Apuntes sociologia del conocimiento

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SOCIOLOGÍA DEL CONOCIMIENTO 5 º CURSO DE SOCIOLOGÍA F. NIETZSCHE “SOBRE VERDAD Y MENTIRA EN SENTIDO EXTRAMORAL” PAUL RICOEUR “IDEOLOGÍA Y UTOPÍA” E. DURKHEIM “LAS FORMAS ELEMENTALES DE LA VIDA RELIGIOSA” PRIMERA PRUEBA PRESENCIAL

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Apuntes libro de Bloor

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SOCIOLOGÍA DEL CONOCIMIEN-TO

5 º CURSO DE SOCIOLOGÍA

F. NIETZSCHE“SOBRE VERDAD Y MENTIRA EN SENTIDO EXTRAMORAL”

PAUL RICOEUR“IDEOLOGÍA Y UTOPÍA”

E. DURKHEIM“LAS FORMAS ELEMENTALES DE LA VIDA RELIGIOSA”

PRIMERA PRUEBA PRESENCIAL

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SOCIOLOGÍA DEL CONOCIMIEN-TO

5 º CURSO DE SOCIOLOGÍA

F. NIETZSCHE“SOBRE VERDAD Y MENTIRA EN SENTIDO EXTRAMORAL”

PRIMERA PRUEBA PRESENCIAL

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FRIEDRICH NIETZSCHE1844-1900

SOBRE VERDAD Y MENTIRA EN SENTIDO EXTRAMORAL1873

― Existe una radical falta de conexión entre los estímulos físicos (externos) y las imágenes psíquicas (internas), y entre éstas y las palabras (externas) que los denominan.

― El conocimiento es humano, es patrimonio del hombre y exclusivo del hombre; na-ció con el hombre, y con él se extinguirá. El intelecto es el recurso de los seres de-licados y efímeros para conservarlos en la existencia; puesto que no puede captar la realidad de las cosas en su esencia, desarrolla sus fuerzas fingiendo, creando fic-ciones e ilusiones que permitan al hombre sobrevivir.

― El ser humano es un ser ofuscado y desorientado ante una naturaleza diversa, cambiante, irregular e imprevisible, que no es capaz de captar en su esencia; pues-to que su sensación no puede transmitirle la verdad de las cosas (su esencia real), vive sumergido en ilusiones y ensueños.

― Para vivir en sociedad, los hombres firman un tratado de paz en el que fijan qué es verdad y con qué palabra se designa. Por tanto, pactan mentir gregariamente, es decir, que son mentirosos que emplean designaciones dadas por válidas (pala-bras) para hacer aparecer lo irreal (o desconocido) como real. De ese pacto nace la diferencia entre verdad (mentira aceptada como verdad) y mentira (mentira no aceptada como verdad); así, la verdad es una mentira confortable conscientemente admitida. La verdad pura es inalcanzable. Creemos saber algo de las cosas, pero no poseemos más que metáforas de las cosas (palabras) que no se corresponden con su esencia.

― El hombre es indiferente a la verdad pura; sólo ansía las consecuencias agradables de la verdad pactada, y es hostil frente a verdades que sean susceptibles de efec-tos perjudiciales.

― Una palabra es la reproducción en sonidos de un impulso nervioso, que no supone la existencia de una causa fuera de nosotros; es decir, que el empleo de una pala-bra, que es una convención, no implica la existencia real de aquello a lo que refiere.

― Un concepto es una palabra con la que se pretende encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias individuales diferentes; son como moldes vacíos, como arquetipos primigenios que no existen en la naturaleza. La naturaleza no conoce ni conceptos, ni géneros, ni formas.

― La verdad es una hueste de metáforas, metonimias y antropomorfismos, que tras su uso prolongado un pueblo considera firmes y vinculantes; son mentiras colecti-vas; son ilusiones que se ha olvidado que lo son. Ser veraz es emplear las metáfo-ras usuales, de acuerdo a la convención del tratado de paz; pero, con el tiempo, se despierta en el hombre un movimiento moral hacia la verdad, y olvida que sus verdades son arbitrarias y convencionales; se olvida de mentir conscientemente y empieza a mentir inconscientemente. En ese instante, el hombre como ser racional ya no tolerará ser arrastrado por más impresiones o intuiciones, y construirá con sus verdades admitidas un orden piramidal por castas y grados, un mundo de leyes, privilegios y subordinaciones, y la verdad consistirá en no violar dicho orden

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jerárquico. Así, cada pueblo construye sobre sí un cielo conceptual propio, una cate-dral de conceptos infinitamente complejos como un edificio de telarañas sobre ci-mientos inestables.

― Todo conocimiento es antropomórfico, pues, al ser la verdad inalcanzable, el hom-bre sólo aspira a una comprensión del mundo en tanto cosa humanizada. El conoci-miento siempre está en función del sujeto que conoce, por lo que el hombre es la medida de todas las cosas; como sujeto artísticamente creador, es él el que da nombres a sus metáforas intuitivas originales, a las que luego asume como verda-des. Sin duda, un insecto o un pájaro perciben otro mundo diferente al del hombre, y todos estos mundos tienen sentido para sus sujetos; no existe una percepción co-rrecta.

― Entre sujeto (estímulos físicos) y objeto (imágenes psíquicas) no hay ninguna cau-salidad, y para vincularlos hace falta una fuerza mediadora: la fantasía, capaz de poetizar e inventar. El empleo de esta fantasía hace del hombre un animal fantás-tico.

― Las leyes de la naturaleza no nos son conocidas en sí, sino sólo por sus efectos al interaccionar entre ellas. Sólo conocemos de ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo y el espacio, es decir, las relaciones de sucesión y los números. Por tanto, no sorprende que sólo captemos en todas las cosas precisamente esas formas, pues son las nociones que producimos en nosotros. Así, la fastuosa regularidad que tanto nos sorprende del cosmos y en los procesos químicos coincide con las propie-dades que nosotros introducimos en las cosas. Precisamente, el edificio de los con-ceptos se construye sobre la base de metáforas y de las relaciones entre espacio, tiempo y número.

― En la construcción de los conceptos trabaja primero el lenguaje, luego la ciencia, que ordena dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfi-co; con los conceptos, construye un nuevo mundo regular y rígido que le sirve de fortaleza.

― Pese a todo, el hombre mantiene el impulso hacia la construcción de metáfo-ras, y al orientarlo hacia otro campo de actividad ajeno a la ciencia lo hace en el mito y en el arte. En ellos, introduce nuevas extrapolaciones, metáforas y metoni-mias, buscando hacer el mundo de la vigilia tan encantador y eternamente nuevo como el mundo de los sueños, donde todo es posible. El hombre tiene una invenci-ble inclinación a dejarse engañar, y en el arte su intelecto se encuentra libre para poder engañar sin causar daño, poseído de placer creador, arrojando metáforas sin orden alguno.

― Históricamente, hay dos tipos de hombres. El hombre intuitivo, como en la Grecia antigua, puede configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la vida, disfrazándola de bellas apariencias; en medio de una cultura, consigue, gracias a sus intuiciones, un flujo constante de claridad, animación y liberación; sufre, porque no sabe aprender de la experiencia, y tropieza una y otra vez en la misma piedra.

― El hombre estoico o racional, instruido por la experiencia y autocontrolado a tra-vés de los conceptos, afronta las necesidades más imperiosas mediante la previ-sión, la prudencia y la regularidad; pero no representa más que la obra maestra del fingimiento; su rostro no es palpitante y expresivo, sino una máscara de facciones dignas y proporcionadas.

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HANS VAIHINGER1852-1933

LA VERDAD DE ILUSIÓN EN NIETZSCHE1913

― Hans Vaihinger (1852-1933) es el fundador de la filosofía del como si. Todas las hipótesis científicas o filosóficas son ficciones o constructos de la mente, que se co-rresponden a un mundo platónico del que no sabemos si se ajusta o no a los he-chos; al no saber si son falsas, hay que tratarlas como si fueran verdaderas. Este ficcionalismo sostiene el valor biológico de la síntesis a priori para la adaptación de nuestra especie al mundo, la función pragmática de las hipótesis en el conoci-miento humano y la significación vital de la ilusión, lo que pone en relación pensa-miento y biología. En esta obra, Vaihinger desarrolla las ideas de Nietzsche relacio-nadas con el conocimiento, y que son las que se enumeran a continuación.

― Nietzsche se inspiró en F. A. Lange (1828-1865) (Historia del materialismo, 1865), para quien la metafísica era una forma justificada de poesía, y para quien la inven-ción y la falsificación cumplían una función vastísima y fundamental. En su opinión, este mundo inventado es un mito justificado e indispensable.

― La vida y la ciencia no son posibles sin concepciones falsas o imaginarias, em-pleadas por el hombre por el bien de la vida y con plena consciencia de su falsedad.

― La adhesión intencional del hombre a la ilusión, aunque se tenga consciencia de su naturaleza, es una forma de mentira en sentido extramoral. El arte es la creación consciente de una ilusión estética. La apariencia, la ilusión, es un presu-puesto necesario tanto para el arte, como para la ciencia y para la vida.

― La ley del mecanismo del delirio presupone que los conceptos delirantes están creados por la voluntad mediante mecanismos engañosos; la necesidad de tales ilu-siones y fantasmas para la vida lleva a la afirmación consciente y placentera de la ilusión. Por tanto, el ideal de la voluntad es vivir en la ilusión; la consumación de la historia de la filosofía es la filosofía de la ilusión.

― Todo conocimiento es antropomórfico. Nuestro intelecto opera con símbolos, imágenes y figuras retóricas, con burdas abstracciones, con metáforas meramente cognitivas como el tiempo, el espacio y la causalidad; vivimos y pensamos en un mundo de ausencia de conocimiento, de conocimiento falso. La construcción de me-táforas es el impulso fundamental del hombre, un impulso artístico, un impulso míti-co.

― Debemos hacer conscientemente uso de la falsedad de nuestro pensamiento. Las ideas, de cuya falsedad somos conscientes, son necesidades biológicas.

― La maquinaria hombre tiene que alimentarse con ilusiones, verdades parciales. No debemos destruir tales ilusiones, pues son necesarias; son ficciones reguladoras. Sobre tales cimientos erigimos una estructura del conocimiento. Operamos con co-sas que no existen; la materia, como una masa en extensión, es una alucinación. Por tanto, debemos amar y cultivar el error, pues es la madre del conocimiento.

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― El intelecto es el medio del engaño, con sus formas forzadas: sustancia, identidad, permanencia. El pensamiento depende del lenguaje, y el lenguaje ya está lleno de presupuestos falsos. Estos constituyentes míticos y ficticios del lenguaje deben ser empleados con la consciencia de su falsedad. Hemos dado a nuestro pensamiento carta blanca para hacer toda clase de inferencias erróneas. La lógica se basa en presupuestos a los que no corresponde nada en el mundo real.

― Son nuestras leyes y nuestra conformidad a las leyes lo que leemos en el mundo de los fenómenos. Según Kant, la razón no deriva sus leyes de la naturaleza, sino que las prescribe a la naturaleza.

― El pensamiento afirma justamente lo opuesto con respecto a la realidad. El pensa-miento debe predicar sustancia e igualdad, porque un conocimiento del flujo total es imposible. El intelecto no ha sido organizado para comprender el devenir.

― La creencia en la permanencia, en la duración, en lo incondicionado, no es la creencia más verdadera, sino la más útil. La creencia en la permanencia, que surge de por sí en nuestro interior y que la ciencia mantiene a su propio modo, es la base de toda creencia en la realidad.

― El mundo como ideas es lo mismo que el mundo como error. Nuestro mundo ex-terno es un producto de la fantasía. La creencia en las cosas externas es uno de los errores necesarios de la humanidad. El mundo sensible y perceptible es, en su to-talidad, el poema primordial de la humanidad. El mundo del como si es un engaño artístico. La verdad no significa la antítesis del error, sino la relación de ciertos errores con otros errores.

― La perspectiva es un engaño necesario que permanece incluso después de que hayamos reconocido su falsedad. Debemos aprobar la naturaleza perspectiva del mundo; el número es una forma de perspectiva, como lo son el tiempo y el es-pacio. Sujeto y objeto, activo y pasivo, causa y efecto, medios y fines, son invaria-blemente meras formas de perspectiva, es decir, falsificaciones perspectivas. El intelecto humano es, por tanto, un aparato falsificador.

― Sin una continua falsificación del mundo mediante el número, el hombre no pue-de vivir. El engaño y la falsificación son necesarios para la vida, al menos tanto co-mo las ideas verdaderas. La humanidad ha procedido ordenando el mundo en la ac-ción, en el pensamiento, en la imaginación, hasta que ha hecho de él algo que pue-de usar.

― El mundo que conocemos es un mundo simplificado, completamente artificial, in-ventado y falsificado para satisfacernos. Causa y efecto no es una verdad, sino una hipótesis por medio de la cual humanizamos el mundo. La mente fuerte debería ser consciente de su naturaleza ficticia y aún así tomarla como directiva; no necesi-ta creer en ella, sino actuar basándose en ella.

― El hombre practica un antropomorfismo humanístico. Somos nosotros mismos los que hemos inventado las causas; cuando leemos este mundo de signos en las cosas como algo realmente existente, simplemente estamos haciendo lo que siem-pre hemos hecho: mitologizar.

― El carácter erróneo de un concepto no constituye una objeción a él; la cuestión es en qué medida es ventajoso para la vida. Debemos admitir la falsedad como una condición para la vida. El conocimiento es, por su naturaleza, algo que inventa, que falsifica. El mundo del ser es una invención: hay sólo un mundo del devenir; el ser es, en consecuencia, un producto del pensamiento. El intelecto no es posible sin postular tales conceptos de ficción.

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― El pensar lógico representa el ejemplar arquetípico de una ficción perfecta. El suje-to, el yo, es solamente una ficción. El sujeto no es una cosa que tiene un efecto, sino simplemente una ficción. Suponer el yo como algo en y para sí mismo es una li-beración y explicación artificial.

― Las categorías son falsificaciones, pero medios inteligentes y útiles para introducir orden en el mundo. El pensamiento no es un medio de conocimiento, sino un medio de designar, ordenar y manipular sucesos para nuestro uso. Los conceptos son, por tanto, ficciones inadecuadas pero útiles, pues la vida está basada en estos presu-puestos.

― Nietzsche postula una metafísica del como-si, una especie de platonismo inver-tido: cuanto más se aleja de la realidad verdadera, se torna más pura, más bella y mejor. El carácter perspectivo y engañoso pertenece a la existencia. Lo que puede ser pensado debe ser, ciertamente, una ficción.

― Las ficciones religiosas son útiles y necesarias. El hombre no debería, ciertamen-te, creer en los presupuestos religiosos de la moral tradicional, pero debería, no obstante, actuar de acuerdo con ellos y tomarlos como regulativos. Nada tan digno de respeto en el cristianismo y el budismo como su arte de exhortar incluso a los más humildes para transportarlos a una más alta ordenación ilusoria de las cosas a través de la piedad. Por ello, ¿no deberíamos creer en Dios no porque es verdadero, sino porque es falso?

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SOCIOLOGÍA DEL CONOCIMIEN-TO

5 º CURSO DE SOCIOLOGÍA

PAUL RICOEUR“IDEOLOGÍA Y UTOPÍA”

PRIMERA PRUEBA PRESENCIAL

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INTRODUCCIÓN DEL COMPILADOR

La obra de PAUL RICOEUR (1913-2005) es conocida por sus escritos sobre simbolis-mo religioso (The Symbolism of Evil) y psicoanálisis (Freud and Philosophy), aunque abarca una vasta gama de esferas: teorías de la historia, filosofía analítica del lengua-je, teorías de la acción, estructuralismo, teoría crítica, teología, semiótica, psicología, estudios bíblicos, teoría literaria, fenomenología y hermenéutica. No obstante, se echa de menos un amplio análisis de las implicaciones de su enfoque hermenéutico en cuanto a la teoría social y política. Estas conferencias las ofreció en la Universidad de Chicago en 1975, y revisten especial interés por las figuras que se estudian en ellas. De particular interés es el tratamiento de Marx, quien constituye cinco de las dieciocho conferencias. Ricoeur llamó a Marx, Freud y Nietzsche los tres grandes maestros de la sospecha.

En cuanto a los temas de las conferencias, ideología y utopía, Ricoeur es el primero, desde Mannheim, que une ambos conceptos en un mismo marco conceptual. Tí-picamente, la ideología era asunto de la sociología o la ciencia política y se la contra-ponía tanto a la realidad como a la ciencia, y la utopía era estudiada por la historia o la literatura y era concebida como un mero sueño o una anhelada fantasía. Además, Ri-coeur se caracteriza por tratar los temas como parte de proyectos más amplios. A veces, tras un amplio rodeo (détour), al terminar un ensayo manifiesta que sólo en-tonces ha llegado al horizonte de su indagación, al punto que le permite alcanzar en el párrafo final un fin deseado mediante un camino indirecto. Estos proyectos aboveda-dos no siempre están bien definidos, pero cabe decir de ellos que en última instancia no son religiosos, psicológicos o lingüísticos, sino de naturaleza filosófica.

Ricoeur discute la ideología y la utopía no como fenómenos sino como conceptos. Así, a él no le interesa saber si Marx fue históricamente exacto acerca del papel de la industria a comienzos del capitalismo, sino que su interés es la estructura episte-mológica de la obra de Marx; y a Weber no lo examina atendiendo al contenido socio-lógico de sus análisis, sino atendiendo a su marco conceptual.

Siendo filosóficas, estas conferencias no son distantes o inaccesibles, pues hacen refe-rencia a seres humanos que viven en un mundo social y político; por ello, quizás su proyecto mayor sea una antropología filosófica: el estudio del ser humano des-de un punto de vista filosófico, intentando “identificar los rasgos más duraderos de [nuestra] condición temporal..., aquellos rasgos menos vulnerables a las vicisitudes de la edad moderna”; para ello, Ricoeur emplea categorías sociales y políticas para discu-tir lo que significa ser humano.

1. LAS CONFERENCIAS: LA IDEOLOGÍA

Ricoeur inicia su análisis de la ideología con una discusión sobre MARX, cuyo con-cepto de ideología fue el paradigma dominante en Occidente y el modelo a que res-ponden los demás pensadores de la obra. Ricoeur no comienza tratando el concepto de ideología en Marx, sino que dedica tres de sus cinco conferencias a examinar la evolución que llevó a Marx a este concepto, y sólo tras esta cuidadosa y paciente construcción del marco conceptual de Marx, afronta el concepto de ideología en Marx. Según Ricoeur, las obras de Marx reflejan un progreso sobre qué es lo real. La determi-nación de la naturaleza de la realidad afecta el concepto de ideología, porque para Ma-rx ideología es lo que no es real; así, Marx contrapone ideología y realidad, di-ferenciándose del marxismo ortodoxo posterior, que opondrá ideología y ciencia.

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Ricoeur afirma que La ideología alemana (1846) es la culminación del progreso de Marx sobre este asunto, y en dicha obra define la realidad por la praxis (actividad humana productiva) y define la ideología por su oposición a la praxis. La ideolo-gía alemana a la que se opone Marx es la ideología de Feuerbach y de los jóvenes he-gelianos. Feuerbach, en una inversión metodológica, reivindicó como actividad huma-na lo que antes fuera concebido como el poder de lo divino, y que esta actividad hu-mana era un producto de la conciencia o del pensamiento. Marx, en otra inversión me-todológica, estableció que la fuente verdadera de la actividad humana es la pra-xis y no la conciencia. Los jóvenes hegelianos trataron la conciencia como el centro de la actividad humana, y por ello como el punto de referencia de toda existencia; Ma-rx critica su vena idealista, y reemplaza la conciencia por el individuo vivo. La posición de Marx es un desafío, no sólo al idealismo de los jóvenes hegelianos, sino también al marxismo posterior, que verá a fuerzas estructurales anónimas (clase, capital) como los agentes activos de la historia. El descubrimiento de Marx en La ideología alemana consiste en la compleja noción de los individuos en sus condiciones materiales: individuos reales y condiciones materiales van unidos.El concepto de ideología de Marx pone en duda la autonomía asignada a los productos de la conciencia. Para Marx, la ideología es lo imaginario, como los reflejos y ecos del proceso real de la vida; y la ideología es deformación, idea que se desarrolla en el resto de las conferencias, donde se pone de manifiesto la significación del concepto en planos progresivamente más profundos. Para Ricoeur, el problema de la ideología no radica en una decisión entre lo falso y lo verdadero, sino en la relación entre representación y praxis , es decir, entre las cosas como aparecen en las ideas y las cosas como realmente son. La deformación es típica de la ideología cuando las representaciones pretenden autonomía, pero el con-cepto de ideología apunta a ser simplemente representación; por tanto, la deforma-ción es uno de los niveles dentro de este modelo y no, como en Marx, el modelo de la ideología misma. Las conferencias que siguen procuran determinar si la relación entre representación y práctica es una relación de oposición o de conjunción. Ricoeur se pronuncia contra Marx en favor de esta última, al afirmar que la representación es tan básica que constituye una dimensión constitutiva de la esfera de la praxis.

Las implicaciones de esta argumentación se hacen evidentes sólo al término de las conferencias sobre la ideología (Geertz), pero para Ricoeur la base está en Marx. En La ideología alemana, allí donde Marx da su definición de ideología como deformación, también admite que debe haber un lenguaje de la vida real previo a la deformación: “La producción de ideas, de concepciones, de conciencia está primero directamente entretejida con la actividad material y el intercambio material de los hombres, con el lenguaje de la vida real”. Para Ricoeur, el lenguaje de la vida real es el discurso de la praxis; no es el lenguaje mismo (representación lingüística), sino que es la es-tructura simbólica de la acción. Además, Ricoeur postula que la estructura de la acción es inevitablemente simbólica, y que sólo sobre la base de esta estructura sim-bólica podemos comprender la naturaleza de la ideología como deformación o su signi-ficación en general.

Frente a Marx, ALTHUSSER, como máximo representante del marxismo estructura-lista, seguirá considerando la ideología como deformación, pero esta vez no opuesta a la realidad, sino que define la ideología como opuesta a la ciencia. Este enfoque contiene las consecuencias más radicales de los cambios producidos en la concepción de la ideología desde Marx hasta el marxismo ortodoxo, y que son básica-mente tres:

i. El marxismo es una ciencia, la ciencia marxista. La ideología se caracteriza co-mo lo no científico o lo precientífico.

ii. La realidad funciona sobre la base de fuerzas anónimas e impersonales; avalar el papel de agentes humanos es en sí mismo algo ideológico.

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iii. Existe una relación causal entre la infraestructura (fuerzas anónimas), que es material, y la superestructura (cultura, arte, religión, derecho), que es ideológi-ca; los sucesos están sobredeterminados, pues son productos tanto de la base material como de los elementos de la superestructura ideológica.

Según Ricoeur, Althusser reúne bajo un mismo rótulo, ideología antropológica, dos no-ciones diferentes: una es la ideología de la conciencia; y otra la del individuo en sus condiciones definidas, una noción que puede expresarse en términos no idealistas. Frente a las tesis de Althusser, Ricoeur plantea tres respuestas:

i. Sustituir la oposición entre la ideología y la ciencia por el modelo de Marx, es de-cir, por la correlación de ideología y praxis (Mannheim).

ii. Rechazar el modelo causal infraestructura-superestructura, pues duda que las fuerzas económicas obren sobre las ideas de un modo causal; los efectos de las aquéllas sobre éstas deben describirse dentro de un marco de motivación (We-ber).

iii. Reemplazar el énfasis puesto sobre fuerzas estructurales anónimas entendidas co-mo la base de la historia, por un nuevo énfasis puesto en los individuos reales que viven en condiciones definidas (Habermas, Geertz).

Según Ricoeur, MANNHEIM amplió el concepto de ideología hasta abarcar la ideología que la afirma. Para él, el punto de vista del espectador absoluto o impasible frente a la partida social es imposible, pues toda perspectiva expresada es ideológica. Esta circu-laridad de la ideología constituye la paradoja de Mannheim: si la ideología es bá-sicamente prejuicio, y todo lo que decimos está sesgado por los intereses que nos ro-dean, ¿cómo hablar sobre la ideología sin que lo que digamos sea también ideología? Mannheim procuró escapar de ella pretendiendo que podía alcanzarse un punto de vista evaluativo mediante la comprensión de la naturaleza del proceso histó-rico y de las correlaciones que obran en la historia; sin embargo, ello exigía de nuevo un espectador absoluto con los criterios para determinar lo que en la historia estaba en correlación y lo que no lo estaba. En realidad, el espectador absoluto es imposible, pues “no existe ningún punto de vista fuera del juego”. Para Ricoeur, este fracaso de la teoría de Mannheim ilustra su desesperado intento por “reconstruir el Espíritu hege-liano en un sistema empírico”.

Mannheim es el primero en situar la ideología y la utopía en un marco concep-tual común, pero no lleva la comparación muy lejos, ni percibe que está ofreciendo una alternativa al contraste entre ideología y ciencia. Mannheim describe la ideología y la utopía como formas incongruentes, como puntos ventajosos pero en discrepancia con la realidad. Ricoeur acepta el paradigma científico de que la ideología, por ser incongruente, es una desviación: “Mannheim no tiene idea de un orden simbólica-mente constituido; por eso una ideología es necesariamente lo incongruente”; “el jui-cio sobre la ideología es siempre un juicio procedente de una utopía... la única manera de salir de la circularidad en que nos sumen las ideologías consiste en asumir una utopía, declararla y juzgar una ideología sobre esta base. Como el espectador ab-soluto es imposible, el que toma la responsabilidad del juicio es alguien que se en-cuentra dentro del proceso mismo... Si no puede existir ningún espectador trascenden-te, lo que debe asumirse es un concepto práctico”.

A continuación, Ricoeur analiza a WEBER y procede a reemplazar el modelo causal del marxismo ortodoxo por su modelo de motivación. El marxismo insiste en que las ideas rectoras de una época son las de la clase gobernante, pero Ricoeur sostiene que ese dominio no puede entenderse como una relación causal entre fuerzas económicas e ideas, sino que debe entenderse como una relación de motivación. Con ello, la ideo-logía alcanza lo que para Ricoeur es su segundo nivel: la ideología pasa de funcio-

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nar como deformación a funcionar como legitimación. La cuestión de la legitimi-dad es inextirpable en la vida social, porque ningún orden social opera sólo por la fuer-za; todo orden social procura el asentimiento de aquellos a quienes gobierna, y ese asentimiento dado al poder gobernante es lo que legitima dicho gobierno. Aquí inter-vienen dos factores: la pretensión a la legitimidad, por parte de la autoridad gober-nante, y la creencia en la legitimidad del orden, sustentada por sus súbditos; la di-námica de esta interacción sólo puede comprenderse dentro de un marco de motiva-ción.

Sin embargo, Weber no desarrolla la discrepancia entre la pretensión y la creen-cia, y es aquí donde Ricoeur realiza una adición a su modelo. Según Ricoeur, la ideolo-gía como legitimación presenta tres puntos: (i) existe una brecha entre pretensión y creencia: la creencia de los gobernados debe aportar más de lo que exige la preten-sión de la autoridad gobernante; (ii) la función de la ideología consiste en llenar esta brecha; y (iii) la demanda de que la ideología llene la brecha sugiere la necesi-dad de una nueva teoría de la plusvalía referida al poder. Por tanto, para Ricoeur la discrepancia entre pretensión y creencia es un rasgo de la vida política, y el papel de la ideología consiste en suministrar el suplemento de la creencia que cubrirá esta brecha.

Según Ricoeur, HABERMAS (Knowledge and Human Interests, 1972) reorienta el concepto de praxis al señalar que uno de los errores de Marx fue no distinguir entre relaciones de producción y fuerzas de producción; reconocer las relaciones de produc-ción implica que la praxis incluye cierto marco institucional, que para Habermas es la estructura de la acción simbólica en virtud de cual la gente concibe su traba-jo. Por tanto, la distinción entre superestructura e infraestructura se demuestra inapro-piada, porque la praxis incorpora un estrato ideológico, que puede llegar a defor-marse, pero que es un componente de la praxis. Así, sólo al distinguir entre fuerzas de producción y relaciones de producción podemos hablar de ideología, pues la ideología es una cuestión sólo de las relaciones de producción. En definitiva, el papel de la es-tructura de la interacción humana en la praxis de Habermas se corresponde con la mediación simbólica de la acción de Ricoeur.

Habermas también rescata la posibilidad de una ciencia que evite la falsa oposición con la ideología. Para ello, postula tres tipos de ciencias: ciencia instrumental, ciencia histórica hermenéutica y ciencia social crítica. Pone el acento en la terce-ra, cuyo paradigma es el psicoanálisis, y declara que el concepto psicoanalítico de resistencia es el paradigma de la ideología, y el esfuerzo que realiza el psicoanálisis para vencer la resistencia, para llegar a la comprensión de sí mismo, es el prototipo de la crítica de la ideología. Para Habermas, la ideología es un modo de comunica-ción deformado, la deformación sistemática de la relación de diálogo; la brecha en-tre pretensión y creencia en materia de legitimidad política es el producto de relacio-nes deformadas, y sólo es posible salvarla al término de un proceso de crítica.

Ricoeur aplaude en Habermas el desarrollo de una ciencia crítica, pero disiente en la separación de las ciencias sociales críticas y de las ciencias hermenéuticas; en su opi-nión, las ciencias críticas son ellas mismas hermenéuticas, pues las deformacio-nes ideológicas que intentan echar abajo son procesos de desimbolización, propios de la esfera de la acción comunicativa. La crítica de la ideología forma parte del proceso comunicativo, es su momento crítico; representa el momento de explicación dentro del proceso que va de la comprensión a la explicación.

Aunque Habermas reaccionó a la crítica, en él el psicoanálisis continúa siendo un im-portante modelo para las ciencias sociales críticas. Sin embargo, Ricoeur señala el fra-caso del paralelismo entre psicoanálisis y ciencias sociales críticas; sostiene que, a diferencia del psicoanalista, el teórico crítico no trasciende la situación polémi-ca, y mientras que el psicoanálisis ayuda al paciente a alcanzar la experiencia del re-conocimiento, esta experiencia no tiene paralelo alguno en las ciencias sociales críti-16

cas. Además, en el psicoanálisis el reconocimiento es la restauración de la comunica-ción, ya con uno mismo, ya con los demás; para Habermas, en las ciencias sociales crí-ticas esta aptitud comunicativa puede llamarse competencia comunicativa, pero Ri-coeur niega la analogía entre ambos conceptos. Según Chomsky, la competencia es al-go correlativo a realización, una aptitud que tenemos a nuestra disposición; pero la competencia comunicativa es una aptitud que no está a nuestra disposición, como un ideal no realizado, y por tanto no tiene la misma condición que el reconocimiento en psicoanálisis: mientras que el reconocimiento es una experiencia real, la competencia comunicativa es un ideal utópico.

Las dos críticas básicas de Ricoeur a Habermas son: (i) el teórico crítico no puede estar fuera o por encima del proceso social; y (ii) la única posibilidad de juicio es la que contrasta ideología con utopía, pues sólo sobre la base de una utopía (el punto de vista del ideal) podemos formular la crítica.

Con GEERTZ, Ricoeur completa su correlación entre ideología y praxis al alcanzar el tercer nivel del concepto de ideología: la ideología como integración. Para Geertz, toda acción social tiene ya una mediación simbólica, y es la ideología la que desempe-ña este papel de mediación en la esfera social; en esta fase, la ideología es integra-dora, preserva la identidad social. En su nivel más profundo, la ideología no es de-formación sino que es integración; en realidad, sólo sobre la base de la función inte-gradora de la ideología pueden aparecer sus funciones de legitimación y de deforma-ción; la deformación no sería posible sin esta función simbólica previa. La ideología se hace deformadora en el punto “en que la función integradora se atrofia... en que pre-valecen la esquematización y la racionalización”. La ideología como mediación simbólica es parte constitutiva de la existencia social: “La distinción entre superes-tructura e infraestructura desaparece por completo porque los sistemas simbólicos ya pertenecen a la infraestructura, a la constitución básica del ser humano”.

Según Ricoeur, la ideología puede compararse con los recursos retóricos del discurso. En el modelo de motivación de Weber, los intereses de la clase gobernante pueden transformarse en ideas rectoras de la sociedad: la relación entre intereses e ideas es de motivación, no de causalidad. En Geertz, el acento no se pone ya sobre los motivos mismos, sino en cómo los motivos llegan a ser expresados en signos: es necesario analizar “cómo los símbolos simbolizan, cómo funcionan para ser mediado-res de significaciones”. Así, una significación positiva de la retórica se une a la signifi-cación integradora de la ideología, porque la ideología es la “retórica de la comu-nicación básica”. Como en la ideología, los recursos retóricos no pueden excluirse del lenguaje, pues son parte intrínseca de él. La mediación simbólica es básica, tan-to para la acción social como para el lenguaje.

2. LAS CONFERENCIAS: LA UTOPÍA

Según Ricoeur, la razón de que no se haya indagado más en la relación entre ideología y utopía es porque para el marxismo se trata de dos términos semejantes, y sitúa la utopía en la misma categoría que la ideología: es irreal o anticientífica. Partiendo de esa base, el análisis de la utopía de MANNHEIM se desarrolla en tres pasos: una criteriología o definición de la utopía, una tipología de utopías y una dirección histórica de dicha tipología. Según Mannheim, la ideología y la utopía son ambos incongruentes con la realidad, pero mientras que la ideología legitima el orden existente, la utopía lo demuele. Sobre el devenir histórico, Mannheim ve en el período moderno la disolución de la utopía, el fin de la incongruencia, un mundo que ya no está en ges-tación y que define la realidad desde una perspectiva científica. En lugar de desarrollar un modelo fundado en la tensión entre ideología y utopía, que permitiría llegar a un sentido más dinámico de la realidad, opone primero la ideología y luego la utopía a

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una realidad determinada por criterios racionalistas y científicos. Además, al no incluir en su análisis la estructura simbólica de la vida, Mannheim no puede incorporar en su modelo los rasgos permanentes y positivos de la ideología o de la utopía, que son los estudiados en los tres niveles sobre la ideología.

En un primer nivel, la función de la ideología es la integración, la preservación de la identidad de una persona o grupo, y la función de la utopía es la exploración de lo posible, poner en tela de juicio lo que existe; es una variación imaginativa sobre la naturaleza del poder, de la familia, de la religión…; no es sólo un sueño: es un sueño que aspira a realizarse echando abajo el orden presente. Utopía es el ideal cons-tante hacia el que nos vemos impulsados, pero que nunca alcanzamos plena-mente. Según Ricoeur, la muerte de la utopía significaría la muerte de la sociedad: una sociedad sin utopía estaría muerta, porque ya no tendría ningún proyecto ni nin-guna meta de futuro. Saint-Simon y Fourier ejemplifican personalmente tal perspecti-va, pues como representantes de los socialistas utópicos llevaron a cabo enormes es-fuerzos para ver realizadas sus utopías.

En un segundo nivel, la función de la ideología es la legitimación de la autoridad ac-tual, y la función de la utopía es el desafío a la autoridad, para lo cual ofrece una alternativa al poder vigente o una clase alternativa del poder. Si la ideología es la en-cargada de paliar la brecha de credibilidad de los sistemas de legitimación, generando la plusvalía de poder agregada a la falta de creencia en la autoridad, la utopía es la que desenmascara la plusvalía de poder, y expone públicamente la brecha exis-tente entre las pretensiones de legitimidad de la autoridad y las creencias de la ciuda-danía al respecto. Por ello, las utopías procuran introducir el impulso emocional en la sociedad, en apasionarla, conmoverla y motivarla, sea a través de la imaginación artística (Saint Simon) o apelando al educador político (Ricoeur), cuyo papel es del es-píritu creador que inicia en la sociedad una reacción en cadena. Para ello, las utopías se apropian del lenguaje y de las dimensiones de la religión, lo que lleva a Ricoeur a preguntarse si las utopías no son en cierto sentido religiones secularizadas, cuya pretensión es fundar una nueva religión.

En un tercer nivel, la función de la ideología es de deformación, y la función de la utopía es la fantasía, la locura, la evasión, algo completamente irrealizable. La utopía no determina cuál será la senda de la acción, es evasiva en cuanto a los me-dios de su realización y sobre los fines que deban alcanzarse. En una utopía no hay conflicto de metas: todos los fines son compatibles. Ricoeur denomina a este aspecto patológico de la utopía la magia del pensamiento.

Según Ricoeur, la correlación ideología-utopía forma un círculo, un círculo prác-tico, pues ambos conceptos son prácticos y no teóricos. Nos es imposible salirnos de este círculo, pues se trata del irremediable círculo de la estructura simbólica de la acción. Debemos tratar de curar las enfermedades de las utopías por lo que hay de saludable en la ideología, y tratar de curar la rigidez y la petrificación de las ideologías mediante el elemento utópico; para ello, debemos tratar de hacer del círculo una espiral: “Apostamos en favor de cierta serie de valores y luego tratamos de ser con-secuentes con ellos; por eso, la verificación es una cuestión de toda nuestra vida. Na-die puede escapar a ella”.

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TEMA 1

PAUL RICOEUR: CONFERENCIA INTRODUCTORIA

En estas conferencias examino los conceptos de ideología y utopía, dentro del mis-mo marco conceptual. El análisis de su polaridad se inició con Karl Mannheim (Ideo-logy and Utopy, 1929), quien trató de situarlos en un mismo marco común, conside-rando ambos fenómenos como actitudes de desvío respecto de la realidad. Des-de Mannheim, la atención a estos fenómenos se concentró principalmente en la ideolo-gía o en la utopía, pero no en ambos juntos. Por un lado, existe una crítica de la ideolo-gía entre los sociólogos marxistas y posmarxistas, y frente a ella existe una historia y una sociología de la utopía.

La ideología y la utopía poseen dos rasgos comunes: (i) ambos son ambiguos, pues cada uno de ellos tiene un aspecto positivo y otro negativo, un papel constructivo y otro destructivo, una dimensión constitutiva y otra patológica; y (ii) en ambos el aspecto patológico aparece antes que el constitutivo. La ideología designa cier-tos procesos de deformación o disimulo, por los cuales un individuo o un grupo expre-sa su situación; así, una ideología puede expresar la clase de un individuo sin que éste tenga conciencia de ello. A la utopía se la considera como una especie de sueño social que no considera los pasos reales y necesarios para seguir un movimiento en la direc-ción de una nueva sociedad; a menudo a una visión utópica se la considera como una especie de actitud esquizofrénica frente a la sociedad, como una manera de escapar a la lógica de la acción mediante una construcción realizada fuera de la historia.

Mi hipótesis de trabajo es que la conjunción de las funciones opuestas o com-plementarias de la ideología y de la utopía tipifica la imaginación social y cultural. En la ideología y en la utopía hay un aspecto positivo y un aspecto negativo, y esta polaridad entre ambas y la que existe en el seno de cada una de ellas puede atribuirse a ciertos rasgos estructurales de lo que he denominado imaginación cultu-ral.

La dificultad para relacionar ideología y utopía se debe a que se las presenta de maneras muy diferentes. La ideología es un concepto polémico, pues la gente nunca dice que es ideológica ella misma, sino que es siempre la postura de algún otro, de los demás, la ideología de ellos. Por su parte, las utopías son propiciadas por sus propios autores y hasta constituyen un género literario específico. Por tanto, las utopías son asumidas por sus autores, y las ideologías son negadas por los suyos. Para re-lacionarlas, debemos ahondar bajo sus expresiones literarias o semánticas para descu-brir sus respectivas funciones, y luego establecer una correlación entre ambas.

En busca de este plano de correlación, profundo y funcional, tomo como punto de par-tida el concepto de incongruencia de Karl Mannheim, porque la posibilidad de in-congruencia o discrepancia presupone ya que los individuos están relacionados con sus propias vidas (o las entidades colectivas con la realidad social), no sólo por una participación sin distancia alguna, sino por el modo de la incongruencia. Todas las figu-ras de incongruencia deben ser parte de nuestra pertenencia a la sociedad, hasta el punto de que la imaginación social es parte constitutiva de la realidad social. El supuesto consiste en que la imaginación social opera de manera constructiva y des-tructiva como confirmación o rechazo de la situación presente; por ello, podríamos postular que la polaridad ideología-utopía tiene que ver con las figuras de la incon-gruencia típicas de la imaginación social, y que el aspecto positivo de una y otra estén en la misma relación de complementariedad en que están el negativo y patológico de una con el de la otra.

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1. LA IDEOLOGÍA

Centrándonos en la IDEOLOGÍA, inicialmente el término derivó de una escuela de pensamiento francesa del s. XVIIl, los ideologues, defensora de una teoría de las ideas, según la cual la filosofía tiene que ver no con las cosas ni con la realidad, sino con las ideas; esta escuela es la que atribuyó el sentido despectivo a la palabra ideo-logia, pues como opositores del imperio francés napoleónico sus miembros fueron tra-tados de idiologues.Sin embargo, en la tradición occidental la concepción predominante procede de los es-critos de Marx: Crítica de la Filosofía del derecho de Hegel (1844), Manuscritos econó-micos y filosóficos (1844) y La ideología alemana (1845). El término se introdujo en Marx por una metáfora tomada de la experiencia física: la imagen invertida en una cá-mara oscura o en la retina, de la que obtuvo el modelo de la deformación como inver-sión; desde ese prisma, la primera función de la ideología es producir una ima-gen invertida de la realidad. Aquí, Marx se apoya en el modelo de Feuerbach, quien describió la religión como un reflejo invertido de la realidad; en su opinión, en el cristianismo sujeto y predicado están invertidos, pues mientras que los seres hu-manos son los sujetos que proyectaron a lo divino sus propios atributos, el cristianismo percibe lo divino como el sujeto del cual nosotros somos el predicado. Feuerbach y Ma-rx se opondrán a ese modelo hegeliano que pone lo de arriba abajo, y afirman la ne-cesidad de negar la negación, es decir, de volver a colocar las cosas de pie. Marx adoptó este concepto de religión como inversión entre sujeto y predicado, y lo exten-dió a toda la esfera de las ideas.En una primera fase del concepto marxista de ideología, para Marx la ideolo-gía se opone a la realidad, a la realidad como praxis. La gente hace cosas y luego imagina que las hace, en una especie de esfera nebulosa; por tanto, primero existe una realidad social en la que la gente lucha por ganarse su sustento, que es la reali-dad real, la praxis, y sólo luego dicha realidad es representada en el cielo de las ideas, donde se la representa falsamente como poseedora de una significación autónoma, como si tuviera sentido sobre la base de cosas que pueden ser pensadas y no sólo sobre las cosas hechas o vividas. Por ello, Marx postula un modelo materia-lista, porque insiste en que la materialidad de la praxis es anterior a la ideali-dad de las ideas. Su crítica de la ideología se basa en la idea de que la filosofía invir-tió la sucesión verdadera de las cosas, y lo que se debe hacer es poner de nuevo las cosas en su orden real; para ello, la tarea es invertir la inversión.La segunda fase del concepto marxista de ideología aparece junto con el desa-rrollo teórico del marxismo ortodoxo, y se presenta en El capital y en la obra de En-gels. Ahora la ideología se opone a la ciencia, en tanto cuerpo de conocimientos, y, por tanto, comprende tanto la religión como la filosofía del idealismo alemán, así co-mo todo enfoque precientífico de la vida social. En este punto, el concepto de ideo-logía abarca el de utopía; todas las utopías, y especialmente las utopías socialistas del s. XIX, son tratadas por el marxismo como ideologías (Engels opone radicalmente el socialismo científico al socialismo utópico); para un marxista, una utopía es ideo-lógica por su oposición a la ciencia, es decir, en que no es científica, en que es precientífica y hasta anticientífica.La tercera fase del concepto marxista de ideología surge de la significación dada a la ciencia por los marxistas tardíos y los posmarxistas, y se dividirse en dos corrien-tes:

i. La primera corriente tiene su origen en la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Habermas), y supone el intento de desarrollar la ciencia en el sentido kan-tiano o fichteano de una crítica, vinculando el estudio de la ideología con un pro-yecto de liberación; esta conexión entre un proyecto de liberación y un enfoque científico se opone al tratamiento de la realidad social por la sociología positivista, que se limita sólo a describir sin poner en tela de juicio sus propios supuestos. Es-ta escuela también intenta vincular el proceso crítico de la ideología con el psicoa-

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nálisis, y sostiene que el proyecto de liberación que su crítica sociológica ofrece en la sociedad tiene paralelos con lo que realiza el psicoanálisis en el individuo.

ii. La segunda corriente tiene su origen en el marxismo estructuralista (Althus-ser), que pone entre paréntesis toda referencia a la subjetividad, y tiende a colo-car todas las aspiraciones humanísticas del lado de la ideología; la ilusión básica es la pretensión del sujeto de ser quien da sentido a la realidad. Althusser comba-te esta pretensión del sujeto en la versión idealista de la fenomenología, tipificada por las Meditaciones cartesianas de Husserl, y la compara con la crítica del capita-lismo de Marx, quien no atacó a los capitalistas sino que analizó la estructura del capital. Para Althusser, es el Marx maduro quien presenta la noción principal de ideología; el joven Marx es todavía ideológico, pues defiende las aspiraciones del sujeto como persona individual, y su concepto de alienación es un concepto típica-mente ideológico del premarxismo. Según Althusser, la línea divisoria entre lo ideológico y lo científico debe trazarse dentro de la propia obra de Marx.

Asistimos a una continua extensión del concepto de ideología: la religión en Feuerbach, el idealismo alemán, la sociología precientífica, la psicología objetivista, la sociología positivista y el marxismo emocional; esto parece implicar que todo es ideo-lógico. Puesto que muy pocas personas viven su vida sobre la base de un sistema cien-tífico, podemos afirmar que todo el mundo vive sobre la base de una ideología. Por ello, nos proponemos integrar el concepto marxista de la ideología como deforma-ción en un marco que reconozca la estructura simbólica de la vida social. Si la vi-da social no tiene una estructura simbólica, no hay modo de comprender cómo vivi-mos, cómo hacemos cosas y proyectamos esas actividades en ideas, ni cómo la reali-dad pueda llegar a ser una idea o pueda producir ilusiones, todo lo cual serían hechos simplemente místicos e incomprensibles; si no hubiera una función simbólica ope-rando en cualquier clase de acción, no podríamos comprender cómo la realidad produce sombras de este tipo. Por eso, busco una función de la ideología más radical que la función de deformar o disimular, pues la función deformadora sólo comprende una pequeña parte de la imaginación social.

Un modo de preparar esta extensión más radical de la ideología obliga a considerar la conocida como paradoja de Mannheim, derivada del concepto marxista de ideolo-gía. La paradoja consiste en el hecho de que el concepto de ideología no puede aplicarse a sí mismo; en otras palabras, si todo cuanto decimos es prejuicio, si todo cuanto decimos representa intereses que no conocemos, ¿cómo podemos elaborar una teoría de la ideología que no sea ella misma ideológica? Por tanto, la refle-xividad del concepto de ideología sobre sí misma produce la paradoja. Mannheim co-menzó considerando el concepto marxista de ideología, y se dijo que si ese concepto es verdadero, luego lo que yo estoy haciendo es también ideología: la ideología de la clase intelectual o la ideología de la clase liberal. La extensión del concepto de ideolo-gía de Marx produce por sí misma la paradoja de la reflexividad del concepto: la teo-ría se convierte en parte de su propio referente. En términos epistemológicos, ¿cuál es la condición epistemológica del discurso sobre la ideología, si todo discurso es ideológico? ¿Cómo puede este discurso escapar a su propia exposición? Mannheim in-tentó llegar a un concepto no evaluativo de ideología, pero terminó en un relativismo ético y epistemológico, dejándonos con una difícil paradoja; destruyó el dogmatismo de la teoría al establecer sus implicaciones relativistas, pero su aspiración a la verdad sobre la ideología es ella misma relativa.

Un modo de abordar esta paradoja es poniendo en tela de juicio sus premisas, como es el contraste entre ideología y ciencia; por ello, me pregunto si no debemos dejar a un lado el concepto de ideología opuesto a la ciencia y volver al concepto origina-rio de ideología como opuesta a la praxis. Esta será mi línea de análisis para esta-blecer que la oposición ideología-ciencia es secundaria frente a la oposición ideología-praxis, entre ideología y vida social real. Además, esta relación ideología-praxis tam-bién debe ser reformulada, pues en ella lo más importante no es la oposición, ni la de-

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formación de la praxis por la ideología, sino la conexión interna entre los dos tér-minos. Si la realidad social no tuviera ya una dimensión simbólica y, por tanto, si la ideología fuera meramente deformadora y disimuladora, el proceso de deformación no podría iniciarse. Sólo porque la estructura de la vida social humana es ya sim-bólica, puede deformarse; si no fuera simbólica desde el comienzo, no podría ser deformada.

¿Qué clase de función puede preceder a la deformación? Sobre ello, destaca el ensayo de Geertz La ideología como sistema cultural (en La interpretación de las cultu-ras, 1973). Geertz sostiene que los sociólogos marxistas y no marxistas tienen en co-mún el hecho de prestar atención sólo a los factores determinantes de la ideolo-gía, es decir, a lo que la causa y promueve, pero no se preguntan cómo opera una ideología, ni cómo un interés social pueda ser expresado en un pensamiento o en una concepción de la vida. Para Geertz, el problema que obviaron marxistas y no marxistas fue descifrar la alquimia que transforma un interés en una idea. Geer-tz intenta abordar este problema introduciendo el marco conceptual de retórica en la sociología de la cultura (o del conocimiento), que en su opinión carece de una aprecia-ción significativa de la retórica, de las figuras, es decir, de los elementos de estilo (me-táforas, analogías, ironías, ambigüedades, paradojas, hipérboles), que obran en la so-ciedad tanto como en los escritos literarios. Geertz pretende transferir algunos puntos de vista de la crítica literaria a la sociología de la cultura; sólo prestando atención al proceso cultural de la formulación simbólica podemos evitar la caracterización despectiva de la ideología considerada como “parcialidad, ultrasimplificación, lenguaje emotivo y adaptación a los prejuicios públicos”. La ceguera de marxistas y no marxis-tas es una ceguera que Geertz llama acción simbólica, concepto que enfatiza la des-cripción de los procesos sociales más mediante tropos (figuras estilísticas) que me-diante rótulos. Geertz advierte con acierto que si no dominamos la retórica del discur-so público, no podemos articular el poder expresivo y la fuerza retórica de los símbolos sociales.

La teoría de los modelos plantea análogos puntos de vista: no podemos enfocar la percepción sin proyectar también una red o urdimbre de moldes o modelos en vir-tud de los cuales articulamos nuestra experiencia. Debemos articular nuestra experiencia social de la misma manera en que debemos articular nuestra experiencia perceptiva. Así como los modelos en el lenguaje científico nos permiten ver cómo se manifiestan las cosas, nuestros moldes o plantillas sociales articulan nuestros papeles en la sociedad. Por tanto, nuestra existencia biológica hace necesaria otra clase de sistema de información: el sistema cultural; como no poseemos un sistema genético de información, necesitamos un sistema cultural. En base a ello, sostengo la hipótesis de que en los seres humanos no es posible un modo de existencia no simbólico, y menos aún un tipo no simbólico de acción. La acción está regida por moldes culturales que suministran plantillas o modelos para organizar procesos socia-les y psicológicos, igual que los códigos genéticos suministran plantillas para organizar procesos orgánicos.

Hemos seguido el concepto de ideología desde Marx hasta Mannheim, y luego tra-tamos de librarnos de la paradoja volviendo a considerar una función más primitiva de la ideología, pero todavía necesitamos determinar el lazo que une el concepto de ideo-logía como deformación marxista y el concepto de ideología como integración de Geertz. ¿Cómo es posible que la ideología desempeñe estos dos papeles? Coincidimos con Geertz en que los procesos orgánicos están regidos por sistemas genéticos, pe-ro los procesos sociales precisan un sistema cultural que los organicen, especial-mente donde el orden social plantea el problema de la legitimación del sistema de li-derazgo, el cual nos coloca frente al problema de la autoridad.

El análisis de Weber del problema de la autoridad parte del concepto de Herrs-chaf, (autoridad, dominación). En un grupo, el cuerpo gobernante tiene el poder de imponer el orden mediante la fuerza, algo que Weber considera como el atributo esen-22

cial del Estado. La ideología entra en juego porque ningún sistema de liderazgo go-bierna sólo mediante la fuerza, sino también mediante nuestro consentimiento y cooperación; todo sistema de liderazgo desea que su gobierno descanse no sólo en la dominación, sino también que su poder esté garantizado una autoridad legítima. Por tanto, el papel de la ideología es legitimar la autoridad; si bien la ideología sirve para asegurar la integración, lo hace justificando el sistema de autoridad. Según We-ber, el papel de la ideología como fuerza legitimante persiste porque no existe ningún sistema de legitimidad absolutamente racional, ni aún los que afirman haber roto tanto con la autoridad de la tradición como con la de todo líder carismático. Por tanto, el análisis de Weber sobre la legitimidad de la autoridad revela un tercer papel mediador de la ideología: la función legitimante, que es el eslabón que conecta el concepto marxista de ideología como deformación y el concepto integrador de ideo-logía de Geertz.

La estructura de la legitimación también asegura el papel de la ideología. Como sa-bemos, la ideología debe superar la tensión que caracteriza el proceso de legitima-ción entre la pretensión a la legitimidad por parte de la autoridad y la creencia en esa legitimidad por parte de la ciudadanía, pues siempre es mayor la primera que la segunda; en su pretensión a la legitimidad, toda autoridad pide más de lo que los miembros del grupo están dispuestos a ofrecer, en cuyo intercambio el sistema de le-gitimación desempeña un papel ideológico. Esta discrepancia entre la pretensión expuesta y la creencia ofrecida es el origen de la plusvalía (Marx). El problema de la legitimación de la autoridad nos coloca frente a un punto crítico entre un concepto neutral de integración y un concepto político de deformación; cuando trata de salvar la tensión entre autoridad y dominación, la ideología va más allá de la integra-ción y llega a la deformación, pues trata de asegurar la integración entre pretensión a la legitimidad y creencia popular justificando el sistema de autoridad existente.

2. LA UTOPÍA

Centrándonos en la UTOPÍA, parece que no hay transición alguna desde la ideología a la utopía, pues los marxistas caracterizan la utopía como ideológica. Sin embar-go, esta reducción es atípica, pues cuando se consideran fenomenológicamente, es decir, cuando se tiene en cuenta la significación de lo que se presenta, la ideología y la utopía pertenecen a dos géneros semánticos distintos. Así, mientras que nin-gún autor pretende que su obra sea una ideología, la utopía es un género declarado, y existen obras que se llaman utopías. Tomás Moro (Utopía, 1516) acuñó la palabra utopía con el significado de lugar que no existe, ninguna parte, ningún lugar. La utopía se sabe utopía y pretende ser una utopía; es una obra personal e idiosincrásica; es la creación distintiva de su autor.

Podemos estructurar el problema de la utopía como el de la ideología: partir desde un concepto patológico y ahondar en él hasta encontrar una función similar a la función integradora de la ideología. A mi juicio, esta función integradora de la utopía se cumple con la noción de ningún lugar, pues supone una estructura fundamental de reflexividad que podemos aplicar a nuestros papeles sociales: la capacidad de concebir un lugar vacío desde el cual podamos echar una mirada sobre noso-tros mismos.

Las utopías hablan de tantos temas divergentes, que resulta difícil encajarlos en un marco común. Sobre la familia, algunas utopías legitiman el comercio sexual y otras la vida monástica; sobre el consumo, unas propugnan el ascetismo y otras un estilo de vida suntuoso. No podemos definir las utopías por sus contenidos; por tanto, debemos buscar la unidad temática de las utopías en su función. Para ello, sugiero que partamos de la idea central de ningún lugar de la palabra utopía. Desde ese ningún

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lugar extraterritorial, puede echarse una mirada al exterior, a nuestra realidad, que súbitamente parece extraña y que ya no puede darse por descontada. Así, el cam-po de lo posible queda abierto más allá de lo actual; es el campo de otras mane-ras posibles de vivir. Gracias a ello, podemos decir que la imaginación, por su fun-ción utópica, tiene un papel constitutivo al ayudarnos a repensar la naturaleza de nuestra vida social: a través de la utopía repensamos lo que sea la familia, el consu-mo, la autoridad, la religión…; la utopía introduce variaciones imaginativas a to-das las instituciones sociales. En base a ello, la utopía, como la función del ningún lu-gar en la constitución de la acción social o simbólica, es la contrapartida del con-cepto de ideología como integración: podemos decir que no hay integración social sin subversión social.

Lo que confirma que la función más radical de la utopía es inseparable de la función más radical de la ideología es que el punto decisivo de ambas está en el mismo lugar: en el problema de la autoridad. Si toda ideología tiende a legitimar un sistema de au-toridad, toda utopía tiende a afrontar el poder. Lo que entra en juego en la utopía no es el consumo, la familia o la religión, sino la utilización del poder en todas estas instituciones; al existir una brecha de credibilidad en todos los sistemas de legitima-ción de la autoridad, también existe un lugar para la utopía. En otras palabras: la fun-ción de la utopía es exponer la brecha de credibilidad en todos los sistemas de autoridad. Es posible entonces que el punto en el que la ideología pasa de su fun-ción integradora a su función deformadora sea también el punto de cambio en el siste-ma utópico.

También es posible que la ideología y la utopía se hagan patológicas en el mismo pun-to: si la patología de la ideología es el disimulo, la patología de la utopía es la eva-sión. El ningún lugar de la utopía puede ser un pretexto de evasión, un modo de esca-par a las contradicciones y ambigüedades del ejercicio de la autoridad. Esta posibilidad de evasión de la utopía corresponde a una lógica de todo o nada, pues no existe ningún punto de conexión entre el aquí de la realidad social y el otro lugar de la uto-pía; esta disyunción permite que la utopía evite cualquier obligación de afrontar las di-ficultades reales de una sociedad dada.

La duda es la siguiente: ¿no implica la función excéntrica de la imaginación utópica (la posibilidad del ningún lugar) todas las paradojas de la utopía?; y, ¿no es precisamente esta excentricidad de la imaginación utópica la cura de la patología del pensamiento ideológico, que tiene su ceguera y estrechez en su incapacidad para concebir un nin-gún lugar?

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TEMA 2

KARL MARX: LA CRÍTICA DE HEGEL Y LOS MANUSCRITOS

1. LA CRÍTICA DE HEGEL Y LOS MANUSCRITOS

El concepto original de ideología en KARL MARX (Alemania, 1818-1883) se basa en situar la ideología en oposición a la realidad, y no por su oposición a la ciencia, como ocurrirá en la doctrina marxista ortodoxa. Su objetivo será determinar qué es la realidad: ideología es todo aquello que no es la realidad. Los primeros escritos de Marx pueden considerarse como una progresiva reducción del Espíritu (Geist) hegeliano al concepto de praxis marxista.

En su obra Crítica de la Filosofía del derecho de Hegel (1843), Marx escribe: “El hombre hace la religión; la religión no hace al hombre. La religión es, en verdad, la autoconciencia y la autoestima del hombre que o bien no se ha conquistado todavía a sí mismo o bien ha vuelto a perderse. [...] Este estado, esta sociedad, producen la religión que es una conciencia invertida del mundo”. Por tanto, la religión invierte la conciencia humana, y el objetivo es invertir la inversión. Para Marx, “el hombre es el mundo del hombre, el Estado, la sociedad”, y sólo ésta es la realidad verdadera. Mientras el idealismo alemán coloca la conciencia y la autonomía humanas en la cumbre del universo, Marx apela a la razón y al racionalismo para reconquistar la realidad, y la autoconciencia humana debe ser el centro de esta reafirmación del ser humano. Por tanto, el concepto de ser humano presentado por Marx continúa siendo abstracto, en la línea de Feuerbach.

Dando un paso adelante, Marx asume que su tarea es la de extender su crítica desde la religión al derecho y a la política. Para él, la política alemana era anacrónica, comparada con Francia e Inglaterra, donde ya se habían desarrollado revoluciones burguesas. En Alemania la filosofía se había convertido en el lugar de retiro donde los alemanes reflexionaban, ante la imposibilidad de modificar su política y su economía. Según Marx, el núcleo de la filosofía anacrónica alemana era la filosofía política del Estado, en particular la de Hegel, fuente que alimenta una historia de sueños. Marx ataca la filosofía especulativa del derecho, que va desde la idea a la realidad y no desde la realidad hacia la idea. Según Marx, Hegel supone una abstracción del Estado en una filosofía especulativa del derecho, por lo que el Estado es él mismo una abstracción de la vida. Por ello, la única crítica que puede modificar la realidad es una crítica ejercitada, no mediante palabras e ideas, como la de los pensadores especulativos de izquierda, sino una crítica que incluya la praxis concreta, que sólo puede ser realizada cuando está apoyada por una clase de la sociedad que representa la universalidad: el proletariado; esta clase, privada de todo, representa los verdaderos intereses de la sociedad como un todo. Por tanto, la oposición está entre la actividad abstracta del pensamiento y la lucha real.

El método de Marx se asemeja al que aplica Feuerbach a la religión: es un método reductivo, una reducción del mundo abstracto del pensamiento a su base concreta y empírica. Marx toma las entidades falsamente proyectadas hacia arriba (lo eterno, lo lógico, lo trascendente, lo abstracto, lo divino) y las reduce a su base inicial; por tanto, se trata de una inversión de una inversión. Si en la realidad la humanidad es el sujeto y lo divino es un predicado, es decir, una proyección del pensamiento humano, la religión transforma este predicado divino en un sujeto, en un Dios, y lo humano se convierte en su predicado. Para Marx, la inversión es el método general para disolver ilusiones y el método transformativo expondrá la ideología como una inversión ilusoria que necesita ser invertida y disuelta. Su propósito consiste en lograr en su crítica de la filosofía lo que Feuerbach logró en su

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crítica a la teología: restablecer la primacía de lo finito, de lo concreto, de lo real.

Gran parte de la crítica de Marx a Hegel consiste en que la experiencia nos dice que el Estado no es una encarnación de la idea real, pues los ciudadanos viven en Estados con censura, tortura… Según Hegel, la idea real (el espíritu infinito y real) se divide en esferas finitas (la familia, la sociedad civil), “y lo hace a fin de retornar a sí misma, a fin de ser para sí”. Para Marx, lo que Hegel elabora es un misticismo lógico panteísta: “A la idea se le da la condición de sujeto, y a la relación verdadera de la familia y la sociedad civil con el Estado se concibe como su actividad imaginaria”, es decir, su predicado. Se trata, según Marx, de una filosofía especulativa, invertida, donde “las condiciones están establecidas como lo condicionado, lo determinante como lo determinado”. Aunque la palabra ideología no aparece, la ideología significa la inversión de la realidad.

La crítica de Marx a los hegelianos de izquierda se detalla en La miseria de la filosofía (1847), donde expone que la crítica de la religión y la clase de ateísmo propiciada por Feuerbach son la culminación del pensamiento idealista, ya que asigna a la conciencia humana un poder divino. En Feuerbach, todo ocurre en el interior de la conciencia humana, tanto su alienación como su emancipación: la autoconciencia es el primordial concepto idealista. Se afirma que el ser humano es la medida de todas las cosas; al situar la autonomía en la cumbre del sistema filosófico, la autonomía se hace ella misma divina, y todo lo que no sea autonomía es alienación. Los Manuscritos de Marx suponen un intento de naturalizar este humanismo feuerbachiano y todas sus resonancias idealistas.

2. EL PRIMER MANUSCRITO

El término ideología no aparece aún en estos primeros escritos de Marx, pero sí el tipo de realidad a la que se opone: los individuos que viven y obran en situaciones sociales. En los Manuscritos, Marx completa el concepto de ideología como inversión, ampliándolo a esferas como el derecho, la política, el arte, la ética y la religión. El modelo de Marx será el de la inversión del trabajo humano en una entidad ajena, extraña al individuo, aparentemente trascendente: la propiedad privada o, más específicamente, el capital.

Marx reconoce que la riqueza se crea por el trabajo humano (economistas británicos) y no por la fertilidad del suelo (fisiócratas), lo que implica un desplazamiento desde la productividad y fertilidad del suelo a la productividad del trabajo humano. En consecuencia: (i) la agricultura es ahora una parte de la industria, el suelo es productivo sólo porque se le aplica trabajo humano; (ii) con el alza del lucro del capital, las utilidades de la tierra desaparecen; y ( iii) la tierra se convierte en una forma de capital. Se produce lo que Marx llama la universalización de la propiedad privada: todas las clases de propiedad se hacen abstractas; la propiedad tiene valor sólo en su capacidad de ser intercambiada como capital. Con ello, las clases sociales quedan reducidas a dos: la clase trabajadora y la clase de los capitalistas. La conclusión de Marx sobre este proceso es que con ello “se da el completo dominio de una materia muerta [el dinero] sobre la humanidad”.

Así, el concepto de propiedad queda unido al concepto de trabajo: la propiedad es trabajo acumulado. Ahora bien, la economía política sostiene que el trabajo humano es lo único que genera toda riqueza, todo el capital, y, sin embargo, el capital contrata mano de obra y la despide. Para Marx, ésta es la gran contradicción de la economía política: entre la teoría de que el trabajo es la fuente de riqueza (propiedad) y la

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teoría de que el salario es el poder del dinero sobre el trabajo; de dicha contradicción nacen los conceptos de extrañamiento, alienación o enajenación.

Escribe Marx: “el objeto que produce el trabajo lo confronta como algo ajeno, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es trabajo que ha cobrado cuerpo en un objeto que se ha hecho material: trátase de la objetivación del trabajo”. Marx contrapone la objetivación del trabajo (proceso por el que algo interior se externaliza y se hace real) a la alienación del trabajo. Marx adopta la teoría de Hegel. Cuando el individuo entra por primera vez en el mundo, sólo tiene una vida interior; únicamente cuando hace algo hay un trabajo, un acto, el individuo se realiza, y sólo entonces llega realmente a existir. Pero en la economía capitalista la realización del trabajo se manifiesta como una pérdida de realización, “como una pérdida del objeto y como una servidumbre respecto de él; la apropiación aparece como extrañamiento, como enajenación”. La economía política oculta la alienación del proceso de trabajo.

Marx propone cuatro momentos o formas de alienación. (i) Alienación respecto al producto del trabajo propio. (ii) Alienación respecto al trabajo o respecto a la capacidad productiva: el trabajo es exterior al trabajador, pues no es voluntario, sino obligado y forzado. (iii) Alienación respecto a la humanidad del trabajador, pues el trabajador queda afectado en su ser de la especie (Feuerbach); los seres humanos son los únicos seres capaces de producirse mediante el proceso de objetivación, y por eso trabajan no sólo para comer, sino para ser un ser de la especie; la manera en que la humanidad se produce es objetivándose, pues sólo en la acción se produce la autoafirmación de la humanidad; sin embargo, estar sometido al poder de otro es contrario a la creación de uno mismo, por lo que la enajenación es la inversión de la capacidad humana para el proceso creativo de la objetivación; así, con la división del trabajo lo que antes era el medio de la autoafirmación se transforma en el fin: el fin de existir físicamente, en un mero medio de supervivencia. Y (iv) alienación del ser humano respecto del ser humano, es decir, el extrañamiento en el nivel de la intersubjetividad: la naturaleza de la especie del hombre está enajenada de él, lo que significa que un hombre está alienado de otro.

Así, Marx da respuesta a la contradicción de la política económica: la inversión hace que la propiedad privada sea en realidad el poder de una persona sobre otra. Así, trata de situar la relación entre capital y salario dentro del marco de la relación hegeliana entre amo y esclavo, que no están en la misma relación respecto de las cosas: el esclavo hace la cosa y el amo la goza. Ahora todo se reduce a la relación de una persona con otra; en esta relación reside la clave de la contradicción entre salario y capital.

3. EL TERCER MANUSCRITO

El Tercer manuscrito sigue considerando la alienación como la inversión de los diferentes modos de objetivación, y vuelve a apoyar el punto de vista de la economía política británica sobre la reducción de toda propiedad al capital, y la reducción del capital al trabajo (factor subjetivo), expresada por Marx como una reducción a la esencia subjetiva; en su último estadio, la estructura de la propiedad se manifiesta en su relación con el dinero, y no ya con la tierra misma. El trabajo es la única esencia de la riqueza. Si bien Adam Smith interiorizó el poder de la propiedad como el del trabajo, lo que no señaló fue el hecho de que ese poder de trabajo humano fue enajenado.

El Tercer manuscrito confiere una dimensión histórica a un concepto que en el Primer manuscrito era abstracto y ahistórico: la alienación. El desarrollo de la historia de la

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propiedad y de la división del trabajo proporciona una historia a la alienación, que se hace cada vez menos un concepto y más un proceso. Marx establece un proceso evolutivo que va desde la renta de la tierra a la propiedad abstracta, desde la agricultura a la industria. Marx piensa que con el nacimiento de la fábrica inglesa la esencia de la industria “llegó a su madurez”, y a la pregunta de cómo llega el hombre a alienar su trabajo responde que se trata de una expansión histórica de la esencia de la industria (concepto de origen hegeliano).

El Tercer manuscrito también plantea la supresión de la contradicción del extrañamiento, representada por el comunismo (todavía no existían países comunistas). Este proceso debe ir de una superación parcial a una superación total, y la solución debe corresponder al nivel del problema; no se puede responder a un extrañamiento abstracto mediante una liberación concreta (p. e., un retorno a la naturaleza o un retorno a la anterior relación con la tierra, es decir, una ruptura total con el sistema, no sería la solución). Según Marx, para encontrar una solución debemos llevar el sistema industrial hasta sus últimas consecuencias; la nostalgia romántica por una anterior situación laboral no tiene cabida, ni tampoco generalizar la relación de propiedad, ya que esto significaría permanecer aún dentro de una relación de propiedad. Para superar la alienación y el extrañamiento, Marx propone el comunismo consumado; se trata de la superación o supresión de la propiedad privada, es decir, de la apropiación real de la esencia humana por el hombre y para el hombre: “El comunismo, pues, como el completo retorno del hombre a sí mismo como ser social (es decir, humano), un retorno hecho consciente y cumplido dentro de toda la riqueza del desarrollo anterior”. Así, el comunismo consumado es un estadio final que supera y absorbe las contradicciones de los estadios anteriores. El concepto de comunismo consumado tiene como su principal realización concreta la restauración del sentido del todo, de la totalidad. En la división del trabajo, la humanidad está dividida: una persona es amo, la otra es trabajador; pero el concepto de totalidad tiende a la reconstrucción de un todo; la integridad de la humanidad se convierte en el concepto rector.

4. LA IDEOLOGÍA ALEMANA

En La ideología alemana (1846), Marx abandona conceptos como conciencia, autoconciencia y ser de la especie, pertenecientes al pensamiento feuerbachiano y de tendencia hegeliana, y emplea nuevos conceptos, como modos de producción, fuerzas de producción, relaciones de producción o clases, construidos sobre una base real: la infraestructura, opuesta a la ideología en su condición de superestructura. Así, La ideología alemana coloca en primer plano una base material de entidades anónimas en lugar de las representaciones y fantasías que giraban alrededor de la conciencia, a la que se considera del campo de la ideología. Por otro lado, Marx propone una ruptura epistemológica entre la humanidad como conciencia y la humanidad como individuos vivos y reales. En esta obra de Marx, lo ideológico es lo imaginario como opuesto a lo real, y la definición de ideología dependerá de lo que sea la realidad a la que se opone (la clase o el individuo).

Marx afirma que “Hasta ahora los hombres se forjaron constantemente falsas concepciones sobre sí mismos, sobre lo que son y sobre lo que deberían ser. Arreglaron sus relaciones de acuerdo con sus propias ideas de Dios, del hombre normal, etc. Los fantasmas de sus cerebros se les escaparon de las manos. Y ellos, los creadores, se inclinaron ante sus creaciones”. Una vez más tenemos aquí la imagen de la inversión para introducir el concepto de ideología: lo que era el producto se convierte en el amo. Por ello, sostiene que para modificar la vida de los hombres basta con modificar sus pensamientos. Por un lado, afirma que la reducción de

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Feuerbach de las representaciones religiosas a ideas de seres humanos sigue siendo una idea religiosa, pues asigna a la conciencia los atributos extraídos del marco religioso. Por otro, critica a los jóvenes hegelianos de izquierda por emplear una crítica que se mueve dentro de la esfera del pensamiento: interpretan la realidad valiéndose de interpretaciones, de lo que resulta una interpretación ideológica.

Primer concepto importante: la palabra material, que se opone a lo ideal. Marx une los individuos reales y las condiciones materiales; las estructuras anónimas, tales como las condiciones materiales, reciben inmediatamente el soporte de individuos reales: las condiciones materiales son siempre condiciones para los individuos. Marx subraya la contribución que hacen los seres humanos a sus condiciones materiales: “Al producir sus medios de subsistencia los hombres producen indirectamente su vida material real”. Por tanto, existe una reciprocidad entre actividad humana y dependencia humana, ya que los seres humanos obran para producir sus condiciones materiales, y al mismo tiempo dependen de dichas condiciones. Con ello, Marx ha dejado de usar el concepto abstracto de objetivación para sustituirlo por el de vida individual.

Segundo concepto importante: el de fuerzas productivas, el cual introduce el de historia. Para Marx, la vida en general no tiene historia: los seres vivos siempre construyen su morada de la misma manera; cuando se habla de historia, hablamos de historia de la producción humana. Otro concepto relacionado es el de modos de producción, mientras que el de relaciones de producción refiere a las relaciones entre las fuerzas productivas y los modos de producción (marco jurídico, sistema de propiedad, sistema de salarios, reglas sociales de conformidad con las cuales se desarrolla el proceso tecnológico...). Las fuerzas productivas no existen como tales en ninguna parte, sino que se sitúan dentro del marco jurídico de un Estado; por tanto, las fuerzas y las formas productivas están siempre interrelacionadas. Marx considera el desarrollo evolutivo de la propiedad en cuatro tipos: tribal, comunal, feudad y capitalista, y afirma que cada uno de ellos determina la forma en que se desarrollarán las fuerzas productivas de la comunidad.

Tercer concepto importante: la clase social, como modo de asociación resultante de la interacción entre fuerzas y modos de producción, y que depende de las condiciones materiales; la estructura de clase responde a lo que la gente es, no a lo que se imagina. Este concepto está en la base de una teoría de la ideología; de hecho, algunos textos sostienen que una ideología es siempre una ideología de clase. En cualquier caso, Marx habla de la clase como una circunstancia o condición, señalando que hay condiciones o circunstancias únicamente para los individuos. La asociación libre es la respuesta que da Marx al desafío de la asociación obligatoria de la clase; una de las realizaciones del comunismo será incorporar este movimiento de la asociación libre.

Cuarto concepto importante: el materialismo histórico, que refiere a la descripción de las condiciones materiales que dan una historia a la humanidad; para Marx, sin condiciones materiales no habría historia; no se trata de una doctrina o un dogma, sino de un modo de interpretar la vida humana sobre la base de sus condiciones materiales. Así, Marx resume el desarrollo histórico como una historia de la producción: (i) un primer momento sería el de la producción de medios para satisfacer las necesidades materiales humanas; (ii) el segundo vendría dado por la producción de nuevas necesidades; y (iii) el tercero es la reproducción de la humanidad por medio de la familia.

Quinto concepto importante: la ideología, que refiere a lo que está reflejado mediante representaciones: es un mundo representativo, opuesto al mundo histórico; la ideología aún no se opone a la ciencia (marxismo ortodoxo), sino que se opone a la realidad; es representación, no praxis; la línea divisoria no está entre lo verdadero y lo falso, sino entre lo real y la representación. La ideología no es un

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concepto peyorativo, sino neutro; sus deformaciones aparecen cuando olvidamos que nuestros pensamientos son una producción, pues es entonces cuando se da la inversión (“La vida no está determinada por la conciencia, sino que la conciencia está determinada por la vida”). Si la conciencia es la capacidad de proyectar objetos, esta palabra significa el mundo kantiano y hegeliano de organizar un mundo objetivo en la representación, es decir, de todo el mundo fenoménico tal como es mentalmente estructurado. No obstante, Marx tiene que conceder que las esferas ideológicas tienen cierta autonomía, ya que la superestructura opera sobre la infraestructura. Además, la ideología abarca mucho más que la religión, ya que la ciencia es una parte de la esfera ideológica. En este caso, existe la posibilidad de una ciencia real cuando tiene que ver con la vida real, es decir, cuando la ciencia no es una representación sino la presentación de la actividad práctica de los seres humanos (“Cuando termina la especulación, comienza la ciencia real, positiva”).

Sexto concepto importante: la división del trabajo. Ya en los Manuscritos, la división del trabajo se considera más un efecto que una causa, es decir, que la fragmentación de las tareas del trabajo es un efecto de la abstracción de la propiedad. De ahí que la división del trabajo esté tan ligada en Marx al concepto de alienación; de hecho, la división del trabajo es una fragmentación del ser humano, de la humanidad misma como un todo. Con la división del trabajo, la actividad no es voluntaria, sino que está dividida, “y la propia acción del hombre se convierte en un poder ajeno y opuesto a él, que lo esclaviza en lugar de ser él quien lo controle” . Así, el concepto de la división del trabajo procura una base material al concepto de alienación. La alienación es un vocablo filosófico que pertenece al mundo intelectual de Feuerbach; por ello, en La ideología alemana Marx sustituye el concepto de alienación por el de división del trabajo, dejando así de ser idealista. Para Marx, la superación de la división del trabajo es posible en el comunismo, no como una utopía, sino como un “movimiento real que anula el actual estado de cosas”.

Sostener que el objetivo de la revolución comunista es abolir las clases presupone que la clase no es una estructura inviolable y dada, sino un producto de la historia, y que así como fue creada, puede ser destruida. Las verdaderas víctimas de la división del trabajo y de la estructura de clases son los individuos; éstos pueden acometer el proyecto de abolir la estructura de clases y la división del trabajo, porque se trata de sus propios poderes personales que se transformaron en poderes materiales.

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TEMA 3

LOUIS ALTHUSSER

Cuando se afirma que el marxismo se convierte en cuerpo científico, la palabra ciencia no se usa con el sentido empírico de un cuerpo de conocimiento que pueda verificarse o invalidarse, como el que le da el filósofo de la ciencia Karl Popper, sino que refiere al establecimiento de una teoría o conocimiento fundamental, cuyo paradigma es el cuerpo de los escritos de Marx.

Durante la progresiva conversión a ciencia del marxismo originario, se van produciendo tres grandes cambios en la teoría marxista:

i. Primer cambio : afecta al concepto de ideología, que dejará de ser lo opuesto al proceso vital práctico para pasar a ser lo opuesto a la ciencia.

ii. Segundo cambio : afecta a la identificación de la base real de la historia; en principio, oscila entre dos interpretaciones: una afirma que es el individuo real que vive en condiciones determinadas, y la otra que es la interacción de fuerzas productivas, que es la opción del marxismo ortodoxo. El objeto de la ciencia marxista será precisamente el conocimiento correcto de la base real de la historia; la conjunción del concepto de ciencia y del concepto de la base real, es decir, las estructuras económicas, constituye la médula del materialismo histórico, que refiere a la conexión de la ciencia y su objeto, la base real. Puesto que la ideología es el polo opuesto de la ciencia y de la base real, se la sitúa también en oposición al materialismo histórico. El resultado en el marxismo ortodoxo es la oposición entre materialismo e idealismo: si una persona no es un materialista histórico, es un idealista; no existen otras posturas.

iii. Tercer cambio : afecta a la relación entre la base real y la ideología, y es definida metafóricamente como una serie de capas o estratos, pues el marxismo clásico introduce entre la base real y la superestructura un complejo sistema de relaciones definido por la determinación, la efectividad o la eficacia. Por un lado, el marxismo afirma que existe una relación causal, donde la superestructura está determinada por la infraestructura, y por el otro la superestructura tiene una relativa autonomía, incluso tiene la posibilidad de reaccionar y afectar a la base; se trata de una acción recíproca. No obstante, surge una contradicción al afirmar que la ideología no tiene historia propia y que todo el impulso de la historia procede de la base, y afirmar que la superestructura tiene algún efecto sobre la infraestructura; si los elementos de la superestructura pueden contribuir a determinar las formas de las luchas históricas, entonces existe cierta plasticidad en la infraestructura. No obstante, para Engels existen unos límites: la ideología tiene una cierta autonomía, pero se trata de una autonomía relativa en relación con la determinación final, que corresponde a la infraestructura.

En resumen: (i) la ideología se contrapone a la pretensión teórica del marxismo como ciencia; (ii) la ideología es la superestructura de una base real entendida como estructuras económicas, y no como individuos reales; y (iii) hay una relación de efectividad entre la infraestructura y la superestructura.

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1. LA IDEOLOGÍA CONTRA EL MARXISMO COMO CIENCIA

En La revolución teórica de Marx (For Marx, 1965), LOUIS ALTHUSSER (Francia, 1918-1990) destaca la importancia de la teoría, por su carencia en el marxismo francés. A diferencia de Alemania, Rusia, Polonia e Italia, donde los teóricos marxistas hicieron importantes contribuciones al partido, la situación del Partido Comunista Francés era de gran pobreza teórica, y Althusser se propuso llenar ese vacío. En su opinión, la teoría marxista debe resistirse a quedar reducida a mera crítica, pues se convertiría en la mera conciencia de la ciencia. Una vez más, esto implica un retorno al positivismo, del que Althusser habla como de “la muerte en vida de una conciencia crítica”.

Para Althusser, la teoría marxista tiene dos niveles: (i) materialismo histórico: es una teoría de la historia, cuyo objeto son las principales estructuras sociales (Clases, modos de producción, relaciones de producción…); (ii) materialismo dialéctico: es una disciplina filosófica, un sistema de conceptos que rigen la teoría misma. Para Althusser, el marxismo no ha profundizado en la distinción entre materialismo histórico y materialismo dialéctico.

Althusser intenta mejorar el modelo de infraestructura y superestructura tomado de Engels, que se caracteriza por la eficiencia, es decir, por su base económica, y por la relativa autonomía de la superestructura; por tanto, se trata de un modelo de acción recíproca base-superestructura. Para ello, propone el concepto de sobredeterminación, como opuesto a la dialéctica hegeliana, y que refiere a una combinación de fuerzas. Sobre su significado, Althusser cita a Lenin, quien ante la pregunta “¿cómo era posible que la revolución socialista ocurriera en Rusia, cuando Rusia no era el país más avanzado?”, respondió que la base económica nunca obra sola, sino en combinación con otros elementos, como el carácter nacional, la historia nacional, las tradiciones… Para Althusser, la dialéctica de Hegel es idealista, al creer que cada período histórico está regido por una idea con unidad propia, lo que se contrapone a la complejidad de la contradicción marxista. Si unimos la sobredeterminación, la causalidad en última instancia debida a la base y la acción de la superestructura sobre la base, nos encontramos ante un concepto de causalidad más rico; así, la infraestructura está siempre determinada por todos los otros componentes, existiendo una combinación de niveles y de estructuras.

Aun así, Althusser reconoce que el concepto de sobredeterminación no ayuda a superar la debilidad del concepto de infraestructura y superestructura, pues sólo se trata de un comentario sobre el mismo argumento. Cuando reunimos la determinación que en última instancia ejerce la economía y la acción que ejerce la superestructura y la superestructura, sólo tenemos “los dos extremos de la cadena”; queda aún pendiente la elaboración de una teoría de la esencia de los elementos específicos de la superestructura. Lo que sí que confirma esta perspectiva es una relativa autonomía a la esfera superestructural: se trata de un estrato con su propia consistencia y con su historia propia.

Otro tema en Althusser es diferenciar las ideologías particulares y la ideología en general. Cuando Marx discute la ideología se refiere a ideologías específicas: la ideología religiosa, ética, estética, política… Las ideologías son siempre presentadas en una enumeración; dos ejemplos citados por Althusser son el humanismo y el Estado.

Si para Lenin la función del Estado es reprimir, en tanto es un instrumento de coacción y represión en provecho de la clase gobernante, Althusser distingue dos aspectos del poder del Estado: (i) los aparatos represivos y de coacción, como el gobierno, la administración, la policía, los tribunales, las cárceles…; y (ii) los aparatos ideológicos, como la religión, la educación, la familia, el sistema político, las

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comunicaciones, la cultura… La estructura del Estado es tanto represiva como ideológica. La importancia de los aparatos ideológicos del Estado se debe a la necesidad que tiene el sistema de reproducirse. Un sistema de opresión sobrevive y prevalece gracias a este aparato ideológico que coloca a los individuos en situación de sometimiento y que mantiene y reproduce el sistema.

Althusser define la ideología como “un sistema (con su propia lógica y rigor) de representaciones (imágenes, mitos, ideas o conceptos) dotadas de una existencia histórica y un papel dentro de una sociedad dada”. Según esto, la ideología no es una débil sombra, como en algunos textos marxistas, puesto que desempeña un papel en el proceso histórico: es una parte del proceso de sobredeterminación. Más adelante, Althusser dice que la ideología refleja de forma imaginaria algo que ya es una relación existente, esto es, la relación de los seres humanos con su mundo: “En la ideología la relación real es inevitablemente puesta en la relación imaginaria, una relación que expresa una voluntad (conservadora, conformista, reformista o revolucionaria), una esperanza o una nostalgia en lugar de describir una realidad”. Así, una ideología es vivida e imaginaria. Tenemos, pues, una relación real deformada en una relación imaginaria.

No obstante, Althusser valora positivamente a la ideología reconociendo su carácter indispensable: “Es como si las sociedades humanas no pudieran vivir sin estas formaciones específicas, sin estos sistemas de representaciones, sin sus ideologías”. Althusser se pronuncia contra la visión utópica de los tecnócratas que creen que estamos más allá de la época de las ideologías; para él, siempre habrá ideología, porque las gentes tienen que dar un sentido a sus vidas, y esta tarea no es competencia de la ciencia, sino de la ideología. De la misma manera, tilda de utópica la concepción positivista de que la ciencia reemplazará algún día a la ideología. Si bien la ideología no es verdadera, es sin embargo vital, se trata de una ilusión vital: la gente necesita ideologías porque la ciencia no da significado a sus vidas. En esa línea, la hipotética sociedad sin clases sería también una forma de ideología, ya que se trata de un tipo de sociedad en que las relaciones entre los seres humanos y sus condiciones de existencia se viven en beneficio de todos.

2. “APARATOS IDEOLÓGICOS”. LA TEORÍA DE LA IDEOLOGÍA EN GENERAL

La tendencia del marxismo representada por Althusser afirma que todo aquello que no puede expresarse científicamente es ideológico. La ciencia marxista se define como científica por usar conceptos distintos a los usados por el lenguaje antropológico: fuerzas de producción, relaciones de producción… Al refinar el modelo de superestructura e infraestructura, Althusser intenta separarse del pensamiento hegeliano, que está vinculado con una filosofía del sujeto, lo cual lo sitúa en el campo de la ideología. Para Althusser, la ideología no es un mundo de sombras, sino que tiene una realidad propia.

Tras elaborar un concepto de las ideologías particulares, Althusser pasa a analizar la ideología en general. En el ensayo La ideología y los aparatos ideológicos del Estado (1969), Althusser sostiene que la función fundamental de la ideología es la reproducción del sistema al iniciar a los individuos en las reglas que rigen el sistema. Al problema de la producción planteado por Marx debemos agregar ahora el problema de la reproducción. A través de los aparatos ideológicos del Estado, la ideología se institucionaliza y se manifiesta como una dimensión del Estado. El Estado tiene una dimensión que no es meramente administrativa o política, sino que es específicamente ideológica. La superestructura se relaciona con la reproducción por medio de aparatos institucionales especiales, y es aquí donde Althusser se plantea el problema de la teoría general de la ideología. Contra la afirmación de Marx de que la

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ideología es pura ilusión, pura nada, Althusser sostiene que la ideología posee una realidad propia: la realidad de lo ilusorio: “Una ideología siempre existe en un aparato y en su práctica o prácticas. Esta existencia es material”. Es decir, que el aparato es una estructura material, dentro de la cual la gente hace cosas específicas (observemos que Althusser sustituye el concepto de acción, considerado demasiado antropológico, por el de práctica, que considera más objetivo).

Progresivamente, cada vez se hace más difícil tratar la ideología como un mero mundo de ilusiones, de superestructuras, porque, de hecho, la ideología es parte constitutiva de lo que somos: somos lo que somos precisamente gracias a la ideología, y se puede afirmar que la función de la ideología es hacer sujetos de nosotros. Curiosamente, nuestra existencia concreta es colocada ahora en el terreno de la ideología.

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TEMA 4

KARL MANNHEIM

En su célebre obra Ideología y utopía (1929), KARL MANNHEIM (Hungría-GB, 1893-1947) analizó el modo de ampliar el concepto marxista de ideología, y lo llevó hasta un punto en que el propio concepto se hace paradójico, en el momento en que se extiende y universaliza hasta abarcar a todo aquel que pretende usarlo; hablamos sobre ideología, pero dicho discurso está él mismo atrapado por la ideología.

Según Mannheim, hay una larga historia de la sospecha de la falsa conciencia, donde el marxismo es sólo un eslabón más. El origen religioso de la sospecha en el Antiguo Testamento es la cuestión acerca de quién es el profeta verdadero y quién el falso. En la cultura moderna, Bacon y Maquiavelo son los precursores del concepto de ideología. En la teoría de los ídolos de Bacon, los ídolos de la tribu, de la caverna, del mercado y del teatro eran todos fuentes de error. Maquiavelo inició el proceso de la sospecha sistemática al contraponer el pensamiento del palacio y el pensamiento de la plaza pública. Hegel discute el lenguaje de la adulación y el lenguaje de la corte, mostrando las deformaciones del lenguaje para su uso político. Sin duda, los conceptos de superstición y prejuicio, propios de la Ilustración, constituyen también importantes eslabones de esta cadena. Los idéologues franceses de finales del s. XVIII llamaron Idéologie a su teoría de las ideas. Pero fue Napoleón quien creó la significación despectiva del término, pues llamó ideólogos a los adversarios de sus ambiciones políticas; la ideología llegó a ser así un concepto difamatorio del enemigo del hombre de acción o héroe político. Por ello, la ideología no es un concepto puramente descriptivo, sino que entraña siempre la experiencia del político con la realidad; “tal vez cuando denunciamos algo como ideológico estamos nosotros mismos metidos en cierto proceso de poder, de aspiración al poder” (Ricoeur).

Según Mannheim, Marx articula la ideología en una concepción más general que la orientación psicológica vigente; para él, la ideología ya no es sólo un fenómeno psicológico, sino una deformación como la mentira en un sentido moral, o como el error en un sentido epistemológico; ahora la ideología refiere a la estructura total del espíritu característico de una formación histórica concreta (p. e., de una clase). Mannheim también distinguirá entre ideología particular, propia del individuo, e ideología general, que incluye toda una visión del mundo y está sustentada por una estructura colectiva. Además, Marx mostró que si la ideología no es un mero fenómeno psicológico (deformación individual), desenmascararla requiere un método de análisis específico: una interpretación atendiendo a la situación que ocupa en la vida aquel que la expresa. La sospecha ya no se aplica a un individuo, grupo o clase específico, sino a todo el marco teórico de referencia, en una situación de colapso intelectual y de sospecha recíproca.

Lo más importante del libro Ideología y utopía es la afirmación de que en nuestra cultura no existe un criterio común de validez, sino que existen diversos sistemas de pensamiento básicamente divergentes; todo punto de vista es particular de una situación social. Ahora el problema no es un fenómeno económico ni de lucha de clases, sino que nuestra unidad espiritual se ha roto. No se trata tanto de que tengamos intereses opuestos, sino de que ya no tenemos los mismos supuestos para aprehender la realidad, ya no somos moradores del mismo mundo y los valores básicos de los grupos contendientes son mundos aparte, lo que sitúa el problema en el nivel del marco de pensamiento espiritual e intelectual. Así, el concepto de ideología expresa una crisis que se da en el nivel del espíritu mismo. Vivimos en medio de diferentes y divergentes visiones del mundo, las cuales son, las unas para las otras, ideologías. Se trata de un proceso cíclico de recíproca aplicación de rótulos: una ideología es siempre la ideología de otro. Ahora el concepto se refiere a valores, no a entidades económicas; se asemeja a una

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enfermedad espiritual.

Según Mannheim, ésta es una concepción de la ideología posmarxista, porque ya no podemos aceptar que exista una conciencia de clase que no sea ideológica ella misma. Marx y Lukács sostenían que el proletariado era una clase universal porque expresaba un interés universal, y que su visión del mundo era la única no ideológica porque era la única capaz de abrigar los intereses de la totalidad. Sin embargo, hoy sabemos que ningún grupo puede pretender ser el portador de la universalidad. Así, el marxismo consiguió ir más allá del mero nivel psicológico y plantear el problema en un marco filosófico más comprensivo; pero no logró procurar un nuevo centro, ni suministrar un nuevo concepto teórico de ideología, pues el que aporta es un concepto teórico-práctico que implica cierta práctica y una visión de la realidad.

Mannheim procuró dominar esta paradoja y escapar a su circularidad mediante su propia sociología del conocimiento: si podemos dar una descripción exacta de todas las fuerzas de la sociedad, estaremos en condiciones de situar cada ideología en su lugar correcto. Dicha sociología exige que la posición del sociólogo sea un punto cero; el sociólogo no interviene en el juego: es un mero observador que no interviene en la partida. Pero esta situación también es paradójica, porque ¿cómo puede ser posible mirar la totalidad del proceso si todo está en una situación de mutua acusación?

Según Mannheim, el sociólogo es un observador absoluto que investiga desde una posición no valorativa; pero la imposibilidad de un observador absoluto constituye el punto débil de la argumentación. Mannheim afirma que el sociólogo contempla el mapa de las ideologías y observa que cada ideología es estrecha y representa cierta forma de experiencia; su juicio no es valorativo, porque no hace uso de las normas de alguno de estos sistemas; el problema reside en que juzgar es usar un sistema de normas, y cada sistema de normas es ideológico. En todo caso, en esta fase de la investigación el sociólogo advierte la presencia de ideologías y sólo establece correlaciones entre pensamientos y situaciones, en un procedimiento de enumeración y correlación. Según Mannheim, “en todas estas investigaciones se usará la concepción total y general de la ideología en su sentido no valorativo”. Una concepción total refiere a la totalidad de la configuración del pensamiento, y es general porque abarca a todos, incluso a uno mismo. El momento no valorativo es un momento escéptico, es la fase en la cual observamos las cosas. Nuestra honestidad intelectual implica la momentánea pérdida del concepto de verdad, pero el problema consistirá en adquirir otro concepto de verdad que sea más histórico, congruente con el espíritu de los tiempos o con el estadio de la historia.

El intento de Mannheim de desarrollar un concepto de ideología no valorativo le valió acusaciones de relativismo, pero argumentó que “la visión no valorativa de la historia no conduce inevitablemente al relativismo, conduce más bien al relacionismo”. En su opinión, el relacionismo “implica que todos los elementos de significación de una situación dada se refieren los unos a los otros y derivan su significación de esta interrelación recíproca en un determinado marco de pensamiento”. Así, si conseguimos ver cómo los sistemas de pensamiento están relacionados con estratos sociales y correlacionar las relaciones entre diferentes grupos, el cuadro ya no será relativista, sino relacionista. En cierto sentido, supone una reconstrucción del Espíritu hegeliano en un sistema empírico, pues un sistema total de relaciones es precisamente el sistema hegeliano.

Al abandonar la posición del observador absoluto, el modelo de verdad debe ser sustituido por el modelo de congruencia: en todo momento de la historia, ciertas posiciones son congruentes, compatibles o apropiadas. Puesto que no hay situaciones absolutas en la historia, debemos abandonar la posición del observador absoluto y lanzarnos a los movimientos de la historia. Discernir la 36

diferencia entre correlación y congruencia nos procura el paso de transición que va del concepto no valorativo a un concepto valorativo de la ideología y, por tanto, a un nuevo concepto de verdad, que según Mannheim la deben ofrecer los movimientos de la historia. Ahora no se aspira a la verdad absoluta, sino a lo congruente, es decir, a conocer lo que es congruente en cierta situación. El derrumbe de las normas absolutas y eternas, y la certeza de que nadie puede ser un mero espectador descriptivo, llevan a Mannheim a proponer un supuesto epistemológico valorativo. En su opinión, ser un observador meramente empírico de las ideologías es imposible, porque hasta ese punto de vista, supuestamente no valorativo, entra dentro de la ideología de la objetividad, que es ella misma parte de cierto concepto de verdad.

Mannheim observó que hay dos modalidades de incongruencia, en las que un sistema de pensamiento puede ser incongruente respecto de la tendencia general de un grupo o sociedad: (i) aferrarse al pasado (resistencia al cambio), o (ii) dar un salto hacia delante (estímulo del cambio); quedar detrás de una situación o adelantarse a ella. En cualquier caso, lo que preserva al pensador en su crítica de la ideología de formar parte él mismo del proceso ideológico es su capacidad de reflexión total, como si uno pudiera ver el todo. Según Mannheim, “sólo cuando tenemos cabal conciencia del alcance limitado de cualquier punto de vista nos hallamos en la senda que conduce a la comprensión del todo”. Este concepto de totalidad no es de absoluto trascendente, sino que supone trascender el punto de vista particular.

El concepto de lo congruente-incongruente apunta a la relación entre ideología y utopía. La incongruencia es una discordancia entre lo que decimos y lo que en realidad hacemos; pero ello implica fijar los criterios que determinen la falta de congruencia, el juez que lo determine, y cuál es la realidad a que nos referimos, pues la realidad siempre está metida en un marco de pensamiento que es él mismo una ideología. Por tanto, el presunto juicio entre lo congruente y lo incongruente plantea tantos problemas como los que resuelve, y en ello reside el problema de la ideología: un proceso que se frustra a sí mismo y que parece permitir sólo juicios ideológicos (“círculo de reflexión e ideología”). Según Mannheim, “debemos hallar un punto de partida axiomático más fundamental, una posición desde la cual sea posible sintetizar la situación total”, es decir, de trascender el punto de vista particular. Para Ricoeur, el juicio sobre una ideología es siempre un juicio procedente de una utopía; así, para salir de la circularidad en que nos sumen las ideologías hay que tomar una utopía y juzgar la ideología sobre esa base. Si no puede haber un espectador trascendente, debemos aceptar un criterio práctico; en ese sentido, ideología y utopía tienen sentido como una pareja significativa de términos opuestos.

Hay dos criterios formales para definir la utopía. (i) Su incongruencia con el estado de la realidad (incongruencia que comparte con la ideología); la dificultad será determinar lo que sea la realidad, pues para medir la incongruencia realidad-utopía debemos poseer un concepto de realidad, y este concepto es él mismo parte del marco valorativo, lo que nos devuelve a la circularidad. (ii) Su tendencia “a destruir, ya parcialmente, ya enteramente, el orden establecido”; aquí la ideología se define por oposición a la utopía, pues es lo que preserva cierto orden o status quo, mientras que las utopías no son ideologías en la medida en que logran transformar la realidad histórica existente. Para Mannheim, lo importante es la interacción entre estos dos criterios. Puesto que la existencia es siempre una forma histórica concreta de existencia social, es decir, un orden de conformidad con el cual las personas obran (orden de vida operante), la ideología se opone a un criterio concreto de la praxis; Mannheim no concibe un orden operativo simbólicamente constituido, como Geertz, de ahí que para él la ideología es lo incongruente o discordante. Sin embargo, el orden operativo de vida es tanto infraestructural como superestructural, y es difícil determinar qué hace que algunos modos sociales de

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pensamiento y de experiencia sean congruentes con el verdadero orden operante y otros no lo sean; por ello, la definición que da Mannheim del concepto de incongruencia es un criterio sumamente difícil de aplicar.

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Por tanto, la capacidad de cambio es el criterio para diferenciar la ideología de la utopía. Para Mannheim, “las ideologías son ideas que trascienden las situaciones y que nunca logran realizar de facto sus proyectados contenidos”; las ideas trascendentes expuestas en la ideología carecen de validez o son incapaces de modificar el orden existente; con la ideología, lo irreal es lo imposible. Sin embargo, “las utopías también trascienden la situación social… [pero] no son ideologías en la medida en que logran, mediante una acción contraria, transformar la realidad histórica existente”. Como la ideología es concebida como lo irrealizable, queda descartada su congruencia con la realidad existente, y por tanto su posible función conservadora. Con ello, Mannheim opone la esterilidad de la ideología con la fecundidad de la utopía.

No obstante, la significación de lo utópico o ideológico cambia según el grupo que aplique la designación. Así, cuando son los representantes de la clase gobernante quienes juzgan, la utopía representa lo irrealizable, pues los representantes del orden y defensores del status quo llaman irrealizable o utópico a lo que no es realizable de conformidad con el orden que representan o va más allá de él; en dichas circunstancias, la definición formal queda anulada por quienes usan el rótulo, y la concepción formal de la utopía se deforma por la ideología. Puesto que los criterios para determinar lo que es realizable siempre son suministrados por los representantes de los grupos dominantes, la ideología tipifica a la utopía como aquello que no puede ser realizado, en tanto que formalmente es lo que puede ser realizado; así, “siempre es el grupo dominante el que determina lo que ha de ser mirado como utópico, mientras que el grupo que está en ascenso determina lo que ha de mirarse como ideológico” (Mannheim).

Puesto que existe un conflicto de ideas entre el concepto del sociólogo, el del grupo o grupos en el poder y el del grupo o grupos que se oponen, se puede concluir que el criterio de la posibilidad de realización de Mannheim tiene poca utilidad, y que sólo es aplicable en el caso de utopías pasadas. En las controversias actuales, la posibilidad de realización es casi un criterio inútil, porque siempre nos hallamos envueltos en el conflicto, no sólo entre ideologías, sino también entre grupos dominantes y grupos ascendentes.

De esta discusión podemos extraer tres consecuencias: (i) la conexión entre la ideología y el grupo gobernante y entre la utopía y el grupo ascendente; la capacidad para revelar lo ideológico parece depender de la crítica hecha por la mentalidad utópica; no podemos salirnos de la polaridad ideología-utopía, pues no son dos conceptos teóricos, sino que constituyen un círculo práctico. (ii) Si la utopía tiende a destruir un orden dado, la ideología es la que lo preserva; por tanto, el conflicto ideología-utopía remite a la problemática de la dominación y de la legitimidad. (iii) el criterio de la posibilidad de realización no es un buen medio para distinguir ideología y utopía, pues si bien Mannheim concibió la ideología como inocua y la utopía como realizable, ahora destacamos la ideología como lo que preserva un orden y la utopía como lo que lo destruye; en cierto sentido, las ideologías ya están realizadas, confirman lo que existe, mientras que las utopías nunca se realizan hasta el punto de crear la distancia entre lo que es y lo que debería ser; en se sentido, el rasgo diferencial de la utopía no es la posibilidad de realización, sino su función de preservar la oposición, de preservar la distancia entre sí misma y la realidad. Una sociedad en la que todo estuviese realizado, congruente, también estaría muerta, porque no habría ninguna distancia: no habría ideales, ni proyectos; la supresión de la incongruencia, la supresión de la desconexión entre ideales y realidad, significaría la muerte de la sociedad. Así, Mannheim nos suministra las bases para construir un nuevo marco teórico: hemos aprendido que no podemos salirnos del círculo de ideología y utopía, pero también que ese círculo no es un círculo vicioso que se anula a sí mismo, sino que es un círculo práctico.

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TEMA 5

MAX WEBER

1. EL MODELO DE LA MOTIVACIÓN

Las conferencias de Ricoeur trazan un movimiento regresivo del análisis de la ideología, que parte de su función como deformación (Marx), para pasar luego a analizar su función legitimante en su correlación con el dominio (Weber), y finalmente concluye con su función constitutiva o integradora (Geertz). Al final, el recorrido nos permitirá establecer el carácter de la utopía: mientras que la ideología tiene la función de preservar una identidad, la utopía tiene la función de abrir la puerta a lo posible; el contraste entre ambos nos permite ver los dos lados de la función imaginativa de la vida social.

El sociólogo MAX WEBER (Alemania, 1864-1920) consiguió diseñar un marco conceptual para el problema de la dominación mejor que el de los marxistas ortodoxos (mecanicista, no dialéctico, basado en la relación infraestructura-superestructura); además, al depender del concepto de eficiencia, el marxismo clásico se encontraba atrapado en un modelo imposible. La alternativa de Weber a ambos es un modelo de motivación.

Weber define la sociología como una comprensión interpretativa de la acción social, que aspira a ofrecer una explicación causal de su curso; sólo porque es interpretativa, puede ofrecer explicaciones causales. Según Weber, lo que debe interpretarse es la acción y no la conducta, ya que la conducta es una serie de movimientos en el espacio, mientras que la acción tiene sentido para el agente humano (“Hablaremos de acción en la medida en que el individuo que actúa asigna una significación subjetiva a su conducta”). Además, la acción no sólo debe tener sentido para el sujeto, sino también en relación con otros sujetos (“La conducta del actor está significativamente orientada hacia la conducta de los demás”); por tanto, la acción es subjetiva a la vez que intersubjetiva. La sociología es doblemente interpretativa, en la medida en que su objeto implica tanto una dimensión de significación subjetiva como una dimensión de atención a los motivos de los demás; el modelo de motivación considera ambas dimensiones. Además, en el concepto de acción social destacan varios aspectos: (i) la aquiescencia pasiva es parte de la acción, pues obedecer, someterse o aceptar la validez de una autoridad es parte de una acción social; (ii) la acción puede estar orientada hacia la conducta pasada, presente o futura de los demás (p. e., la venganza), lo que introduce una dimensión histórica en la acción; (iii) la motivación de la acción por sucesos pasados, presentes o futuros indica que una función de la ideología es preservar la identidad en el tiempo.

Por tanto, el modelo de la motivación se fundamenta en una comprensión interpretativa orientada hacia la acción de los demás; sin embargo, debido a la inmensa variedad de motivaciones individuales, Weber propone diseñar tipos ideales de acción que permitan captar la complejidad de los casos singulares reales mediante un sistema combinatorio. Weber propone los cuatro tipos ideales de acción siguientes:

i. Acción teleológicamente racional : está determinada por lo que se espera, en cuanto al comportamiento de objetos y de otras personas. Se trata de la racionalidad de los fines, y es afín al tipo burocrático de autoridad legal.

ii. Acción valorativamente racional : está determinada por la creencia en el 40

valor intrínseco de cierta conducta, forma ética, estética o religiosa, al margen de las perspectivas de éxito, y es afín al sistema de legitimidad del líder carismático.

iii. Acción afectiva : está determinada por los afectos y estados anímicos del actor, y también es afín al líder carismático, por el lazo emocional líder-seguidores.

iv. Acción tradicional : está determinada por hábitos inculcados, y es afín a la autoridad tradicional, en tanto los líderes son obedecidos por su condición ancestral o por ser considerados los portavoces de la divinidad.

Para Weber, el concepto de orden refiere a la organización de un todo con sentido constituido por individuos, como un organismo que presenta relaciones entre las partes y el todo. Weber hizo hincapié en el orden legítimo, en el que la ideología ya desempeña un papel notable, y cuya legitimidad puede estar garantizada de dos maneras fundamentales: (a) por una garantía subjetiva (que puede ser afectiva, valorativamente racional o religioso-tradicional); o (b) por una expectación de efectos exteriores específicos o intereses (teleológicamente racional). Comprobamos aquí el paralelismo entre los modos de orientación y los tipos de legitimidad, lo que demuestra que para Weber sólo dentro de un sistema de motivos puede garantizarse la legitimidad de un orden. Es importante destacar que para Weber el punto de vista es siempre el del actor, pues son los actores quienes legitiman un orden social, y lo hacen en virtud de: (i) la tradición (es válido todo lo que siempre ha sido así); (ii) la fe afectiva (es válido todo lo que es ejemplar o perfecto); (iii) la fe valorativamente racional (es válido todo lo que es considerado un valor absoluto); y (iv) la imposición positiva que se considera legal (sancionado legalmente). Para Weber, la legitimidad del orden es la clave del problema de la autoridad.

Otro concepto importante para Weber es el de vínculo social o conexión social, en el que distingue entre vínculo integrador y vínculo asociativo. De ambos conceptos, Weber destaca la relación asociativa, que procede de la tradición jurídica del contrato (Hobbes, Rousseau), y que predomina en las relaciones económicas del sistema capitalista; el mundo es una esfera de conflictos, y los individuos y organizaciones se relacionan unos con otros mediante contratos. El Estado burocrático es un ejemplo de relaciones asociativas: en su relación con el sistema administrativo, los obreros no sienten que pertenecen emocionalmente a una entidad, y para Weber esto es bueno, pues los trabajadores cumplen papeles sociales que están conectados unos con otros sin que intervengan los sentimientos. Weber cree que la participación de los sentimientos es peligrosa, porque conduce a buscar un Führer o líder; en su opinión, todo esfuerzo para reconstruir la sociedad como una gran comuna (basada en vínculos integradores) puede tener consecuencias ultraizquierdistas o ultraderechistas: anarquía o fascismo. En estas circunstancias, el carácter constitutivo de la ideología es importante, pues las cualidades comunes (raza, lengua) no bastan por sí solas para genera una relación social comunal.

Otro concepto importante es el grado de cierre de un grupo, que está relacionado con el problema de la identidad grupal, y refiere a la existencia de límites que definan quién pertenece y quién no a un grupo (reglas de afiliación y de exclusión). Para Weber, los principales motivos del carácter cerrado de una relación grupal son: (i) el mantenimiento de la cualidad, (ii) la reducción de las ventajas en relación con las necesidades de consumo, y (iii) la creciente escasez de oportunidades de adquisición. El concepto de grupo cerrado también se define dentro de un sistema de motivación.

El siguiente concepto weberiano es el de organización. El concepto del poder permite a Weber diferenciar en los grupos entre gobernantes y gobernados, y ello le lleva a

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afirmar que “Una relación social que sea cerrada o limite la admisión de extraños se llamará una organización cuando sus reglamentaciones son impuestas por determinados individuos: un jefe y posiblemente un cuerpo administrativo que normalmente tiene también poderes representativos” (no toda relación social cerrada es una organización: relación erótica, grupo de parientes). Se distingue así el cuerpo gobernante como estrato distinto en el seno del grupo; ya no es el grupo como un todo el que determina su organización, sino que ésta viene dada por aquellos que se encuentran en condiciones de imponer el orden: se trata, por tanto, de un orden impuesto. Los problemas de la legitimidad proceden de esta división gobernantes-gobernados, y la necesidad de legitimar la imposición de las reglamentaciones del cuerpo gobernante prepara un posible concepto de ideología. Weber insiste en el concepto de imposición en las organizaciones (orden impuesto), pues en dichas circunstancias existe un género especial de acción no orientada hacia los demás, sino hacia el sistema de imposición (obedecer, seguir las reglas). El conflicto entre ideología y utopía se desarrolla en este nivel: la ideología aspira a legitimar el sistema de autoridad, y la utopía plantea una manera diferente de usar el poder o propone soluciones alternativas al sistema de poder existente. Según Weber, no existe ninguna sociedad sin algún elemento de reglas impuestas, pues no es posible que una forma de gobierno satisfaga a todo el mundo; el supuesto de que la minoría se someterá a la mayoría vuelve a introducir el elemento de coacción. En todo gobierno existe una violencia impositiva; el gobierno de la mayoría impone una violencia más sutil, pero violencia al fin; la ley de la unanimidad es siempre más peligrosa que la ley de la mayoría, porque al menos en ésta podemos identificar a la minoría y definir sus derechos.

El siguiente concepto weberiano es el de dominación, que trata la relación entre el mandato y la obediencia, y refiere a la probabilidad de que un mandato con un determinado contenido sea obedecido por un grupo de personas. El sistema de poder tiene una determinada credibilidad, y esto le permite contar con la conducta de sus miembros; por tanto, la dominación consiste en una obediencia esperada. El problema que se plantea consiste en saber cómo algunas personas están en condiciones de dar órdenes con éxito de obediencia a otras.

Según Weber, la definición del Estado se alcanza cuando a todos los conceptos anteriores se le añade la amenaza del legítimo empleo de la fuerza, pues su estructura del poder depende de que pueda sostener “la pretensión al monopolio del uso legítimo de la fuerza física en la imposición de su orden”. Como dijo Lenin, el Estado se define no por sus metas, sino por sus medios, y su medio es la coacción; sólo el Estado puede emplear la violencia legalmente en su territorio. Sin embargo, la coacción del Estado está en última instancia sostenida, no por su poder físico, sino por la respuesta de los ciudadanos, pues la pretensión de legitimidad del Estado se tiene que ver necesariamente correspondida por la creencia en la legitimidad de los ciudadanos; es decir, que lo que permite la dominación del Estado es más su estructura retórica que su fuerza, que la puede emplear pero como último recurso. Así, en la relación Estado-ciudadanos no podemos prescindir del marco de motivación, porque sólo dentro de ese marco cobra sentido la cuestión de la pretensión a la legitimidad.

2. ESTRUCTURA IDEOLÓGICA DEL SISTEMA DE LEGITIMIDAD

Por tanto, el concepto de pretensión a la legitimidad de un orden social propuesto por Weber presenta un desarrollo en tres fases: (i) la intención de dotar de un orden social a un grupo, lo que implica una representación individual del mismo y una orientación recíproca entre actores; (ii) la diferenciación gobernantes-gobernados, lo que implica la pretensión del grupo gobernante de

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imponer su modelo de orden y el concepto de orden impuesto; y (iii) la amenaza del empleo de la fuerza, lo que implica la pretensión de los gobernantes de obtener el monopolio del uso legítimo de la fuerza para imponer el orden. En base a ello, Ricoeur afirma que el problema de la ideología se plantea con la comparación entre pretensión a la legitimidad y creencia en la legitimidad; sin embargo, aunque Weber contaba con los instrumentos adecuados para tratar el problema de la ideología, no lo hizo, y guardó silencio sobre ello.

En su análisis, Weber presenta la creencia en la legitimidad como algo suplementario frente a la pretensión de legitimidad; sin embargo, existe una discrepancia o brecha entre ambos conceptos, pues la pretensión de legitimidad de los gobernantes es siempre mayor que la creencia en su legitimidad de los ciudadanos. Por ello, la creencia debe aportar algo más que permita que la pretensión sea aceptada por quienes están sometidos al orden: ese algo más funciona a modo de plusvalía, y la hipótesis de Ricoeur es que es precisamente la ideología la encargada de rellenar la brecha mediante una plusvalía de autoridad. Según esta idea, el aparato ideológico es el suplemento de la coacción del Estado, y en general de las instituciones de la sociedad civil como un todo.

Aunque Weber distingue tres clases de pretensiones de legitimidad, en función del tipo de dominación, en realidad esta clasificación la realiza en base a las creencias:

i. Motivos racionales (autoridad legal): creencia en la legalidad de la estructura de reglas consagradas y en el derecho a emitir mandatos de quienes han sido elevados a la autoridad según tales reglas.

ii. Motivos tradicionales (autoridad tradicional): creencia en la santidad de tradiciones inmemoriales y en la legitimidad de quienes ejercen la autoridad.

iii. Motivos carismáticos (autoridad carismática): devoción a la santidad, al heroísmo o al carácter ejemplar de una persona o de las normas reveladas por ella.

Sería erróneo suponer que el problema de la creencia existe sólo en la autoridad carismática o tradicional, pues hasta la legalidad descansa en la creencia. En un sistema de representación, el gobierno de la mayoría es el gobierno del todo, y la minoría debe tener alguna confianza en el gobierno de la mayoría para aceptarlo. La aceptación es la creencia en la cual se basa la legalidad; es una forma de reconocimiento. Así, las reglas y normas legales, para ser aceptadas, deben ser coherentes, establecidas con una intención y ser el producto de un orden impersonal. Las personas que ejercen autoridad están ellas mismas sujetas al orden impersonal, y gobiernan según las reglas de éste, no según sus propias inclinaciones. El pueblo no debe obediencia a las autoridades como individuos, sino como representantes del orden impersonal. Todas las relaciones son despersonalizadas; el sistema está formalizado.

Entre los aspectos ideológicos de un sistema de reglas destacan los tres puntos siguientes. (i) La autoridad se comprende mejor dentro de un sistema de dominación, pues hasta la autoridad legal requiere la creencia de sus súbditos; esto implica una significación positiva de la ideología. (ii) Cualquier sistema de formalización puede ser fingido, y puede servir para encubrir las prácticas reales de una organización; un ejemplo es el uso de la relación contractual para encubrir la verdadera relación salarial de capital y trabajo: trabajador y empleador son jurídicamente iguales, uno suministra trabajo y el otro dinero, lo que cataloga dicha relación como un contrato, pero dicho formalismo encubre la naturaleza real de fuerzas subyacentes. (iii) La defensa del formalismo y la despersonalización; para Weber, la despersonalización de las relaciones burocráticas servía para proteger

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los derechos del individuo; pero al prestar atención a los medios de un sistema, pierde de vista sus metas y las creencias subyacentes que lo sustentan; de hecho, identifica la autoridad legal tan sólo por los medios que emplea. Así, Weber va desplazando su teoría de la motivación a favor de una teoría de los medios.

Weber es el primero en tratar la naturaleza de la burocracia y en introducir una sociología de las instituciones burocráticas. Una burocracia tiene una jerarquía claramente bien delineada, su sistema de selección y promoción es público… pero ninguna de estas reglas tiene nada que ver con las creencias; Weber abandona el sistema de motivación, lo que le lleva a no reflexionar sobre los males del Estado burocrático (implicaciones represivas de un sistema racionalista, alienación, arbitrariedad, irresponsabilidad en nombre de la obediencia, carrerismo…). Para Weber, la cuestión es quién controla la maquinaria burocrática; en su opinión, el ciudadano medio no es competente para discutir estas materias, y se pronuncia a favor de los tecnócratas, que suelen ser más racionales que los políticos; pero, ¿quién controla a los tecnócratas?

Weber señala la conexión entre la burocracia y el sistema capitalista, pues fueron los auspicios capitalistas los que crearon la necesidad urgente de una administración estable, estricta, intensiva y predecible. Finalmente, el crecimiento del aparato burocrático generó una gran distancia entre la maquinaria burocrática y el individuo; de hecho, rebajar el nivel de la burocracia y acercarla a los ciudadanos es una cuestión central de las modernas utopías. Para Weber, este problema no incumbe sólo al capitalismo, pues un sistema socialista no lo resolvería mejor. Sin embargo, los sistemas formalizados son opacos y poco claros; así, su criterio de la libre selección afirma que un puesto debe ser ocupado por una relación contractual libre, pero en el sistema capitalista hay algo que escapa a la libre selección: la selección de los poseedores de capital. De ese modo, el cuerpo económico de un sistema capitalista escapa a la racionalidad del Estado burocrático y se apoya en otra forma de racionalidad: la de los beneficios económicos. En la medida en que el empresario capitalista no está libremente seleccionado y tiene el poder de influir en las decisiones políticas, esta cumbre del personal administrativo no es tanto administrativa como política: la jerarquía capitalista se solapa con la jerarquía política.

Ricoeur plantea la hipótesis de que la autoridad legal continúa siendo una forma de dominación, en la medida en que la arbitrariedad sirve para ocultar los residuos de lo tradicional y de lo carismático. En realidad, todos los sistemas de poder implican, en diferentes proporciones, elementos de legalidad, de tradición y de carisma; de hecho, una comunidad política es un fenómeno histórico que no existe sólo en el presente, sino también en el pasado y en el futuro, pues su función consiste en conectar pasado, presente y futuro. Por ello, cabe preguntarse si el poder legal no se apoya en algunos rasgos de lo tradicional y lo carismático a fin de ser un poder y no sólo legal.

En cuanto a la autoridad tradicional, Weber usa la palabra santidad en su definición, un elemento casi religioso pero que podemos considerarlo ideológico: el pueblo cree que cierto orden tiene una especie de santidad, aun cuando no merezca ser obedecido. En ella, existe una red de relaciones más personalizada, basada en la creencia de que lo que procede del pasado tiene más dignidad que lo que se instituye en el presente; existe un prejuicio en favor de la tradición, del peso del pasado. Pero Weber peca al analizar la autoridad tradicional y la carismática, no por sí mismas, sino por comparación con la autoridad legal: analiza primero la racional para pasar luego a los otros tipos, a fin de descubrir lo que les falta; no es un orden histórico, y por ello Weber trata la tradición por contraste negativo. El problema de la ideología subyacente en la tradición se escapa, porque la burocracia es el término de comparación, y ella misma es analizada de la manera menos ideológica posible.44

En cuanto a la autoridad carismática, Weber define el carisma como “cierta cualidad de una personalidad individual en virtud de la cual se la considera extraordinaria”, y por ello “el individuo en cuestión es tratado como un líder”. Aunque este modelo pudiera parecer superado, en realidad siempre hay un elemento que toma decisiones en un sistema de poder, y este elemento es hasta cierto punto siempre personal; por ello, el tema del líder nunca puede quedar excluido, y se afirma que el pueblo vota por tres cosas a la vez: un programa, un partido y un líder. En este tipo ideal, el valor religioso del carisma es puesto al servicio de la estructura política. Ésta puede ser, en definitiva, la primera ideología del poder: la creencia de que el poder es divino, de que no proviene de nosotros mismos, sino de Dios, y que, por tanto, el reconocimiento de la autoridad es un deber del pueblo; de ese modo, el origen del poder, que está en el pueblo, es robado. Aquí la pretensión no se apoya en la creencia, sino que la creencia es arrancada por la pretensión.

Para concluir, señalar que, pese a que Weber no analizó el problema de la ideología, sí formuló en sus obras cierta reciprocidad entre la ética del protestantismo y la ideología del empresario; existe cierta circularidad entre la estructura de clases y la ideología religiosa, pues la ética suministra la estructura simbólica dentro de la cual operan las fuerzas económicas. Desde el punto de vista causal, no es posible determinar lo que se da primero, porque una fuerza opera dentro de un marco de significación, y éste no puede formularse en términos de infraestructura y superestructura. Weber nos ofrece un marco mejor para afrontar el problema, pero pasa por alto los resultados: el hecho de que nuestras relaciones están petrificadas, congeladas, en un proceso de reificación que se produce dentro de un sistema simbólico. Quizás por ello recurrió a sus célebres tipos ideales, porque quizás la única manera de recobrar la significación es permanecer fuera del proceso deformador y manejarse con las abstracciones de los tipos ideales. Así, un sistema de poder descansa en nuestras creencias, aunque no lo reconozcamos inmediatamente; el marco conceptual de Weber nos permite ver la brecha entre pretensión y creencia, y aunque él desistió de analizar sus razones y su importancia, de sus análisis se desprende que es en virtud de algún proceso ideológico como tenemos nuestras motivaciones en relación con el poder.

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TEMA 6

JÜRGEN HABERMAS

1. MARCO CONCEPTUAL

El marco conceptual de JÜRGEN HABERMAS (Alemania, n. 1929) es metacrítico. En su opinión, la metacrítica “somete la crítica del conocimiento a una inexorable autorreflexión”; para él, la metacrítica es todavía crítica, en la medida en que su cuestión central es la cuestión de la síntesis del objeto. El problema es saber de qué manera un sujeto tiene un objeto frente a sí o cómo interpretamos el principio de la realidad. En Kant, la síntesis está asegurada por la serie de categorías que denominó entendimiento; detrás de esta estructura de categorías está el principio de unidad llamado el yo trascendental, que es el principio de la síntesis del objeto mediante categorías, esquematismos, tiempo…

Respecto al marxismo, Habermas pretende mostrar que Marx encaja en la tradición de una filosofía crítica que deriva de Kant. Para él, el marxismo no es ni una ciencia empírica ni especulativa: el marxismo es una ciencia crítica. Así, afirma que la solución materialista al problema de la síntesis consiste en colocar el trabajo en el lugar del esquematismo de Kant. Una tradición que está detrás de este enfoque de Marx es la relación hegeliana de amo y esclavo, en la que el papel del objeto es central: el amo consume el objeto y el esclavo lo produce, mientras cada uno reconoce al otro en virtud de lo que el otro hace, y cada uno se reconoce también a sí mismo según lo que el otro le hace. En este intercambio de posiciones, el amo ve la significación de su consumo en el trabajo del otro y el esclavo ve la significación de su trabajo en el consumo del amo.

La interpretación de Habermas es posmarxista, tomando una posición más allá de Marx. Así, contrapone el materialismo a las operaciones intelectuales del idealismo (las categorías, los esquematismos de Kant) y reemplaza el yo trascendental por la productividad de un sujeto que trabaja y se materializa en su trabajo. Se trata, no de una mera repetición de Marx, sino de una repetición crítica. En Marx, dice Habermas, “La cuestión de la constitución del mundo no es la conciencia trascendental en general sino la especie humana concreta que reproduce su vida en condiciones naturales”. Habermas reproduce el concepto de especie humana concreta como residuo del concepto de Feuerbach. Una humanidad práctica como portadora de la síntesis ocupa el lugar de la conciencia trascendental. La ventaja que ofrece Habermas consiste en afirmar que el trabajo produce la síntesis del objeto significa, no simplemente observar el papel económico de la actividad humana, sino también comprender la naturaleza de nuestro conocimiento, el modo en que aprehendemos el mundo. “El trabajo no es sólo una categoría fundamental de la existencia humana, sino también una categoría epistemológica”.

La discusión de la síntesis de Habermas también nos da una mejor interpretación de lo que Husserl denominó mundo de la vida. Entender el trabajo social como síntesis nos permite eliminar “el equívoco lógico trascendental”; así, podemos evitar el tomar ahistóricamente el concepto de mundo de la vida (Habermas asegura que Husserl nunca se liberó del enfoque trascendental kantiano). Según este autor, debemos hablar de la humanidad en términos históricos; esta historicización de lo trascendente es posible porque Marx vinculaba la historia con las fuerzas de producción, introduciendo la dimensión histórica. De manera que la síntesis dada por el trabajo es distinta de la esencia fija atribuida por Kant a las categorías. A diferencia de Marx, sin embargo, para Habermas las ideas, el entendimiento, también tiene una historia; por ello no acepta el prejuicio de Marx de que las ideologías no tienen 46

historia.

Por otro lado, Habermas critica a Marx por reducir el concepto de actividad al de producción, como si fuera una mera acción instrumental; esta reducción es lo que Marcuse describió como el carácter unidimensional del ser humano. En última instancia, la ideología marxista conduce a una reducción tecnológica, cuya consecuencia básica es que la teoría marxista se presenta incapaz de legitimar su propia función crítica. Si los seres humanos sólo sintetizan la realidad mediante el trabajo, y si no hay ninguna distancia crítica respecto de ese trabajo, no podemos dar una explicación de la obra de Marx atendiendo a sus propias categorías. Tenemos una teoría que no da sentido a su propia realización; falla el elemento autorreflexivo, que queda abolido por la reducción de la capacidad autogeneradora de la acción humana a mera acción instrumental.

Según Habermas, Marx presenta una teoría dualista al distinguir entre fuerzas de producción y relaciones de producción. Por relaciones de producción se entiende el marco institucional del trabajo, el hecho de que el trabajo existe dentro de un sistema de libre empresa, o dentro de la empresa manejada por el Estado. Un marco institucional es no sólo un sistema de reglas legales, un marco jurídico, sino que es, además, lo que Habermas llama la estructura de la interacción simbólica y la tradición cultural en virtud de las cuales un pueblo aprehende su propio trabajo. Las tradiciones y culturas de cada región influyen en las relaciones de producción. Para Habermas, sólo dentro de un marco conceptual que distinga relaciones y fuerzas podemos hablar de ideología, ya que la ideología se da solamente en el nivel de las relaciones de producción. El trabajo es la fuente de la síntesis, pero el trabajo humano es siempre algo más que acción instrumental porque no podemos trabajar sin aportar nuestras tradiciones y nuestra interpretación simbólica del mundo. Nuestro trabajo abarca también el marco institucional de la sociedad, ya que el trabajo se define mediante contratos y otras estipulaciones. Así, no podemos definir la praxis atendiendo solamente a las técnicas laborales que aplicamos. Por ello, la distinción entre superestructura e infraestructura no es apropiada, porque incluimos algo de la llamada superestructura en el concepto de praxis: la praxis comprende un estrato ideológico.

Según Habermas, una ciencia natural se caracteriza porque puede ser no reflexiva, ya que trata con objetos diferentes del sujeto que conoce; en consecuencia, el científico no está involucrado en su ciencia. Las ciencias sociales, en cambio, son reflexivas. Cuando las ciencias sociales se conciben erróneamente como ciencias análogas a las ciencias naturales, el control de las fuerzas productivas se convierte en control técnico. Para Habermas, en esta reducción se basa la moderna ideología, que pasa de la reducción de la acción al trabajo, de la reducción del trabajo a la acción instrumental, y de la acción instrumental a la técnica. Pero se necesita algo más que la mera acción instrumental: las relaciones de poder que regulan las interacciones humanas. Por ello, Habermas distingue entre una teoría de la interacción y una teoría de la acción instrumental, como respuesta a la tensión que hay en Marx entre lo técnico y lo práctico, entendiendo por práctico todas las dimensiones de la acción regida por normas e ideales (la ética), es decir, todos los ámbitos de la acción que tienen una estructura simbólica, una estructura que interpreta la acción y a la vez la regula.

Sin la distinción entre acción instrumental y acción comunicativa, no hay cabida para la crítica, y ni siquiera para la misma ideología. Sólo dentro de un marco institucional la dependencia social y el poder político pueden desplegar sus efectos represivos. Por estas razones, el concepto de lucha de clases, inserto en el marco de la acción comunicativa, es un concepto homogéneo, no con el de producción, sino con el marco institucional dentro del cual obran las fuerzas productivas: es parte del proceso de autoconciencia, y significa elevarse a una nueva dimensión de conciencia: la conciencia de clases. La lucha de clases es parte del movimiento que

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pasa desde la alienación al reconocimiento dentro del proceso de simbolización: es un proceso de desimbolización. Un modo en que nos identificamos como sujetos es a través de nuestra identificación de clase.

Habermas define la ideología como una enfermedad de comunicación. La ideología no es deformación accidental, sino deformación sistemática de la relación comunicativa o dialogística. Importante para Habermas es el concepto de reificación, tomado de Marx. Así como la religión transformó la actividad humana en el poder de lo divino, de la misma manera el capitalismo reificó el trabajo humano en la forma de la mercancía. La función más importante de la ideología consiste en estabilizar el antagonismo de clases en virtud de la institución legal del libre contrato laboral. Al ocultar la actividad productiva en una forma de mercancía, la ideología opera en el nivel del mercado. Por tanto, con todo ello se ha producido un desplazamiento de la ideología desde la esfera religiosa a la esfera económica.

2. CONCEPTO Y CRÍTICA DE LA IDEOLOGÍA

Habermas elabora un paralelismo entre el psicoanálisis y la crítica de la ideología. Para él, el psicoanálisis tiene un carácter distintivo porque incorpora una fase de explicación en un proceso que es fundamentalmente autorreflexivo. La explicación no es una alternativa de la comprensión, sino un segmento del proceso general. Para Habermas, el psicoanálisis tiene una estructura paradójica, porque abarca tanto la comprensión como la explicación: combina el análisis lingüístico con las conexiones causales. En esta situación, el psicoanálisis tiene que enfrentarse con un texto sistemáticamente deformado. Como el contenido latente es inaccesible al autor, es menester dar un rodeo apelando al método explicativo. En el análisis de los sueños suele encontrarse un buen ejemplo de la dualidad del psicoanálisis. Por un lado, se necesita cierto análisis lingüístico: un sueño es un texto que hay que descifrar mediante un método filológico; pero, por otra parte, la necesidad de explicar la deformación de los sueños exige una teoría del mecanismo de los sueños y una técnica frente a las resistencias que se oponen a la interpretación.

Habermas también observa que el psicoanálisis es paradigmático. La experiencia común de paciente y analista es la experiencia de una génesis de autoconciencia. De la misma manera, el objetivo de la lucha de clases es el reconocimiento y la aceptación. Pero este autorreconocimiento constituye una meta que se alcanza al suprimir las resistencias. El concepto de resistencia del psicoanálisis se convertirá en el modelo de la ideología, pues la ideología es un sistema de resistencias; la ideología se resiste a reconocer dónde estamos, quiénes somos… Desde el punto de vista del psicoanálisis, la comprensión intelectual del sistema de resistencias no basta; aun cuando un paciente comprenda intelectualmente su situación, esa información será inútil mientras no haya determinado una reestructuración de la economía libidinal. Paralelamente, en el mundo social, aunque los medios de comunicación masiva nos informen sobre la verdadera naturaleza del poder en la sociedad, ese conocimiento es inútil si no ejerce ninguna influencia en la distribución del poder. Precisamente, la tarea del análisis consiste en deshacer resistencias mediante un tipo de trabajo especial que Freud dio en denominar elaboración, y que conduce al reconocimiento.

Algunas partes de nosotros mismos que ya no son reconocidas porque están incomunicadas, no sólo respecto de los demás sino respecto de nosotros mismos, deben manifestarse como cosas. Así, el ello refleja la existencia de una parte de nuestra experiencia que ya no comprendemos, algo a lo que ya no tenemos acceso y que, por tanto, es como una cosa; es lo que ha quedado incomunicado

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de nosotros; no es algo que dado, sino que es producto de la expulsión. Así mismo, la represión es generada y producida, no por fuerzas naturales, sino por fuerzas que operan en circunstancias culturales; es lo que sucede cuando no nos reconocemos ni aceptamos, cuando nos proscribimos de nuestra propia compañía.

Hay varios puntos en los que el modelo del psicoanálisis puede transferirse a la crítica de la ideología. En primer lugar, si el tema principal de las ciencias sociales críticas es la autorreflexión, el psicoanálisis se basa en un proceso de autorrecuperación, de autocomprensión. En segundo lugar, tanto en el psicoanálisis como en la crítica de la ideología, las deformaciones se dan dentro del proceso de comunicación. La lucha de clases también es una forma de incomunicación, ya que comprende no sólo fuerzas en conflicto, sino también una interrupción del proceso de comunicación entre seres humanos: las personas llegan a ser extrañas entre sí. La falta de comunicación se extiende hasta el nivel del estilo, de la gramática, de la amplitud del vocabulario, en los sistemas simbólicos de cada grupo. En tercer lugar, debido a que las deformaciones con que tratan son sistemáticas, la mera ampliación de nuestra capacidad de comunicarnos no disolverá la deformación; esto exigirá la aplicación de una técnica intermedia, el rodeo de la explicación causal, a fin de explicar un segmento concreto de procesos ocultos y reificados.

También existen algunas diferencias entre el psicoanálisis y la crítica de la ideología. En primer lugar, en la crítica de la ideología no hay nada que pueda compararse con la relación psicoanalítica de paciente y terapeuta. En ésta última relación, alguien se llama a sí mismo el paciente y otra persona formada como terapeuta es reconocida como tal por el paciente. En la crítica de la ideología nadie se identifica como el paciente y nadie está facultado para ser el médico. Incluso el sociólogo puede ser un pensador que formula juicios de valor, al formar parte de la polémica. El pensador no trasciende la situación polémica y, por lo tanto, la ideología continúa siendo un concepto polémico también para el pensador. En segundo lugar, en la crítica de la ideología no hay nada comparable con la situación psicoanalítica de transferencia. La transferencia es el proceso en el que lo que ocurrió en una escena del neurótico se transpone en miniatura y artificialmente a la escena de la relación de paciente y terapeuta. La transferencia constituye una escena intermediaria entre la escena neurótica y la original escena infantil.

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TEMA 7

CLIFFORD GEERTZ

Hasta ahora, nuestro análisis regresivo de la ideología comprende tres fases principales: (1) la ideología como deformación, representada por Marx, la idea de que la ideas de la clase gobernante llegan a ser ideas rectoras de la sociedad, y por los conceptos de interés de clase, de actitud de sospecha y la relación entre infraestructura y superestructura; (2) la ideología como legitimación, representada por Weber, la separación entre la pretensión a la autoridad de los líderes y la creencia en esa autoridad por los subordinados, y los conceptos de actitud no valorativa del sociólogo, de motivación y de tipos ideales de autoridad; y (3) la ideología como integración, representada por Geertz, y las ideas de actitud interpretativa, de conversación y de simbolización.

Para CLIFFORD GEERTZ (EEUU, 1926-2006), el concepto de conversación implica asumir una actitud interpretativa, por la cual se acepta de un modo positivo que si se desea reconocer los valores de un grupo debe hacerse sobre la base de lo que ese grupo entiende por tales valores. La actitud interpretativa está relacionada con un marco conceptual que no es causal, ni estructural, ni de motivación: es un marco semiótico (≈ simbólico). Como Weber, Geertz piensa que “el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido”; en este nivel nos referimos a motivos, pero a motivos expresados en signos, y los sistemas significativos de los motivos constituyen el nivel de referencia. La cultura es entendida como un proceso semiótico, y el concepto de acción simbólica es fundamental. Para Geertz, la acción es simbólica, lo mismo que el lenguaje; desea mostrar que la acción está regida desde adentro por símbolos extrínsecos, a diferencia de los símbolos intrínsecos dados por la genética, cuyos códigos están incorporados en el organismo vivo. La diferenciación entre símbolos intrínsecos y símbolos extrínsecos supone un intento de fijar una línea divisoria entre los modelos biológicos y los modelos culturales. La diferencia entre uno y otro modelo pone de manifiesto que la flexibilidad biológica de la vida humana no nos da una guía para tratar las diferentes situaciones culturales; es por ello por lo que necesitamos un sistema secundario de símbolos culturales (aunque funcionen igual que los naturales).

La proposición que define la teoría extrínseca es la de que los sistemas de símbolos son confrontados con otros sistemas; pensamos y comprendemos cotejando: “el pensamiento consiste en la construcción y manejo de sistemas de símbolos que son empleados como modelos de otros sistemas físicos, orgánicos, sociales, psicológicos…”. Pensamos y comprendemos cotejando los modelos simbólicos con los procesos y estados del mundo exterior. Si asistimos a una ceremonia sin conocer las reglas del rito, todos los movimientos que vemos carecen de sentido; comprender es comparar lo que vemos con las reglas del ritual; un acto, una emoción, se identifica colocándolo sobre el fondo de un símbolo apropiado. Las configuraciones culturales son programas que nos procuran “un patrón o molde de la organización de procesos sociales y psicológicos, así como los sistemas genéticos nos suministran tal patrón para la organización de procesos orgánicos”.

Geertz criticó las teorías de la ideología vigentes, tanto la ideología como representación de intereses, o como producto de ciertas tensiones sociopsicológicas, pues no explican cómo un interés o una tensión se convierten en un símbolo. Según Geertz, la mayoría de sociólogos dan supuesto lo que significa que un interés está expresado por algo diferente: “No teniendo idea de como funcionan la metáfora, la analogía, la ironía, la ambigüedad, los retruécanos, las paradojas, la 50

hipérbole, el ritmo y todos los demás elementos que solemos llamar ‘estilo’, a los sociólogos les faltan los recursos simbólicos con los cuales pudieran construir una formulación más aguda”. Para Geertz, los recursos retóricos no tienen necesariamente la finalidad de engañarnos o engañar a los demás. La posibilidad de que la retórica pueda ser integradora y no deformadora, nos lleva a un concepto de ideología no despectiva. Fue E. Erikson (1968) quien llamó a la ideología la guardiana de la identidad; en su opinión, “un sistema ideológico es un cuerpo coherente de imágenes, ideas e ideales compartidos que suministra a los participantes una coherente orientación general en cuanto al espacio y el tiempo, en cuanto a los medios y los fines”.

Sobre la función integradora de la ideología, Ricoeur realiza tres observaciones fundamentales: (i) no hay ninguna acción social que no esté ya simbólicamente determinada, pues los sistemas simbólicos pertenecen ya a la infraestructura, a la constitución básica del ser humano; lo simbólico es extrínseco sólo en el sentido de que no pertenece a la vida orgánica; (ii) la correlación entre ideología y retórica; Habermas preparó el terreno a esta conexión, al analizar la ideología atendiendo a la comunicación; la ideología no es la deformación de la comunicación, sino la retórica de la comunicación básica; no podemos excluir del lenguaje los recursos retóricos, pues éstos constituyen una parte intrínseca del lenguaje; y (iii) no cabe hablar de ideología sin conflicto de ideologías, es decir, que la integración sin confrontación es preideológica.

Para Geertz, la ideología refiere en última instancia al poder. El problema de la integración nos lleva al problema de un sistema de autoridad: no se debe al azar el hecho de que el lugar específico de la ideología sea la política, pues la política es el terreno en que las imágenes básicas de un grupo suministran reglas para ejercer el poder. Las cuestiones de integración conducen a las cuestiones de legitimación, y éstas a su vez conducen a las cuestiones de deformación. Por supuesto que existen ideologías morales, económicas, estéticas..., pero todas ellas tienen implicaciones políticas. Si bien la ideología tiene una función más amplia que la política, cuando la integración llega al problema de la función de los modelos de autoridad la política se convierte en lo central y la cuestión de la identidad se convierte en el marco. En definitiva, lo que está en juego en el proceso de integración es la manera en que podemos pasar desde la idea general de una relación social a la idea de gobernantes y gobernados.

La ideología también influye en el problema de la religión. No se trata de que la ideología reemplace a la religión en la vida moderna; la religión intenta articular un ethos y una cosmovisión, y la función de un sistema religioso es, no evitar los sufrimientos, sino enseñarnos la manera de soportarlos, de considerar la vida y de conducirnos en ella. La religión procura una fundamental estabilidad en el nivel de nuestros sentimientos más profundos, por lo que refiere a lo ético. Así, los sistemas, entre ellos los religiosos, se enfrentan con otros sistemas que formulan análogas pretensiones de autenticidad y legitimidad.

Existe una relación entre integración e identidad. Lo que más teme un grupo es no ser capaz de identificarse a causa de las crisis y confusiones que provocan la tensión; la tarea consiste en superar esa tensión, y la ideología cumpliría esa función. Además, la ideología sustenta la integración de un grupo no sólo en el espacio, sino también en el tiempo; imponer celebraciones sobre los hechos que fundaron un grupo es un acto ideológico fundamental, cuyo objetivo es recuperar los orígenes, y sirve de recurso del sistema de poder para conservar su poder (en Francia la toma de la Bastilla, en EEUU el 4 de Julio, en Rusia la tumba de Lenin).

En este caso, la ideología es un fenómeno universal, a diferencia del concepto marxista según el cual la ideología nació con el desarrollo de las clases sociales (antes sólo había credos o creencias). Esto se debe a que Marx pone de relieve los aspectos

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deformadores de la ideología, antes que su función integradora. El carácter integrador de la ideología ayudaría a conservar el nivel apropiado de la lucha de clases que es, no destruir al adversario, sino llegar al reconocimiento y aceptación del adversario; la ideología así entendida pone un límite a la guerra social, pues su objetivo es conservar la vida del adversario, persistiendo el sentido de que se pertenece al mismo género. La cuestión es la integración, y no la supresión o destrucción del enemigo. Incluso en una sociedad de clases están en marcha procesos integradores: el sentido de una lengua común, de una cultura común, de una nación común… Tomemos como ejemplo la ideología de los EEUU. En el nivel externo, la ideología de los EEUU no se puede definir aislándola de las relaciones con otros países, pues está definida en parte por sus relaciones exteriores; a nivel interno, existen factores determinantes de dicha ideología, especialmente las numerosas agrupaciones sociales (clases, minorías étnicas y raciales, grupos religiosos); pero, con todo, los EEUU mantienen una ideología común: el individualismo. En EEUU la desocupación se considera un fracaso individual (al contrario que en Europa), se impulsa la libre empresa y la competencia de cada uno con los demás, careciéndose del sentido de la propiedad común.

Por último, Geertz analiza el papel de la imaginación en la vida social. Así, por un lado la imaginación tienen una función conservadora (preservar un orden a través de un proceso de identificación) y una función destructora (imaginar algo diferente, un ningún lugar); obviamente, la ideología representa el primer tipo de imaginación (conservadora) y la utopía el segundo (destructora). No obstante, la ideología siempre está a punto de hacerse patológica, pues aunque conserva la identidad, en realidad aspira a conservar lo que ya existe, lo que es, por tanto, una resistencia; así, la ideología opera en la línea fronteriza entre la función integradora y la resistencia.

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TEMA 8

KARL MANNHEIM: UTOPÍA

El mérito de KARL MANNHEIM (1893-1947) consiste en relacionar ideología y utopía. El único rasgo común es lo que él llama incongruencia, es decir, la desviación de ambos respecto de la realidad; sin embargo, plantean numerosas diferencias. Así, la UTOPÍA se caracteriza en que trasciende situaciones, en tanto que la ideología no; es esencialmente realizable (lo que va en contra del prejuicio sustentado por los que poseen el poder de que es un sueño irrealizable), en tanto que la ideología ya está realizada, pues aspira a conservar lo existente; una utopía pretende destruir un orden dado, mientras que la ideología supone su legitimación y conservación; la utopía es un género literario declarado, mientras que la ideología por definición no se declara, y siempre es la ideología de los otros; la utopía suscita cierta complicidad o connivencia, pues aspirar a convencer al lector por medios retóricos, mientras que la ideología suscita recelo, pues se oculta y debe ser desenmascarada; la utopía es histórica, mientras que la ideología es sociológica; las utopías suelen estar sustentadas por grupos en vías de ascenso, en general pertenecientes a los estratos inferiores de la sociedad, mientras que las ideologías tienen que ver con grupos dominantes; las utopías se dirigen más al futuro, mientras que las ideologías se dirigen más hacia el pasado, viéndose aquejadas por la condición de lo anticuado.

En general, existe una pluralidad de utopías que resultan muy difíciles de reunir con el nombre de utopía. Determinadas utopías fueron escritas por determinados autores, por lo que el contenido de las utopías se dispersa, siendo difícil tratar de aislar un núcleo único, pareciendo que lo que tenemos ante nosotros son sueños o ficciones sociales sin conexión entre sí e incluso en direcciones contradictorias.

Con el pensamiento marxista tiende a desaparecer la distinción utopía-ideolo-gía. Marx opuso la ideología a la praxis, y lo que se opone a la praxis es la ficción o imaginación; por tanto, bajo ese prisma lo irreal abarca ambos conceptos, y lo no cien-tífico comprende tanto la ideología como la utopía.

Mannheim elaboró un estudio de la utopía basado en tres pasos: (a) una criteriolo-gía de la utopía, (b) una tipología de la utopía, y (c) los cambios de configuración en la mentalidad de la utopía. Son los siguientes:

a) Criteriología de la utopía . La ideología y la utopía tienen un rasgo en común: la incongruencia (desviación respecto de la realidad); y un rasgo diferencial: la utopía trasciende situaciones, en tanto que la ideología no, es decir, que la utopía está siempre en el proceso de realizarse, mientras que la ideología no tiene ese problema de la realización porque es la legitimación del orden existente. Además, las utopías tienen que ver con grupos en vías de ascenso, y las ideologías con grupos dominantes; las utopías se dirigen al futuro, las ideologías al pasado.

b) Tipología de la utopía . La tipología de las utopías de Mannheim es sociológica, en tanto que la de la ideología es histórica; sin embargo, se observa un desplazamiento de la historia hacia la sociología, pues el género literario pone los hechos individuales en el curso de la historia. Según Mannheim, una sociología de la utopía debe seguir tres reglas metodológicas: (i) debe elaborar un concepto operante, en el sentido de una generalización; (ii) debe diferenciar las utopías según los estratos sociales (una utopía es un discurso de un grupo); y (iii) una utopía no sólo debe constituir una serie de ideas, sino también constituir una mentalidad (geist), pues el elemento utópico se infunde en todos

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los sectores de la vida a través de un sistema simbólico general (Geertz). Mannheim da gran importancia al antagonismo entre utopías, pues cada utopía se define por la índole de su antagonismo ante las demás; de hecho, algunas utopías nacieron como contrautopías mutuamente antagónicas.

c) Cambios en la configuración de la mentalidad utópica . Mannheim analizó de qué manera trata cada utopía el sentido del tiempo histórico, y destacó las siguientes:

i. La utopía quiliástica del anabaptista Thomas Münzer, ejemplo prototípico de un sueño utópico en vías de realizarse. Es un movimiento quiliástico o milenario: la idea de un reinado que desciende del cielo (quiliasmo), y ofrece un punto de partida trascendente a una revolución social basada en motivos religiosos; el descenso de lo trascendente reduce la distancia entre la idea utópica y la realidad, pues une el ideal con las demandas de un estrato social oprimido (conjunción del predicador con la rebelión de los campesinos). Para Mannheim, este movimiento representa un primer intento en la aceptación fatalista del poder tal como está constituido, y supone el enlace entre lo absoluto y lo inmediato; el reino de Dios está aquí y ahora; hay un tiempo, y es el presente; en ello, la experiencia del quiliasta es opuesta a la del místico. Esta utopía suscita contrautopías, pues conservadores, liberales y socialistas revolucionarios ven un enemigo común en el anarquismo de la utopía quiliástica. La dinámica de esta utopía son energías orgiásticas extáticas; es una energía antiliberal, pues no son ideas las que rigen la historia, sino las energías liberadas por la irrupción del milenario.

ii. La utopía racionalista o humanitaria liberal, basada en la confianza en el poder del pensamiento en cuanto al proceso educativo y formativo: podemos mejorar la realidad con mejores conocimientos, con una educación superior. Esta forma es utópica, pues niega las fuentes reales del poder situadas en fuerzas no intelectuales (la propiedad, el dinero, la violencia), y supone una lucha permanente entre una visión del mundo intelectualista y una visión teocrática o clerical. Para Mannheim, esta utopía es antiquiliástica, pues no habla de energías sino de ideas, y culmina en el idealismo alemán (filosofía de la Ilustración). Sobre el sentido del tiempo, defiende un crecimiento hacia la madurez: los cambios no se producen en un momento dado, sino que son la culminación de la evolución histórica. Esta utopía está representada por la burguesía como grupo más ilustrado, y su idea de la humanidad como ideal de formación a través de un progreso unilineal.

iii. El conservadurismo . Se trata en realidad de una contrautopía, que obligada a legitimizarse ante el ataque de las otras se convierte en una utopía. Desarrolla imágenes morfológicas: el pueblo, la nación o el Estado son como un organismo; los individuos son partes que forman un todo. El crecimiento no puede apresurarse, ya que las cosas se toman su tiempo para cambiar. Hay un sentido de determinación histórica, dando prioridad al pasado, no como algo abolido, sino como algo que nutre el presente al proporcionarle sus raíces (tradicionalismo).

iv. La utopía socialista comunista . Representa una síntesis de las otras tres utopías: de la quiliástica conserva el sentido de la ruptura en la historia (el salto que va desde la era de la necesidad a la era de la libertad); de la humanitaria conserva las preparaciones temporales, las fases históricas; y del conservadurismo conserva el sentido de necesidad, de que no podemos hacer cualquier cosa en cualquier momento. Así, relaciona los modelos de ruptura, progreso y necesidad para concluir que los cambios cuantitativos producen en cierto momento un salto cualitativo. En sentido temporal, articula lo remoto y lo cercano: lo remoto es la realización del comunismo (el fin de

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la lucha de clases y de la opresión) y lo cercano son los pasos que hay que dar para llegar a esa meta.

La idea de Mannheim es la de que las cuatro formas de utopía no son sólo antagónicas, sino que constituyen una secuencia temporal, y que el proceso general de cambio se encamina hacia el declive de las utopías y, por tanto, a la progresiva desaparición de toda incongruencia con la realidad; en su opinión, la historia de la utopía constituye una gradual aproximación a la vida real, como si la distancia utópica se viera progresivamente reducida. La gente está más ajustada a la realidad, y este ajuste da muerte a la utopía: “cada utopía, en la medida en que se ha formado en un estado avanzado de desarrollo, manifiesta mayor aproximación al proceso historicosocial”. De ser realidad su tesis sobre la progresiva desaparición de la incongruencia, nos encontraríamos con un mundo sin utopías; pero el triunfo de la libertad sería estéril: la gente se adaptaría a la realidad, y el resultado sería una pérdida de las ilusiones. Mannheim ve en esto la enfermedad de la sociedad moderna; se trata de la victoria de cierta actitud práctica y positiva, la vacua victoria de la congruencia: con la adaptación a la realidad y la pérdida de las ilusiones y del sentido de dirección, la historia deja de ser un proceso que conduce a un fin último. Podemos imaginar una sociedad sin ideologías (como falsa conciencia de una situación real), pero no podemos imaginar una sociedad sin utopías, porque el hombre perdería su voluntad de dar forma a la historia: sería una sociedad sin metas.

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TEMA 9

SAINT-SIMON

La expresión socialismo utópico fue acuñada por FRIEDRICH ENGELS (Alemania, 1820-1895) en 1880 para referirse a las utopías socialistas no comunistas, a las que consideraba vástagos de la ilustración francesa. Estas utopías concuerdan con la utopía racionalista de Mannheim, que esgrimía la razón contra la dominación eclesiástica y política, pero ahora la razón se hace utópica cuando la protesta contra el poder gobernante no logra éxito histórico; de hecho, la mayor parte de estas utopías aparecieron después del fracaso de la Revolución francesa, cuando dejó de ser revolución popular para convertirse en revolución burguesa. En cuanto a sus actores, en el socialismo utópico el genio individual reemplaza a los grupos o clases en ascenso; pero estos genios individuales no sólo desarrollarán una ideología (justificación de los intereses de la clase gobernante), sino también demostrarán su capacidad para crear utopías. Para Engels, la ilusión utópica consistirá en creer que la verdad será reconocida simplemente por ser la verdad, al margen de las relaciones de poder y de las fuerzas históricas; en definitiva, en creer que la sociedad podría modificarse sólo sobre la base de la razón. Engels cita tres ejemplos de socialistas utópicos: Saint-Simon, Fourier y Owen.

El pensamiento de Claude-Henri de Rouvroy, CONDE DE SAINT-SIMON (Francia, 1760-1825), se desarrolló en tres fases fundamentales.

a) Primera fase . Basándose en el poder del conocimiento, Saint-Simon propone desplazar el poder de los políticos a los intelectuales y científicos, que deben actuar como una especie de cuerpo sacerdotal laico, pero no expone los medios prácticos o el programa para instrumentar el proyecto. Esta utopía, puramente racionalista, supone un proyecto de ciencia social que tiene larga tradición, remontándose a Bacon, quien en su Nueva Atlántida (1627) ya propuso reemplazar una democracia política por una democracia científica, cuyo Estado fuese la burocracia que sustentase al cuerpo de científicos. Saint-Simon propone reemplazar el feudalismo eclesiástico por el poder industrial. Esta utopía es antielitista, pues los hombres de ciencia no ejercen el poder en beneficio de sí mismos. Sin embargo, los científicos no poseen poder por sí mismos, sino que lo tienen en la medida en que son capaces de liberar la creatividad a través de cierta reacción en cadena del cambio que les permita extender el conocimiento. La diferencia entre Bacon y Saint-Simon es que el primero da primacía a las ciencias físicas y el segundo a las ciencias sociales.

b) Segunda fase . Para impedir que la utopía científica se frustre, Saint-Simon propone una alianza de hombres de ciencia (homo sapiens) y hombres laboriosos (homo faber); la principal oposición a la industria es la ociosidad, pues las personas ociosas (sacerdotes, nobles) se oponen a las personas laboriosas. Saint-Simon sentía entusiasmo por las comunicaciones (ferrocarril, canales), y le impresionaban los EEUU; para él, el lugar de la utopía era el globo terráqueo, y hablaba de la gloria del ser humano como productor; el objetivo era completar la creación. Saint-Simon representa cierta negación de la religión, a la que consideraba una especie de plusvalía, y a la que asemejaba a la ociosidad y la haraganería. Saint-Simon empleaba la parábola industrial: la clase ociosa podía suprimirse del país, pero no podía prescindirse de la clase industriosa. Saint-Simon señaló que “la sociedad es un mundo al revés”, y afirmó que una contrasociedad debía ser la sociedad puesta de nuevo del derecho (≈ Marx). Su objetivo sigue siendo el bienestar del pueblo. La industria no se emprende para alcanzar el poder, pues la utopía niega el poder como un fin en sí mismo. Saint-

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Simon afirma que la alianza de la industria y la ciencia tiende “al mejoramiento de las condiciones morales y físicas de la clase más numerosa”, es decir, los pobres; sentía aversión a la destrucción y al terror, y afirmó que sólo una conjunción de los intereses de los industriales y de los pobres podría evitar una revolución.

c) Tercera fase . Está representada por un nuevo cristianismo. Los hombres necesitan una administración institucionalizada de la salvación, y este es el trabajo de los industriosos y científicos. Cuando algunos industriales le retiraron su apoyo, por considerar que peligraba la libre empresa, Saint-Simon quedó tan abatido que llegó a dispararse y perdió un ojo. Fue entonces cuando descubrió la importancia de los artistas (homo ludens), y que la fuerza de sus intuiciones debía desempeñar un papel rector en la nueva sociedad; los artistas vendrían a resolver los problemas de motivación y eficiencia de una utopía compuesta sólo de científicos e industriosos. Saint-Simon desarrolló la idea de que un orden social está construido más sobre las pasiones que sobre meras ideas. Su antigua ambigüedad sobre la religión sufre una ruptura, y, aunque mantiene su aversión por todo tipo de clero, cree que la utopía que propone ya ha sido realizada en el cristianismo primitivo; en su nueva religión, el artista representa el Espíritu Santo y el clero, como meros funcionarios del sistema, se limitarían a enseñar la nueva doctrina y a ser propagandistas de la verdad. En la cumbre jerárquica estarían los artistas, científicos y hombres laboriosos, que reinarían por encima de los administradores, y Saint-Simon elabora un diagrama pormenorizado de las tres cámaras del Parlamento (invención, reflexión y realización), detallando el numero de artistas, científicos y hombres laboriosos de cada una.

De ese modo, lo que empezó como la actividad creadora de una utopía se fue convirtiendo en una especie de fantasía petrificada, como si se hubiese ido desplazando desde la ficción hacia un cuadro pintado, en el que todas las cosas deben responder al modelo, pero que tras la institución del modelo ya no hay historia. Para tener un motivo y un movimiento, la utopía debe tener emociones; la cuestión es la de cómo mantener el encanto mágico de la utopía: el papel de la imaginación social. Sin duda, infundir pasión en la sociedad es conmoverla y motivarla, y “esta empresa es de la misma naturaleza que la fundación del cristianismo” (Saint-Simon).

La utopía de la ciencia de Saint-Simon admite varias consideraciones: (i) se puede interpretar como una religión de la productividad y la tecnocracia, y asumir los mitos del industrialismo, del trabajo y de la productividad, como fundamento de una sociedad burocrática o de un socialismo burocrático; (ii) suscita la idea del fin del Estado, y que la relación de sometimiento entre gobernados y gobernantes se reemplazará por una administración racional (Bakunin canalizará esta propuesta en el programa del marxismo ortodoxo); (iii) el papel del genio en la utopía sugiere que la política no es sólo tarea de políticos profesionales, sino que también requiere de cierta creatividad intelectual de educadores políticos; (iv) subestima el poder de las fuerzas reales de la historia, y sobreestima el poder de persuasión mediante el ejercicio de la discusión; con ello, Saint-Simon parece encabezar una utopía sin revolucionarios, y creer que el Estado violento puede ser suprimido por los poetas.

La hipótesis principal de Ricoeur sigue siendo que lo que está en juego en la ideología y en la utopía es el poder: la ideología es la plusvalía agregada a la falta de creencia en la autoridad, y la utopía es lo que desenmascara dicha plusvalía; en última instancia, todas las utopías tienen que vérselas con la autoridad, pues toda utopía aspira a reemplazar el poder. El continuo problema es cómo poner fin a la relación de subordinación, a la jerarquía entre gobernantes y gobernados; hay dos maneras de resolver este problema: suprimir a los gobernantes (ser gobernados por ningún gobernante) o instituir un poder más racional (ser gobernados por buenos

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gobernantes, lo que conduce a la tiranía de los más sabios); todas las utopías fluctúan entre estos dos polos. La desinstitucionalización de las principales relaciones humanas es, en definitiva, lo medular de todas las utopías.

En cualquier caso, la utopía de Saint-Simon anticipa la vida que hoy conocemos; para nosotros, su mundo industrializado ya no es una utopía. La diferencia reside en que, en contra de lo que él creía, el mundo industrializado no satisface los intereses de los más necesitados.

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TEMA 10

CHARLES FOURIER

La utopía de CHARLES FOURIER (1772-1837), que opera en el nivel del sistema de las pasiones, es mucho más radical que la de Saint-Simon. Su preocupación consiste en saber cómo las instituciones políticas se relacionan con el sistema de pasiones que están en la base de la vida social. También muestra cierta obsesión por las cantidades, y confecciona listas exhaustivas de tipos de pasiones y de tipos de personalidad, así como cuántas divisiones del trabajo habrá en su república armoniosa; describe regímenes de vida, las dietas, las horas en que hay que despertarse, las comidas comunes, la construcción de edificios... todo está previsto con grandes detalles. Precisamente, el problema de las utopías es el margen entre la ficción (positiva) y la imaginación (patológica).

Lo más fantasioso en Fourier es el empleo de la inversión: desea invertir todo lo que vemos en la vida, y decir lo contrario en la utopía; su utopía es una imagen invertida de la civilización, término despectivo con el que designa la sociedad en general. Como Saint-Simon, Fourier sentía entusiasmo por la industrialización, medio por el que se lograría la emancipación de las pasiones gracias a la abundancia de recursos; deseaba una industria más productiva, pues le preocupaba el bienestar de los más pobres: defendió la idea de un ingreso mínimo y la idea del derecho al trabajo, que debía de ser alternado y de rotación obligatoria para que nadie se convirtiera en un robot con la misma tarea.

Pero el objeto de Fourier no es la industria, sino la civilización. El desarrollo de la industria es importante para alcanzar ciertas metas, pero lo más importante es desarrollar nuevas relaciones de producción (≈ Marx), es decir, el modo de vida vinculado a ese desarrollo. Por ello, Fourier ejerce de crítico de la civilización, y ejerce de escritor satírico al relacionar la ironía con la utopía; al decir algo extravagante, la utopía dice algo real.

Fourier desarrolla una teoría de las pasiones, las cuales se encuentran en la bases del desarrollo económico y del modo de vida vinculado a él; de carácter newtoniano, en dicha teoría la idea clave es la atracción, como signo de una armonía que debe recuperarse, o como un código divino que la sociedad debe seguir. La influencia de Rousseau es notable: hay que revelar, redescubrir la naturaleza que fue escondida por la civilización: hay que humanizar la naturaleza y naturalizar al ser humano. La utopía de Fourier aspira a una restauración de la ley primitiva; por tanto, se trata de un progreso progresivo y regresivo al mismo tiempo, pues mira tanto al futuro como al pasado. El objetivo es liberar las potencialidades emocionales que fueron ocultadas, reprimidas y reducidas en su número, fuerza y variedad; su supuesto es que las pasiones son virtudes y que la civilización transformó las pasiones en vicios; el problema consiste en liberar las pasiones de los vicios para recuperar las pasiones que están por debajo.

La utopía de Fourier se propone volver a desplegar todo el espectro de las pasiones bajo la combinación de las leyes de la atracción. Fourier describe doce pasiones fundamentales, que giran alrededor de un impulso central hacia la unidad al que denomina armonismo: la pasión por la armonía. Entre dichas pasiones destacan los cinco sentidos clásicos, así como la pasión de alternar (multiplicación de relaciones con múltiples participantes), la pasión compuesta (relación entre placeres sensuales y espirituales) o la pasión cabalística (gusto por las intrigas y la conspiración).

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Para Fourier, el elemento religioso es significativo, tanto negativa como positivamente. En el fondo, todas las utopías se asemejan a religiones secularizadas, cuyo lugar espiritual se halla entre dos religiones: la religión institucionalizada en decadencia y una religión más fundamental que aún debe revelarse, lo que obliga a las utopías a combinar la tendencia antirreligiosa con la búsqueda de una religión nueva. Fourier despliega un ataque radical contra la predicación sobre el infierno, a la que considera como un símbolo de la estructura decadente de la civilización; su interés es impulsar el concepto del edén como lugar al que podemos retornar, recuperándolo tal como era antes de la supuesta catástrofe de la caída. El problema es desarrollar una política cuya finalidad sea el retorno al edén. Para Fourier, la religión institucionalizada es básicamente traumatizante, porque se basa en la imagen de Dios como un cruel tirano; frente a esta imagen, Fourier se llama a sí mismo ateo, pues refleja la divinización de la privación. No obstante, Fourier es un hombre muy religioso que cree que la humanidad es fundamentalmente religiosa, y aboga por la divinización de los deleites que representan el edén (no el austero, tranquilo y frío paraíso católico, que él cataloga como una sombra del infierno). Según Fourier, que las iglesias no prediquen la armonía social es una muestra de su traición; la prédica sobre las buenas pasiones fue reemplazada por la prédica de la moral, y los sabios traicionaron y sepultaron el recuerdo de la felicidad perdida; en la actualidad, la pobreza de la religión y la religión de la pobreza son una misma cosa, frente a la religión del amor y de la imaginación que aboga Fourier. Así, desde una posición a medias atea y a medias creyente, entre atea y deísta, Fourier ataca al racionalismo deísta vigente, acusándolo de que han convertido a Dios en un componente interno de su fe razonada.

Para Fourier, el problema no es tanto inventar como redescubrir. En cierto sentido, todos los fundadores de filosofías, religiones y cultos afirman estar exponiendo algo que ya existía. El nuevo logos es siempre un antiguo logos; la idea es liberar un poder perdido. Ese es el esquema de la inversión en Fourier: el olvido es una inversión, de manera que nosotros debemos invertir la inversión, y ello debe realizarse mediante la inversión de supuestos vicios en virtudes. En base a ello, Fourier ejerce del profeta de un régimen de deleites, de la idea de que el placer puede ser religioso; combina fantasía, amor y culto, y afirma que la identificación con Dios está en el entusiasmo amoroso, es decir, en la pasión de la no razón, una imagen opuesta al Dios relojero y uniforme del deísmo.

En el ámbito político, Fourier no da una respuesta política, y más bien niega que la política sea la cuestión fundamental. El problema no está en el modo de crear un buen Estado, sino en la manera de vivir sin el Estado o de crear un Estado animado por la pasión; con ello, el problema del poder es socavado por el renacimiento del amor. Precisamente, la utopía suministra un instrumento crítico que socava la realidad, pero también representa un refugio para resguardarse de ella; mientras la ideología justifica lo existente ofreciendo un cuadro deformado de ello, la utopía tiene el poder de redescribir la vida.

RESUMEN DE LAS CONFERENCIAS

Sobre la relación ideología-utopía, Ricoeur señala que la ideología, un concepto ambiguo, retórico y polémico, opera en tres planos:

i. Si la ideología es deformación, la utopía es fantasía (lo irrealizable, la locura).

ii. Si la ideología es legitimación, la utopía es una alternativa al poder .

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iii. Si la ideología es integración, la utopía es exploración (lo posible, el ningún lugar).

En principio, la relación ideología-utopía se asemeja a nivel superficial a la rela-ción cuadro-ficción: el cuadro prolonga la identidad, mientras que la ficción dice algo diferente; las deformaciones se oponen a la fantasía. Pero si escarbamos más hondo, llegamos al nivel del poder, que para Ricoeur supone una de las estructuras más desconcertantes de la existencia. Por último, a un nivel aún más profundo llegamos al nivel de la imaginación, en el que las expresiones de la función constitutiva no se excluyen, sino que se complementan. Así, el elemento utópico es en última instancia un componente de la identidad: lo que decimos que somos es también lo que espera-mos ser y aún no somos.

Ricoeur define su estudio como análisis regresivo de significación, y señala que se asemeja a una fenomenología genética, basada en ahondar por debajo de la su-perficie de la significación aparente para llegar a las significaciones funda-mentales. Sin embargo, la conclusión última de las conferencias y de dicho estudio es que no hay respuesta a la paradoja de Mannheim, como no sea decir que debe-mos tratar de curar las enfermedades de la utopía con lo que hay de saludable en la ideología, y tratar de curar la rigidez y petrificación de las ideologías con el elemento utópico; debemos dejarnos atraer por dicho círculo y luego tratar de convertir el círculo en una espiral. Ello exige riesgos y aceptar cierta serie de valores; quien pre-tenda proceder sin emitir ningún juicio de valor no encontrará nada. Hegel trató de su-perar las variedades de la experiencia humana abarcándolas en un todo, pero esta po-sición se vincula con el problema del espectador impávido y distanciado; no po-demos salirnos del círculo ideológico, pero tampoco estamos condicionados del todo: las personas no están completamente atrapadas en una ideología. De hecho, la histo-ria de las ideas refleja que las ideas no son meras expresiones de sus épocas, sino que lo que las hace grandes es la posibilidad de ser descontextualizadas y recon-textualizadas en nuevos escenarios; una gran parte de nuestra cultura está nutrida por ideas proyectadas que no son sólo expresiones de los tiempos en que fueron ex-puestas: Atenas está muerta, pero sus tragedias viven, pues tienen la capacidad de proyectarse y sus personajes de hablar a lectores y oyentes actuales.

En definitiva, la ideología es un sistema de ideas que se hace anticuado porque no puede ajustarse a la realidad presente, mientras que las utopías son saludables en la medida en que contribuyen a la interiorización de los cambios; el modo de resolver la incongruencia de ambos es mediante un juicio de lo apropiado, que no es más que una cuestión de sabiduría práctica. Así, no podemos salirnos del círculo ideología-utopía, pero el juicio de lo apropiado nos ayuda a comprender cómo el círculo pueda convertirse en una espiral.

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SOCIOLOGÍA DEL CONOCIMIEN-TO

5 º CURSO DE SOCIOLOGÍA

E. DURKHEIM“LAS FORMAS ELEMENTALES DE LA VIDA RELIGIOSA”

PRIMERA PRUEBA PRESENCIAL

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LAS FORMAS ELEMENTALES DE LA VIDA RELIGIOSA

EMILE DURKHEIM

1. ESTUDIO PRELIMINAR (RAMÓN RAMOS)

EMILE DURKHEIM (1858-1917) publicó “Las formas elementales de la vida reli-giosa” en 1912, pero el origen de su interés por la religión se remonta a 1895, cuan-do adquirió conciencia del papel capital jugado por la religión en la vida social; ese descubrimiento parece arrastrarlo a un replanteamiento completo de su discurso sociológico, y a tratar de demostrar que la religión es un objeto abordable por la socio-logía.

A finales del s. XIX estaba en boga la teoría de Fustel de Coulanges (La Ciudad Anti-gua, 1864), según la cual la religión explicaba la aparición, mantenimiento, cambios y desaparición de los sistemas sociales antiguos. Durkheim criticó esta tesis, e invirtió los términos: no es la religión lo que determina la vida social, sino ésta la que determina aquella; con el derecho y la moral, la religión forma parte del sistema de control y regulación sociales. La religión muestra un carácter práctico, una firme vin-culación a las necesidades de la acción; son causas sociales prácticas las que han de-terminado la aparición de los dioses. La religión no sólo tiene un aspecto social: es ge-nética y expresivamente social, lo que se muestra en el carácter obligatorio y constrictivo de las prácticas y creencias religiosas. Para Durkheim, lo definitorio de la religión no es la referencia a un ser o seres personales (divinidades), sino el senti-miento de respeto por una fuerza superior al hombre individual. Durkheim expli-có el origen de esta noción a través de la teoría de la solidaridad mecánica, y afirmó que la religión encuentra su explicación genética en el carácter común de las ideas que la sustentan. La idea es sencilla: toda idea intensa y compartida tiende a adoptar una forma religiosa; por ello, la religión ocupa una región central de la con-ciencia común, y cumple una función social prominente, porque expresa y asegura el mantenimiento de dicha conciencia común.

Así, entre 1895-1912 el interés de Durkheim por la religión se centra en cuatro apar-tados: (i) construcción de una teoría de la religión, (ii) su carácter como fenómeno social y por tanto objeto de estudio de la sociología, (iii) su carácter obligatorio y constrictivo para todos, y (iv) su carácter de fenómeno subordinado a lo social. Con todo ello, la sociología de la religión se irá emancipando y constituyendo, ayudada por la progresiva aparición de material empírico de origen etnográfico.

La primera definición de religión de Durkheim se publica en L’Année Sociologi-que (1897): los fenómenos religiosos son creencias obligatorias conectadas con prácticas definidas que se dirigen hacia los objetos definidos en tales creen-cias, y la religión es un conjunto más o menos organizado de dichos fenómenos. En di-cha definición destacan dos aspectos: por un lado, que la religión se muestra en dos ámbitos: las creencias (sistema de fe) y las prácticas (sistema de culto), siendo és-tas últimas obligatorias; por otro lado, que los fenómenos religiosos son fenómenos so-ciales, es decir, tradiciones y representaciones colectivas que se imponen a los actores individuales. Como resultado, se produce una escisión del mundo en dos es-feras radicalmente distintas: la de lo sagrado y la de lo profano. Así, la obligatorie-dad se convierte en el núcleo central de la definición de lo religioso, y lo sagrado surge como elemento subordinado. Además, si la religión debe ser explicada a partir de las determinaciones de la sociedad, entonces la ciencia de la religión es la sociología.

La segunda definición de religión de Durkheim se publica en Revue Philosophi-68

que (1907): la religión es un sistema de prácticas y creencias que se refieren a una esfera sagrada de la realidad, y que cuenta como soporte con un grupo de creyentes y practicantes (a diferencia de la magia). En dicho análisis, Durkheim descarta el animismo y el naturalismo, y afirma que el totemismo es la religión más primitiva, que su objeto no es más que el clan hipostasiado, y que sus ritos re-presentan distintas funciones en la conservación del orden social. En ello, Durkheim muestra influencias de Robertson Smith (Lecturas sobre la religión de los semitas, 1889), quien ya había señalado que todas las religiones semitas provenían de una reli-gión más primitiva de tipo totémico, caracterizado por: (i) la primacía de las prácti-cas sobre las creencias, no siendo éstas más que interpretaciones posteriores de aquellas; (ii) la diferenciación entre lo sagrado y lo profano, y lo sagrado entre lo puro y lo impuro; (iii) la ceremonia del sacrificio como núcleo del ritual, concebi-do no como una oblación sino como un banquete de comunión entre dioses y hombres en el que el tótem sacrificado actúa de mediador; y (iv) el verdadero sujeto de tal religión no es el individuo, sino el clan, con el que el tótem muestra relaciones de fusión y apoyo. El material empírico para reproducir el sistema complejo y completo de la supuesta religión originaria lo extrajo Durkheim de las obras de B. Spencer y F. Gi - llen (Las tribus nativas de Australia Central, 1899; Las tribus del norte de Australia Central, 1904), aunque estos autores no llegaron a considerar el totemismo como una religión propiamente dicha,

Desde entonces, Durkheim empieza a desarrollar su tesis sobre la religión, basada en la idea de que contiene en sí, desde el principio, todos los elementos de la vida so-cial; es decir, que la religión es la fuente y origen de todas las instituciones so-ciales: el tabú del incesto, la exogamia, la compresión del mundo, la propiedad priva-da, los contratos… Así, para Durkheim en la religión se genera y expresa toda la vida social, lo que le asigna un doble estatuto: proto-institucional, como institución primera; y paradigmático, porque es un resumen en el que se expresa y se reprodu-ce todo el orden social. En definitiva, la religión resulta ser el hecho social origina-rio, la institución crucial, la meta-institución, el fenómeno social fundante que cons-tituye el fundamento de todos los otros. Con su análisis de la religión primitiva, Durkheim no busca una solución para un caso, sino que rastrea un problema actual: si la religión lo ha sido todo no sólo en los orí-genes, ¿cómo es posible que surja y se mantenga un mundo desencantado, seculariza-do, laico, falto de dioses y de sacerdotes? Muchos analistas articularon su obra como un intento de dar cuenta de la religión (Durkheim Weber, Pareto, Freud, Simmel), y no deja de sorprender que los mentores de una ciencia positiva de la sociedad acabaran protagonizando un sueño de revitalización religiosa (Comte, Saint-Simon). Pero, en to-dos los casos, la ciencia social clásica se constituyó alrededor de la conjunción entre el problema histórico y el problema actual de la religión. Como resultado, la religión no podía considerarse como un problema privado e íntimo, sino como un problema so-cial y político; ello suscitaba un tema esencial: el del equivalente laico de la reli-gión, es decir, saber si todo lo que hay de esencial en lo religioso puede expresarse en términos laicos.

Para Durkheim, la religión no ha sido históricamente un conjunto de ilusiones y menti-ras, un puro artificio sostenido por astutos sacerdotes, sino que lo sagrado ejercía la función de espacio de comunión social. Por ello, aunque la religión ha perecido co-mo discurso histórico, éste deberá ser sustituido por otra cosa que realice la misma función. Dicho problema ya lo trató en La división del trabajo social (1893), donde afir-mó que la crisis de la religión no conllevaba la desaparición de toda conciencia común, sino su sustitución por el culto a la persona humana, que ejerce de equivalente laico de la vieja religión; en término durkheimianos, la solidaridad mecánica está siendo desplazada por la solidaridad orgánica, lo que plantea la paradoja de la conciencia común moderna: que es común en cuanto que compartida por todos, pero que es individual por su objeto. La crisis de los universos simbólicos religiosos tradicionales ha creado un dramático vacío, ya que aún no ha llegado a constituirse

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su equivalente funcional laico. Una sociedad no puede ser coherente si no existe entre sus miembros cierta comunidad intelectual y moral, una integración en ideales co-munes; las religiones se transforman, la de ayer no puede ser la de mañana, y “to-do ocurre en el sentido de hacernos creer que la única posible es esa religión de la humanidad cuya expresión racional es la moral individualista”.

Los textos de Durkheim de esta época implican tres ideas básicas: (i) lo eterno y sus-tancial de la religión es el universo de creencias e ideales comunes, y el resto es un envoltorio superficial y cambiante; (ii) que la religión sea socialmente necesaria no im-plica la restauración de las religiones históricas deístas; y (iii) la única religión posible en la actualidad es la religión de la humanidad o individualismo, que es una ver-dadera religión si reducimos la religión a sus elementos esenciales, y el culto a la persona humana no es más que el equivalente moderno y laico de las religiones his-tóricas. Según Durkheim, “la moral aparece por doquier a lo largo de la historia como algo impregnado de religiosidad… [y] esa sacralidad puede ser expresada en tér-minos laicos”; en su opinión, la secularización no significa la desacralización del mun-do, sino traducir la moral a un lenguaje racional.

Durkheim señala la aparente contradictoriedad entre dos necesidades históricas: la secularización del mundo y el mantenimiento de los universos simbólicos sagrados. En su opinión, el caso Dreyfus (1894-1906) reflejaba dicho problema: saber si frente a la vieja religión católica se podía edificar una moral nacional sólida basa-da en valores individualistas y laicos; el individualismo, que según Durkheim ha-bía surgido del cristianismo al emancipar al espíritu de la materia, había llegado a su-perar las limitaciones históricas de una religión del más allá y sólo aceptaba como sagrado a algo puramente laico: la persona humana. Por tanto, la indigencia mo-ral moderna reflejaba la falta de un consenso fundamental sobre los ideales y metas últimas y la problemática de la integración simbólica de las nuevas sociedades; sin du-da, la Francia del momento era una sociedad en efervescencia, en un trance doloroso y conflictivo de creación de un universo moral nuevo, y ello se refleja como el proble-ma central de toda la obra durkheimiana: para Durkheim, en la problemática religiosa no se enuncia otra cosa que la crisis de integración que afecta a las sociedades moder-nas.

Por tanto, para Durkheim la problemática religiosa sólo puede ser entendida como un momento de una problemática social más amplia, y por ello su obra sobre Las formas elementales de la vida religiosa (1912) supone un rodeo por el tiempo y el espacio para rastrear un problema actual; no es el pasado primitivo el que le plantea problemas, sino el presente, cuya moderna cuestión religiosa consistía en la contradicción entre secularización y sacralización. Así, para afrontar el problema ac-tual Durkheim se remite al estudio de lo primitivo, de lo original, del momento fundacional en el que se constituyó la esencia de lo social; pero, ¿cuál es esa religión originaria y simple?: el totemismo, basado en la consustancialidad entre los miembros del clan y el tótem.

Con todo, tras la publicación de su obra Durkheim tuvo que afrontar las críticas que le acusaban de haber manipulado la evidencia empírica para ajustarla a la misión que parecía tener asignada: la corroboración de una teoría previa.

2. INTRODUCCIÓN: OBJETO DE LA INVESTIGACIÓN

El objeto de Las formas elementales de la vida religiosa (1912) es estudiar la religión más primitiva y más simple conocida en la actualidad, aún vigente en so-ciedades cuya organización no puede ser superada en simplicidad por ninguna otra, es decir, en las que no intervenga ningún elemento a préstamo de una religión anterior. Durkheim parte de la idea de que para llegar a conocer a la humanidad actual es necesario comenzar por trasladarse a los albores de la historia, y que el análisis de los cultos de las tribus australianas pueden ayudarnos a comprender el cristianismo.70

Durkheim parte del postulado sociológico de que una institución humana no puede descansar en el error ni en la mentira, pues en ese caso no habría perdu-rado, sino que se sustentan en la realidad y la expresan. Por debajo del símbolo hay que saber encontrar la realidad simbolizada; los mitos más extraños traducen alguna necesidad humana, algún aspecto de la vida, ya sea individual o social. Por tanto, no hay religiones falsas, sino que todas son verdaderas a su manera, pues todas res-ponden de manera diferente a condiciones dadas de la experiencia humana; todas ellas son igualmente religiones, responden a las mismas necesidades, juegan el mismo papel y dependen de las mismas causas. No obstante, unas religiones sí pue-den ser calificadas de superiores a otras, atendiendo a que expresan funciones menta-les más complejas, su mayor riqueza en ideas y sentimientos, su mayor número de conceptos o su sistematización más sabia.

Para llegar a comprender las religiones actuales es necesario seguir a lo largo de la historia la secuencia progresiva de su constitución. Para ello, la historia nos permite resolver una institución en sus elementos constitutivos y, situándolos jun-to a las circunstancias del momento en que surgieron, determinar la causa que los sus-citó. Por tanto, la tarea debe empezar por remontarse hasta las formas religiosas más primitivas y más simples, y mostrar cómo, poco a poco, se ha desarrollado y se ha hecho compleja; pero este método plantea el problema de determinar el pun-to de partida, pues los hechos se explicarán de un modo diferente dependiendo de que se ponga el origen en el naturalismo, el animismo, el totemismo o cualquier otra forma de religión.

Puesto que todas las religiones son comparables, necesariamente tendrán elementos esenciales comunes; las semejanzas externas suponen otras profundas, ya sea en las representaciones fundamentales o en las actitudes rituales, que poseen idéntica significación objetiva y cumplen idénticas funciones. Sin embargo, en las religio-nes complejas es difícil distinguir entre lo principal y lo secundario y percibir lo que es común a todas, pues son un encabalgamiento tupido de cultos múltiples. Es en las so-ciedades inferiores donde todo contribuye a reducir diferencias y variaciones al mí-nimo, pues en ellas la conformidad en la conducta no hace sino traducir la conformi-dad al nivel del pensamiento, y sus mitos constan de un único e idéntico tema que se repite sin fin; por tanto, en ellas la materia prima de las ideas y prácticas religio-sas se muestra al desnudo, sin aditamentos, todo se reduce a lo indispensable, a aquello sin lo que no habría religión, y las relaciones entre los hechos son más aparen-tes, porque estos mismos hechos son más simples. Gracias al trabajo de los etnógra-fos, hoy sabemos que es en las tribus primitivas donde el hecho religioso lleva todavía de manera visible la impronta de sus orígenes.

Sobre el tema del origen de las religiones, hoy sabemos que no existe un instan-te puntual en el que la religión haya llegado a existir, ni un lugar concreto de don-de surgieran; por ello, lo que deseamos no es discernir el momento o el lugar, sino discernir la causa de la que dependen las formas más esenciales del pensa-miento y de la práctica religiosa. Obviamente, es más fácil discernir los hechos y sus relaciones cuanto más simple sea la sociedad observada, y por ello buscamos acercarnos a los orígenes.

Sin duda, los primeros sistemas de representaciones que el hombre ha elaborado sobre el mundo y sobre sí mismo son de origen religioso, pues no hay religión que no sea a la vez una cosmología y una especulación sobre lo divino; si la ciencia y la fi-losofía han nacido de las religiones, es porque la religión comenzó por cubrir las fun-ciones de aquellas. Así, en las raíces de nuestros juicios están ciertas categorías del entendimiento, es decir, nociones esenciales que se corresponden a las propie-dades más universales de las cosas; son como sólidos marcos que delimitan el pensamiento, como el esqueleto de la inteligencia. Pues bien, al analizar las creen-cias religiosas primitivas nos encontramos de manera natural con las más importantes de estas categorías. Por ello, una de las conclusiones fundamentales de este libro es

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que la religión es eminentemente social, y que las representaciones religiosas son representaciones colectivas que expresan realidades colectivas; de he-cho, los ritos son maneras de actuar que no surgen sino en el seno de grupos, y que están destinados a mantener ciertas situaciones mentales del grupo. Un ejemplo es la noción de tiempo, al que dividimos, medimos y expresamos por medio de símbolos objetivos; no podemos concebir el tiempo sin diferenciarlo en momentos distintos, pe-ro ¿cuál es el origen de esta diferenciación? La noción de tiempo es un marco abs-tracto e impersonal que envuelve nuestra existencia individual y grupal; no es mi tiempo, sino que es tal como es pensado de manera objetiva y colectiva por todos los hombres de una misma civilización. Otro ejemplo es la noción de espacio, que dejaría de ser el que es si no estuviera dividido y diferenciado; pero, ¿de dónde le vienen al hombre estas divisiones? Todos los hombres de una cultura se representan el espacio de la misma manera, lo que implica necesariamente su origen social. Co-mo prueba, hay sociedades que conciben el espacio en forma de círculo, al que divi-den del mismo modo que el círculo tribal: en tantas zonas como clanes tenga la tribu, cada una de las cuales definida por su tótem. De ese modo, la organización social constituye el modelo de la organización espacial. Igual sucede con las nociones de gé-nero, fuerza, personalidad, eficacia… No obstante, estas nociones no son fijas e inva-riables, sino que están sujetas a los cambios de la constitución mental del hombre se-gún factores históricos y por tanto sociales.

Así, en el problema del entendimiento pugnan dos tesis opuestas: (i) la tesis em-pirista, para quienes las categorías se derivan de la experiencia, es decir, que son elaboradas por el ser humano; y (ii) la tesis apriorista, para la que las categorías no se derivan de la experiencia, sino que son lógicamente anteriores a ella, pues son propiedades simples, irreductibles e inmanentes al espíritu humano. Ambas tesis chocan, pues las categorías se diferencian del resto del conocimiento por su universali-dad, generalidad y necesidad; son independientes de cualquier sujeto general, el es-pacio común de encuentro de todos los espíritus; no dependen de nosotros, sino que se imponen sobre nosotros. En esta situación, el empirismo desemboca en el irracionalismo, pues reducir la razón a la experiencia es hacerla desaparecer. Por contra, los aprioristas son racionalistas, pues creen que el mundo posee un aspec-to lógico que la razón expresa de forma eminente, y no creen que las categorías estén conformadas por los mismos elementos de las representaciones sensibles, lo que per-mite atribuir al espíritu cierto poder de ir más allá de la experiencia.

El problema es averiguar por qué la experiencia sensible no basta, sino que su-pone condiciones que le son exteriores y anteriores. Para resolverlo, a menudo se ha imaginado una razón superior y perfecta por encima de las razones individuales: una razón divina, extraña a todo control experimental y, por tanto, que no satisface las condiciones exigibles a una hipótesis científica. Sin embargo, si frente al origen sensi-ble de la experiencia individual se admite el origen social de las categorías, se abre una vía de solución al problema. Así, el apriorismo afirma que el conocimiento está formado por dos tipos de elementos: (i) los conocimientos empíricos, que son re-presentaciones individuales obtenidas de la experiencia directa de los objetos; y (ii) las categorías del entendimiento, que son representaciones colectivas que traducen los estados de la colectividad (constitución, morfología, instituciones, ética, economía).

De lo anterior se deduce que existe una distancia que separa lo individual de lo social; pero no se pueden derivar las representaciones individuales de las colectivas, como no se puede derivar la sociedad del individuo, ni el todo de la parte, ni lo complejo de lo simple. En realidad, la sociedad es una realidad sui generis, con características propias, y cuyas representaciones poseen un contenido distinto de las individuales. Las representaciones colectivas son el producto de una inmensa cooperación, pues todas las generaciones han acumulado en ellas su experiencia y saber.

De lo anterior también podemos deducir el carácter dual del hombre, pues en él 72

hay dos seres: (i) un ser individual, cuyas raíces están en el organismo y con un cír-culo de acción muy limitado; y (ii) un ser social, que representa a la más elevada rea-lidad que nos es dado conocer: la sociedad. En la medida en que el hombre es partíci-pe de la sociedad, se supera naturalmente a sí mismo, tanto cuando piensa como cuando actúa. Las categorías expresan las relaciones más generales existentes entre las cosas, dominando al detalle toda nuestra vida intelectual. Así mismo, la sociedad, para poder vivir, precisa de cierto conformismo moral y lógico; por ello, ejerce el peso de toda su autoridad sobre sus miembros para prevenir las disidencias. Por tanto, no somos completamente libres, pues algo se nos resiste en nosotros y fuera de nosotros, y es la autoridad de la sociedad, una condición indispensable de toda ac-ción en común.

Pese a ser una realidad específica, la sociedad forma parte de la naturaleza, de la que es su manifestación más elevada; el reino social es un reino natural que sólo difie-re de los otros por su mayor complejidad. Las categorías no son exclusivas de la socie-dad, sino que existen en los distintos reinos naturales; la sociedad las hace más mani-fiestas, pero no tiene su monopolio. Ideas de tiempo, espacio, género, causa o perso-nalidad carecen de un valor objetivo por estar elaborados en base a elementos socia-les; por el contrario, su origen social hace presumir que no dejan de estar en la natura-leza de las cosas.

La teoría del conocimiento está llamada a conciliar las ventajas contrapuestas de las dos tesis rivales, la apriorística y la empirista, salvando sus inconvenien-tes. Conserva todos los principios esenciales del apriorismo, inspirándose en el espíritu positivo del empirismo. Afirma la dualidad de nuestra vida intelectual, y la explica por causas naturales. Las categorías dejan de ser consideradas como datos primeros e ina-nalizables; conservan su complejidad, pero aparecen como sabios instrumentos del pensamiento que los grupos humanos han forjado laboriosamente a lo largo de los si-glos y en los que han acumulado lo mejor de su capital intelectual. Para saber de qué están hechas estas concepciones no basta con interrogar a nuestra conciencia, sino que hay que mirar fuera de nosotros, hay que observar la historia, y para ello hay que construir de arriba abajo una ciencia.

3. EL SISTEMA COSMOLÓGICO TOTÉMICO (LIBRO II. CAPÍTULO III)

El totemismo es una religión, que distingue tres cosas sagradas (el emblema toté-mico, la planta o el animal que representa el emblema totémico y los miembros del clan) y plantea una concepción del universo o una representación total del mundo.

Para el australiano, todas las cosas que pueblan el universo forman parte de la tribu; para ellos, el universo es la gran tribu, a una de cuyas divisiones se pertenece; por tanto, todos los seres conocidos se hallan distribuidos en una clasificación siste-mática que abarca toda la naturaleza. Así, la Tribu de Mont-Gambier consta de dos fratrías (Kumite y Kroki), y cada una de ellas se subdivide en cinco clanes con su res-pectivo tótem, de modo que todas las cosas de la naturaleza pertenecen a uno de los clanes y quedan clasificadas bajo uno de los diez tótems. En Queensland han desaparecido los clanes y las clases matrimoniales quedan como subdivisiones de las fratrías, de modo que todas las cosas están distribuidas entre éstas clases. Así, las clasificaciones sistemáticas han tomado como modelo la organización social: las fratrías han servido de géneros y los clanes de especies; la unidad de estos siste-mas lógicos no hace más que reproducir la unidad de la sociedad, y las nociones fun-damentales del espíritu o las categorías esenciales del pensamiento son el pro-ducto de factores sociales. No obstante, el australiano no incluye las cosas en un mismo clan por azar; para él, las cosas similares se atraen y las opuestas se repelen, y es en base a estas afinidades y repulsiones como las clasifica. Así, cuando una tribu se divide en dos fratrías o géneros, es habitual que éstos sean concebidos como antí-tesis: si en uno están el Sol y la luz, en el otro estarán la Luna y la oscuridad; si uno

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representa la paz, el otro la guerra. De ese modo, se ha extendido a las personas la oposición de las cosas, prolongando el contraste lógico a una especie de con-flicto social.El género es una forma definida, con contornos determinados, susceptible de aplicarse a un número determinado de cosas; es como un marco exterior, del que los objetos percibidos como semejantes entre sí forman el contenido; es una agrupa-ción ideal, pero netamente definida, de cosas entre las que existen lazos interiores, análogos a los lazos de parentesco. La imagen genérica es la representación resi-dual, de fronteras indecisas, que dejan en nosotros representaciones simila-res cuando están simultáneamente presentes en nuestra conciencia. En defini-tiva, la idea de género es un instrumento del pensamiento que ha sido manifiestamen-te construido por los hombres; pero, ¿de dónde ha extraído el hombre el modelo para construir este instrumento? Para Durkheim, el hombre extrajo la idea de agrupar las cosas del universo en géneros del mismo modo que el hombre se agrupa en socieda-des humanas; por tanto, su hipótesis es que las agrupaciones lógicas o géneros pro-ceden del modelo de las agrupaciones humanas.

Una clasificación es un sistema cuyas partes están dispuestas siguiendo un orden jerárquico, estableciendo entre ellas relaciones de subordinación y coordina-ción. Sin embargo, la idea de jerarquía no existe en la naturaleza, sino que es algo ex-clusivamente social, pues sólo en la sociedad existen superiores, inferiores o iguales. Por tanto, todas estas nociones las hemos tomado de la sociedad para proyec-tarlas posteriormente sobre nuestra representación del mundo; en definitiva, la socie-dad ha proporcionado el croquis sobre el que trabaja el pensamiento lógico.

En las clasificaciones primitivas, todas las cosas clasificadas en un clan o fra-tría tienen un estrecho parentesco entre sí; un lazo interior las liga al grupo en el que están encuadradas; el hombre percibe como familiares o asociadas las cosas que forman parte de su clan, las denomina amigas, como si fueran de su misma sangre; las cosas y los hombres se atraen, se entienden, se armonizan de manera natural; hay un lazo de simpatía que une a cada individuo con los seres, vivos o no, que están asociados a él; por ello, un mago sólo puede utilizar en su arte cosas que pertenezcan a su fratría, y las cosas ligadas a un clan o fratría no se pueden emplear en contra de los miembros de ese grupo.

Hay algo que hace formar un sistema solidario a las personas y seres que están adscri-tos a un clan, un principio único que los anima y les dota unidad: el tótem. Todos los seres clasificados en un mismo clan, hombres, animales, plantas y objetos, cons-tituyen simples modalidades del ser totémico, y asumen las mismas cualidades y calificativos de éste; todos ellos participan de la misma carne, en tanto participan de la naturaleza del animal totémico. Y puesto que el animal totémico es sagrado, todos los seres clasificados en él comparten su carácter sagrado; por tanto, las clasificacio-nes que ubican todas las cosas del universo también les asignan un lugar en el siste-ma religioso.

En ocasiones, por simpatías o afinidades particulares, se forman en el clan grupos más restringidos que tienden a desarrollar un tipo de vida relativamente autónoma; estos sub-grupos o sub-clanes desarrollan sub-tótems propios, elegidos de entre el grupo de cosas clasificadas en el seno del tótem principal, y que suelen ejercer de tótems ac-cesorios de éste y desarrollar su mismo papel. En estos casos, el individuo posee dos tótems: el tótem titular que es común al clan, y el sub-tótem que es específico de su sub-clan. A veces incluso un sub-clan llega a independizarse, y su sub-tótem se con-vierte en tótem; o bien un grupo se escinde en dos, pero ambos conservan el mismo sub-tótem. Por ese procedimiento, en los Arunta se han llegado a contabilizar hasta 442 clanes, pues los clanes primitivos se han ido dividiendo una y otra vez, aunque todos están ligados, en calidad de asociados o auxiliares, a unos 70 tótems principa-les. No obstante, las transformaciones de sub-tótem en tótem se realizan gradualmen-te, y a menudo resulta difícil establecer si nos encontramos ante un tótem o un sub-tó-74

tem.

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Puesto que las distintas cosas clasificadas en el seno de un clan constituyen algo así como una serie de centros alrededor de los cuales pueden cristalizar nuevos cultos to-témicos, ello es prueba de que el ámbito de las cosas religiosas se expande, y de que nada existe que no deje de recibir, en grados diversos, algún reflejo de religiosi-dad; como dijo Tales: panta pleré theôn (todo está empapado de lo divino). Posterior-mente, los diferentes tótems de la tribu jugarán el mismo papel que protagonizarán las personalidades divinas. Así, en la Tribu del Mont-Gambier el mundo entero está di-vidido en diez clanes, cada uno de ellos con un tótem principal, y las cosas clasificadas en cada clan son concebidas como modalidades del ser totémico; pues bien, estas diez familias de cosas constituyen una representación completa y sistemática del mundo: una cosmología.

Por otro lado, los diferentes cultos totémicos que se practican en el interior de una tri-bu no se desarrollan paralelamente e ignorándose, sino que se implican mutuamente; no son más que partes de un mismo todo, elementos de una misma religión y de una misma comunidad de creencias; por ello, es frecuente la asistencia de repre-sentantes de clanes diferentes, y no sólo como simples espectadores; existe, además, todo un ciclo de ritos que se desarrollan obligatoriamente en presencia de toda la tri-bu, como las ceremonias totémicas de iniciación. Puesto que se complementan los unos a los otros, es necesario que los cultos de los diferentes tótems se hayan ajusta-do entre sí; no se podría haber realizado un reparto tan metódico sin un acuerdo, tá-cito o reflexivo, en el que ha tenido que participar toda la tribu. Ello obliga a conside-rar la tribu en su totalidad, como un todo, y al cúmulo de cultos solidarios entre sí co-mo un sistema religioso complejo.

4. LA NOCIÓN DE PRINCIPIO O MANA TOTÉMICO (LIBRO II. CAPÍTULO VI)

Durkheim despliega evidencias que muestran que el totemismo del clan es anterior al totemismo individual, siendo el que debe centrar nuestra atención. Como sabemos, el totemismo reconoce tres elementos sagrados: (i) las representaciones figurativas del tótem, (ii) los animales o vegetales cuyo nombre lleva el clan, y (iii) los miembros del clan; sin embargo, su carácter religioso no depende de ninguno de sus atributos particulares, sino que parece derivarse de un principio que les es común, hacia el cual se dirige el culto. Por tanto, el totemismo no es la religión de determinados ani-males, hombre o imágenes, sino que es la religión de una especie de fuerza anó-nima e impersonal que se encuentra en todos y cada uno de esos seres, aunque nin-guno la posee por entero; es totalmente independiente de los sujetos particula-res en los que se encarna, a los que precede y sobrevive; esta fuerza permanece siempre actual, viva e idéntica a sí misma; se trata del dios que adora cada culto toté-mico, un dios impersonal, sin nombre, sin historia, inmanente al mundo, difu-minado en una multitud innumerable de cosas.

El australiano no se representa esta fuerza impersonal bajo forma abstracta, sino que la concibe encarnada en un animal o vegetal, es decir, en cosas sencillas. Por ello, un tótem no es más que la forma material por medio de la cual la imaginación se representa esta sustancia inmaterial, que es el único objeto verdadero de culto. Así, el totemismo concibe un universo animado por cierto número de fuerzas que la imaginación se representa en forma de figuras (animales o vegetales), de las cuales hay tantas como clanes tenga la tribu, y cada una de ellas circula por cierta categoría de cosas, de las que es su esencia y principio vital. Estas fuerzas ac-túan como: (i) fuerzas materiales, que engendran mecánicamente efectos físicos, y a veces se las concibe como una especie de fluidos que escapan por las extremida-des, como el principio vital de las cosas; y (ii) fuerzas morales, pues los actores se sienten moralmente obligados a comportarse como lo hacen: tienen la sensación de obedecer a una especie de imperativo, de realizar un deber, lo que hace del tótem la fuente de la vida moral e integradora del clan. Por tanto, el principio totémico es 76

tanto una potencia física como moral; en esto el totemismo no se diferencia de otras religiones, pues todas poseen fuerzas con funciones cósmicas y morales que per-miten al hombre enfrentarse con más confianza al mundo.

En general, las tribus australianas mantienen una religión totémica muy similar, y sus concepciones no difieren más que en matices y grados. Sin embargo, el Samoa las tri-bus han superado la fase totémica y en ellas aparecen ya divinidades con nombre propio, aunque aún conservan trazas de totemismo: cada divinidad está vinculada a un grupo, es concebida como inmanente a una especie de animal determinado, es-tando difuminada a la vez en todos los animales de la especie y siendo eterna como ésta; por tanto, se trata de un principio totémico que la imaginación ha revestido con formas ligeramente personales, aunque persiste la concepción de una fuerza religiosa única y de la unidad del universo. En ese sentido, en América las tribus han evolucio-nado en sentido inverso, alcanzando un grado de abstracción y de generalidad mayor que en Australia. Así, en las tribus Sioux se rinde culto a una potencia eminente, por encima de todos los dioses particulares: el Wakan, una especie de dios soberano o gran espíritu, que no posee forma determinada porque se considera que es imposi-ble definirlo, comprensivo de todo misterio, de todo poder secreto, de toda divinidad; no se trata de un poder definido, capaz de hacer esto o aquello, sino que es el Poder de forma absoluta, que circula a través de todas las cosas; todas las manifestacio-nes divinas no son más que sus manifestaciones particulares y sus personificaciones; es el principio que anima todo lo que vive, de todo lo que actúa, de todo lo que se mueve. Entre los Iroqueses existe la misma noción bajo el nombre de Orenda, una potencia misteriosa, inherente a todas las cosas, causa eficiente de todos los fenóme-nos; todo en el mundo participa en el orenda, tan sólo sus grados de participación son desiguales, pues la vida universal consiste en la lucha de orendas de desigual intensidad. La misma idea aparece entre los Shoshones (Pokunt), Algonquinos (Ma-nitú), Kwakiutl (Nauala), Tlinkit (Yek), Haidas (Sgâna)… En Melanesia se venera una fuerza denominada Mana, de carácter inmaterial y sobrenatural, que no está en abso-luto fijada en un objeto determinado, sino que está por doquier; toda la religión del melanesio consiste en hacerse con el mana.

Por tanto, estas fuerzas (Wakan, Orenda, Mana) están emparentadas con el principio totémico, con la diferencia de que las primeras están en estado difuso por todo el uni-verso, y el segundo se localiza en un círculo más limitado de seres y cosas: se trata del mana, pero un poco más especializado. Esta concepción de la naturaleza y de la vida supone tres ideas básicas: (i) todas las cosas están penetradas por un principio vital común (Wakan); (ii) esta vida es continua; y (iii) el tótem es el medio por el cual el individuo se pone en relación con esta fuente de energía: si el tótem está dota-do de poderes, es porque es encarnación del wakan.

La explicación de por qué en Australia la idea de mana no ha alcanzado el grado de abstracción y generalidad de otras sociedades más avanzadas se en-cuentra en la naturaleza de su medio social. En las tribus australianas, el clan disfru-ta de una autonomía muy acusada, y cada grupo es como una capilla de la Iglesia tribal, cuyo tótem sólo era plenamente sagrado para los miembros de dicho grupo; por ello, no se podía pensar que estos mundos heterogéneos fueran sólo manifestaciones de una sola e idéntica fuerza fundamental. La noción de mana sólo podía nacer a partir del momento en que se desarrolló una religión tribal, por encima de los cultos de los clanes, absorbiéndolos de forma más o menos completa; la unidad sustancial del mun-do sólo se despertó cuando se sintió la unidad tribal. En conclusión, el totemismo es esencialmente una religión federal, que no puede ir más allá de un cierto grado de centralización sin dejar de ser él mismo.

Si el tótem está adscrito a un clan, la magia es una institución tribal o inter-tribal; las fuerzas mágicas no pertenecen ni están ligadas a ningún subgrupo de la tribu, in-cluso pueden extender su radio de acción más allá de ésta, y para utilizarlas basta con poseer sus fórmulas prácticas; se trata de fuerzas vagas de formas diversas, pero

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de una única naturaleza, como formando parte de una única fuerza (Arunquiltha, en Arunta) que es considerada como un poder sobrenatural de naturaleza malvada.

El análisis del totemismo nos ilustra la génesis del pensamiento religioso. El culto totémico no se dirige a ciertos animales o plantas, sino a una especie de fuerza que se difunde a través de las cosas; los genios, los demonios y los dioses son tan sólo las formas concretas que adopta esta energía, en una absoluta consustan-cialidad esencial de todas las cosas sagradas; así, el wakan va y viene a lo largo del mundo, y las cosas sagradas son los puntos en los que se posa , a las que se considera sagradas en tanto participan de dicha fuerza, la única que confiere su ca-rácter sagrado a las cosas. Por tanto, lo que encontramos en la base del origen del pensamiento religioso no son objetos o seres concretos, sino poderes indefinidos y fuerzas anónimas; las cosas sagradas no son más que formas individualizadas de ese principio esencial, que puede quedar vinculado a unas palabras, gestos u objetos; la voz, los movimientos o los objetos pueden servirle de vehículo, y por medio de ellos producir los efectos a los que está vinculado, prescindiendo del concurso de cualquier dios o espíritu; se trata de una fuerza que se despliega en el espacio y que reside en cada uno de sus efectos. Quizás por ello, casi todas las personalidades divinas conservan algo de impersonalidad: Zeus reside en cada gota, Ceres en cada una de las gavillas de la miés…; quizás ese carácter borroso e impreciso hace posi-bles los sincretismos, y parece estar inscrito en la naturaleza de las cosas religiosas el no poder individualizarse completamente. En esta misma línea se expresan Marret (1900), quien postuló la existencia de una fase religiosa preanimista, con ritos diri-gidos a fuerzas impersonales; y Preuss (1905), quien postuló que las ideas de alma y espíritu se han constituido tras las ideas de poder y fuerza impersonal, y que son una transformación de éstas.

Por tanto, podemos concluir que las construcciones mitológicas son productos secundarios y recubren un fondo de creencias más simples y oscuras, más vagas y esenciales, que constituyen los pilares sobre los que se han construido los sistemas re-ligiosos. Y, puesto que no se puede ir más allá del totemismo, podemos afirmar que la noción inicial de la que se han derivado las ideas de wakan y de mana es la no-ción del principio totémico, como la primera forma de la noción de fuerza. En efecto, el wakan juega en el mundo el papel de fuerzas por las que la ciencia explica los fenómenos de la naturaleza, como un principio de explicación universal, en tanto de él proviene toda vida y toda vida es wakan; igualmente, para los iroqueses el oren-da es causa de todos los movimientos y causa eficiente de todos los fenómenos, un poder inherente a todas las cosas, y toda la vida natural es el producto de los conflic-tos entre los orenda de desigual intensidad de los distintos seres, lo que supone conce-bir el mundo como un sistema de fuerzas que se limitan, se contienen y se equilibran. Por tanto, observamos que la noción de fuerza es de origen religioso, y el siguien-te paso es confirmar que las fuerzas religiosas son reales, por muy imperfectos que pudieran ser los símbolos por medio de los cuales se las ha pensado.

5. GÉNESIS DE LA NOCIÓN DE PRINCIPIO O MANA TOTÉMICO (LIBRO II. CAPÍ-TULO VII)

Como sabemos, el totemismo se basa en la noción de un principio casi divino, in-manente a ciertas categorías de hombres y cosas, y pensado bajo forma ani-mal o vegetal. ¿Cómo se ha construido esta idea? Lo que es seguro es que no se ha construido en base a las sensaciones que podían despertar las cosas que servían como tótems, pues carecen de las características para provocar en el hombre semejantes impresiones; no es la naturaleza intrínseca del objeto cuyo nombre lleva el clan lo que habrían determinado su conversión en objeto de culto. Son las representaciones fi-gurativas de una planta o un animal determinados los que poseen la máxima santi-dad, y es en ellas donde se encuentra la fuente de religiosidad; por tanto, el tótem es 78

un símbolo, una expresión material de alguna otras cosa: es la forma exterior y sen-sible del principio o dios totémico, que es al mismo tiempo el símbolo de un clan. Por tanto, si el tótem representa al dios y a la sociedad, ¿no será porque dios y socie-dad son uno?; en efecto, el dios del clan o principio totémico no puede ser más que el clan hipostasiado. ¿Cómo ha sido esto posible?

Un dios es un ser que el hombre concibe como superior a sí mismo y de quien cree depender; de modo similar, la sociedad también alimenta en nosotros la sen-sación de una perpetua dependencia, y por el hecho de poseer una naturaleza propia, diferente de nuestra naturaleza individual, persigue fines, para lo que recla-ma imperiosamente nuestra colaboración; exige que, olvidando nuestros intere-ses, nos hagamos sus servidores, viéndonos obligados a someternos a reglas de conducta y de pensamiento. Pero el dominio que ejerce sobre las conciencias se basa mucho menos en la supremacía física que en la autoridad moral de que está in-vestida. Se dice que un sujeto o colectivo inspira respeto cuando la imagen que lo ex-presa en la conciencia está dotada de tal fuerza que suscita acciones de modo au-tomático, al margen de sus efectos útiles o nocivos, excluyendo cualquier idea de de-liberación o cálculo; éste mandato obtiene su eficacia de la intensidad del estado mental en que es dado, y ello constituye el ascendiente moral. Las representacio-nes que expresan la sociedad en todos nosotros están dotadas de una intensidad a la que no pueden llegar los estados de consciencia privados, pues aquellas están com-puestas de innumerables representaciones individuales; así, cuando algo se convierte en objeto de estado de opinión, la representación que de ello tiene cada indi-viduo adquiere tal poderío que tiende a aniquilar o alejar toda representación que la contradiga; la energía mental que en ella reside está dotada de una eficacia que pro-viene exclusivamente de sus propiedades psíquicas. Por tanto, algo tan social como la opinión es fuente de autoridad. Sin duda, el hombre primitivo debía representarse estas potencias como exteriores a él, ya que le hablan de modo imperativo; si hubie-ra sido capaz de ver que estas influencias emanaban de la sociedad, no habría nacido el sistema de interpretaciones mitológicas. Por ello, se vio en la necesidad de construir la noción de esas potencias con las que se sentía relacionado, y de representarlas bajo diversas formas.

Pero la acción social no puede existir más que en las conciencias individuales, ha-ciéndose así parte de nuestro ser, al que eleva y engrandece; además, la acción reconfortante y vivificante de la sociedad se enardece por la pasión común, y esa es la razón por la que los grupos políticos, sociales o religiosos convocan periódicamente reuniones, con el objetivo de reafirmar sentimientos; por ese mismo motivo, la acti-tud del hombre que habla a una masa expresa una grandilocuencia y unos gestos fue-ra de lo común, porque siente en sí toda una plétora de fuerzas que le desbordan y tienden a expandirse fuera de él; ese excepcional acrecentamiento de fuerzas es bien real: le viene del mismo grupo al que se dirige; ya no es un individuo el que habla, sino un grupo encarnado y personificado. Hay períodos históricos en el que las interaccio-nes sociales se hacen mucho más frecuentes y activas, resultado de una efervescen-cia general, característica de épocas revolucionarias, que produce una estimulación general de las fuerzas individuales. Los cambios no son sólo de matiz y de grado: el hombre se convierte en otro, y bajo la influencia de la exaltación general el burgués mediocre o el hombre más inofensivo se transforman ya en héroe ya en verdugo. No existe ningún instante en nuestra vida que la acción social no deje de venirnos del exterior como un flujo de energía; así, el hombre que cumple con su deber en-cuentra una impresión de aliento, que a menudo no reconoce pero que le sostiene; por el hecho de armonizar moralmente con sus contemporáneos tiene más confian-za, más valor, más audacia en sus acciones, del mismo modo que el fiel cree sentir la mirada de su dios; no podemos dejar de sentir que ese tono moral depende de una causa externa, como una potencia o conciencia moral, aunque no percibimos dónde se encuentra ni en qué consiste. Además de las fuerzas sociales que en su ir y venir vienen a fortalecer las nuestras, también existen fuerzas sociales fijadas en las técnicas y tradiciones, en la lengua, en los instrumentos, en los derechos que ejerce-

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mos… Todos estos bienes variados de la civilización se los debemos a la sociedad; el hombre sólo es hombre porque está civilizado.

Así, el medio en que vivimos nos aparece como poblado de fuerzas imperativas y cari-tativas, augustas y bienhechoras, con las que nos relacionamos; por ello, tenemos la impresión de estar ante dos tipos de realidades: cosas profanas y cosas sagra-das. A lo largo de la historia, vemos que la sociedad crea de la nada objetos sagrados sin cesar, y con frecuencia consagra hombres que carecen de méritos para ello (príncipes, nobles, jefes, políticos), pero también consagra cosas, e incluso consagra ideas; por tanto, el poder moral que confiere la opinión y aquél que reviste a los seres sagrados tienen un origen idéntico. Esta capacidad de la sociedad para eri -girse en un dios o para crear dioses no fue en ningún momento más perceptible que durante la Revolución Francesa (1789-1799), cuando cosas puramente laicas fue-ron transformadas por la opinión pública en cosas sagradas: la Patria, la Liber-tad, la Razón…; la sociedad y sus ideas se convertían directamente, y sin transfigura-ción alguna, en objeto de verdadero culto. Todo ello nos muestra cómo el clan puede suscitar en los hombres la idea de que existen fuera de ellos fuerzas que los domi-nan y al mismo tiempo los sostienen, es decir, fuerzas religiosas.

La vida de las tribus australianas pasa por dos fases: (i) una fase de dispersión, en que la población se dispersa en pequeños grupos para cazar o pescar, que no des-pierta muchas pasiones; y (ii) una fase de concentración, en que la población se concentra en el poblado durante un periodo de tiempo, para celebrar una ceremonia religiosa denominada corrobori. Frente a la mediocre intensidad de la primera, la aglomeración del corrobori actúa como un excitante excepcionalmente poderoso, como una especie de electricidad que los arrastra a todos a un extraordinario nivel de exaltación. En sus inicios, se exteriorizan por todas partes gestos violentos, gritos, aullidos y ruidos ensordecedores, que tienden por sí mismos a regularizarse y a some-terse a un ritmo, y de ahí a los cantos y danzas. Progresivamente, la efervescencia lleva a la realización de actos inauditos, como si se experimentase la necesidad de abandonar la moral cotidiana: los hombres intercambian las mujeres, se producen relaciones incestuosas…

Entre las ceremonias religiosas destaca la de la serpiente Wollunqua de los Wa-rramunga. Los representantes de las dos fratrías (Uluuru y Kingilli) construyen con arena mojada un montículo con un dibujo de la serpiente Wollunqua. Entrada la noche, los asistentes se sientan sobre el montículo y se ponen a cantar, con evidente so-breexcitación; más tarde, los Uluuru traen a sus mujeres y se las dan a los Kingilli, que tienen con ellas relaciones sexuales. Hasta mediada la noche la escena se desarrolla con frenesí salvaje, hasta que se arrodillan frente al túmulo y empiezan a dar vueltas a su alrededor con gritos y aullidos. Cuando el día clarea, atacan con furia el túmulo y en pocos instantes queda destrozado, quedando un profundo silencio. Otro ejemplo es la ceremonia del fuego. Caída la noche, se lanzan a todo tipo de procesiones, danzas y cantos a la luz de las antorchas, en una creciente efervescencia general. En cierto mo-mento, doce asistentes toman antorchas y atacan a un grupo de hombres, producién-dose una refriega general; los gritos, las chispas, el humo y las antorchas generan una escena salvaje y escalofriante. Ambos ejemplos muestran con claridad que en dichas circunstancias, cuando alcanza tal estado de exaltación, el hombre pierde la con-ciencia de sí mismo, sintiéndose dominado o arrastrado por una especie de fuerza exterior que le hace pensar y actuar de modo distinto al habitual, como si de-jara de ser él mismo, como si fuera transportado a un mundo especial, poblado de fuerzas excepcionalmente intensas que le invaden y metamorfosean. Ello refuerza en el hombre la convicción de que realmente existen dos mundos heterogéneos e incom-parables entre sí: el mundo de lo profano y el mundo de lo sagrado.

Por tanto, parece que la idea religiosa ha nacido en estos medios sociales efervescen-tes y como producto de esa misma efervescencia; de hecho, la actividad religiosa se concentra en los lapsos de tiempo en que se desarrollan reuniones masi-80

vas, fuera de las cuales el tiempo está ocupado por actividades laicas y profanas. Es en dichas reuniones cuando el clan actúa sobre sus miembros, despertando en ellos la idea de unas fuerzas exteriores que los dominan y exaltan; ahora bien, ¿cómo consigue que se las conciba bajo la forma de especies totémicas, es decir, en forma de animal o de planta?

Como sabemos, los sentimientos que despierta en nosotros una cosa determinada se comunican espontáneamente al símbolo que la representa; la idea de una cosa y la idea de su símbolo están unidas estrechamente en nuestro espíritu, de modo que las emociones provocadas por la una se extienden por contagio a la otra, especialmen-te cuando el símbolo es algo simple y definido, fácilmente representable, un objeto cu-ya realidad sintamos vivamente; de hecho, no seríamos capaces de ver en una entidad abstracta el lugar de origen de los fuertes sentimientos que percibimos. Llegado el mo-mento, el signo ocupa el lugar del objeto, y es entonces el signo el que es amado, temido y respetado; así, la bandera no es más que un símbolo, sólo hace recordar la realidad que representa, pero se la trata como si fuera en sí misma esa realidad. El tó-tem es la bandera del clan; el clan es una realidad demasiado compleja como para representársela, y el primitivo ni siquiera percibe que esas impresiones provienen de la colectividad, por ello es preciso que dichas sensaciones sean por él atribuidas a al-gún objeto exterior como si se tratara de su causa: las múltiples imágenes del tótem. Así, aunque es el clan el que genera las fuerzas y las sensaciones que perci-ben los hombres, todo se desarrolla como si fueran los emblemas totémicos los que las inspiraran. En realidad, la fuerza religiosa no es más que la fuerza colectiva, y el espíritu sólo es capaz de representarla bajo la forma del tótem, por lo que el em-blema totémico es como el cuerpo visible del dios.

Pero el clan no puede vivir más que en y por las conciencias individuales de sus miem-bros, por lo que la fuerza religiosa no puede realizarse más que en ellos y por ellos, y en ese sentido les es inmanente: la sienten presente y actuando en ellos, y es ella la que los eleva a una vida superior. Así fue como el hombre, en tanto residía en él una fuerza comparable a la del tótem, se atribuyó a sí mismo un carácter sagrado, aunque dicha fuerza no le fuera inherente sino que le venía de fuera. Del mismo modo, los se-res concretos que dan nombre al clan y dan forma material al principio totémico también debían inspirar respeto y aparecer como si fueran sagrados; he aquí por qué se prohibió dar muerte o comer el animal totémico; y puesto que el carácter sagrado es altamente contagioso, los sentimientos religiosos que inspiraba el animal totémico se comunicaron a sus alimentos habituales. Así, poco a poco, a los tótems se suma-ron los subtotems y quedaron constituidos esos sistemas cosmológicos de las clasi-ficaciones primitivas. Se explica ahora que las fuerzas religiosas son potencias mora-les, pues están elaboradas a partir de las impresiones que ese ser moral que constitu-ye la colectividad despierta en los individuos; su autoridad no es más que una forma de ascendiente moral que la sociedad ejerce sobre sus miembros. Por tanto, estas fuerzas dominan los dos mundos: el físico y el moral; residen en los hombres, pe-ro también son los principios vitales de las cosas; vivifican y disciplinan las concien-cias, pero también hacen que las plantas crezcan y los animales se reproduzcan; ani-man los cuerpos, pero también los espíritus.

Con frecuencia se ha atribuido las primeras concepciones religiosas a sentimientos de debilidad, dependencia, terror o angustia, pero en realidad tienen un origen muy dife-rente. El primitivo no veía a sus dioses como seres extraños o enemigos, sino más bien como amigos, familiares o protectores naturales; no veía la potencia a la que dirigía su culto como algo muy superior y lejano, sino más bien como algo muy cerca de sí que le confiere poderes útiles de los que carece. Por tanto, las raíces del totemismo son sentimientos de alegre confianza más que de terror y opresión; los dioses celosos y terribles sólo aparecerán más tarde en la historia de la evolución de las religiones.

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Naturalistas y animistas pretendían construir la noción de seres sagrados a partir de las sensaciones que provocan en nosotros los fenómenos de orden físico o bio-lógico; pero todo efecto debe tener su causa, y las impresiones que despierta en no-sotros el orden físico no pueden contener nada de más allá de este mundo. Por ello, otros estudiosos han postulado que las imágenes religiosas se originaron en las imáge-nes fantasmagóricas que el hombre ve durante el sueño; pero es difícil creer que la humanidad se hubiera obstinado durante siglos en un error del que la experiencia le habría apercibido muy pronto. En realidad, el fiel no se engaña cuando cree en la existencia de un poder moral del que depende y del que obtiene lo mejor de sí mismo: ese poder existe, es la sociedad; su exaltación es real, y es el producto de fuerzas externas y superiores a él; el error sólo afecta al símbolo por medio del cual se lo re-presenta, pues tras esas figuras y metáforas hay una realidad concreta y viva. En con-clusión, la religión implica un sistema de nociones por medio de los cuales los individuos se representan la sociedad de la que son miembros, y las relaciones que sostienen con ella; por tanto, es cierto que existe algo más grande que noso-tros, con lo que nos comunicamos: la sociedad, y las prácticas de culto no son movimientos sin sentido, sino que sirven para estrechar los lazos que unen al individuo con ella, pues dios no es más que la expresión figurada de la sociedad. Esta concepción explica por qué esta verdad fundamental que contenía la religión siempre se ha bastado para compensar los errores y desengaños que ésta producía, pues nun-ca podían afectarla en sus principios fundamentales.

Como vemos, la vida religiosa no puede alcanzar un cierto grado de intensidad sin implicar una exaltación psíquica; la religión no deja de estar acompañada de un cierto delirio, pero sin duda de un delirio bien fundado, pues sus imágenes no son ilusiones imaginarias, sino que corresponden a algo real; precisamente, la agitación mental que provoca es una prueba que testimonia su realidad. Por ello, una vida social intensa ejerce siempre sobre el individuo una especie de violencia que desarregla su funcionamiento normal. Por otra parte, el medio social nos aparece como poblado de fuerzas que, en realidad, no existen más que en nuestro espíritu; así, nuestra repre-sentación del mundo exterior no es más que una amalgama de alucinaciones, pues olores, sabores y colores no existen en el exterior tal y como los percibimos en nuestro interior; pese a todo, las representaciones olfativas, gustativas y visuales no dejan de tener correspondencia con estados objetivos de las cosas reales. Del mismo modo, las representaciones colectivas atribuyen a las cosas cualidades que no poseen de modo objetivo (bandera ≈ patria, himno ≈ nación, sangre ≈ vida), pero determinan la conducta humana con la misma intensidad que las fuerzas físicas; el pensamiento social, a causa de la autoridad imperativa que en él reside, está dotado de una efica-cia que el pensamiento individual sería incapaz de tener, siendo capaz de hacernos ver las cosas desde su punto de vista: es el dominio social.

Por tanto, el principio totémico, como toda fuerza religiosa, es exterior a las cosas en las que reside, pues una fuerza religiosa no es más que el sentimiento que la co-lectividad inspira a sus miembros, pero proyectado fuera de las conciencias que lo experimentan y objetivado, fijándolo en un objeto que así se convierte en sagrado; el carácter sagrado que reviste una cosa no está, pues, implicado en sus pro-piedades intrínsecas, sino que le está sobrepuesto. Por ello, cuando un ser sagrado se subdivide permanece idéntico a sí mismo en cada una de sus partes, algo que sería inexplicable si el carácter sagrado dependiera de las propiedades constitutivas de la cosa que actúa de soporte.

Sabemos que el tótem es el emblema del clan, pero ¿qué determina que escoja precisamente ese emblema? Sabemos que un emblema constituye para todo grupo un punto de identidad, que clarifica el sentimiento que la sociedad tiene de sí misma. Puesto que las conciencias individuales sólo pueden comunicarse mediante signos que traduzcan sus estados interiores, es preciso que los sentimientos que manifiesten la unión del grupo se traduzcan en una única resultante que les haga tomar con-ciencia de su unidad moral; en ese sentido, las representaciones colectivas son la re-82

sultante de la interacción de las conciencias, siendo la homogeneidad de movi-mientos, traducida en una forma y un estereotipo, la que da al grupo el sentimiento de sí mismo. Los sentimientos sociales carentes de símbolos sólo tienen una existencia precaria, y no subsisten al finalizar la asamblea más que en forma de recuerdos; sólo si los movimientos por medio de los cuales han quedado expresados consiguen inscri-birse en cosas duraderas se harán duraderos, como si la causa inicial que los susci-tó continuase actuando. La vida social, en todos los aspectos y en todos los momentos de la historia, sólo es posible gracias a un amplio simbolismo, y los sentimientos co-lectivos pueden encarnarse en personas, objetos, ideas e incluso en formulaciones ver-bales. Una objetivación muy característica es el tatuaje, pues pintarse o grabarse so-bre el cuerpo imágenes recordatorias de la existencia en común es uno de los medios más directos y expresivos por el que se puede expresar y afirmar la comunión de las conciencias. Tal es, sin duda, la función de la imagen totémica, cuya finalidad no es representar o recordar un objeto determinado, sino la de testimoniar que un cierto número de individuos participan de una misma vida moral; de hecho, podemos afirmar que un clan es esencialmente un grupo de individuos que tienen un mismo nombre y se integran alrededor de un mismo signo.

El referente material de la imagen emblemática no podía ser tomado más que de al-go susceptible de ser representado por un dibujo, y esencialmente de las cosas con las que los miembros del clan se relacionaban de manera más inmediata y habi-tual: animales o plantas; los astros (Sol, Luna, estrellas, constelaciones) estaban de-masiado lejos y parecían formar parte de un mundo distinto. Parece claro que cada grupo tomaba como insignia al animal o vegetal más extendido en las cercanías del lugar en que habitualmente se reunía, y por ello los centros totémicos suelen estar situados en las proximidades de una montaña, manantial o garganta donde abundan los animales utilizados de tótem por el grupo.

Todo lo anterior permite constatar que la evolución lógica está estrechamente ligada a la evolución religiosa, y que ambas dependen de condicionamientos sociales. Si bien en la actualidad jamás consideraríamos como equivalentes a seres tan distintos como los hombres, los animales, las plantas o los minerales, originariamente en el hombre primitivo los reinos se confundían; ese estado de indistinción se encuen-tra en el fondo de todas las mitologías. Por ello, el hombre no ha concebido el mundo a su imagen más de lo que se ha concebido a sí mismo a imagen del mundo; en su con-cepción de las cosas ha hecho intervenir elementos humanos, pero en la concepción de sí mismo ha introducido elementos de las cosas. Sin embargo, en la observación sensible todo es distinto y discontinuo, y no vemos que los seres se confundan o que metamorfoseen su naturaleza; por tanto, es precisa la intervención de una causa transfiguradora de la realidad que la haga aparecer bajo un aspecto distinto al real. Gracias al estudio del totemismo, ahora sabemos que son las creencias religio-sas las que han sustituido el mundo real que perciben los sentidos por un mundo diferente, pues en él se supone que los miembros del clan y los seres repro-ducidos en el emblema totémico tienen idéntica esencia, como si participaran de la misma naturaleza. Sabemos que estas concepciones religiosas son producto de cau-sas sociales determinadas, pues los hombres se vieron abocados a la necesidad de representarse la fuerza colectiva cuya acción sentían, y en cuya concepción se en-contraban confundidos los reinos más dispares; esta fuerza era esencialmente hu-mana, pero no podía dejar de aparecer como si estuviera estrechamente emparenta-da con el ser o el objeto del que tomaba sus formas externas. Como sabemos, un sentimiento colectivo sólo puede tomar conciencia de sí fijándose sobre un objeto material, lo que hace que también participe en su naturaleza; por tanto, son necesi-dades sociales las que han hecho que se confundan nociones que a primera vista pa-recían distintas. Esto es una prueba adicional de que el entendimiento lógico está en función de la sociedad concreta que lo genera y desarrolla.

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Aunque esta lógica nos pueda desconcertar o nos parezca rudimentaria, gracias a ella fue posible una primera explicación del mundo; de hecho, explicar no es otra cosa que ligar las cosas entre sí, establecer entre ellas relaciones que las hagan aparecer en función las unas de las otras. Las religiones construyeron el primer esbozo de lo que podían ser las relaciones de parentesco entre las cosas, y fue a partir del momento en que el hombre fue consciente de la existencia de conexiones internas en-tre las cosas cuando se hicieron posibles la filosofía y la ciencia: la religión les abrió la vía, nuestra lógica ha nacido de esta lógica. Así, no hay un abismo entre la ló-gica religiosa y la científica; ambas constan de los mismos elementos, pero desi-gualmente desarrollados. Lo que parece característico de la lógica religiosa es su tendencia natural tanto por las fusiones intemperantes como por los contrastes tajantes: cuando aproxima algo lo confunde, y cuando lo distingue lo opone; no cono-ce medida ni matices, busca casos extremos; emplea los mecanismos lógicos con ex-tremo, pero no ignora ninguno de ellos.

6. LOS RITOS MIMÉTICOS Y EL PRINCIPIO DE CAUSALIDAD (LIBRO III. CAPÍTU-LO III)

Los ritos miméticos refieren a los movimientos y gritos cuyo propósito es imi-tar en sus actitudes y aspectos al animal cuya reproducción se pretende ase-gurar, principalmente el animal que representa la especie totémica. Así, entre los Arunta existe el Intichiuma de la oruga witchetty, en el cual los hombres fabrican un cobertizo de ramas largo y estrecho (umbana) que representa la crisálida de donde emerge el insecto; en su interior se entona un canto en el que se relatan las diferentes fases del animal durante su desarrollo, y al acabar los hombres salen de él en cuclillas representando el insecto en el momento de surgir de su crisálida. En el Intichiuma de la oruga unchalka, los oficiantes se pintan dibujos que representan la zarza sobre la que vive esta oruga, y en sus escudos pintan otro tipo de zarza donde deposita sus huevos; en cierto momento, uno de los oficiantes agita sus brazos representando la manera en que la mariposa revolotea por encima de las plantas al dejar sus huevos; fi-nalmente, el oficiante imita los movimientos del animal al abandonar su crisálida y se esfuerza por emprender el vuelo. Entre los Warramunga, en el Intichiuma de la ca-catúa blanca el jefe del clan está toda la noche imitando el chillido del pájaro con una monotonía desesperante, sólo siendo reemplazado por su hijo durante breves instan-tes. Entre los Urabunna, el Intichiuma de la lluvia consiste en adornar al jefe del clan con plumón blanco, que lo esparce por los aires formando nubes, imitando así a los hombres-nube de la Alcheringa, y representando la formación y ascensión de las nubes. Entre los Kailish, se traza sobre un escudo el arco iris y se procura que nadie en el campamento lo mire; se considera que el arco iris impide la lluvia, y que al ignorar-lo, haciéndolo invisible, no aparecerá; simultáneamente, el jefe del clan lanza al aire copos de plumón blanco que representan las nubes, mientras imita el chillido del chor-lito real, con el fin de atraer la lluvia. Pero, al margen de estos ritos miméticos de la re-producción, en realidad no hay ceremonia tribal en que no exista algún gesto de ca-rácter imitativo.

La magia simpática se basa en dos principios: (i) principio de asociación (o del contagio), según el cual lo que aqueja a un objeto aqueja también a todo aquello con lo que mantiene una relación de proximidad o solidaridad; en él se basan los hechi-zos, que no crean nada, sino que se limitan a orientar en un determinado sentido una eficacia que no proviene de ellos; y (ii) principio de causalidad (o de semejanza), según el cual lo semejante da lugar a lo semejante, de tal modo que la representación figurativa de un ser o estado produce ese ser o estado; en él se basan los ritos mimé-ticos, que producen y crean una eficacia que es directamente aplicable al objetivo previsto. Por tato, el principio de asociación se limita a orientar una eficacia externa, mientras que el principio de causalidad produce una eficacia propia.

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Volviendo a los ritos miméticos, ¿cómo podría el hecho de representar los movimien-tos de un animal provocar que se reproduzca en abundancia? Como sabemos, los hombres que se reúnen para celebrar los ritos creen ser realmente animales o plantas pertenecientes a la especie que les da nombre; su tótem constituye su signo de unificación, y dado que son emús o canguros, deben comportarse como tales, testi-moniando así que son miembros de la misma comunidad moral. Pero el rito no se li-mita a ser expresión de tal parentesco: lo crea y recrea, pues las manifestaciones colectivas logran mantener las creencias en que se basa dicho parentesco. Por tanto, los movimientos imitativos tienen en realidad un significado profundo y huma-no: se trata de un medio para comulgar con el ser sagrado, es decir, con el ideal colectivo que simboliza. Dado que éste es un objetivo demasiado general, los hom-bres tienden a proponerse metas más cercanas, como es asegurar la reproducción de la especie totémica; y puesto que todos los hombres piensan en el animal o vege-tal de su tótem, resulta inevitable que se produzca un esfuerzo por imitarlo. He aquí por qué los fieles de cualquier religión reunidos para solicitar algo a su dios se sienten como en la necesidad de representarlo figurativamente.

Por tanto, los ritos religiosos poseen una eficacia moral que es real, y que ha he-cho creer en su eficacia física, que es imaginaria; la ceremonia siempre resulta salu-dable para los creyentes, al margen de que consigan o no el efecto físico deseado, y de ahí que sientan que les resultaría imposible liberarse de ellas sin precipitarse en un desasosiego moral. En resumen, la verdadera justificación de las prácticas reli-giosas no se sitúa en los fines aparentes que persiguen, sino en la acción invisible que ejercen sobre las conciencias. Los ritos crean una predisposición a creer que está por encima de cualquier prueba, y este impulso a creer es precisamente aquello en que consiste la fe, que es la que dota de autoridad a los ritos a los ojos del creyente. Que la fe tenga este origen es la razón de que resulte impermeable a la ex-periencia: si el australiano está tan ligado a su rito, es porque está ligado con toda su alma a esas prácticas en las que periódicamente consigue reconstruirse. Por otra par-te, es normal que la naturaleza siga su curso y que la especie totémica consiga repro-ducirse del modo habitual, por lo que todo transcurre como si los actos rituales hubie-ran dado lugar realmente a los resultados esperados.

Durkheim discrepa de Frazer cuando éste afirma que la religión es una forma derivada de la magia, y afirma que la magia se desarrolló bajo la influencia de ideas reli-giosas, y que sólo por extensión se ha aplicado a relaciones laicas. En su opinión, la magia se basa en el principio de asociación o contagio, que se originó en un medio religioso; la fe que inspira la magia no es más que un caso particular de la fe reli-giosa; y los ritos simpáticos se concibieron en el seno de la religión y de ésta pasaron a la magia. Como afirman Hubert y Mauss, la magia es algo distinto a un arte tosco ba-sado en una ciencia frustrada, pues tras los mecanismos puramente laicos del ma-go existe un fondo de concepciones religiosas y todo un mundo de fuerzas procedente de la religión.

Ahora sabemos que los ritos miméticos, basados en el principio de causalidad, son pro-ducto de causas sociales: son los grupos lo que los han elaborado en función de fines colectivos y son sentimientos colectivos los que traducen. Por tanto, su análisis debe servirnos para analizar el origen del principio de causalidad en que se basa, y que, sin duda, debe tener el mismo origen social. Comúnmente, una causa es aquello que es capaz de producir un determinado cambio, es decir, es la fuerza antes de que se haya manifestado el poder que hay en ella; ello supone concebir la causa en tér-minos dinámicos. Pues bien, esta concepción depende de causas sociales.

Como sabemos, el prototipo de la idea de fuerza es el mana, el wakan, el orenda, el principio totémico, nombres que denominan a la fuerza colectiva objetivada y pro-yectada en las cosas; esta noción de poder, de eficacia, de fuerza agente no puede habernos venido de ninguna otra fuente, pues la noción de fuerza es manifiestamente rica en elementos espirituales que sólo han podido ser tomados de nuestra vida psí-

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quica. En efecto, ninguna de las percepciones de los sentidos puede proporcionarnos la idea de acción coactiva, por lo que la experiencia sensible no interviene para nada en la génesis de tales ideas. También sabemos que las primeras fuerzas que los hom-bres se imaginaron fueron potencias anónimas, vagas y difusas, lo que contrasta con el poder personal en que consiste la voluntad humana; por tanto, es imposible que se concibiera las fuerzas a imagen de ésta última. Además, las fuerzas impersonales siempre han sido concebidas como capaces de pasar de un objeto a otro, de mezclar-se y combinarse, de transformarse las unas en las otras; sin embargo, el yo tiene el carácter opuesto: es intransformable e incomunicable, por lo que no podría ofrecernos la idea de una energía que se comunica. Por tanto, la idea de fuerza no puede venir-nos más que de nuestra experiencia interior.

En resumen, la idea de fuerza muestra dos características: procede de nuestra expe-riencia interior y es impersonal; y sólo hay unas fuerzas que satisfacen esta doble con-dición: las fuerzas colectivas, que son totalmente psíquicas (constan sólo de ideas y sentimientos objetivos) y son por definición impersonales (son producto de la co-operación), estando tan poco arraigadas en la personalidad de los sujetos que, tras pe-netrarles desde fuera, se encuentran siempre prestas a abandonarles. Por tanto, la fuerza que aísla al ser sagrado y que mantiene a distancia a los profanos no está en realidad en ese ser, sino que vive en la conciencia de los fieles; no siempre la in-terpretamos de la manera adecuada, pero nunca podemos dejar de ser conscientes de ella. No obstante, era preciso que esta fuerza, residente en nuestro interior, llegara a distinguirse de su doble físico y que se atribuyera en relación a él una dignidad supe-rior: en una palabra, era preciso que se pensara a sí misma como un alma; por ello, el alma es ante todo un principio religioso, un aspecto particular de la fuerza colectiva; el hombre se siente un alma y, por consiguiente, una fuerza porque es un ser social.

Pero la noción de fuerza no explica por completo el principio de causalidad. La cau-salidad afirma que la situación de una fuerza en un momento dado (causa) predeter-mina su situación siguiente (efecto), lo que exige un lazo o nexo de unión entre estos dos momentos de toda fuerza. El empirismo nunca ha sido capaz de explicar cómo una asociación de ideas, reforzada por la costumbre, pudiera producir algo obje-tivo más allá de una mera predisposición a seguir un orden concreto; sin embargo, el principio de causalidad actúa como una norma exterior y superior al curso de nues-tras representaciones, a las que domina y regula de manera imperativa. En definitiva, la causalidad está investida de una autoridad que sujeta al ser humano y lo so-brepasa; por tanto, si la persona individual no es su artífice, ¿cuál es la fuente de esta autoridad? Los ritos miméticos nos dan la respuesta: el sentimiento común que ani-ma a todos los miembros (la reproducción de la especie totémica) se traduce en actos determinados (ritos) que se reproducen idénticos en idénticas circunstancias, y que siempre parecen alcanzar el objetivo deseado; por tanto, existe una asociación entre la idea del objetivo y los actos para conseguirlo como producto de una experien-cia colectiva. Dado que lo que está en juego es un interés social de primera importan-cia (la unidad del grupo, el sentimiento de unidad, la identidad grupal), la sociedad no puede dejar que las cosas sigan su curso a merced de las circunstancias, e impone la repetición periódica de las ceremonias; para convencer a los individuos de que la imi-tación del animal o planta los obliga a reproducirse, debe imponer sin dejar lugar a la duda el axioma de que lo semejante genera lo semejante. Por tanto, la fuente de au-toridad es la sociedad.

Todo ello supone una teoría sociológica de la noción de causalidad. Constatar meras sucesiones regulares de fenómenos es un ejercicio individual, subjetivo e inco-municable, las cuales nos construimos nosotros mismos en base a nuestras observa-ciones personales; sin embargo, la causalidad es fruto de un ejercicio colectivo, es obra de la colectividad y nos es dada ya hecha. El error del empirismo ha sido no ver en la relación causal más que una construcción de pensamiento especulativo y el producto de una generalización más o menos metódica, sin llegar a percibir que sólo la acción colectiva puede y debe expresarse en fórmulas categóricas, perentorias 86

y tajantes que no admiten contradicción. No obstante, el principio de causalidad se configura de maneras diferentes según los tiempos y los lugares, e incluso puede va-riar en el interior de una misma sociedad.

7. CONCLUSIONES

Aunque el estudio es sobre el totemismo, contiene los elementos más característicos de la vida religiosa: las principales ideas y actitudes rituales que están en la base de todas las religiones; por ello, los resultados son legítimamente generalizables a otras religiones.

La verdadera función de la religión no es hacernos pensar, sino hacernos actuar, ayudarnos a vivir; el fiel que ha comulgado con su dios no sólo cree ver verdades que ignora el hombre que no cree: es un hombre que puede más. El primer artículo de cualquier fe es la creencia en la salvación por la fe; sin embargo, ¿cómo podría confe-rirnos una idea poderes superiores a los que poseemos? Del hecho de que concibamos un objeto como digno de ser buscado y amado no se sigue que nos sintamos más fuer-tes: es indispensable que nos situemos en su esfera de acción, que actuemos y re-pitamos los actos para renovar sus efectos; es el culto el que suscita esas impresio-nes de alegría, de paz interior, de serenidad, de entusiasmo; el culto no es un mero sistema de signos por el que la fe se traduce hacia afuera, sino un conjunto de me-dios gracias a los cuales la fe se crea y recrea periódicamente; por tanto, es el culto el que es siempre eficaz.

Todo el estudio se basa en el postulado de que no puede ser ilusorio el sentimiento unánime de los creyentes de todos los tiempos, que las creencias religiosas se ba-san en una experiencia específica: la experiencia religiosa, aunque se la haya concebido de muy variadas formas a lo largo de la historia. Por ello, no es tan relevan-te analizar su forma como su objeto. Así, la causa objetiva, universal y eterna de esas sensaciones sui generis de que está hecha la experiencia religiosa es la sociedad; es la sociedad la que activa las fuerzas morales que despiertan el senti-miento de apoyo y dependencia que vincula al fiel a su culto. Ello explica el papel del culto en todas las religiones, como el medio de acción común por el cual la socie-dad adquiere consciencia de sí misma y se hace presente. En definitiva, la socie-dad constituye la fuente originaria de la vida religiosa.

El estudio también muestra el origen religioso de las categorías fundamentales del pensamiento (filosofía, ciencia), de las reglas morales y jurídicas y de casi to-das las grandes instituciones sociales. La idea de sociedad constituye el alma de la religión.

Las fuerzas religiosas son fuerzas humanas, fuerzas morales, y no han podido constituirse sin tomar de las cosas algunas de sus características, mezclándose así con la vida material; sus elementos esenciales están tomados del campo de la conciencia, pero incluso las más impersonales y anónimas no son más que sentimientos objeti-vados.

Los ritos parecen con frecuencia operaciones puramente manuales (unciones, lavato-rios, comidas), pero estas manipulaciones materiales no son más que la envoltura exterior bajo la que se ocultan operaciones mentales con el fin de actuar sobre las conciencias, tonificarlas y disciplinarlas; por tanto, los poderes que ponen en juego son ante todo espirituales, y su función principal es la de actuar sobre la vida mo-ral.

Sobre la relación religión-realidad, o la relación sociedad ideal-sociedad real. La sociedad está llena de taras e imperfecciones; por tanto, esos seres tan perfectos

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que son los dioses no pueden haber tomado sus rasgos de una realidad tan mediocre. Puesto que la realidad ideal o perfecta a la que aspiran las religiones es una quimera, la idea de sociedad ideal implica la religión. Sin embargo, ver la religión como idealista es sólo uno de sus aspectos; en realidad, la religión es realista a su modo, pues lejos de que ignore la sociedad real y se abstraiga de ella, no hay tara física o moral, no hay vicio o mal que no haya sido divinizado: dioses del latrocinio, de la lujuria, del vino, de la guerra… A través de las mitologías y teologías se ve aparecer claramente la realidad, y en ello las religiones más modernas y refinadas no se dis-tinguen de las más primitivas. No obstante, el hombre tiene la facultad de idealizar, y esta idealización sistemática constituye una característica esencial de las religio-nes. El animal sólo conoce un mundo: el real; sólo el hombre posee la facultad de con-cebir el ideal y de agregarlo a la realidad. De hecho, lo definitorio de lo sagrado es el hecho de estar sobreañadido a la realidad; pero, ¿de qué modo?

Como sabemos, la vida colectiva, al alcanzar cierto grado de efervescencia e inten-sidad, sobreexcita las energías vitales y aviva las pasiones, dando lugar al pensamien-to religioso; en esas circunstancias, el hombre se siente como transformado y, a consecuencia de ello, transforma el medio que le rodea; en una palabra: sobreañade al mundo real de su vida profana otro que no existe más que en su pensa-miento. De este modo, la formación de un ideal es el resultado natural de la vida so-cial; para que la sociedad sea capaz de adquirir conciencia de sí y mantener el senti-miento que tiene de sí misma, es preciso que se reúna y se concentre, pues la con-centración genera una exaltación de la vida moral que se traduce en concep-ciones ideales; como corolario, una sociedad no se puede crear ni recrear sin crear, a la vez, el ideal. Además, la sociedad ideal no está fuera de la sociedad real, sino que forma parte de ésta; no se puede pertenecer a una sin pertenecer a la otra. Ciertamente, la sociedad se siente arrastrada en direcciones divergentes, pero cuando los conflictos estallan no se desarrollan entre el ideal y la realidad, sino entre distintos ideales. Sólo al encarnarse en los individuos, los ideales colectivos tienden a individua-lizarse; el ideal personal surge así del ideal social, a medida que la personalidad individual se desarrolla y se convierte en una fuente autónoma de acción.

Al afirmar que la religión es algo esencialmente social queremos decir que la vida social depende de su sustrato y lleva su impronta; pero la conciencia colectiva no es un simple epifenómeno de base morfológica, y para que aparezca es preciso que se produzca una síntesis sui generis de las conciencias individuales, la cual da lu-gar a que surja todo un mundo de sentimientos, ideas e imágenes que obedecen a leyes propias.

Pero, si la religión se origina en causas sociales, ¿cómo se explica el culto individual? Como sabemos, la fuerza religiosa que anima el clan se particulariza al encar-narse en las conciencias individuales, formando seres sagrados de tipo secundario de los que cada individuo tiene los suyos, hechos a su imagen y asociados a su vida ín-tima: el alma, el tótem individual, el ancestro protector… Sin embargo, las fuerzas reli-giosas a las que se dirigen estos cultos individuales no son sino individualizaciones de las fuerzas colectivas, pues es sólo en la sociedad donde se encuentra la fuente viva de que se alimentan. En efecto, en el silencio interior se puede elaborar una filosofía, pero no una fe, pues una fe es, ante todo, entusiasmo, exaltación mental, desplazamiento del individuo por encima de sí mismo… El único hogar en que pode-mos reanimarnos moralmente es el que forma la acción en sociedad; las creencias sólo son activas cuando están compartidas, y el hombre que siente una fe verdadera expe-rimenta la necesidad de expandirla.

Y si la religión se origina en causas sociales, ¿cómo se explica el universalismo reli-gioso? En el sistema australiano observamos que muchos dioses no son meros dioses tribales, sino que cada uno de ellos es reconocido por una pluralidad de tri-bus. Obviamente, tribus vecinas que pertenecen a una misma civilización no pueden dejar de estar en constante relación: comercio, matrimonios, ritos, ceremonias de 88

iniciación compartidas… Predominan los préstamos mutuos, y por encima de las agrupaciones geográficas existen otras de contornos más imprecisos que comprenden todo tipo de tribus más o menos próximas y emparentadas. Así, los personajes mitoló-gicos y los grandes dioses internacionales muestran esferas de influencia que no están delimitadas, por encima de tribus particulares. No hay pueblo ni Estado que no se encuentre ligado a otra sociedad, ni hay vida nacional que no se encuentre do-minada por una vida colectiva de naturaleza internacional.

Todo sugiere que hay algo eterno en la religión. No hay sociedad que no sienta la necesidad de conservar y reafirmar a intervalos regulares los sentimientos e ideas co-lectivos que le proporcionan su unidad moral y personalidad; dichas ceremonias so-ciales no difieren en naturaleza de las ceremonias religiosas; así, la Revolución Francesa instituyó todo un ciclo de fiestas con el fin de conservar en un estado de per-petua juventud los principios que la inspiraban. Pero la sociedad actual está pasando por una fase de transición y mediocridad moral; los antiguos dioses envejecen o mue-ren y aún no han nacido otros, y las grandes cosas que entusiasmaban a nuestros pa-dres ya no motivan y aún no ha surgido nada que las sustituya.

El culto no es sólo un sistema de prácticas (ritos, fiestas), sino también un sistema de ideas cuyo propósito es expresar el mundo; por tanto, posee dos componentes: uno de la acción y otro del pensamiento. Este pensamiento religioso posee la fun-ción de expresar todo un aspecto de la realidad que no es accesible ni al co-nocimiento común ni a la ciencia; pero las realidades a las que refiere la especula-ción religiosa no son distintas a las que serán objeto de estudio de la reflexión científi-ca: el hombre, la naturaleza, la sociedad. La religión se esfuerza en traducir esas realidades a un lenguaje inteligible, y lo hace tratando de ligar las cosas entre sí, de establecer sus relaciones internas, de clasificarlas y sistematizarlas; por ello, las no-ciones lógicas tienen un origen religioso, y el pensamiento científico no es más que una forma perfeccionada del pensamiento religioso. Salida de la religión, la ciencia tiende a sustituirla en todo lo relativo a las funciones cognitivas e intelectuales; en ese proceso, la religión cedió pronto terreno en el mundo de lo material, conside-rado cosa profana por excelencia, pero no podía desasirse tan fácilmente del mundo de las almas, pues someter la vida psíquica a la ciencia le sigue resultando una espe-cie de profanación, y aún permanecen vedados al estudio científico los fenómenos de la vida religiosa y moral. En ello consiste el conflicto de la ciencia y la religión; la religión existe, es una realidad que la ciencia no puede negar, pero lo que le critica no es su derecho a existir, sino el derecho a dogmatizar sobre la naturaleza de las cosas.

Pese a su conflicto con la ciencia, la religión parece más llamada a transformarse que a desaparecer, pues en ella hay algo eterno: el culto, la fe. Para mantenerla hay que justificarla, es decir, hacer su teoría, lo que la obliga a apoyarse en diferentes cien-cias (ciencias sociales, psicología, ciencias de la naturaleza), pero con ello no basta, pues la fe es ante todo un impulso a la acción, mientras que la ciencia permanece distanciada de ella. La ciencia es fragmentaria e incompleta, y la vida no puede espe-rar, por lo que las teorías que están destinadas a hacer vivir y a hacer actuar se en-cuentran en la obligación de ir por delante de la ciencia, complementándola prema-turamente. Por ello, las religiones no pueden prescindir de un tipo muy particular de especulación que, aún teniendo el mismo objeto que la ciencia, no puede ser propia-mente científica. No obstante, aún asignándose el derecho de ir más allá de la ciencia, debe empezar por conocerla y por inspirarse en ella; se puede ir más allá bajo la presión de la necesidad, pero hay que partir de ella; nada se puede afirmar que ella niegue, nada negar que ella afirme, nada establecer que no se apoye en principios tomados de ella, pues la fe ya no disfruta de la misma hegemonía que otros tiempos sobre el sistema de representaciones.

Pero, si la ciencia extrae su lógica de la religión, ¿de dónde la extrajo la religión? Como sabemos, la realidad expresada en el pensamiento religioso es la sociedad, y la mate-ria del pensamiento lógico son los conceptos, de lo que es fácil concluir que la socie-

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dad fue el artífice de su formación. Por un lado, lo general no existe más que en lo particular, es lo particular simplificado y empobrecido; los dioses son individualidades que se distinguen entre sí, y los individuos se forman cierta noción de los demás con los que se relacionan (carácter, físico, fisiognomía); así, las representaciones se en-cuentran en un perpetuo fluir. Por otro lado, el concepto está como fuera del tiempo y del devenir, se resiste al cambio y está como fijado y cristalizado; siendo relati-vamente inmutable, el concepto es, si no universal, al menos universalizable (capaz de ser comunicado a una pluralidad de personas; precisamente, la conversación con-siste en un intercambio de conceptos). Así, siendo el concepto común a todos, debe ser obra de la comunidad; si no ha sido elaborado por ninguna inteligencia particu-lar, es porque ha sido elaborado por una inteligencia única en la que todas conflu-yen. El lenguaje, y por tanto el sistema de conceptos que traduce, es el resultado de una elaboración colectiva, que expresa el modo en que la sociedad concibe los obje-tos de la experiencia; en la palabra se encuentra condensada toda una ciencia que es algo más que individual, que nos desborda y en la que ninguno hemos colaborado. En definitiva, los conceptos son representaciones colectivas que corresponden a las maneras en que ese ser que es la sociedad piensa las cosas de su propia experiencia; por ello, los conceptos expresan más bien categorías y clases que objetos particu-lares, y agregan, a lo que podemos aprender de nuestra experiencia personal, toda la sabiduría acumulada por la sociedad.

Por tanto, el pensamiento lógico sólo se hizo posible a raíz de la existencia de un mundo de ideales estables, terreno común de encuentro de las distintas inteligen-cias, y que configura una verdad que difiere de las apariencias sensibles. Ahora sabe-mos que dicho pensamiento lógico es fruto de la experiencia colectiva; por el he-cho de que la sociedad exista, existe todo un sistema de representaciones con pro-piedades maravillosas: los hombres se comprenden, las inteligencias se penetran, y se genera una especie de fuerza o ascendiente moral que se impone sobre los espíritus particulares.

Así, el concepto tiende a hacerse colectivo a condición de ser tenido por verda-dero, es decir, que le pedimos sus títulos de credibilidad antes de otorgarle nuestro crédito; sin embargo, una representación colectiva, por el hecho de ser colecti-va, presenta ya garantías de objetividad, pues no sin razón ha podido generali-zarse y mantenerse, aunque nunca deja de estar sometida a control, pues los hombres que se adhieren a ella la verifican a partir de su propia experiencia. Por tanto, los con-ceptos no logran su autoridad sólo por ser verdaderos u objetivos: si no se armonizan con las otras creencias y con el conjunto de representaciones colectivas, serán nega-dos. Si un concepto con la impronta de la ciencia disfruta de un crédito privilegiado, es porque tenemos fe en la ciencia, lo que explica que esta fe no difiera esencialmente de la fe religiosa. Además, el pensamiento conceptual es contemporáneo de la humanidad; un hombre que no pensara mediante conceptos no sería un hombre, pues no sería un ser social; por ello, la evolución del pensamiento lógico o conceptual es paralela a la de las sociedades.

Existe un grupo de categorías conceptuales que se caracterizan por su estabilidad e impersonalidad, que se las considera universales e inmutables, y que no sólo provienen de la sociedad sino que además expresan cosas sociales; entre ellas desta-can las de género, de tiempo, de espacio y de causalidad, todos ellos conceptos con un papel eminente en el conocimiento. Se trata de los cuadros permanentes de la vida mental, y las relaciones que expresan existen de manera implícita en las con-ciencias individuales. Sin embargo, no existe experiencia personal que nos pueda ha-cer sospechar la existencia de un género total, que abarque a todo el universo de se-res; así mismo, el espacio que yo conozco con mis sentidos no puede ser el espacio to-tal, ni el tiempo que yo siento fluir en mí puede proporcionarme la idea del tiempo to-tal; por tanto, la noción de totalidad no puede venir del individuo. Sólo un sujeto que abarque a todos los sujetos particulares es capaz de abarcar un objeto total; como el universo sólo puede ser pensado en su totalidad por la sociedad, podemos concluir 90

que la sociedad se erige en el género total, fuera del cual nada existe. Por tanto, el concepto de totalidad no es otra cosa que la forma abstracta del concepto de socie-dad, pues ésta es el todo que comprende todas las cosas, la clase suprema que contiene todas las otras clases: el espacio que ocupa se confunde con el espacio total, y el ritmo de la vida colectiva domina y abarca todos los tiempos particulares: es el tiempo total. Por tanto, los elementos constitutivos de las categorías han debido ser tomados necesariamente de la vida social.

Una prueba de que las categorías sólo podían hacerse conscientes en la socie-dad es el hecho de que para satisfacer sus necesidades orgánicas los hombres no te-nían ninguna necesidad de elaborar una representación conceptual definitiva del espa-cio o del tiempo; si el hombre sólo tuviera que satisfacer necesidades individuales, le bastaría con seguir sus sensaciones. Distinto es la sociedad, pues ésta sólo es posible si los individuos y las cosas que la componen están clasificados (los individuos en gru-pos, el espacio en distancias, el tiempo en períodos); la sociedad supone una orga-nización consciente de sí, que se comunica al espacio que ocupa; así, el concurso de muchos por una meta común sólo es posible si existe un entendimiento común so-bre la relación entre la meta y los medios para alcanzarla, es decir, si cuentan con una misma referencia al espacio y al tiempo: al lugar a dónde dirigirse y al momento en que encontrarse.

En resumen, la sociedad no es absoluto un ser ilógico o alógico; al contrario: la con-ciencia colectiva es la forma más elevada de vida psíquica. Situada por fuera y por encima de las contingencias individuales y locales, no ve las cosas más que en su aspecto permanente y esencial; además, ve más lejos, pues en cada momento del tiempo abarca toda la realidad que se conoce. Pero, si bien la sociedad es algo uni-versal en relación al individuo, no deja de ser ella misma una individualidad que tiene su fisonomía personal, su idiosincrasia; es un sujeto particular que particulariza lo que piensa; por ello, las representaciones colectivas también contienen elementos subjetivos, y resulta necesario refinarlas progresivamente para que se aproximen cada vez más a las cosas; pese a ello, siguen siendo el germen de una mentalidad de nuevo tipo que nunca podría haber alcanzado el individuo. Pero la evolución social no termina ahí: se está desarrollando una vida social de un nuevo tipo de manera progre-siva: la vida internacional, que da lugar a que las creencias religiosas se universali-cen; por tanto, el horizonte colectivo se alarga, y el pensamiento se hace cada vez más impersonal y universal. De hecho, pensar racionalmente es pensar según leyes que se imponen a la universalidad de los seres razonables, y actuar moralmente es conducirse según máximas que puedan extenderse a la universalidad de las volunta-des; por tanto, la ciencia y la moral implican que el individuo sea capaz de elevarse por encima de su propio punto de vista y vivir una vida impersonal. La razón imper-sonal no es más que otro de los nombres que se da al pensamiento colectivo; hay algo impersonal en nosotros porque hay algo social en nosotros.

Una sociedad es el más poderoso conjunto de fuerzas físicas y morales que ofrece la naturaleza; no resulta, pues, sorprendente que de ella surja una vida más elevada. Por ello, la sociología parece llamada a abrir una vía nueva a la ciencia del hombre: por encima del individuo está la sociedad, y ésta no es un ser nominal y de razón, sino un sistema de fuerzas en acción, lo que hace posible una nueva mane-ra de explicar el hombre.

8. LA DISTINCIÓN SAGRADO-PROFANO

A) LA DEFINICIÓN DEL FENÓMENO RELIGIOSO ( LIBRO II. CAPÍTULO I. EPÍGRAFE III )

La religión es un todo formado de partes; es un sistema más o menos complejo de mitos, dogmas, ritos y ceremonias. En general, los fenómenos religiosos se clasifican

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en dos categorías fundamentales: las creencias (estados de opinión, que consisten en representaciones) y los ritos (modos de acción); puesto que el rito no puede diferen-ciarse de otras prácticas humanas, no se lo puede definir sin definir previamente las creencias.Las creencias religiosas, simples o complejas, reales o ideales, suponen una clasifi-cación de las cosas que se representan los hombres en dos esferas o ámbitos mutua-mente excluyentes: el mundo de lo sagrado y el mundo de lo profano. En general, cualquier cosa puede ser sagrada, sin que pueda determinarse el círculo completo de los objetos sagrados; no basta con que una cosa esté subordinada a otra para que ésta sea considerada sagrada en relación a aquella (amo-esclavo, rey-súbditos, oficia-les-soldados), pero sí existen cosas sagradas de distinto grado (amuleto-tótem); además, el hombre depende de sus dioses, pero la dependencia es recíproca: tam-bién los dioses tienen necesidad del hombre, sin cuyas ofrendas y sacrificios se mori-rían. Por tanto, lo sagrado se caracteriza por una heterogeneidad absoluta.

Lo sagrado y lo profano representan dos categorías radicalmente opuestas entre sí, habiendo sido concebidas en todo tiempo y lugar como dos géneros separados, co-mo dos mundos sin nada en común. Sin embargo, las religiones no conciben esta opo-sición en términos tan radicales; con todo, se puede pasar de un mundo a otro, aunque ello implique una metamorfosis. Así, la iniciación supone una larga serie de ceremonias que tienen por objeto introducir al adolescente en la vida religio-sa; ese cambio de estado no es concebido como un simple desarrollo, sino como una transformación totius substantiae: el adolescente muere y renace bajo una forma nueva. Por tanto, se trata de dos mundos hostiles y celosamente rivales entre sí: no se puede pertenecer a uno de ellos sino desapareciendo enteramente del otro; ejemplo de ello son el monacato o el ascetismo místico, cuyo objetivo es extirpar del hombre todo aquello que le pueda aún quedar de apego al mundo profano. La cosa sagrada es aquella que, por excelencia, lo profano no debe tocar; pero esta prohibición no puede llegar al extremo de hacer imposible la comunicación entre ambos mundos, pues si lo profano no pudiera de manera alguna entrar en relación con lo sagrado éste no serviría para nada; en cualquier caso, los dos géneros no pueden aproximarse y conservar al mismo tiempo su naturaleza propia.

Las creencias religiosas son representaciones que expresan la naturaleza de las cosas sagradas y las relaciones que sostienen, tanto entre sí como con las cosas profa-nas.

Los ritos son reglas de conducta que prescriben cómo debe comportarse el hombre en relación a las cosas sagradas.

Una iglesia es una sociedad cuyos miembros están unidos porque se represen-tan del mido modo el mundo sagrado y sus relaciones con el mundo profano, y porque traducen esta representación común en prácticas idénticas. Una iglesia no es una simple hermandad sacerdotal: es la comunidad moral formada por todos los que tienen una misma fe, tanto fieles como sacerdotes.

Una religión es un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a las co-sas sagradas, es decir separadas, que unen en una misma comunidad moral, llama-da iglesia, a todos aquellos que se adhieren a ellas. Por tanto, una religión es insepa-rable de la idea de iglesia, que por definición es algo colectivo; además, una reli-gión es un sistema con cierta unidad, un todo formado de partes distintas; no hay religión que no reconozca una pluralidad de cosas sagradas, ni hay religión que se re-duzca a un culto único, sino que suelen consistir en un sistema de cultos dotados de una cierta autonomía.

La magia también está constituida por creencias y ritos, y posee mitos y dogmas, pe-ro se limita a perseguir fines técnicos y utilitarios sin perder el tiempo en puras es-peculaciones, carece de seguidores y el mago es un ser más bien aislado que evita 92

asociarse; por tanto, no existe una iglesia mágica.

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B) EL CULTO ASCÉTICO ( LIBRO III. CAPÍTULO I )

Todo culto muestra un doble aspecto: positivo y negativo. Por definición, los seres sagrados son seres que están a parte, y existe todo un conjunto de ritos cuyo objeto es conseguir y mantener tal estado de separación; estos ritos son ritos negativos, pues sólo establecen abstenciones (actos negativos). Por tanto, el culto negativo se pres-cribe un sistema de ritos negativos que prohíben ciertas maneras de actuar; entre dichos ritos negativos destacan los tabúes, interdictos o interdicciones, que esta-blecen incompatibilidades entre ciertas cosas y prescriben que las declaradas incom-patibles queden separadas; se supone que la violación de los interdictos religiosos determina sanciones materiales espontáneas, pero también penas humanas, co-mo censuras o reprobaciones públicas; por el contrario, los interdictos mágicos sólo tiene sanciones materiales. Los interdictos religiosos son imperativos categóricos, e implican la noción de lo sagrado; los interdictos mágicos sólo son máximas utilitarias, y no existe el pecado mágico. Hay interdictos religiosos cuyo objetivo es separar co-sas sagradas de categorías diferentes, como elaborar el andamiaje del difunto con materiales que pertenezcan a su fratría, separando su cuerpo que es sagrado de otros materiales también sagrados pertenecientes a otras fratrías; por tanto, existen interdicciones que separan lo sagrado puro de lo sagrado impuro, pues entre las cosas sagradas existen relaciones de incompatibilidad.

En Australia, los interdictos religiosos principales son: (i) interdictos de contac-to, cuyo principio es que lo profano no debe tocar lo sagrado (churingas, sangre, cabe-llos, huesos de muerto); (ii) interdicción de comer, tanto de comer alimentos sagra-dos por los profanos, como de comer alimentos profanos por las personas sagradas; (iii) interdicto sexual, pues hay períodos religiosos en los que el hombre no debe en-trar en contacto con ninguna mujer; (iv) interdicto de mirar, pues la mujer no debe ver nunca el instrumental del culto, el novicio no debe levantar la vista hacia los adul -tos, o el muerto debe ser sustraído a las miradas; (v) interdicto de hablar, pues está prohibido a los profanos dirigir la palabra a los seres sagrados, el neófito no debe ha-blar a los oficiantes, en muchas ceremonias el silencio es obligado, no se puede pro-nunciar el nombre del muerto ni de las personas sagradas; (vi) interdicto material, en el sentido de que nada que concierna a la vida profana debe mezclarse con la vida religiosa (ornamentaciones, ropas ceremoniales, objetos litúrgicos); (vii) interdicto de actuación, en el sentido de que los actos característicos de la vida común están prohibidos durante la celebración de los actos religiosos (comer), e incluso se suspen-den todas las ocupaciones temporales durante las grandes solemnidades religiosas (cazar, pescar, guerrear), pues el trabajo es la forma eminente de actividad profana, mientras que en los días de fiesta la vida religiosa alcanza un grado de intensidad ex-cepcional, como si el hombre no pudiera aproximarse íntimamente a su dios cuando aún lleva sobre sí las marcas de su vida profana.

Todas las anteriores se resumen en dos interdicciones principales: (i) la vida reli-giosa y la vida profana no pueden coexistir en un mismo espacio, y de ahí la existencia de templos y santuarios como espacio asignado a las cosas y seres sagra-dos que les sirven de morada; y (ii) la vida religiosa y la vida profana no pueden coexistir en un mismo tiempo, y de ahí la división del tiempo en dos partes que se alternan entre sí, aunque es inevitable que el mundo sagrado se filtre parcialmente ha-cia afuera; frente al culto público, el culto privado, el individual, es el único que casi llega a mezclarse con la vida temporal.

Aunque el culto negativo se nos presenta como un sistema de abstenciones, en reali-dad ejerce sobre la naturaleza religiosa y moral del individuo una acción posi-tiva, pues el hombre no se puede aproximar a las cosas sagradas más que si se des-embaraza de lo profano. Así, el culto negativo es un medio en función de un fin: es la condición para acceder al culto positivo; por tanto, tanto el culto negativo como el positivo tienen la misma capacidad para elevar el tonus religioso de los individuos.

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Pero existen circunstancias en que se concentra sobre una persona todo un sistema de interdicciones: la iniciación, en la que el neófito se ve sometido a una extrema va-riedad de ritos negativos: alejamiento, soledad, abstinencia, ayuno riguroso, falta de sueño, dolor, amputaciones… Como resultado, la multiplicidad de interdicciones de-termina en el iniciado un cambio radical de estado, un segundo nacimiento, un indi-viduo completamente nuevo ocupa el lugar del que ya no existe: ha adquirido un ca-rácter sagrado. Para transformar adolescentes en hombres se les hace necesario de-sarrollar una verdadera vida de ascetas; de hecho, no existe ninguna interdicción cu-ya observancia no tenga un carácter ascético, aunque el asceta se caracteriza por ha-cer de tales prácticas un régimen de vida, es decir, por una hipertrofia del culto negati-vo. La iniciación y el ascetismo se caracterizan por practicar el mismo principio: que la persona se santifica por el sólo hecho de esforzarse por separarse de lo pro-fano, más por medio de privaciones que por actos de piedad positiva (ofrendas, sacri-ficios, plegarias).

El culto negativo no puede desarrollarse sin sufrimiento, pues el dolor es una de sus condiciones necesarias, al que se le atribuye un poder santificante. Preuss fue el primero en observar el papel religioso atribuido al dolor, y cita que los Arapaho se infligen verdaderos suplicios para inmunizarse contra los peligros de las batallas. En Australia, muchos de los ritos de iniciación consisten en infligir sistemáticamente dolo-res al neófito, con el propósito de modificar su estado: golpes, cortes, quemaduras, mordeduras… Al mutilar dolorosamente un órgano se considera que se le da un carácter sagrado, como sucede con la circuncisión y la subincisión; los Warramunga amputan al novicio la segunda y tercera falange del dedo índice, con el fin de hacerlo más apto para el descubrimiento del ñame. Tanto el cristianismo como el australiano admiten que el dolor genera fuerzas excepcionales, pero mientras que el primero pien-sa que actúa sobre el alma, purificándola y espiritualizándola, el segundo piensa que actúa sobre el cuerpo, fortaleciéndolo. Ambos consideran que la mejor manifestación de la grandeza del hombre radica en la manera que arrostra el dolor, al que conside-ran como el instrumento de la liberación, el signo de la rotura de los lazos que unen al hombre con el medio profano.

Así pues, el culto positivo sólo es posible si el hombre se ve arrastrado a la renuncia, a la abnegación, al desapego de sí y al sufrimiento. Los sufrimientos que imponen las prácticas ascéticas no constituyen crueldades arbitrarias y estériles, sino que son una escuela necesaria en la que el hombre se forma y se templa; sus exagera-ciones son necesarias para que los fieles conserven cierto grado de disgusto por la vida fácil y por los placeres ordinarios. Sin embargo, el ascetismo no cumple sólo fi-nalidades religiosas, pues los intereses religiosos no son más que la forma simbólica de intereses sociales y morales; la sociedad sólo es posible a ese precio, pues para poder cumplir nuestros deberes cara a ella es preciso que estemos preparados a hacer violencia sobre nuestros propios instintos naturales. Existe un ascetismo inherente a toda vida social, parte integrante de toda cultura humana, y que constituye la razón de ser del que enseñan las religiones.

Cabe analizar ahora las causas que han originado el sistema de interdicciones. En primer lugar, se observa que el sistema de interdicciones está lógicamente impli-cado en la noción de lo sagrado, pues, por un lado, todo lo sagrado inspira un sentimiento de respeto que se traduce en quien lo experimenta en movimientos inhibi-torios, y por otro lado, la sola idea de lo profano ya levanta resistencias en nuestra conciencia. Este antagonismo psíquico o exclusión mutua de ideas lleva a la exclu-sión de las cosas correspondientes, y éste es el principio de la interdicción. El mundo de lo sagrado es por definición un mundo aparte que debe ser tratado de manera es-pecífica, mientras que podemos manejar con libertad las cosas profanas; todo lo que utilizamos en nuestras relaciones con el primero debe excluirse en las relaciones con el segundo. Pero, aunque ambos mundos están cerrados el uno al otro, el mundo sagrado se ve inclinado a expandirse hacia el profano; ello se debe a la extra-ordinaria contagiosidad del carácter sagrado, pues las fuerzas religiosas parecen

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siempre dispuestas a escaparse de los puntos donde residen para invadir todo lo que esté a su alcance. Esta contagiosidad es característica tanto del totemismo como de religiones más avanzadas, obligando a un sistema de medidas para mantener los dos mundos a una distancia respetuosa, de tal modo que ambos géneros de vida no se encuentren mezclados en las conciencias. Así, un ser profano no puede violar una interdicción sin que la fuerza religiosa a la que indebidamente se ha aproximado se extienda hasta él, en cuyo caso el culpable se siente invadido por una fuerza que lo domina y contra la cual es impotente. En resumen, toda profanación implica una consagración, y las consecuencias de esta consagración constituyen la sanción de la interdicción.

La contagiosidad de lo sagrado ayuda a explicar la existencia del sistema de interdic-ciones, pero éste también puede explicarse por la asociación de ideas. Así, el respe-to que sentimos por un ser sagrado se comunica a todo lo que está en contacto con él, a todo lo que se le parece y lo recuerda; esta prolongación del carácter sagrado se observa tanto en el totemismo como en las religiones modernas. De hecho, toda consagración consiste en la transferencia a un objeto profano de las vir-tudes de un objeto sagrado. Sin embargo, en su vida laica el primitivo no imputa a las cosas las propiedades de las que están a su lado, lo cual sólo ocurre con el pensa-miento religioso y las fuerzas religiosas; puesto que las fuerzas religiosas se irradian y difunden, no sorprende que se las conciba como externas a los seres en que re-siden; en efecto, no son más que fuerzas colectivas hipostasiadas, es decir, fuer-zas morales que han sido elaboradas en el seno de las conciencias humanas; no tie-nen lazos internos que las vinculen a los distintos soportes en los que llegan a situarse, sino que están superpuestas, ni existe ningún objeto que esté predestinado a recibir-las. Así, el mana se define como “una fuerza que no está en absoluto fijada sobre un objeto material, sino que puede ser acarreada sobre casi todo tipo de objeto” (Codrin-gton), y el wakan como una fuerza ambulante que va y viene a través del mundo, po-sándose aquí o allá, sin quedar fija definitivamente en ninguna parte (Fletcher).

Por tanto, el carácter sagrado de un ser no depende en absoluto de ninguno de sus atributos intrínsecos; los sentimientos religiosos que inspira son ajenos a su naturale-za, y tienen su origen en los sentimientos de reconfortación y dependencia que la sociedad provoca en las conciencias de las personas; se trata de emociones, particularmente intensas y eminentemente contagiosas, que penetran y contami-nan los objetos que el hombre tiene en sus manos o ante su vista; así, tales ob-jetos adquieren un valor religioso que, en realidad, no les es inherente, sino que les es conferido desde fuera. De este modo, la contagiosidad del carácter sagrado se explica por esta teoría de las fuerzas religiosas.

Por otra parte, sabemos que el hombre primitivo confunde los reinos e identifica las cosas más heterogéneas; esto se explica con la teoría de las fuerzas religiosas. Como sabemos, estas fuerzas son eminentemente contagiosas, y ejercen como un principio que anima de igual manera las cosas más diferentes, trasladándose de las unas a las otras; es así como los hombres llegan a suponer que hombres, ani-males, plantas y rocas forman parte de un mismo tótem, lo que equivalía a suponer que todos los seres tenían una misma esencia y no diferían más que en sus ca-racterísticas de tipo secundario. Por tanto, estas confusiones han tenido un papel lógi-co muy útil: nos han ayudado a relacionar cosas que los sentidos nos distancian, abriendo la vía a las explicaciones científicas.

C) LA AMBIGÜEDAD DE LO SAGRADO ( LIBRO III. CAPÍTULO V. EPÍGRAFE IV )

Las fuerzas religiosas son de dos tipos: (i) fuerzas religiosas positivas, bienhe-choras, guardianas del orden, dispensadoras de vida; ejemplo de ellas son el principio totémico, los ancestros míticos, los héroes civilizadores o los dioses tutelares, que inspiran respeto, amor y agradecimiento; y (ii) fuerzas religiosas negativas, des-96

tructoras, causas de muerte y enfermedades, instigadoras de sacrilegios; ejemplo de ellas son los espíritus de los muertos o los genios malignos, que inspiran temor y horror. Ambas categorías de fuerzas y seres muestran el más radical antagonismo: los primeros están prohibidos a los segundos, y cualquier contacto entre ellos supone la peor de las profanaciones.

Aunque toda la vida religiosa gravita alrededor de estos dos polos, en realidad mantie-nen un estrecho parentesco. En primer lugar, ambos polos mantienen la misma relación con los seres profanos, quienes deben mantenerse a distancia tanto de las cosas puras como de las impuras; ambas están fuera de circulación, que es como decir que ambas son sagradas, e incluso el temor que inspiran las fuerzas malignas tiene cierto carácter reverencial. En segundo lugar, en ocasiones una cosa impura puede convertirse en una cosa santa o viceversa, sin cambiar de naturaleza, por una simple modificación de las circunstancias; así, el alma de un muerto inspira inicial-mente temor, pero se puede acabar convirtiendo en un genio protector; o el principio totémico puede constituir un alimento santo para su fratría, pero ser mortal para un profano o para miembros de otras fratrías; así mismo, un sacrílego no es más que un profano contaminado por una fuerza benéfica, en cuyo caso la comunión contamina en vez de consagrar.

La ambigüedad de lo sagrado refiere a que lo puro y lo impuro no constituyen dos géneros separados, sino dos variedades de lo sagrado: lo fasto y lo nefasto, y un objeto puede pasar de la una a la otra sin que cambie su naturaleza: lo puro se hace impuro y a la inversa; por tanto, la ambigüedad de lo sagrado consiste en la posi-bilidad de tales transmutaciones, y en que todas las fuerzas religiosas, positivas y ne-gativas, puras e impuras, son indistintamente intensas y contagiosas, pudiendo trans-formarse entre sí.

Pero, ¿cómo se explica que las fuerzas negativas o impuras sean también de naturale-za religiosa? La explicación se encuentra en los ritos piaculares, que como sabemos son ritos o fiestas tristes destinados a encarar una calamidad o a recordarla y deplorarla (ceremonias funerarias, duelos, malas cosechas, incendios, pérdidas de churingas); se considera que toda desgracia o lo que se considera de mal augurio, to-do lo que inspira sentimientos de angustia o de temor, necesita de un piaculum (expia-ción, sacrificio expiatorio); pues bien, los poderes malvados son una resultante de esos ritos y sirven para simbolizarlos, pues se trata de seres malévolos cuya hos-tilidad sólo puede desarmarse por medio de sufrimientos humanos. Pero, como sabe-mos, estos seres no son más que estados colectivos objetivados, son la mis-ma sociedad captada en una de sus facetas; y puesto que tanto los poderes be-névolos como los malévolos tienen un origen común, la sociedad, no sorprende que tengan idéntica naturaleza: la religiosa, siendo igualmente intensas, contagiosas, interdictas y sagradas. Además, puesto que estas fuerzas reflejan el estado afecti-vo del grupo, tampoco sorprende que puedan transformarse la una en la otra según cambie dicho estado. Por tanto, el objetivo de los ritos piaculares o expiatorios es tra-tar de que una fuerza que antes consagraba y santificaba, y que bajo ciertas circuns-tancias se ha hecho agresiva o violenta, vuelva a actuar como al principio.

En resumen, los dos polos de la vida religiosa corresponden a los dos estados por los que transcurre toda vida social: entre lo sagrado fasto y lo sagrado nefasto se da el mismo contraste que entre la euforia y disforia colectiva; en ambos casos hay comu-nión de conciencias, y sólo las circunstancias lo colorean diferente, lo que explica la continuidad entre los ritos ascéticos y los piaculares. La vida religiosa es, en el fon-do, una y simple; en todos los casos responde a una misma necesidad y deriva de un mismo estado espiritual; su objetivo siempre es elevar a los hombres por encima de sí mismos y hacerles participar en una vida superior a la individual; las creencias expresan esta vida superior en sus representaciones, y los ritos la organizan y regulan en su funcionamiento.

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