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ARRIESGANDO

Norah Carter ─ Patrick Norton ─Monika Hoff

y con la colaboración De fannyRamírez

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Título: Arriesgando

© 2017 Norah Carter ― PatrickNorton ― Monika Hoff y con lacolaboración

De fanny Ramírez

©Todos los derechos reservados.

1ªEdición: Marzo, 2017.

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©DOLCE BOOKS

[email protected]

Banco de imágen: ©Shutterstock.

Diseño de portada: China Yanly

Es una obra de ficción, losnombres, personajes, y sucesosdescritos son productos de laimaginación del autor. Cualquiersemejanza con la realidad es puracoincidencia.

No está permitida la reproducción

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total o parcial de este libro, sin elpermiso del autor.

¡A la mierda todo! Solo queríallorar y llorar, solo quería que latierra me tragase y me escupiera enGalicia. La depresión me consumíahasta que la tristeza se convirtió en

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rabia y enfado. Tenía que sacarfuerzas de alguna manera, y la únicaque se me ocurrió fue encerrarmeen mi caparazón y no dejar entrar anadie. Tenía que seguir adelante.Tenía una vida, una vida con Jose yno con Josiño, por mucho que se meestrujara el corazón y no dejara depensar en él.

El día siguiente, me la paséencerrada en mi habitación,pensando, llorando y odiando atodo el mundo.

¿Por qué mierda me pusieron aJosiño en el camino si luego me lo

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iban a arrebatar?

En la noche, tenía que ir a trabajaral karaoke con Jose. No le hablaba,siquiera lo miraba. ¿Lo amabatodavía? Si dijera que no, estaríamintiendo, ¿pero y si lo que meocurría era que me habíaenamorado de los dos…? ¿Eso eraposible? Pero es que así lo sentía.Quería a Jose con todas misfuerzas, pero estaba hecha unaverdadera mierda por no podertener a Josiño a mi lado. Pero hayuna cosa de la que siempre estarésegura: en esa época, hubieradejado todo, por irme con él. Tal y

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como estaban las cosas con Jose,me entraban ganas de mandarlo a lamierda. Josiño fue un soplo de airefresco, de alegría. Me supo dar elamor y la estabilidad que Jose noestaba consiguiendo darme. ¿Cómohacerlo, si lo único que sabía hacerera irse con cualquier tía a misespaldas para luego ponerme loca?

Entré al Karaoke con un humor deperros, así que imaginaos lo que meentró por el cuerpo cuando vi a unade las tantas estúpidas con las quehabían intercambiado saliva conJose en este tiempo que estuvimosjuntos. Tenía una cara de puta que

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no era normal, o quizás debido acomo estaba, todas me parecíanunas putas y los hombres unoscabrones. Ni le di una segundamirada y la pasé cerciorándome deempujar su hombro más fuerte de lacuenta. Estaba que me comía acualquiera del cabreo que tenía.

Me lo pasaba todo por el forro delas bragas, hablando claro. Tenía ami gallego grabado en la mente, enlos besos que le estaría dando unavez que saliera de aquí. No que enlugar de eso, ya no lo volvería aver nunca más.

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De reojo miré hacia Jose, una vezque pasó por el lado de la chica, élavergonzado, agachó la cabeza ysiguió detrás de mí como un perritofaldero. Supuestamente, como mehabía dicho, le daba verdaderavergüenza que yo me cruzara conellas. A mí ya me daba igual todo.Tenía ganas de matarlo, porestúpido y capullo. A nada estabade plantearme de verdad alejarlode mi vida para siempre.

Después de un rato que me la pasécambiando de discos y escuchandoa todo ejemplar entonar como unamismísima ballena pariendo, otra

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de ellas, apareció. Y yo que habíatranquilizado el enfado, éste volviócon todas sus ganas y fuerzas. Erantantos los deseos de reventarle aJose un vaso en la cabeza que hastaél se dio cuenta. No la saludó,como a la otra, siquiera le dio unamirada completa. Se veía elarrepentimiento acaparar todo surostro. Como si la canallada que mehabía hecho no fuera más que unerror. Un error que el muy mamón,había disfrutado como nadie. Peroclaro… una pequeña sonrisa hizoque mi orgullo casi machacado ypisoteado, se alzara. En vez desentirme mal al haberme visto con

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Josiño, besándonos hasta quedarnossin aliento, y sintiendo por él lo quemi corazón sentía, hizo que mesintiera mejor.

—Natalia ¿Me dejas un momentocambiar un disco? — dijo Josesacándome con sutileza de aquelrincón donde me pasé las últimashoras.

Entrecerré hacia su dirección, nosabía lo que pretendía. Tampoco escomo si me importara demasiado.Y

para las ganas de desaparecer de

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allí que tenía, me vino de perlasque él quisiera ocupar mi puesto.

—Voy al baño… —accedí,dejándolo en mi lugar.

Una vez en el cubículo, dejándomecaer pesadamente en la taza, agarrémis sienes fuertemente, deseandodesaparecer. Un dolor de cabeza seavecinaba, no tenía ganas de vivirsi Josiño no estaba para alegrar mimiseria. Miseria que yo misma meobligaba a pasar, ya que nada meataba a Jose. Nada excepto el amor,aunque cada vez era menos. Misojos me escocían, las entrañas se

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me contrajeron y solo tenía ganasde gritar a todo pulmón.

Nadie puede imaginar la de cosas,ni los sentimientos que sentía en esemomento. Después de unos minutosauto compadeciéndome, decidísalir. Miré hacia el escenario,donde uno de los valientes que seatrevieron a cantar, terminaba lacanción y bajaba para ser aclamadopor su público. Vi cómo José memiraba y sonreía, no pude remediarque mi corazón diera un bote anteese detalle. Hacía tiempo que nome daba cuenta de esa sonrisa quetanto me había causado. Metió un

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disco en la máquina y dejando elpuesto, se subió al escenario comosi fuera una estrella de rock. Por lomenos, fans histéricas no lefaltaban. Las muy perras le sonreíany vitoreaban, excitadas porescucharlo cantar. Yo solo deseabaque la pifiara de nuevo y me dierauna nueva razón para arrearle unguantazo bien dado.

Pero no, no fue así. No la pifiócomo tampoco hizo que meavergonzara ni que las ganas deasesinarlo aumentaran. De repentecon esa voz que dios le dio, tanbonita y ronca, empezó a cantarme.

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Sí, a mí.

Mirándome a los ojos, dejándomecon el corazón encogido. Modulóun ‘Te quiero’ entre párrafo ypárrafo, haciendo que por unmomento olvidara el cabreo. Perofui fuerte, me mantuve en mis trecey ni una sonrisa le di. Aunque teníaganas de comérmelo a besos.

Lo único que tenía claro queninguna canción iba a poderhacerme olvidar todo lo que lahabía jodido conmigo.

La canción decía así:

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Perdóname

Si pido más de lo que puedo dar

Si grito cuando yo debo callar

Si huyo cuando tú me necesitasmás

Perdóname

Cuando te digo que no te quiero ya

Son palabras que nunca sentí

Que hoy se vuelven contra mí

Perdóname

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Perdóname

Perdóname

Si hay algo que quiero eres tú

Perdóname

Si los celos te han dañado algunavez

Si alguna noche la pasé lejos de ti

En otros brazos, otro cuerpo y otrapiel

Perdóname

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Si no soy quien tú te mereces

Si no valgo el dolor que haspagado por mí

A veces

Perdóname

Perdóname

Y no busques un motivo, ni un porqué

Simplemente yo me equivoqué

Perdóname

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La gente aplaudía de formaeufórica, incluidas sus seguidoras,que lo único que les faltaba eraarrancarse el sujetador ylanzárselo. Pero una vez que vieronque la letra iba especial ysolamente dirigida a mí, dejaron dechillar como perras en celo yagacharon la cabeza denotandoderrota. Yo solo tenía ganas desacar el dedo medio a todas ellas yburlarme de lo patéticas que ahoraparecían.

Una vez que mi novio acabó con sunumerito fui hacia el rincón, puseun disco y me subí al escenario.

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¡Con dos ovarios! Nadie, repito,nadie quedaba ileso después dehaberme hecho lo que él me hizo.Por mucho que quisiera empezar aarreglarlo. Me tocaba devolvérselacon fuerza. Y qué mejor con unacanción de la más grande, RocíoJurado, y todo mi arte dejaría aJose a la par del betún.

Lo señalé con todo el descaro yempecé a cantar, haciendo que susojos se abrieran de golpe por laimpresión.

Ese hombre que tú ves ahí

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que parece tan galante

tan atento y arrogante

lo conozco como a mi

Ese hombre que tú vas ahí

que aparenta ser divino

tan afable y efusivo

solo sabe hacer sufrir

Es un gran necio,

un estúpido engreído,

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egoísta y caprichoso,

un payaso vanidoso,

inconsciente y presumido,

falso, enano, rencoroso,

que no tiene corazón

Lleno de celos

sin razones ni motivos

como el viento impetuoso,

pocas veces cariñoso,

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inseguro de si mismo,

soportable como amigo,

insufrible como amor.

Si tuviera que describir la cara deJose en ese momento, no tendríasuficientes adjetivos. Peropredominaba la vergüenza y latristeza impregnada en sus ojos.Todos aquellos que conocíannuestro historial, se estaba riendo,pasándoselo de lo lindo. Y él másse avergonzaba. Pero estabaaprendiendo que a todo cerdo lellega su san Fermín, y a mi Jose le

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tocó tomar un poco de su propiamedicina.

Supongo que siempre pensó que loque hacía a mis espaldas, con esastantas y tantas chicas que bebían losvientos por él, no me iban a hacerel daño que me hizo. Yo en esemomento tampoco pensé en el dañoque le estaba causando. Me dabaigual, solo quería que sintiese loque yo. Que se avergonzase ypensase en todo lo que he pasado.Sentirse el hazmerreír de la gente.Donde las dan, las toman ¿No? pueseso, que quería que sintiera en suspropias carnes lo que es sentir

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vergüenza.

Luego de aquello, no hablamos. Nome miró, siquiera hizo el intento deecharme en cara lo que hice. Medejó en casa a altas horas de lamañana. Catalogando que, alsiguiente día, cuanto todo secalmase, tendríamos que hablar.

Esa noche el recuerdo de Josiñovolvió. Haciéndome llorardesconsolada, y queriendo podertenerlo cerca para que me abrazara.Para que besara mi frente y medijera que todo iba a estar bien. Lonecesitaba, lo echaba terriblemente

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de menos. Y no lo podía tener.

¡Estaba descentrada! No podíaquitarme de la mente a mi gallego,no podía con mi vida y Jose… Joseestaba ahora como una autenticagarrapata enganchado a mi culo.Pero no, mi corazón se había

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endurecido, ahora era de piedra yno le creía una palabra por muyadornadas que estas salieran de suboca.

El fin de semana llegó con todo loque aconteció. Jose me había dichomuchas veces que dejara elkaraoke, y eso fue lo que hice esedía. Pero no porque él me lopidiera sino porque estaba harta detodo.

Quería centrarme, empezar a pensaren cómo llevaría mi vida, inclusodejé de ir a la cruz roja ya que todome recordaba a Josiño. Cada

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rincón, cada pasillo, su risaresonaba por todo el lugar y no meapetecía pasarme todo el díallorando. Ya tenía bastante conhacerlo en casa, como para seguirfuera de ella. Mi humor no estabamejor. Saltaba a la mínima y nadame caía bien. La gente temíahablarme, porque reaccionaba conuna respuesta mordaz y no dejabatítere con cabeza. Y más furiosa meponía cuando era Jose el que mehablaba. Todo el amor que sentíapor él fue desapareciendo hastacasi extinguirse. No le teníaconfianza, no sabía si en cualquiermomento que flaqueara, volvería a

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hacer de las suyas. Quería estar conél, seguir intentándolo, pero juropor dios que me faltaba un pelopara mandarlo al carajo.

Pero no me iba a quedar quieta, ibaa montar mi última guardia en cruzroja, tenía un objetivo claro, no ibaa parar hasta conseguirlo.

Resulta que una de las que sebesuqueo con Jose, era amiga ytenía un novio que estaba en Cruzroja, ella terminó enamorada de élhasta las trancas…

Esa noche le dije a Jose que sería

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mi última, así que allí fui y montéguardia con el novio de mi queridaamiga la traicionera, a huevo lotenía, ya que él me había tirado milindirectas, la verdad que el tipo eraespectacular, así que la venganzasería de lo más fácil…

Ni dos minutos pasaron y ya estabatonteando conmigo, así que todo ibamarchando genial.

Lo tuve toda la noche babeandoconmigo, no me lie con él, pero porla mañana le di un buen beso en loslabios y me fui tan campante, antesde llegar a mi casa le conté a mi

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amiga lo pesado que había estadotoda la noche su novio, que le disolo un beso… la dejé ahí todajodida sin saber que contestar yluego me fui con Jose a comer ytambién se lo conté tan pancha.

—¿Hasta cuándo va a seguir estaguerra Natalia? —preguntóenfadado.

—Tranquilo, ya los demás no meimporta, ya me vengué de losobjetivos que más me dolían.

—No estoy dispuesto a seguir así—dijo triste.

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—¿Ah no? Pues nada, ahí tienes lapuerta —señalé hacia fuera delrestaurante.

—Sé que la cagué, que no supevalorar lo que tanto amaba, perocreo que ya es suficiente, ya te hasvengado bien ¿No crees?

—Eso lo decido yo, nadie te obligaa estar a mi lado.

—No quiero que esto se nos vayade las manos, quiero un futurocontigo —le cayeron doslagrimones que me partieron elalma.

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—Ya no voy a hacer más nada —dije cruzándome de brazos.

—Es por nosotros, tenemos laoportunidad de arreglar lo que yoestropeé, pero no podemos andarde esta manera.

—Las cosas no se olvidan en dosdías.

—Ni en otros brazos Natalia.

—Solo quería dejar claro, que yo siquería también podía joder.

—No seas igual que los demásNatalia.

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Mi mente y mi corazón estaban encontinua pelea. Uno me decía quehiciera una cosa y el otro medictaba otra. Solo me tocó dejartodo como estaba y ver qué pasaba.

Poco a poco volví a retomar losestudios, tenía que hacer algo paraque en un futuro no comerme losmocos o peor, depender de nadie.No había días que no me acostarallorando y me durmiera deagotamiento. Pero ahí iba, pasito apasito y a buena letra.

Ese viernes, Jose apareció en micasa. Grande fue mi sorpresa que se

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presentara en mi habitación,mientras yo escuchaba música, conuna rosa en las manos tan radiante ypreciosa como su sonrisa.

—¿Y esto? —le pregunté aún antela obviedad. Sabía lo que era,lógicamente, lo que no sabía era laintención del porqué del presente.

Él colocó la flor con un cuidadodesmesurado en la mesilla de nochey se sentó al borde de la cama. Yoagarré la nota que venía adjunta ymientras leía, esperé quecontestara.

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—Me apeteció comprarla para ti.

—Humm… —murmuré mientrasleía la frase escrita con su letra.

«Jamás pensé que te amara tantohasta que vi que te perdía»

Una risa irónica escapó de mislabios.

—No te creo —dije soltando lanota.

—El tiempo me dará la razón y mepermitirá demostrártelo.

—Bueno, si tú lo dices… —seguí

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en mis trece, encogiéndome dehombros.

—Sé que no me crees, pero solo tepido que me des la oportunidad dedemostrártelo.

—Inténtalo —le dije mirándolo alos ojos. Me dolía incluso hacerlo—, pero no te prometo nada, noestoy bien, no tengo fuerzas, mehiciste mucho daño, te liaste contodo lo que pillaste por el camino.

—Jamás me acosté con nadie… —rebatió enfadado.

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—¡Eso es lo de menos! Meengañaste y eso es lo que cuenta—la última parte me salió susurrada.Aún me dolía demasiado.

—¿Sabes? Lo de Josiño me hizodarme cuenta lo importante que eraspara mí, me da miedo saber si teacostaste con él o no. Me daauténtico pánico saberlo.

—¿Pues sabes qué? Te mereces nosaberlo. Y yo me encargaré de quevivas con la duda.

—Vale, me lo merezco —mascullódesanimado. Después de unos

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segundos mirando sus manosentrelazadas encima de su regazo,suspiró y volvió a hablar—:Mañana me gustaría que nosfuéramos los dos a pasar el fin desemana juntos de camping, se lo hedicho a tu madre y le parece bien.

—¡Oh, muy considerado! Viendoque eso lo debo decidir yo, antesque nadie ¿No crees? —ladréirritada.

Tenía la sensación de que todo loque dijera, me iba a caer como unapatada en plena boca del estómago.

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—Por favor te lo pido, no te tocarési no quieres.

—Eso tenlo por seguro… —leseñalo con determinación.

Después de nuestra conversación yde organizarnos para mañana, Josese fue para su casa. Con aireapesadumbrado, los hombroscaídos y la mirada perdida. En elfondo, me daba tanta pena que apunto estuve de salir corriendodetrás suyo y abrazarlo. Pedirleperdón por ser tan perra, peroluego, recordaba todo lo que mehabía hecho y se me pasaba.

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Esa noche dormí poco. Los nerviosy la incertidumbre de lo que iba apasar al día siguiente me carcomíanpor dentro. Y a primera hora de lamañana, estaba despierta, despuésde haber pegado ojo apenas treshoras.

Jose llegó puntual, después de quealmorzar nos fuimos rumbo a Conil,a la cala del aceite. Ya se habíasacado el carnet y con sus ahorros,habría conseguido un coche. Cosaque me enorgullecía y si no fueraporque no nos hablamos, lohubiéramos celebrado como semerece.

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En octubre en Cádiz era caluroso, ysi no fuera porque en las nochesrefrescaba parecía que estábamosen pleno agosto.

En cuanto llegamos montamos latienda y colocamos la comida ybebidas a buen recaudo para mástarde.

Mientras organizábamos todos, nopodía remediar mirarlo, aunquefuera de reojo. Me dolía el alma, enserio. Pero no podía dejar dehacerlo.

Puso la radio y comenzó a sonar

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Eros Ramazzotti, sabía que meencantaba, y aunque a él también,siempre prefirió a Sabina o BobMarley.

Sirvió dos cubatas, una vez que nosacomodamos fuera de la tienda yacepté el vaso aún en completosilencio.

—Natalia perdóname —dijo de lanada cortando el silencio que sehabía formado a nuestro alrededor,y solo era roto por el choque de lasolas en las rocas.

—Y dale con el tema —rodé los

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ojos cansada—, te he perdonado,pero no puedo olvidarlo y menosaún, me puedes pedir que confíe enti de un día para el otro.

Él asintió, pegó un sorbo a su vasoy volvió a hablar.

—¿Puedo preguntarte algo?

—¿No lo harías si dijera que no? loharás de todas maneras, así quehazlo…

—¿Sientes aún algo por mí? —mepreguntó agarrando mi mano libre,la cual descansaba encima de mi

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muslo.

Observé sus dedos, entrelazándoseentre los míos.

—Sí —contesté para luego mirarloa la cara—: rabia, impotencia,dolor y muchas cosas más.

—Lo sé, puedo verlo en tus ojos yeso me aterra.

—Entonces si ya lo sabes… ¿Porqué preguntas?

—Me gustaría saber si al menosaún te gusto un poco…

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—Algo debe haber, si no, no estaríaaquí contigo. Aunque no te lo creaso aunque suene estúpido sigoqueriendo estar contigo. Por muypoco que te lo merezcas.

—¿Te puedo dar un beso?

—Jose no empieces, déjame bebertranquila —dije temblando como unflan, escuchando como la vozrasgada y preciosa de Eros mehacía erizar. Besarlo es lo que másdeseaba en ese momento pero sinduda lo que menos necesitaba.

—¿Sabes una cosa?

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—¿Qué…? —Le di un sorbo a micubata. No era más que una formade mantenerme ocupada.

—Jamás volveré a separarme de ti.Todas las noches cuando llegue acasa después de despedirnos en tupuerta, te llamaré para que sepasque estoy ahí, jamás volveré a salircon mis amigos sin ti, solo quieroestar contigo.

—Claro… haré como que me locreo.

—Bueno, ya lo verás…

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Niego con la cabeza y sonríosuspicaz.

—No sabes el daño que mehiciste…

—Lo sé, no sabes cuánto mearrepiento.

—Nadie cambia, dudo que tú lohagas, además no se ni como estasaquí, con toda la gente que sueñacon separarnos… incluso tú mismoparece que estás dispuesto aecharlo todo a perder.

—Natalia… tengo claro que quiero

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estar contigo. Me importa unamierda lo que quieran los demás.

Decidí estar contigo y aunque lacagué, no sabes lo que mearrepiento. Te quiero. Te quierodemasiado como para soportarperderte.

Justo ahí me eché a llorar. Con lossentimientos a flor de piel y sinpoder aguantarlo más. Echaba demenos a mi Josiño, pero tambiénnecesitaba a Jose.

Me abrazó contra su cuerpo yterminamos llorando los dos, e

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intentando calmarnos mutuamente.

Una vez que soltamos todo lo queteníamos, bebimos, incluso reímospor cualquier tontería. Y aunque enalgún momento me regañó por estarfumando, le recordaba que, a fin decuentas, él me hacía más año que unsimple cigarrillo.

Terminamos borrachos, nos fuimosa la playa una vez que anocheció.La noche arreciaba, pero estábamosdesinhibidos. Se me olvidó elmalestar constante al que ya meestaba acostumbrando y empecé apasarla bien. Nos tiramos en la

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arena, mirando las estrellassintiendo sus dedos enredarse en micabello y su boca en mi sien.

Allí bajo el cielo, Jose se acercómás a mí, hasta quedar pegadoscompletamente. Inclinando lacabeza, su boca buscó la mía. Y nosé si fue la cantidad de alcohol queingerí, que le seguí el ritmo.Mordiendo sus labios, atrayéndolomás hacia mi cuerpo, si es que esoera posible. Me sentía febril,incluso haciendo frio. Me dejéllevar, como el vaivén de las olas.Con la brisa arreciando mi piel quepoco a poco iba quedándose

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desnuda.

José se puso encima, tapándomecon su calor. Entibiando mi cuerpocasi en el acto. Enterré mis manosen su pelo, y con un suspiro, entróen mi interior. Lento, despacio,entre “Te quiero” necesitados.

Escuchando la suave letra de unacanción de fondo.

—Te amo… —susurraba Jose entrejadeos.

Las lágrimas corrían por missienes, no me salía decirle lo

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mismo. Pero lo quería. Se lodemostraba con cada caricia que leprofesaba a su piel. Agarrando suespalda con fuerza, atrayéndolohacia mí, arqueándome en busca demás profundidad.

Explotamos a los pocos minutos.Haciendo que el tiempo se paraseen ese instante, ambos con elcuerpo perlado de sudor y del leverocío que nos caía.

Dormimos abrazados, acurrucadosen la tienda, completamentedesnudos, después de amarnosnuevamente.

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Pero como todo, siempre hay unpero. A la mañana siguiente y sinlos efectos del alcohol, volvieronlas inseguridades y el rechazo pormi parte. Quise olvidarme de suscaricias, de sus besos, solo por minecia terquedad. Creía que ahoraque había conseguido lo que quería,que era quitarse las ganas de echarun polvo, volvería a engañarme.

Jose preparo el desayuno e inclusoesa nimiedad, hizo que mi malaleche aumentase.

—No hace falta que me untes lastostadas, se hacerlo sola ¿Sabes?

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—No lo dudo, pero quiero hacerloyo…

—Haz lo que te dé la gana — rebatídesviando la mirada cuando surostro se descompuso.

—Anoche soñé que estábamoscasados, éramos tan felices….

—¡Qué bonito! —Exclaméfalsamente mientras le daba unmordisco a mi tostada—. ¿Y notenías una amante?

—No… —respondió dejando sudesayuno y levantándose ya con el

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apetito extinto.

El día siguiente no fue diferente …me convertí en una maldita bipolar.Lo mismo le gritaba que me locomía a besos. No sabía lo queestaba bien o lo que estaba mal. Sidebía creerle o mandarlo a freírespárragos. Pero sí estaba segurade que estaba ahí con él porqueJosiño se había ido, si no, estaríaen otros brazos y serían otros besoslo que recibiría.

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Parece que las cosas tienen unprincipio y un fin.

No es la primera vez que loescribo. Josiño seguía en micabeza, pero todo había terminado.Era triste pensar eso en aquelmomento y ahora también. Sin

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embargo, mi futuro y mi presenteeran Jose.

Ya Nochevieja.

Parece mentira, pero tengo lasensación de que, por entonces, eltiempo pasaba muy rápido.

Jose cenaba en casa de mis padres.Todos los que no sentamos a lamesa esa noche no dejábamos debromear. Verdaderamente loestábamos pasando fenomenaljuntos. Parece que tiene que llegaruna noche como Nochevieja paraque nos demos cuenta del valor de

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la familia, de los amigos, yprincipalmente de esa persona a laque amamos.

Yo no sabía si Jose era el hombrecon el que iba a casarme. Todo esoquedaba muy lejos, muy lejos. Enpocos años, habían pasadodemasiadas cosas. Y, aunqueparezca mentira, eso pesa, eso es unlastre que siempre te acompaña.

Yo quería divertirme, pero me dabacuenta de que ya no era una niña.Todas mis acciones teníanconsecuencias. Brindamos,comimos, reímos, esperamos a que

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en la tele dieran las campanadas.Nada especial, salvo que Joseparecía tenerme reservada unasorpresa.

No sé por qué, pero nunca heasociado a Jose con este tipo decosas. No era un hombreespecialmente demostrativo , por logeneral, le costaba demostrar sussentimientos de la manera en la quelo iba a hacer esa noche.

Yo estaba radiante. Me habíapuesto un vestido rojo, ajustado.Me había maquillado pacientementedelante del espejo y pintado los

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labios de un color morado, conmatices de color rosa.

Parecía una muñeca. Estabapreciosa. Me encantaba que mipadre me lo dijera. Jose se fijó enmí enseguida cuando me vioaparecer para sentarme a la mesa.No hicieron falta las palabras paraque él me dijera espontáneamentecon su mirada, con el brillo de susojos y alguna que otra sonrisa, queyo parecía la reina de la noche. Élse había vestido de manerainformal, pero iba también muyelegante. Es lo que me gustaba deJose, esa mezcla de espontaneidad

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y seriedad cuando la situación o elmomento lo requerían.

A lo largo de aquella velada, nointercambiamos muchas palabras.Jose, que era bastante parlanchín,estuvo comentando algunasanécdotas del trabajo.

¿Por qué no decirlo? Tuve laimpresión, por unos instantes, deque él volvía a ser ese hombre delque yo me había enamorado unaprimera vez y de una forma bestial.Aunque yo tenía todavía ciertosrecelos hacia él, no podía quitarleojo. Se estaba mostrando atento con

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mi familia y muy cariñoso conmigodesde esa distancia que era eltablero de la mesa.

Daban ganas de comérselo.

Sí, daban ganas de comérselo. Yono quería mostrarme de una formatan apasionada como había hechootras tantas veces donde no mehabría importado hacerle algunacaricia debajo de la mesa o haberlesusurrado alguna frase morbosa aloído. Algo había en mí que meimpedía actuar con la mismalibertad que había hecho años atrás,cuando comencé a salir con él. No

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sé qué me pasaba realmente. Joseme atraía, estaba haciendo todo loposible para gustar aquella nocheno solo a mis padres, sino tambiéna mí, pero algo en mi interior meestaba frenando.

Hacía una temperatura agradableafuera.

Me encantaba la Nochevieja porquetoda la gente parece más feliz quede costumbre. Todo el mundo sesaluda y se sonríe. Todo sonabrazos y besos. Jose estuvo toda lanoche mirándome con intención dedecirme algo. Yo sé que ocultaba

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información. Y eso hacía que yo mesintiera con más ganas decomérmelo, aumentaba mis deseosde estar junto a él.

Pero todo aquello, toda aquellafantasía que la noche me mostrabaante mis ojos, de repente, seesfumaba cuando pensaba en todolo que él me había hecho. Yo seguíadolida. No terminaba de fiarme deél. No sabía qué pensar. Por unlado, yo quería que aquella nochefuese especial y que fuese un nuevopunto de partida para nuestrarelación. Por otro lado, pensabaque nada iba a salir bien. Que,

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aunque Jose me gustara, no habíanada que hacer. Tarde o temprano,aquello volvería a fracasar.

Y el dolor sería más agudo, másintenso, y yo sufriría mucho más.

Y Josiño estaba ya en Galicia. Élhabía reconocido en mi forma dehablar y en mi forma de ser que yotodavía sentía algo por Jose.

¡Qué gran chico!

Hubo un momento en Jose, cuandonos dimos dos besos en la mejilla,para desearnos feliz año nuevo en

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que sentí que me miraba con laintención de desnudarme.

Sí, pude ver que él escondía algo.Aquella sonrisa era inconfundible.Yo me estaba poniendo cada vezmás nerviosa. Brindamos de nuevoy salimos de allí disparados,porque Jose me cogió de la manocon fuerza y me arrastró hasta lacalle. Nos montamos en el coche ypuedo decir que estabaemocionada.

¿Qué demonios estaba pasando?

El coche se incorporó a la carretera

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en muy poco tiempo. Yo lepreguntaba, pero él no mecontestaba. Mi nerviosismo iba enaumento. Mi corazón palpitabacada vez con más fuerza.

—Me matan estas cosas, sabes quesoy impaciente y no me gustan lassorpresas, prefiero ir a los sitios,sabiéndolo con anterioridad ¿Nome vas a responder verdad? Puesnada, ni caso que me haces —hacíaun monólogo porque él no sepronunciaba.

¿Adónde me llevaría? Qué sorpresame había preparado. Porque estaba

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claro que tanto misterio solo erapara ocultar una sorpresa. Yoestaba un poco desorientada. Lamoto se movió por un laberinto decalles hasta llegar a la puerta delhotel de la plaza mayor.

Me besó en los labios y me susurróal oído que quería que esa nochefuese una noche especial. Que yome merecía todo. Que él era unhombre insignificante comparadoconmigo. Yo solo sabía sonreír.Pero no estaba desatada. Suspalabras, que agradecía, no mesonaban convincentes, aunque eltono de su voz parecía sincero. Sí,

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yo agradecía aquellos halagos. Perolo que necesitaba eran pruebas.

—No sé por qué estás tan bordeconmigo –dijo él dándose cuenta deque yo estaba recelosa.

—Yo no estoy borde, Jose. Dametiempo.

—No tengo tiempo. Solo quieroque creas en mí —añadió él contono lastimoso. Va a ser una nocheinolvidable.

—No lo dudo. Yo creo en ti. Solote estoy pidiendo que me dejes un

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poco de aire para respirar. No esmucho pedir —musité yo con airesimpático.

—Mira, quiero darte una sorpresa.

—Ya lo veo. Estás ganando puntos.Esto me encanta. Que hagas cosascomo estas me encanta, Jose —

sonreí y le di un tortazo en el culo,estaba nerviosa, no sabía ni lo quehacía.

Estaba alucinada cuando vi lafachada del hotel. Era un hotelsencillo y humilde. Pero eso era lo

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de menos. Lo importante era elgesto. Lo importante era que Josequería que yo sintiera que él estabacerca de mí, que él iba a hacer todolo posible para que yo fuera feliz,para que yo volviera a confiar enél.

Cogidos del brazo, entramos alvestíbulo. Nos atendieronenseguida.

La recepcionista era muy simpática.Se veía que hacía muy poco quetrabajaba allí. Titubeaba y semostró muy nerviosa. Jose cogió lallave y subimos a la tercera planta

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por el ascensor. Me besó en elcuello y yo sentí un escalofrío querecorrió toda mi espalda.

Estaba temblando y estabanerviosa. Yo pensaba que Jose meiba a llevar a alguna fiesta, pero no,me equivoqué. Había preparadouna habitación solo para nosotros.Eso no era nada fácil en aquellafecha.

Aunque el hotel fuera humilde, ledebería haber costado muchodinero. Yo intentaba mirarlo concomplicidad pero no me salía. Lomiraba simplemente con deseo,

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pero lejos de ese cariño y afectoque yo tantas veces le demostraba através de mis ojos. Yo creo que élse estaba dando cuenta.

Salimos del ascensor. La habitaciónestaba justo enfrente. La abrió.Encendió la luz y un sendero depétalos de rosa conducía hasta unacama. Yo no pude contener laemoción. Aquel detalle que yohabía visto en muchas películasahora estaba frente a mí. Volví atemblar. Jose advirtió que aqueldetalle me había gustado mucho yse puso a reír.

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Yo quería pensar que volvíamos aser esos dos náufragos que estándelante del mar. Pero eso es lo queme pedía mi corazón. Mi cabezaestaba lejos de esa clase desentimientos, ella me decía que metomara las cosas con calma.

En una mesita, vi una champanera.Muy hábil, Jose me sirvió una copa.Volvimos a brindar. Sin que yo selo ordenara, se acercó a un equipode música que había en lahabitación, y puso una melodíasuave, muy suave. Retiró la copa demi mano y me empujó a la camapresionando mis hombros con

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delicadeza. Me puse a reír acarcajadas. Él se puso a mi lado yestuvimos un rato en silencio,mirándonos, como hacíamos tantasveces en la playa. Al igual que allí,ahora no teníamos a nadie a nuestroalrededor.

Estábamos solos, completamentesolos.

—¿Me quieres? —preguntó éldirectamente.

—Claro que te quiero, si no fueseasí, no estaría aquí, contigo —dijeyo con un aire de duda. ¡Vaya

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encerrona me has hecho!

—No eres como antes, Natalia —dijo él con tono enigmático. — No,no es una encerrona, es el deseo deque estemos solos esta noche.

—No sé a qué te refieres. Intentaexplicarte.

—Antes no dudabas. Antes erasmás espontánea. No necesitabaspensarte las cosas y ahora piensaslas cosas antes de decirlas —comentó él un poco dolido.

—He crecido, Jose, y han pasado

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muchas cosas, demasiadas, entrenosotros. Solo te pido que no meagobies. Ya te lo he dicho antes —añadí yo con un tono cariñoso. —Pero, de todas formas, si la piensomás es por joder un poco y decir locorrecto para que así sea. —dijemuerta de risa.

—No te estoy agobiando, Natalia.Solo que siento que estás lejos.

—No estoy lejos. Estoy aquí,delante de tus ojos, muyemocionada con este regalo —dijeyo con dulzura.

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—Me gusta que me lo digas. Sabíaque te iba a gustar. Hace tiempo quelo habría hecho, pero no encontrabael momento y, como tú has dicho,han pasado demasiadas cosas.Pero, bueno, estamos otra vez losdos juntos después de todo —musitó él con intención de que suspalabras me hicieran reflexionar.

—Tienes razón. Después de todo,aquí estamos los dos, solos, juntos.

La música sonaba como si fuese esehipnótico rumor de las olas quetanto me gustaba. En aquel instante,no sé qué nos sucedió realmente.

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Como si yo estuviese poseída porun espíritu demoníaco, lo agarrépor los hombros y lo arrastré hastami pecho.

Quería que su cuerpo me tomase yque lo hiciera de formaarrebatadora. Adiós maquillaje ypintura de labios, que me habíacostado un ojo de la cara en elDruni.

Sus labios se fundieron con losmíos y fuimos presas de un deseocarnal que hacía mucho tiempo queyo no experimentaba. Sus manos nodejaban de acariciar mis pechos y

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mi culo, cada vez con más fuerza.

Y yo gemía, y cada vez con mayorintensidad. Él se daba cuenta deque cuanta más pasión ponía encada una de sus acciones, mi placeriba en aumento. Estaba ida, loca.Pero quería que Jose supiera lo quetenía delante. Quería que Josepercibiera que yo era capaz deentregarme de una forma que él nohabía conocido con otras mujeres ylo iba a conseguir. Ya no era unaniña. De repente, me solté de suagarre y me alejé. Él no entendíapor qué yo hacía aquello. Sus ojosenrojecidos me miraban con

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intención de devorarme.

Cogí nuevamente la copa dechampán que estaba sobre la mesitae hice el ademán de bebérmela,pero no fue así. Con picardía y muydespacio, dejé que el líquido sederramara entre mis pechos y él sevolvió loco.

No sabía cómo actuar. No esperabaesa reacción por mi parte y sequedó a cuadros. Pude comprobarque estaba excitado cuando mimano agarró el bulto de subragueta. Yo dominaba aquellasituación, era la que lo iba a hacer

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gozar. Jose estaba bajo los efectosde mi hechizo. Lo que yo estabahaciendo iba más allá de laseducción.

No sé por qué, pero un impulsooscuro me empujaba a cometer esetipo de locuras. No había ningúnmuro ahora entre nosotros. Jose meagarró por la cintura y me llevó denuevo hasta la cama. Ahora yoestaba sobre él. Mientras lo besabay mordía tibiamente sus labios pararespirar, le fui quitando el pantalón.

deseaba que lo hiciera rápido, peroyo quería que él se contuviera, que

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aquel polvo fuese inolvidable, quetodo fuese despacio, que no fuesenada de un “aquí te pillo y aquí temato”.

Tenía que demostrarle que el placerera yo, que yo era quien podíahacer que él volara. Cuando sequitó la camisa, me eché sobre él yrespiré sobre su pecho. Estabadesnudo. Sus calzoncillos siguierona sus pantalones, y pude ver labelleza de su cuerpo. Mi pecho olíaa champán. Él quería beber de miescote, me alcé, mientras mispiernas estaban a cada lado de sucintura. Me encontraba montándolo

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literalmente.

Me encantaba esa posición, bajé lacremallera de mi vestido, algo queya tenía muy ensayado. Y entoncesadmiró mi lencería oscura.

Nos besamos despacio, muydespacio. Nuestras manosacariciaban los lugares de nuestrocuerpo que mejor conocíamos paraprovocarnos placer.

Llegó un momento que no pudoresistirlo, finalmente entró en mí , ysentí su fuerza, su intención dequerer provocar en mí esa

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sensación de descontrol, pero erainútil. Jose me estaba dando placer,pero era yo la que lo dominaba, laque iba a ganar aquella batalla y asífue.

Comencé a moverme despaciodurante unos minutos y luego elritmo de mis caderas se aceleró y élya no pudo resistirse. No podíahacer nada contra eso. Mis manostrepaban por su pecho y, cuando loconsideraba, me arqueaba parabesarlo en la boca.

Él quería tocar mis pechos y yocontrolaba que lo hiciera cuando

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me apetecía. Eso lo excitaba aúnmás.

La noche parecía eterna, no iba aacabar nunca. La música suave nostraspasaba como él estaba haciendocon su miembro en mi interior,obligando a que mi corazón latieraa la velocidad del sonido.

Nadie iba a poder borrar denuestras cabezas aquel momento taníntimo y tan salvaje, pasara lo quepasara en el futuro.

Cuando nos quedamos mudosdespués de aquel sexo tan intenso,

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me pregunté si habría una parejacomo nosotros en el mundo quehubiera hecho exactamente lomismo que nosotros en esa nochemágica de Nochevieja. No lo sé.Dos seres que se amaban. Unamujer dolida y un hombre quequería una oportunidad paraconquistarla de nuevo.

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Creo que las personas puedencambiar. Jose lo estaba intentandopor mí, por él, por el bien denuestra pareja. Como tantas veceshe escrito, habíamos pasadomuchas cosas juntos. Yo ya sabía loque era sufrir por amor y ahora metocaba estar de nuevo junto a Jose

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para volver a disfrutar de esesentimiento. No lo tenía todo claro,pero debía intentarlo. Debíamosintentarlo.

Me pasaba todo el día escuchandomúsica, pero ya no me dolía comoantes, no terminaba llorando comouna macarena, eso ya estabapasando, en esos momentos SergioDalma era el protagonista absolutode mi música favorita, una canciónen especial se convirtió en mifavorita.

Callarme siempre lo que pienso,esa es mi manía,

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creerme siempre lo que miento, esoes cosa mía.

Esta noche amiga mía, yo estoypensando en ti,

en ti que, a lo mejor, piensas enmí.

En un atardecer violento demelancolía.

No es fácil, para mí pensar, unapalabra justa,

mi sentimiento, imagina, unsufrimiento aposta.

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Yo soy humanamente, solo unhombre nada más,

y ahora te pregunto, dónde estás...a ti que me

has pedido tanta, tanta fantasía....

En un atardecer violento demelancolía.

Así yo quiero recordarte, así erestú, dentro de mí,

así me gusta imaginarte, unida amí, dentro de mí,

más yo que fui, tan vital, como el

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viento en el

desierto para mí, mi pensamientova detrás de ti,

mi pensamiento, se me va...

Ya sé que dónde estás no necesitasmás de mí,

y yo te busco a ti, te busco a ti...mi pensamiento

va detrás de ti, porque tú has sidomía, en un atardecer violento demelancolía....

Aún recuerdo aquel fin de semana

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como si fuera ayer. No se meescapan los detalles. Hay recuerdosque son imborrables, aunqueparezcan tonterías o cosas sindemasiada importancia.

José me dijo que nos iríamos decamping.

A mí no me pillaba por sorpresa yanada de esos planes que hacía sinconsultarme. Me estabaacostumbrando, me gustara o no elresultado. Por ahora, había salidotodo genial cuando él había queridodarme alguna sorpresa o planearalguna actividad.

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Sabía que tramaba algo desde hacíaunos días. Al igual que, en otrasocasiones, su sonrisa, su espléndidasonrisa, lo delataba.

Yo estaba emocionada. Me apetecíamucho es acampada. Además, es unmomento donde puedes relajarte ydisfrutar de la naturaleza al airelibre. Y eso a mí me encantaba.Estaríamos los dos solos yseguramente volveríamos aamarnos. Debo confesar que yoestaba feliz al lado de Jose, pero devez en cuando volvían a mi cabezaaquellos recuerdos. Sí, esosrecuerdos amargos donde yo

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revivía todo lo que había sufrido.

Quería fiarme de él al cien porcien, pero todavía algo en miinterior me pedía que hiciera lascosas desde la paciencia y laserenidad. No debía ilusionarmecomo cuando tenía quince años.También comprendí que lo míotambién le hacía sufrir, perosiempre pensaré, que él solito se lobuscó.

No me dijo demasiado sobre ese finde semana en el camping. Temíaque tenía preparado algo que yo nosabía. A Jose siempre le había

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gustado la naturaleza, de hecho, yolo consideraba como parte de ella.El hecho de que fuera surfista y quela playa fuera su segunda casaconfirmaban lo que yo ahora estoyescribiendo. Los mejores momentosque yo había pasado con Joseestaban ahí, frente al mar, en lasdunas, sobre la arena.

La noche anterior estuvimos los dosjuntos en la puerta de mi casa y nohablamos demasiado. Miradas,algunos besos después deabrazarnos sin demasiada pasión.Ninguno de los dos quería hablarmucho.

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Estábamos ausentes, sumidos ennuestros pensamientos y noqueríamos revelar que era eso quenos tenía tan callados. Al final,Jose rompió el silencio.

—Natalia, ¿te hace ilusión ir decamping?

—Claro que me hace ilusión. Ya lohe preparado todo –musité yo conternura.

—Es que te veo tan callada,¿sabes? Y ese silencio me ponenervioso —respondió él dolido.

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—No tengo muchas ganas de hablarhoy, Jose. Estoy cansada.

—Ya le estás dando vueltas a lacabeza. Mi padre dice que, cuandouna mujer le da vueltas a la cabeza,hay que echarse a temblar —dijo élcon gracia.

—No seas tonto. No pienso en nadaen concreto. Lo que sucede es que aveces me pongo un pocomelancólica. ¿A ti no te pasa?

—No sé. A veces, cuando estoy enla playa y miro las olas, me pongo apensar. Pero siempre miro hacia el

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futuro —comentó él con seguridad.

—¡Qué envidia! Yo no puedo hacereso.

—¿Por qué? —preguntó él conextrañeza.

—Porque mi pasado pesademasiado, ¿sabes? —añadí yo conun tono de amargura en mispalabras.

—¿Eso es una indirecta? ¿Vas asacar el tema de mis infidelidades?

—Yo no he hablado de nada de eso.Eres tú el que lo has sacado —dije

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con resentimiento.

—No quiero enfadarme, Natalia.No quiero enfadarme —repitió y secalló a continuación.

Ciertamente yo había sido un pocoborde con alguna de esas frases.Pero a veces no podía evitarlo.

Muchas veces yo pensaba en todolo que habíamos pasado y en todoaquello que a mí más daño mehabía hecho. Había sido feliz conJose tiempo atrás, pero ahora meresultaba imposible detener algunospensamientos sombríos y negativos.

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—Natalia, tu pasado también es elmío. Parece que hubieras sido tú laúnica que lo ha pasado mal.

—Jose, no quiero discutir. Mañanasalimos hacia el camping y me hepropuesto pasarlo bien, muy bien, yolvidarme de todo. No quieras sertambién el protagonista de todo loque pienso —dije yo un poco a ladefensiva por sus palabras.

—Está bien. No discutiremos. Perolo llevo mal. No me agrada cómome tratas a veces —añadió él conamargura.

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—¿Qué llevas mal? —pregunté yocon intención de sonsacarle.

—Tus silencios y esas indirectas.Eso es lo que llevo mal —sentenció.

Me costaba pensar que Joseestuviese sufriendo de la mismamanera que yo. Aunque él me habíareconocido muchas veces que sehabía equivocado, la herida seguíaabierta. Pero también es cierto queyo lo iba amando cada vez más.Pero no sería fácil que volviera aconfiar en él plenamente. Mecostaría mucho tiempo.

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Sin embargo, los dos estábamosjuntos. Y eso era lo más importante.No puedo negar a estas alturas queél me gustaba, me gustaba deverdad. Pero era inevitable que ami cabeza vinieran toda clase deimágenes que enfriaban un poco esapasión que yo debía sentir haciauna persona que se habíaconvertido, con el paso del tiempo,en la más importante de mi vida.

A la mañana siguiente, pasó arecogerme por casa. Yo llevaba unamochila y me había puesto unospantalones cortos y un suéterajustado que hizo babear a mi

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chico.

Sí, parecía Lara Croft en busca deaventuras.

—Hija, estás buenísima con eseconjunto —dijo él enseguida.

—Eso eres tú, que cada día estásmás salido. Siempre estás pensandoen lo mismo —le dije yo riendo.

—No me jodas, pero si vaspidiendo guerra con esa ropa.

—No seas exagerado. ¿No te vas aponer ahora celoso? A ver si vas aser de esos novios que llevan a sus

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novias vestidas como monjas. ¿Noserás un tipo machista, verdad? Queyo te doy una patada en los huevosy ya no me ves —sentencié sinborrar la sonrisa de mi rostro.

—Pero, qué bestia eres cuandoquieres, Natalia.

Cogimos el coche y tiramosdirección a Conil.

—¿Esto es el camping, Jose? —pregunté extrañada cuando paró elcoche.

—Vamos a pasarlo bomba —dijo él

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convencido.

—Pero si esto parece el escenariode La matanza de Texas. ¿Vamos adormir aquí? ¿Para qué me hetraído yo la cantimplora y lalinterna si vamos a pasar las nochesen un hostal? —dije yo con cara depocos amigos.

—Quería que fuera una sorpresa —añadió él con miedo.

—Mira lo que te digo. La próximavez, tío, piensa en París o en NuevaYork. No me traigas a sitios comoeste. Yo soy una princesa y esto no

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se parece en nada al castillo de LaBella Durmiente, ¿sabes? —

repuse yo con seriedad.

Me estaba burlando de él en elfondo, pero yo trataba de disimular.Me estaba costando mucho.

Por dentro, me estaba partiendo derisa. Solo quería ridiculizarlo. Yosé que Jose lo había hecho con lamejor intención, pero aquel hostalme daba muy mal rollo. Sinembargo, ahora no podía echarmeatrás y tenía que verle el ladopositivo a aquella sorpresa que me

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había dado mi chico. Iba a seguircon mi juego.

Me encantaba confundirlo ygastarle bromas continuamente.

No podía contener más la risa. Élno sabía cómo demonios debía deactuar, pero a mí me daba igual. Melo estaba pasando bomba. Cuandoentramos al hostal, un señor gordo ycon la papada de un sapo nosatendió. Yo estaba allí delante deaquel tipo que nos miró con cara deperro dormilón. Mi cuerpecito deBarbie no se merecía aquel antro.

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Jose habló un rato con el tipomientras yo echaba un vistazo .Creoque, en aquel sitio, aún no se habíanenterado de que Franco habíamuerto y que había llegado lademocracia. Era todo antiguo yrancio.

Jose cogió la llave y llegamos anuestra habitación.

—Me está encantando el camping,¿sabes? —dije yo con sorna.

—No me gusta ese cachondeo quellevas tú sola. Ya te he dicho quequería darte una sorpresa, Natalia.

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No pensaba que esto estaba tan mal—musitó él muy agobiado.

—Tranquilo, he estado en sitiospeores. Tú no sabes lo que esdormir en un puesto de la CruzRoja, pero, hijo mío, la próximavez me consultas y, por un pocomás de dinero, nos vamos a un sitiocon más pedigrí. Veremos si esto nose derrumba y tienen que venir losbomberos a rescatarnos—yo mereía con cada frase que salía por miboca.

—No sabía que la señorita era tanexquisita —el tono de Jose también

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era alegre.

No había otra forma de ver aquellosi no era con cachondeo y conhumor. Nos estábamos riendo de lasituación. Nos llevamos unasorpresa. La habitación no estabatan mal como el resto del edificio.Era una habitación pequeña, perolimpia y muy iluminada. Me gustó.Le guiñé un ojo a Jose y, con esegesto, se dio cuenta de que, despuésde todo, había acertado con laelección. De todas maneras, yopensaba que allí solo iríamos adormir y que el resto del díaestaríamos fuera, comiendo,

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bebiendo, disfrutando de lo que esla vida a los dieciocho años. Sinembargo, me equivoqué porcompleto.

Aquel viernes por la noche, nosalimos de la habitación. Despuésde ordenar nuestras cosas, a Joseno se le ocurrió otra cosa queretarme a una partida de cartas. Porsuerte, había pensado en ponermúsica. Sacó un radiocasete que sellevaba a la playa y puso música deEros Ramazzotti. Allí, sobre lacama, nos pusimos a jugar. En subolsa, llevaba una botella devodka. Me sirvió un culín. Pero,

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poco a poco, comenzamos a entraren calor y seguimos bebiendo.

Puse Camela, el negó con la cabezasonriendo, yo me puse de pie, cogíun bolígrafo a modo micrófono yacompañé a la canción quecomenzó a sonar.

Ya no puedo sentirla a mi lado,

ni su cuerpo ya no podré tocar,

ella ya no está, ella ya no está.

Siempre que me acuerdo yo de ella

mis ojos se empiezan a inundar de

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lágrimas de amor,

de lágrimas de amor.

Sueño contigo ¿qué me has dado?

sin tu cariño no me habríaenamorado,

sueño contigo, ¿qué me has dado?

y es que te quiero y tú me estasolvidando.

El juego estaba reñido. Nospicábamos constantemente. Unapartida la ganaba yo y la siguientela ganaba él. No había forma de

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desempatar. Al final, nos dieron lastantas. Yo tenía un poco de hambre,pero, como era previsora, saqué demi mochila un bote de galletitassaladas. Son un vicio. Comenzamosa picarnos.

El vodka no se acababa.

Pero hubo un momento que, comotodo en la vida, el vodka seterminó. Las galletitas saladas mehabía hinchado el estómago. Miré aJose y me dio por reírme. Elalcohol estaba haciendo susefectos. No podía aguantar lascarcajadas. Al verme así, él

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también se puso a reír.

—¿Qué te pasa, Natalia? —dijo élcon lengua de trapo.

—No sé, te veo raro —contesté yotropezando con las palabras.

—¿Estaremos borrachos? —sepreguntó él.

—Me temo que sí. Pero me encanta—dije yo sin dejar de reír.

—Mañana vamos a querermorirnos.

—Yo no me moriré, bicho malo

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nunca muere.

—¡Eres un bicho! Eso sí…

—Ya…

Me encantaba seguirle la corriente,en el fondo sabía enfadarlo, teníaclaro cuál era su punto débil.

La noche se había echado encima.No se oía a nadie por los pasillosni en otras habitaciones. Resultabamuy extraño. Ahora, con aquel pedoque llevábamos encima, no íbamosa ir a ningún sitio. Además, lascartas aún no lo habían dicho todo.

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Había que desempatar. Peroninguno de los dos estaba parabarajar.

Nos abrazamos un instante ymiramos al techo.

—Mira, Natalia, yo viviré allí —dijo él señalando una mancha dehumedad que parecía el mapa deÁfrica.

—¿Dónde? —pregunté yo mareada.

—En Marruecos. Fíjate bien. ¿Loves?

Yo hice como que veía Marruecos y

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asentí con la cabeza.

—¿Por qué quieres vivir allí? —pregunté yo un tanto sorprendida.

—No sé. Hay mucha arena en eldesierto. Y a mí me gusta la arena.Me gusta la playa, ya lo sabes.

—Jose, tú estás majara.

Me puse a reír. De repente, lo miré.Sin pensármelo dos veces, le di unabofetada que él no se esperó.

—Pero,… ¿qué haces? ¿Te hasvuelto loca?

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—No, Jose, tenías un mosquito,más grande que mi uña.

—Eso son alucinaciones tuyas.Pues no que me ha dado una torta.Serás idiota —dijo él dolido.

—Yo idiota y tu imbécil, uno a uno.

Nos quedamos en silencio unmomento. Y escuchamos unzumbido, uno, dos, tres. Iban enaumento. Los mosquitos llegaban enun ejército.

—Cojones, pues tenías razón,Natalia. La habitación se ha llenado

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de mosquitos —me alertó.

—Es verdad. Ya te lo he dicho. Eslo que tiene alojarse en un hostalcomo este —yo no dejaba de reír.

—Esto es lo que nos faltaba —dijoél, quitándose la camiseta paraatizarle a los insectos.

Yo no le había dado importancia aque la ventana estuviera abierta. Latemperatura del exterior eraagradable. La brisa que entraba noresultaba molesta. Pero lo que noesperábamos es que fuésemos apadecer una plaga de aquellos

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bichos.

Jose hizo lo que pudo. Cuando vique mi chico estaba sin camiseta,me puse tontorrona, y le dije que seacercara a mí. Apagué la luz paraver si se iban los mosquitos quequedaban en la habitación. Pero nose fueron. Por lo menos, noentrarían más. Hicimos el amorsalvajemente. Era tentador yexcitante hacerlo a oscuras. Elcolchón chirriaba como un gato alque le pisan el rabo, pero nos dabaigual. No íbamos a molestar anadie. Caímos rendidos. Nosdormimos cuando nuestros cuerpos

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fogosos se separaron.

Era sábado por la mañana. Jose fueel primero que se levantó. Cuandoyo lo hice, me encontré con una tazade chocolate con churros. El locohabía salido un momento abuscarlos.

—Pero, ¿cómo no me avisas?¿Cómo se te ocurre desaparecer ydejarme sola en este sitio? Para queme hubiesen violado —le grité.

—Joder, vaya unos buenos días queme das. Pero si solo ha sido unmomento. En la gasolinera de

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enfrente los servían. Me fijé ayercuando giramos para coger laentrada al hostal —comentó élrazonando.

—Me da igual. No me dejes sola.Me tienes harta con tus sorpresas.

De nuevo, estaba jugando aconfundirlo. Me encantaba la caraque ponía. José no sabía si reír oponerse a llorar. Yo agradecía queme hubiese traído aquel chocolatecon churros, pero es cierto que, alprincipio, no me hizo ningunagracia que me dejara tirada sola enaquel hostal. Vete tú a saber las

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historias que escondían aquellashabitaciones.

Me di un atracón con los churros yel chocolate. Me dolía la cabeza,pero tenía mucha hambre. En elestómago solo tenía vodka ygalletitas saladas. Después de aqueldesayuno, entré al aseo y me di unaducha. Las cañerías rugían. Aquellodaba miedo, pero el agua salíafresca y limpia. Como era deesperar, Jose apareció desnudo antemi vista.

En el fondo, lo deseaba. Queríaque, al escuchar el agua, al saber

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que estaba completamente desnuda,él me acompañase. Aunque el platode la ducha era pequeño, nosapañamos bien. Nos enjabonamos yal final acabamos en la cama.Misteriosamente ya no habíamosquitos, así que no había nadaque temer. Lo hicimos despacio.Nadie nos molestaba. Volvíamos aser dos náufragos en una isla. Ypasó la mañana. Y

estábamos tan bien juntos que senos olvidó comer.

Y nos sorprendió la tarde delsábado en aquella habitación.

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Parece mentira. Pero nonecesitábamos nada.

Nos teníamos el uno al otro. Denuevo, nos pusimos a jugar a lascartas. No nos quedaba vodka delque había traído Jose en sumochila. Para mi sorpresa, habíacomprado una botella en lagasolinera cuando fue a por elchocolate con churros. Lasgalletitas saladas combinaban biencon el sabor dulce y potente delalcohol.

Sentía a Jose más próximo quenunca. Aunque el dolor aún estaba

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ahí, creo que volvía a recuperar aaquel chico del que me enamorépor primera vez. No queríahacerme de ilusiones. Queríadisfrutar el momento.

Volví a sentir la libertad y laespontaneidad. Jose parecía ser denuevo ese chico natural ytransparente.

Eran esas virtudes las que yo queríaver en él. No quería las mentiras.No quería las presiones. Ahora lotenía delante. Jugábamos a lascartas y nos reíamos. No había otrofuturo delante de nosotros. Solo,

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aquel instante, aquellos momentosque yo todavía recuerdo con muchocariño y mucho afecto.

—Sabes que me gustas, Natalia.

—No empieces, Jose. Tú, tambiéna mí.

—¿Me has perdonado? —preguntóél.

El vodka aún no había hecho efectoen nosotros.

—No tengo nada que perdonar.Pero no debes fallarme, Jose.

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—No lo haré, Natalia. No lo haré—repitió.

No quería que se pusiera serio, asíque le di un pequeño empujón,invitándole a tener una guerra delas nuestras. Una guerra decosquillas. Y así fue. Apartó lascartas y se lanzó sobre mí, rascandosobre mi cuerpo en aquellas zonasdonde yo no podía contener la risa.

De repente, escuchamos unosgolpes en la puerta. Nos quedamoshelados. La voz grave del dueñodel hostal nos preguntó si iba todobien. Jose asomó su cabeza con el

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pelo revuelto y le dijo que estabatodo bien.

—Pregúntale cuándo bajamos albuffet y si van a servir codornicesen escabeche.

—No seas tonta. El tipo no teníauna cara simpática —dijo Josévolviendo de puntillas a la cama,intentando no hacer ruido.

Pero yo no paraba de reír.

De nuevo, sin que nos diéramoscuenta, se hizo la noche. Miré porla ventana. Una carretera larga

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estaba ante mis ojos. Las luces delos coches relampagueaban en laoscuridad. Aquella sensación deestar perdidos en cualquier parteme gustó. Jose dormía.

Mañana nos marcharíamos. Ahora,mientras seguía sonando la músicade Eros Ramazzotti, me daba cuentade que quizá estaba ante el hombrede mi vida.

Me estaba conquistando. Jose meestaba conquistando. Quería que yovolviese a amarlo como en nuestrosmejores tiempos. Yo volvíanuevamente a ese mundo pequeño

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que había sido nuestro amor.

A la mañana siguiente, cuandodejamos aquel hotel de loshorrores, nos dirigimos a lagasolinera a comer churros conchocolate. Estaba emocionada alver que, aunque no habíamos salidode aquella habitación, había sido unfin de semana estupendo. De hecho,no he olvidado cada instante quepasamos allí los dos juntos. Denuevo, volvió el juego de lasmiradas.

—Me he dado cuenta de una cosa.

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—Dime. ¿De qué te has dadocuenta? –preguntó él con intriga.

—De que podemos ser felices sinnada. Y eso es bueno, Jose. —Aguanté de reírme.

—Sí, yo también me he dado cuentade eso. Lo hemos pasado muy bien.Cartas, vodka y mosquitos —

dijo él siguiendo la corriente.

—No te olvides de las galletitas yde Eros Ramazzotti.

—Eso es verdad, Natalia. Sontambién muy importantes para

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nosotros —añadió él con su sonrisahechizadora, seguía negando con lacabeza.

Nuevamente un silencio entrenosotros. Pero ahora ese silencioera un silencio incómodo. Dealguna forma queríamos decir algoque nosotros escondíamos.Queríamos confesar nuestrossentimientos. Pero no era elmomento. En Jose, pude ver elmiedo en sus ojos. No queríaromper aquel momento mágico enla gasolinera.

Era cierto que podíamos ser felices

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con nada. Y eso era algo muyimportante a nuestro favor.Significaba que los dos juntos nonos aburríamos, que podíamospasar el tiempo uno al lado delotro, sin que nos diéramos cuentade que amanecía o anochecía. Cadauno de aquellos minutos quepasamos encerrados en el hostalsigue en mi cabeza.

Los llevaré siempre guardados enmi corazón. No fue un fin desemana especial. No fue un fin desemana en París o en Nueva York.¡Qué más da! No necesitábamosnada. Solo necesitábamos nuestro

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pequeño mundo y nuestro pequeñomundo era la sencillez, la sencillezde un juego de cartas, de unahabitación discreta en un hostalperdido en alguna parte del mundo.Unas galletitas saladas.

Yo era consciente de que aquelhombre merecía la pena. El dolorseguía allí, pero también Jose, consu sorpresa tan imaginativa, habíaconseguido que yo lo olvidaradurante un tiempo. Me estabaganando poco a poco y, sin sabermuy bien por qué, me dejaba llevar.

Como el día anterior, me pegué un

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atracón a chocolate y churros. Nome podía mover de la silla. Laverdad es que el entorno no era muyromántico y eso también me hacíamucha gracia. Lo mejor de todo esque tanto Jose como yo nosamoldábamos a cualquier lugar.Nos amoldábamos a cualquier lugarporque no necesitábamos a nadie.

Unas gotas de chocolate sequedaron en mis labios. Jose me lasquitó con su pulgar y luego se lollevó a su boca. Sorbió las gotasque habían manchado mis labios.Aquel gesto inocente estaba llenode sensualidad. Lo había hecho con

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toda la intención. Eran esospequeños detalles los que a mí meseducían de verdad, lejos quizá delas noches de pasión y sexo que losdos podríamos tener.

Cuando salimos de la gasolinera,nos montamos en el coche. El solestaba en lo alto. La carretera ya notenía nada que ver con aquellalengua oscura donde las luces demuchos coches relampagueabancomo si fuesen naves espacialesque avanzan por el espacio. Ya nohabía magia.

Ahora teníamos que seguir con

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nuestra vida de siempre. Aquel finde semana en el hostal había sidopara mí tan mágico como si hubieraestado en cualquier suite de unacapital europea. Me vais a llamartonta, pero es así. No le podía pedirmás a la vida. Estaba con el chicoque me gustaba. Lo estabaagarrando por su cintura.Seguramente, mi vida amorosajunto a él no acababa ahí, sino que,como en la carretera, vendríancurvas. Pero yo no quería pensar eneso. Como he escrito antes, queríapensar en el presente.

Una música sonaba ahora en mi

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cabeza. Era una canción de ErosRamazzotti que muchas vecestarareaba Jose. Una canción queformaba parte de nuestro pequeñomundo.

¿Cómo comenzamos?

Yo no lo sé

La historia que no tiene fin

Y como llegaste a ser la mujer

Que toda la vida pedí.

Contigo hace falta pasión

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Y un toque de poesía

Y sabiduría pues yo

Trabajo con fantasías

Recuerdas el día que te canté

Fue un súbito escalofrío

Por si no lo sabes te lo diré

Yo nunca dejé de sentirlo

Contigo hace falta pasión

No debe faltar jamás

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También maestría pues yo

Trabajo con el corazón

Cantar al amor ya no bastará

Es poco para mí

Si quiero decirte que nunca habrá

Cosa más bella que tú

Cosa más linda que tú

Única como eres

Inmensa cuando quieres

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Gracias por existir.

Llegó junio. Ese día finalizaba elcurso. Yo había aprobado todo conunas notas buenísimas. Jose meesperaba a la salida. Estaba felizpor enseñárselas.

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Tengo que confesar que nunca fuiuna gran estudiante. Siempre habíatenido dificultades y me habíacostado aprobar. Seguramente teníala cabeza puesta en otro sitio y lasasignaturas del colegio y delinstituto no eran por así decirlo lomás importante para mí en estavida.

Creo que también tenía que ver conmi falta de madurez. Ahora mesentía orgullosa, había aprobadotodas las asignaturas incluso habíasuperado a algunas compañeras quesiempre presumían de suscalificaciones delante de mí.

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Eso sí, yo tenía a Jose y ellas teníancada muermazo de novio que paraqué te cuento.

Cuando lo vi en la puerta delinstituto, me di cuenta de que estabamuy sonriente. Lo miraba, sabía quesu mirada escondía algo.

Me acerqué, le di un beso y,mientras sonreía, me dio un llaverocon dos llaves.

—¿Qué es esto? —preguntéintrigada.

Hizo un gesto con la cabeza y los

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ojos, señalando una motocicletanueva negra, un vespino negro quesí era para mí ¡Me moría!

—¿En serio? —preguntéemocionada.

Asintió con su cabeza sonriendo.

—No puedo creer que hayas hechoesto, Jose. Sabes que la queríadesde hace mucho tiempo —gritabaemocionada.

—Sabes que te mereces eso y más—dijo con voz tierna.

—No me vengas con tonterías. No

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tenías que haberlo hecho. No teníasque haberte gastado ese dinero —

dije yo por compromiso, en elfondo me fascinaba que lo hubieracomprado para mí, eso era otrogran detalle de que le importaba, nopor lo material, sino porque sabíaque era lo que yo deseaba.

—Ya sabes, Natalia, que lo tuyo esmío —añadió él haciéndose elinteresante.

—Y una mierda. La moto es paramí que, para eso me la hascomprado. Lo que se da no se quita

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—dije yo a la defensiva.

—Le quitas todo el romanticismo almomento —dijo él sin dejar de reír.

—Sí, sí, sí… yo soy todo loromántica que tú quieras, pero lamoto es para mí, ¿te enteras? Si no,no la hubieras comprado —dije yocon total naturalidad, intentandobromear con él.

Cuando me acerqué a verla, meentraron ganas de llorar. Me quedésin palabras. No sabía qué decirle.

No iba a seguir bromeando. Tenía

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razón. Era una experta en cargarmealgunos momentos mágicos y este loera.

Había sido de las cosas másbonitas que Jose había hecho pormí. Él sabía que, desde hacíamucho tiempo, yo tenía ganas detener una moto como esa. Era miilusión y él me la había comprado.

Me demostraba una vez más que erauna persona muy generosa y que noquería el dinero para él, sino paracompartirlo, para hacerme feliz, endefinitiva.

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Nos pusimos los cascos y nosfuimos a cenar a un restaurantefrente al mar donde hacían unpescado frito espectacular.

—Te quiero, Jose —dije mientrasbebía el calimocho que me habíanservido.

—Lo sé, pero me da mucha rabiacuando discutimos.

—Ya, pero es normal Jose, mesacan de quicio muchas cosas ymuchas personas.

—Estoy harto de decirte que me da

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igual que acepten o entiendan lascosas, que soy feliz a tu lado y quevamos a construir una vida juntos.

—Sí, claro, dentro de diez años.

—Natalia, no, pronto, yo trabajo ypodemos hacerlo.

—Si ya… — dije sin querer hablardel tema ya que éramos dosmocosos de 18 años.

—¡Qué borde eres, hija!

—Tú, que me sacas unos temas…

—¿Qué temas te saco yo? —

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preguntó él con intención deponerme nerviosa.

Yo sé que mi chico llevaba muchotiempo queriendo independizarse.Seguramente, no encontraba elmomento. A veces me mostraba unpoco borde con ese tema. Él loencajaba con resignación. Pero yosabía que tarde o temprano pasaría.Por ahora, los dos estábamosviviendo en casa de nuestrospadres.

Estábamos cómodos así. Creo que,cuando llegara la hora de la verdad,le diría que no. Porque yo presumía

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mucho de querer irme de mi casa,pero no sé si estaba preparada. Nosabría qué contestar. No lo tenía tanclaro. Además, en mi casa, mispadres pondrían el grito en el cielo.El tema siempre salía en nuestrasconversaciones y Jose se ponía muynervioso, y yo, sin saber muy bienpor qué, al final acababaencabronándome.

—Anda, ponte a beber calimochoque no quiero discutir —dije yocon tono de juez.

—No me jodas, pero si estamos yadiscutiendo —comentó él con voz

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grave.

—Yo no estoy discutiendo. Es miforma de expresarme. Lo sabes desobra.

—Sí, sí, sí… ya te conozco —dijoél con un poco de retintín.

—Y ¿qué pasa? ¿No te gusta?

—Si no me gustara, Natalia, iba aestar yo aquí aguantándote.

—O sea que tú no estás conmigoporque te gusto, sino porque no tequeda más remedio. Nuestrarelación se basa en que tú tienes

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que aguantarme. Eres un niñato —dije yo enfadada.

—No empieces. No soy ningúnniñato. Solo he dicho que, cuandote pones así, tengo que aguantartehasta que se te pasa el enfado. Yeso tiene mucho mérito —añadió elseriamente.

—Mira, estoy a punto de mandartea la mierda, Jose —lo amenacé.

En el fondo, me gustaba cabrearlo.Formaba parte de mi juego y delsuyo. Yo sabía cuándo tenía queaflojar. A veces se me va la pinza y

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aquello acababa muy mal.Podíamos pasarnos horas sinhablarnos, pero uno al lado del otrosiempre, y por una simple tontería.No era el momento. Estaba feliz.Me había regalado una motofantástica. Y eso lo perdonaba todo.Pero a veces sí que es cierto queJose me tocaba los cojones.

—Natalia, vamos a calmarnos,¿vale? —intervino él conserenidad.

—Estaba bromeando, tonto —dijeyo y comencé a reírme.

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—Mira que eres cabrona.

—Sí, lo soy y me encanta —concluíyo con otro sorbo de calimocho.

—Oye, me encanta este sitio y elcalimocho entra bien, muy bien —dijo él mirando al horizonte.

—Tú, sí que entras bien –dije yocon picardía.

—Joder, qué mal te sienta elalcohol. Ya comienzas a decirtonterías, Natalia.

—Hijo, encima que te suelto unpiropo, ¿te pones así?

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Se hizo un silencio entre nosotros.Yo me lo comía con los ojos. Y élhacía lo mismo en ese instante.

Sobraban las palabras. La nocheera perfecta. Yo había sacado lasmejores notas de mi vida. Jose mehabía regalado una moto y ahoraestábamos cenando en un sitiofabuloso. De repente, Jose comenzócon otra conversación. Cambiócompletamente de tema.

—Me llamó mi primo Javi, que seva con Marina de camping, diceque si nos vamos con ellos.

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—Vale ¿Cuándo sería?

—La semana que viene.

—Perfecto ¿Has pedido vacacionesen el curro? —saqué la lengua, elpadre era el jefe, así que no tendríaque rellenar ninguna instancia.

—No me hace falta pedirlas, solocomentarlo.

—¡Qué chulo eres!

—¿Te regalo una moto y me tratasasí? —sonrió negando con lacabeza.

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—No se me compra con una moto,además ahora tendrás que mantenertú la gasolina.

—Como si fuera lo único que tengoque mantener —soltó unacarcajada.

—Oye ¡Yo trabajo! No gano comotú, pero tengo también un sueldo,así que no me toques la moral —

reproché.

—Si ya…

—Ahora el borde eres tú.

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—¡Para nada! —me dio un beso —ya sabes que todo lo mío es tuyo.

—Si ya…

—Oye, ¿dónde vas a ir con lamoto? –preguntó con ciertaingenuidad.

—Estaba pensando entre París yChicago. No lo tengo claro. ¿Dóndevoy a ir, cojones? Al trabajo y alinstituto.

—Ya me lo imaginaba —dijo élriéndose, porque había hecho lapregunta con la intención de

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meterse conmigo.

—No, si te parece. Ya sabes cómoes mi vida. Tranquilo, que no mevoy a escapar.

—No sé, no sé. De ti, puedoesperar cualquier cosa, ¿sabes?

—¿No me digas? Pues la próximavez que me pidas que te haga en lacama el…

—Para, Natalia, para. ¡Que nos vana oír! —me interrumpió élpartiéndose el pecho.

—Si es que me provocas, Jose. La

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culpa la tienes tú. Me provocas ysale mi lado salvaje.

—Sí que eres un poco salvaje. Ybruta también, cuando quieres —apuntó él con ironía.

—Sí, espera que habló RichardGere.

No parábamos de meternos el unocon el otro. Yo me lo estabapasando muy bien. Es lo bueno quetenía nuestra relación. Nostirábamos puyas continuamente yeso le daba a nuestra rutina unavidilla que otras parejas no tenían.

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Algunas de mis compañeras detrabajo y de clase estaban hartas desus novios. Sus vidas eranaburridas y no hacían nada especialcon sus chicos. Nosotros, sinembargo, con lo poco que teníamos,intentábamos siempre buscar unaaventura, una sorpresa, unaescapada. Eso nos manteníasiempre vivos y con ganas devernos todos los días. Lo peor quehay en una pareja es el aburrimientoy yo no iba a caer en eso.

Mientras seguíamos con nuestrasbromas. Mientras pedíamos otrajarra de calimocho, pasó algo que

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no me esperaba. Pero, a veces,estas cosas ocurren.

En ese momento, llegó una de esasque me tocaban la moral, pero alvivir en un lugar con no muchoshabitantes, era fácil encontrárselasa menudo. La tía tuvo la pocavergüenza de que, al pasar parasentarse en la otra mesa, la escuchésaludarnos a mi espalda.

—Si abres el pico te mato —dijeen voz flojita a Jose lo que leprovocó una carcajada flojita.

—No iba a decir nada. Joder, cómo

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te pones.

—Ya sabes lo que te he dicho, Jose.

Se acercó a mi oído.

—Solo me importas tú.

—La que liaste —negué enfadadacon la cabeza recordando todo.

—No vayamos a estropear lanoche, Natalia.

—En fin…

—¿Qué pasa ahora? ¿Por qué tepones así? La muchacha solamente

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nos ha saludado. No hay nada maloen ello, Natalia.

—O sea que te alegras, ¿verdad?Eso es lo que pasa; que te alegras.Después de todo lo que hesufrido…

— dije yo dolida, esperando a queme oyera la otra.

—¿Quieres bajar el volumen, porfavor?

—Me da igual. Quiero que me oiga.Y lo peor es tu reacción. Pareces unniño pequeño, ¿me oyes?

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—No me jodas, Natalia. Yo no hehecho nada —dijo él acojonado.

—Ibas a saludarla, ¿verdad? Dilo,reconócelo.

—Estamos tan bien aquí. Y tú meestás montando el pollo porque unachica ha querido saludarnos —

aclaró él.

—No, saludarnos, no. Saludarte,especifica, ¿sabes? —dije yodolida y con los nervios a flor depiel.

—Madre mía, estás montando una

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que anda. Pero si no ha pasadonada, ¿cómo quieres que te loexplique?

—No, déjalo, déjalo ya —dije yocon rabia.

—Natalia, no me provoques,porque si te hablo de un talJosiño… — apostilló él con unasonrisa enigmática.

—Ese chico no tiene nada que ver.No es lo mismo, Jose. Ni de lejos.Ni de lejos se puede comparar conlo que me estabas haciendo –dijeyo con rabia.

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Esas cosas me hacían sentir mal,cada vez lo llevaba mejor, pero nopodía evitar que me siguiesendoliendo. Me relajé bebiendocalimocho y, como dejamos eltema, la velada transcurrió muybien.

La semana siguiente nos fuimos unasemana entera de camping. Lopasamos genial. Durante aquellosdías, me olvidé del mundo, de lasprisas, del trabajo y del estrés. Elhecho de estar con él las 24 horasme hacía sentir segura, importante yde nuevo especial, muy especial.Jose se encargaba de que así fuera.

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De la misma manera, pasamos lossiguientes meses: el otoño, elinvierno y, por fin, llegó una nuevaprimavera. Yo era cada vez másfeliz y estaba más contenta de habertomado la decisión de haberperdonado a Jose, un hombre queno se volvió a separar ni un minutode mi lado y me volvió a demostrarque podía confiar en él.

Un día sucedió algo inesperado quenunca confesé a mi chico. Estaba enmi cuarto con Jose. Estábamosmetiéndonos mano, para que voy aandarme con tonterías. De repente,en el momento más inoportuno,

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recibí una llamada en el fijo.

Lo cogí y, para mi sorpresa, setrataba de Josiño.

El corazón me dio un vuelco. Casime da un ataque. Y Jose estaba enmi cuarto. Escuchaba que mellamaba desde mi habitación:“Natalia, por favor, no tardes. Queme enfrío”.

Josiño estaba en San Fernando y,después de año y medio sin verlo,reconocí enseguida que era élcuando me dijo “Hola”.

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—Hola Natalia, estoy en SanFernando en el restaurante desiempre.

—¿Qué haces aquí? —preguntéflipando.

—Vine a lo de las motos, tengo lasentradas al circuito de Jerez, mequedaré tres días.

—Perfecto, ahora paso a saludarte.

Colgué estaba flipando ¿Josiño?¿En mi tierra? ¡Dios me queríamorir!

Me dio mucha pena. No me lo

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pensé. Josiño me estaba esperandoen un bar de San Fernando que eradonde siempre parábamos. Meinventé una excusa rápida.

Le dije a Jose que me apetecía salirque nos fuéramos al pub dondeestaba amigos nuestros, así quedespués de un revolcón y mi cabezaa explotar nos fuimos, una vez allíme la ingenie para escaparmedonde estaba Josiño, que erarelativamente muy cerca.

Cogí mi moto y salí pitando. Elcorazón, mi corazón estaba en unpuño. ¿Por qué había aparecido

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Josiño?

¿Ahora? ¿Y me llama? Si fue él elprimero que me animó a volver conJose. Qué cuerpo tenía, por favor.

Llegué el bar y él estaba allí.

Estaba sentado en una mesa delrincón. Solo, delante de una CocaCola Light. Me miró con alegría.Sus ojos se llenaron de luz. Yo mequedé helada. Le estaba mintiendoa Jose. Me estaba viendo aescondidas con una persona quedurante un tiempo había sido miamor.

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Me la estaba jugando. Ahora queiba todo sobre ruedas con mi chico,yo me arriesgaba de aquellamanera.

—Pero, ¿qué haces aquí? ¿Te hasvuelto loco, Josiño?

—No, no me he vuelto loco. Hevenido al circuito de Jerez con unosamigos. Y quería verte a ti también.

No me senté. No quería que nadienos viera juntos. Yo estabatemblando de miedo, pero aun asíme atreví a hacer aquello, ademostrarle que yo todavía lo

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recordaba con cariño. Pero solo eraeso, cariño, afecto.

Acaba de mentirle al hombre de mivida por ver a Josiño que, de vezen cuando, Jose me lo sacaba acolación cuando nosencabronábamos.

—Tenía ganas de verte.

—Gracias —dije preocupadaporque nadie nos viera. —Me tengoque ir, Jose me está esperando.

—Te entiendo.

Le di un beso, si un beso y me fui

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sin decir más nada, milsentimientos volvían a mí, pero yano iba a volver a liarla, no iba aseguir en una guerra, que ya deberíade haber terminado, en el fondosabía que…

Jose no se lo merecía.

Yo sentía todavía mariposas en elestómago, pero no tenían nada quever con el amor que Jose y yoestábamos viviendo.

Me dolió, sí, dejarlo allí. Me subí ala moto y me fui a buscar a Jose, ami Jose, al Pub. Aparqué en la

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misma puerta y bajé de la moto. Menotó rara.

—¿Estás bien, Natalia? —peguntóél con preocupación.

—Nada, tonterías de chica.Estefanía se ha enamorado y lo estápasando fatal –dije yo con un tonocortante.

Estuve un rato en silencio. Pedí unaCoca Cola, que me recordó aJosiño. Sin embargo, pese a aquelencuentro que no duró ni cincominutos, me alegré de verlo. Estabaigual. No había cambiado apenas.

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Siempre tendría un recuerdofantástico de aquel muchacho.

—Seguro, ¿qué estás bien? —preguntó de nuevo.

—Que sí, pesado. Eres muypesado, Jose, cuando quieres, ¿eh?—dije yo sonriendo.

—Esa es mi Natalia, la borde —añadió él con picardía.

—Te vas a ir a la… — pero noacabé la frase.

Me sentía segura. Me di cuenta deque Jose era ese hombre fantástico

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del que me había enamorado. Supelo revuelto y su sonrisa diabólicame hacían perder la razón.

—Me has dejado a medias estatarde —musitó él con intención deque yo me riera.

—Bueno, esta noche te compensaré—respondí yo con mucho morbo.

Cuando llegué aquella madrugada acasa, me tiré en la cama y lloré, nosabía por qué, pero tenía claro quehabía hecho lo correcto.

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Aquello sí que no me lo esperaba.Aquella noche, cuando volvíamosde dar una vuelta, Jose se paródelante de mí. Aún no habíamosllegado al portal de nuestra casa.Volvió a sonreírme. Ya estábamos.

Cuando él sonreía de esa forma, es

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que estaba tramando algo. Joder. Yoempecé a ponerme muy nerviosa.

Ya lo estaba viendo venir y cuandolo soltó casi me da un sincope.Porque podía esperarme muchascosas de mi chico, pero lo que nome esperaba nunca era que fuesehacerme aquella propuesta.

—Natalia, vente conmigo —dijo élde repente.

—¿Adónde? No me asustes —respondí yo inmediatamente y conasombro.

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—Vente a vivir conmigo. Hagamosesa locura. Además, siempre dicesque tienes ganas de independizarte,me voy contigo —dijo muerto derisa.

—Sí que es una locura. Yo nopuedo hacer eso, tus padres temataran ¿Es que te has dado ungolpe en la cabeza mientrastrabajabas? —comenté yo riendo ytemblando de nervios.

—No he hablado más en serio enmi vida, créeme. Es mi decisión,tengo 21 años, soy mayor de edad yquiero vivir contigo.

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—No, no te creo. Lo estás diciendopara provocarme.

—Te he dicho que te vengas a vivirconmigo. Alquilamos una casa.Bueno, de hecho, ya he visto una.Te va a encantar. Ya he hablado conel propietario y nos la deja tiradade precio —dijo él muy seguro desí mismo.

—No puedo creer nada de lo queestoy oyendo. ¿Tú sabes la que seva a armar si me voy? Va a hablartodo el mundo —dije yohorrorizada.

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Era cierto que nunca lo había vistotan serio y seguro de lo que decíahasta en ese momento. Estabahablando convencido de sudecisión. Yo no sabía qué decir.Por un lado, me atraía la idea. Porotro lado, sin embargo, me parecíademasiado precipitado todo. Sehizo un silencio, un silencioincómodo. Él me miró fijamente,esperando una respuesta.

No sabía qué responder en aquelinstante. No tenía la rapidez dereflejos de él. De repente, me sentímuy agobiada. No sabía si reír ollorar. Si lloraba no era por

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tristeza, sino por la emoción desaber que José iba muy en serioconmigo. Y si reía era porque nome lo terminaba por creer.

—Me da igual lo que diga la gente.Me importa una mierda —dijo conaires de suficiencia, haciendoaspavientos con las manos, para darmás énfasis a sus palabras.

—Sabes que no es tan fácil, Jose —repuse.

—Es muy fácil. Nos vamos a vivirjuntos y ya está. Eres mayor deedad. No nos hace falta nada para

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vivir. Nos tenemos el uno al otro —dijo para después agarrarme de lasmejillas y besarme los labios aconciencia.

—¿Tengo que darte una respuestaahora? —cuestiono aún con losojos cerrados y temblando comouna hoja.

—La necesito ya. Es urgente,Natalia. Quiero que te vengas avivir conmigo, ¿me oyes? Lo quierotodo contigo, cariño.

Me temblaba todo. También portemor a que si mi respuesta fuera

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no, él me dejara. No era unaamenaza.

Pero daba la sensación de que,según lo que respondiera, asíactuaría él en consecuencia. O meiba con él. O se iba para siempre,sin mí.

No sé si era esa su intención. Peroyo lo entendí así. Miré al cielo porunos instantes. Pero ni estrellasfugaces ni nada que se les parecieraocurrió, para que yo me decidiera.

No pensé jamás que Jose me fuesea proponer algo así. Lo besé una

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vez, lo tuve claro. Aquello era laseñal de que yo aceptaba. Me iríacon él, pero debía decirlo en casa yenfrentarme a las consecuencias.

Pero Jose era todo lo que tenía, loque me importaba en aquelmomento. Porque la familiasiempre iba a estar ahí, pero quizáJose no. Y eso me tenía al borde dela locura. Pensar en no tenerlo juntoa mí, hacía que el mundo, nuestromundo que tanto nos costó forjar, seechara abajo como un castillo denaipes.

—Me importas tú, quiero estar

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contigo —dijo él con tono grave.Agarrando mi barbilla, haciéndomemirarlo.

—Yo me voy contigo adonde hagafalta, Jose —le contesté con elcorazón en la mano. Estabailusionada de repente.

Le volví a dar un beso y nosdespedimos. Cuando abrí la puertade casa, mis padres estabancenando en la cocina. Llegué y, sinpensármelo dos veces, se los solté.No recuerdo la frase exacta, peroera algo parecido a que: “MañanaJosé y yo nos vamos a vivir juntos”.

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Jose tenía razón. Y ya tenía 21 añosy podía decidir por mí misma. Fui ami habitación e hice las maletas.

Esperaba a que en cualquiermomento entraran mi madre o mipadre para echarme un rapapolvo,pero no sucedió nada de eso.

Al contrario, se hizo un silencio entoda la casa. Parece que estábamosde duelo. Yo pude recoger todo ymeter lo imprescindible en dosmaletas que, a la mañana siguiente,me llevaría al piso que habíaalquilado Jose para nosotros dos.

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Debo decir que yo estaba tanemocionada como confusa. Nosabía por qué Jose había decididode aquella forma tan rápida que nosfuésemos a vivir los dos solos.Pero tampoco me sorprendía, en elfondo Jose era así de impulsivo. Yeso era lo que más me gustaba deél. Hacía que la vida mereciera lapena, hacía que la vida fuesesiempre una aventura.

A la mañana siguiente, cuando salíde casa con las maletas, solo estabami madre. No me dijo nada. Se hizoel mismo silencio de duelo. Yoquise decir algo, pero no me salían

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las palabras. No me iba tan lejos.

Simplemente había decidido irme avivir con el chico que me gustaba.Jose era un espíritu rebelde ysalvaje. No solo me lo demostrabaen la cama sino también en ese tipode decisiones. Cuando salí de casacon las maletas, Jose me estabaesperando en su coche. Su cara seiluminó. Yo creo que en algúnmomento pensó que yo iba a darmarcha atrás.

Pero salí llena de orgullo, con lacabeza bien alta. Le había enseñadotanto a Jose como a mis padres que

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era capaz de tomar también mispropias decisiones. Era libre dehacer lo que me diera la gana. Y mimundo, mi pequeño mundo, estabaal lado de aquel chico. Me montéen el coche. No dije nada.

Simplemente lo besé en los labioscomo si fuera a ser el último díajuntos.

—¿Cómo ha ido? –preguntó élsonriendo.

—Mejor de lo que pensaba. Hasido todo tan rápido. No me loesperaba. También ha sido una

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sorpresa para mí, joder. Es queestás muy loco —reí y volví abesarlo. Parecía una niña el día dereyes.

—¿Ahora te enteras? Claro queestoy loco. Eso es la vida. La vidaes hacer locuras, Natalia. Méteteloen la cabeza, ¿me oyes?

—Me das miedo cuando te ponesasí.

Arrancó el coche y salimos de allípitando. Yo miré por el retrovisor yahí se quedaba mi casa, la quehabía sido mi hogar de toda la vida.

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Yo volvería a ver a mi familia. Noera una despedida para siempre.

Pero tenía la sensación de que ellosse lo habían tomado así.

Jose me estaba dando latranquilidad y estabilidad que yonecesitaba. A su lado, me sentíasegura. No tenía nada que temer.Eso era también otra de las cosasque más me gustaba de Jose.Transmitía siempre calma,serenidad y protección. Eso es. Mesentía protegida a su lado. Éltrabajaba por las mañanas mientrasyo estudiaba por las tardes. En

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principio, como él me había dicho,no necesitábamos mucho para vivir.

Tengo que decir que la casa erapreciosa. Era más amplia de lo queyo esperaba de cualquier piso dealquiler. Jose vio enseguida lafelicidad en mis ojos. Nada másentrar lo abracé. Estaba agradecidapor todo lo que estaba haciendo.Era mi casa, su casa, nuestra casa.Por fin teníamos un hogar y lo másimportante, por fin, era que sentíaque Jose tenía un compromiso muyserio conmigo. Los muebles eranhumildes y modestos. Poco a poco,conforme fueron pasando las

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semanas, ya iríamos decorando lacasa a nuestro gusto.

Ahora sí que me sentía una princesade cuento, ahora sí que tenía miparticular castillo de Euro Disney.

Los primeros días pasaron muydeprisa. Los dos hacíamos nuestravida y estaba claro que la ilusión yel amor estaban presentes en cadarincón de aquella vivienda.Teníamos claro que nuestra vida ibaa ser sencilla, sin grandespretensiones, sin grandesaspiraciones. Éramos dos chicosjóvenes que habíamos tomado la

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decisión de convivir. No éramoslos primeros, ni seríamos losúltimos. Justo cuando pasó unassemanas, Jose me sorprendió conotra propuesta.

Yo estaba en la cocina, preparandola comida. Jose había llegado deltrabajo. De nuevo, aquella sonrisaenigmática me hizo pensar que algotenía en mente. Yo me puse muynerviosa y enseguida le pregunté.

—¿Qué escondes? Algo tramas —dije yo con ilusión.

—Quiero que elijas, Natalia.

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—Que elija, pero… ¿qué tengo queelegir? —pregunté connerviosismo.

—Elige: boda o niño —dijo contono serio.

—Pero, ¿Y eso? ¿Estás loco? Cadadía estás peor.

—No estoy loco. Quiero que elijas.Y ya estás tardando —añadió élcon el mismo tono de gravedad queantes.

—No voy a responderte ahora,cojones. Me vas a volver loca. Si

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tú no estás loco, a mí sí que me vasa volver loca —dije yo sonriendo.

—Estoy esperando una respuesta.No hay tiempo.

—Pero, esto… ¿qué es? ¿Unconcurso? ¿Una cámara oculta?

Si cualquiera de los que estéisleyendo este libro, se pusiera en milugar, ¿qué respondierais?

Yo me quedé un rato pensativa. Michico seguía en el umbral de lapuerta, ansioso. Pude notar eltemblor en sus labios. Cuando eso

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sucedía, es que estaba nervioso,pero sabía disimular muy bien. Derepente, mi corazón me impulsó adecir que quería boda. Sí, queríacasarme con Jose. Era mi sueño.Era mi sueño desde aquel momentoen que se cruzó conmigo cuandoapenas tenía 15 años.

—Ya lo he pensado. Digo “boda”,Jose.

—Pues nada, genial. A por la boda—dijo él aliviado.

—¿Esperabas que dijera “niño”?—pregunté yo con miedo—, una

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adopción tardaría mucho, sabes queno pienso parir, hay muchos niñosnecesitados de familia.

—No, daba igual lo que eligieras.Solo quería un futuro para los dos.

—Eres un cabrón. ¿Para quépreguntas entonces? —añadí yosonriendo.

Cuando terminamos de hablar, yome lancé a por él. Lo besé conansia viva. Tenía ganas decomérmelo allí mismo. Él se echópara atrás un tanto sorprendido. Nodejábamos de reír. Si tuviera que

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definir la felicidad, la felicidaderan aquellos momentos en los queJose y yo estábamos relajados,calmados, sin necesidad de estarpensando en el pasado.

Después de unos días, tras tomaraquella decisión, decidimos que elmes en el que nos casaríamos seríamarzo, marzo del año siguiente.Tendríamos entonces 22 años.Durante todo ese tiempo, solopuedo decir que Jose era felizconmigo. Yo me sentíacontinuamente halagada por suspiropos y sus frases cariñosas.

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Me trataba como a una reina. Aquelpiso se había convertido no sólo ennuestro nido de amor, sino tambiénen un hogar lleno de alegría y deentusiasmo. Era como un sueñohecho realidad.

Teníamos un año por delante, todoun año, para preparar aquella boda.A Jose no se le quería escaparnada. Quería que fuese la mejorboda del mundo. Quería que yo mesintiera una persona envidiada. Queyo sintiera que era la novia másradiante de todas las que hanexistido, una verdadera princesa decuento.

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Y lo sería, solo teniéndolo a élcomo mi príncipe.

Fue una de esas noches mágicas.No puedo negarlo. A veces tengo lasensación de que mi vida al lado deJose fue como una montaña rusa.Los momentos malos se mezclaban

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con momentos muy felices. Al finalson estos últimos los que te permiteseguir viviendo, mirar al futuro conla ilusión. No quiero ponermemelancólica. Creo que a todos nospasa lo mismo. Intentamos olvidarlos momentos malos, aunquesiempre se quedan ahí, en elinterior de tu corazón, advirtiéndotede que no puedes confiartedemasiado.

A veces queríamos jugar a serpríncipes, y la noche fin de añoantes de casarnos, nos fuimos a unhotel de lujo, en Cádiz. Jose estabaespléndido con su traje. Hacía

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mucho tiempo que no lo veía así.No acostumbraba él a ponerse esetipo de ropa.

Él me miró con ojos de ensueñocuando yo aparecí con mi vestido.Parecía una chica Freixenet. Susojos me desnudaban, lo sé.Reconozco ese tipo de miradaenseguida, al igual que la intenciónsiempre de sus sonrisas. Jose teníaun amplio abanico de miradas ysonrisas. A él no le hacían falta laspalabras.

La fiesta en aquel hotel incluía lahabitación además de la cena y el

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cotillón. Estábamos muyemocionados porque, dentro de tresmeses, estaríamos casados.Seríamos marido y mujer. Ese tipode cosas a mí me emocionabanespecialmente.

Se me notaba en mi forma de hablary en mi forma de reír. Parecementira, pero una boda a veces dasentido a tu vida. Aunque, si he deser sincera quien verdaderamentedaba sentido a mi vida, era Jose. Lanoche iba fenomenal. Todo elmundo iba muy guapo. Yo miraba ami alrededor y me sentía unaextraña.

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Jamás había asistido a una fiesta deese tipo. Con mis amigos y con misamigas, normalmente, en una nochecomo esa, habríamos acabado en elparking de alguna discoteca. Y allí,al final, solo había peleas yborrachos.

Nos prepararon una mesa a los dos.Una vela dominaba el centro. Joséestaba nervioso. No paraba demover la pierna.

—Estás preciosa —dijo él.

—Tú también, deberías ponerte eltraje más a menudo —añadí yo,

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sonrojada.

—Sí, para hacer surf y parasubirme a una escalera a empalmarcables, me voy a poner un esmoquin—

dijo él con sorna.

—Ya te pones tonto. Solo intentohalagarte –comentó yo poniéndomeseria.

—Es verdad. Lo que sucede es queno salimos de fiesta casi nunca. Nome refiero a ir a pubs o discotecas,sino a salir de fiesta a sitios más

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elegantes—dijo él con un brilloespecial en los ojos.

—No sabes cómo te quiero,¿verdad?

—Lo sé, Natalia, lo sé — susurrócogiéndome la mano

En ese instante, cuando mejorestábamos, pasó una chica quellevaba más silicona que las juntasde mi baño, una Paris Hilton en laque todo el mundo reparaba. Joseno iba a ser menos, claro.

—¿Qué miras? —le pregunté con

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tono de perro de presa.

—Yo, nada. Solo miraba la lámparade este comedor. No he arregladoninguna de estas —disimulabaconteniendo la risa.

—¿Por qué la has mirado? ¿Es queno te basto yo? —pregunté con carade muy mala leche.

—Yo no he mirado a nadie. Ah, ¿terefieres a la chica rubia? Sí, sí, sí… no me gustan esa clase demujeres —añadió él intentandosalir del apuro como mejor podía.

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—No me jodas, Jose. Le has hechoun repaso que no veas. Ella tambiénte ha mirado, me he dado cuenta.

Vas a arruinarme la noche, ¿sabes?

—Pero, Natalia, no empecemos,pero ¿qué he hecho yo? Al final voya tener que ponerme unas orejerascomo los caballos para mirar solode frente —dijo él cabreado.

—Pues no es mala idea. Mañaname encargaré de comprarlas. Tontodel haba, que eres un tonto delhaba.

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La verdad que me estaba pasandotres pueblos. El chico no habíahecho nada raro. Pero yo enseguidame puse muy celosa. Quería queaquella noche fuese mágica yaquella Paris Hilton de turno loestaba fastidiando. Respiré hondo yconté hasta diez. Lo había visto enlas películas, pero aquello me pusopeor.

Cenamos en silencio. Todo estabaexquisito, pero Jose y yomanteníamos las distancias. Yoquería ver el lado positivo aaquella noche, pero mis celos y miresentimiento no me dejaban

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respirar. La chica rubia siliconadapasó de nuevo por nuestro lado.Jose bajó la cabeza como un chicoal que le acaban de dar uncalvotazo. Y a mí me dio porreírme.

—¿De qué te ríes ahora? —preguntó él.

—De nada, pues ¿de qué va a ser?De ti. Que eres muy tonto. Me hacescaso en todo —dije yo másrelajada.

—Me vas a volver loco. Natalia,¿sabes qué es un psiquiatra?

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—Sí, tu puta …

—Para, para, para, que te conozco—soltó él, frenando mis instintosde mujer amazonas.

—Si es que me disparas. Ahorraenergías para la habitación. Quequiero que me hagas el teto —soltóde repente.

—¿Qué es el teto? ¿De qué hablas?–pregunté yo con toda la inocenciadel mundo.

—Es el juego de tú te agachas y yote la … — dijo él.

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—Pero, ¿tú eres tonto? No digasesas cosas aquí. Nos van a echar,Jose.

Me dio por reírme mucho.Volvíamos a tener un feelingespecial. Después de los postres,sonó la música.

Era una canción de Sergio Dalma,"Bailar pegados", y yo me levantéenseguida y Jose me acompañóhasta la pista. Estuvimos pegadosuno al otro, como decía la canción,mientras sonaba la voz del cantante.

Era una de mis canciones favoritas.

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Luego vino ya el desmelene.

Comenzaron las canciones deAzúcar Moreno, Los Chunguitos yRicky Martin, y yo parecía unapeonza.

La gente se apartaba asustada. Allíestaba yo, la loca de los peines, conmi vestido, precioso, bien ajustado,dando un espectáculo de vértigo.Me faltaba pista. Parecía TinaTurner en un concierto. Agitaba mipelo como un látigo. Jose se partíade risa. La Paris Hilton de turnonos miraba con una cara de haberchupado un limón. A mí me daba

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igual todo. Era una pantera.

Y luego lo fui en la habitación delhotel. Jose estaba asustado. Me diopor besarlo y ponerlo a cienenseguida que cerramos la puerta.Puse el cartel de no molestar y medesnudé delante de él. Ni me metíen el aseo. Su traje quedó para elarrastre. Como una felina, se loarranqué. Y me tiré encima de él.

Estuvo genial lo que sucedióencima y debajo de las sábanas.Eran las seis de la mañana y aúnestábamos despiertos.

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—¿Quieres otro? —le pregunté conmorbo.

—Estás loca, Natalia. Estás muyloca.

—Y lo bien que lo hemos pasado—dije yo orgullosa.

Cuando Jose estaba a punto decerrar los ojos, lo moví y le dije.

—No te vayas a dormir ahora.

—¿Qué pasa, joder?

—Jose, que es Año Nuevo. Ahoratoca chocolate con churros.

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Me duché. Me puse el vestido comopude. Y saqué a Jose de la cama. Éliba que se arrastraba. Pero a mí medaba igual, porque yo estaba llenade vida y nos quedaba toda la vidapor delante.

A la mierda. Iba a mandarlo todo a

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la mierda, ni boda ni nada. Estabaque me subía por las paredes. Erael día de mi boda y yo estaba hechaun flan.

Me alivió algo saber que el padrede Jose, quien seguía ingresado,había pedido el alta voluntaria paraestar ese día con su hijo. Sabía queeso lo haría muy feliz.

Pero nada me importaba en esemomento. Ni cuánto lo amaba, nique mi vestido era espectacular…

Yo iba a salir por la ventana, anularla boda y que fuera lo que Dios

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quisiera.

Imagino que los nervios normalesde toda novia…

Hasta que me puse el vestido,claro. Me quedé mirándome alespejo, estaba, sencillamente,espectacular.

Me había enamorado de ese pedazode tela al instante, no podía ser másperfecto. Y ahora sí queríacasarme, tenía un vestido queenseñar.

La ceremonia fue preciosa y,

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aunque notaba la mirada de losinvitados en mí, no podía prestarlesatención. En ese momento, yo soloestaba por y para Jose. Íbamos aconvertirnos en marido y mujer.

¿Podíamos estar más locos? Comodos cabras. 22 años y ahíestábamos dándonos el “sí, quiero”.

Y yo no me enteré de nada: ni de laceremonia, ni de las fotos dedespués, ni de cuando casi pierdoun ojo con el arroz que nos tiraron.Estaba como en una nube, estabaviviendo un sueño junto al amor demi vida.

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Todos reían, cantaban, bailaban enel convite. La gente lo estabapasando más que bien y eso eratodo lo que yo necesitaba para noborrar la sonrisa de mi cara. Joseestaba guapísimo y yo no podíaquitar los ojos de él, ese que, apartir de ese momento, era mimarido.

Increíble…

Con todo lo que habíamos pasadopara que llegara ese momento.¿Cómo no iba a sentirme feliz? Esesurfista escurridizo era “mío”legalmente.

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Y a él le brillaban los ojos cuandome miraba, su sonrisa me mostrabacuánto disfrutaba junto a la familiay amigos.

Después de la celebración, nosfuimos de copas. Desfasamosbailando, cantando (o más bien,dando el cante). El alcohol nos hizoperder la poca vergüenza queteníamos y nos desinhibió porcompleto.

Esa noche dormiríamos en nuestracasa. Cuando llegamos, caídesplomada en la cama. Jose setumbó a mi lado, lo miré y él movió

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las cejas, insinuante.

—No me mires así —dije con lavoz ronca de tanto que habíagritado y cantado ese día.

—Es nuestra noche de bodas.

—¿Y? —hasta ahí había llegadoyo.

—Nos hemos casado —me mirócomo si yo fuera idiota. Tal vez loera, porque no lo estabaentendiendo.

—Jose, lo sé. Ya te digo que lonuestro nos costó llegar a eso.

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Estoy agotada —resoplé.

—No puedes estar agotada ennuestra noche de bodas.

—Anda que no, con el día quetuvimos —volví a resoplar.

—Está bien, entonces date la vueltaque yo me encargo de todo.

—Que me dé… —me callé cuandopor fin lo entendí. Me levanté de lacama como un resorte, ni de coña…—Ah, no —me tropecé con la colade mi vestido y casi me caigo y merompo los dientes, iba a estar

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bonita mellada ese día, pensé—.No me mires así, hoy no vamos atener sexo.

—¿Por qué?

—Porque no podemos —dije comosi con eso fuese suficiente.

—Claro que podemos, es más,debemos.

—Venga, Jose, que yo de virgentengo poco. No será que no lohicimos antes y no tendremostiempo para volver a hacerlo —mecrucé de brazos.

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Jose me miró como si me hubieransalido cuatro cabezas. Y yo hastaempecé a creérmelo, estabarechazando el sexo el día de miboda, pero tenía una muy buenarazón.

—¿Recién casados y ya vas a ponerexcusas? ¿Qué es?

—Nada.

—¿Te duele la cabeza?

—No.

—¿Bebiste mucho?

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—No —mentí.

—No te excito… —se levantó de lacama y se acercó lentamente a mí.

—Quieto y parado —puse la manoantes de que se acercara del todo—. No digas gilipolleces.

—¿Cuál es la excusa?

—No hay excusa, solo que hoy nolo haremos. No es obligatorio. Nique nos fueran a dar un diploma porfollar el día de nuestra boda.

—Hombre, diploma no, peroobligatorio es —se cruzó de brazos

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y habló muy serio.

—¿Te vas a enfadar conmigo poreso?

—No, la verdad es que se mequitaron hasta las ganas, peroquiero saber por qué.

Me mordí el labio y, a riesgo deparecer idiota, respondí.

—¿Qué dijiste? —preguntó al noescucharme.

—Que no me voy a quitar elvestido.

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—No me jodas, Natalia —pese ami sorpresa, empezó a reírse acarcajadas.

—¿Te estás riendo de mí? —vale,iba a hacerlo hasta yo, la excusa(que no era tal, yo no iba a quitarmeese precioso vestido ni de coña), laverdad es que sonaba ridículo.

—Lo hacemos con el vestidopuesto —seguía riendo.

Me miré de arriba abajo, intentandoimaginar cómo iba a meterse ahí,como no me tumbara y él levantaratoda la tela, tapándome la cabeza a

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su paso y…

—No seas idiota —resoplé.

—Estás preciosa con el vestido —dijo con voz melosa, intentandollevarme a su terreno.

—Gracias —dije con suficiencia.

—Pero estás más hermosa sin él —la voz, ya subió a seductora.

—Eso no lo tengo claro —meencantó el comentario, pero yo noiba a quitarme mi vestido y punto.

—Sin ropa… —se acercó a mí—

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Con mi boca en tu cuerpo…

—Jose… —me quejé. Pero Jose yajalaba de mí hacia la cama,ignorando mis protestas.

—Y seguro que la ropa que llevasabajo es igual o más bonita que esevestido —topamos con la cama.

—Eso sí —asentí pensando en elprecioso conjunto de ropa interiorque llevaba abajo. Tal vez…

—¿Me dejas verla? —me besó—Solo un poco —otro beso que yacomenzó a ponerme a tono—.

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Después, si quieres, te puedesvolver a poner el vestido.

Lo miré sin creerlo en absoluto,pero ya me había tentado la idea.Me di la vuelta lentamente para queme ayudara a deshacerme de él. Mequedé ante él, en ropa interior.

—Joder, Natalia, ¿sigues con latontería de dejarme a dos velashoy? —resopló tras mirarme dearriba abajo.

Me entró la risa, el pobre tenía unatienda de campaña debajo de lospantalones.

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Lo empujé y lo hice caer sobre lacama. Me senté a horcajadasencima de él y lo besé. A la mierdael vestido y todo lo demás. Ahorasolo necesitaba a Jose.

Fuimos un poco torpes, el alcoholnos había afectado más de lacuenta. Fue corto, pero especial.No se sentía diferente hacerlo trashaber firmado un papel que nosunía de por vida, pero había algodistinto en eso. Tal vez era cosamía, o del alcohol.

Estaba medio adormilada en lacama, apoyada en el pecho de Jose,

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cuando habló.

—La boda ha sido perfecta.

—Sí —sonreí sobre su pecho,recordando algunos de losmomentos y de las risas.

—Y ahora eres mi mujer.

Levanté la cabeza y lo miré a losojos.

—Sí —sonreí, se sentía bienoírselo decir.

—¿Cómo te sientes?

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—Normal, como si fuera naturalentre nosotros.

—A mí me pasa lo mismo. Y estoyfeliz.

Una sonrisa radiante apareció en surostro y yo sonreí, compartiendoesa felicidad con él.

—No dirás eso por mucho tiempo—dije mientras volvía a apoyarmeen su pecho.

—¿Por qué? —preguntó extrañado.

—Te casaste conmigo, amor. Teaseguro que tu existencia, a partir

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de ahora, no será fácil.

Después de unos segundos ensilencio, noté cómo su pechocomenzó a moverse hasta que unasonora carcajada salió de sugarganta.

—Yo también te quiero, Natalia —dijo entre risas.

Me abracé a él más fuerte y medormí.

Al día siguiente, comenzaríamosuna nueva vida.

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Queríamos hacer ese viaje quehabíamos aplazado. Queríamostener nuestra luna de miel. Yo ledije a Jose que no quería salir deEspaña. No quería irme a ningúnpaís extranjero no fuera a ser queme raptaran. Él se reía sin pararcada vez que yo le daba las razones

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de por qué no quería salir de mipaís.

Luego, todo cambió. No sé muybien por qué y me dio por viajarpor todos los países del mundo.Estaba como una regadera y lo sigoestando.

Como el padre de Jose había estadoingresado, no pudimos hacer elviaje de novios en su momento.

Tuvimos que esperar unos mesesantes de tomar la decisión.Finalmente, decidimos pasarnuestra luna de miel en Tenerife.

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Y así hicimos en enero del añosiguiente. Tenerife nos esperaba. Yoquería calor y playa. Y lo que teníaclaro es que no me iba a ir alCantábrico en pleno invierno. Yo lepuse toda la ilusión del mundo yJose también.

Como he escrito varias veces, nonecesitábamos nada más. Nosconformábamos con muy poco.Seríamos felices con ese viaje,porque lo importante no era tanto eldestino, sino el hecho de celebrarque estábamos juntos, que todo ibade forma genial. Yo siempre habíapensado en viajar a uno de esos

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países exóticos que tanto meatraían.

Pero yo tenía que ser consciente deque aquello no podía ser. Por elbien de todos, lo mejor era viajar aun sitio que nos permitiera, en elpeor de los casos, regresar conrapidez. Yo notaba que Josetambién estaba ilusionado. Tengoque confesar que muchas veces,cuando pasaba por delante unaagencia de viajes, me daba unaenvidia tremenda ver en elescaparate las ofertas de viajes aTailandia, a Brasil, a México. Peroyo luego sentía un escalofrío que

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me recorría el cuerpo y algo medecía que no. Madre mía, quévueltas da la vida. Tiempo después,el mundo se me iba a quedarpequeño. Pero, por entonces, yohabía decidido irme a Tenerife ycon mucho orgullo. Y tenía claro esque lo iba a pasar de puta madre.

¿Por qué? Porque tenía a mi lado alhombre de mi vida. Tenía al lado alhombre que me hacía reír y hacíapasármelo muy bien. Tenía a esehombre con el que había estadoencerrada todo un fin de semana enun modesto hotel sin tener que salirafuera para nada.

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Había luchado mucho por es amor.Lo había pasado muy mal. Me habíacostado mucho darme cuenta de queJose era el hombre de mi vida. Y élhabía luchado por mí también a sumanera. Había llenado mi vida deilusión y de continuas sorpresasdesde la humildad y sencillez, y esobastaba.

Cuando yo era más joven, pensabaque mi boda sería excepcional. Queyo seguiría los pasos de muchosamigos y amigas. Tendría primeromi novio, llegaría virgen al altar,luego nos casaría un cura. Acontinuación, pasaríamos la luna de

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miel en París. A la vuelta denuestro viaje, nos iríamos a vivir anuestro piso que habríamos elegidolos dos un año antes, sacaríamosuna hipoteca del banco, tendríamosnuestros hijos y formaríamos unafamilia de ensueño. Nada de eso sehabía cumplido en ese orden.

Habíamos hecho las cosas a nuestramanera sin que nadie nos impusieranada. Y muchas de esas cosasestaban lejos de lo que era para míla idea de vivir con una persona ala que amas y respetas.

Pero no es hora de ponerse triste.

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La noche antes de tomar el avión,Jose y yo estuvimos hablando denuestras cosas, bueno, he de serclara, estuvimos metiéndonos eluno con el otro. Le enseñé unbañador y un pareo que me habíacomprado para la playa.

—¿Te gusta, cariño? —pregunté.

—¿Cariño? Si usas esa palabra esque eso te ha costado un ojo de lacara —dijo él con fastidio.

—Me da igual. Me lo he pagadocon mi dinero –dije yo a ladefensiva.

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—¿Con tu dinero? Lo que ganamos¿no es de los dos? Ahora resultaque tú tienes tu dinero, ¿tu dinero?

—añadió él fingiendo que seenfadaba.

—Oye, si te vas a poner así deborde, Jose, lo devuelvo a la tienday ya está, ¿sabes? A mí no mevengas con tonterías.

—No te digo que lo devuelvas. ¿Teestoy preguntando qué te hacostado? Le encantaba buscarme lalengua.

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Ya me estaba tocando los cojones,así que se lo solté.

—Vamos a hacer una cosa, Jose.Voy a doblarlo y a meterlo en sucaja. Ni lo toco. Cuando volvamosdel viaje, lo devuelvo a la tienda yse acabó. Ahora, también te digouna cosa —mi tono sonóamenazante.

—Dime qué vas a decirme —intervino él rápidamente sonriendo.

—Tendremos que buscar playasnudistas. Porque, si no me llevoeste bañador ni este pareo, no me

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quedará otra que bañarme en pelotapicada. Haré topless y me meteréen el agua como mi madre me trajoal mundo.

—Me estás provocando, es eso¿verdad? Lo que quieres es quesalte —dijo él con seriedad.

—Vamos a ver, Jose. Si no mellevo este bañador precioso con mipareo, estaré sin nada —volví aamenazarlo.

—No me jodas, Natalia. No tienesmás bañadores, ¿verdad? Hastenido que comprarte ese que debe

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haberte costado un huevo. — dijocomo si realmente le importase,quería verme encendida, en elfondo le hacía gracia ver cómo medefendía.

—Sí, tengo muchos bañadores.Pero están pasados de moda —dijeyo riendo.

—¿Qué están pasados de moda? Nome jodas. Ahora resulta que sabesde moda y de estilismo, ¿no?

—Sí, yo sé de muchas cosas que túno sabes, ¿me oyes? —le contestécon retintín.

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—Haz lo que quieras. Llévatelo,pero a mí no me digas nada más dela ropa que te compras —repuso élcon tono de enfado.

—No te pongas así. La que hemosmontado por el bañador. Y lo guapaque voy a ir yo por la playa, quevoy a parecer Pamela Anderson, tuPamela Anderson. Vas a ser laenvidia de todo el complejohotelero

—dije yo partiéndome de risa.

Él no pude evitarlo y tambiéncomenzó a reírse a la vez que yo.

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De repente, se levantó del sillón mecogió por la cintura y me arrastróhasta la cama. Recuerdo queaquella noche hicimos el amor deuna forma suave y muy cariñosa.Nuestra discusión sobre el bañadorhabía servido para algo.

A veces eran este tipo dediscusiones las que nos poníancalientes, muy calientes, yacabábamos al final teniendo sexodel bueno.

—¿Qué polvo, no? —soltó él alacabar.

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—Sí, ha estado muy bien, Jose –dije yo con aire de tontina sobre lacama, recuperando la respiración.

—Puto bañador… — dijo élriéndose.

—Has visto como, al final, elbañador y el pareo te han gustado.No es tirar el dinero, ¿lo ves?

—Sí, la verdad es que, si sirvenpara tener este tipo de polvos,cómprate todos los que quieras.

Yo nunca había salido de España.Aquella noche apenas dormí, pese a

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estar agotada y, sobre todo despuésde hacer el amor con Jose. Solo ledaba vueltas a la cabeza. Me dabamiedo incluso coger el avión. Todoiba a ser nuevo para mí. Lo mejorde todo es que era nuestra luna demiel y que yo la iba a pasar al ladode mi chico.

Recuerdo que al día siguiente todofue muy rápido. Cuando estábamosa punto de despegar, le cogí lamano a José. Su generosidad, suafecto y mi cariño hacia él estabanen aquel gesto. También estaba unpoco nerviosa. El avión despegórápidamente. Como estaba muy

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excitada, en el viaje le puse a Josala cabeza como un bombo. No paréde criticar a los pasajeros. No paréde criticar a algunas de mis amigas.

Tenía que pitarles el oído a todasellas. El pobre me miraba conternura.

Yo parecía un loro, no paraba dehablar y de hablar. Algunospasajeros ya me miraban con malosojos.

Pero yo no me daba cuenta. Josesolo asentía, tenía que tener unjaquecón tremendo. Cuando

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llegáramos al hotel, seguro que seiba a tomar una caja entera deaspirinas. Yo estaba emocionada,intranquila, dando botes en elasiento del avión. Parecía unaadolescente mal educada. Era laprimera vez que salía de España.

Nos alojamos en un hotel preciosocerca de la playa de Abama. La luzde aquella isla me maravilló.

Nosotros estábamos muyacostumbrados a estar cerca delmar, pero he de reconocer queTenerife nos atrajo desde el primermomento. Sus aguas transparentes y

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el reflejo del sol sobre susuperficie nos sumergieron en unsueño.

Ahora sí que éramos esos dosnáufragos en una isla. Al menostenía esa sensación de estar lejosde casa y de estar perdida en unlugar que no pertenecía a estemundo. Desde la habitación denuestro hotel, se podía ver el mar yenseguida que dejamos las maletaseso fue lo que hicimos. Salimos albalcón y contemplamos aquelhorizonte azul turquesa.

—¿Te has dado cuenta, Natalia? Es

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precioso —dijo él emocionado.

A Jose le encantaba el surf y el marera su segunda casa.

—Y no querías que yo estrenara elbañador y el pareo. Vamos que silos estreno… — dije yo buscandola broma.

—Escucha, escucha… — dijo él derepente.

—¿Qué escucho? —pregunté yoextrañada.

—El silencio, el silencio… solo seoyen algunas olas. Me encanta este

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sitio —la voz de Jose sonaba a unapersona que está muy emocionada.

Durante aquellos primeros días, laplaya Abana fue nuestro paraíso.No queríamos salir del hotel. Nosencantaba pegarnos el atracón en elbuffet a la hora de desayunar yluego desaparecer en la playa.

Yo estaba guapísima con aquelbañador y con mi pareo. Mepaseaba de punta a punta por laplaya. A veces lo hacía sola y otrasveces lo hacía al lado de Jose, quenormalmente se metía en las aguas abucear. Nos encantaba aquel sitio.

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Habíamos elegido muy bien. Nopensábamos al principio en hacerexcursiones. No queríamos ser lostípicos turistas que se estresanintentando ver de todo en muy pocotiempo. Queríamos disfrutar elmomento. Queríamos estar solos.Podía explicar muchos detalles deaquellos primeros días, pero, pararesumir, diré que nos hinchamos acomer, que nos hinchamos a tomarel sol ya bañarnos, y también afollar por las noches. Me vais allamar bruta, pero no voy aandarme con chiquitas.

Eso fue lo que hicimos durante

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todos esos primeros días. Tambiénrecuerdo que bailamos mucho en ladiscoteca del hotel y que salíamos apasear por las noches. Latemperatura era siempre agradable.Y un manto de estrellas nosacompañó aquellos días donde Josey yo nos dábamos cuenta de que eltiempo había pasado muy deprisa.Éramos solo unos mocosos cuandonos conocimos. Recuerdo unanoche en la playa que él me locomentó. Jose no era de laspersonas a las que le gustereflexionar o filosofar. Como másde una vez me había dicho, legustaba siempre mirar al futuro. El

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pasado no servía para nada, segúnél.

—¿Te has dado cuenta de una cosa,Natalia?

—¿De qué mi bañador y mi pareome sientan bien, verdad? Muchos sehan fijado. No te vayas a ponerceloso, ¿me oyes?

—No, no quiero bromear ahora. Eltiempo ha pasado muy rápido. Hassufrido mucho y yo también lo hehecho, aunque no se me nota,aunque parezca un tipo duro.

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—Lo sé.

Me sorprendió aquella intervenciónde Jose. No me la esperaba. No sési era el mar, las olas, la noche,aquella serenidad que la playa deAbama infundía sobre nosotros. Nosé lo que le estaba pasando. Perotenía ganas de hablar. Nosdetuvimos. Yo le cogí la cintura ylo besé despacio. Él me respondiótambién con un beso largo y siguióhablando.

—¿Te acuerdas de que perdimos unbebé incluso? —preguntó éltragando saliva.

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—No me recuerdes eso, Jose. Cadadía que pasa me acuerdo. Esascosas no se olvidan. Nunca seolvidan

—respondí yo con tono serio.

—Lo sé. Tú lo viviste en primerapersona. Tu dolor es mucho mayorque el mío —dijo él con calma,mirándome a los ojos.

—Éramos muy críos, Jose. Nodebimos hacer muchas cosas.

—Natalia, yo no me arrepiento demuchas cosas que hice. Sé que

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algunas te hicieron mucho daño.

—¿No te arrepientes? ¿Por qué? —me puse seria cuando él dijoaquello.

—No quiero que me entiendas mal.Claro que me arrepiento de habertehecho sufrir, pero pienso tambiénque, si aquello no hubiesesucedido, hoy no estaría aquícontigo, ¿sabes?

—No te entiendo, Jose.

—Lo que quiero decir es que eldestino tiene una ruta para cada uno

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de nosotros y aquellos malos ratosy disgustos formaban parte de eseplan para que hoy estemos juntosaquí, solos, enamorados.

Yo sonreí. No le pegaba a Josedecir todo aquello. Normalmente eltono de sus palabras siempre erabromista y burlón. Me estabasorprendiendo para bien.Seguramente no le faltaba razón y eldestino había querido someternos atoda esa clase de pruebas para quedescubriéramos por nosotrosmismos que nuestro amor erasincero.

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—No sé qué decir. Quizás sea eso.Quizás sea el destino, Jose.

—¿No te gusta lo que te he dicho?—preguntó el un poco apenado.

—Lo que has dicho es precioso.Pero mañana noche no tomes tantosmojitos, que se te va la olla, aunqueme ha encantado, ¿sabes?

—Eres inconfundible, Natalia. Estábien. Para una vez que quiero serromántico —dijo él riendo.

Seguimos paseando y aquella nochehicimos el amor de una forma

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salvaje, después de brindar conchampán. Nuestro pequeño mundose hacía más grande. Aquel viaje aTenerife me estaba descubriendo aun Jose diferente, como mássensible. No quería que el tiempopasara. No quería irme de allí. Trasestar los tres primeros díasencerrados en el hotel y disfrutandoa tope de aquella playa, visitamosla isla.

No podía irme de allí sin visitar ElTeide, entre otras cosas, porque mehabía salido más de una en losexámenes de Geografía donde habíasacado muy buenas notas. Aquel

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paisaje volcánico me sorprendió.

Acabó con las piernas hechas polvoporque ascendimos un trecho deaquel volcán, que daba miedo. Josealquiló un coche y visitamos losalrededores. El paisaje eraespectacular. Los charcos y algunasotras playas parecían sacadas dealguna película de Disney. Nopodía creer que existieran sitiosasí, tan bonitos. Los carretes defotos se me acababan rápidamente.No paraba de mandar a Jose cadados por tres a comprar uno nuevo.

De noche, en el hotel, bajábamos al

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restaurante a cenar. Yo mearreglaba mucho para que él meviera siempre guapa. A veces, sequejaba. Recuerdo la noche antesde volver a casa una pelea quetuvimos.

—No tienes por qué pintarte tanto,Natalia. Me gustas sin maquillaje—decía él casi siempre cuandoestábamos en la mesa.

—Bueno, a ti no te gusta, pero a mísí.

—Pero, hija, si es que esta noche tehas barnizado como una puerta —

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empezaba a sacarme de quicio yacon sus frases.

—¿Qué quieres? ¿Quieres tenerla?—pregunté yo, sabiendo que él soloquería picarme para que saltara.

—Mira lo que te digo. Yo no te hedicho nada.

—Jose, me acabas de decir queparezco una puerta reciénbarnizada. Yo que me pongo guapapara ti, para que brille como unaestrella. Mira qué pelos llevas tú,que pareces que has metido losdedos en un enchufe —dije yo con

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ironía.

—¿Qué le pasa a mi pelo? Esprecioso, lleno de brillo. Teníasque haberte casado con uno de esoscompañeros de clase que se hanquedado ya todos calvos y quetienen una barriga que parece quevan a parir —repuso él a ladefensiva.

—No me jodas. A ver si te creesque eres el puto Brad Pitt. Tú eresdel montón como ellos. Yo no, yosoy una princesa.

Yo sabía que nada de aquello iba en

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serio, así que al final, la cosaterminó donde tenía que terminar,echando un polvo, con la ventanaabierta para que entrara la brisa ytodo fuese más especial.

A la vuelta a casa, mientrasestábamos volando, fue Jose el queme estuvo dando la paliza de todaslas cosas que había pensado haceren nuestra casa, de todo lo que ibaa reformar y que iba a arreglar. Aveces lo miraba, otras veces no lohacía, porque mi cabeza seguía enaquella playa donde yo fui feliz conJose, con mi bañador nuevo y conmi espléndido pareo.

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Habían pasado unos años, 5exactamente, yo dirigía unaempresa propia y tenía variosempleados, apenas tenía 26

años, Jose seguía en el mismotrabajo familiar que también ibagenial. Éramos muy felices y la

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verdad que llevábamos una cómoday buena vida, yo iba feliz con miBMW, en plan pija total y Joseseguía su línea surfera, no soltabala furgoneta ni a tiros.

En menos de un mes nos iríamos aTailandia. Era uno de mis sueños.Quería viajar a alguno de esospaíses de Oriente y muchos amigosy amigas me habían hablado deaquel país auténticas maravillas.

Además, a Jose ya mí me gustabamucho la playa. Allí tambiéndisfrutaríamos del mar y del calor,y de la playa. Habíamos visto

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muchos catálogos donde aparecíanesas típicas cabañas de maderafrente a las aguas. Queríamosalojarnos en una de ellas. Aquellosaños, después de nuestra boda, lorecuerdo con mucho cariño.

Fueron años intensos, de muchasvivencias íntimas. Recuerdo queseguíamos siendo tan jóvenes comocuando teníamos quince años.Verdaderamente vivíamos comodos náufragos en una isla. Vivíamosajenos al mundo. Estábamos solosen nuestro piso y no necesitábamosa nadie. Estábamos hechos el unopara el otro.

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De eso ya no me cabía duda. Josese había vuelto detallista y de vezen cuando me sorprendía conalguna escapada. Yo a veces metemía lo peor, pero al final todosalía bien. Porque, como he escritoantes, no necesitábamos a nadie. Escierto que, con el paso de los años,nos habíamos dado cuenta de quetampoco necesitábamos mucho paravivir..

Era cierto que a mí me apetecíahacer un viaje al extranjero, a unpaís exótico.

Yo estaba muy ilusionada. Jose me

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lo notaba en la cara. Yo creo que aél no le hacía tanta ilusión como amí, pero al verme tan radiante, esole bastaba a él para disfrutarlo tantocomo yo. Lo pasaríamos genial enaquel lugar. Yo solo sabía hablar deTailandia en el desayuno, en lacomida y en la cena.

Yo no podía pedirle más a la vida.Y creo que la felicidad consistía eneso, en vivir humildemente, deforma sencilla. Por la noche,cuando caíamos agotados en lacama, yo sentía el cuerpo de Josemuy cerca y eso era suficiente paraque yo me despertara al día

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siguiente contenta, llena de energíay de vida. Me encantaba escucharsu respiración. Su rostro transmitíacalma y serenidad, algo que yonecesitaba constantemente, porqueyo era más bien nerviosa eintranquila.

Cenábamos en nuestra mesa de lacocina y no hacía falta que nosdijéramos nada para saber queestábamos bien. Bastaban nuestrasmiradas. Alguna sonrisa tonta y esebrillo especial en los ojos que Josetransmitía para decirme que esanoche quería hacer el amorconmigo.

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Cuando terminábamos de hacerlo,él me miraba y me susurraba en laoscuridad de nuestra habitación.

—¿Me quieres ya?

—Otra vez. Eres muy pesado, Jose.Eres el hombre de mi vida. ¿Aún note has dado cuenta?

—Es que me gusta verte enfadada—decía él con humor.

—A ti lo que te pasa es que eres uncabrón, ¿sabes?

—¿Ya empezamos, Natalia?

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—Sí, sí, sí… además te gusta que telo diga —decía yo riendo.

Muchas de estas conversacionestontas llenaban nuestra vida de buenrollo y yo quería que siempre fueseasí. Que no hubiera más secretosentre nosotros, que no hubiera nadamás de lo que arrepentirse, que yopudiera amarlo sin sospechar de loque hacía cuando no estabaconmigo.

Alguien que lea esto puede decirque yo estoy describiendo un sueño.Y es cierto mi vida se habíaconvertido en un sueño hecho

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realidad. Quizás yo no esperabatanto de mi vida, sobre todo,después de todo lo que pasé conJose cuando tan solo éramos unosadolescentes. Pero él habíacambiado y yo también habíamadurado y veía las cosas de otromodo.

Pero eso no significaba que yoviera las cosas como si estuvieradentro de una película romántica.Sabía que eso podía esfumarse encualquier momento. Si algo habíaaprendido, es que tenía que vivir elpresente.

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A veces, me regalaba cosas quesabía que me hacían ilusión, sinnecesidad de que fuera un díaseñalado.

Todo estaba lleno de luz. Así lopuedo decir. Sí, que todo estaballeno de luz. La alegría era lo quegobernaba nuestras vidas y nuestroscorazones. A veces, es muy difícilencontrar las palabras justas paraexpresar lo que yo en aquellosmomentos sentía hacia el que era mimarido.

Pero, como he escrito antes, notodo iba a ser un camino de rosas.

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El destino nos tenía guardada unasorpresa que no iba a serprecisamente muy agradable.

Una mañana quise llamar a Jose.Me apetecía saludarlo. A veces, lollamaba desde el trabajo, paraescuchar lo que me decía. Siempreme gastaba alguna broma y eso medaba fuerzas suficientes para salirde allí con una sonrisa.

¡Qué extraño! Daba llamada, perono lo cogía. Pensé por un momentoque lo había pillado mal y que, poralgún motivo, en ese momento, nopodía contestarme. Pasó media hora

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y volví a llamar. No lo cogía.

Aquello era cada vez más raro,porque nunca tardaba nada encogerlo.

No quería preocuparme. Pero meestaba poniendo nerviosa, cada vezmás nerviosa. No sabía dóndeestaba mi chico. Esperé a salir deltrabajo y volví a llamarlo. No cogíael teléfono. Aquello ya meintranquilizó y, cansada de llamarlouna y otra vez, decidí telefonear asu padre. No me lo cogió a laprimera. Aquello era muy, muyextraño. Volví a llamar. Cualquiera

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que pasará por allí podía ver en micara una mezcla de preocupación yde desesperación. Finalmente,escuché una voz.

La voz del padre de Jose temblaba.

—Llevo llamando a tu hijo toda lamañana y no sé qué pasa. No mecoge el teléfono –dije yo muylanzada.

—Lo entiendo. Pero es que… — sehizo un silencio.

—¿Qué pasa? —pregunté yoasustándome.

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—Jose se ha caído y lo estáncurando en urgencia —dijoqueriendo quitar una importanciaque era imposible obviar.

Yo tragué saliva y le supliquévarias veces que me dijera dóndeestaba mi marido.

—¿Dónde está? ¿Qué ha pasado?Contesta, por favor.

—Estamos en el hospital. Jose hatenido un accidente en el trabajo.

Cuando escuché aquello, se me helóel corazón. No pude articular

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palabra. El padre de Jose me dijola dirección del hospital y colgó.Yo estaba sola, completamentesola. Ninguna compañera deltrabajo estaba a mi lado. La gentepasaba por delante de mis ojos y yoparecía ausente del mundo. Nosabía qué hacer. Estuve paralizadadurante unos minutos. Guardé miteléfono en el bolso y decidí nopensar.

Pero, Natalia, cojones, tenías queactuar.

Por un momento, quise ser positiva.A lo mejor había sido un accidente

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sin importancia. Pero no podíaengañarme. La voz del padre deJose lo delataba. Era una voz llenade tristeza que a mí me dio quepensar. Ni corta ni perezosa, montéen mi coche y me fui en dirección alhospital. Tenía que ver a mi marido.No sé qué había pasadoexactamente. Pero la cosa nopintaba bien. Si el padre de Joséestaba en el hospital, aquello teníaque ser grave, muy grave.

Pisé el acelerador a fondo. Si mehubiera pillado la policía, seguroque me habían multado y me habíanquitado el carné del coche. Iba

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como una loca. Estaba deseandollegar al puto hospital. Mientrasconducía, comencé a llorar comouna niña.

No tardé en llegar. A la velocidadque iba no podía tardar. Pero a míse me hizo una eternidad, unaauténtica eternidad. Aparqué elcoche en el primer lugar que vi unhueco. Bajé enseguida. Se meolvidó cerrar el coche. Estabacomo loca. Cuando llegué a lapuerta de Urgencias, me encontré alpadre de Jose.

Su cara era de dolor y agotamiento

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total. Yo me encogí de hombros. Mehundí de repente. Pero quería saberdónde estaba Jose y que le habíapasado en el trabajo. Me acerqué asu padre y no hizo falta que lepreguntara.

—Natalia, mi hijo… —gritódesesperadamente.

—¡Quiero saber qué ha pasado, porfavor! —elevé mi voz para queaquel hombre reaccionara.

—Esta mañana se ha caído demucha altura, sobre su cabeza.—respondió sollozando y tembloroso.

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—Pero, ¿qué me estás contando?No puede ser verdad, mi Jose. Nopuede ser verdad.

Yo no me quedé quieta. Entrécorriendo al hospital. Era la puertade Urgencias y, en ese momentojusto, vi el cuerpo de Jose sobreuna camilla completamenteentubado. Salía de alguna sala dediagnóstico.

Médicos y enfermeras loacompañaban. Sentí un escalofríorecorriendo mi espalda cuandoobservé aquella imagen. Yo no melo pensé. Me tiré al suelo de

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rodillas y comencé a llorardesconsoladamente.

Pude ver la cara de preocupaciónen los médicos que me miraron contristeza y con compasión. No mesalían las palabras en aquelinstante. Pero necesitabapreguntarles cómo estaba mimarido, cómo estaba el hombre demi vida.

Los médicos se miraron entre ellos.Parecía que no quisieran decirmenada debido al estado denerviosismo en el que yo meencontraba. Yo volví a caerme. La

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enfermera volvió a levantarme eintentaba animarme por todos losmedios.

—Tiene que ser fuerte —mesusurró aquella mujer al oído.

—¿Qué ha pasado? ¿Adónde se lollevan? Por favor, es mi marido.¿Cómo está? —supliqué una y otravez mientras la camilla avanzabapor un pasillo sombrío. Las lucesse iban encendiendo según pasabael cuerpo de Jose.

—Señora, no pierda los papeles.Ahora él la necesita entera. Mire,

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siéntese aquí. Ahora mismo vieneel médico y hablará con usted.

Hice caso a aquella amableenfermera. Me senté en una sillaque había en ese pasillo por el quela camilla de Jose había pasado.No paraba de temblar. En aquelinstante, me apetecía estar sola.Además, quería esperar al médicopara que me informara exactamentede cuál era el estado de mi marido.

De repente, apareció un médicojoven. Avanzaba por el pasillo muydespacio. Mi corazón comenzó alatir muy deprisa. Lo estaba

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esperando. El hombre me miró conternura y se sentó a mi lado. Su batablanca imponía. Por un lado, queríaescuchar lo que aquel hombre meiba a decir. Por otro lado, menegaba a oír lo que, en brevesinstantes, por desgracia escuché.

—¿Es su mujer, verdad? —preguntó él con calma.

—Sí, soy Natalia.—dije yo muynerviosa. — ¿Cómo está? Pareceque se ha caído o algo así.

—Sí, tiene un golpe en la cabeza.Un traumatismo craneoencefálico

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—la voz del médico sonaba aultratumba.

—Pero, ¿cómo está?

—Aunque no lo crea, estosmomentos son tan duros para ustedcomo lo son para mí. Usted es sumujer y él es mi paciente. Créameque hemos hecho todo lo que estáen nuestras manos —explicó élapenado.

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Hemos hecho?—pregunté yo extrañada.

El médico estaba siendo prudente a

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la hora de darme la fatal noticia. Yolo miré a los ojos. Intentabarespirar hondo para tranquilizarmeun poco. Pero era imposible. Elmédico colocó sus manos sobre lasrodillas. Estaba buscando unaposición cómoda. Aquello no metranquilizó. No me gusta que nadiese sienta a mi lado de aquella formay mucho menos un médico. Algomalo había sucedido. Algo terrible.

Los médicos no suelen sentarse conun familiar para darle una noticia.Eso solo lo había visto yo en laspelículas.

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Se hizo un silencio largo. O almenos a mí me lo pareció. Una delas manos de aquel médico se pusoentonces sobre mi hombroizquierdo. Aquel gesto de ternurame puso todavía peor. Y entoncesme lo dijo.

—No sé si saldrá de esta…

Hice como que no la habíaescuchado. Parecía que estabaviviendo una auténtica pesadilla.Yo, en el fondo, confiaba en que encualquier momento iba a despertaren mi cama, sudada y conescalofríos por el terrible sueño

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que estaba teniendo. Luego, giraríala cabeza y a mi lado estaría Jose.Yo volvería a mirarlo con dulzura.Quería pensar eso. Pero no. Meequivoqué. La realidad era queella. Yo estaba sentada en el pasillode un hospital donde un médicoamablemente me acababa de decirque mi marido se moría.

Yo lo miré como quien ha visto a unfantasma. No podía creerlo.

—¿Por qué? —pregunté yo a puntode desplomarme.

—El golpe ha sido demasiado

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fuerte, Natalia. No se podía hacernada. Tiene muchas partesinflamadas y no podemosintervenirlo —dijo él conserenidad.

Me daba la sensación de que no erala primera vez que aquel médicodaba noticias como aquella.

—¿Por qué? –volví a repetir comouna tonta.

Salí de allí corriendo. No quisemirar al médico. Necesitaba aire.Necesitaba aire fresco. Yo mequedé en la puerta. Necesitaba la

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soledad. Necesitaba la soledad y nopensar, no pensar en nada. Pero esoera imposible.

Tenía que asumir lo que estabapasando, pero no me daba la gana.Y eso no se asume nunca. ¿Cómo sepuede aceptar una cosa así? Por lamañana nos habíamos despertadotan felices y ahora yo meencontraba en la puerta de unhospital donde acababa de escucharpor boca de un médico que, dada lagravedad de aquel golpe.

No pensaba que aquello pudieraterminar así, no podía creerme el

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mazazo que me daba la vida, allíme quede, fuera de la UVI, en unrincón, fumando como una loca,esperando que todo el universoconspirara para que el hombre demi vida, no me dejara sola…