algeciras. HISMA era filial de la Herman Göringwerke, la empresa estatal de fabricación de armamento. HISMA pasaba a tener una cuenta en pesetas contra el ma­terial de guerra que entregaba, que el Estado Nacional le situaba, a su nombre, en una cuenta bloqueada hasta que concluyese la contienda. En el fondo, era un crédito alemán que se encubría así. Pero dentro de la política de rearme alemán, y para tener acceso a materias primas relacionadas con los minerales me­tálicos españoles, se comenzaron a adquirir yacimientos en España, desbloqueando sin permiso aque­llos fondos cuyo titular era HISMA, o sea, la Herman Göringwerke. Cuando se tuvo noticia de esto, la decisión del Gobierno de Burgos

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fue muy dura. Se prohibió, en plena batalla del Ebro cualquier inversión extranjera en un yacimiento mineral español. La reacción alemana fue, a su vez, muy viva y el choque pasa a denominarse «asunto Montana». Yo lo historié, tomando como base los documentos de la Wilhetmstrasse en mi trabajo Una nota sobre la po-lítica económica alemana en España (1936-1939), que se publicó en De Economía, enero­marzo 1969. No tuve entonces la menor noticia, y ahora sé que, gracias a este libro, «Royo Villanova, Gascón y Marín y Pedregal —desde la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en aquellos momentos del Palacio de San Telmo donostiarra— trataron de demostrar... (la) inconstituciona­lidad» de las inversiones extranjeras en el terreno minero (pág. 322).

El segundo asunto que, como economista me interesó de modo extraordinario es el texto del capí­tulo VII, en el apartado La atención a los ecos de la situación política y social (págs. 402­406), porque ofrece algo muy importante: el flanqueo de esta Corporación al gran cambio que se produce a par­tir de 1957­1959, con el llamado Plan de Estabilización, y que su­pone el inicio del final del llamado cada vez más generalmente, mo-delo económico castizo español. Ve­mos ahí reseñadas disertaciones de Valentín Andrés Álvarez con, entre otras, una aportación que ti­tuló La aceleración de la historia y su expresión matemática, que de al­gún modo hay que enlazar con su papel histórico de adelantado en la solicitud de integración de España en el proceso de unión económica europea, en el que, por cierto, ocupó un puesto destacadísimo José Larraz.

En la pág. 404 llega a decirse: «La simple enumeración de los tra­bajos sobre Europa elaborados en

este tiempo resultaría difícilmente abarcable. Sardá cerraba el año aca­démico 1965­1966, comentando la importancia de los Grandes espa-cios económicos y Mercado Común Europeo; algo más tarde Navarro Rubio y Oriol trataron de La uni-dad económica europea, sin olvidar las intervenciones de Areilza expo­niendo Algunas reflexiones acerca del proceso de unificación de Europa y de Olariaga sobre El verdadero desafío de Europa. A propósito de la cual resumiría la cuestión, poco después, García Valdecasas, en re­lación con esta cuestión: “Europa, ya se sabe, es nuestra preocupación permanente y su destino, que es también el nuestro, lo vivimos con zozobra y con esperanza”». ¿Ca­bría hoy decir mejor lo que ahora mismo nos sucede? Y agrego yo que en la bibliografía de Torres, que había ingresado en la Corporación en 1954, (pág. 740) se encuentra, aparecida en 1959, España ante el Mercado Común Europeo.

Flanqueos a esto son los relacio­nados con la creación en España de una economía industrial, con incur­siones tan significativas como las de García Valdecasas, Sociedad in-dustrial y progreso técnico, o el com­plemento, que mucho debería me­ditarse hoy, de José María de Oriol y Urquijo, Problemas económicos de la distribución de la energía eléctrica, donde «exponía las principales difi­cultades que se presentaban en este terreno. Poco después se ocuparía de la energía atómica y de sus im­plicaciones socio­económicas». Por supuesto se ve que no se deja a un lado la denominada crisis de la agri-cultura tradicional, que surge con fuerza entonces, a causa del fenó­meno de la industrialización, como se prueba con aportaciones tan va­liosas como las que en este libro se consignan de Oriol, Viñas y Mey y Redonet.

Pero también resulta apasio­nante observar la reacción de la Real Academia de Ciencias Mo­rales y Políticas congruente con el que, en homenaje a la reciente desaparición de este gran historia­dor, podríamos denominar fenó-meno Chaunu. Sostiene Chaunu que una alta renta impulsa hacia cambios sociopolíticos capaces de proporcionar mayores ámbitos de libertad. En las páginas 402­403 se alude al texto de Ollero, Dinámica social, desarrollo económico y forma política, o al de Areilza, Progreso tecnológico y su repercusión en la po-lítica, sin olvidar (pág. 405­406) lo que ampliamente en este libro de Emilio de Diego se señala así: «La que, por no pocos motivos, cabría denominarse como la década pro­digiosa —la de los años sesenta— quedaba atrás. Empezaban los años setenta con la sensación, cada vez más acusada, de que el régimen político se veía desbordado por los avances socioeconómicos, en el contexto de un mundo que pug­naba con romper con su pasado in­mediato. Ciertamente, los cambios de la sociedad española a lo largo de la década de los sesenta del No­vecientos fueron, sin duda, algunos de los más amplios y significativos del último siglo y medio de nuestra Historia. La Academia, consciente de ellos y de las enormes repercu­siones que acarreaban, se planteó desde el comienzo del decenio de 1970, una profunda reflexión so­bre aquellas transformaciones tan llamativas. En el terreno espiri­tual, era evidente la descristianiza­ción progresiva, frente al auge de una mundianización espectacular; en lo económico, ...aparecían los primeros signos de la sociedad de consumo; en lo social y en lo cultural nuevas pautas y modelos se imponían hasta modificar, en ciertos casos, comportamientos se­

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culares... La divergencia entre Igle­sia y Estado adquiría dimensiones preocupantes según Ruiz Castillo». La lectura de todo esto, de estos enlaces de cambios económicos y alteraciones culturales profundísi­mas, que nada tiene que ver con el planteamiento de Engels ante la tumba de Marx, y sí con los de, por ejemplo, Max Weber, Schum­peter o Chaunu, confieso que me resultó muy significativo.

Pero hubo otro tema que me apasionó, y que puede ligarse con el proceso de decadencia de España, bien visible desde la fundación de esa Real Academia y que llegará hasta 1959, pero que, evidente­mente, puede resurgir en cualquier momento, si es que no ha renacido ya. Por un lado, ¿qué sucede en esta Corporación en relación con el De­sastre por antonomasia, el de 1898? ¿Y cuál es su actitud ante los sece­sionismos que aparecen en el pro­pio ámbito peninsular, sobre todo a partir de esa fecha?

Lo primero se expone así (págs. 224­225): «Se trató de volver la espalda rápidamente al lugar de la derrota» quizás porque «un grupo importante de los hombres de la Academia se encontraban en posi­ción muy difícil ante el “desastre”. Formaban parte de la élite intelec­tual y moral que en ocasiones, ha­bía denunciado los defectos de la política y la administración, pero también (participado en la gestión) de los sucesivos gobiernos que ha­bían conducido al país a la derrota. Otros menos comprometidos, ofre­cen discursos renovadores... La Academia cerraba el Ochocientos, cual si quisiera participar del decli­nar reinante, en una de sus peores coyunturas en cuanto a la asistencia de sus miembros a las sesiones or­dinarias. Particularmente reducida fue la del invierno de 1899 a 1900, pero, en general, durante los últi­

mos cinco años habían sido muchas las ocasiones en que no se llegó a la docena de numerarios presen­tes en cada sesión... El informe del Vizconde de Campo Grande al res­pecto, en abril de 1900, describía un panorama muy preocupante y con­cluía proponiendo algunas medidas para solucionar la crisis». Todo un panorama congruente con lo que escribía como título de un artículo uno de sus numerarios, Francisco Silvela: «España, sin pulso».

Pero, como se había señalado en la pág. 201, «la sombra del 98 gra­vitaba sobre la vida española plan­teando notables incertidumbres económicas, sociales y políticas. Junto al clamor regeneracionista, otros discursos, un tanto intranqui­lizadores, se dejaban oír en determi­nados sectores de opinión. Particu­lar inquietud suscitaba la situación provocada en algunas regiones, que aprovecharon el infausto desenlace de la guerra contra Estados Unidos para exponer todo un catálogo de agravios, viejos y nuevos, y argu­mentados mejor o peor en la his­toria, en la literatura y en derecho. Pocas cuestiones llamadas a tener más trascendencia, en la resaca del 98, que el cuestionamiento de la estructura del Estado en España». Y es muy importante lo que a partir de ahí se expone en las págs. 201­207, con especial amplitud res­pecto a la reacción de la Corpo­ración respecto al catalanismo. El mayor crítico del catalanismo era precisamente, «un catalán notable, Laureano Figuerola, desde la pre­sidencia de la Academia. No sólo aceptaba tales temores —los que muchos académicos mostraban ante el progreso del catalanismo— sino porque creía ver confirmados sus viejos recelos acerca de que los juegos florales podían acabar deri­vando por derroteros “peligrosos”, “a pesar —decía— de que entonces

se me contestaba que sólo eran una ocupación de jóvenes literatos”. No le cabía duda de que aquél había sido el foro impulsor del catala­nismo que hacía eclosión en 1892. Se quejaba de que hasta Víctor Ba­laguer, “que ahora se ha asociado a los aragoneses que en Zaragoza han proclamado la intangibilidad de la Patria”, había contribuido a tal pro­ceso».

Quiero terminar esta nota de mis puntos de vista sobre este libro, repito, al par, de historia perfecta de esta Real Academia y de apa­sionante historia del último medio siglo de la vida española, con dos complementos. Uno, las estrofas que Emilio de Diego recoge, y mo­difica ligeramente, transformando únicamente un masculino en feme­nino, del Romance al Duero de Ge­rardo Diego, que creo define per­fectamente a esa Corporación:

...a la vez quieta y en marchaCantar siempre el mismo versopero con distinta agua.La otra, que por haber sido

miembro de la Comisión que debía otorgar el Premio Nacional de His­toria correspondiente a 2009, he revisado las obras propuestas por los miembros de este jurado. Con diferencia la importancia de este libro destacaba sobre los otros. No me quedaría tranquilo si no dijese esto. El que en la última votación haya sido preterido no sé si quiere decir que no lo habían hojeado si­quiera una inmensa mayoría de los miembros de esa Comisión, o si se movían por otros motivos que los puramente intelectuales. Supongo, por el resto de muchas de sus obras, que es preciso eliminar que porque no eran capaces de discernir acier­tos y desaciertos en la investigación histórica.

Juan Velarde FuertesDe la Real Academia

de Cc. Morales y Políticas

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Margarita hernAndo de LArrAmendi

L’esultanza della serenità : (soggiorno pisano)Pisa : ETS, 2010 128 p. 978-88-467-2693-3 : 13,00 €

Cuando en mis años juveniles estu­diaba aquellos textos de Derecho Penal en los que se analizaban los distintos tipos delictivos, uno de los aspectos que siem­pre había que diseccionar para realizar el análisis era el de valorar tanto el elemento objetivo del «injusto», como el elemento subjetivo de ese mismo «injusto».

Ahora, en que me enfrento al agrada­ble menester de valorar un libro de poe­mas escrito por mi hermana Margarita, y traducido por ella al italiano para la pre­ciosa edición bilingüe que ha publicado Edizioni ETS, me enfrento a esa misma alternativa, la perspectiva objetiva y la perspectiva subjetiva, no del «injusto» en este caso, sino del libro.

La visión que pretendo objetiva va­lora el libro desde el análisis de sus ver­sos, basado ello en mi propia afición por la literatura y la poesía, pero a la luz de la trayectoria vital de esta hermana mía a quien sostuve en mis brazos el día de su bautismo, con un afecto del que me sería imposible desprenderme.

Y la visión que pretendo subjetiva es la recreación del imaginario moral y estético de mi hermana a la luz que arrojan los versos que recoge este libro que contiene 62 poemas, cada uno de ellos en su doble versión española e italiana, de muy distinta extensión, de temática variada, pero con hilos con­ductores comunes, envuelto todo ello en una transparente delicadeza.

Hechas estas advertencias prelimi­nares, que van mezcladas con algunos datos prácticos, debo decir que el libro para mí es una exhibición de sensibili­dad, un contenedor de hallazgos bellos, un comedido espejo de la personalidad de la autora, una sucesión de sorpresas y una manifestación de independencia creativa.

Es un libro íntimo, como casi todos los de poesía lo son, pero en absoluto un libro intimista.

Es íntimo por que en él se traslu­cen las cosas que son importantes para quien lo ha escrito: su afición a la lite­ratura, el gusto por la fotografía, Italia... cosas, momentos, lugares, sensaciones que han ido a parar a la esfera más íntima de la autora. Pero no es expre­sión de sentimientos íntimos que quie­ran compartirse con los lectores. Si nos habla de ella misma en «Margarita en Pisa» (p. 58), captamos algo de lo que su estancia allí, la ciudad y el momento en que se escribió, le produjeron en su interior, pero la autora no nos lo dice...

Es una poesía personal, pero «es­condidamente» personal, en la que se intuye la personalidad de quien lo ha escrito a través de la acertada elección de cada palabra, de cada giro, de cada verso, a través de la que se ve la dul­zura que la indecisión a veces procura, disfrazada o no de ataráxica impertur­babilidad, la opción sin fisuras por la calma, y el valor que es posible extraer de los más cotidianos momentos. En la página 56 nos habla, precisamente, como colofón de su poema, del «placer cotidiano»; de la ducha, del baño y del pan tierno; en el poema de la página 30, de los pájaros que cantan; en la pá­gina 34... Colma de belleza momentos y cosas para otros intrascendentes.

Y la emoción, que se manifiesta en el impacto que la belleza genera, sin la que la poesía carece de sentido, es una constante en el libro. Pero una belleza sencilla, quizá la más difícil, alejada de cualquier expresión grandilocuente o altisonante, emanada del toque per­sonal que sabe dar a la sucesión y a la elección de las palabras. «Es tan poco que es nada», nos dice en el poema que abre el libro, prefigurando así la delicada manera en la que es capaz de hacernos sentir una emoción, expresión de la belleza que no es fácil encontrar.

Pero esa sensibilidad, esa delicadeza, ese conjunto bello que sus poemas conforman, trasluce también, quizá sin quererlo la autora, un espíritu indepen­

diente y elitista, como inconsciente­mente se sienten los poetas, diferentes a los demás, y en otro firmamento. «Y me miran extrañados / porque para mí / Ve­necia / no son las góndolas de Venecia / las tiendas de Venecia / los palacios de Venecia...» se lee en la página 60. «¡Me sobran tantas cosas entre la multitud...!» nos dice en la página 62. «A ellos les preocupa mi soledad...» en la página 34. Hay un mundo, el de «ellos», al que la autora no pertenece, no quiere pertene­cer, y sabe que no ha pertenecido nunca. Ella es diferente y sorprendente.

Porque sorprendentes son los finales de sus frases, de sus versos, de sus poemas, con conclusiones inesperadas, juegos de opues­tos, desenlaces imprevistos. «E ignoro en mi interior tu deseada ausencia» se lee en la página 44. «No se abrazan los cuerpos / —no se abrazan— / se vengan uno en otro por saberse tan lejos» vemos en la página 52, mientras que la página 112 nos desvela el porqué de «mil absurdas guerras» con una clarividencia que no puede ser sino de­rivada de la «cegadora luz que nada alum­bra» que recoge en la página 54...

Claro que esas conclusiones ines­peradas, retruécanos ideológicos, no están exentos, al contrario, de una sutil ironía que hace esbozar una sonrisa, como nos ocurre al final del poema de la página 36, cuando comprendemos, evidentemente, «que esto no puede continuar así».

Si a todo ello le añadimos ese «plus» que representa la doble versión lingüís­tica, donde el atractivo que el idioma italiano tiene para el lector español embellece los conceptos que en él se expresan, será fácil comprender que el paseo por las páginas de L’esultanza della serenità ofrece momentos de sa­tisfacción, de íntima y delicada satis­facción por las bellezas y las sorpresas que el libro encierra.

Y en esta mezcla de lecturas del libro y lecturas de la biografía de la autora para ofrecer una visión neutra, es decir subjetivamente objetiva, de la obra de mi hermana, hecha para esta revista de historia, no puedo concluir sino reco­mendándoles con todo convencimiento que hagan el esfuerzo necesario para lograr adquirir la obra —empresa cier­tamente difícil en España— y disfruten de su lectura, y encuentren en ella cosas que a lo mejor nada tienen que ver con aquellas de las que yo les he hablado… Pero lo que es seguro es que disfrutarán con la lectura.

Luis H. de Larramendi

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