APRENDER A APRENDER.LA ESTRUCTURACIÓN DEL CONOCIMIENTO EN LA ERA DE LOS VALORES GLOBALES

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APRENDER A APRENDER. LA ESTRUCTURACIÓN DEL CONOCIMIENTO EN LA ERA DE LOS VALORES GLOBALES Juan Manuel Vera Selma (Laboratorio de valores) EL SER HUMANO COMO SUJETO Y OBJETO DE CONOCIMIENTO Si observamos a nuestro alrededor nos damos cuenta de que la realidad no deja de interrogarnos acerca de cómo hacemos las cosas, cómo nos desenvolvemos en la vida familiar, la vida profesional, cómo invertimos nuestro tiempo libre y nuestros recursos o aprendemos y aplicamos lo que sabemos, cómo expresamos lo que somos, lo que pensamos y lo que sentimos. A menudo perdemos de vista que una especie de central está alimentando a la vez todos esos y otros circuitos y que una sobrecarga de energía en la totalidad del sistema o en un punto determinado del mismo puede conducir, por esa ley de los extremos que se tocan, a un apagón o cortocircuito, a un colapso de todo el sistema. La expresión que decimos o escuchamos con frecuencia “Soy...24 horas al día”, en la que podemos completar el espacio de los puntos por cualquiera de nuestras dedicaciones diarias, por ejemplo la laboral, es una de las luces rojas que nos avisan del momento en el que podría estar próximo ese colapso. Quizás el sentido de la vida, el mismo que a veces toda una vida no basta para entender, no es otro que éste: la constante, la permanente oportunidad de hacer mejor las cosas y de disfrutar más de lo que somos. Si sustituimos en la metáfora central por centro y sistema por sujeto humano obtendremos algunos de los términos que necesitamos para avanzar en una reflexión que me

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EL SER HUMANO COMO SUJETO Y OBJETO DE CONOCIMIENTO

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APRENDER A APRENDER. LA ESTRUCTURACIÓN DEL CONOCIMIENTO EN LA ERA DE LOS VALORES GLOBALES Juan Manuel Vera Selma (Laboratorio de valores) EL SER HUMANO COMO SUJETO Y OBJETO DE CONOCIMIENTO Si observamos a nuestro alrededor nos damos cuenta de que la realidad no deja de interrogarnos acerca de cómo hacemos las cosas, cómo nos desenvolvemos en la vida familiar, la vida profesional, cómo invertimos nuestro tiempo libre y nuestros recursos o aprendemos y aplicamos lo que sabemos, cómo expresamos lo que somos, lo que pensamos y lo que sentimos. A menudo perdemos de vista que una especie de central está alimentando a la vez todos esos y otros circuitos y que una sobrecarga de energía en la totalidad del sistema o en un punto determinado del mismo puede conducir, por esa ley de los extremos que se tocan, a un apagón o cortocircuito, a un colapso de todo el sistema. La expresión que decimos o escuchamos con frecuencia “Soy...24 horas al día”, en la que podemos completar el espacio de los puntos por cualquiera de nuestras dedicaciones diarias, por ejemplo la laboral, es una de las luces rojas que nos avisan del momento en el que podría estar próximo ese colapso. Quizás el sentido de la vida, el mismo que a veces toda una vida no basta para entender, no es otro que éste: la constante, la permanente oportunidad de hacer mejor las cosas y de disfrutar más de lo que somos. Si sustituimos en la metáfora central por centro y sistema por sujeto humano obtendremos algunos de los términos que necesitamos para avanzar en una reflexión que me

parece muy interesante y que me gustaría que compartiéramos al menos durante el tiempo que dura la lectura de estas páginas, porque creo sinceramente que puede sernos muy útil. Una reflexión que quisiera plantear como una práctica de atención, de observación directa en torno a un objeto muy concreto: nosotros mismos, vosotras y vosotros y yo. Vamos a acercarnos a lo que somos, y lo vamos a hacer con profundo respeto porque se trata de algo muy delicado, con profunda curiosidad porque se trata de algo que nos afecta muy de cerca, también con valentía, dispuestos a desafiar esas resistencias internas tan fuertes que tan a menudo nos impiden crecer y establecer vínculos comunicativos satisfactorios, y por supuesto, con el sentido del humor suficiente para reírnos amablemente de nosotros y la amplitud de miras necesaria para interpretar nuestras limitaciones actuales como puertas abiertas a futuros logros. Podemos comenzar con algunas preguntas: ¿Cómo se las puede ingeniar el sujeto humano para mantener un centro capaz de alimentar todo el sistema? ¿De dónde obtiene y cómo distribuye la energía que necesita? ¿De qué medios dispone para prevenir o solucionar los cortocircuitos, es decir, los apagones y los incendios, las carencias y los excesos? El centro del sujeto humano es, como veremos en detalle más adelante, el propio ser humano que lo hace posible. De él parte la energía que alimenta todo el sistema y que se proyecta, fuera de éste, hacia un sistema mayor que es el mundo. Esto nos ayuda a comprender dos cosas esenciales. La primera es que es el ser humano el que alimenta al profesional, y no al revés. Confundir a quien realiza la función con la función misma significa desatender sus otras funciones, sus otros ámbitos de realización, dirigir una cantidad excesiva de energía hacia un punto del sistema con el consiguiente perjuicio para los otros a los que se niega la energía que necesitan. La segunda, que el individuo no sólo recibe la influencia de su medio sino que también contribuye en la evolución del mismo en una proporción que no puede pasar inadvertida.

Al analizar la agitada realidad del siglo XX, el pensador Jidi Krishnamurti insistía en que “somos la sociedad, somos el mundo y el mundo no es diferente de nosotros” y subrayaba el hecho de que, una vez fracasados nuestros intentos de obtener la felicidad a través de algo externo a nosotros, ya sea la ciencia, la religión, un ideal político o una posición económica, la única revolución que queda pendiente, la que siempre se ha dejado aplazada, es la “revolución interior” del propio individuo, aquella serie de transformaciones posibles de realizar en él mismo con la única condición de que se dé cuenta. No sirve de nada, por tanto, culpar a la sociedad ni al mundo de nuestros fracasos, maldecir de la violencia y el materialismo si todos los ejercemos de alguna manera, evidente o sutil, en nuestras acciones más cotidianas. ¿Acaso conducir un automóvil a partir de una cierta velocidad no puede ser una forma de violencia que pone en peligro nuestra propia seguridad y la de los demás? ¿No ocurre lo mismo con nuestra forma de cocinar o de comer, de realizar algún deporte, de practicar el sexo, de fijarnos nuestras metas o de utilizar el lenguaje? ¿No están nuestros pensamientos y nuestros deseos contagiados por el materialismo que decimos rechazar? ¿Qué distancia hay entre los valores que pretendemos conquistar y los que se hallan presentes en nuestras acciones y decisiones? A la luz de estos interrogantes resulta lógico pensar que es en el individuo donde deben crecer los valores que éste espera encontrar en el mundo. Responder a estas preguntas requiere de cierto esfuerzo, y es precisamente la resistencia ante ese esfuerzo lo que nos mantiene alejados de los cambios que más necesitamos, pero me parece fundamental algo que resume lo visto hasta aquí y que puede constituir una herramienta preciosa para lo que nos queda por ver: el hecho de que el ser humano es a un mismo tiempo el centro del individuo y el de la sociedad de la que el individuo forma parte. Este hecho le otorga a la vez, nos otorga a todos, un gran poder y también una gran responsabilidad.

Según esto, dirigir nuestra atención hacia el ser humano a la búsqueda de sus necesidades y capacidades supone dirigirla hacia la entidad con mayor competencia para transformar la sociedad. No es de extrañar, pues, que en estas páginas nos interese aproximarnos a la realidad de dicha entidad, a lo que obstaculiza o favorece su desarrollo, pues es a través de la satisfacción de sus individuos como nuestra sociedad puede alcanzar su propia satisfacción. Aplicado al ámbito laboral, lo dicho implica que también la formación técnica del profesional, necesitada de una constante actualización que le permita diagnosticar con precisión la realidad sobre la que pretende actuar, se verá beneficiada por el desarrollo de ese componente humano que hemos identificado como centro del individuo, el cual le permitirá insertar el resultado de esa actualización en un marco de referencia que la hará operativa. UN CONOCIMIENTO PLURAL PARA UN MUNDO COMPLEJO Vivimos en un mundo complejo cuya complejidad pone a prueba constantemente nuestras habilidades, nuestros conocimientos y nuestros modos de convivencia tanto entre individuos como entre éstos y su medio. La rapidez con que se producen los cambios y la gran variedad de agentes que intervienen en los mismos obligan a sucesivos reposicionamientos en los cuales una gran cantidad de energía individual y colectiva es consumida, con la consiguiente sensación, a menudo, de no estar a la altura de lo que nuestra vida o nuestra profesión nos exigen, de ir siempre por detrás de las cosas. Pero esos reposicionamientos son también una oportunidad de actualizar todo el conocimiento acumulado acerca de nuestra especie y de su entorno, de aprender del pasado a la hora de planificar el futuro, de situarnos al fin por delante de nuestros inventos y proyectos y de invertir el desarrollo obtenido con tanto esfuerzo al servicio de un verdadero bienestar común.

La adaptación a esas realidades en constante transformación es condición indispensable para nuestro desarrollo, y requiere de un conocimiento que facilite desde los primeros años de nuestro aprendizaje los medios adecuados a tal fin. Para ello, es necesario que ese conocimiento:

- se incluya a sí mismo y a su sujeto como objetos de nuestro aprendizaje, es decir, sea un conocimiento responsable, autorreflexivo, autoconsciente;

- comprenda la existencia de la diversidad de formas de vida (ya sea biológica o cultural) como motor y no como obstáculo de nuestra subsistencia y de nuestro perfeccionamiento, ya que el obstáculo lo constituye precisamente nuestra resistencia a reconocer esa diversidad y a beneficiarnos racionalmente de ella;

- sea interdisciplinar e intercultural, adaptado al presente, capaz de superar las barreras que la realidad misma ya supera a cada instante y de facilitar el diálogo entre nuestras diferentes formas de saber. Interdisciplinar, para evitar la dispersión y desestructuración de ese saber, para integrarlo en un contexto global, para rentabilizar nuestras destrezas, para dotar a quien aprende de un instrumento cognitivo y a quien enseña de una herramienta pedagógica insustituibles, para captar y aprovechar la complejidad de un mundo lleno de matices, de riqueza. Intercultural, para poner en relación lo mejor de cada cultura, las aportaciones de cada una al conocimiento y la comprensión de ese mundo complejo, y para garantizar la existencia de un espacio donde acoger una serie de valores globales capaces de satisfacer las necesidades fundamentales de todos los individuos;

- apoye el derecho de todos los individuos a una formación continua, permanente, como base para su autonomía y estimule el acceso a la cultura como motor del desarrollo socioeconómico.

En cuanto al contexto de globalidad mencionado, conviene una precisión. Si entendemos por valores nuestras capacidades y cualidades y las de nuestras acciones y productos, vemos que no hay era que no sea de valores globales, ya que es la energía que mueven esas capacidades y cualidades la que dirige el mundo en una dirección determinada. Pero al hablar de nuestro presente como una era de valores globales queremos subrayar el importante paso adelante que hemos dado en la realización de los mismos. Otros valores son posibles y también, como los que vinieron antes, están llegando de nuestra mano: más preocupación por saber quiénes somos y por sentirnos a gusto con lo que somos, más interés por el planeta como espacio vital y diverso, más conciencia de pertenecer a la especie humana y de la relación de toda especie viva con su ecosistema, de los lazos profundos que lo unen todo y que nos aproximan a todos. Nos encontramos, pues, en un buen momento para que el siguiente paso adelante nos conduzca muy lejos, ya no sólo en lo tecnológico, sino también en lo humano, con lo que de paso nos podemos asegurar una tecnología al servicio de nuestras verdaderas necesidades. El alcance de nuestro siguiente paso depende de las cualidades del centro desde el cual se efectúe. El centro de nuestro presente no puede ser otro que la autoconciencia, una conciencia que comienza en nuestro cuerpo, en nuestra biología, y que alcanza a la propia conciencia, la atención a lo que somos y podemos llegar a ser y a su expresión. Para ello, hace falta primero saber qué somos y cómo llegamos a ser lo que somos a través de lo que aprendemos y de cómo lo aprendemos. LOS PRINCIPIOS DE NUESTRO APRENDIZAJE El respeto por la diversidad, que se inicia en el respeto por cada individuo, constituye la base sobre la que se construye un conocimiento sin fronteras, esto es, capacitado para comprender y actuar en un mundo diverso. Cada cultura tiene sus propios métodos de acceso al conocimiento que condicionan su visión de la existencia y la práctica de unos determinados valores. Del

mismo modo, la educación y la formación de cada individuo configuran, en estrecha relación con otros factores, un microcosmos estructurado de una forma absolutamente particular, sin menoscabo de los vínculos que comparte con los demás individuos. Antes al contrario, es la particular forma de interactuar ese microcosmos con su entorno lo que le confiere una especificidad única, una potencialidad digna de ser tenida en cuenta. Y es la suma de interacciones de todos los individuos con su entorno lo que determina, como se ha dicho atrás, la calidad del mismo. De ello se deduce el inmenso aporte de riqueza que cada persona, cada uno de todos nosotros, está en condiciones de aportar a su entorno, riqueza cuyo primer beneficiario será sin duda uno mismo. La rentabilidad de invertir en cada individuo justifica, pues, la atención que la formación de cada individuo merece. De igual manera, merece atención el potencial aporte de cada cultura al conocimiento y al perfeccionamiento del mundo, así como el enriquecimiento que cada cultura puede experimentar a través de un permanente diálogo con las otras culturas. Lo recién expuesto puede parecer obvio, pero es una vez más esa obviedad, o mejor dicho la dificultad de superar nuestras resistencias ante lo obvio, lo que lo hace a menudo invisible. ¿Cómo aprendemos lo que sabemos? Esta pregunta puede dar lugar a un análisis mucho más profundo del que propongo aquí, pero basta una mirada superficial sobre nuestras formas de aprender para descubrir que, al menos en nuestra cultura, ese aprendizaje suele estar pautado por parejas de categorías. Esto también ocurre en otras culturas, y puede decirse hasta cierto punto que es una forma bastante lógica de aprender. Pero lo específico de la nuestra es la fuerza con la que esas categorías aparecen marcadas en nuestro imaginario. A la carga positiva de una se opone la carga negativa de la otra, lo que supone entender la oposición en términos de conflicto. Dicho de otro modo: se nos insta constantemente a elegir una de las dos categorías como la preferible. Y ya sabemos que toda elección supone, en primer lugar, un esfuerzo por elegir acertadamente, y en segundo lugar la duda razonable (a veces el desasosiego) acerca de lo acertado de

nuestra elección. Sin embargo, no vamos a detenernos en este problema sino que vamos a aprovecharlo para dirigir esta duda fuera de él, hacia el criterio mismo que se tiene en cuenta al realizar la elección. En efecto, ¿por qué no considerar nuestros métodos de aprendizaje desde la misma incertidumbre con que consideramos a menudo lo aprendido? No olvidemos que a Galileo le costó un disgusto estudiar el universo con métodos que la ciencia y el oscurantismo de su época juzgaron inadecuados, y que fueron los métodos de esa ciencia, no los de Galileo, quienes con el tiempo mostraron su inoperancia. Aquí tenemos un ejemplo de limitación que atraviesa toda la historia del aprendizaje en nuestra cultura: la incapacidad, a menudo alimentada por la obstinación, para admitir que otras formas de saber son aceptables y para admitir, incluso, que la nuestra puede evolucionar. Lo cual, afortunadamente, no le impide evolucionar. Es así como nos encontramos ante la paradoja, que sería extensible a los demás ámbitos de nuestro conocimiento, de una ciencia que evoluciona gracias a una cualidad que niega sistemáticamente y que le permite considerar la realidad desde las perspectivas diferentes que caracterizan los diferentes momentos de esa evolución. Esa comprensión diacrónica, ¿no podría ser también una comprensión sincrónica? Visto lo anterior, ¿qué tal si consideramos el valor de las otras culturas desde la misma incertidumbre con que la realidad misma nos hace considerar los contenidos de la nuestra? ¿Por qué no dar a esas culturas la misma oportunidad, el mismo voto de confianza que otorgamos a la nuestra pese a ser conscientes (precisamente por ello) de sus limitaciones, de los valores pendientes de transformación? ¿Por qué no ponerlas a nuestro servicio simplemente como perspectivas diferentes que nos pueden ayudar a evolucionar, a alcanzar esa comprensión sincrónica? Devolvernos la confianza en el individuo y devolvernos la confianza en la cultura pueden ser dos vías aptas para facilitar el desarrollo que todos los individuos y todas las culturas necesitan para existir.

La oposición entre categorías que conduce nuestro conocimiento está también presente en otras culturas, con la diferencia importante del sentido que se da a esa oposición. En nuestro caso, como hemos expuesto, se trata de un sentido que apunta a la conflictividad, al identificarse los opuestos como contrarios. He aquí, como veremos, el resultado de una concepción del mundo como lugar donde las cosas y las personas viven separadas. En otras culturas, sin embargo, los opuestos son identificados como complementarios, lo que supone anteponer el diálogo al conflicto y la unión a la separación. Pese a todo, también nuestra Biología nos enseña que los individuos y su ecosistema mantienen una relación de total interdependencia, lo que significa un punto de contacto importante con culturas diferentes de la nuestra, una pista que podríamos seguir y que no es la única. Algunos ejemplos sencillos nos ayudarán a comprender mejor esta cuestión. Con cada uno de ellos propongo el cultivo de un valor asociado a un personaje célebre, real o ficticio, de nuestra cultura, con un doble fin: mostrar cómo siempre existe una alternativa donde no parece posible y expresar mi confianza en la capacidad de todos los individuos y de todas las culturas para combatir sus propias limitaciones. 1. Teoría / Práctica. La creatividad de Don quijote. Mi labor docente me permite asistir a diario a la desconfianza que despierta la teoría entre estudiantes de todas las edades, muchos de los cuales llegan a las aulas ávidos de técnicas. A mí me gusta desorientarlos (que es una forma de atraer su atención) por un momento con la pregunta: “¿Qué técnicas?”. Por supuesto, sé a qué se refieren, pero creo necesario el interrogante para equilibrar lo que me parece una excesiva esperanza en las técnicas, esa especie de nueva fe de nuestros días, ya que con ella, una vez más, dejamos pendiente nuestra revolución interior para buscar fuera de nosotros la solución a nuestros problemas, lo que significa que seguimos dudando de nuestras capacidades, faltos

de fe en nosotros mismos. La confianza ciega en las técnicas responde a un modelo de saber característico de nuestra época, un saber puramente operacional representado como en ningún otro lugar en los manuales de instrucciones que acompañan la mayoría de objetos de que nos servimos en nuestra vida cotidiana. O lo que es lo mismo: necesitamos, o así lo creemos, que nos digan lo que debemos hacer, esperamos en todo momento y lugar unas directrices que nos ahorren el esfuerzo de pensar por nosotros mismos. Un ejemplo paradigmático de ese saber lo encontramos en la habitual secuencia cinematográfica donde un pasajero de un avión cuyos pilotos se encuentran inconscientes o malheridos consigue, sin ningún conocimiento de vuelo, hacer aterrizar el aparato con sólo obedecer las órdenes que se le dan desde la torre de control. Por mi parte, procuro alentar a mis alumnos a superar la oposición-enfrentamiento entre teoría y práctica y a reemplazarla por un enfoque que contemple su interdependencia, su relación de oposición-complementariedad. Para ello me sirvo del símil del calcio y el hueso: ¿De qué sirve el calcio (la teoría) sin el hueso al que suministra alimento? Y a la inversa: ¿Cómo mantener sano el hueso (la praxis) sin calcio que lo fortalezca? No se nos ocurriría definir el calcio como lo contrario del hueso. Entonces, ¿qué ganamos con establecer esa clase de oposición entre teoría y práctica? También suelo echar mano en esos momentos de una reflexión, fruto de un interés por el lenguaje que me parece muy productivo, en torno a las palabras industria e ingenio. En otros siglos, la palabra industria fue sinónimo de inteligencia, y así puede leerse en el capítulo primero del Quijote, cuando el protagonista trata de configurar su atuendo caballeresco a partir de unas armas enmohecidas y cubiertas de orín que fueran de sus bisabuelos: “mas a esto suplió su industria porque de cartones hizo un modo de media celada que, encajada con el morrión [casco que cubre sólo la cabeza], hacían una apariencia de celada entera [casco que cubre la cabeza y el rostro]”. Podríamos, en efecto, sustituir aquí industria por inteligencia, y también por ingenio, al menos

con el significado que le damos hoy. Lo que quiero dejar ver es que, durante mucho tiempo, esta palabra hizo referencia a una cualidad humana y por tanto, tal como creo que debe entenderse un valor, a un valor que suponemos desarrollado como en ninguna otra especie en la humana: la inteligencia. Será más tarde cuando esta misma palabra, empujada por los profundos cambios en el sistema socioeconómico operados con especial intensidad en el siglo XIX, a los que conocemos precisamente con el nombre de revolución industrial, pase a designar ya no una cualidad sino algo material que es resultado de la misma. Será ese significado material, y no el otro, el que se instalará definitivamente en nuestro lenguaje actual. En la palabra ingenio se ha operado la misma evolución pero en sentido inverso: durante siglos hizo referencia a nuestros artefactos, máquinas o inventos, a nuestra tecnología en definitiva (por ejemplo, una catapulta o un puente levadizo), por tanto a una realidad material, mientras que hoy significa la cualidad que hace posible esa tecnología y por ello se usa como sinónimo de inteligencia. En ambos casos, por cierto, la evolución semántica se ha dado a costa de sustituir un significado por otro, y eso ¿no es de nuevo hablar de una “elección” y por tanto de marginar una posibilidad? Mi propuesta sería recuperar la etimología y aprovecharla toda, es decir, mantener, al menos en nuestra comprensión, el significado antiguo y el moderno, propiciar un diálogo entre ellos. El efecto práctico de esta propuesta puedo disfrutarlo continuamente en mi vida diaria. Por ejemplo, cuando en mi trabajo no dispongo de los medios que considero necesarios. Puedo entonces sentirme impotente o recordar que, allí donde no dispongo de esos medios, sigo disponiendo de esa cualidad (la inteligencia) que los hizo posibles y tratar de abastecerme de unos medios que me permitan seguir adelante con ilusión, sin miedo. Seguramente esos medios improvisados carecerán de la perfección de los medios no disponibles, pero siempre serán mejor que nada (y eso es mucho, no poco), y de la misma manera

que habrá sido mi ingenio el que los ha hecho posibles, éste se habrá alimentado de ellos, ya que el hecho de concebirlos habrá constituido un estímulo para mi creatividad. Esta actitud, que considero un valor, suelo llamarla “sacar partido de las peores circunstancias” (como ocurre con la flor que siempre termina por crecer entre las ruinas) o “la creatividad de Don Quijote”. Se trata de una actitud que nos recuerda lo práctico que resulta disponer de cierta teoría, entendida como reserva de conocimiento, y que bien puede preparar el camino hacia una nueva revolución industrial, entendida esta vez como revolución de la inteligencia, una inteligencia donde teoría y práctica son la cara y la cruz que necesita una moneda para no ser falsa, es decir, para ser útil. 2. Acción / Espera. La paciencia de Job. Lo mismo sucede con nuestra concepción de estas categorías. Nuestra idea de la “acción” como eficacia y sinónimo de éxito, y su contraria, la de “espera” como tiempo de la pasividad y la impotencia, son herederas de una visión del mundo donde la velocidad se ha impuesto como valor indiscutible, a modo de tiranía consentida. La deducción, igualmente generalizada entre la opinión pública, de que a determinada persona le van bien las cosas porque se ve que su vida rebosa actividad, merece una revisión cuando ese caudal de actividad se traduce en falta de tiempo para otras dedicaciones necesarias . La acción necesita de un consumo de energía. Esa energía, previamente, debe producirse en cantidad suficiente para disponer de una reserva. De manera que esa “espera” que solemos mirar con recelo es en realidad el tiempo de producción de esa energía que se necesitará más tarde. Dicho con otras palabras, si invito a unos amigos o familiares a cenar en mi casa, “llenaré” la espera de la cena haciendo la compra en el mercado, cocinando los platos y preparando la mesa. Es decir, que la espera ya contiene en sí misma acción. Y de la misma manera, una acción precipitada, no gobernada por la reflexión ni sujeta a planificación

alguna, suele mostrarse ineficaz a la hora de alcanzar determinados objetivos. La lentitud, como cualquier valor, debe ser analizada a la luz de una mirada libre de prejuicios, que son una de las formas que adopta la ignorancia. Un ejemplo de esa mirada lo encontramos en el libro “Del buen uso de la lentitud” escrito por Pierre Sansot, sociólogo y antiguo profesor de Antropología y Filosofía en las universidades de Grenoble y Montpellier, que un año después de su aparición en Francia en 1998 andaba por su décima edición. Otro, en el movimiento llamado Slow (en inglés “lento”), surgido al amparo de la filosofía que dicho libro expresa, que se ha ido extendiendo rápidamente por Europa desde los inicios del nuevo milenio. En 2003, 28 ciudades italianas fueron designadas oficialmente Slow Cities. Mientras, otras 26 tramitaban su certificación, ciudades de Noruega, Inglaterra y Alemania ingresaban en el movimiento y llegaban solicitudes de información desde Australia y Japón. Este modelo de ciudad representa una fórmula de desarrollo sostenible sobre el que la mayoría de los ciudadanos del siglo XXI estaría de acuerdo, ya que se basa en presupuestos totalmente razonables: respeto medioambiental, creación y mantenimiento de espacios verdes y peatonales, fomento de las actividades y los productos que sostienen las economías locales, conocimiento de las tradiciones culturales y refuerzo de la cohesión social. Se trata de un modelo cuyo resultado en las ciudades antes citadas donde, lejos de quedar en mera propaganda, ha sido llevado a la práctica, se ha traducido en un aumento de la calidad de vida de sus habitantes y en una reactivación económica fruto del flujo de visitantes que se siente atraído por un estilo de vida más humanizado, reñido con la velocidad per se y con la prisa. En más de un sentido, la realidad hace cierto el proverbio marroquí de que “La prisa mata”. Mata nuestras capacidades, nuestros recursos. Y su consecuencia, la velocidad, como cualquier otro valor, debe investigarse a fin de permitirnos discernir sus consecuencias positivas y negativas. Tenemos un ejemplo muy claro en nuestra circulación de información: gracias

a las nuevas tecnologías, su velocidad es en principio muy positiva para la comunicación, pero a la vez puede obstaculizarla, y obstaculizar el aprendizaje que se deriva de ella, si no deja tiempo para el procesamiento de toda la información obtenida. El almacenamiento de datos se torna ineficaz cuando no es estructurado por un saber relacional. Se trata, una vez más, de acompañar la cantidad de calidad. Dice un conocido refrán que “La paciencia es la madre de todas las ciencias”. El caso de nuestro antepasado bíblico Job ilustra esta afirmación. Sumido en la desesperación, atónito ante la serie de desgracias que se suceden en su vida, Job busca un sentido para tanto sufrimiento y exige a su Dios una y otra vez una explicación inmediata. Pero ese sentido sólo lo puede traer el tiempo a lo largo de una espera que es camino hacia la comprensión, hacia el conocimiento, en este caso, de una realidad donde el sufrimiento forma parte de la condición humana, algo que nuestra Psicología y nuestra Psiquiatría actuales certifican. La expresión “Tener más paciencia que Job” nos remite, por tanto, a la salida de la impaciencia, la misma que no hizo sino avivar el sufrimiento de Job, a una actitud abierta a un conocimiento posible que aún no se ha adquirido pero en el cual se confía, y al trayecto que esa confianza posibilita hacia el conocimiento, la transformación de lo vivido en experiencia, en aprendizaje. Es a ese trayecto, a esa transformación, a lo que llamo aquí espera. Y es la paciencia el instrumento que hace activa esa espera, convirtiéndola en preparación . Éste es el sentido y el por qué de la formación: “prepararse para”. Espera, lentitud y tiempo pueden constituir, pues, no sólo obstáculos a la acción, sino también fundamentos que le dan sentido y la hacen eficaz. La velocidad y la cantidad, por su parte, no siempre son sinónimo de lo mejor. Si buscamos el equilibrio debemos recordar que, según las leyes de la Física, ese equilibrio es el resultado de la acción combinada de dos fuerzas contrapuestas. Al realizar operaciones matemáticas como la resta o la división, ¿no comprobamos sus resultados mediante las operaciones opuestas (suma y multiplicación respectivamente)?

La primavera y el invierno son contrarios sólo si no se ve en éste el alimento de aquélla. Del mismo modo, apostar por las cualidades del agua y del fuego porque calman nuestra sed y nuestro frío es insensato si no se toman medidas contra los riesgos de la inundación o del incendio, y pensar que nuestros apegos nos benefician más que nuestros rechazos es engañoso si no sabemos evitar que nuestros deseos se conviertan en obsesiones y en limitaciones. 3. Ciencias / Letras. La curiosidad de Aristóteles. Desde muy pronto somos empujados a decidir un determinado tipo de estudios, con lo que ciertos conocimientos importantes pasan a formar parte de un pasado cada vez más difuso. Recordar el tiempo que nos llevó aprender las cuatro operaciones matemáticas básicas debería ser razón suficiente para que mantuviésemos viva su práctica. A menudo pensamos que en nuestra vida diaria ya no las necesitamos, menos todavía ahora que disponemos de calculadoras. Sin embargo, olvidamos su simple pero decisiva función de mantener “engrasado” nuestro cerebro, y gastamos grandes sumas de dinero en juegos electrónicos de habilidad mental y en cuadernos de sudokus. Espero que se me entienda, no censuro ninguno de nuestros inventos, sólo pongo de relieve algunas de nuestras contradicciones. Y al decir “nuestras” lo hago para insistir en su condición de cualidades humanas, algo que , al ser nuestro, se resiste a los cambios, incluidos los que necesita; de ahí que haya que vencer esa resistencia y transformar esas cualidades que nos limitan desde la comprensión y la ternura pero con la firmeza que se necesita, evitando la pereza, que en todas las culturas es considerada, por cierto, como uno de los defectos humanos de consecuencias más negativas. Y esa comprensión sólo puede ser fruto de la curiosidad, del interés por saber, del amor a lo que somos. Lo dicho a propósito de las operaciones matemáticas puede hacerse extensible a otras habilidades básicas como leer y escribir, hablar o caminar. No deja de ser curioso que recordemos

a los demás la suerte de poder conversar o pasear cuando un accidente o una enfermedad nos privan de alguna de esas funciones, y sin embargo no celebremos cada día nuestra voz y nuestras dos piernas por temor a que nos declaren dementes o por simple falta de ocurrencia. A su vez, la oposición en términos de exclusión entre “ciencias” y “letras” se relaciona con otra oposición mayor: la que existe entre especialización y formación permanente. No es que la especialización no requiera de una constante actualización, pero si entendemos la formación permanente como la posibilidad de adquirir nuevos y productivos conocimientos, entonces no nos quedan razones para seguir justificando la separación radical entre nuestras disciplinas, y aquí hago énfasis en el “nuestras” para recordar que nos pertenecen, que son fruto de nuestro esfuerzo por aprender, que sería por tanto un error dar pasos atrás donde tanto se ha avanzado. Esa ausencia de multidisciplinariedad que caracteriza la especialización, modelo dominante en nuestra formación, choca con las necesidades de conocimiento que demanda una realidad heterogénea cuya diversidad es cada día más reconocible. Por otra parte, su carácter de imposición es puesto al descubierto por una tendencia natural en los individuos a una formación plural, manifiesta, por ejemplo, en la pertenencia a corales y bandas de música de personas de todas las edades y profesiones, pertenencia que les exige un esfuerzo y un aprendizaje fuera de sus horarios laborales, pero que a cambio refuerza su autoestima y sus vínculos sociales, como también sucede con la práctica, en todos los sectores de la población, de deportes y aficiones que suponen habilidades complementarias. La especialización y la formación permanente son también, pues, formas complementarias de conocimiento que se necesitan mutuamente. Otro motivo de reflexión en torno a nuestra formación nos llega a través de los rostros sonrientes de las niñas y los niños que acuden por las mañanas a una modesta escuela en Colombia, Marruecos, Senegal, Nepal y tantos otros lugares del planeta. Esas sonrisas nos advierten de que algo falla en los países desarrollados, donde

tantos estudiantes acuden a las aulas movidos por un sentimiento de obligación, de presión laboral y social, y no con la satisfacción y el agradecimiento de quien sabe atendido un derecho fundamental del individuo como es el de su formación. ¿Qué idea de la formación transmite nuestra sociedad a sus estudiantes? Probablemente la misma que tantas personas tienen en la mente cuando desconocen o han olvidado su importancia. No es de extrañar que una sociedad que privilegia el currículum y la competitividad por encima del placer de aprender no logre motivar a sus estudiantes más allá de la obtención de sus certificados, casi imprescindibles hoy en el mundo laboral. Por no hablar de un sistema que antepone la cantidad de información a su procesamiento, su asimilación o interiorización, lo que conduce a una atención flotante y a una memoria pasiva cuyo principal resultado es un almacenamiento de datos que llega a ser excesivo y que se convierte en olvido: por saturación, se tiende a olvidar los conocimientos adquiridos, a utilizarlos provisionalmente como moneda de cambio para conseguir las calificaciones. Frente a esta situación, el placer de aprender produce una memoria activa, capaz de seleccionar y organizar la información y de hacerla operativa en la vida diaria, una memoria que es atención. El placer de aprender nace de la conciencia de que aprender es un privilegio, una suerte, y también un derecho y una oportunidad. En definitiva, nuestra formación tecnológica y científica y nuestra formación humanística se necesitan mutuamente, ya que no constituyen dos modalidades de conocimiento separadas sino complementarias. El caso de nuestra Medicina es ilustrativo al respecto. Hasta hace poco, ha sido habitual encontrar entre sus profesionales a personas con extensos conocimientos de Arte, Literatura, Filosofía, Historia o Música, hasta el punto de que algunas de ellas han llegado a ser figuras destacadas simultáneamente en varios ámbitos del saber, tal es el caso de Pedro Laín Entralgo o Luis Martín Santos entre otros muchos. Antes que ellos, Sigmund Freud había establecido las bases del Psicoanálisis a partir de su formación como biólogo pero también de una vasta formación literaria y artística, como demuestran sus brillantes análisis de obras procedentes de estos campos, que tanta

luz aportarán al reconocimiento y al tratamiento de ciertas patologías. El propio Aristóteles, uno de los pilares más firmes de la cultura occidental, constituye otro de los casos más notables de formación multidisciplinar, de una curiosidad sin límites reflejada en una vasta obra escrita que abarca todos los ámbitos del saber de su época. La representación misma del cuerpo humano, determinante en el ejercicio de la profesión médica, ha evolucionado, al menos hasta la aparición de una tecnología que ha permitido un análisis anatómico profundo, de la mano de las corrientes pictóricas y escultóricas de cada momento y paralelamente a la evolución de la representación cartográfica del mundo. Sería injusto negar la presencia de esos conocimientos o inquietudes entre nuestros médicos actuales, más después de subrayar el hecho de una tendencia natural humana a la multidisciplinariedad. Pero lo cierto es que en esta disciplina, como en las restantes disciplinas humanas, la especialización, cuyos frutos están lejos de cualquier duda y son imprescindibles, paga a diario el tributo de un progresivo alejamiento de la visión del sujeto humano como sujeto global, como unidad integral, como totalidad en cuyo seno se dan cita dimensiones tan aparentemente diferentes como la biológica y la psíquica. Uno de nuestros principales retos en la actualidad es superar esas fronteras que hacen tanto del individuo como de su saber realidades fragmentadas. Es precisamente en el seno de la Medicina donde se ha dado un importante paso adelante con el desarrollo de la Bioética, disciplina a caballo entre la formación científica y la humanística, fruto de la preocupación de un colectivo profesional por conseguir que el respeto a los derechos humanos y a la dignidad de las personas sea compatible con el progreso científico y técnico. Pero también en otros ámbitos, como el de la empresa, crece día a día el interés por las relaciones interpersonales, el trabajo en equipo, el desarrollo de las habilidades individuales y la comunicación. Todo ello nos habla de una reacción muy positiva, de una apertura hacia aspectos del individuo y del mundo que la velocidad de

nuestro progreso y la especialización de nuestros métodos de conocimiento amenazan con invisibilizar. Una reacción cuyas manifestaciones tienen en común la atención a aspectos no materiales de nuestro desarrollo personal y social como nuestra educación emocional, el papel de nuestra subjetividad en la percepción de la realidad, el cultivo de nuestra espiritualidad o el respeto por la vida [pluralidad]. Tenzin Gyatso, actual Dalai Lama (título honorífico con que se designa al líder espiritual de la nación del Tíbet) y Premio Nobel de la Paz, representa de manera diáfana la búsqueda de este equilibrio. Desde la década de 1950, sus objetivos son, por una parte, mantener la unidad de su pueblo, víctima del genocidio y la aniquilación cultural a manos del gobierno de China, desde un modelo de resistencia individual que excluye por completo el empleo de la violencia; por otra, aprovechar el exilio como oportunidad para profundizar en el conocimiento de nuestro modelo de progreso y propiciar un diálogo entre la tradición filosófica y científica de Oriente y la de Occidente. Esta actitud ha generado importantes resultados, como una estrecha colaboración investigadora entre el Dalai Lama y numerosos científicos actuales procedentes de la Biología, la Neurología, la Psicología, las Matemáticas y la Física, especialmente en lo que compete al estudio del cerebro humano y su doble dimensión racional-emocional y a nuestras formas de aprehensión de la realidad. Dicha colaboración ha puesto de relieve, entre otras cosas, la coincidencia respecto a la naturaleza de una gran cantidad de conocimientos a los que la cultura budista y nuestra cultura han accedido por caminos bien distintos: una tradición espiritual basada en la observación de los estados mentales y su incidencia en la adquisición de conocimientos y en la estructuración de la experiencia, por un lado, y por otro una tradición científica basada en la comprobación empírica de los fenómenos de la realidad mediante la observación y la reproducción de los mismos. Esta coincidencia abre un camino hacia futuras colaboraciones que constituyen una clara alternativa a la “velocidad” como fórmula

de progreso, ya que permiten la investigación conjunta acerca de unos mismos objetivos a través de instrumentos y propuestas distintos, complementarios, que no contrarios, y lo que es decisivo, respetuosos con la riqueza de matices de cada cultura implicada en el proceso. Con ello podemos economizar un tiempo decisivo en el avance hacia formas de desarrollo individual y social que garanticen el bienestar de nuestra especie. Pese a todo, felicitarnos por creer que ese diálogo intercultural se encuentra desplegado en toda su dimensión supondría ignorar la realidad. Nuestra apertura hacia formas de conocimiento propias de otras culturas se encuentra presidida por muchos recelos entre los cuales encuentra su espacio, aunque a menudo cueste admitirlo, el factor religioso. Si hacemos mención aquí de la cultura budista como posible interlocutor no es en menoscabo de otras culturas que sin duda tienen mucho que ofrecernos y que recibir de nosotros, sino por la explícita voluntad de la misma en ofrecerse como espacio de encuentro más allá de las diferencias que nos distinguen. La presencia del budismo en la sociedad occidental, tal como la realidad demuestra desde hace décadas a través de las prácticas, escuelas de crecimiento personal y comunicación, centros de retiro y centros de ayuda social surgidos por todo el mundo, se traduce en instrumentos de reconocida utilidad para la práctica del respeto por la diversidad, el ensayo de fórmulas de cooperación y la superación de los estados mentales aflictivos y de la carencia de autoestima. Ésta y no otra es su aportación a nuestro bienestar, al de todos nosotros. Pero como en tantas ocasiones, la puerta por donde han entrado y se han normalizado esas prácticas ha sido la de la vida cotidiana, la de los hospitales, las empresas, los colectivos entre los cuales estas herramientas, con total independencia de su origen, demuestran a diario su eficacia. Algo muy distinto cabe decir de nuestro mundo intelectual, donde carecen de reconocimiento oficial, de manera que a nadie se le ocurriría, por ejemplo, incluir en la bibliografía de una tesis doctoral algún título de filosofía budista si quisiera encontrar un director y leerla en la mayoría de nuestras universidades. Francia, Alemania y Estados Unidos, justo es decirlo, representan un paso adelante, pero todavía insuficiente, al

contar algunas de sus universidades con departamentos especializados en estudios orientales. Claro que, bien mirado, ¿cómo vamos a sospechar el alcance del diálogo intercultural como método de conocimiento cuando tenemos pendiente la tarea de poner en conexión los distintos saberes dentro de una misma cultura? La primera cuestión, pues sigue siendo si nuestro conocimiento es un conocimiento consciente de sí mismo y hasta qué punto sus resistencias lastran su evolución. 4. Medicina curativa / Medicina preventiva. La imaginación de Julio Verne. Otro debate clásico en el seno de nuestra Medicina contempla la existencia de dos grandes escuelas: una que observa el síntoma o manifestación de la enfermedad para diagnosticar y proponer un tratamiento y otra cuya finalidad es prevenir la aparición de la enfermedad, su causa. Lo que nos interesa aquí no es entrar a participar en el mismo, ya que desde la perspectiva que defienden estas páginas sólo puede tener sentido una práctica médica que se nutra del desarrollo conjunto de ambas escuelas. Más relevante nos parece observar cómo también este debate refleja una constante que atraviesa toda la evolución de nuestra cultura, una especie de incapacidad para predecir los acontecimientos, para adelantarnos a los mismos. En esta incapacidad convergen tres factores. Por un lado nuestra tendencia a establecer intelectualmente rígidas separaciones entre las categorías de la realidad, entre nuestros saberes, nuestros instrumentos de acceso al conocimiento, nuestras habilidades. Por otro lado nuestra tradición científica, marcada por un objetivismo que la condiciona a dar estatuto de prueba, y por lo tanto de realidad, sólo a aquello para lo cual se posee en un determinado momento una explicación racional. Por último, el peso de una herencia religiosa que nos hace sentir la enfermedad como castigo, y el de una sociedad consagrada al culto al cuerpo que la interpreta como vergüenza, consecuencia del abandono, culpa en ambos casos.

La importancia de estos tres factores es considerable si los proyectamos, más allá del terreno de una especulación sin duda interesante, hacia el ámbito de nuestra vida cotidiana, pues nos informan de sus consecuencias en nuestro día a día, en nuestra vida laboral y afectiva. Un ejemplo extremo de esa incapacidad para anticipar lo encontramos en las guerras, una de las asignaturas pendientes con más urgencia de nuestra especie. En ellas se manifiestan nuestros problemas de comunicación, nuestras dificultades para transformar lo vivido en experiencia, en conocimiento que nos permita analizar las causas de lo ocurrido para evitar que se repitan, para efectuar ese cálculo de los impactos que nos ayude a planificar nuestra convivencia a la luz de lo aprendido. También esos valores negativos impregnan nuestro quehacer cotidiano y nos informan de la necesidad de transformaciones, transformaciones que, hay que insistir en ello, sólo pueden ser eficaces si se inician en cada uno de nosotros. Si queremos hacer de nuestros conocimientos un instrumento útil, podemos aprovechar el ejemplo de la guerra como reflejo extremo de nuestra actitud ante los conflictos, ya que su magnitud nos ayuda a hacer visibles aspectos de nuestra convivencia que suelen pasarnos inadvertidos. De esta forma, podemos apreciar en una dimensión más reducida, y por tanto más sencilla de transformar, las causas que dificultan nuestra comunicación y nuestra convivencia. Si de verdad queremos construir una sociedad para la paz, primero tenemos que aprender a solucionar nuestros pequeños conflictos en el hogar o en el trabajo. Aprender a escuchar al otro y a crear las condiciones para que los conflictos no se produzcan o se reduzca su intensidad son los primeros pasos de ese proceso. Por esta vía llegamos a la misma conclusión que en los casos anteriores: prevenir y curar no son métodos antagonistas sino complementarios, en este caso fases sucesivas (curar supone tener un “plan B” listo para cuando el “plan A” de la prevención sea insuficiente) en la consecución de un mismo objetivo que es la desaparición del malestar. Si por ese mal-estar entendemos no sólo nuestras enfermedades sino también nuestros conflictos

internos y externos, las dificultades en la convivencia entre individuos y entre pueblos, nuestros problemas de comunicación y de autoestima, entonces podemos comprender esta estrecha relación entre la Medicina y la vida cotidiana, y beneficiarnos en ésta con los métodos de aquélla. Cada día, nuevos colectivos profesionales reconocen su necesidad no sólo de instrumentos eficaces en la resolución de conflictos, sino también de estrategias que les permitan concebir los medios para prevenirlos. La necesidad de síntomas entronca con la concepción de la espera pasiva, donde el sujeto humano nada puede hacer hasta que el problema lo ha alcanzado. Pero está en la mano de ese sujeto, en sus capacidades e instrumentos, transformar esa espera en algo activo. No tenemos por qué resignarnos a la idea de nuestra imperfección si disponemos de los medios para perfeccionarla. Nuestros problemas envían emisarios. Aprender a identificarlos es aprender a neutralizarlos. Así, el debate originado en el interior de la disciplina médica alcanza el terreno de la vida misma. Y en una y en otra la capacidad de prevenir, de ver allí donde todavía parece no haber nada, se convierte en desafío en nuestra conquista de la felicidad. Debemos ser capaces de imaginar el mundo en el futuro si queremos que exista un futuro para el mundo, de vislumbrar lo que aún no ha llegado. La revuelta que obreros y estudiantes protagonizaron en París en 1968 dejó entre sus lemas éste: “Como no sabían que era imposible, lo hicieron”. Del mismo modo el escritor Julio Verne buscó, más allá de las realidades de su época, un espacio para futuras realidades que podrían no haber llegado pero que, para asombro de todos, llegaron puntualmente. Como conclusión a este apartado, podemos decir que un repaso a los métodos y a las formas de nuestro aprendizaje nos suministra algunas pautas útiles para afrontar el futuro comenzando por el presente:

- la necesidad de prestar atención a unas formas de conocimiento que por sistema desechan, infravaloran o

- la conveniencia de situar un interrogante sobre nuestras certezas y de convertir esa interrogación en fórmula de conocimiento, es decir, de hacer operativo ese principio de incertidumbre del que habla Edgar Morin en el texto redactado en 1999 para el proyecto de la UNESCO “Educación para un futuro sostenible”;

- la urgencia de establecer un modelo de comunicación entre individuos, entre culturas y entre conocimientos que contemple los riesgos de imprecisión en el emisor y de incomprensión en el receptor como problema compartido y reversible cuya solución requiere del trabajo en equipo.

LA CONSTITUCIÓN DEL SUJETO HUMANO El título de este apartado es deliberadamente ambiguo, pues remite a la vez al cómo de esa constitución (el proceso a través del cual se constituye ese sujeto) y al qué (las cualidades o dimensiones que constituyen al sujeto). Si hasta aquí nuestra atención se ha centrado en los principios, métodos o estrategias que rigen la adquisición de nuestro conocimiento, ahora se desplaza hacia los instrumentos primarios que permiten al individuo esa adquisición y que hacen posible la existencia de los restantes instrumentos de los que nos servimos para aprender. 1. El yo, ese tonto. Hemos hablado páginas atrás de la posición del ser humano como centro del individuo y de la sociedad, y de cómo se desprende de esa posición la necesidad de hacer de la autoconciencia el centro de nuestro presente. Pues bien, esa autoconciencia se inicia en la conciencia de la realidad y de la complejidad del sujeto humano. La noción de sujeto humano no es exactamente equiparable a la de ser humano, sino que más bien la incluye. El sujeto humano no llega a la vida al mismo tiempo que el ser humano, sino un poco

más tarde, pues es el resultado del conocimiento que se va incorporando al individuo. Podemos representarlo así: Sujeto humano = Ser humano + Conocimiento Para comprender esta evolución, debemos retroceder hasta el momento de nuestro nacimiento, más atrás incluso. Dentro del vientre materno, el ser humano comienza a ser una realidad. En ese estado, si la gestación sigue su curso normal, no existe ninguna carencia: temperatura, alimentación...en cierta manera ese ser tiene sus necesidades básicas cubiertas, todavía no debe preocuparse por ellas puesto que el cuerpo de la madre lo hace por él. No es de extrañar, pues, que la primera identificación del ser humano sea con su madre, con ese cuerpo del que parece formar parte. Y así es , en efecto, al menos durante nueve meses. Pero en el momento de dar a luz, el cuerpo de la madre se desprende de ese otro cuerpo al que ha dado cobijo. Y ese desprendimiento no es sólo material, biológico, sino que tiene además un sentido, una repercusión: la madre entrega a su hija o su hijo a la vida en un acto que es de generosidad, ya que con ello les da la posibilidad de ser. ¿Qué percibe el bebé de todo esto? En primer lugar, una separación. Esa separación entra en conflicto con la experiencia de la identificación antes mencionada, pues la desmiente desde el momento en que la criatura pasa a ocupar su propio espacio. De manera que la primera percepción, el primer atisbo de conocimiento que llega a ese nuevo ser, esa identificación con su madre, es una percepción falsa, un conocimiento erróneo, e irá dejando paso a una nueva percepción en donde las cosas están separadas. Pasa así de un mundo de indiferenciación a otro donde cada objeto de la realidad muestra su diferencia respecto de los restantes. Nacer es separarse, percibir la diferencia. Es por tanto nuestra primera experiencia del sufrimiento, el primer peaje que se paga por vivir. Este hecho marcará de por vida el sentido conflictivo que tenderemos a dar a la separación y a la diferencia y dificultará nuestra comprensión de la unidad y la igualdad. Por eso el nacimiento es una alegría para los padres pero no para el

ser que nace llorando, que es arrancado sin previo aviso del lugar donde estaba seguro. No hay que olvidar que estamos hablando aquí de estos sucesos desde nuestra conciencia y con nuestro lenguaje de adultos. El bebé carece aún de ese lenguaje que le permitirá comunicarse, y su conciencia es todavía algo difuso que sólo podemos imaginar. Puede decirse que en sus primeros meses de vida el ser humano no se diferencia mucho de cualquier cachorro de otra especie animal, a no ser por su mayor dificultad para arreglárselas solo, su mayor indefensión. Pero el ser humano está hecho para una clase de conocimiento inaccesible para las otras especies, para una conciencia de sí mismo que le permitirá crecer no sólo en tamaño y peso, no sólo biológicamente como cuerpo. Como dijo Rousseau al hablar de la educación, un gato es todo él desde el principio, pero el ser humano no. El ser humano está destinado a transformaciones para las cuales viene perfectamente equipado como veremos a continuación, y crecer es aprender a hacer uso de ese equipamiento. ¿Cuál es el primer paso del ser humano hacia el sujeto humano? Lo descrito hasta aquí nos habla de un descubrimiento por parte del bebé que no puede llamarse aún conocimiento o que constituye una forma inconsciente del mismo. Para que esa forma se haga consciente, es necesario que despierte la conciencia que permitirá ubicar los objetos del mundo en la comprensión, y esa conciencia se inicia en el ser humano, es la conciencia que éste tiene de sí mismo. Esa conciencia no nos alcanza, como ya se ha dicho, en el momento de nacer, sino unos meses más tarde, cuando el ser humano descubre su propia imagen en el espejo y sabe que es la suya. Ese saber no se ha dado en los anteriores encuentros con esa imagen, ya que en ellos no ha existido ese reconocimiento sino una forma de curiosidad muy simple, semejante a la que podría sentir, por ejemplo, un chimpancé. A partir de ese “re-conocimiento”, pues, se va incorporando al ser humano el saber que lo convertirá en sujeto.

¿Qué trayecto sigue ese saber que articula al sujeto? Para tratar de comprenderlo, recurriré de nuevo a una fórmula, pues el trabajo en el aula me confirma cada día la utilidad de este procedimiento tanto para aprender como para enseñar. En este caso será la siguiente: cuerpo / mundo / otros / mente YO (deseo, ignorancia) Como hemos visto, la primera noticia que un ser humano tiene de sí mismo, la primera conciencia (muy temprana, muy difusa, pero ya conciencia) que tiene de su propia realidad, le llega a través de su imagen en el espejo, es decir, a través de su cuerpo. El sujeto humano, como también el ser humano que lo sustenta, es en primer lugar cuerpo, lo que no quiere decir que vaya a ser sólo eso. Es el cuerpo el que le facilita su yo, que es el primer paso hacia el sujeto. Por eso tendemos a identificarnos completamente con nuestro yo, cuando en realidad sólo es una parte de nosotros, una especie de semilla, lo primero que supimos de nosotros. Pero así como el cuerpo no es todo el yo, el yo no es todo el sujeto. Lo que ocurre es que esa percepción, esa información, por ser la primera, va a quedar grabada con fuerza en nosotros. Y también por ser la primera debe comprenderse que no es muy acertada. De ahí que sea la ignorancia el primer instrumento con que contamos en nuestro aprendizaje. Por eso no debe irritarnos nuestra ignorancia, ya que es una cualidad humana más y no una falta. Otra cosa es la ignorancia que se manifiesta como resultado de la voluntad de no aprender, pero ahora hablamos de una ignorancia natural, de un punto de partida. El despegue del sujeto humano, por tanto, tiene lugar en el ámbito del yo y se vale como primer instrumento de la ignorancia, es decir, la ausencia de un conocimiento previo. Dicho en otros términos, el yo no es de fiar. Y sin embargo nos duele reconocerlo. Hasta tal punto nos identificamos con él. Lo mismo nos ocurre con la palabra “yo”, el pronombre personal detrás del cual nos creemos reconocibles. Detrás de la palabra que

mejor creo que me representa, ¿no hay una realidad fluctuante, la de cada uno de los hablantes que la pronuncia? Por consiguiente, no renunciamos a mucho si renunciamos a nuestro yo, como proponen otras culturas. El yo nos hace retroceder a la criatura a la que hubo que consolar en el momento de nacer, a la indefensión, al temor (que, si se deja crecer, abrirá sus puertas a la agresividad). Es natural que lo miremos con afecto, pero ese afecto no puede traducirse en apego si queremos crecer, llegar a ser todo lo que podemos ser. El mayor favor que podemos hacerle a nuestro yo y a cuanto somos, comenzando por ese cuerpo de cuya mano el yo nos ha llegado, es ayudarlo a crecer, sin rencor, con ternura porque es nuestra parte más débil, más ignorante, pero con firmeza, con generosidad. En cuanto al deseo, el otro instrumento primario de nuestro conocimiento del que se vale el yo, el primer lugar donde se manifiesta es también el cuerpo, de ahí su vivencia problemática. Lo que el cuerpo desea es lo que el yo desea a través de su cuerpo: una plenitud que le está negada. Está negada por el nacer, que supone el abandono del refugio más seguro; por el vivir, que incluye el sufrimiento bajo la forma de la búsqueda de alimentos, la pérdida de facultades y la enfermedad; y por el morir, que frustra nuestros anhelos de eternidad, de permanencia. Por eso podemos estar convencidos de que nadie vive completamente a gusto dentro de su cuerpo, a no ser que aprenda a hacerlo. El deseo es consecuencia de la carencia, de ahí que su objeto sea la desaparición de esa carencia. Pero esa desaparición no puede ser absoluta, al ser humano siempre le falta algo, de ahí que el destino que espera al deseo sea siempre una insatisfacción parcial o total, y que lleguemos a proyectar sobre los múltiples deseos menores en que se deshace el deseo entendido como experiencia primordial, tales como un ascenso laboral, una casa nueva o una plaza de aparcamiento en un día de tráfico intenso, una energía a veces desmesurada. Pero lo que le falta al ser humano es precisamente el saber suficiente para conocer la naturaleza de su deseo, y ese saber le falta no porque sea inalcanzable, sino porque las exigencias del yo lo obstaculizan.

El cuerpo delimita los contornos del yo y lo sitúa frente a un NO-YO que es el mundo, poniendo en evidencia un desequilibrio entre ambas partes del cual resulta una ansiedad que, como el propio cuerpo, habrá de convertirse en compañera de por vida y que exigirá una atención. El mundo es el siguiente punto en el trayecto de nuestro aprendizaje, de nuestra constitución como sujetos. Por su parte, el yo constituye una referencia a partir de la cual el sujeto mide el mundo y se siente pequeño. De nuevo el yo como lugar del miedo, más si se recuerda que su relación con el no-yo, con el mundo, como todas nuestras relaciones, está orientada por el criterio del enfrentamiento, de la separación. En efecto, es fácil percibir el mundo como contrario, pues su existencia, o más bien nuestro modo de percibirlo como algo separado de la mía, constituye una nueva limitación para nuestro deseo de totalidad. De nuevo una percepción errónea guiada por la ignorancia, ya que ¿dónde, sino en ese mundo, encuentra el sujeto humano el espacio para existir, para ser y para crecer? Lo mismo puede decirse de nuestra relación con los otros que el yo encuentra apenas se adentra en el mundo: de ellos el yo va a percibir la diferencia, la parte de realidad ajena al yo que representan, aquello que está separado del yo y que no obstante, como el yo, aspira a ver satisfecho su propio deseo: el otro como rival, sensación que puede contagiar incluso la relación amorosa si el yo interpreta los necesarios pactos que deberá establecer con el otro como cesión, pérdida, y no como oportunidad para crecer en plenitud y compañía. Porque es el yo, con su avaricia de plenitud, el que la convierte en imposible, al empujarnos a recordar tan sólo lo que nos separa y no lo que nos une. El punto final del trayecto lo constituye la mente, que efectúa el registro de todas las experiencias del sujeto, incluida la experiencia de su yo. A partir de las anteriores relaciones con los diferentes aspectos del no-yo, la mente configura una imagen del mundo que, a su vez, condicionará las siguientes percepciones que la mente tendrá del mundo. De manera que la realidad se inscribe en la mente y la mente se inscribe en la realidad. Si alguien me aborda a la salida del trabajo, tras un día agotador,

para robarme, insultarme y golpearme, puedo justificar mi irritación, mi frustración, incluso un cierto deseo de venganza, afirmando que la realidad ha suministrado un motivo de disgusto a mi mente. Será acertado decir que mi mente se ha visto agitada por un hecho de la realidad, que está inquieta. Pero si la agitación y la inquietud persisten un determinado tiempo después, podrá decirse que será entonces mi mente la que esté produciendo una imagen del mundo como lugar de la inseguridad y el descontento, estará condicionando mi visión del mundo y mis posibilidades de alcanzar satisfacción dentro de él. En este sentido, es cierta la frase “todo está en la mente”, si no al principio, sí al final. Así pues, el presente produce en su continuo devenir nuevas realidades, y las realidades anteriores quedan depositadas en la mente, donde pasan a asumir una realidad mental. Esa realidad es de naturaleza diferente a la realidad fenomenológica de los acontecimientos y objetos que pueblan el mundo, pero ambas conviven influyéndose recíprocamente. Por eso es tan importante conceder atención también a esa realidad mental, porque en ella reside la capacidad de transformar la realidad. Esto nos conduce a la segunda cuestión antes anunciada, el qué del sujeto humano, donde vamos a hallar los restantes instrumentos primarios que posibilitan esa transformación y con ella la de nuestra ignorancia y nuestro deseo en conocimiento y aceptación. 2. El sujeto, cuerpo y saber. El sujeto humano está constituido por una doble naturaleza biológica y mental: tiene un cuerpo y tiene un saber. O más acertado sería decir que es cuerpo y es saber. Ambas dimensiones no se dan por separado, sino que conviven, mantienen un diálogo constante, de forma que nada de lo que afecta a una deja de afectar a la otra. Esto no es de extrañar, dado que el saber se inicia en el cuerpo y necesita de éste. El concepto mismo de mente, sede del saber, se halla vinculado al órgano que es el cerebro. Esta unión indisoluble nos facilita el verdadero sentido del cuerpo, primer hogar del sujeto humano (”Señor, yo no soy digno de que

entres en mi casa...”). En efecto, el cuerpo es la primera condición del sujeto humano y la primera para que éste se produzca: no existe otra forma para el ser humano que la del cuerpo humano. De ahí la atención que se le debe y cuyo sentido a menudo confundimos: esa atención, ese respeto, no se deben al cuerpo en sí (como se nos empuja a creer desde la moderna cultura del culto al cuerpo, emparentada con la cultura del consumismo), sino al cuerpo como posibilidad de existir para lo humano. El pensamiento chino taoísta nos lo recuerda: “Sin el cuerpo no se alcanza el Tao. Con el cuerpo no se alcanza el Tao”. Desde otro espacio cultural, el nuestro, Pitágoras ratifica esa afirmación: “No hagas de tu cuerpo la tumba de tu alma”. Lo primero que el ser humano necesita aprender es aprender a vivir su cuerpo, a aceptarse como cuerpo y a celebrar su sentido. Aceptar mi cuerpo es aceptar todas las potencialidades a las que sirve de vehículo. El ejemplo más claro lo encontramos en el cerebro, cuerpo y mente a un tiempo, que nos informa del ser humano como ser integral o global puesto que es su doble naturaleza simultánea la que lo convierte en unidad y la que da unidad a todos los individuos de la especie human. De ahí nace la necesidad de suturar lo que se percibe como fragmentado (del mismo modo en que un fino hilo atraviesa y une todas las perlas de un collar) tanto en el ser humano (mi cuerpo y mi mente, todos los momentos de mi vida, todas las dimensiones de mi persona) como en su especie (las relaciones entre los individuos y entre éstos y su medio). La estructura material del cerebro es de sobra conocida, así como su morfología, que nos recuerda la mitad de una nuez pelada. Otra cosa es nuestro conocimiento acerca de la actividad desarrollada en el interior de esa estructura: el cerebro es el órgano más investigado y sobre el cual, no obstante, sigue planeando un mayor número de interrogantes. Dicho órgano dirige todas las funciones del cuerpo y todas las funciones de la mente y constituye por tanto el centro de nuestra actividad física y psíquica. Entre las primeras se encuentran nuestra capacidad de percibir la realidad a través de la vista y la capacidad espacial o

psicomotriz. Entre las segundas, nuestra capacidad de establecer relaciones lógicas y la de comunicarnos a través del lenguaje verbal (en la que también participa el cuerpo a través de los órganos que intervienen en la fonación o articulación de sonidos). Esas capacidades se encuentran distribuidas entre los dos hemisferios cerebrales, derecho (visual, espacial...) e izquierdo (lógica, verbal...), constituyendo éstos dos áreas de especialización entre las cuales existe una estrecha colaboración, de manera que, como sucede entre cuerpo y mente, nada de lo que sucede en una pasa inadvertido para la otra. Pero además de dirigir toda una serie de funciones, cada hemisferio cerebral constituye una gran reserva de pensamiento, el lugar donde nuestra actividad psíquica registra y procesa la información recibida a través de los sentidos y la organiza relacionándola y distribuyéndola en contextos de significación. Es esa cualidad, uno de los descubrimientos más recientes de nuestra ciencia, lo que me interesa destacar aquí, puesto que nos sitúa tras la pista de algo fundamental en el proceso de nuestra adquisición de conocimiento y en el de nuestro desarrollo integral: la existencia de dos modalidades de pensamiento o formas de procesar y relacionar nuestra información, y con ella la de dos grandes reservas de respuestas disponibles en nuestra relación con la realidad, es decir, en nuestra vida cotidiana. Nuestro pensamiento emocional y nuestro pensamiento racional se revelan, así, como los siguientes instrumentos primarios de nuestro conocimiento y nuestra actuación. Son los medios que nos van a permitir corregir las imperfecciones de las percepciones y concepciones obtenidas a través del deseo y la ignorancia, pero a la vez están expuestos a la influencia de éstos, razón por la que necesitamos cultivarlos, hacer efectivo su uso como instrumentos, a fin de poder disfrutar de los beneficios que ambos nos pueden proporcionar. El reconocimiento y el empleo de estos instrumentos nos dan la oportunidad, además, de revisar un concepto esencial como es el de nuestra inteligencia.

En particular desde el proyecto ilustrado del siglo XVIII, nuestra cultura ha considerado la razón como la cualidad que permite medir la distancia entre el ser humano y las demás especies y certificar su superioridad sobre éstas. Esta visión ha tenido dos consecuencias importantes: por un lado, la identificación de la razón con la totalidad de nuestra inteligencia y de la actividad de nuestro pensamiento; por otro la consiguiente desatención en que ha quedado nuestra dimensión emocional que, al ser enfrentada a la razón según el criterio de oposición-enfrentamiento visto atrás, no podía esperar sino ser incluida sin matizaciones en el ámbito de lo irracional. Por este motivo, hemos hecho de nuestra racionalidad el único objeto de nuestra formación a costa de considerar nuestra emocionalidad como lugar de la pasión imposible de gobernar, como un resto de animalidad ante el cual no cabe sino resignarse, actitud manifiesta en una expresión muy común: “Si soy así, ¿qué le voy a hacer?”. El mismo prejuicio ha recaído sobre nuestra subjetividad, cuya fiabilidad nunca ha gozado del prestigio de nuestro pensamiento objetivo. Pero esa creencia no deja de ser consecuencia, una vez más, de la ignorancia, ese peligroso adversario que debilita nuestras fuerzas y nos impone limitaciones. Porque, al reconocer en nuestro mundo emocional no sólo una forma de respuesta ciega sino también de conocimiento, nos abrimos una puerta a la realización de una capacidad que duplica nuestras posibilidades de perfeccionamiento y de satisfacción. Como consecuencia de ello, ampliamos nuestros conceptos de “inteligencia” y de “pensamiento” para incluir en ellos nuestra actividad emocional: Inteligencia= pensamiento racional + pensamiento emocional El ser humano posee, pues, lo que en lenguaje coloquial llamaríamos un “completo equipamiento de serie”, el cual determina su posibilidad de devenir sujeto humano en el pleno sentido de la expresión, esto es, un sujeto dotado de la doble capacidad de aprehender el mundo y responder ante las situaciones de su vida a través de sus razones y también de sus emociones, de su subjetividad, que tiñe de un tono personal todas sus experiencias. A esa doble capacidad, y a la actividad mental

que genera, nuestra ciencia la denomina hoy plasticidad cerebral, gracias a la cual el sujeto humano tiene la posibilidad de ir modificando sus percepciones y su conocimiento, de superar sus limitaciones y de crecer. Debemos, por tanto, ya que estamos en condiciones de hacerlo, desterrar la idea de la imperfección humana como algo sin solución y considerarla más bien un punto de partida, una referencia que nos permite medir el alcance de nuestros pasos. Debemos recuperar la confianza en nosotros mismos porque tenemos razones para hacerlo. CONCLUSIONES ¿Qué aplicaciones prácticas pueden derivarse de todo esto? El conocimiento de nuestros instrumentos primarios de aprendizaje nos ayuda a alcanzar esa conciencia que sitúa de nuevo al ser humano como centro del individuo y de la sociedad. Llamar a las puertas del ser humano es atraer la energía capaz de transformar el mundo, porque ese ser no es un ser pasivo, simple beneficiario o víctima de las justicias o injusticias del “mundo” y de la “vida”, sino alguien que construye a diario ese mundo y esa vida a través del uso que hace de sus conocimientos, de sus habilidades y también de sus sueños. Nuestra plasticidad cerebral constituye una capacidad natural que se nos da acompañada de los instrumentos más eficaces. Gracias a ella, podemos devolvernos el control de nuestros estados mentales racionales y emocionales, desarrollar una acción eficaz en la consecución de nuestros objetivos y con ello garantizar el bienestar del ser humano y el de la sociedad de la que el ser humano es el centro. Ese control no supone, como a menudo se cree, la represión de lo que somos o la imposición de patrones de conducta rígidos, sino todo lo contrario, pues significa la oportunidad de dar forma en toda su extensión a lo que verdaderamente somos. Nada hay en nosotros que deba ocultarse o castigarse, antes bien todo lo que somos es susceptible de ser aprovechado, incluso nuestras actuales limitaciones si aprendemos a transformarlas, porque son material bruto todavía

no empleado como recurso. Pero ese material de nada sirve si no tenemos conciencia de él. Por eso esa toma de conciencia es el primer paso, como lo es una actitud que nos permita actualizar esa conciencia a cada instante, utilizarla como instrumento y no como simple constatación de algo, hacerla activa, transformándola en atención a lo que somos y a las consecuencias de lo que hacemos y en expresión de nuestras cualidades. Conocer la naturaleza de nuestros pensamientos, entre los cuales se encuentran nuestras emociones, nos hace fuertes ante cualquier circunstancia, capaces de aprovechar nuestras debilidades como camino, y evita que esos pensamientos, cuando son negativos, nos hagan sus esclavos. Permanecer atentos y tomar parte en el diálogo que en todo momento se establece entre las emociones y las razones del individuo, por un lado, y entre éste y su entorno, que comprende el medio en el que se vive y a los otros con quienes se convive, por otro, es ejercer el derecho a una libertad creativa y responsable, a una vida plena. Allí donde la razón, por toneladas de “lógica” que arrastre, no se muestra eficaz para resolver nuestros conflictos, hay que dejar que la subjetividad y la emoción se expresen, aporten su particular punto de vista. Y a la inversa, allí donde la emoción se desborda es preciso el concurso de una razón que atempere los ánimos, que disuelva las impaciencias y frustraciones y haga posible el diálogo. Porque el bienestar es producto de un bien-estar que se puede aprender a realizar sin más ayuda que lo que somos, a condición de que sepamos lo que somos, la inmensa riqueza que existe en nosotros. La expresión “Lázaro, levántate y anda” nos recuerda que en cada uno de nosotros hay un ángel que duerme y un demonio que acecha, y nos invita a despertar a ese ángel, a ponernos en marcha, a realizarnos. Nuestra felicidad como individuos no depende de nuestro éxito en la vida, sino que éste depende de nuestra voluntad de ser felices y de producir felicidad, de sustituir las dosis de agresividad que suministramos a nuestro mundo por dosis de tolerancia, comprensión, colaboración, a fin de construir los espacios de una felicidad común.

Quizás el primer paso, la tarea más urgente, sea ponerse en comunicación con esa niña o ese niño interior que un día todos tuvimos que dejar atrás y ya no abandonar esa comunicación. Éste puede ser el verdadero centro que necesitamos: traer al presente, hacer nacer a cada instante, a ese ser que fue pequeño y tierno, al que aprendió a hablar, a caminar, a tomar los objetos con sus manos, a pensar. Con el mismo asombro y júbilo de entonces, cuando al sentirnos de pie por un momento sin ayuda de nadie sonreíamos y temíamos a un tiempo. Con la misma confianza en nuestro presente y en nuestro futuro. BIBLIOGRAFÍA

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