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813 Sumario Artículo 34 Introducción histórica Luis René Guerrero Galván y José Gabino Castillo Flores 813 Texto constitucional vigente 817 Comentario Francisco Ibarra Palafox y Aline Rivera Maldonado Breves reflexiones históricas sobre la ciudadanía, desde Grecia antigua hasta el siglo XXI 818 Teoría de la ciudadanía Su significado y las diversas concepciones de la ciudadanía 830 La ciudadanía y el artículo 34 de la Constitución 839 Bibliografía 844 Trayectoria constitucional 847 34 El artículo 34 alude a la ciudadanía de los habitantes de la nación, es decir, el reconocimiento de una serie de de- rechos sustentados en los principios de igualdad y, entre ellos, el de la capacidad para participar en la elección de sus gobernantes. Esto no fue un paso menor, antes bien representó un rompimiento con las prácticas políticas del Antiguo Régimen, durante el cual los gobiernos los cons- tituían directamente los monarcas. Uno de los quiebres de mayor trascendencia se dio con la Revolución francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciuda- dano de 1789, cuyo artículo 6° señaló que la ley era ex- presión de la voluntad general y todos los ciudadanos te- nían el derecho de participar en su formación. Asimismo, estableció que todos los ciudadanos, al ser iguales ante ella, eran igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y talentos. 1 Como puede apreciarse, hay una enorme tras- cendencia en el paso de súbditos a ciudadanos. Esta última categoría no sólo daba el derecho de participar en la constitución de las leyes y los gobiernos, sino incluso de participar en ellos. 2 De manera que la con- formación de la ciudadanía fue uno de los puntos más importantes desde finales del siglo XVIII. Para el caso americano su conformación revistió una gran importan- cia, en particular a partir de los movimientos de inde- pendencia. Tras ese momento cada nación estableció los lineamientos para obtener la ciudadanía. 1 Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, 1789, dispo- nible en http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/derhum/cont/22/pr/ pr19.pdf. 2 Sobre el tema véase Centro de Investigaciones de América Latina (comp.), De súbditos del rey a ciudadanos de la nación, Castelló de la Plana, Publicaciones de la Universitat Jaume I, 2000. Artículo 34 Introducción histórica Por Luis René Guerrero Galván y José Gabino Castillo Flores Esta obra forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx https://biblio.juridicas.unam.mx/bjv DR © 2016. Universidad Nacional Autónoma de México - Instituto de Investigaciones Jurídicas Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, LXIII Legislatura http://www.diputados.gob.mx/ M.A. Porrúa, librero-editor https://maporrua.com.mx/ Libro completo en: https://goo.gl/qDhHWP

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Sumario Artículo 34

Introducción históricaLuis René Guerrero Galván y José Gabino Castillo Flores . . . . 813

Texto constitucional vigente . . . . . . . 817

Comentario Francisco Ibarra Palafox y Aline Rivera MaldonadoBreves reflexiones históricas

sobre la ciudadanía, desde Grecia antigua hasta el siglo xxi . . . . . . . . . . . . . 818

Teoría de la ciudadanía . Su significado y las diversas concepciones de la ciudadanía . . . . . . . . . . . . . 830

La ciudadanía y el artículo 34 de la Constitución . . . . . . . . . . . . 839

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 844

Trayectoria constitucional . . . . . . . . 847

34El artículo 34 alude a la ciudadanía de los habitantes de la nación, es decir, el reconocimiento de una serie de de-rechos sustentados en los principios de igualdad y, entre ellos, el de la capacidad para participar en la elección de sus gobernantes. Esto no fue un paso menor, antes bien representó un rompimiento con las prácticas políticas del Antiguo Régimen, durante el cual los gobiernos los cons-tituían directamente los monarcas. Uno de los quiebres de mayor trascendencia se dio con la Revolución francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciuda-dano de 1789, cuyo artículo 6° señaló que la ley era ex-presión de la voluntad general y todos los ciudadanos te-nían el derecho de participar en su formación.

Asimismo, estableció que todos los ciudadanos, al ser iguales ante ella, eran igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y talentos.1 Como puede apreciarse, hay una enorme tras-cendencia en el paso de súbditos a ciudadanos. Esta última categoría no sólo daba el derecho de participar en la constitución de las leyes y los gobiernos, sino incluso de participar en ellos.2 De manera que la con-formación de la ciudadanía fue uno de los puntos más importantes desde finales del siglo Xviii. Para el caso americano su conformación revistió una gran importan-cia, en particular a partir de los movimientos de inde-pendencia. Tras ese momento cada nación estableció los lineamientos para obtener la ciudadanía.

1 Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, 1789, dispo-nible en http://www.juridicas.unam.mx/publica/librev/rev/derhum/cont/22/pr/pr19.pdf.

2 Sobre el tema véase Centro de Investigaciones de América Latina (comp.), De súbditos del rey a ciudadanos de la nación, Castelló de la Plana, Publicaciones de la Universitat Jaume I, 2000.

Artículo 34

Introducción histórica Por Luis René Guerrero Galván y José Gabino Castillo Flores

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II No obstante, uno de los primeros antecedentes se encuentra en la Constitución Política de la Monarquía Española, promulgada en Cádiz en 1812.3 Dicho ordenamien-to señaló en su artículo 18 que se consideraban ciudadanos a los españoles que por ambas líneas tenían su origen en los dominios españoles de ambos hemisferios y esta-ban avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios. Se consideró ciudadano (art. 19) a los extranjeros que gozando de los derechos de español obtuviere en las Cortes una carta especial de ciudadano.

También lo serían los hijos legítimos de extranjeros domiciliados en las Españas que habiendo nacido en los dominios españoles no hubieran salido nunca fuera sin licencia del Gobierno, y que teniendo 21 años cumplidos se hubieran avecindado en un pueblo de los mismos dominios ejerciendo alguna profesión, oficio o industria útil. Por último, en su artículo 22 la Constitución citada dejó abierta las puertas a la ciuda-danía a “los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África”. Las cortes expedirían cartas de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la patria y a los que ejercieran una profesión, oficio o industria útil con capital propio. Si bien esta Constitución fue pensada en el marco de la monarquía, puso los cimientos sobre los que se construyó la ciudadanía en los años posteriores a la independencia.

La Constitución de Apatzingán de 1814,4 señaló que se reputaban ciudadanos de América los nacidos en ella (art. 13) y los extranjeros radicados en este suelo que profesaran la religión católica y no se opusieran a la libertad de la nación (art. 14). Años más tarde, en el proyecto de Constitución formulado por Joaquín Fernández de Lizardi en 1825 puede verse de nuevo la importancia de la “utilidad” en la conforma-ción de la ciudadanía, pues dicho texto contempló como ciudadanos a “todos los hom-bres que sean útiles de cualquier modo a la República, sean de la nación que fuesen”.5 De la misma forma se contempló en las Leyes Constitucionales de 1836, las cuales señalaron como ciudadanos a todos aquellos comprendidos en el artículo primero de las mismas leyes6 que tuvieran una “renta anual lo menos de cien pesos, procedente de capital fijo o mobiliario, o de industria o trabajo personal honesto y útil a la sociedad” (Ley primera, art. 7º).7

Asimismo, la fracción segunda del mismo artículo estipuló que eran ciudadanos los que hubieran obtenido carta especial de ciudadanía del Congreso General con los requisitos que estableciera la ley. Nótese entonces que para ejercer plenamente los derechos de ciudadanía era necesario tener cierta renta y modo honesto de vivir. Aquellos que no cumplieran con dicha renta anual podrían ser reconocidos como mexicanos

3 Constitución Política de la Monarquía Española, disponible en http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/5/2210/7.pdf.4 “Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana”, Apatzingán, 1814, en Textos fundamentales del

constitucionalismo mexicano, México, Miguel Ángel Porrúa, 2014.5 Derechos del pueblo mexicano. México a través de sus constituciones, tomo II: “Comentarios, antecedentes y trayectoria

del articulado constitucional, artículos 16-35”, México, LXI Legislatura-Cámara de Diputados/Suprema Corte de Justicia/Senado de la República, Instituto Federal Electoral/Tribunal Electoral/Miguel Ángel Porrúa, 2012, p. 970.

6 En el artículo primero de la ley primera se señalan los requisitos para ser mexicanos, para esto véanse los anteceden-tes históricos del art. 30.

7 Leyes Constitucionales, 1836, disponible en http://www.ordenjuridico.gob.mx/Constitucion/1836.pdf.

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más no gozarían de los derechos otorgados por la ciudadanía. Como una forma de facili-tar el acceso a la ciudadanía, el Proyecto de Reformas a las Leyes Constitucionales, elaborado en 1840, puso como monto de la renta 60 pesos en lugar de los cien señalados en éstas;8 no obstante, en la práctica esto no cambió mucho las cosas para la población pobre de México.

Es más, en años posteriores el acceso a la ciudadanía se dificultó aún más con los nuevos requisitos impuestos a ésta en el primer Proyecto de Constitución Política de la República Mexicana de 1842. En dicho texto constitucional se señaló como ciuda-danos mexicanos a todos los que obteniendo la calidad de mexicanos reunieran requi-sitos tales como haber cumplido 18 años siendo casado o 21 siendo soltero, y tener una renta anual de cien pesos, “procedentes de capital físico, industria o trabajo personal honesto, y saber leer y escribir desde el año de 1850 en adelante” (art. 20).9 Como puede apreciarse, el primer proyecto de constitución, además de volver a poner la cifra de la renta en 100 pesos, añadió la obligación de saber leer y escribir que empezaría a contemplarse a partir de 1850. Incluso, en las Bases Orgánicas de la República Mexicana, promulgadas en 1843, se estableció, además de los requisitos ya menciona-dos, que la renta sería de 200 pesos.10

Cuatro años más tarde Mariano Otero, en su voto particular al Acta Constitutiva y de Reformas de 1847, señaló que el Congreso debería conceder el derecho de ciudadanía a todo mexicano que hubiera cumplido veinte años y no hubiera sido condenado en proce-so legal a alguna pena infame y que tuviera modo honesto de vivir. Mas dicho personaje no estuvo de acuerdo en el requisito de una cuota para poder gozar de los derechos de ciudadano “porque nunca puede darse una razón que justifique más bien una cuota que otra”.11Esto fue retomado y publicado como parte del artículo primero del Acta Constitu-tiva12 y en el artículo 22 del Estatuto Orgánico Provisional de la República Mexicana de 1856.13 Estos textos eliminaron la necesidad de una renta como requisito para ser ciuda-dano, y dieron preferencia a señalar la necesidad de tener un modo honesto de vivir y el no haber sido condenado en proceso legal a alguna pena infamante.

8 Proyecto de reforma de la Nación Mexicana, su religión, territorio, condición general de sus habitantes, forma de go-bierno y división del Poder Supremo, 1840, disponible en http://www.biblioteca.tv/artman2/publish/1840_145/Proyecto_de_reforma_de_la_Naci_n_Mexicana_su_relig_233_printer.shtml.

9 Primer Proyecto de Constitución Política de la República Mexicana, 1842, disponible en http://www.constitucion1917.gob.mx/work/models/Constitucion1917/Resource/269/1/images/1er_proyecto_constitucion_25_08_1842.pdf.

10 “Son ciudadanos los mexicanos que hayan cumplido diez y ocho años, siendo casados, y veintiuno si no lo han sido, y que tengan una renta anual de doscientos pesos por lo menos, procedente de capital físico, industria o trabajo personal honesto. Los Congresos constitucionales podrán arreglar, según las circunstancias de los Departamentos, la renta que en cada uno de estos haya de requerirse para gozar los derechos de ciudadano. Desde el año de 1850 en adelante los que llegaren a la edad que se exige para ser ciudadano, además de la renta dicha antes para entrar en ejercicio de sus derechos políticos, es necesario que sepan leer y escribir”. Bases Orgánicas de la República Mexicana, 1843, disponible en http://www.juridi-cas.unam.mx/infjur/leg/conshist/pdf/1842.pdf.

11 Derechos del pueblo mexicano…, op. cit., p. 973.12 Acta Constitutiva y de Reformas, 1847, disponible en http://www.ordenjuridico.gob.mx/Constitucion/1847.pdf.13 Estatuto Orgánico Provisional de la República Mexicana, 1856, disponible en http://www.ordenjuridico.gob.mx/

Constitucion/1856.pdf.

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II Lo mismo consideró el Proyecto de Constitución Política de la República Mexicana de 1856.14 No obstante elaboró algunos cambios al señalar que se sumaría a los requi-sitos de ciudadano el saber leer y escribir a partir de 1860, y no ya de 1850 como se había señalado en 1842, muestra de que para entonces saber leer y escribir era todavía raro entre gran parte de la población a la cual se estaba buscando instruir mediante la creación de escuelas, colegios e institutos literarios en todo el país. No obstante, cuan-do en 1857 se promulgó la Constitución, en su artículo 34 sólo se pusieron como re-quisitos para ser ciudadano el “haber cumplido dieciocho años siendo casados, o veintiuno si no lo son [y] tener un modo honesto de vivir”.15 No se contempló entonces ni la renta ni la ausencia de alguna condena. Esto último, sin embargo, sí volvió a contemplarse en el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano de 1865 (art. 55).16

No obstante, dado que este último ordenamiento se dio por parte de Maximiliano de Habsburgo durante el Segundo Imperio Mexicano, su alcance fue limitado por lo efímero de su existencia como forma de gobierno. Tras desaparecer en 1867, la Cons-titución de 1857 recobró su vigencia. El mismo texto de 1857, que se limitó a los puntos de edad y modo honesto de vivir, fueron retomados en el Proyecto de Constitu-ción de Venustiano Carranza de 1916, y se plasmaron en el texto del artículo 34 de la Constitución de 1917.

14 Proyecto de Constitución Política de la República Mexicana, 1856, art. 40, disponible en http://www.biblioteca.tv/artman2/publish/1856_149/Proyecto_de_Constituci_n_Pol_tica_de_la_Rep_blica__245.shtml.

15 Constitución Política de la República Mexicana de 1857, disponible en http://www.juridicas.unam.mx/infjur/leg/conshist/pdf/1857.pdf.

16 Estatuto Provisional del Imperio Mexicano, 1865, disponible en http://www.ordenjuridico.gob.mx/Constitucion/ 1865.pdf.

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34Capítulo ivDe los Ciudadanos Mexicanos

Artículo 34. Son ciudadanos de la República los varones y mujeres que, teniendo la calidad de mexicanos, reúnan, además, los siguientes requisitos:

I. Haber cumplido 18 años, y II. Tener un modo honesto de vivir.17

17 Artículo reformado, dof: 17-10-1953, 22-12-1969.

Artículo 34

Texto constitucional vigente

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34 Breves reflexiones históricas sobre la ciudadanía, desde Grecia antigua hasta el siglo XXi

Ya Aristóteles señalaba que el ser humano es un ser social por naturaleza, y esta so-ciabilidad es fundamental en la concepción de ciudadano, ya que si toda persona pertenece a una sociedad, resulta una necesidad que cada uno de sus miembros pueda participar y ser escuchado por los demás. De esta concepción social del ser humano nace la polis, como fuera llamada la forma de organización política fundamental de los griegos, en cuya cultura por primera vez aparece en Occidente la ciudadanía.

Al respecto, es preciso tener presente que en Grecia la ciudadanía tuvo ciertas características fundamentales: sólo pertenecía a una élite —la de los hombres libres—, era hereditaria, estaba sujeta a la idea de libertad y representaba un vínculo de carác-ter religioso. En otras palabras, la posibilidad de ser ciudadano no era concedida a todos, sino únicamente a los hombres libres, derecho que se negaba no sólo a las mu-jeres sino a la mayor parte de la población en condiciones de esclavitud. Es decir, sólo algunos hombres griegos podían gozar de la ciudadanía, pues la Grecia antigua des-cansaba sobre una amplia base esclavista.18 Ahora bien, en la relación con la ciudada-nía la politeía representaba la condición y derechos de un ciudadano o la ciudadanía misma, mientras que la condición de politeúomai se refería al ciudadano u hombre libre. La historia nos muestra que estos conceptos estuvieron muy unidos al desarrollo de la idea de democracia en las antiguas ciudades griegas.19

Asimismo, es importante señalar que en Grecia hubo algunos intentos para limitar los privilegios creados por la ciudadanía. De esta manera, en el siglo v a.n.e., cuando el estatus social y la situación económica eran determinantes para ejercer los derechos ciudadanos, se implementaron políticas destinadas a proteger los derechos de algunos sectores marginados, en el que no sólo no figuraron los esclavos, sino tampoco las mujeres. Tales prácticas tampoco implicaron el reconocimiento de la ciudadanía para estos últimos, con lo cual estas prácticas dejaron fuera de la participación política a una gran parte del pueblo griego.

Alrededor del año 450 a.n.e., Pericles hizo aprobar una ley que restringió la ciu-dadanía a sólo aquellos que hubiesen nacido de padre y madre griegos, con lo que se

18 Mario de la Cueva, La idea del Estado, México, unam, 1986, pp.17-26.19 Mariateresa Galaz, “Historia del concepto de ciudadanía en la Atenas clásica”, en Vicente Arredondo Ramírez (coord.),

Ciudadanía en movimiento, México, Universidad Iberoamericana-Biblioteca Francisco Javier Clavijero, 2000, pp. 53-81.

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restringía severamente reconocérsela a quienes, conforme a nuestras nociones actuales, tuvieran la nacionalidad griega, por lo que también se les negaba a los extranjeros. Esta ley se dirigía sobre todo a los integrantes de las clases bajas (compuesta por un gran número de extranjeros que habían emigrado a las ciudades griegas), pues a los griegos les preocupaba la competencia que representaban los extranjeros para el desempeño de cargos públicos.

Como en muchos otros aspectos torales de las instituciones políticas, el derecho romano retomó muchos de los principios de la cultura helénica en relación con esta noción esencial de la ciudadanía. Aunque en Roma no se estableció formalmente la nacionalidad como elemento fundamental de la ciudadanía (ello debido en buena medida a la expansión imperial de Roma, que la obligaba a estar en constante comu-nicación con otros culturas y recibir en sus ciudades a muchos extranjeros), existió la expresión civitas, así llamada por los romanos al conjunto de los cives o conciudadanos, que al mismo tiempo expresaba la idea de pertenencia a Roma.

El ciudadano romano solamente podía ser el varón libre de potestad, es decir, no sujeto a la tutela del padre, en virtud de lo cual los hijos de un ciudadano romano sólo podían adquirir un patrimonio y la ciudadanía misma una vez que el pater familias moría. Por lo que respecta a las mujeres, ellas podían adquirir la ciudadanía, pero no podían ejercer activamente sus derechos políticos, por lo que en la práctica eran ex-cluidas de las decisiones de la civitas romana.

La ciudadanía era requisito indispensable para participar en el gobierno romano, y esta forma de participación democrática fue sobre todo importante durante la etapa de la historia romana denominada de la República. En efecto, después de la decaden-cia de la monarquía, tuvo lugar una nueva concepción de la ciudadanía y el tránsito hacia una nueva forma de gobierno: la República, que prometía prácticas más demo-cráticas, pues en los primeros siglos de la historia de Roma, las prerrogativas que traía consigo la ciudadanía sólo eran concedidas a la clase aristocrática. Con la República, la participación política de los ciudadanos romanos se amplió y permitió el florecimien-to de la democracia romana.

No obstante lo anterior, esta práctica democrática fue desapareciendo con la pau-latina instauración del Imperio, ya que durante esta etapa el gobierno fue férreamente centralizado en los césares, quienes no obstante que siguieron tomando parecer al pueblo romano en general y, al Senado en particular, centralizaron el poder y fueron menos afectos a la política de los ciudadanos. Aunque con el paso del tiempo algunos plebeyos pudieron obtener la ciudadanía, es necesario tener en cuenta que este fenó-meno tuvo lugar primordialmente durante la época del Imperio, momento en el cual la ciudadanía como forma de participación democrática había ya perdido la fuerza que tuvo durante la República.

En efecto, la expansión imperial de Roma motivó que la ciudadanía fuese reconoci-da a algunos miembros de aquellas regiones que iba conquistando el Imperio. De esta manera, los derechos y obligaciones ciudadanas se otorgaron a todos aquellos hombres libres que manifestaban su lealtad y obediencia al Imperio, aunque permanecieron cier-tos usos para disciplinar a los nuevos ciudadanos: cada cinco años debían inscribirse e

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II inscribir a su familia en el censo y declarar cuánta riqueza poseían para que se pudiera calcular el monto de los impuestos, porque de no hacerlo podían devenir en esclavos.

Esta ampliación de la ciudadanía continuó extendiéndose cada vez más en Roma, hasta que aproximadamente en el año 212 d.n.e. el emperador Antonino Caracalla de-claró ciudadanos romanos a todos los habitantes y hombres libres del Imperio, quienes debían cumplir con algunas obligaciones como el servicio militar y el pago del tributo. El hecho de favorecer a los hombres libres del Imperio con la ciudadanía, tenía como objetivo ganarse a las élites de las regiones conquistadas, pues sólo como ciudadanos se encontraban en posibilidades de auxiliar a Roma en sus aspiraciones imperiales.

De manera general, podemos decir que el elemento fundamental de la ciudadanía romana fue la libertad: sin ella no podía concebirse la idea de persona, pues el ser un hombre libre era un requisito indispensable para obtener el estatus político de ciuda-dano. En consecuencia, la ciudadanía romana se perdía cuando una persona dejaba de ser libre, y en otros casos, cuando renunciaba a ser parte de la comunidad romana o entraba voluntariamente en otra comunidad política, lo cual deja de manifiesto que no se podía detentar la ciudadanía de dos o más comunidades políticas.

Los derechos que detentaron los ciudadanos romanos fueron: en el ámbito civil, el connubium, es decir, la aptitud para contraer matrimonio, y el commercium, derecho para adquirir y transmitir la propiedad. En el ámbito político, el ius sufragii, o de-recho a participar activamente en la vida política de Roma, y el ius honorum, es decir, la posibilidad de ser electos por sus conciudadanos. Al principio los ciudadanos que ocupaban un cargo público no recibían retribución alguna, ya que se consideraba un privilegio servir al pueblo y a Roma, aunque con el paso del tiempo se implementó la retribución pecuniaria a los servidores públicos.20 En síntesis, la ciudadanía en la Roma antigua podía adquirirse, entre otras formas:

a) Si se nacía ciudadano, con lo cual los niños y las niñas obtenían el estatus político de su padre,b) Si se alcanzaba esa calidad en el transcurso de la vida, como era el caso de los esclavos que podían obtener la ciudadanía si sus amos eran romanos y los liberaban mediante la formalidad y la solemnidad requeridas,c) Si el pueblo romano se la concedía a un extranjero,d) Si un extranjero ayudaba a la República romana, jurándole lealtad o,e) Si un extranjero era adoptado por un ciudadano romano.

Ahora bien, a partir del siglo i de nuestra era, vemos como paulatinamente va creciendo al interior de las provincias romanas un movimiento religioso y político que va a transformar de manera profunda la naturaleza de la ciudadanía romana, de la vida política y del estatuto general de la persona en Occidente. En efecto, el cristianismo como movimiento religioso-político, que tiene su origen en las provincias orientales del Imperio romano, postulará la igualad intrínseca del ser humano y sostiene que todos

20 José Ledesma, “La ciudadanía en la experiencia jurídica de Roma”, en Vicente Arredondo Ramírez (coord.), op. cit., nota 2, p. 88.

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los hombres y las mujeres son iguales ante los ojos del creador. Semejante proclama igualitaria tuvo un profundo impacto al interior de la sociedad dominada por Roma que, como hemos señalado, descansaba en una base social esclavista en la cual la mayoría de la población era esclavo o esclava, con una minoría de ciudadanos libres.

Ciertamente, conforme el cristianismo se expandía por las provincias romanas, los esclavos hacían suyo el discurso igualitario de la nueva religión. Desde luego, si con-sideramos que en sus primeros momentos el cristianismo era una religión adoptada por los esclavos, podrá comprenderse que la ciudadanía era, en estos momentos, conside-rada como una institución creadora de la desigualdad entre los hombres, pues era concedida sólo a los hombres libres. Ya hacia el final del Imperio y conforme se exten-día cada vez más el cristianismo, la ciudadanía fue cada vez más asociada con la desigualdad y los privilegios concedidos a los hombres libres, mientras el cristianismo ganaba más adeptos entre los esclavos y, más tarde, entre algunos hombres libres, ciudadanos de Roma.

A partir del siglo i y hasta principios del siglo iv de nuestra era, el cristianismo se va extendiendo por todos los dominios romanos. Para principios de ese siglo iv, la po-blación cristiana al interior de las provincias romanas era ya inmensa, lo cual hacía ya muy difícil el gobierno de Roma y de sus provincias para el emperador y las élites políticas romanas. En la misma ciudad de Roma se encontraban ya muchos cristianos, que criticaban profundamente el privilegio de los ciudadanos libres. De esta forma y con el propósito de ganarse a un pueblo que en buena medida se había convertido al cristianismo, el emperador Constantino I inició el proceso de convertir al cristianismo en una religión oficial.

El reconocimiento del cristianismo como religión oficial en las provincias romanas por Constantino y las posteriores adaptaciones que fueron realizando otros emperadores, como Dioclesiano, debieron tener un profundo impacto sobre la noción de ciudadanía. En efecto, a partir de este momento, la ciudadanía como estatuto que favorecía únicamen-te a los hombres libres, tal como en esencia había sido concebida durante siglos, tanto en Roma como en Grecia, debió perder gran parte de su fuerza. En su lugar se fue cons-tituyendo una noción de igualdad ante Dios, en la que la antigua distinción entre hombre libre y esclavo desaparecía como noción esencial. Con la consolidación del cristianismo, se inicia en Occidente el eclipse del ideal ciudadano activo y secular (la persona que se afirma a través de la acción política) y principia la Edad Media, en la que el homus politicus es sustituido por el homo credens de la fe cristiana.

En otras palabras, hay un paradójico resultado con el declive de la ciudadanía y la aparición del cristianismo: si por un lado éste con su proyecto de igualdad tiende a diluir la desigualdad institucionalmente reconocida en Roma entre ciudadanos libres y esclavos; por otra parte, el ciudadano activo en el terreno político es desplazado, desde el comienzo de la Edad Media, por el creyente y la noción de ciudadanía pierde significativa importancia como institución que permite la participación política de los iguales en el gobierno, para ser desplazada por una noción de igualdad teológica despro-vista de participación política, en la cual las personas son iguales ante Dios pero carecen de juicio para participar activamente en los asuntos públicos.

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II Y aunque sería un error considerar que desaparecen las instituciones seculares sobre la política, como la democracia, la ciudadanía y otras formas de participación en los asuntos políticos, éstas son desplazadas por el cristianismo medieval que trasladó la fuente de autoridad y sabiduría de los representantes seculares a los religiosos. De esta forma, durante la Edad Media, toda la Europa cristiana estará sujeta a las autori-dades teocráticas: la Iglesia católica romana y el Sacro Imperio Romano.21

La institución de la ciudadanía reapareció con fuerza hasta el resurgimiento del republicanismo clásico que tuvo lugar durante el renacimiento temprano, especialmen-te en las ciudades de Italia, con lo que el significado de “la ciudadanía activa de la República” se transformó en una de las preocupaciones esenciales de la teoría política de la época. En este sentido, es importante señalar que los pensadores políticos de este renacimiento inicial revisaron la noción que los atenienses tenían sobre la ciudadanía, en virtud de lo cual bajo las directrices de los filósofos griegos, sobre todo Aristóteles y Platón, los pensadores renacentistas reformularon las nociones de la República y la ciudadanía. Aunque el concepto de polis mantuvo un lugar importante en la teoría política de la época y en especial en Florencia, dejó de ser considerada como un medio esencial para alcanzar la autorrealización de sus integrantes. En su lugar, se puso el acento en la virtud cívica como el medio apropiado para el ejercicio del gobierno y, sobre este punto, se puede apreciar cómo muchos de los autores italianos del Renaci-miento rescataron el pensamiento de autores romanos como Cicerón, que habían desa-rrollado un esquema esencial de virtudes que debían ejercer los ciudadanos de cual-quier organización política.22

El núcleo del argumento republicano descansaba en la libertad de la comunidad política, es decir, en el supuesto de que las ciudades italianas del Renacimiento, como Florencia o Venecia, no debían rendir cuentas a ninguna otra autoridad que no fuesen ellas mismas. En este sentido, el autogobierno era la base de la libertad, junto con el derecho de los ciudadanos a participar en la dirección de los asuntos comunes. Desde la perspectiva del renacimiento republicano, que como hemos dicho, retoma el pensa-miento grecolatino, un ciudadano era alguien que participaba en la tarea de asumir responsabilidades y otorgar su opinión en los asuntos comunes, es decir, la ciudadanía significaba la participación en la vida política. Esta definición de la ciudadanía, tal como la encontramos en las ciudades renacentistas italianas, resultaría difícil de com-prender en las democracias modernas, donde tales funciones las desempeñan los re-presentantes y funcionarios del Estado, ya que en el restringido espacio que concede la política contemporánea a sus ciudadanos hubiese sido considerada por los renacen-tistas republicanos, los griegos y romanos como antidemocrática.

Este proceso de recuperación de la noción de ciudadanía que se inicia en el Re-nacimiento se acentuaría con el advenimiento de la Ilustración. En efecto, el arribo de las ideas de la Ilustración y de los levantamientos contra los regímenes monárquicos

21 David Held, La democracia y el orden global. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 28 y 29.

22 Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, tomo I, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.

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absolutistas resaltó la reivindicación de aquellas ideas que proclamaban al ser huma-no como el eje fundamental de todo instrumento jurídico-político, al tiempo que hacía hincapié en la necesidad de recuperar la participación de los hombres en sus gobiernos. Este nuevo pensamiento se cristalizó en dos instrumentos clave para el desarrollo del concepto contemporáneo de ciudadano: la Declaración de Independencia de Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, pro-ducto de la Revolución Francesa. Estas declaraciones contienen una notable influencia de pensadores como Locke, Rousseau y Montesquieu, cuyas ideas fueron fundamenta-les para el desarrollo de una nueva concepción del derecho y de nuevas formas que permitieran contrarrestar el abuso del poder existente durante el desarrollo de los go-biernos monárquicos europeos.

En efecto, la paulatina desaparición de los regímenes monárquicos hizo necesaria la creación de instrumentos que permitieran distribuir y controlar el poder político, lo que era posible mediante la ciudadanía que era reconocida en estos documentos, pues posibilitaba que los hombres participaran en el ejercicio del mismo poder político. Surgió así una nueva relación político-jurídica: eran los ciudadanos quienes encomen-daban al Estado vigilar y proteger los nuevos derechos del pueblo soberano. Este nuevo contrato social restituía al pueblo la potestad soberana de destituir al gobierno que no garantizara el cumplimiento de las funciones que le fueron delegadas (la posi-bilidad de destituir al mal gobernante, ya venía siendo examinada por los pensadores neoescolásticos del siglo Xvi español). De esta manera, por medio de un escudo jurí-dico se truncaba la posibilidad de que se restablecieran gobiernos tiránicos y se ponía en el centro de la vida política el estatuto ciudadano.

En la Declaración de Derechos del Pueblo de Virginia, por vez primera los de-rechos que se reclaman no son los “concedidos” al pueblo por el monarca, sino que eran derechos inherentes al hombre por su propia naturaleza. En este tenor, los hombres y mujeres se conforman como una organización política cuyo fin primordial consiste en proteger esos derechos, pero para alcanzar este fin es inevitable que cedan parte de sus dere-chos a la sociedad y a través de las leyes se establezcan las formas en que se protegerán.23

En la búsqueda de nuevos mecanismos que permitieran la participación y el con-trol popular se inscribe el establecimiento del principio de representación que refor-zaba la nueva concepción del “ciudadano”. De esta manera, la posibilidad de partici-par activamente en las decisiones de la sociedad quedaba reservada a aquellos sujetos que mejor representaran los intereses de sus electores, pues las dimensiones de los Estados nacionales ya se habían consolidados para el siglo Xviii, hacían indispensable el ejercicio de los derechos ciudadanos a través de la figura de la representación.

En efecto, la democracia directa sólo fue posible en una sociedad política com-puesta de pocos ciudadanos, como lo fue la polis griega; por el contrario, ya al entrar a la edad moderna, los nacientes Estados nacionales europeos podían ser sociedades políticas de millones de personas, en los que cualquier tipo de representación directa

23 José Antonio Caballero, “La idea de ciudadanía en la revolución de independencia de los Estados Unidos de Améri-ca”, en Arredondo Ramírez (coord.), op. cit., nota 2, p.16.

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II se hacía imposible, en virtud de lo cual, era indispensable la intermediación de polí-ticos profesionales, dedicados a la representación de los intereses de otros ciudadanos.

No obstante los avances que significó esta Declaración, tampoco permitió conquis-tar a las mujeres y hombres de color la calidad de ciudadanos, por lo que el ideal de igualdad que se proclamaba en su artículo primero lo rebasaban los estigmas de una sociedad que aún no superaba las prácticas discriminatorias y anquilosadas de las socie-dades antiguas, lo que obstaculizaba el alcance de la democracia en América. Del mismo modo, en Francia la Revolución de 1789 constituyó un evento político sin com-paración en Europa, pues tenía como uno de sus proyectos principales la caída de la monarquía de Luis XVI y todo lo que ello representaba: la destrucción de una nobleza y todo un sistema de privilegios, en aras de levantar una sociedad de iguales, postula-dos por una pujante burguesía que deseaba abrirse más espacios políticos. Como bien dice Carré Malberg:

Era el comienzo de la destrucción de los órdenes o estados y el triunfo de los conceptos políticos del Tercer Estado, o sea, de la burguesía. Ésta, en efecto, para afirmar su supre-macía, tenía que combatir a los antiguos órdenes privilegiados. Desde entonces, los hombres que tomaban la dirección de la Revolución se vieron llevados a exponer el concepto de que el Estado no está formado por clases, grupos ni corporaciones con intereses especiales, sino únicamente por individuos iguales entre sí y entre los cuales no puede establecerse distinción política.24

Con el derrocamiento de la monarquía y la decapitación de Luis XVI, una nueva forma de gobierno, sostenida en la noción de ciudadano, se establecía por primera vez en Europa. En efecto, a partir de la Revolución Francesa, la concepción de ciudadano, que descansaba en una noción individualista e igualitaria de los hombres, se robustecía. Por lo que respecta a esta base igualitaria, el artículo 1° de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano decía: “los hombres han nacido, y continúan siendo, libres e iguales en cuanto a sus derechos”,25 lo que rompía definitivamente con la tradición de privilegios propia de la monarquía y dejaba en el olvido la distinción de derechos obte-nida por el estatus social o la situación económica como un elemento para acceder a la ciudadanía, con lo cual podemos confirmar que, “la proclamación de la igualdad de los hombres ante la ley, es el primer basamento del concepto contemporáneo de ciudadano”.26

Sin duda, la Declaración francesa bosqueja los cimientos del Estado moderno, especificando manifiestamente los límites del Estado, y su equivalente en la sociedad: a partir de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, por primera vez se dota al ciudadano de poder de decisión y participación dentro del Estado moderno, lo que contribuyó de manera notable al desarrollo de la idea de democracia en los Estados contemporáneos.

24 R. Carré de Malberg, Teoría general del Estado, México, FCe, 1948, p. 949.25 George Jellinek, La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, México, Instituto de Investigaciones

Jurídicas-unam, 2000, p. 96.26 Marcia Muñoz de Alba, “El concepto de ciudadano a partir de la Revolución francesa”, en Arredondo Ramírez

(coord.), op. cit., nota 2, p. 145.

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Pero no sólo esta Declaración sentaría las bases para el otorgamiento de la ciudada-nía a todos los integrantes del Estado, también la Revolución Francesa y su Declaración serían las causantes de una gran conflagración militar europea que, en la práctica, haría necesario el reconocimiento de la ciudadanía universal. Me explico, la caída definitiva de la monarquía en Francia ponía en peligro a las otras monarquías europeas que temían que el nuevo discurso ciudadano e igualitario llegara hasta ellas y pusiera en entredicho la legitimidad de sus privilegios cortesano-monárquicos; en consecuencia, fueron hosti-les al nuevo gobierno popular-burgués francés y le declararon la guerra.

La defensa inicial que puso en marcha Francia para defender su Revolución contra las monarquías europeas y la posterior etapa de defensa y expansión que tuvo lugar con las guerras napoleónicas, pusieron en armas a millones de hombres a todo lo ancho y largo del continente europeo, lo que tuvo como consecuencia que estas guerras se convirtieran en los movimientos bélicos que más seres humanos movilizaron hasta ese momento. De aquí nació la idea de que cada ciudadano era a la vez un soldado en defensa de su patria, en consecuencia, se debía reconocer la ciudadanía al mayor número de hombres como fuera posible, pues las guerras que inauguraban el siglo XiX así lo exigían.

Esta idea fue en particular importante en Francia y permitió a Napoleón cons-tituir un ejército verdaderamente ciudadano, que pudiese rivalizar con las potencias extranjeras que amenazaban los logros de la Revolución. De esta manera, no fue extraño que en los ejércitos napoleónicos hubiese extranjeros que se alistaban con el único propósito de obtener la ciudadanía, o bien ciudadanos franceses que consideraban que luchar por la Revolución era la única manera de conservar su estatus igualitario, pues si la Revolución fracasaba y la monarquía fuese restaurada, los privilegios, pen-saban, serían restaurados.

El mismo Napoleón fue útil a este propósito, pues a diferencia del resto de la élite militar europea, constituida esencialmente por nobles, Napoleón era un soldado que había ascendido en la escala militar por sus propios méritos, en otras palabras, era un simple ciudadano, un hijo del pueblo, como le decían los franceses. Inevitablemente, el resto de los Estados europeos también se vio en la necesidad de incorporar a cientos de miles e inclusive millones de hombres a sus ejércitos, lo que parecía imposible mientras se mantuviera el antiguo estatus que consideraba el ejercicio de las armas como privilegio de la nobleza; para incorporar al pueblo al ejército había necesidad de hacerle sentir que era parte de la vida del Estado, y que los intereses de éste eran también los suyos, es decir, había necesidad de incorporarlo a la vida política de su sociedad. En este sentido, el reconocimiento de la ciudadanía universal era un exce-lente instrumento. En síntesis, conforme la estrategia militar del siglo XiX y de la pri-mera mitad del siglo XX requerían de la presencia de millones de seres humanos en los campos de batalla, esta noción político-militar de la ciudadanía se extendería, primero, por toda Europa y después por el resto del mundo.27

27 Anthony Giddens, Modernity and self identity. Self and Society in the late Modern Age, Cambridge (GB), Polity Press, 1991. Hay traducción al español: Modernidad e identidad del yo: el yo y la sociedad en la época contemporánea, Barcelona, Editorial Península, 2000.

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II Ahora bien, independientemente de la vinculación político-militar de la ciudada-nía, ésta, como ya hemos dicho más arriba, fue extendiéndose como un justo reclamo de igualdad por toda Europa y en los nacientes Estados latinoamericanos que obtenían su independencia a principios del siglo XiX. De esta manera, las nociones de ciudada-nía y soberanía popular serían esenciales en ese siglo, que es sin dudas, uno de los momentos más importantes de consolidación del Estado nacional moderno. Estado nacional y ciudadanía van juntas en este momento, como bien lo ha señalado Habermas:

La autoconciencia nacional de la gente proveyó un contexto cultural que facilitó la activa-ción política de la ciudadanía […] Con la transición a un Estado nacional democrático […] la ciudadanía ganó el adicional significado político y cultural de un logro perteneciente a la comunidad de ciudadanos autorizados, los cuales activamente contribuyen a su man-tenimiento.28

Sin embargo, también es justo señalar que el reconocimiento de la ciudadanía fue un proceso lento a todo lo largo del siglo XiX, pues “la burguesía, clase impulsora de este movimiento revolucionario, siguió protegiendo los derechos políticos para sí”,29 ya que en general la ciudadanía era esencialmente reconocida, no sólo a quienes podían formar parte de las filas militares, sino también a quienes poseían un patrimonio y podían contribuir esencialmente al fisco; es más, la posibilidad de ser representante en los órganos de gobierno era esencialmente reconocida sólo a quienes tuvieran una riqueza que los respaldara.

Desde luego que semejante práctica pasaba por la discriminación de las mujeres y de las minorías etno-culturales al interior de esos Estados nacionales. Esta forma de la ciudadanía censitaria, es decir, reconocimiento pleno de la ciudadanía sólo a los hombres blancos y con patrimonio, fue característica de Inglaterra y de otros Estados europeos durante buena parte del siglo XiX, así como de los Estados Unidos de América, país este último que vio desaparecer la esclavitud hasta muy avanzado ese siglo y después de una sangrienta guerra civil. Más aún, el derecho al voto para las mujeres fue un logro básicamente del siglo XX y, apenas en 1971, Suiza lo reconoció a sus mujeres. El últi-mo gran momento de expansión de la ciudadanía tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XX y tiene dos acontecimientos clave:

a) La caída de los imperios coloniales, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, yb) La paulatina extensión del gobierno democrático a partir, principalmente, de la década de 1980. Por lo que respecta a la caída de los imperios coloniales, hay que resaltar que durante toda la etapa colonial a los habitantes de los territorios ocupados por las potencias europeas en África y Asia, en particular, se les negó una plena ciudadanía, pues aunque muchas veces eran reconocidos como ciudadanos de las metrópolis (como franceses o in-gleses), en realidad no podían participar realmente en la vida política, pues estaban impo-

28 J. Habermas, “El Estado-nación europeo. Sus logros y sus límites. Sobre el pasado y futuro de la soberanía y la ciu-dadanía”, en Alegatos, núm. 31, México, uam-Azcapotzalco, 1995, pp. 529-530.

29 Muñoz de Alba, op. cit., nota 2, p. 148.

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sibilitados para elegir a sus representantes, tanto en sus naciones originales como en las metrópolis imperiales. Una vez que las potencias coloniales comenzaron a retirarse de sus antiguas colonias, éstas se constituyeron en Estados nacionales y comenzaron el proceso de su consolidación ciudadana, permitiendo a sus nacionales ir participando en sus asun-tos políticos, a través del reconocimiento pleno de la ciudadanía. Este es el caso de nacio-nes como India, Vietnam o Argelia.

La segunda gran etapa de este último gran momento de expansión del estatuto ciudadano tiene lugar, como dijimos, muy recientemente, en especial a partir de la década de 1980. Entonces muchos Estados nacionales se integraron a ese gran movi-miento global de expansión de las democracias, con lo que comenzaron a abandonar poco a poco formas de gobierno autoritarias o cuasi-autoritarias y asumieron en su lugar la democracia. En Europa tenemos los casos de España, Portugal y Grecia; des-taca de manera particular el caso español, no sólo por la pacífica transición política, sino también por su despegue económico.

También en Latinoamérica tenemos casos notables, como los de Argentina, Brasil y Chile, pues su tránsito de dictaduras militares a democracias presidenciales tuvo lugar de manera pacífica. México, dentro del contexto latinoamericano, es un caso tardío de incorporación a la democracia, pues apenas hasta el año 2000 transitó de un sistema de partido predominante a uno de verdadera competencia electoral. Sin em-bargo, en el caso de los países latinoamericanos se ha insistido que el déficit social que mantiene todavía a un porcentaje muy alto de la población en la pobreza pone en riesgo a estas frágiles y nuevas democracias.

Finalmente, nos interesa destacar que el final del siglo XX y el principio del nuevo milenio han presenciado un impresionante movimiento migratorio global, que incita a repensar la noción de ciudadanía, pues ahora estamos observando cómo millones de seres humanos viven fuera de sus lugares de origen y se han trasladado a otros Estados nacionales en busca, principalmente, de mejores condiciones económicas y no gozan de ninguno de los derechos políticos esenciales del estatus ciudadano, lo cual los co-loca en una posición de franca desigualdad frente al resto de la población. Sólo con el propósito de ilustrar la magnitud de este fenómeno, diremos que para 1995 la pobla-ción extranjera de los países que integraban la Organización Europea para la Coo-peración Económica y el Desarrollo era de 19 millones, de los cuales menos de siete millones eran ciudadanos de la Unión Europea.

Los residentes extranjeros en Alemania sumaban 9 por ciento de la población; 19 por ciento en Suiza; 6 por ciento en Francia, y 1 por ciento en Japón. Los Estados Unidos tenían 25 millones de residentes nacidos en el extranjero en 1996, 9 por cien-to del total de la población; Canadá tenía 5 millones o 17 por ciento de su población; Australia tuvo cuatro millones o 23 por ciento de su población.30 Además, han tenido lugar fenómenos migratorios atípicos como el que se presenta entre México y los Esta-dos Unidos, ya que, por ejemplo, para el año 2000 se estimaba que había 7’841,000

30 Stephen Castles y Alastair Davidson, Citizenship and Migration. Globalization and the politics of belonging, Malaysia, Macmillan Press LTD, 2000, p. 64.

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II personas residentes en ese país que habían nacido en México, por lo que los inmigran-tes mexicanos constituían en ese año 27.69 por ciento de la población total estadouni-dense nacida en el extranjero.

Asimismo, los hispanos representan 12 por ciento de la población estadounidense total en el 2000, de los cuales dos tercios son de origen mexicano y se estima que re-presentarán 25 por ciento de la población en 2040.31 Al respecto, es importante seña-lar que casi todos los Estados nacionales han experimentado algún tipo de emigración o inmigración y, frecuentemente, ambos fenómenos. En este sentido, parece claro que no obstante los intentos para reducir la migración y controlar las fronteras de los Esta-dos que mayor flujo de inmigrantes reciben, no hay razón para pensar que este fenó-meno disminuirá en el futuro próximo.

El fenómeno migratorio mundial está compuesto, sobre todo, por dos grupos de inmigrantes: la migración regular y la irregular. En el primer caso casi no tenemos problemas, pues los inmigrantes han ingresado al Estado receptor bajo un programa oficial que ampara su acceso y estancia legal, y es muy probable que a esos inmigran-tes se les reconozca la ciudadanía después de un periodo de residencia. En cambio, en el segundo grupo es donde aparecen los mayores problemas, ya que a los inmigrantes irregulares se les niega de forma sistemática la ciudadanía (y la nacionalidad, según que el sistema jurídico distinga entre ciudadanía y nacionalidad, como veremos más adelante) y se les excluye casi permanentemente de la vida social y política.

La inmigración irregular está integrada, a su vez, por otros dos subgrupos: en el primer subgrupo se encuentran todas aquellas personas que son admitidas sobre bases humanitarias, como los refugiados, o que han adquirido la posibilidad individual de in-migrar, como es el caso de los trabajadores admitidos para labores específicas. El segun-do subgrupo está integrado por todos aquellos que se las arreglan para atravesar fronteras de manera clandestina, o permanecer en el Estado nación que los ha recibido más tiem-po del que les permite su visa. Al primer subgrupo, normalmente los Estados liberales les niegan la residencia y cuando se les llega a conceder, entonces lo que se les niega es el acceso a la ciudadanía, con lo que se les mantiene al margen de la sociedad.

A los miembros de la segunda categoría se les niega en definitiva tanto la residen-cia como la ciudadanía, con lo que se les mantiene excluidos de la sociedad principal, y cuando se les encuentra son deportados definitivamente. En ambos casos, la margi-nación de estos inmigrantes irregulares nos enfrenta al hecho de que millones de seres humanos vivan excluidos de la ciudadanía, y ello constituye en sí un elemento de terri ble desigualdad.32

Sin duda, el fenómeno de los inmigrantes indocumentados constituye en la actua-lidad uno de los mayores problemas que enfrentan los Estados nacionales, y en parti-cular las democracias contemporáneas en relación con el número de personas que no gozan de ciudadanía, pues sus números son impresionantes. No existen cifras confiables en el mundo; sin embargo, se estima que sólo en Estados Unidos para 2003 debió

31 Samuel P. Huntington, Quiénes somos, Barcelona, Paidós, 2004, cap. 9.32 Rainer Baubock, Agner Heller y Aristide R. Zolberg, The Challenge of Diversity, EUA, Avebury, 1996, pp. 7-9.

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haber entre ocho y diez millones de trabajadores indocumentados, de los cuales se estimaba que 4.8 millones eran mexicanos.33 En Europa el número de inmigrantes indocumentados se aproxima al 10 por ciento de los residentes legales extranjeros, lo cual puede arrojar una cifra de algunos millones de personas en los Estados desarro-llados de Europa.34

El mayor número de trabajadores indocumentados que se debe encontrar en un solo Estado nacional es en Estados Unidos, donde millones de trabajadores mexicanos, y de otros muchos países, han sido empleados en la agricultura, la industria y los ser-vicios desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y en particular desde 1965 con la ley de inmigración de ese año.35 Así, por ejemplo, las estimaciones del número de mexicanos que logran entrar indocumentados cada año a Estados Unidos es de alrede-dor de 105,000 cada año, según una comisión binacional mexicano-estadounidense, y de 350,000 por año durante la década de 1990, según la autoridad migratoria de los Estados Unidos. Conforme a fuentes estadounidenses, se estima que dos tercios aproximados de los inmigrantes mexicanos que han ingresado a Estados Unidos desde 1975 lo han hecho como indocumentados.

En síntesis, este fenómeno migratorio nos obliga a repensar la necesidad de definir a la ciudadanía, pues de otra manera dejaremos en los márgenes de esas sociedades políticas a los millones de inmigrantes que se han trasladado a los Estados receptores en busca de una mejor forma de vida. El hecho de no reconocerles la ciudadanía des-pués de un periodo razonable de tiempo no sólo les niega el derecho de participación política que todo Estado nacional necesita para gozar de legitimidad, sino que también en paralelo les margina de toda igualdad socioeconómica frente al resto de la población.

La discriminación del estatuto tiene una larga tradición: sistemas de discriminación institucionalizada como la esclavitud, el trabajo no regulado y el apartheid han sido centrales en los tiempos modernos. Actualmente, la negativa de los Estados nacionales a otorgar la ciudadanía y los derechos asociados con ella, ocasiona que diversas catego-rías de personas en el mundo no disfruten de las condiciones mínimas para desarrollar su personalidad en términos de justicia.36 En efecto, la ciudadanía constituye en la ac-tualidad un requisito indispensable en los Estados nacionales para que las personas gocen de los derechos y las libertades básicas que todo Estado democrático debe conce-der. En consecuencia, la persistencia de los Estados en negarles la ciudadanía a millones de trabajadores extranjeros, buscadores de asilo y trabajadores indocumentados y, con-secuentemente, la negativa a reconocerles los más esenciales derechos y libertades bá-sicas, contradice el principio de igualdad básico de todo Estado democrático.

En virtud de lo anterior, es necesario reflexionar en la nueva situación de la que todos formamos parte en la actualidad, ya que a partir de la idea de globalización los estándares y paradigmas que fueron determinantes para comprender nuestras socieda-

33 Samuel P. Huntington, “El desafío hispano”, en Letras Libres, abril de 2004, p. 14.34 Castles y Davidson, op. cit., nota 12, pp. 71 y 72.35 Sobre los trabajadores mexicanos irregulares en los Estados Unidos puede consultarse el muy comprensivo libro de

Jorge Bustamante, Migración internacional y derechos humanos, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas-unam, 2002.36 Castles y Davidson, op. cit., nota 12, pp. 69 y 70.

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II des se han ido modificando, y en este contexto, la ciudadanía no ha sido la excepción, pues aunque su concepto ha sido frecuentemente enlazado al lugar de origen, hoy es preciso preguntarnos cuáles son los alcances del estatuto ciudadano, evidentemente atendiendo la situación e insuficiencias político-jurídicas de cada Estado, como acer-tadamente señala Habermas:

Actualmente todos nosotros vivimos en sociedades plurales que se alejan del formato de nación Estado basado sobre una población más o menos homogénea culturalmente […] pero escondida detrás de la fachada de la homogeneidad cultural aparece el mantenimien-to opresivo de la cultura mayoritariamente hegemónica.37

En consecuencia, se torna indispensable reflexionar sobre la ciudadanía como factor de integración al Estado nacional de la diversidad etnocultural generada por la inmigra-ción. Por lo tanto, debemos comenzar por replantear qué debe ser la ciudadanía en los Estados democráticos que poseen una creciente diversidad etnocultural producto de la inmigración, ya que si no existiera la posibilidad de integrarlos en la ciudadanía, ¿dónde estaría la legitimidad de las instituciones políticas si no pueden basarse en los principios de igualdad situados en el centro mismo del Estado democrático y de la noción de ciu-dadanía? ¿Sería justo un Estado cuyo gobierno pretenda gobernar incluso sobre los tra-bajadores extranjeros, los buscadores de asilo y los inmigrantes indocumentados (quienes están sujetos a ese gobierno), pero no les concediera a éstos la posibilidad de adquirir la ciudadanía una vez que hayan cumplido con las condiciones mínimas de igualdad en relación con el resto de la población? Así las cosas, reflexionemos sobre lo que es y debe ser la ciudadanía, pues el hecho de poseer una noción insuficiente acerca de ésta ha sido causa de las más profundas desigualdades e injusticias que sobre ciertos grupos humanos podamos dar registro en la época contemporánea.

Teoría de la ciudadanía. Su significado y las diversas concepciones de la ciudadanía

Las concepciones sobre la ciudadanía han sido numerosas, cada sociedad establece las pautas y los elementos que la conforman con base en su cultura, su historia y, más aún, con base en el rumbo que desean darle a su organización política y jurídica. Sin embargo, de manera muy general, podemos decir que ciudadanía es el estatuto a través del cual se reconocen los derechos políticos esenciales a una persona para que parti-cipe en la integración de su gobierno, o bien, forme parte del mismo gobierno. Ciuda-dano, en consecuencia, es todo aquel habitante de un Estado que posee derechos po-líticos y, además, tiene la posibilidad de ejercerlos.

Para empezar, es importante señalar que existen órdenes jurídicos que distinguen entre ciudadanía y nacionalidad, como los de algunos países latinoamericanos, entre

37 Habermas, op. cit., nota 10, p. 533

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ellos México; mientras otros no distinguen y se refieren sólo a la ciudadanía, como sucede en la mayoría de los países con tradición jurídica angloamericana. En efecto, en el primer caso, basta con que la persona obtenga la nacionalidad para que se le reconozcan los derechos fundamentales que otorga la Constitución, y la ciudadanía es una noción esencialmente referida a los derechos políticos, tal es el caso mexicano. Otros órdenes normativos, en cambio, no distinguen entre nacionalidad y ciudadanía, o más aún, sólo se refieren a la ciudadanía como el requisito esencial para gozar de los derechos y las libertades fundamentales que reconoce la Constitución, al tiempo que también se refiere al reconocimiento de los derechos políticos fundamentales. Como bien dice Diego Valadés, la distinción entre ciudadanía y nacionalidad tiene su origen en Latinoamérica:

La Constitución de Estados Unidos no distingue, como en la mexicana, entre nacionalidad y ciudadanía […] El concepto constitucional de ciudadano apareció en Francia, en 1791, pero la Constitución no contempló la distinción entre nacionalidad y ciudadanía, como tampoco lo hizo la Constitución gaditana de 1812. La primera Constitución que diferenció entre nacionales y ciudadanos fue la peruana de 1823. En México la distinción forma parte del orden constitucional desde 1836. En la actualidad, con excepción de Argentina, Brasil y Uruguay, todas las constituciones latinoamericanas hacen la diferenciación. Se trata de una institución propia del constitucionalismo latinoamericano, por lo que su com-prensión se dificulta en otros sistemas. De manera general, se ha entendido por casi dos siglos que la nacionalidad es un vínculo jurídico entre una persona y un Estado, en tanto que la ciudadanía es un requisito para ejercer derechos políticos. Los nacionales son titu-lares de todos los derechos fundamentales que las constituciones reconocen, excepto los de naturaleza electoral. El constitucionalismo latinoamericano se incorporó así a la corrien-te de los derechos fundamentales trazada por Estados Unidos y Francia en el siglo Xviii, y a la vez construyó una defensa ante la presencia de numerosos naturales que, se temía, seguían observando lealtad a la Corona española.38

Hecha la aclaración anterior, es importante hacer una breve reflexión sobre qué es la noción de ciudadanía y qué significa ser ciudadano. Para ello examinemos qué es la ciudadanía. La primera respuesta que podemos ofrecer es que la ciudadanía significa “lo opuesto de ser un simple sujeto, [pues implica una relación] del individuo con el Estado y sus autoridades, mediante la cual los gobernados disfrutan de derechos básicos”.39 Esta primera respuesta equivale a la noción de nacionalidad en algunos de los sistemas jurídicos latinoamericanos, como el mexicano, y por ella el individuo deja de ser un objeto y se transforma en un sujeto de derechos, pues a través de la naciona-lidad la persona adquiere los derechos y las libertades básicas. En este sentido, pode-mos apreciar cómo en los sistemas jurídicos en los que no se distingue entre naciona-lidad y ciudadanía, ésta se ha convertido en requisito indispensable para que las

38 Diego Valadés, Los derechos políticos de los mexicanos en Estados Unidos. Documento de trabajo, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas-unam, julio de 2004, p. 12.

39 Rainer Bauböck, Transnational Citizenship. Membership and rights in international migration, Reino Unido, Edward Elgar Publishing, 1994, p. vii.

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II personas adquieran en los Estados nacionales los derechos y las libertades básicas que todo Estado democrático debe reconocer. Siguiendo a Bauböck, en segundo lugar, la ciudadanía también significa:

Que las personas puedan ejercitar control directa o indirectamente sobre los gobiernos, ya sea a través de su participación en las deliberaciones políticas, o a través del voto en temas específicos o mediante la elección de sus representantes.

En este segundo sentido se entiende la ciudadanía en la mayoría de los países latinoamericanos, como México, y se relaciona con los derechos y las libertades polí-ticas esenciales (votar y ser votado), así como con el derecho de igualdad para acceder a los cargos públicos. Una tercera respuesta a qué significa la ciudadanía y que no es menos importante, es que la ciudadanía también puede significar “que las personas son iguales como miembros de una entidad política determinada”.40

En este tercer sentido, diríamos que la ciudadanía aparece ligada fundamental-mente al principio de igualdad. Por ello, cuando la ciudadanía es negada a millones de personas en todo el mundo, se les coloca en una posición de franca desventaja frente al resto de la sociedad que sí goza de esa ciudadanía. La igualdad, en este sentido, debe entenderse en tres sentidos: igualdad de todos, incluidos los integrantes de las minorías etnoculturales producto de la inmigración, para disfrutar de los derechos y las libertades fundamentales; igualdad de todos para acceder a los beneficios socioe-conómicos, e igualdad de todos para acceder a los puestos públicos del Estado y deci-dir cómo se deben manejar los asuntos públicos. Como se podrá desprender de las anteriores consideraciones, la ciudadanía se ha convertido en un presupuesto consti-tucional indispensable para que las personas puedan gozar de los derechos de igualdad que todo Estado democrático debe garantizar.

En efecto, el hecho de que los trabajadores extranjeros, los buscadores de asilo y los inmigrantes indocumentados carezcan de toda posibilidad de controlar al gobierno al que efectivamente se encuentran sujetos —pues no tienen ninguna posibilidad de votar, ni de elegir a sus representantes, ni de participar en las deliberaciones políticas que les son de interés— atenta contra los derechos y la libertades políticas que toda persona debería gozar en un Estado democrático, así como al derecho de igualdad para acceder a los cargos públicos. Más aún, atenta contra los presupuestos esenciales de cualquier Esta-do democrático pues, ¿qué legitimidad democrática puede existir en un Estado cuyos gobernados no pueden participar de ese gobierno, ni influir en su dirección?

Este estatuto de igualdad que otorga la ciudadanía no sólo es indispensable para participar en el gobierno de los Estados democráticos, sino que además es necesario para que en algunos países las personas puedan acceder a mejores salarios y a los beneficios que ofrece la seguridad social. Éste ha sido, por ejemplo, el caso de los Estados Unidos a finales de la década de 1990, cuando se expidieron varias leyes que negaban cualquier servicio social a los inmigrantes indocumentados y a sus familiares,

40 Idem.

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a los que por no ser ciudadanos sencillamente se les retiraban estos beneficios, a pesar de que pagaban los impuestos correspondientes. Tal situación crea un contexto de franca desigualdad frente a la sociedad dominante que sí es ciudadana, ya que los trabajadores indocumentados se ven obligados a ganar bajos salarios y carecer de se-guridad social.

Ferrajoli ha llamado la atención sobre esta asociación actual entre ciudadanía y derechos fundamentales cuando nos habla de la crisis en la que se encuentra precisa-mente la ciudadanía, debido a las aporías o incompatibilidades que percibe entre el Derecho internacional y el Derecho estatal:

Así se explica la segunda antinomia ya indicada: aquella entre el universalismo de los derechos fundamentales y los límites estatales impresos a la ciudadanía. Aunque estos derechos, hecha la excepción de los políticos, siempre han sido proclamados como “universales” —desde la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1798, y después por las sucesivas constituciones y por los mismos códigos civiles, como el Código Napoleónico que estableció en el artículo 7° que el ejercicio de los derechos civiles es independiente de la calidad de ciudadano—, su universo jurídico ha terminado por coincidir con el ordenamiento interno de cada Estado. La antinomia se ha hecho pa-tente en los últimos años con la explosión del fenómeno migratorio. Estos derechos fueron proclamados como universales sin ningún costo cuando aún la distinción entre hombre y ciudadano no creaba ningún problema, no siendo verosímil que los hombres y mujeres del tercer mundo pudieran llegar a Europa y pedir que se cumplieran esos derechos […] Pero hoy el universalismo de los derechos humanos ha sido puesto a prueba por la presión ejercida sobre nuestras fronteras, por masas de personas hambrientas, la cualidad de per-sona ha dejado de ser suficiente como su presupuesto —de los derechos fundamentales—, por otro lado, siendo la ciudadanía el presupuesto del derecho de acceso y residencia en el territorio del Estado, de hecho se ha transformado en su naturaleza. Es así como la ciudadanía ha cesado de ser base de la igualdad. Mientras al interior se ha hecho una di-visión entre ciudadanías desiguales, correspondiendo a una nueva diferencia de estatus, entre ciudadano optimo iure; semiciudadano con permiso de estancia; refugiados irregu-lares y clandestinos. Al exterior, ella funciona ahora como privilegio y fuente de exclusión y discriminación, en relación con los no ciudadanos.41

Descritos los tres significados que puede asumir la ciudadanía, describamos las tres concepciones principales mediante las cuales el estatuto legal de la ciudadanía puede ser caracterizada. Estas concepciones son: la nacional, la republicana y la nues-tra, que llamaré multicultural o incluyente. En la concepción nacional o nacionalista, “la sociedad humana a ser incluida en la ciudadanía, tiene su propia vida cultural de manera independiente al Estado en el cual está organizada”,42 pues existe una comu-

41 Luigi Ferrajoli, “Más allá de la soberanía y la ciudadanía. Un constitucionalismo mundial”, en Revista Alegatos, núm. 31, México, septiembre/diciembre de 1995, p. 539.

42 John Rundell y Rainer Bauböck (eds.), Blurred Boundaries: Migration, Ethnicity, Citizenship, Hungría, Ashgate Publishing Limited, European Centre Vienna, 1998, p. 33.

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II nidad cultural, de lenguaje, religión o descendencia común en el imaginario colectivo,43 o bien una experiencia histórica compartida. Normalmente, esta cultura constituirá una cultura dominante dentro del propio Estado y será impuesta como hegemónica a las otras culturas minoritarias ubicadas en el espacio territorial del Estado nacional. De esta forma, la ciudadanía se considera como:

Accesible a todos aquellos que reclamen la membresía en semejante cultura nacional dominante, independientemente de dónde vivan y del Estado en el que se encuentren. Más aún, en este tipo de modelo las reglas de transmisión de la ciudadanía a través de las ge-neraciones, generalmente reflejan un ideal de la auto-reproducción de la membresía na-cional, en la que se considera al principio de descendencia (ius sanguinis) como la mejor aproximación.44

Aunque el principio territorial (ius soli) también ocupa un lugar importante. Así las cosas, la concepción nacionalista da lugar a la creación de la interpretación según la cual la afinidad cultural e histórica se puede sintetizar en una homogénea identidad nacional, de tal manera que el Estado como entidad política tendrá que adoptar y promover esa cultura nacional dominante; en ocasiones este modelo uninacional pue-de requerir, según el lugar donde se reproduzca, de una raza, de una cultura o de una religión predominantes. Ahora bien, donde la cultura nacional, la descendencia étnica, la religión o la raza marcan las fronteras de la sociedad receptora y los límites de la ciudadanía, los inmigrantes serán preseleccionados para efectos de adquirir la ciuda-danía con base en estos criterios, motivo por el cual permanecerán excluidos o inter-namente segregados; asimismo, donde una lengua nacional o las tradiciones culturales compartidas sean invocadas, los inmigrantes serán requeridos para asimilarse con el propósito de calificar como ciudadanos plenos, lo que implicará para las minorías etnoculturales un amplio costo en término del respeto a sus derechos culturales.

Al respecto, es importante señalar que dicha concepción nacionalista de la ciuda-danía ha sido frecuentemente favorecida por los Estados modernos, pues ha sido común que se privilegien aquellas posiciones que favorecen la creación de un marco unina-cional estatal como única referencia a la sociedad política, desconociendo cualquier posibilidad para crear una nación multicultural y pasando por alto las identidades culturales de las minorías nacionales y etnoculturales. Entre los partidarios de este modelo nacional tenemos, por ejemplo, el viejo caso de John Stuart Mill.45

En contraste con la concepción nacionalista de la ciudadanía, la concepción repu-blicana alude en esencia “a la sociedad política que toma prioridad sobre otro tipo de afiliaciones como pueden ser las afiliaciones étnicas, religiosas” o sobre cualquier otro

43 Sobre esta idea de una comunidad imaginada como base de la identidad nacional, véase, B. Anderson, Imaged Com-munities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Londres, New Left Books, 1983. Hay traducción al español realizada por el Fondo de Cultura Económica.

44 Rundell y Bauböck (eds.), op. cit., nota 24, p. 33.45 John Stuart Mill, “Considerations on Representative Government”, en Geraint Williams y Everyman J.M. Dent (eds.),

Utilitarianism, Liberty, Representative Government, Londres, 1993, pp. 391-428. Hay varias traducciones al español, por ejemplo, Consideraciones sobre el gobierno representativo, Madrid, Alianza, 2001.

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tipo de vínculo cultural. Esta concepción alienta las virtudes patrióticas y cívicas, a la vez que activa la participación política, por lo que la ciudadanía es considerada más como una práctica para tomar parte en los asuntos públicos del Estado que como un estatuto legal.46 Uno de los problemas de la concepción republicana es que privilegia los derechos y las libertades políticas sobre cualquier otro tipo de derechos y libertades.

Así, por ejemplo, esta concepción consideraría plenamente ciudadanos a aquellas personas que participan o han participado activamente en la política del Estado, en consecuencia estarían excluidos de ella todos aquellos inmigrantes, regulares o irre-gulares que pudiesen acreditar una residencia de varios años, ya que antes no habrían estado en posibilidades de ejercer sus derechos políticos. Mientras que para la con-cepción nacionalista sólo una cultura es relevante, para la concepción republicana, ninguna cultura es relevante, por lo que tampoco esta última parece suficiente para valorar las diferentes culturas que pudiesen convivir al interior de un Estado nacional como producto de la inmigración internacional o de la existencia previa de pueblos indígenas.

También para la concepción republicana es irrelevante una distribución igualitaria de los bienes socioeconómicos y, peor aún, esta concepción ha tendido con frecuencia a ser elitista. Por ejemplo, en el mundo antiguo y en la etapa temprana de la moderni-dad las ciudades-Estado asumieron concepciones republicanas de la ciudadanía que generalmente combinaban un elemento republicano con otro elitista (como podía ser la propiedad) para definir a la sociedad política. De esta manera, la concepción repu-blicano-elitista reconocía sólo como ciudadanos a aquellos que estaban calificados, es decir, que tenían propiedad y estaban dispuestos a participar activamente en la políti-ca, excluyendo de la ciudadanía primero a los esclavos, después a las clases trabaja-doras, a las mujeres y cualquier minoría etnocultural.

A diferencia de las dos concepciones anteriores, una nueva concepción de la ciu-dadanía se está abriendo espacio recientemente en los Estados contemporáneos, lla-maré a esta concepción multicultural o incluyente de la ciudadanía, ya que tiende a ser más flexible que las otras dos frente al creciente fenómeno de la inmigración inter-nacional que impacta a los Estados nacionales en esta etapa de la globalización y de las rápidas comunicaciones, pues reconoce la posibilidad de otorgar la ciudadanía a la población que está sujeta, por un periodo constante y más o menos largo de tiempo, al poder de un Estado. Con base en esta concepción, estarían en posibilidad de adquirir la ciudadanía todos aquellos inmigrantes, indocumentados o no, que acreditaran una residencia mínima en el Estado receptor (por ejemplo, de tres a cinco años, según el país de que se trate) y que haga presuponer su deseo de permanecer en él, además de haber iniciado su proceso de integración a la sociedad receptora.

A diferencia de las concepciones nacional y republicana que son más amables para los integrantes de la sociedad de origen o sociedad dominante, la concepción multicul-tural es la única que permitiría conceder la ciudadanía constitucional a aquellas mi-norías etnoculturales que han sido generadas por la inmigración, ya sea ésta regular o

46 Rundell y Bauböck (eds.), op. cit., nota 24, p. 33.

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II irregular. En efecto, ya que la organización de los Estados modernos está sustentada en las fronteras internas que normalmente están bien delimitadas, una ciudadanía así concebida es casi idéntica con la población residente en el Estado, por lo que sería, en consecuencia, el único de los tres modelos que permitiría incluir a los trabajadores extranjeros, a los buscadores de asilo y a los inmigrantes irregulares.47

Ahora bien, como se podrá apreciar, las tres concepciones de la ciudadanía tienen diferentes implicaciones y respuestas para resolver la tensión existente entre la rigidez territorial del sistema estatal, la estabilidad de su población originaria y la movilidad transnacional de millones de personas producto de la migración internacional. La posición nacionalista privilegia el ius soli, es decir, concede preponderancia al reclamo de la población originaria que ha nacido en el territorio del Estado para ejercitar su soberanía política; de igual manera, considera la regla del ius sanguinis como esencial para el reconocimiento de la ciudadanía. En la posición nacionalista, también puede suceder que la colectividad nacional se extienda más allá de sus fronteras presentes o supuestas, a través de la inclusión dentro de su comunidad nacional, de poblaciones que viven en exilio en otros territorios nacionales. Es el caso de las poblaciones de origen mexicano que viven en los Estados Unidos. De esta manera,

Es claro que una concepción nacionalista introducirá una fuerte distinción entre diferentes categorías de ciudadanos: en un extremo estarán aquellos que demandan una membresía en la comunidad nacional y que disfrutan de un derecho moral para ser admitidos tanto en el territorio como en la ciudadanía de su nación.48

En el otro extremo estarían los extranjeros y todos los grupos etnoculturales que se hubiesen incorporado tardíamente a la cultura nacional dominante (como es el caso de los inmigrantes), hubiesen llegado posteriormente al territorio del Estado o no posean los vínculos de ius sanguinis, todos los cuales sólo podrían ser admitidos sobre una base temporal y con fines limitados, pero nunca aceptados como miembros plenos. En cambio, las concepciones republicanas de la ciudadanía generalmente “son más abier-tas en lo interno para la naturalización” de lo que pueden ser las nacionalistas, pues estas últimas tienden a rechazar a aquellos que no comparten la cultura dominante.

Asimismo, en las concepciones republicanas el deseo y la capacidad para contribuir al bien común de la sociedad política son recompensados, normalmente, mediante el reconocimiento de la ciudadanía a aquellos inmigrantes que han realizado ciertos es-fuerzos para integrarse. De esta manera, las concepciones republicanas permiten a los individuos atravesar algunas barreras que separan a los ciudadanos de los residentes extranjeros y de los inmigrantes. En este sentido, semejante modelo para el reconoci-miento de la ciudadanía es, en consecuencia, más benévolo para acomodar en términos de justicia a los inmigrantes.

47 Idem.48 Ibidem, p. 34.

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Sin embargo, el problema con el modelo republicano es que “los republicanos son generalmente hostiles a la transmisión de la ciudadanía a las generaciones que han nacido fuera del país y que no han sido educados como ciudadanos”,49 pues en su opinión como tales personas han participado en la vida pública del Estado no tienen derecho a afectar con sus decisiones a lo que ellos consideran los “verdaderos” ciuda-danos del Estado. A diferencia de las dos anteriores, una concepción multicultural o incluyente de la ciudadanía será nuevamente la más abierta para resolver la tensión existente entre la rigidez estatal y la movilidad territorial de los inmigrantes, “ya que soportará tanto el umbral más bajo para atravesar los límites de la ciudadanía, como la desaparición de tales límites”. En efecto:

Este modelo obviamente favorecerá la transmisión de la ciudadanía a través del ius soli para los hijos de inmigrantes que hayan nacido en el territorio del Estado, en segunda o tercera generaciones. Asimismo, para los inmigrantes de la primera generación, adquirir la ciudadanía dependerá de un periodo de residencia. No obstante lo anterior, todavía en este modelo la naturalización deberá implicar un acto de libre voluntad (documentada normalmente por una aplicación individual), más que ser otorgada automáticamente por el Estado receptor.50

El principio de residencia permite que la separación entre ciudadanos y todos aquellos grupos de inmigrantes que han sido objeto de exclusión y considerados por largo tiempo como extranjeros sea, si no suprimida, cuando menos debilitada median-te la extensión de los derechos, que habían sido prerrogativas de la ciudadanía formal, a esas minorías etnoculturales producto de la inmigración que todavía no se han natu-ralizado y que acrediten el tiempo de residencia que exija el Estado receptor. De esta forma, la diferencia entre ciudadanos y residentes extranjeros será reducida a aquel conjunto de derechos a través de los cuales todavía se pueda distinguir a la sociedad política, en la cual ya podrán estar incluidos los inmigrantes residentes, de aquel gru-po de extranjeros más amplio que no podrá llegar a adquirir la ciudadanía, como son los turistas, los diplomáticos acreditados, los residentes esporádicos, los hombres de negocios o los estudiantes extranjeros.

En nuestro modelo multicultural, o incluyente, el principio de residencia opera en estos casos como un corrector del principio territorial (ius soli) y del principio de san-gre (ius sanguinis) para integrar en condiciones de igualdad y justicia a las minorías etnoculturales producto de la inmigración internacional.51 Un modelo como el que proponemos dentro de una estructura territorial de la ciudadanía, tal como está deter-minada actualmente, tendría que tomar en cuenta que “la relación entre el Estado nación y la población puede ser estabilizada a través de dos criterios: nacimiento en

49 Idem.50 Ibidem, p. 35.51 Para un análisis más detallado sobre los modelos de la ciudadanía y las reglas para la asignación de la ciudadanía,

véase Francisco Ibarra Palafox, Minorías etnoculturales y Estado nacional, México, unam-Instituto de Investigaciones Jurídi-cas, cap. 4.

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II el territorio y residencia permanente”.52 La primera regla, la muy conocida regla del ius soli, produce un ciudadano de toda la vida, opera siempre que se haya nacido en el país y para la mayoría de la población del Estado. La segunda regla, en cambio, reconocerá como ciudadano a todo aquel que se ha establecido para vivir en el territo-rio del Estado o hubiese vivido ahí por un cierto tiempo, y aplicaría principalmente para los inmigrantes.

Mientras la primera regla deriva la ciudadanía desde el inicio de la vida de la persona y está así orientada hacia el pasado, la segunda regla puede ser vista como orientada hacia el futuro e implica un acto de voluntad de aquellas personas que han decidido trasladarse a otro Estado en el que han decidido establecerse. Ésta sería la manera más aproximada de acomodar en condiciones de justicia a los inmigrantes irregulares, que lo único que poseen ciertamente es una residencia, y no como quieren los modelos nacional o republicano, que les exigen una pertenencia a una cultura do-minante —a la que apenas se están integrando—, o una serie de ejercicios políticos que no han podido realizar por haber sido marginados.

Este modelo multicultural de la ciudadanía nos puede ayudar para crear una ciu-dadanía abierta que se adapte al nuevo contexto global de los Estados nacionales, pues como dice Javier de Lucas, debemos concebir:

Una democracia basada, a su vez, en una noción de ciudadanía, abierta, diferenciada, integradora [porque] la condición de miembro de la comunidad política no puede ser un privilegio vedado […] a quienes no tuvieron el premio de la lotería genética.53 [Al igual que nosotros, la concepción de ciudadanía de Javier de Lucas va más allá de una] dimen-sión técnico formal, [y se encamina sobre todo a] garantizar a todos los que residen esta-blemente en un determinado territorio, plenos derechos civiles, sociales y políticos.54

Aunque ya no referida en particular al fenómeno migratorio internacional, otro muy buen ejemplo de lo que está sucediendo en la actualidad con la ciudadanía lo podemos encontrar en Europa, donde se está configurando una ciudadanía europea. En esta nueva dimensión de la ciudadanía podemos encontrar que en la noción del ciudadano europeo se encuentran incluidas, a la vez, la condición de ciudadano del territorio al cual se encuentra ligado por la nacionalidad, pero además se detenta la ciudadanía europea. En esta nueva dualidad conceptual encontramos nuevos elementos para cons-truir la idea de ciudadanía: por un lado se encuentra la idea de identidad y pertenen-cia a un país determinado, y por otro la aceptación de considerarse parte fundamental de una comunidad supranacional que simboliza la unión y evolución de sus compo-nentes, logrando así conjuntar y sobrepasar los límites de la lengua, la costumbre, las creencias y prácticas innumerables que hacen de Europa una sociedad cosmopolita.

52 Bauböck, op. cit., nota 21, p. 32.53 Javier de Lucas, “Acerca del debate sobre inmigración y ciudadanía”, en Jurídica, núm. 33, México, 2003, pp. 101

y 102.54 Ibidem, p. 104.

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De esta manera, la ciudadanía europea dota a los individuos de la Unión Europea de ciertos deberes y derechos respecto de ésta, entre los últimos encontramos: libre movilidad y residencia dentro del territorio de los miembros de la comunidad europea, ciertos derechos políticos, como la posibilidad de elegir y ser electo representante en el Parlamento europeo, el derecho de petición a este parlamento, la posibilidad de acogerse en un Estado miembro y a la protección de sus autoridades consulares y di-plomáticas. A estos derechos va aunado un intenso trabajo de creación y adecuación de las instituciones de los distintos miembros de la Unión Europea, que ha demostrado que el largo camino en esta nueva concepción de la ciudadanía es posible, no sólo teóricamente, sino también en la praxis. En fin, la manera como se consolide la ciuda-danía europea constituirá una de las formas que asumirá el estatuto ciudadano en este siglo XXi, ante los inminentes cambios que nos presagia la nueva realidad mundial de la inmigración y la interdependencia política y económica entre los Estados nacionales.

La ciudadanía y el artículo 34 de la Constitución

La redacción que se dio al artículo 34 constitucional en 1917 fue tomada casi literal-mente del artículo 34 del proyecto de Constitución de 1856 (sin ningún tipo de deba-te), el cual a la letra decía:

Son ciudadanos de la República todos los ciudadanos que teniendo la calidad de mexica-nos reúnan además las siguientes: haber cumplido 18 años, siendo casados, o 21 si no lo son, y tener un modo honesto de vivir. Desde el año de 1860 en adelante, además las cali-dades expresadas, se necesitará la de saber leer y escribir.55

Encontramos que en el debate del Congreso Constituyente de 1856-1857 hubo opiniones en diversos sentidos respecto del requisito de saber leer y escribir para ac-ceder a la ciudadanía. Los que se declararon en contra argumentaban que estas ideas no refrendaban el compromiso que los constituyentes tenían con la democracia, y más aún porque no era el pueblo, sino el Estado quien tenía la responsabilidad de instruir a la población, por lo que si el Estado era quien estaba ignorando esa obligación, el pueblo no debía pagar esa falta con su exclusión de la participación política.

Pero también hubo diputados que señalaron que ese requisito podía fomentar al pueblo para que se instruyera, pero estos alegatos no tuvieron proyección dentro del debate, y fueron superadas estas barreras, que en gran medida contenía tintes discri-minatorios, por lo que fue suprimida la parte del texto constitucional relativa a la instrucción popular como requisito. De esta manera fue aprobado por unanimidad el texto del artículo relativo a la ciudadanía, que posteriormente sería el fundamento para el texto propuesto en el Constituyente de 1917.

55 Cámara de Diputados. Congreso de la Unión. La Constitución del pueblo mexicano, México, Miguel Ángel Porrúa, 2004, p. 95.

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II La evolución del contenido del artículo que desarrollamos en este estudio nos muestra la visión que se tenía sobre la ciudadanía desde los textos constitucionales primarios de nuestro país, pues encontramos que, aunque han variado con el paso del tiempo, muchos de los primeros elementos de la ciudadanía aún se conservan en nues-tro texto vigente. Tal es el caso de la nacionalidad como componente originario de la ciudadanía y que se ha preservado hasta nuestros días, por lo que en nuestro país este requisito constituye una primera exigencia que permanece como principio sine qua non de la ciudadanía, pues sólo los que posean la nacionalidad mexicana pueden obtener la capacidad de ejercicio de sus derechos políticos, lo que como ya hemos dicho antes, no es necesario en los regímenes jurídicos que no distinguen entre ciudadanía y na-cionalidad. En este sentido, el texto original del artículo 34 estipulaba:

Son ciudadanos de la República todos los que, teniendo la calidad de mexicanos, reúnan, además, los siguientes requisitos:I. Haber cumplido dieciocho años, siendo casados, o veintiuno si no lo son, yII. Tener un modo honesto de vivir.56

El texto original de la Constitución de 1917 no negaba específicamente el derecho de voto a las mujeres; sin embargo, durante todo el siglo XiX el “sufragio universal” se identificó con el sufragio sólo masculino, por lo que los constituyentes de 1917 no creyeron necesario especificar a quién se atribuiría el título de ciudadano. Sin embar-go, un año antes de la promulgación de la Constitución, en las leyes locales de tres estados se estipuló la igualdad jurídica de la mujer para votar y ocupar puestos públi-cos de elección popular. Estas tres entidades fueron Yucatán, Chiapas y Tabasco.

Las legislaciones de estos estados, al no contravenir a la Ley Superior, demostraron que, efectivamente, la exclusividad masculina del voto sólo provenía de una interpre-tación “varonil” de la ley, y aunque el artículo 115 de la Constitución ya señalaba en su fracción primera que la mujer podía ejercer su voto activo en las elecciones muni-cipales, no fue sino hasta diciembre de 1952 que el Ejecutivo de la Unión presentó una iniciativa de reforma al contenido del artículo 34 constitucional, la cual contenía, en términos generales, una propuesta que permitía que la mujer mexicana pudiera adquirir el estatus de ciudadana.

El debate que sobre esta propuesta se dio fue complicado y permitió a su vez de-velar y erradicar las ideas que todavía encadenaban a la sociedad mexicana a la hege-monía masculina. Es difícil decir que las bases de esta reforma eran totalmente pro-gresistas y estaban en contra de la discriminación, pues en principio, en la iniciativa presentada por el Ejecutivo, muchos de los argumentos a favor parecían conceder un privilegio otorgado por los hombres a la desafortunada situación en la que se encontra-ba la mujer mexicana, así, podemos encontrar planteamientos como:

Que la mujer mexicana, generosa y desinteresadamente ha prestado su valiosa aportación a las causas más nobles, compartiendo peligros y responsabilidades con el hombre, alen-tándolo en sus empresas, [que] ha logrado obtener una preparación cultural, política y

56 Idem.

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económica, similar a la del hombre, que la capacita para tener una eficaz y activa partici-pación en los destinos de México, [que] la mujer mexicana, ejemplo de abnegación, de trabajo y de moral, debe recibir estímulo y ayuda para su participación creciente en la vida política del país, y que durante la pasada campaña electoral, al auscultar el sentir, no sólo de los núcleos femeninos, sino de todos los sectores sociales, se puso de manifiesto que existe un ambiente notoriamente favorable al propósito de equiparar al hombre y a la mu-jer en el ejercicio de los derechos políticos;57 [entre muchas otras exposiciones que develan las ideas que sobre la mujer se tenían, en el sentido de que la mujer mexicana merecía] obtener el privilegio de la ciudadanía [gracias a su abnegación y sometimiento y más aún, a que ya contaba con instrucción suficiente para decidir sobre el destino del país].

No se puede decir que esta concepción sea propiamente igualitaria, ya que, como se puede apreciar, se concedía a la mujer la posibilidad de adquirir el estatus ciuda-dano no en virtud de una noción de igualdad de la mujer y el hombre, sino como una especie de recompensa por los servicios prestados al varón. A pesar de que hubo rasgos todavía machistas, también debemos señalar que existieron argumentos que ponderaban la urgencia de realizar la justa equiparación del hombre y la mujer en materia de de-rechos políticos, por lo que finalmente podemos aplaudir que por medio de esta refor-ma las mujeres mexicanas adquirieron por primera vez el estatus de ciudadanas y con ello su derecho al voto. La reforma fue aprobada por unanimidad de votos; así, el artí-culo 34 quedó de la siguiente manera:

Son ciudadanos de la República los varones y las mujeres que, teniendo la calidad de mexicanos, reúnan, además, los siguientes requisitos:I. Haber cumplido 18 años, siendo casados, o 21 si no lo son, y II. Tener un modo honesto de vivir.58

En esta materia, algunos autores señalan que fue en El Salvador, en 1886, donde se otorgó por primera vez en Latinoamérica la ciudadanía a la mujer y con ella el res-peto y reconocimiento de sus derechos políticos.59 Asimismo, las mujeres chilenas lograron ejercitar sus derechos políticos con el argumento de que la Constitución de 1833 no establecía taxativamente la prohibición del voto femenino. Sin embargo, esta exigencia del reconocimiento de la ciudadanía y del voto femenino puede encontrarse desde los mismos inicios de la Revolución francesa, cuando se hizo la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana redactada por Olimpia de Gauges en 1791. En México, desde la década de 1880, fue reclamado este estatus por mujeres que se agrupaban para exigir el sufragio al preguntarse, ¿por qué en un gobierno “democráti-co” la mitad de los individuos no son tomados en cuenta aun cuando se hallan igual-mente sujetos a la obediencia de la ley?60

57 ineHrm, Congreso Constituyente 1916-1917. Diario de debates, México, 1985.58 Diario Oficial de la Federación, 17 de octubre de 1953.59 Edelberto Torres-Rivas, “Centroamérica, la transición autoritaria hacia la democracia”, en Crítica Jurídica, año 5,

núm. 9, Puebla, 1998.60 Graciela Ledesma, “Participación política de la mujer: la lucha por el voto no termina”, en Concordancias, año 2,

núm. 4, Chilpancingo, 1997.

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II Sin duda, la conquista que logró la mujer mexicana en materia política ha sido en muchas contiendas determinante para el triunfo o la derrota de los candidatos. Aunque también es conveniente reflexionar sobre todos aquellos ámbitos de la vida social y polí-tica en los que la mujer no ha podido —y en muchos casos, querido— conquistar los derechos que aún siguen pendientes para la construcción de una sociedad más justa y equitativa. En 1968 el Ejecutivo presentó otro proyecto de reforma a este artículo en lo relativo a la edad que se requiere para adquirir la ciudadanía mexicana. Con esta nueva modificación se pretendía igualar los criterios jurídicos que hasta entonces no habían sido uniformes en lo concerniente a la edad, que podía ser considerada como sinónimo de madurez, pues quienes habían cumplido 18 años estaban obligados a prestar el ser-vicio militar, eran sujetos de responsabilidad penal y tenían capacidad para trabajar, en virtud de lo cual, resultaba lógico que fuera a la misma edad de 18 años que se pudiera adquirir la capacidad de participar en la vida política del país.

A lo largo del país se hablaba sobre la situación de la juventud como un factor de-terminante en la vida política y social de México, por lo que en el debate que se llevó a cabo en 1968-1969, la mayoría de los argumentos en pro de esta reforma se centraba en la indudable evolución de la juventud con el paso de las generaciones; los procesos so-ciales que habían permitido la acumulación de información y experiencia en los jóvenes; las mejoras del sistema educativo mexicano; el desarrollo de una cultura comunicativa y la creciente responsabilidad de los jóvenes a los 18 años, entre muchos otros.

De esta manera, se reconoció la madurez política de la juventud y, en 1969, se aprobó esta reforma por unanimidad. Dicha reforma fue publicada en el Diario Oficial de la Federación del 22 de diciembre de 1969, con la cual el artículo 34 quedó de la siguiente manera:

Artículo 34. Son ciudadanos de la República los varones y las mujeres que, teniendo la calidad de mexicanos, reúnan, además, los siguientes requisitos: I. Haber cumplido 18 años, y II. Tener un modo honesto de vivir.61

Este criterio de longevidad como elemento esencial de la ciudadanía se ha esta-blecido en la mayoría de los ordenamientos jurídicos que regulan esta materia, porque los individuos que devienen ciudadanos deben realizar un complejo discernimiento po-lítico que repercutirá en todos los aspectos del desarrollo y destino de la sociedad polí-tica de la que forman parte; por lo tanto, deben contar con una cualidad que sólo puede adquirirse mediante la madurez intelectual y emocional que representa alcanzar la mayoría de edad que, aunque puede variar de sujeto a sujeto y de sociedad a socie-dad —obedeciendo al desarrollo psíquico, entorno, desarrollo y prácticas sociales, etcétera— es necesaria para adquirir esta calidad.

Como consecuencia de la gran responsabilidad que implica detentar las prerroga-tivas ciudadanas es necesario que a todos los individuos en este supuesto se les provea

61 Cámara de Diputados. Congreso de la Unión. La Constitución del pueblo mexicano, op. cit., nota 37, p. 95.

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de información real sobre la situación y los problemas que identifican a su colectividad, así como de las posibles opciones políticas que existen y que pueden elegir para cons-truir colectivamente el futuro de su país. De aquí que nazca la obligación estatal de permitir y fomentar la circulación de información que facilite el discernimiento ciuda-dano; potestad individual que sólo puede ser ejercida de forma discrecional.

Respecto de la expresión “modo honesto de vivir”, en México fue Mariano Otero, en su Voto Particular al Acta Constitutiva y de Reformas, quien por primera vez intro-duce la expresión “modo honesto de vivir” como un requisito para ser ciudadano, además de otros señalamientos que estaban ligados a la idea de moral pública, como que la persona que aspirara a detentar la ciudadanía no hubiera sido condenada a alguna “pena infamante”.62 Este elemento propio de la ética jurídica, refleja la preocupación social sobre las características que debe reunir un ciudadano, puesto que es él quien sobrelle-va la responsabilidad del futuro de nuestra sociedad y quien hará posible la convivencia social, porque se espera que una persona que tenga un “modo honesto de vivir” respe-te las leyes y contribuya al mantenimiento de la legitimidad y el Estado de derecho. Al respecto, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación ha señalado que por modo honesto de vivir se debe entender lo siguiente:

modo Honesto de vivir Como requisito para ser Ciudadano meXiCano. ConCepto.— El concepto de modo honesto de vivir ha sido uniforme en la evolución de las sociedades y de las leyes, identificando con él a la conducta constante, reiterada, asumida por una persona en el seno de la comunidad en la que reside, con apego y respeto a los principios de bien-estar considerados por la generalidad de los habitantes de este núcleo social, en un lugar y tiempo determinados, como elementos necesarios para llevar una vida decente, decorosa, razonable y justa. Para colmar esta definición, se requiere de un elemento objetivo, consis-tente en el conjunto de actos y hechos en que interviene un individuo; y un elemento subjetivo, consistente en que estos actos sean acordes con los valores legales y morales rectores del medio social en que ese ciudadano viva. Como se advierte, este concepto tiene un contenido eminentemente ético y social, que atiende a la conducta en sociedad, la cual debe ser ordenada y pacífica, teniendo como sustento la moral, como ingrediente insoslayable de la norma jurídica. El modo honesto de vivir es una referencia expresa o implícita que se encuentra inmersa en la norma de derecho, tal y como sucede con los conceptos de buenas costumbres, buena fe, que tienen una connotación sustancialmente moral, constituyendo uno de los postulados básicos del derecho: vivir honestamente. En ese orden de ideas, la locución un modo honesto de vivir se refiere al comportamiento adecua-do para hacer posible la vida civil del pueblo, por el acatamiento de deberes que imponen la condición de ser mexicano; en síntesis, quiere decir buen mexicano, y es un presupues-to para gozar de las prerrogativas inherentes a su calidad de ciudadano. Tercera Época: Recurso de reconsideración. sup-reC-067/97.— Partido Revolucionario Institucional.— 19 de agosto de 1997.— Unanimidad de votos. Juicio de revisión constitucional electoral. sup-JrC-440/2000 y acumulado.— Partido Acción Nacional.— 15 de noviembre de 2000.— Unanimidad de votos. Juicio para la protección de los derechos político-electorales del ciudadano. sup-JdC-020/2001.— Daniel Ulloa Valenzuela.—8 de junio de 2001.—Unani-

62 Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, 1808-1999, México, Porrúa, 1999.

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II midad de votos. Revista Justicia Electoral 2002, suplemento 5, pp. 22 y 23, Sala Superior, tesis s3elJ 18/20 01. Compilación Oficial de Jurisprudencia y Tesis Relevantes 1997-2002, pp. 134 y 135.

No obstante lo abundante de la definición que está contenida en esta jurispruden-cia, parece difícil precisar a qué se refiere cuando habla de una vida decente, decorosa, razonable y justa, ya que no proporciona ningún criterio para ello. Tampoco nada nos dice acerca de lo que es un buen mexicano. Por otro lado, existe una jurisprudencia del mismo Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación que señala que el modo honesto se considera como una presunción iuris tantum, lo cual me parece acertado, pues quien señale que otro tiene un modo deshonesto de vivir debe probarlo:

modo Honesto de vivir. Carga y Calidad de la prueba para aCreditar que no se Cumple Con el requisito ConstituCional.— El requisito de tener modo honesto de vivir, para los efectos de la elegibilidad, constituye una presunción iuris tantum, pues mientras no se demuestre lo contrario se presume su cumplimiento. Por tanto, para desvirtuarla, es al accionante al que corresponde la carga procesal de acreditar que el candidato cuyo regis-tro impugnó, no tiene un modo honesto de vivir ya que quien goza de una presunción a su favor no tiene que probar, en tanto que, quien se pronuncia contra la misma debe acreditar su dicho, con datos objetivos que denoten que el candidato cuestionado carece de las cualidades antes mencionadas. Tercera Época: Juicio de revisión constitucional electoral. sup-JrC-332/2000.— Partido de la Revolución Democrática.— 9 de septiembre de 2000.— Unanimidad de votos. Juicio de revisión constitucional electoral. sup-JrC-440/2000 y acumulado.— Partido Acción Nacional.— 15 de noviembre de 2000.— Unanimidad de votos. Juicio para la protección de los derechos político-electorales del ciudadano. sup-JdC-020/2001.— Daniel Ulloa Valenzuela.— 8 de junio de 2001.— Unanimidad de votos. Revista Justicia Electoral 2002, suplemento 5, pp. 21-22, Sala Superior, tesis s3elJ 17/2001. Compilación Oficial de Jurisprudencia y Tesis Relevantes 1997-2002, pp. 133-134.

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Esta obra forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx https://biblio.juridicas.unam.mx/bjv

DR © 2016. Universidad Nacional Autónoma de México - Instituto de Investigaciones Jurídicas Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, LXIII Legislatura http://www.diputados.gob.mx/

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Libro completo en: https://goo.gl/qDhHWP

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Crítica Jurídica, núm. 9, año 5, Puebla, 1998.valadés, Diego, Los derechos políticos de los mexicanos en Estados Unidos, documento de tra-

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34Primera reformaDiario Oficial de la Federación: 17-X-1953

Xlii legislatura (1-iX-1952/31-viii-1955)Presidencia de Adolfo Ruiz Cortines, 1-XII-1952/30-XI-1958

Se establece la igualdad jurídica y política de la mujer con el varón, condición natural que no reconocía el Estado mexicano.

Segunda reformaDiario Oficial de la Federación: 22-XII-1969

Xlvi legislatura (1-iX-1964/31-viii-1967)Presidencia de Gustavo Díaz Ordaz, 1-XII-1964/30-XI-1970

Se establece que la ciudadanía la obtienen los mexicanos a los 18 años cumplidos.

Artículo 34

Trayectoria constitucional

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