Articulos de Naishtat

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Revolución, discontinuidad y progreso en Kant Revolución copernicana y revolución asintótica en la filosofía crítica Francisco Naishtat I En este trabajo nos proponemos examinar el contraste entre dos registros de la noción de revolución en la obra de Kant; uno tiene como punto de partida su gnoseología, pero se expande al conjunto del sistema crítico: se trata del registro definido por la revolución copernicana, es decir, de una “revolución total” en el modo de pensar, mediante el cual sólo conocemos a priori en las cosas lo que hemos puesto en ellas . Este uso kantiano de la revolución copernicana quedó formulado programáticamente para la metafísica desde el segundo prefacio de La crítica de la razón pura (1787), según el ejemplo de la conformación científica de las disciplinas sistemáticas del conocimiento teórico (Lógica, Matemática y Física), pero servirá a Kant de modelo para pensar la innovación decisiva que la Crítica introduce en los otros dominios de la reflexión trascendental: la moral, la estética e incluso la filosofía de la historia. El plano de la revolución copernicana pertenece en verdad a la historia de la razón pura, quedando constituido por la conformación del sistema crítico . El otro registro de la noción de revolución pertenece a la historia mundial (Weltgeschichte): se trata de las revoluciones políticas del s. XVIII que desempeñaron un papel crucial en la reflexión kantiana. Estos acontecimientos históricos, como la Revolución francesa, son pensados por Kant no ya como un cambio total en la historia humana, semejante al corte que instituye la revolución copernicana en la historia de la razón pura, sino más bien como un paso en una marcha infinita y no exenta de retrocesos, idealmente regulable, pero no empíricamente constituible, a partir de la perspectiva crítica de una respublica noumenon, es decir, de la institución del derecho

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Revolución, discontinuidad y progreso en Kant

Revolución copernicana y revolución asintótica en la filosofía crítica

Francisco Naishtat

IEn este trabajo nos proponemos examinar el contraste entre dos registros de la noción de revolución en la obra de Kant; uno tiene como punto de partida su gnoseología, pero se expande al conjunto del sistema crítico: se trata del registro definido por la revolución copernicana, es decir, de una “revolución total” en el modo de pensar, mediante el cual sólo conocemos a priori en las cosas lo que hemos puesto en ellas . Este uso kantiano de la revolución copernicana quedó formulado programáticamente para la metafísica desde el segundo prefacio de La crítica de la razón pura (1787), según el ejemplo de la conformación científica de las disciplinas sistemáticas del conocimiento teórico (Lógica, Matemática y Física), pero servirá a Kant de modelo para pensar la innovación decisiva que la Crítica introduce en los otros dominios de la reflexión trascendental: la moral, la estética e incluso la filosofía de la historia. El plano de la revolución copernicana pertenece en verdad a la historia de la razón pura, quedando constituido por la conformación del sistema crítico .El otro registro de la noción de revolución pertenece a la historia mundial (Weltgeschichte): se trata de las revoluciones políticas del s. XVIII que desempeñaron un papel crucial en la reflexión kantiana. Estos acontecimientos históricos, como la Revolución francesa, son pensados por Kant no ya como un cambio total en la historia humana, semejante al corte que instituye la revolución copernicana en la historia de la razón pura, sino más bien como un paso en una marcha infinita y no exenta de retrocesos, idealmente regulable, pero no empíricamente constituible, a partir de la perspectiva crítica de una respublica noumenon, es decir, de la institución del derecho republicano de alcance cosmopolita. Mientras que en el plano de la historia de la razón pura la noción de revolución copernicana remite a un giro actual y acabado, en el terreno de la historia mundial, las revoluciones sólo cobran sentido desde una perspectiva virtual e inacabada, provista por la noción de progreso en la escala de la historia general mundial (allgemeine Weltgeschichte). Siguiendo una propuesta de R. Rodríguez Aramayo , podemos llamar revolución asíntotica a esta segunda acepción del término revolución, entendiendo que aquí no se trata ya de un corte actual e irreversible, sino de la marcha sinuosa y total de la historia humana, bajo una perspectiva de progreso que está sostenida no solamente en la intervención consciente de los hombres, sino también en una astucia de la naturaleza .La existencia en Kant de estos dos usos diferenciados del término revolución no nos plantearía antinomia ni contradicción algunas, sino meramente un efecto de polisemia, subsanable mediante la debida aclaración del contexto de discurso. De hecho, los comentadores que se dedican al análisis de la revolución copernicana se han concentrado mayormente en la primera Crítica o en las obras gnoseológicas y metafísicas de Kant, mientras que aquellos que se han interesado por su noción histórica de revolución, se consagraron a su filosofía de la historia, su

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filosofía política o su filosofía del derecho. Pocos son aquellos que han cruzado en Kant los planos de la historia de la razón y de la historia mundial, intentando pensar las preguntas generadas por el hiato conceptual correspondiente . Sin embargo, una mirada más atenta no puede soslayar las preguntas que genera la existencia de estos planos: ¿Por qué la historia de la razón pura ofrece un contraste tan agudo con la historia mundial? ¿Por qué la revolución en la historia mundial asume un carácter inacabado y asintótico? ¿Existe algún impacto de la revolución copernicana en el decurso de la historia mundial? ¿No podría ser la historia de la razón también una historia sinuosa susceptible de contramarchas? Estas preguntas remiten a la relación en Kant entre la historia de la razón y la historia mundial, y nos parecen de una importancia considerable tanto desde lo que podríamos llamar la dirección de ajuste que va de la razón a la historia, es decir, la pregunta hegeliana ante litteram de si es racional la historia humana, como en la dirección de ajuste inversa, es decir, la pregunta kuhniana ante litteram de si la historia por así decir interna de la razón (en Kant la historia de la razón pura) es independiente de la historia externa (la historia mundial) .

IIEs conocido el sarcasmo de Bertrand Russell acerca de la revolución copernicana de Kant, según el cual «Kant would have been more accurate if he had spoken of a “Ptolemaic counter-revolution”, since he put Man back at the centre from which Copernicus has dethroned him» . Es verdad que la analogía de Kant con Copérnico puede prestarse a la objeción de Russell, en el sentido de que si el giro copernicano consiste con Kant en poner la subjetividad del espectador en el centro de la constitución de la experiencia, entonces este planteo invertiría el movimiento por el cual, con Copérnico, la posición relativa del espectador al Sol se vuelve excéntrica. Sin embargo, hay por lo menos dos sentidos en los que la analogía puede salvaguardarse radicalmente: a) el giro copernicano de Kant, como el Revolutionibus de Copérnico, chocan contra la apariencia observacional y presuponen la anteposición a priori de una pauta teórica que reconstruya esta experiencia según una orientación de la razón; b) más allá de la posición relativa del espectador y de su objeto, la revolución copernicana de Kant y el Revolutionibus de Copérnico comparten para Kant el carácter de una ruptura singular y única en la historia de la razón: la revolución copernicana es la institución de la era de la crítica en Kant, y es en Copérnico la autonomía de la razón en relación al dogma y al prejuicio de la observación bruta. Es esta línea de la analogía la que nos interesa particularmente aquí, la de una ruptura revolucionaria en la historia de la razón.Existen por lo menos tres usos del término revolución que son familiares para Kant en el momento en que, en 1787, el filósofo de Königsberg autorrefiere el programa de la crítica en clave de revolución copernicana. Por una parte existía el sentido antiguo del término como la traslación circular completa de un astro alrededor de un espectador. Este es el sentido del períforos griego o del revolutionibus latino, la revolución de un astro .Por otra parte, empero, Kant estaba perfectamente familiarizado con el empleo apenas reciente de revolución como ruptura en la historia natural. Este es el sentido del término revolución que privilegia Buffon, ídolo de los enciclopedistas, cuando expone en su Historia y teoría de la Tierra (1749) « (…) et si nous pouvions rassembler tous les indices et tous les faits que l’histoire naturelle et l’histoire civile nous fournissent au sujet des révolutions arrivées à la surface de la terre, nous ne doutons pas que la théorie que nous avons donnée n’en devint

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bien plus plausible. » . De hecho, Kant publica en 1755 (sin el nombre del autor) su Historia natural y teoría general del cielo donde el título nos dice ya con claridad la perspectiva histórica que se asume acerca del universo, algo que no solamente hubiera sido apenas imaginable un siglo antes, sino que en muchos aspectos anticipa las teorías cosmológicas de la segunda mitad del siglo XX. Se trata de la hipótesis conocida como de Kant-Laplace, no por el hecho de que Kant la desarrollara junto al astrónomo francés, sino porque este último, cuarenta años después de la publicación cosmogónica de Kant, reformula en su Exposition du Monde , con mayor éxito y repercusión que el filósofo de Königsberg, algunas de las hipótesis cosmogónicas kantianas acerca de la teoría de la formación de los cuerpos celestes a partir de una nebulosa primitiva. Kant había desarrollado en efecto en su Historia natural y teoría general del cielo esta orientación cosmogónica y la había aplicado tanto a los planetas como al Sol; por ejemplo, había escrito: “Es posible que no todos los cuerpos siderales hayan llegado a la formación definitiva; se necesitan siglos y tal vez miles de años hasta que un cuerpo sideral grande haya alcanzado un estado sólido de sus materias. Júpiter puede hallarse todavía en este proceso.” Como señala Jacques D’Hondt , Kant ahonda con esto un abordaje histórico de la naturaleza que permite ahora conjugar la noción de revolución en clave de grandes rupturas y cambios naturales, acontecidos diacrónicamente, y no meramente como vueltas o retornos cíclicos.El tercer uso del término revolución, que es en definitiva el uso determinante para entender cómo Kant percibe su revolución copernicana, es paradójicamente el uso político. Decimos “paradójicamente” porque habíamos anunciado supra que las revoluciones políticas son harina de otro costal, es decir, del plano asintótico de la historia, y no de una historia de la razón. Sin embargo, aunque las revoluciones políticas pertenecen de hecho a la historia mundial y no a la historia de la razón, las mismas encierran idealmente una pretensión instituyente y de un nuevo origen que provee a Kant una analogía para comprender la ruptura radical que su revolución copernicana entiende constituir en el plano de la historia de la razón pura. Con anterioridad a la Revolución francesa Kant estaba ya entusiasmado con la acepción instituyente del vocablo revolución, como lo estaba la Ilustración del s. XVIII, desde que los acontecimientos de Suiza, Holanda e Inglaterra eran interpretados en clave de revolución y no de mera rebelión o turbulencia. Hacia 1776-1777, bajo plena conmoción de la Independencia americana, Kant escribe en Reflexiones 1438, AK XV, 628, que “Las revoluciones de Suiza, Holanda e Inglaterra constituyen los acontecimientos más importantes de los últimos tiempos” .La analogía de la revolución copernicana con esta dimensión de ruptura y de institución civil queda explicitada en el mismo pasaje del prefacio a la segunda edición en el que Kant introducía su noción de revolución copernicana cuando, refiriéndose a la metafísica, la compara con “un campo de combate (ein Kampfplatz) hecho expresamente para ejercitar en asaltos sus fuerzas, en donde nunca ha adquirido uno de los combatientes el más reducido terreno para edificar con alguna duración el fruto de su victoria” . De esta manera, la revolución copernicana puede aparecer en analogía con un estado civil filosófico que pone fin a los conflictos de la razón con ella misma. Esta revolución no parece efecto de “muchas revoluciones” como es el caso en la historia mundial, sino que sigue los ejemplos de la matemática y la física “que hoy son lo que son, por efecto de una revolución en un solo momento hecha” . En la metafísica, además, esto se combina con “una rara fortuna (das seltene Glück)” que la distingue de las demás disciplinas y que consiste, según Kant, en que tan

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pronto se consuma su revolución copernicana esta disciplina alcanza su plenitud: “Una vez que se encauce, mediante esta crítica, en las vías seguras de la ciencia, abarcará por completo todo el campo del conocimiento que le pertenece, dando término a su obra, que transmitirá después a la posteridad, a manera de patrimonio que no es ya susceptible de incremento, por cuanto sólo tiene que tratar los principios y límites de su aplicación, la cual a su vez ha sido determinada por ella misma”Esta percepción literalmente terminal de la revolución metafísica que instituye la crítica determina la singularidad que posee para Kant la historia de la razón pura y su contraste absoluto con la historia mundial, en la que no cabría ya hablar de estadio final, sino más bien de un progreso asintótico . Esto no quiere significar que la historia de la razón no admita para Kant verdaderos jalones anteriores a la Crítica, que podrían leerse como un progreso, o al menos, como una lenta maduración, y preparación del criticismo, los que, como Hume, despertando a Kant del “sueño dogmático” , o Rousseau, en quien Kant reconocerá “el Newton del mundo moral” , hicieron viable en definitiva el advenimiento de la crítica . Pero nada de eso sustrae peso e intensidad a la percepción revolucionaria de la misma crítica y su consiguiente divisoria radical de aguas entre un antes y un después en la historia de la razón pura. Es esto lo que ahora deseamos contrastar con la otra historia mundial y las otras revoluciones que Kant tiene ante sí.

III

Excede ampliamente el propósito de este trabajo reconstruir la filosofía de la historia de Kant o sus tesis acerca de la Revolución francesa. Nos interesa en cambio apuntalar el contraste en Kant entre los planos de la revolución copernicana y de las revoluciones históricas, para luego tratar in fine sus articulaciones posibles al interior de la filosofía crítica. Sin embargo, para analizar este contraste es indispensable tener presente el otro marco histórico que opera en Kant, es decir, no ya el de la historia de la razón pura según sus etapas trazadas a priori por la razón, sino el de la historia mundial, lo que nos remite inevitablemente a su dimensión de infinitud. Esta infinitud aparece desde el segundo principio de su Idea para una historia universal en clave cosmopolita (1784), cuando Kant afirma que “las disposiciones naturales que tienden al uso de la razón sólo deben desarrollarse por completo en la especie, mas no en el individuo.” . Kant refuerza este punto de vista un año después, en su célebre Recensión de las «Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad» de Johan Gottfried Herder (1785): “(…) pues especie no significa sino el rasgo característico en que deben coincidir todos los individuos. Pero si la especie del hombre significa el conjunto (tal como debe ser el sentido más habitual) de una serie de generaciones que se extiende hacia el infinito (lo indeterminable), y se acepta que esta serie se acerca incesantemente a la línea de su determinación, que corre a su lado, entonces no es una contradicción decir que esta serie es, en todas sus partes, asintótica respecto a esta línea y, sin embargo, coincidente con ella en el conjunto; en otras palabras, que ningún miembro de generación alguna del género humano alcanza por completo su determinación, sino sólo la especie. El matemático puede proporcionar al respecto una explicación; el filósofo diría: la determinación del género humano en conjunto es un progreso incesante y su cumplimiento es una mera idea, aunque útil de todo propósito, de la meta a la que hemos de dirigir nuestros esfuerzos, según el propósito de la

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providencia.”Estamos lejos aquí del acabamiento referido en la noción de revolución copernicana; en este marco infinito de la temporalidad humana, por el contrario, las revoluciones no asumen un carácter único ni definitivo, sino que se suceden unas a otras, y sólo en conjunto permitirían hablar de una verdadera revolución . Es esta dilatación de la revolución en un tiempo infinito que permite a Rodríguez Aramayo hablar aquí de “revolución asintótica” . Esta concepción da un sentido menos determinante a cada revolución histórica considerada aisladamente; su éxito o su fracaso no pueden cifrarse nunca en la escala del acontecimiento singular sino que deben tomar en consideración la amplitud de la escala histórica. En el célebre pasaje sobre la Revolución francesa de su Conflicto de las facultades (1798), Kant sustrae precisamente el significado verdadero de la revolución a los avatares históricos que la atraviesan y lo proyecta en la escala más amplia de la historia general, a través de la recepción de la revolución en los públicos que no han tomado parte directa en la gesta revolucionaria y que, sin embargo, elaboran, a través del entusiasmo de su recepción del acontecimiento, el significado trascendental del mismo en el espacio-tiempo histórico: “Esta revolución de un pueblo lleno de espíritu (eines geistreichen Volks), que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar, puede acumular tal cantidad de miseria y de crueldad que un hombre honrado, si tuviera la posibilidad de llevarla a cabo una segunda vez con éxito, jamás se decidiría a repetir un experimento tan costoso, y, sin embargo, esta revolución, digo yo, encuentra en el ánimo de todos los espectadores (que no están complicados en el juego) una participación de su deseo, rayana en el entusiasmo, cuya manifestación, que lleva aparejada un riesgo, no puede reconocer otra causa que una disposición moral del género humano” . Ahondando esta perspectiva, Kant afirmaba un poco más arriba, en el mismo texto que “Aunque, considerando el género humano en conjunto, se encontrara que ha estado marchando todo este tiempo en dirección progresiva, nadie podría asegurar que no sea ahora, precisamente, el momento en que, gracias a las disposiciones físicas de nuestra especie, los tiempos comiencen a retroceder; y, por el contrario, tampoco en el caso de que fuera retrocediendo y acelerando su marcha a peor, podríamos asegurar que no se presenta un recodo en el camino (punctum flexus contrarii)”El contraste entre la historia de la razón y la historia mundial salta a la vista, ya que en esta última no hay visos de una revolución actual y definitiva, que abra una perspectiva de apacible linealidad, semejante a la que se ofrece a la vía segura de la ciencia en el dominio de la historia de la razón, una vez consumada su revolución copernicana. Por otra parte, el camino de la asimilación hegeliana de la historia de la razón y la historia mundial mediante la conocida fórmula de sus Principios de la filosofía del derecho según la cual “Lo que es racional es real y lo que es real es racional” queda aquí vedado, en la medida misma en que la asimetría entre los dos planos hunde sus raíces en la naturaleza moral del hombre. Es con la doctrina del mal radical (radikal Böse), desarrollada por Kant al interior de su Religión dentro de los límites de la simple razón (1793) que encontramos expresada claramente el origen de la irreductibilidad del mal en la historia humana. El mal radical es precisamente en Kant la presencia en la raíz misma de la naturaleza humana de esa propensión (Hang) inevitable a no hacer lo que el deber manda, adoptando libremente máximas amorales, y planteando de esta manera el conflicto constitutivo de nuestra condición finita entre las máximas morales y las máximas amorales . Como señala recientemente Richard Bernstein, “Kant utiliza el adjetivo radikal para calificar el Böse con el fin de señalar que dicha propensión tiene sus raíces en la naturaleza humana, y

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más específicamente, en la corrupción de la voluntad (Willkür); apela, así, al sentido etimológico, original del término radikal.” . No se trata por ende de un tipo de mal extremo o extraordinario, sino más bien de un mal profundo de nuestra naturaleza ordinaria, lo que es precisamente suficiente para mostrarnos desde un nuevo ángulo el punto en discusión, es decir, la inexistencia de una revolución moral posible en la historia mundial, en analogía con la revolución copernicana en la historia de la razón pura.En este mismo sentido, la insociable socialidad de Kant (ungesellig Geselligkeit), mediante la que el autor de la Crítica intenta reconciliar en la historia humana el antagonismo y el progreso , no es para Kant una astucia de la razón, sino más bien una astucia de la naturaleza, descubierta por el punto de vista (Standpunkt) de la moral, y que no consiste en descargar al hombre del conflicto moral automatizando la realización de la libertad en la historia, sino en neutralizar de algún modo los efectos del mal, haciendo que los antagonismos se conviertan a la postre en un plus de civilización, reduciendo así progresivamente los márgenes de la violencia y de la guerra en la historia, y permitiendo que el principio general del derecho en el plano intraestatal, en cuanto la máxima coexistencia de las libertades, y el principio de la paz cosmopolita en el plano interestatal, generen un medio más propicio para el cumplimiento de la vida moral del hombre, sin que el estado de civilización sea exactamente el reino de la moral en la tierra ni corresponda a una inalcanzable reconciliación moral del hombre.Permitiendo esperar que la acción moral no se ahogue en el tonel sin fondo de las danaides, este punto de vista provee sentido a la propia intervención en el mundo. Consiguientemente, el progreso asintótico de la historia no es en Kant un progreso moral del hombre , capaz de augurar- como en Hegel, y más tarde en Marx- una reconciliación final de la naturaleza y la libertad, sino solamente un progreso de la civilización, de la faz externa de la libertad, y que el punto de vista crítico en la filosofía de la historia permite reconstruir, si no como perfeccionamiento moral del hombre, al menos como progreso de la moralidad en la historia. Este último no nos descarga del conflicto inevitable con la voluntad mala, aun cuando pueda en cierto modo apaciguarlo al dotar de sentido a nuestro deber moral de intervención en el mundo. Y es que el progreso en la civilización permite sin duda para Kant sustentar un horizonte de expectativas consistente con la acción moral, pero jamás traerá una comunidad de santos, una civitas dei . El mundo moral sólo puede ser efecto de la acción moral consciente de cada cual, de la que ninguna teleología de la mano invisible o del plan oculto de la naturaleza podrían descargarlo. Tampoco la cultura, la política, la historia o el derecho podrían generar un mundo moral, sino solamente preparar mejores condiciones para que nuestra intervención moral no pierda su sentido. “El reino de los cielos- escribe Kant- no es una cuestión topográfica; los hombres son capaces de forjar cielo e infierno allí donde se hallen” .Desde este punto de vista, el vínculo buscado entre la revolución copernicana y la historia general no corresponde a una final identificación: la razón no se actualiza como un sujeto de carácter holista en la historia mundial, ni la historia mundial, por su parte, parece alterar con sus vaivenes el decurso sistemático de la historia de la razón pura. En el plano político, es sintomático en este sentido que el principio general del derecho, es decir, la máxima coexistencia de las libertades según una legislación general de libertad, jamás deba perder para Kant su carácter coercitivo, bajo la hipótesis, constitutiva de la política y el derecho modernos, de que la ley positiva debe vérselas con una sociedad de demonios más bien que de santos .

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IV

Podemos ahora, para concluir, intentar una respuesta a nuestras preguntas iniciales acerca de la articulación posible en Kant entre la revolución copernicana en la historia de la razón y el decurso de la historia mundial. Hay al menos dos niveles de articulación positiva entre ambos planos. El primero, sobre el que concuerdan los comentadores de Kant, estaría dado por una suerte de articulación epistémica, que es inherente al descubrimiento de la perspectiva crítica en la filosofía de la historia, y que sin ser una característica ontológica como en Hegel, al menos proporciona un punto de vista (Standpunkt) o visión inteligible acerca de los sucesos humanos, que nos permite, según Kant, hallar en la historia mundial un sentido, como progreso de la libertad, haciendo así plausible nuestra propia inserción humana en el escenario del presente. Desde este punto de vista, la perspectiva del finalismo y del progreso, cumplen en Kant una función reguladora en la que la idea de la revolución asintótica cobra toda su significación. En este nivel, la noción de un corte copernicano, si no es de la historia en el plano ontológico, al menos es de la reflexión crítica acerca de la historia, la cual inaugura una nueva manera de interpretar los sucesos en consonancia general con la revolución que introduce el sistema crítico.

El segundo nivel de articulación positiva corresponde al punto de vista defendido originalmente por Eric Weil profundizado desde los ochenta por Yirmiahu Yovel, Michel Foucault y, hasta cierto punto, el reciente Richard Bernstein , según el cual la era de la Crítica no sólo modifica de cuajo las coordenadas para interpretar la historia general, sino que trae aparejada una exigencia de praxis histórica, que en Yovel y Weil se acomodan con la búsqueda moral del bien supremo (Summum Bonum), y en Foucault con lo que llama el ethos de la Ilustración y la ontología del presente. En esta perspectiva, coexistirían en Kant dos modalidades del progreso en la historia, a saber, la primera bajo el esquema teleológico inconsciente de la astucia de la naturaleza, en la que los hombres egoístas desarrollan mediante el despliegue de sus pasiones las aptitudes generales que importan progreso en la cultura y la civilización; la segunda, bajo la forma de una intervención consciente en la historia, que desborda el plano de la moralidad individual inherente a la realización discreta de cada acto moral aislado (propia del marco de la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres) hacia la persecución de fines más generales, y que introducen desde la era Ilustrada un principio de agencia moral consciente en la historia, que se distingue de la mera naturaleza y su correspondiente fuerza motriz a través del juego de nuestras pasiones. Esta idea de una praxis es la que quedaría articulada en el principio kantiano del uso público de la razón como criterio de la salida (Ausgang) de nuestra minoría de edad . Si adoptamos este último punto de vista, existiría en la historia mundial un análogo de la revolución copernicana, que no sería ni la revolución política, susceptible como tal de tropiezos, marchas y contramarchas, y a la que Kant antepone el camino más seguro de las reformas legislativas, ni el de la revolución asintótica, que aunque cumpliendo, como se vio, una función en el sistema crítico, posee una estructura virtual que la distingue nítidamente de la revolución copernicana. Este análogo sería más bien el de la salida de nuestra minoría de edad, pensada ahora como autoconciencia ilustrada de nuestra capacidad de acción e intervención históricas, y que vendría dado por el uso público de la razón, en cuanto ejercicio performativo de la crítica

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incondicionada. Ahora bien, el acontecimiento histórico que prepara y hace posible la crítica es la Ilustración. Por ende, podríamos ver en este acontecimiento de la historia la bisagra buscada entre la historia de la razón y la historia del mundo. Esto no hace de la Ilustración una reconciliación moral del hombre consigo mismo, pero inyecta en la historia un principio de libertad pública y de agencia moral conscientes que en adelante es imposible erradicar, cualquiera que fuera el resultado de la praxis histórica .

¿Hay una manera de saldar el hiato entre el nivel epistémico y el ontológico? En vísperas de la Revolución francesa, y por ende sin conocer los avatares innumerables que le sucederían, Kant escribía en su célebre opúsculo sobre la Ilustración: “Mediante una revolución acaso se logre derrocar un despotismo personal y la opresión generada por la codicia o la ambición, pero nunca logrará establecer una auténtica reforma del modo de pensar; más bien al contrario, tanto los nuevos prejuicios como los antiguos servirán de rienda para esa enorme muchedumbre sin pensamiento alguno” . “La verdadera revolución en el modo de pensar”, quizá sea ése el verdadero análogo de la revolución copernicana en el plano de la historia general: todo el problema es si quedarnos con una comprensión meramente epistémica de esta revolución, o si atribuirle una dimensión revolucionaria en el corazón de la praxis. Sin poder resolver ahora este problema, podemos sin embargo notar que dicha revolución en el modo de pensar, es decir, la Ilustración, aunque siendo ciertamente para Kant un acontecimiento histórico irreversible, no es un corte acabado en un solo momento dado, sino que corresponde más bien a un proceso, sobre cuya duración nada nos dice Kant: “Si ahora nos preguntamos: ¿acaso vivimos actualmente una época ilustrada?, la respuesta sería: ¡No!, pero sí vivimos en una época de Ilustración.” . Cuál sea el alcance de dicho proceso para fundamentar en Kant un imperativo de intervención y praxis histórica y, en este mismo sentido, de un sujeto en la historia (y no, como en Hegel, de la historia) que no se reduzca al sujeto espectador que es condición de posibilidad de la reflexión trascendental, es un problema que nos parece quedar abierto. Ciertamente, no hay ninguna razón para descartar este tipo de preguntas ni tampoco para no intentar hallarles una respuesta.

Universidad de Buenos AiresConsejo Nacional de Investigaciones Científicas y TécnicasUniversidad Nacional de La Plata

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1/22/2009

Articulo de Francisco Naishtat II

Este artículo fue publicado en las Actas de las Jorn

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Jornadas de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata

Noviembre de 2008

Walter Benjamin: teología y teología política.

Una dialéctica herética

Francisco Naishtat, CONICET, UBA, UNLP

I. INTRODUCCIÓN

Sobre la paradójica relación en Benjamin de la teología y la teología política, la idea de dialéctica herética nos permite hilar cabos entre dos momentos nodales de su obra, en los que la relación de la teología y la teología política se cristaliza críticamente: por una parte, la fase del Ursprung des deutschen Trauerspiel (1925) (El origen del drama barroco alemán, Benjamin, 1990), contexto al que pertenece también su Crítica de la violencia (Kritik der Gewalt, 1921) y su Politisches theologisches Fragment (Fragmento teológico-político (Benjamin, 1995: 181-182). En el capítulo del Trauerspiel reservado a la teoría de la soberanía (Theorie der Souveränität), domina, en efecto, la inversión benjaminiana de la conocida fórmula teológico-política de Carl Schmitt sobre la soberanía (1922): Souverän ist wer über den Ausnahmezustand entscheidet (“Soberano es quien decide del estado de excepción”, Schmitt, 2005: 23); en el Trauerspiel benjaminiano, en efecto, soberano es, más bien, quien debe prevenir (auszuschliessen) el estado de excepción (ausnahmezustand), pero que es incapaz de decidir! (Entschlussunfähigkeit) (Benjamin: 1978: 245 y 250). A su vez, el Fragmento teológico-político rompe con toda veleidad de promesa milenarista que pueda servir de orientación teleológica, al modo agustiniano, para la política y la historia. Esto se cristaliza en la Kritik der Gewalt a través de la crítica radical de Benjamín a las dos formas convencionales de violencia política, es decir, las dos formas de violencia teleológicamente orientadas como medio-para-un-fin: la violencia constituyente y la violencia constituida, a las que Benjamin opone la “violencia divina”, como puro medio, a saber, como mera fuerza disruptiva, propia del “exceso de la justicia en relación al derecho” (Derrida: 2005).

Ulteriormente, en el contexto 1927-1940 de la composición del Passagen Werk (Benjamin, 2005) y, particularmente, de sus Tesis Über den Begriff der Geschichte (1940) (Benjamin, 1995), Benjamin recupera la idea del estado de excepción pero invirtiendo nuevamente su expresión schmittiana originaria: “el verdadero estado de excepción” no se deriva del acto del soberano sino, inversamente, de la suspensión revolucionaria de la soberanía merced a la redención (Erlösung) del pasado oprimido y de una débil fuerza mesiánica (eine schwache messianische Kraft) que permite cristalizar el “tiempo ahora” (Jetztzeit) contra el tiempo continuo y vacío de la teleología del progreso (Benjamin, 1995: Tesis 2 y 8).

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En la idea benjaminiana de mesianismo como la capacidad, propia de la política revolucionaria, de interrumpir el tiempo continuo, podemos entrever por ende un uso herético de la teología, que es doblemente crítico de la tradición de la teología política occidental, a saber, crítico de la teleología política agustiniana, de la que el hegelianismo, por un lado, y el marxismo ortodoxo, por otro, son las versiones secularizadas, y crítico de la teoría soberanista medieval, de la que Hobbes y Schmitt son, a su vez, las correspondientes expresiones seculares.

Hay así en Benjamín un uso herético de la teología, la cual es puesta en juego, paradójicamente, contra la misma tradición de la teología política. Quizá una expresión de Irving Wohlfarth resuma bien esta situación paradójica de Benjamin con la teología: “(Re)-fusing theology” (Wohlfarth, 1986: 3-24), a la vez rechazo y (re) absorción. Y nada confirma mejor este carácter paradójico y herético de la relación de Benjamin con la teología que la siguiente cita extraída de sus propios Manuscritos preparatorios a las Tesis sobre el concepto de historia:

Mi pensamiento se relaciona con la teología como el papel secante con la tinta. Está completamente impregnado de la misma; pero si dependiera del papel secante, no quedaría estrictamente nada de lo que está escrito.

Debemos cuidarnos muy bien, sin embargo, de ver en esta dialéctica herética benjaminiana de la conservación y supresión de la teología una simple remembranza de la Aufhebung hegeliana clásica y evolutiva, que Engels en su Dialéctica de la naturaleza ilustra con su célebre ejemplo de la semilla, donde el fruto está impregnado del germen de la planta y es al mismo tiempo su supresión. Más cercano a la idea de Benjamin, la Aufhebung retransfigurada heréticamente por George Bataille, cuando el ensayista francés señala en su “Ensayo sobre las flores” (Bataille, La conjuración sagrada) que la flor ofrecida por el amante a su amada, en su efímera belleza alegórica de naturaleza muerta, traiciona la tierra pútrida que dio vida a la planta, y que, al mismo tiempo, le avergüenza. ¿No habla la tesis 1 del Über den Begriff der Geschichte (1940), precisamente, de la teología como una vieja desgreñada y fea que el materialismo histórico no puede sino ocultar para vencer en su lucha contra la opresión? ¿Cómo asignar un nombre a esta singular y paradójica relación de Benjamin con la teología si no es el de una dialéctica herética, una presencia que se disuelve a sí misma para reaparecer transfigurada en una expresión alegórica, esta vez contra la misma teología política? En el espacio que sigue vamos a tratar estos diferentes momentos.

II. WALTER BENJAMIN Y CARL SCHMITT

El 9 de diciembre de 1930 Walter Benjamin anuncia a Carl Schmitt, mediante la carta siguiente, el envío de su Ursprung des deutschen Trauerspiels:

Sehr geehrter Herr Professor,

Sie erhalten dieser Tage vom Verlage mein Buch Ursprung des deutschen Trauerspiels“. Mit diesen Zeilen möchte ich es Ihnen nicht nur ankündigen, sondern Ihnen auch meine Freude darüber aussprechen, dass ich es, auf

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Veranlassung von Herrn Albert Salomon, Ihnen zusenden darf. Sie werden sehr schnell bemerken, wieviel das Buch in seiner Darstellung der Lehre von der Souveränität im 17. Jahrhundert Ihnen verdankt. Vielleicht darf ich Ihnen darüber hinausgehend sagen, dass ich auch Ihren späteren Werken, vor allem der „ Diktatur“ eine Bestätigung meiner kunstphilophischen Forschungsweisen durch Ihre staatsphilosophischen entnomen habe. Wenn Ihnen die Lektüre meines Buches dieses Gefühl verständlich erscheinen lässt, so ist die Absicht meiner Übersendung erfült.

Mit dem Ausdruck besonderer Hochschätzung

Ihr sehr ergebener

Walter Benjamin

En esta carta Benjamin nos libra prima facie una pista importante para comprender la relación de su Trauerspiel con la teología política schmittiana, ya que menciona en qué, prima facie, su doctrina del Trauerspiel es deudora de Schmitt. Benjamín señala, en efecto, que ha tomado para su teoría de la soberanía en el s. XVII métodos y elementos que pertenecen a la doctrina de la soberanía de Schmitt, viendo así una analogía entre el procedimiento de Schmitt en su teoría del Estado y la suya propia en la filosofía del arte barroco. Y la doctrina de Schmitt de la que Benjamin se declara aquí deudor es la doctrina contenida en el libro Teología Política, publicado unos años antes, en 1922, y cuyo título completo reza, precisamente: Politische Theologie. Vier Kapitel zur lehre von der Souveränität (trad. esp. en Benjamin, 2005). Es la figura del príncipe en la era barroca que, en Benjamin, se encontraría, prima facie, impregnada de los rasgos y del marco del pensamiento de Schmitt. Sin embargo, lo que Benjamin se cuida muy bien de señalar en su carta es que en su Trauerspiel él se separa sensiblemente de la doctrina de Schmitt, aún cuando opere, en parte, dentro de un lenguaje schmittiano, definido por la terminología del estado de excepción (Ausnahmezustand) y de la decisión (Entscheidung), aunque mediado de manera fundamental por el vocabulario de su teoría del drama barroco, que es portador de las nociones de intriga, complot, exclusión (Auszuschliessen) y vacilación (Entschlussunfähigkeit).

Permítasenos entonces recordar brevemente los puntos nodales de la concepción schmittiana de la soberanía tal como aparecen en la versión primera de la Teología Política (1922), que es la conocida por Benjamin. Este tratado, desde su primer capítulo, titulado “Definición de la soberanía”, se abre por la consabida fórmula:

Soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción. Esta definición es la única que se ajusta al concepto de la soberanía como concepto límite. Decimos concepto límite no porque el concepto sea confuso, como ocurre en la impura terminología popular, sino porque pertenece a la órbita más extrema. (Schmitt, 2005: 23)

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Schmitt, como es sabido, marca radicalmente su diferencia con la doctrina de Hans Kelsen, quien deriva el derecho de la norma general, a partir de una doctrina neokantiana del derecho, que hace de este último una realidad normativamente autónoma de la decisión política y perfectamente autosuficiente. Para Schmitt, por el contrario, el derecho deriva su realidad última de una decisión, no de una norma. Es aquí donde la doctrina del derecho es dependiente para Schmitt de la doctrina de la soberanía y, esta última, de la teología política, ya que, para Schmitt, el príncipe soberano se encuentra, en relación al Estado, en la misma posición que Dios en relación al mundo. Esto es lo que dice la fórmula de la soberanía, ya que el estado de excepción (Ausnahmezustand) no es en Schmitt el equivalente de un estado de emergencia o de un mero peligro fáctico susceptible de amenazar la paz interior, sino una prerrogativa existencial fundamental del soberano frente a una situación juzgada como situación límite, por cuanto vendría a conmover las raíces mismas del estado de derecho. La soberanía es la capacidad de decidir del estado de excepción y eso implica dos momentos: a) el juicio soberano de la situación extrema; b) la decisión soberana de la suspensión de la ley. Al decidir así del estado de excepción, el soberano determina efectivamente los límites del Estado, y es este acto de delimitación que constituye para Schmitt la soberanía política.

La decisión soberana marca así la relación del orden en general con lo que le resulta heterogéneo. Al retirarse Dios de la Tierra, con la secularización de la política, el príncipe queda desnudo y expuesto ante la amenaza de aquello que es ajeno, heterogéneo e inconmensurable al orden civil, es decir, la amenaza de la exterioridad. Pero el soberano resuelve en Schmitt el vacío dejado por Dios mediante un acto puro y extremo que es semejante al acto de creación divina como tal, salvo que, en Schmitt se trata de una interrupción. Por ende la trascendencia, que se retira con el repliegue de Dios, es reencarnada por el soberano mediante un acto extremo. Aunque esta interrupción no sea predictible (Weber, S., 1992), no se trata de un acto caprichoso, ya que resulta necesario para preservar al Estado como condición a su vez de todo orden y de toda ley posibles. Pero la justificación no puede jamás ser dada ex ante: es siempre ex post que puede justificarse la razonabilidad de la decisión extrema y soberana. Por ende, el Estado se constituye en Schmitt sobre la base de una decisión que es primera e independiente de toda consideración sobre el derecho de la decisión. El carácter no-legal o a-legal (Weber, S., 1992) del status del soberano y de su decisión extrema se identifica y se justifica solamente en la medida en que provee las condiciones para la reapropiación de la excepción por la norma, a posteriori (Weber, S., 1992). De este modo, el Estado tiene siempre la última palabra en la teoría de la soberanía schmittiana.

La relación de esta concepción schmittiana de la soberanía y de la teología política aparece así claramente bajo dos aspectos: a) desde un punto de vista genético, Schmitt muestra desde el capítulo 3, titulado, precisamente, “Teología política”, que la relación del soberano con la trascendencia es fundamento de una identidad entre política y teología (el soberano trasciende al Estado como Dios trasciende al mundo); b) desde un punto de vista histórico, Schmitt muestra sin embargo que desde el siglo XIX la secularización se tradujo en una inmanentización de la trascendencia, de modo tal que

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los gobernantes se identificaron a los gobernados y el Estado al orden legal, mediante el principio de la soberanía de la ley.

No es posible aquí desplegar la lógica schmittiana de la inmanentización tal como la encontramos desarrollada a lo largo de la Teología política, donde Schmitt establece cómo esta inmanentización se vuelve de hecho una máquina que vacía lo político de su sustancia al sustraerle el sentido trascendente de donde según Schmitt lo político extraía su vitalidad específica. Lo que nos importa ahora, en cambio, es volver a Benjamin y mostrar en qué su Trauerspiel, aun operando parcialmente en el lenguaje de Schmitt, se demarca decisivamente de la doctrina del jurista alemán.

Si el vocabulario con el que Benjamin en el Trauerspiel evalúa la tensión en torno a la soberanía es tomado de Schmitt; a saber: las nociones de soberano, estado de excepción, decisión extrema, una aproximación más circunspecta, sin embargo, permite determinar, contra la expectativa que podríamos haber forjado a partir de la carta de Benjamin a Schmitt referida supra, que Benjamin se separa decisivamente de Schmitt. Si, en efecto, Benjamin acompaña a Schmitt en el hecho de ver la soberanía intrínsecamente ligada a la noción del estado de excepción, nos dice sin embargo que el Barroco, a diferencia del concepto moderno de soberanía en el que baña la doctrina de Schmitt, hace de la función más importante del soberano la de excluir (Auszuschliessen), no la de sancionar, el estado de excepción:

Wenn der moderne Souveränitätsbegriff auf eine höchste, fürstliche Exekutivgewalt hinausläuft, entwickelt der barocke sich aus einer Diskussion des Ausnahmezustandes und macht zur wichtigsten Funktion des Fürsten, den auszuschliessen (Benjamin, 1978: 245).

Para comprender este auszuschliessen (exclusión) con el que Benjamin singulariza el concepto barroco de soberanía, es necesario tener presente la noción de catástrofe (Katastrophe), tan central en el Trauerspiel, como ulteriormente en las Tesis sobre el concepto de historia de 1940. Pues para Benjamin, la idea de catástrofe, que es hija de todo el énfasis propio del Barroco en el más acá, se presenta en el marco de la tensión extrema de la trascendencia, que ha quedado despojada por una adhesión al mundo que hace que el hombre barroco se sienta “arrastrado con él a una catarata”:

Der religiöse Mensch der Barock hält an der Welt so fest, weil er mit ihr sich einem Katarakt entgegentreiben fühlt (Benjamin, 1978: 246)

Esta naturalización, que ha despojado el mundo barroco de escatología – “Es gibt keine barocke Eschatologie” (Benjamin, 1978: 246)- deja el más acá librado a sí mismo. No hay ahora ningún mecanismo mediante el cual las cosas sean reunidas, redimidas y exaltadas antes de ser libradas a su fin natural. Por ende el Barroco conduce las cosas en su violencia a la luz del día. El Barroco arroja la trascendencia como limitación de la inmanencia y lo hace vaciando la trascendencia de todo contenido representable. Pero

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para Benjamin, bien lejos de logar evacuar la trascendencia, apenas logra investir un nuevo poder: el vacío, el otro absoluto, la muerte, que no es representable ni localizable, sino siempre fuera, siempre más allá. Esta alteridad radical no puede ya aparecer como trascendente sino como catástrofe, caída, abismo. El modo de su aparición será por excelencia el de la alegoría. Desde este punto de vista, la función del soberano de excluir (auszuschliessen) el estado de excepción aparece como la función del Barroco de excluir la catástrofe, es decir, de excluir la trascendencia en cuanto alteridad y exterioridad abismal:

Denn antithetisch zum Geschichtsideal der restauration steht vor ihm die Idee der Katastrophe. Und auf diese Antithetik ist die Theorie des Ausnahmezustands gemünzt. (Benjamin, 1978 : 246)

Por ende el Barroco se presenta en el Trauerspiel de Benjamin en un cuadro general definido por una ontología negativa: época de disolución, sin escatología, donde el hombre queda librado a la desolación y dislocación de un mundo que ha perdido toda orientación histórica en los términos de la teodicea que le había precedido. Es frente a esta situación que se clarifica la figura de Ausnahmezustandausschliessung (exclusión del estado de excepción) que Benjamin contrapone, como función que el Barroco asigna al príncipe, al Ausnahmezustandentscheidung (decisión del estado de excepción) con el que Schmitt definía la soberanía. Ahora bien, si la exclusión de la excepción es una función pretendida que el Barroco asigna al príncipe, ésta es también para Benjamin una función fallida, ya que el soberano no logra nunca, en verdad, trascender la trascendencia haciéndola inmanente. Para Benjamin se trata, por efecto de una doble negación fallida, de una doble negación paradójica en que la exclusión de lo otro, la negación de lo que es negación, no da como resultado la restauración del orden inmanente, sino la perpetuación de la situación excepcional como regla e irreductible inestabilidad ontológica de la era barroca. Dialéctica paradójica, herética, ya que el soberano barroco no logra su función de prevenir la situación excepcional sino que, por el contrario, se encuentra ontológicamente inmerso en ella sin poder en modo alguno evacuarla. Contrariamente al soberano de Schmitt, el príncipe barroco fracasa por ende aquí sistemáticamente. Siendo un hombre y no Dios, no logra tomar la decisión extrema. Lo que lo define no es por ende la decisión sino la vacilación, la incapacidad de resolución (Entschlussunfähigkeit):

Die Antithese zwischen Herrschermacht und Herrschvermögen hat für das Trauerspiel zu einem eigenen, nur scheinbar genrehaften Zug geführt, dessen Beleuchtung einzig auf dem Grunde der Lehre von der Souveränität sich abhebt. Das ist die Entschlussunfähigkeit des tyrannen. Der Fürst, bei dem die Entscheidung über den Ausnahmezustand ruht, erweist in der erstbesten Situation, dass ein Entschluss ihm fast unmöglich ist. (Benjamin, 1978: 250)

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De hecho, la secularización barroca, la misma que hace que los príncipes se independicen de la Iglesia, es un arma de doble filo ya que, por elevado que fuera el poder del príncipe sobre los hombres, éste sigue siendo un hombre, diferente por ende de Dios. Gobierna sobre las criaturas pero es, al mismo tiempo, una criatura (Weber, S.: 1992). A diferencia de Schmitt, quien marca una identidad de carácter teológico-político entre Dios y el soberano, lo que sobresale en Benjamin es un abismo inconmensurable. En Schmitt el soberano trasciende al Estado como Dios trasciende al mundo; para Benjamin, en cambio, el soberano carece de consolación, no sabe a dónde dirigirse, el estado de excepción se ha vuelto la regla (una idea que aparecerá también en la Tesis 8 sobre el concepto de historia (Benjamin, 1995: Tesis 8). Desde este punto de vista, lo que estructura el drama barroco no es ya solamente el príncipe, sino también el intrigante, el bufón y el tirano, a través de la figura de las intrigas de palacio y de los complots, que son característicos de una era en que la falta de apoyatura trascendente se ha vuelto existencialmente desgarradora.

III. CATASTROFE Y “VERDADERO ESTADO DE EXCEPCIÓN” EN LAS TESIS (1940)

En el contexto de las Tesis sobre el concepto e historia (1940) la cuestión de la soberanía ha dejado de articular la mirada teórica en provecho de la cuestión de la acción disruptiva y de la redención del pasado incumplido. Sin embargo, los elementos de la catástrofe y de la excepción siguen estando al orden del día de la reflexión benjaminiana. Desde este punto de vista, la imposibilidad de la teología política, despejada en el contexto del Trauerspiel a propósito de la incapacidad del príncipe para encarnar la prevención de la catástrofe, va a mutar en el contexto de las Thesen en la posibilidad de un débil poder mesiánico (schwache mesianische Kraft) encarnado no ya por el príncipe soberano, sino inversamente, por la fe en un despertar de la acción y de un tiempo-ahora (Jetztzeit) que Benjamin opone a la temporalidad inerte, desoladora y catastrófica de una temporalidad continua que es la propia de la dominación:

La tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en el cual vivimos es la regla. Debemos alcanzar una concepción de la historia que dé cuenta de esta situación. Entonces descubriremos que nuestra tarea consiste a instituir el verdadero estado de excepción; consolidaremos de este modo nuestra posición en la lucha contra el fascismo” (Benjamin, 1995: Tesis 8).

En el contexto político catastrófico de las Thesen (1940), signado por el derrumbe de los Frentes Populares, el triunfo del fascismo y el pacto germano-soviético, una teología herética encuentra más que nunca en Benjamin toda su razón de ser, en cuanto fe mesiánica en el milagro de la acción y en el poder del instante como interrupción del continuo en provecho de la redención del pasado y de la prevención de la catástrofe. Desde este punto de vista, el vocabulario schmittiano del estado de excepción reingresa en el lenguaje político revolucionario, pero no ya como prerrogativa del príncipe sino como posibilidad copernicana de la redención del pasado oprimido, merced al despertar del presente. Por un juego de palabras que invierte la fórmula de Schmitt, el estado de

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excepción del soberano se vuelve en Benjamin la regla ontológica de la dominación que es inherente a la reificación de la ley y a la conservación de la soberanía mediante la violencia. Contra dicho “falso estado de excepción” (porque es en verdad la regla), Benjamin opone un “verdadero estado de excepción” en cuanto interrupción del mundo reificado de la dominación y despertar de la política, al que llama el “primado de la política respecto de la historia” que es propio de la revolución copernicana de la historiografía materialista que propone su punto de vista copernicano (Passagen Werk, convolut K, in Benjamin, 2005). Desde este punto de vista, la relación de lo político con lo teológico no será planteado en términos de fundación de un orden sino más bien de destrucción, desmontaje, apertura, en el mismo sentido en que la justicia divina era para Benjamin en su Kritik der Gewalt la posibilidad misma de interrupción del derecho reificado en provecho de una justicia siempre en exceso a la ley instituida. La política no está por ende en Benjamin bajo ningún concepto subordinada a la teología (véase el Fragmento teológico-político) sino que es más bien la fe herética como “débil poder mesiánico” (Tesis 2) que se pone al servicio de la política (Tesis 1) al abrir el desmontaje del tiempo que hace posible la irrupción reparadora de la acción y del pasado incumplido (Tesis 8 y 9).

BIBLIOGRAFIA

Benjamin, W., 1995: La dialéctica en suspenso, Santiago de Chile, Arcis, 1995.

Benjamin, W., 1978 : Ursprung des deutschen Trauerspiels, Gesammelte Schriften, Band I.1, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag.

Benjamin, W., 1990: El origen del drama barroco alemán, Madrid, Taurus.

Benjamin, W., 2005: Libro de los Pasajes, Madrid, Akal.

Derrida J., 2005: Force de loi, Paris, Galilée.

Schmitt, C., 2005: Teología Política. Cuatro ensayos sobre la soberanía, Buenos Aires, Struhart & Cía.

Weber, S., 1992: “Taking Exception to Decision: Walter Benjamin and Carl Schmitt”, Diacritics, Vol. 22, No. ¾, The Johns Hopkins University Press, Otoño-Invierno de 1992, pp. 5-18.

Wohlfarth, I., 1986: “Re-Fusing Theology. Some First Responses to Walter Benjamin's Arcades Project”, New German Critique, No. 39, Second Special Issue on Walter Benjamin, Nueva York, Otoño de 1986.

Walter Benjamin, Gesammelte Schriften (GS), V, 588; trad. esp. por Oyarzún Robles en (Benjamin, 1995: 81-82).« Querido Profesor Schmitt, Ud. va a recibir en breve de mi editor mi libro El origen del drama barroco alemán (Ursprung des deutschen Trauerspiels). Con estas líneas yo quisiera no solamente anunciarle el arribo del libro, sino expresarle mi alegría de poder enviárselo, bajo la recomendación del Sr. Albert Solomon. Ud. reconocerá muy rápidamente cuánto mi libro es deudor suyo por su presentación de la doctrina de la soberanía en el siglo XVII. Quizá yo debiera también agregar, además, que he deducido

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también de sus trabajos posteriores, particularmente de Dictadura (Diktatur), una confirmación de mis modos de investigación en la filosofía del arte a partir de los suyos en la filosofía del Estado. Si la lectura de mi libro permite la emergencia de este sentimiento de una manera inteligible, entonces el propósito del envío de mi libro a Ud. quedará perfectamente satisfecho. Con mi expresión de especial admiración. Su muy abnegado, Walter Benjamin”, Walter Benjamin, Gesammelte Briefe, Band III 1925-1930, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1997 (traducción nuestra). Nótese que esta carta no figura en la edición de la correspondencia de Walter Benjamin por Theodor Adorno y Gershom Scholem de 1966, y que sólo aparecerá varias décadas más tarde en la edición de la obra completa por Tiedemann, discípulo de Adorno, quien al publicarla la calificó de memorable (Denkwürdig). Por una parte, Adorno y Scholem juzgaron probablemente que esta carta, dirigida a quien sería unos años después de su envío, un teórico central de la ciencia jurídica nazi, podría confundir la interpretación de la obra de Benjamin, a quien Brecht calificaría, precisamente, como la primera gran víctima intelectual alemana del nazismo. Es innegable, por otra parte, que la existencia de esta carta es una expresión más de la dificultad de encasillar el marxismo de Benjamin en una etiqueta simple, algo de lo que nuestra idea de una dialéctica herética pretende ser aquí la expresión. Cabe señalar que Schmitt recién en la posguerra se referirá, probablemente no exento de cálculo político, a su intercambio con Benjamin: su ensayo Hamlet o Hécuba, aparecido en los cincuenta, rinde, desde sus primeras líneas, un homenaje explícito al Trauerspiel, que es considerado allí por Schmitt como una de las tres fuentes principales de su ensayo sobre Shakespeare.

La expresión alemana reza “Souverän ist, wer über den Ausnahmenzustand entscheidet”. Debe notarse, como señala el traductor francés de la Politische Theologie de Schmitt que el über den Ausnahmezustand entscheidet se vierte mejor como “décide de l’état d’exception” (decide del estado de excepción) que como “décide sur l’état d’exception” (decide sobre el estado de excepción), ya que no se trata simplemente de juzgar que impera una situación excepcional, como sería si se decidiera sobre el estado de excepción, sino asimismo de decidir la suspensión efectiva del estado de derecho vigente determinando de este modo los límites efectivos de la ley; vide Carl Schmitt, Théologie Politique, Paris, Gallimard,1988: 15, 16.En este punto seguimos a Samuel Weber en (Weber, S., 1992).“Todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados. Lo cual es cierto no sólo por razón de su desenvolvimiento histórico, en cuanto vinieron de la Teología a la teoría del Estado, convirtiéndose, por ejemplo, el Dios omnipotente en el legislador todopoderoso, sino también por razón de su estructura sistemática, cuyo conocimiento es imprescindible para la consideración sociológica de estos conceptos. El estado excepcional tiene en la jurisprudencia análoga significación que el milagro en la Teología” (Schmitt, 2005: 57).« El concepto de dios de los siglos XVII y XVIII supone la trasecendencia de Dios frente al mundo, como su filosofía política la del soberano frente al Estado. En el siglo XIX, la noción de inmanencia adquiere cada vez mayor difusión. Todas las identidades que reaparecen en la doctrina política y jurídico-política del siglo XIX descansan sobre esa noción de inmanencia: la tesis democrática de la identidad de gobernantes y gobernados, la teoría orgánica del Estado y su identificación del estado y la soberanía, la doctrina del estado de derecho de Krabbe y su identificación de la soberanía con el orden jurídico y, por último, la teoría de Kelsen sobre la identidad del Estado y el orden jurídico.” (Schmitt, 2005: 71).“Si el concepto moderno de soberanía conduce a otorgarle un supremo poder ejecutivo al príncipe, el concepto barroco correspondiente surge de una discusión del estado de excepción y considera que la función más importante del príncipe consiste en evitarlo” (Benjamin, 1990: 50).“El hombre religioso del barroco le tiene tanto apego al mundo porque se siente arrastrado con él a una catarata” (Benjamin, 1990: 51).“No hay escatología barroca” (Benjamin, 1990: 51).« Pues la idea de la catástrofe se presenta a los ojos del Barroco como la antítesis del ideal histórico de la restauración. Y la teoría del estado de excepción está acuñada como respuesta a esta antítesis” (Benjamin, 1990: 51). « La antítesis entre el poder del gobernante y la facultad de gobernar dio lugar a un rasgo propio del Trauerspiel, rasgo que se puede considerar genérico en apariencia, ya que se explica exclusivamente en función de la teoría de la soberanía. Se trata de la incapacidad para decidir que aqueja al tirano. El príncipe, que tiene responsabilidad de tomar una decisión durante el estado de excepción, en la primera ocasión que se le presenta se revela prácticamente incapaz de hacerlo” (Benjamin, 1990: 56). Nótese aquí un error en esta versión castellana de José Muñoz Millanes, ya que vierte la frase alemana “Der Fürst, bei dem die Entscheidung über den Ausnahmezustand ruht (…)” como “El príncipe, que tiene responsabilidad de tomar una decisión durante el estado de excepción (…)” cuando debería decir “El

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príncipe, que detiene la responsabilidad de decidir del (sobre) el estado de excepción (…)” (vide supra nuestra observación sobre la traducción española de la expresión über Ausnahmezustand entscheidet de Schmitt).Cfr. (Benjamin, 1995 : Tesis 2).

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Del Ipse existencial al Ipse narrativo. Fronteras y pasajes entre la fenomenología ontológica de Sartre y la fenomenología hermenéutica de Ricoeur

Francisco NAISHTAT

Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de La Plata

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas

I. Introducción

En la filosofía francesa del siglo pasado, y en referencia a Sartre, están los enfrentamientos que el autor del Ser y la nada sostuvo a lo largo de su vida intelectual infatigable y que son pasajes obligados para toda antología del corpus sartriano. Estos duelos intelectuales estuvieron primeramente contenidos dentro de la peculiar galaxia filosófica francesa de inmediata posguerra, conformada por la intersección de la joven fenomenología, el existencialismo y el marxismo, y nos resuenan con su aire de querellas intelectuales de familia, siempre en el límite de estentóreos divorcios, en los que los ingredientes políticos fueron regularmente un detonante fundamental, como los duelos que Sartre mantuvo tour à tour con Merleau-Ponty, Camus, Aron, Claude Lefort desde los años cincuenta, a los que se añadieron, una década más tarde, en pleno auge del estructuralismo, las querellas más epistemológicas, donde las posiciones en pugna en torno al sujeto y la historia dividieron las aguas de la filosofía francesa, lo que se reflejó en las polémicas de Sartre con Lévi-Strauss luego de la aparición de El pensamiento salvaje y con Foucault después de Las palabras y las cosas.

En este sentido, el caso de Paul Ricoeur es diferente. Fue junto a Emmanuel Lévinas y Michel Henry de la segunda camada de fenomenólogos franceses, es decir, de la generación de los “hermanos menores” de Sartre y Merleau-Ponty. Pero si Ricoeur proviene del tronco husserliano, en línea más directa ha sido formado por Gabriel Marcel y Jean Nabert, dos pensadores alejados del fondo existencialista marxista en el que abrevó Sartre, y más cercanos al humanismo cristiano francés. Desde este punto de vista, Ricoeur permaneció alejado de los grandes duelos del “marxismo fenomenológico” y no polemizó directamente con Sartre, ni en relación a sus tesis filosóficas más explícitas, ni, sobre todo, en relación a sus posicionamientos políticos. En cambio buscó siempre abrir la fenomenología a nuevos horizontes conceptuales en tono con las transformaciones decisivas del filosofar contemporáneo: la hermenéutica, la semiótica estructural, la filosofía analítica de la acción y el narrativismo postestructuralista.

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En dicho contexto, sus respectivas trayectorias teóricas, a pesar del tronco husserliano común y de la común orientación a los problemas morales y a una filosofía de la acción voluntaria, discurren desde los sesenta por senderos conceptuales que bifurcan: Sartre permanecerá preocupado por una reconciliación del marxismo y la libertad, problema que es ajeno a Ricoeur, más bien preocupado desde los sesenta por la apertura de la fenomenología al horizonte del giro lingüístico contemporáneo, plano al que Sartre permanece a su vez indiferente. Quizá esta bifurcación de las perspectivas recíprocas haya reforzado en Ricoeur la impresión de una lejanía cabal, cuando, hace una década, escribía en sendas publicaciones autobiográficas unas frías referencias a Sartre; en Crítica y convicción, en efecto, Ricoeur señala:

“Quizá mi escaso interés por Sartre se deba en alguna medida a Gabriel Marcel, aunque yo lo atribuyo más bien a mis preferencias por Merleau-Ponty.” (Ricoeur, 1995a: 40).

Igual desapego aparecía en su Autobiografía intelectual del mismo año:

“Este gran libro (vbgr. La fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty) había sido el descubrimiento decisivo de los años de posguerra; por contraste, El Ser y la nada de Sartre sólo suscitó en mí una admiración lejana, pero ninguna convicción: ¿acaso un discípulo de Gabriel Marcel podía asignarle la dimensión de ser a la cosa inerte y no reservar sino la nada al sujeto vibrante de afirmaciones en todos los órdenes?” (Ricoeur, 1995b: 25)

Sin embargo, Ricoeur no sólo ha sido un estudioso atento de la obra entera de Sartre, lo que está testimoniado en las múltiples referencias al autor de El Ser y la nada, esparcidas en diversos lugares de sus trabajos filosóficos, sino que desde su más temprana filosofía comparte con este último, y a pesar de las bifurcaciones y aperturas supradichas, una fidelidad a un núcleo de problemas filosóficos privilegiados: la voluntad, la acción, la elección, la libertad, la responsabilidad, (Ricoeur, 1950), (Ricoeur, 1990), la culpa, el mal, la finitud (Ricoeur, 1960), la imaginación y el imaginario simbólico (Ricoeur, 1983), (Ricoeur, 2000), la Ipseidad, el Ipse y el proyecto (Ricoeur, 1990), la subjetividad y la objetividad en la historia (Ricoeur, 1955), la historicidad humana, la memoria, el olvido y la responsabilidad histórica (Ricoeur, 2000).

En este sentido, es menester indicar al menos tres episodios significativos que contrastan con la lejanía confesada de los dos pasajes precedentes de Ricoeur: en primer lugar, Ricoeur cuenta en esos mismos escritos autobiográficos que se consagró un año entero con su grupo de Esprit durante 1963-1964 al estudio de la obra de Sartre Cuestiones de Método (primera parte de Crítica de la razón dialéctica, Sartre, 1960) y que su primer encuentro personal con Sartre data precisamente de la ocasión en que este último participó, por invitación de Ricoeur, en una prolongadísima exposición de los primeros capítulos de dicha obra (Ricoeur, 1995 a: 42). Ahora bien, es precisamente por la misma época que Ricoeur y Sartre van a entablar separadamente una controversia cruzada con Lévi-Strauss, consecutiva a la publicación, durante 1962, de La pensée sauvage (Lévi-Strauss, 1962). En el noveno capítulo de esta obra, titulado “Histoire et dialectique” Lévi-Strauss atacaba las tesis defendidas por Sartre (Sartre, 1960) acerca de

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la totalización histórica y de la pretendida superioridad de la diacronía respecto de la sincronía para la reflexividad de la práctica social. Para Lévi-Strauss, esta posición sólo era el reflejo de las filosofías del sujeto en la tradición Occidental. Ahora bien, partiendo de una mirada hermenéutica, y de la exégesis de los mitos bíblicos, Ricoeur iba a intervenir en la controversia (véase Ricoeur, 1992: 349-384; Ricoeur, 2004: 169-192) intentando invalidar el pretendido alcance general de las tesis de Lévi-Strauss sobre la preeminencia de la forma sobre el contenido, de la sincronía sobre la diacronía y de las combinatorias formales y sus operatorias estructurales respecto de los acontecimientos, una crítica que Ricoeur reforzará años más tarde en el marco de su giro narrativista (Ricoeur: 1983 y Ricoeur: 2000). Aunque la crítica de Ricoeur respecto del estructuralismo es más moderada que la de Sartre, al intentar simplemente absorberlo como un plano de mediación necesaria en el trabajo filosófico de la interpretación, destinado a ser superado en el momento propiamente hermenéutico del sentido, Ricoeur se encuentra de hecho aquí del lado de Sartre en una defensa común de la historicidad y de la diacronía contra la generalización del formalismo estructural.

El segundo episodio que queremos destacar es el homenaje tardío de Ricoeur a los escritos del joven Sartre, en primer término, a La imaginación y Lo Imaginario en los que Ricoeur percibe una labranza fenomenológica fina para el discernimiento de las intrincadas relaciones entre los símbolos, la memoria, la conciencia-imaginativa y la conciencia realizativa (Ricoeur, 2000: 64), con sus juegos de diferencias específicas, y donde Ricoeur ve un parentesco con su propia exégesis de la memoria y la imaginación. En este mismo registro de reconocimiento de las obras tempranas de Sartre, cabe señalar la admiración que Ricoeur profesa en su autobiografía al trabajo de Sartre sobre la fenomenología de las emociones (Sartre, 1965b), en el que Ricoeur ve un antecedente de algunos de sus desarrollos de Lo Voluntario y lo Involuntario (Ricoeur: 1995: 43).

El tercer episodio que deseamos evocar es el siguiente: Ricoeur publicó solamente un trabajo sobre Sartre, pero no precisamente sobre su filosofía, sino sobre la obra de teatro El Diablo y Dios (1951), de la que confiesa haber sufrido un intenso efecto trastornador (Ricoeur, 1992: 137-148). Ricoeur comienza su comentario sobre esa pieza de teatro en estos ambiguos términos:

“Peut-on se risquer à écrire sur une pièce de théâtre quand on a été blessé par elle ? Oui, blessé. A la représentation, Le Diable et le bon Dieu a offensé en moi quelque chose dont, au reste, la pièce m’a aidé à prendre conscience (…) »

Durante su breve e incisivo escrito Ricoeur se reparte entre el reconocimiento de la extraordinaria eficacia dramática de la obra y su rechazo cabal del visceral pesimismo que sobresale a lo largo de sus personajes, donde ninguna esperanza es posible. Como en el tiempo pesimista de los griegos, el futuro y la madurez de las revoluciones solo deparan la previsible hipocresía del poder con sus juegos de falsa conciencia: la esperanza está en la juventud de las revoluciones, y la desesperanza en su madurez. Ricoeur realiza un análisis y crítica pormenorizada de la obra, que le permitió entablar con Sartre una relación epistolar, en la que Sartre se involucró, según Ricoeur, “de modo cordial y generoso” (Ricoeur: 1995: 42).

Hemos traído aquí estos tres episodios no como una pieza de esclarecimiento del pensamiento de Ricoeur, sino como una prenda transitoria para atenuar, a guisa de

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introducción, una visión de Ricoeur fría e indiferente al pensamiento de Sartre. Esto nos permite ahora analizar a propósito de la noción de Ipseidad, las diferencias y las afinidades entre ambos autores.

II. La cuestión de la Ipseidad

¿Por qué entonces confrontar Sartre y Ricoeur a propósito de la Ipseidad? En El Ser y la nada Sartre retomó esta categoría del vocabulario de Sein und Zeit, y la desplegó como una pieza central para deslindar el para-sí, vinculado al circuito de la conciencia reflexiva y del proyecto, con su poder de negación, y el en-sí, como lo inerte, lo dado, la existencia de hecho del yo en situación. Ahora bien, Ricoeur reconsidera precisamente la categoría de Ipse en su obra bisagra de los noventa, Sí mismo como otro (Ricoeur, 1990). Pero en esa empresa, su relación con Sartre es interesante en dos direcciones:

a) Permite clarificar su diferencia con el desgarramiento del Ipse sartriano, pero al mismo tiempo acusa unos supuestos comunes: la común oposición al en-sí; el Ipse de Ricoeur, en efecto, se opone a la figura del carácter, como modelo de la mismidad empírica, y a la ontología subsecuente de toda identidad sustancial, contra la que Ricoeur confiesa inspirarse en el modelo de la constancia a sí de Heidegger- Selbstständigkeit- (Ricoeur, 1990: 148-149) y en la figura de proyecto existencial de Sartre (Ricoeur, 1990: 191).

b) Por otra parte, Ricoeur articula su noción de Ipse desde su concepto de promesa individual. Pero aquí el papel de la Otredad es central en todo el frente de conformación de la Ipseidad, desde el autorrespeto y la estima de sí a la conformación de una relación ético-política con los demás. Conceptualmente, el Ipse ricoeuriano abarca inclusive los colectivos, las comunidades, las instituciones y las tradiciones: Ricoeur admite explícitamente la aplicabilidad de su noción de identidad narrativa a estos últimos (Ricoeur, 1985: 443-446 y Ricoeur, 1990: 148). Ahora bien, si la otredad es esencial para la ipseidad sartriana, lo será desde una perspectiva bien diferente, marcada por una filosofía del conflicto y de la lucha por el reconocimiento que da siempre primacía a la negatividad que opera en la distancia fenomenológica entre el para-sí y el en-sí, en la que la inspiración hegeliana está perfectamente asumida, aunque sin ningún horizonte de reconciliación ni de síntesis estable. Y esto es mantenido incluso en la Crítica de la razón dialéctica, donde Sartre habla de la promesa generalizada en un grupo a propósito del juramento (Sartre, 1960: vol. 2: 245 y pássim) El juramento y el grupo juramentado son una instancia capital en la conformación de los grupos en la historia y es ciertamente relevante, más allá de las diferencias fundamentales, confrontar el juramento sartriano y la promesa de Ricoeur en el Ipse colectivo. Pero las posiciones fundamentales y las tonalidades en torno al la dimensión de los otros permanecen sensiblemente diferentes.

III. La Ipseidad en el primer Sartre

La clave de la noción sartriana de Ipseidad se despeja a partir del telos ontológico que es propio del deseo. Si, en efecto, la conciencia deseante se vuelve falta (Manque), o se afecta de falta, una tal auto-afección nihilizante (néantissante) deberá ordenarse a la apropiación de un cierto X, de algún objeto indeterminado, lo faltante (manquant), sin lo cual el deseo no podría participar de la estructura intencional, inherente a toda conciencia. De esta manera se determina un ideal, un punto de convergencia, fantasma

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de todo proyecto, de toda “posibilitación” originaria: el Sí (Soi) como autorrealización de la síntesis de lo faltado (Manqué), de lo que no se ha conseguido. En la medida en que lo faltante “manquant” revela mi posible, en tanto que mío, esta pertenencia casi personal de lo posible reenvía a lo que no se ha conseguido, es decir, lo faltado (Manqué), a título de teleología intencional suprema y última, rectora de la posibilitación. La estructura de incompletitud esencial inherente a la aprehensión de lo faltante (manquant) reenvía a la historicidad originaria, auto-anticipadora del para-sí. El surgimiento de lo que falta (Manque) supone un desgarramiento en la cohesión interna del en-sí (en-soi). Pero este desgarramiento designa y exige una trascendencia testigo y no es como en Aristóteles una tendencia en las cosas.

Tampoco es esta falta el Uneasiness de Locke. Permítasenos aquí un rodeo por Locke, bien a punto en relación a la Ipseidad sartriana, cuando comprendemos desde el estudio de Etienne Balibar sobre el célebre cap. XXVII del Ensayo sobre el entendimiento humano que es Locke, y no Descartes, el inventor del uso generalizado de la categoría de concientia en el sentido gnoseológico moderno (Balibar, 1998). Para Locke la conciencia es fundamentalmente Uneasiness, inquietud y desasosiego, siempre falta (Locke, 1964: 172-173). Hay pues en el primer Sartre como un eco de esta noción constitutiva de la conciencia Lockeana. Pero en Locke el acento está puesto del lado de la cosa deseada. Hay en el inglés una visión objetivante de la estructura del deseo, como algo que se puede satisfacer cuando se consigue aquello que falta. En Sartre, en cambio, es uno mismo quien se elige a sí mismo en cada una de las búsquedas que mueve la falta. Pero este sí mismo no puede alcanzarse, ya que apenas un deseo es satisfecho, el yo resultante nos resulta extraño, de manera semejante al extrañamiento (Entfremdung) de Hegel y Marx. La posibilitación se ordena de esta manera en Sartre hacia la realización de una imposible totalidad, el Sí (le Soi). Por ende el deseo, a diferencia de Locke, es siempre totalización fallida. Podríamos decir, anticipando aquí el lenguaje de Ricoeur, que la concientia de Locke tiene mismidad pero carece de ipseidad ya que a diferencia del para-sí de Sartre, no reconoce una totalidad meta-empírica (siempre fallada) en relación a la cual se constituye. Esta idea del Sí como límite inalcanzable, es la espesura de la Ipseidad sartriana tal como el autor de El ser y la nada la establece bajo el título Le Moi et le circuit de l’Ipseité (Sartre, 1943: 142 y pássim).

En Sartre la operación por la cual yo deseo algo presupone entonces la elección a través de la cual yo me deseo alcanzando eso, y por ende todo deseo de X es un deseo de sí mismo y reenvía a una elección de sí mismo, lo que en definitiva reenvía a la estructura de la ipseidad. El acento está puesto del lado de la conciencia, no del lado del objeto. Por ende podemos decir que al igual que en Locke la conciencia en Sartre es deseo, Uneasiness. Pero a diferencia de Locke, ésta no puede ser objeto de una satisfacción empírica. Es decir, a la decepción empírica definida por la falta del objeto X Sartre articula una decepción ontológica insuperable que reenvía a la forma pura de una auto-anticipación de la temporalización originaria. Todo ocurre como si una estructura a priori de anticipación de la experiencia denunciara la imposibilidad formal e intencional de actualización de mis posibles. Mientras que, como señalaba Charles Taylor en Fuentes del yo (Taylor, 1989: 159 y pássim) el sujeto Lockeano del Uneasiness puede ser fácilmente asimilado a lo que Taylor llama el Punctual Self, un sujeto calculador que es esencialmente autocontrol de sí mismo por la vía de la conciencia, con el correlato de la autosatisfacción empírica por el logro de sus esfuerzos y por la represión de sus pasiones inútiles, la estructura Sartriana de la Ipseidad acusa la tonalidad afectiva de la angustia, la náusea y el malestar. La conciencia complaciente en los logros empíricos es

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para Sartre la mala fe (mauvaise foi), la inautenticidad y autoengaño que tras la máscara de la felicidad oculta el fracaso y la huida de sí (Sartre, 1943: 82-90). La idea de decepción pura o decepción ontológica corresponde a la idea de que, en una suerte de futuro anterior, yo puedo reconocer de antemano que la elección de este posible en tanto que mío excluye toda actualización. Es imposible que el para-sí cese de posibilitarse actualizando su posible supremo. Por ende mientras que Sartre y Locke podrían coincidir en la noción de Uneasiness, podemos sin embargo decir que hay una diferencia radical, en tanto la concientia (consnciousneess) de Locke va por la senda triunfalista y conquistadora de la autocomplacencia empírica, cuando la Ipseidad de Sartre se caracteriza precisamente por una suerte de fracaso constitutivo. El para-sí de Sartre reconoce un fracaso ontológico esencial, el cual, más allá de todos los triunfos o fracasos empíricos, se expresa en la imposibilidad de fundamentar otra cosa que no sea su falta (manque) esencial y ontológicamente constitutiva de las éxtasis temporales.

Sin embargo, todo esto no anihila la acción. Por el contrario, la filosofía de Sartre puede verse como una filosofía de la acción, lo que se plasma en la última y cuarta parte del Ser y la nada, en el que acción y ser finalmente confluyen en una filosofía de la libertad y del proyecto. Ciertamente, la noción de proyecto es desde ahora inseparable de la negatividad que supone esta falta esencial inherente a la estructura de la Ipseidad. Todo proyecto no es otra cosa que la negación de lo que ya es en el mundo. Y esta modificación no puede jamás provenir de lo que ya es, de lo que ya está. Proyecto es negación del en-sí. Esta negación de lo que es en-sí es la libertad: “Estoy condenado a ser libre” sentenciaba Sartre desde la primera sección de la última parte (IV) de El ser y la Nada, consagrada a la acción y la libertad, en el sentido de que no hay posibilidad de no elegir y de que por ende nada se me impone de manera causalmente determinante. En este sentido, Sartre se opone a cualquier reducción de la conciencia y de la elección a mecanismos de causalidad, lo que lo conduce a una teoría de la acción que lo enfrenta al psicoanálisis (Sartre, 1943: 516). El Ipse sartriano no es su pasado ni lo que se dice de sí, lo que no significa que la libertad sea abstracta: esta última siempre se da en situación, pero la situación misma sólo existe y es portadora de sentido gracias a nuestra libertad, de manera que “no hay situación sino por la libertad y no hay libertad sino en situación” (Sartre, 1943: 520 y ss.). No hay entonces situación neutra, sino que toda situación lleva una inherencia valorativa o evaluativa que es posible gracias a nuestra libertad: la estructura teleológica y volitiva de la intencionalidad atraviesa toda la estructura de lo inerte en la medida en que este último se nos presenta con un sentido dado.

Podemos extraer algunas conclusiones sobre la Ipseidad en el primer Sartre. El circuito de la Ipseidad implica una tensión, una dinámica intencional, constitutiva de los términos mismos entre los cuales la Ipseidad se ejerce: El para-sí, como falta (Manque), el Sí, como lo faltado. Y la imposibilidad de ser sí coincide con la imposibilidad de una trasgresión de la distancia fenomenológica constitutiva del sentido del horizonte último del mundo. Por ende la Ipseidad es algo diferente y algo más que la simple presencia a sí que es producto de la cuasi reflexividad pronominal del sí. La Ipseidad en Sartre expresa la tonalidad personal de la trascendencia finita- en el sentido Heideggeriano- como originariamente auto-anticipadora. Esta Ipseidad corresponde por ende a una suerte de exilio ontológico: el sujeto siempre es un extranjero en relación consigo mismo. Mientras que la ipseidad es un término que en Duns Escoto se empleaba como la operación individuante asociada a la mismidad, lo que hace que yo sea yo mismo y no otro, podríamos decir que en Sartre esa figura queda en algún sentido invertida:

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Ipseidad es lo que hace que yo sea siempre un otro que yo mismo. Si me capturo por ejemplo como esto que me he vuelto, y que se dice de mí, la Ipseidad es lo que me hace sentir reflexivamente extraño a esta realidad y anhelar siempre de mí mismo otra cosa que no soy y que me falta, haciéndome sentir que eso que he sido y conseguido será por siempre algo en relación a lo cual me siento extraño. Este exilio ontológico hace que el Sí que nunca voy a ser, sea en verdad un sujeto fantasma: al comienzo de la célebre sección 5 del primer capítulo de El ser y la nada, titulada Le moi et le circuit de l’Ipséité, Sartre escribe:

“Le soi est si l’on veut la raison du mouvement infini par quoi le reflet renvoie au reflétant et celui-ci au reflet ; par définition il est un idéal, une limite » (Sartre, 1943 : 143)

En esta dinámica de la Ipseidad sartriana, todo el envión del movimiento del para-sí radica en la imposible reconciliación con uno mismo, del imposible “en-sí/para-sí” (Sartre, 1943: cap. 3 de la parte III); el sí mismo es portador de una función de autodistanciamiento mediante el cual siempre deseo transgredir lo que me he vuelto. Por ende el Ipse sartriano se encuentra en continuo desencuentro consigo mismo y, aunque participa de la misma tonalidad de radical oposición a la identidad sustancial que es palpable en Heidegger y Ricoeur, está constituido a través de la polaridad negativa por la que opera la subjetividad como negación de la existencia fáctica, esto es, por la operatoria negativa que en Sartre es constitutiva de la afirmación de conciencia y libertad. Este carácter negativo de la subjetividad y el horizonte de fracaso que le es inherente no quedará desmentido sino solamente complejizado cuando pasamos de la relación con el objeto a la relación con el prójimo, es decir, al problema fundamental de la intersubjetividad, tal como Sartre lo despliega desde el 3º capítulo de la parte III de El ser y la nada (Sartre, 1943: 413 ss.).

IV. Excurso sobre Ipseidad y Otredad a modo de frontera Sartre-Ricoeur

La idea del prójimo es diferente en Sartre de la mera idea de lo dado como dominio inerte. En nuestra relación con el prójimo se pone en juego una dialéctica de búsqueda del reconocimiento y de la mirada del otro que no es propia de nuestra relación negativa con el en-sí. Sartre distingue tres modalidades en nuestra relación con el prójimo de las cuales son ejemplos emblemáticos, para la primera, el amor; para la segunda, el deseo, y para la tercera el Mitsein (Ser-con). En las dos primeras modalidades lo distintivo es sin embargo la dinámica conflictiva y apropiadora de la conciencia individual, la cual, tanto en el amor como en el deseo, busca una apropiación de la libertad del otro, en una espiral desenfrenada y condenada al fracaso ya que, desde el instante mismo en que queda lograda dicha apropiación, la mirada del otro queda reducida a objeto y por ende sin cumplir el sentido de mirada por la que era buscada y codiciada. Aunque la tercera figura, esto es, el Mitsein (Ser-con) contiene una dimensión-nosotros y de reciprocidad de la que estaban privadas las dos primeras figuras, y aunque revela, en ese mismo sentido, la marca heideggeriana del ser-con los otros, no logra en Sartre el carácter decisivo de fenómeno originario y permanente que había adquirido en Heidegger. En el fondo, el Ser-nosotros es en Sartre el mero efecto y la reacción contra situaciones de opresión y de humillación que son producto de una relación alienada por parte de nosotros respecto de un “él” que nos mira y nos domina. Sartre distingue así el nosotros-objeto vinculado a la situación de los dominados y el nosotros-sujeto ligado a la posición de dominación. En cualesquiera de ambos casos es la posición del tercero la

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clave determinante de la posición intersubjetiva y queda reafirmada la originalidad de la conciencia individual respecto del carácter derivado de la conciencia-nosotros.

Se podría afirmar, desde este punto de vista, que las figuras de la otredad en Sartre y en Ricoeur están invertidas: En Sartre la otredad y el prójimo remiten a un carácter siempre conflictivo, bien sea a través de la dinámica inter-individual de la conciencia a través de la búsqueda del reconocimiento, o bien a través de las situaciones colectivas de opresión-dominación que dan lugar a la conciencia-nosotros. Desde esta perspectiva, la tonalidad de la Ipseidad en Ricoeur vendría a operar un giro radical, al hacer de la otredad no ya una condición negativa del Ipse sino, por el contrario, su precisa condición de sentido, en el horizonte de una configuración del Ipse que lleva en la fidelidad al otro (inspirada en el modelo de la promesa) su propia mediación constitutiva. Sin embargo, hay que cuidarse muy bien de confundir en Sartre la dimensión conflictiva inherente a la intersubjetividad con alguna veleidad de solipsismo moral u ontológico: siempre es a través de los otros que puede uno en Sartre descubrirse y valorarse a sí mismo. En el camino de libertad que nos conduce del yo cosificado o petrificado a la actividad libre de la conciencia mediante la cual podemos afirmar un horizonte de acción y un proyecto, la mirada de, y hacia, los otros se vuelve siempre una condición indispensable. En primer lugar, sin los otros no es posible para Sartre ninguna valoración de sí-mismo, ni por ende ninguna mirada de sí; en segundo lugar, la figura de la responsabilidad que es central para toda comprensión de la Ipseidad sartriana, es antitética respecto de toda negación de otredad. Por ende, el para-sí sartriano es incompatible respecto de cualquier tentación de solipsismo moral u ontológico: decididamente el individualismo existencialista de Sartre poco tiene que ver con el solipsismo moral del fenomenismo empirista o racionalista clásicos. Para Sartre, en la nihilización que ejerce el para-sí yace incluso la posibilidad de la rebeldía (révolte), de la insurrección contra el espíritu conformista de la opresión cosificada, y esta actitud permite empalmar a Sartre no sólo con la tradición crítica de la filosofía, sino con su tradición comprometida- engagée, y por ende muy poco compatible con cualquier actitud solipsista o contemplativa. Sartre concluye precisamente esta parte III de El ser y la nada planteando una crítica al Heidegger de Sein und Zeit a partir de la preeminencia sartriana de la cuestión de la acción, centralidad que anuncia ya el tránsito a la parte IV dedicada al “Tener, hacer y ser” (Avoir, faire et être):

“Si leemos a Heidegger, por ejemplo, nos llama la atención, desde este punto de vista, la insuficiencia de sus descripciones hermenéuticas. Adoptando su terminología, diremos que ha descrito al Dasein como el existente que trasciende a los existentes hacia el ser de éstos. Y el ser, aquí, significa el sentido o la manera de ser del existente. Verdad es que el para-sí es el ser por el cual los existentes revelan sus maneras de ser. Pero Heidegger calla el hecho de que el para-sí no es solamente el ser que constituye una ontología a los existentes, sino también el ser por el cual sobrevienen modificaciones ónticas al existente en tanto que existente. Esta posibilidad perpetua de actuar, es decir, de modificar el en-sí en su materialidad óntica, en su “carne”, debe ser considerada, evidentemente, como una característica esencial del para-sí: como tal. Ha de encontrar su fundamento en una relación originaria entre el para-sí y el en-sí, relación que no hemos sacado a luz todavía. ¿Qué es actuar? ¿Por qué actúa el

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para sí? ¿Cómo puede actuar? Tales son las preguntas a las cuales debemos responder ahora. Tenemos todos los elementos para una respuesta: la nihilización, la facticidad y el cuerpo, el ser-para-otro, la naturaleza propia del en-sí.” (Sartre, 1943: 482- trad. Sartre, 2006: 585)

Ahora bien, salvando por ende la innegable continuidad que hay en Sartre entre su teoría individualista de la conciencia y el carácter comprometido de su ética existencial, existe sin embargo una diferencia crucial con Ricoeur en cuanto que el último hará del prójimo una mediación ontológica que es portadora del mismo sentido de afirmación del Ipse no ya bajo la forma conflictiva de la interindividualidad sartriana, de marcado signo hegeliano, ni de una posición negativa y transitoria contra una opresión, sino bajo la forma de la fidelidad, que es a la vez constitutiva del respeto por el otro y de la estima de sí. El otro no es en Ricoeur el diferencial por el que es posible la afirmación del sí-mismo bajo todas las figuras del conflicto interindividual y de la afirmación colectiva, sino que es el basamento originario mismo de la intencionalidad bajo la forma de la atestación y del compromiso de sí, sin el cual no hay siquiera estima ni autorrespeto al nivel más básico del escalonamiento de la subjetividad: la intencionalidad ya es desde siempre vector orientado hacia una modalidad compromisiva que está emblematizada por la promesa, como fenómeno originario de una subjetividad que es desde siempre intersubjetividad. Desde este punto de vista, el tratamiento ricoeuriano de la dimensión cívica en el estudio VII de Sí Mismo como otro bajo el leitmotiv de “vida buena con y para el otro en instituciones justas” (Ricoeur, 1990: 199-236) emblematiza, con su marcado aire aristotélico y arendtiano de retorno ético-político, la contrafigura alternativa al nosotros sartriano, siempre fragilizado por su dimensión conflictiva. En su último libro publicado en vida, Parcours de la reconnaissance (Ricoeur, 2004), Ricoeur precisamente da amplia cabida, en el último estudio de su obra, a la conflictividad hegeliana de la lucha de reconocimiento, que Ricoeur reconstruye acompañándose, en parte, de la lectura reciente de A. Honneth. Pero precisamente, la oposición de la perspectiva ricoeuriana respecto de esa dinámica hegeliana de la intersubjetividad queda cristalizada desde que Ricoeur le opondrá la dinámica del don como intersubjetividad afirmativa, apoyándose a la vez en la tradición de Levinas y de Arendt.

V. Juramento e Ipseidad en los grupos

Desde el final de Tiempo y Narración Paul Ricoeur afirma que su categoría de identidad narrativa no sólo es pasible de aplicarse a la identidad individual sino también a la identidad colectiva:

“Le rejeton fragile issu de l’union de l’histoire et de la fiction, c’est l’assignation à un individu ou à une communauté d’une identité spécifique qu’on peut appeler leur identité narrative (…) Dire l’identité d’un individu ou d’une communauté c’est répondre à la question qui a fait telle action, qui en est l’agent, l’auteur ? » (Ricoeur, 1985 : 442)

Y más abajo :

« La notion d’identité narrative montre encore sa fécondité en ceci qu’elle s’applique aussi bien à la communauté qu’à l’individu. On

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peut parler de l’ipséité d’une communauté, comme on vient de parler de celle d’un sujet individuel : individu et communauté se constituent dans leur identité en recevant tels récits qui deviennent pour l’un comme pour l’autre leur histoire effective » (Ricoeur, 1985 : 444)

Esto quiere decir que la noción de Ipseidad vista precedentemente se aplica también al colectivo, como por otra parte confirma Ricoeur en-sí mismo como otro (Ricoeur, 1990: 148). Esto brinda la posibilidad, desde la hermenéutica ricoeuriana, de conformar una región ontológica de la grupalidad, en un nivel que no es meramente el de átomos individuales. Ahora bien, Sartre, en su Crítica de la razón dialéctica (Sartre: 1960) se ha detenido en los colectivos, a los que consagra varios capítulos. Y aquí, precisamente, las figuras de la promesa y de la lealtad, que no jugaban papel alguno en la Ipseidad del individuo en el marco de El ser y la nada, se vuelven ahora una figura prominente en la conformación de esta región de experiencia de los grupos y su inserción en la historia. La promesa en cuanto performativo mediado por reglas, aparece sorprendentemente en una región de la experiencia que es constitutiva de los grupos y de sus formas de vida colectiva. Su forma por excelencia es el acto de prestar juramento (Serment), donde el modelo es extraído del Juramento del Jeu de Paume en los días de la Revolución francesa (Serment du Jeu de Paume). ¿Pero cómo caracterizar la diferencia entre la simple promesa y el juramento? Esta reflexión se inscribe en el propósito de describir la génesis del grupo como “conjunto de solidaridades”, al mismo tiempo que busca resolver la cuestión de la inteligibilidad de la acción colectiva, preguntándose si existe una inteligibilidad dialéctica que permita el pasaje de un agrupamiento o asamblea (rassemblement) a un grupo.

Los fenómenos sobre los cuales se focaliza la atención son los grupos efímeros y superficiales, rápidamente formados y rápidamente desagregados, que deben su existencia a una amenaza externa que pesa sobre ellos. Pero en reacción constante contra las analogías organicistas (pensemos en Le Bon, quien habla de “alma colectiva” en su Psychologie des foules y que plantea la mente colectiva como una instancia sui generis en corte abismal con la instancia de la conciencia individual) Sartre apuesta a la existencia de una racionalidad práctica, estructurada dialécticamente, observable desde el nivel más elemental de la acción común que son los individuos en interacción. El Juramento (Serment) no es así otra cosa que la reciprocidad mediada (Sartre, 1960: 518). La descripción que brinda Sartre de la composición de estos grupos toma en cuenta la relación de Tercero a Tercero (Tiers à Tiers), es decir, de la mediación interindividual. Esta categoría ocupa un lugar central en su análisis del juramento. Cada cual queda así para Sartre integrado a la acción común cuando la práctica común del tercero se plantea como reguladora (Sartre, 1960: 408). En los grupos en fusión cada uno puede cada vez desempeñar el papel del Tercero regulador, habida cuenta de que, como dice Sartre: “la multitud en situación produce y disuelve en ella a sus propios jefes provisorios, los terceros reguladores” (Sartre, 1960: 410).

Pero el verdadero problema va a ser en Sartre el del grupo que debe sobrevivir a su praxis original y que debe por ende afrontar el problema de las condiciones de su propia permanencia. En regla general es bajo la amenaza externa que surge la cuestión de la supervivencia (lógica schmittiana amigo-enemigo). En este caso el grupo se vuelve en cada uno y para cada uno el objetivo común: hay que salvar la permanencia. Es en este

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estadio de la trayectoria reflexiva que Sartre analiza la inscripción del grupo en la historia, proyectando históricamente la categoría del juramento:

“Lorsque la liberté se fait praxis commune pour fonder la permanence du groupe, en produisant par elle-même et dans la réciprocité médiée sa propre inertie, ce nouveau statut s’appelle le serment” (Sartre, 1960 : 518).

Por ende el juramento se vuelve una condición de permanencia y de un tipo de acción singular que Sartre denomina “invenciones prácticas”, y que sólo pueden darse desde esta situación de socialidad. En esta situación es importante analizar el adjetivo común. Fuera de esta calificativo el juramento no es inteligible para Sartre. La conducta del juramento no puede por ende sino ser común y su performativo, su mot d’ordre sólo puede tener la forma en la primera persona del plural. “Juremos” (debe reconocerse que en 1960 Austin todavía no había publicado Cómo hacer cosas con palabras, y que incluso aquí, no hay análisis de los performativos de primera persona del plural).

Podría decirse que el momento real de la acción común está enteramente contenido en la decisión común de jurar. Pero es precisamente aquí que interviene la noción de una reciprocidad mediada por la categoría del tercero: mi juramento al tercero recibe en su fuente misma una dimensión de comunidad, y viene a tocar a cada uno directamente a través de todos. Vemos entonces que Sartre, dos años antes de la publicación póstuma del libro de Austin Cómo hacer cosas con palabras, recurre al performativo de la primera persona del plural (descuidado por Austin) y le hace jugar un papel trascendental como condición de posibilidad de una forma de acción y de invención práctica. Carecemos aquí del lugar para tratar el papel del juramento contra “el enemigo interno” y la afinidad entre Juramento y Terror, central en los análisis de Sartre, y complementaria de la obra El Diablo y Dios, que tanto afectó a Ricoeur. Es claro que mientras Ricoeur encuentra una familiaridad con el juramento como solidaridad mediada, sería reacio a seguir a Sartre en la prolongación de su análisis sobre la cuestión del Terror y de la dinámica endogámica del Juramento, en la medida misma en que para Ricoeur la promesa se descentra enteramente en la otredad, siguiendo la tradición que va de Nabert a Lévinas, y que es ajena a la preocupación sartriana.

VI. A modo de conclusión: La Ipseidad en Ricoeur

El sentido y, en particular, la operatoria de la Ipseidad Ricoeuriana son diversos a los de Sartre: mientras que este último hacía hincapié en la nihilización (néantisation) procedente de la oposición que enfrenta en mi subjetividad el para-sí como proyecto al en-sí como lo dado o la existencia de hecho, a través de una dialéctica por así decir negativa, Ricoeur articula su Ipse en una dialéctica afirmativa con el Idem, que encuentra en su figura de la Identidad narrativa una concordancia y una unidad sin supresión de polo alguno (Idem e Ipse), los que confluyen más bien en una suerte de concordancia biográfica reconciliada y temporalmente cumulativa de la subjetividad (no ajena a la idea de la Zusammenhang des Lebens- conexión o reunión de una vida- de la tradición hermenéutica dilthyana). Desde el prólogo mismo de Sí mismo como otro (1990), Ricoeur pone a la identidad personal como centro de su proyecto, pero se trata de una identidad no sustancial mediada por la alteridad a través de una dialéctica en la que el Idem y el Ipse van a definir las polaridades de una subjetividad, que en la filosofía venía tironeada por dos falsas pistas: la exaltación cartesiana del Cogito y la

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humillación nietzscheana y humeana del Sujeto (Ricoeur, 1990: 11-15) Por ende el propósito de Ricoeur es reconstructivo, sin ser refundacionista. No refundar el Cogito, sino volver a pensar hermenéutica y fenomenológicamente la categoría de sujeto, haciéndose cargo de un cogito que nos viene herido- aunque no muerto- desde los impulsos anti-metafísicos desde el último cuarto del s. XIX. Que la fenomenología hermenéutica y no la fenomenología a secas sea el instrumento filosófico adecuado para alcanzar este objetivo, Ricoeur lo infiere del giro lingüístico, que ha puesto una mediación lingüística inevitable entre la conciencia y la reflexividad filosófica: nuestra experiencia se nos ofrece siempre pre-interpretada a través de una cadena de presuposiciones simbólicas e históricas de la cual es rigurosamente indisociable. Es la razón por la cual para Ricoeur la fenomenología sólo es posible por vía de la hermenéutica. Y esta tesis, como subraya Jean Greisch (Greisch, 2001), posee en los temas de la identidad personal un doble corolario: por una parte no podría existir un punto de partida absoluto del yo, que no esté determinado por una presuposición; por otra parte, hay una imposibilidad de todo cierre, de toda interpretación definitiva de la experiencia constitutiva de la identidad subjetiva. ¿Pero qué será entonces rearticular el Sí mismo a través de una fenomenología hermenéutica? Podemos enfatizar dos aspectos centrales:

1) No se resucita la figura del yo-sujeto, ni se trata de volver a una metafísica de la presencia en la tonalidad de la conciencia-sujeto que empalme con una metafísica de la libertad, algo que para Ricoeur es imposible porque:

2) El sujeto, como unidad narrativa, siempre está mediado por los otros, por su entramado simbólico e histórico.

3) El yo-sujeto, concebido como baluarte privado o fuero interno, quedaría encerrado en la interioridad. Ricoeur, apoyándose en la hermenéutica y en la pragmática, particularmente en el último Wittgenstein, recusa la figura de toda conciencia inexpugnable. Por ello a la figura del yo prefiere la figura del sí (el selbst alemán, el self ingés, el sí mismo, el soi-même), que circula de la primera a la segunda y tercera personas.

4) Por ende, es la figura del sí mismo como otro que sale ahora a luz; ahora bien, la Ipseidad aquí no está orientada a la oposición desgarrante del sí mismo con el mundo, sino al esfuerzo retrospectivo por el que el sí mismo conforma una unidad narrativa ante sí y ante los demás: mientras que la preocupación mayor en Sartre es cómo el en-sí no puede nunca encerrar al sujeto, que le escapa siempre, en Ricoeur se trata de pensar las condiciones de la unidad del sujeto sin recaer en el fundacionismo de la identidad sustancial cartesiana ni en el naturalismo psicologizante de una mismidad dada en el mero carácter. La manera de alcanzar esta unidad se encuentra a través de la figura semiótica de la concordancia narrativa, y de la figura hermenéutica de la ya mencionada Zusammenhang des Lebens de Dilthey (reunión de una vida, puesta en intriga).

Una narración, más allá de sus variaciones, mantiene una cierta unidad de sentido, y es lo que la hace diferente de una crónica. Esta es la concordancia, que más allá de la discordancia, realiza una unidad de sentido. Ahora bien, cada sí mismo está llamado ha replantear su concordancia narrativa como persona. Esta concordancia se sitúa entre el polo de la mismidad (aquello que nos hace idénticos o semejantes en el tiempo y cuya figura es el carácter y la memoria) y aquello que no asume una forma de mismidad y

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cuya figura es la promesa. Cuando prometemos no nos hacemos garantes de una mismidad en el tiempo, sino que atestamos que a pesar de que cambiemos, estaremos allí y nos haremos cargo de la palabra dada. Ricoeur coincide con Arendt en la función de la promesa como garante contra la mutabilidad que plantea el tiempo. Es un resguardo para los otros y para nosotros mismos. ¿Cómo la figura performativa de la promesa puede volverse en Ricoeur hacia la conformación de la Ipseidad? Precisamente, se trata de dar cuenta de la posibilidad de ser los mismos sin prejuzgar de ninguna fijeza empírica, sin hacer depender nuestra capacidad de atestar ante los otros del anclaje empírico de la memoria, como en Locke y Hume.

Por ende, podemos medir toda la distancia que separa la Ipseidad de Sartre de la Ipseidad de Ricoeur: mientras que en Sartre el énfasis está puesto en la inevitabilidad de la separación, y agregaría aquí, de la traición liberadora en relación a lo que nos hemos vuelto, en Ricoeur todo el esfuerzo se dirige a compensar la variabilidad de lo que soy mediante una concordancia unitaria sostenida en una dialéctica entre el Idem y el Ipse, que finalmente se van a reconciliar en una idea de identidad narrativa. Se articula así una dialéctica entre el pasado y el proyecto del sí, conformando la unidad narrativa del sujeto. Esta unidad es soporte de responsabilidad y fidelidad ante los otros, y de conformación reflexiva de sentido. Al extremo de esta unidad no hay una conciencia desdichada, sino una búsqueda de la vida buena, noción que Ricoeur retoma de Aristóteles para refundar su ética: vida buena, para y con los otros, en instituciones justas (Ricoeur, 1990: 202 y ss). Podríamos decir que mientras que la preocupación que preside al Ipse de Ricoeur es la lealtad y la fidelidad a la palabra dada (en la tradición de la fidelidad creativa de Gabriel Marcel), es decir, el encuentro consigo mismo y con los demás a través de la fidelidad al prójimo, en Sartre todo pasa como si la figura de la lealtad estuviera de entrada vulnerada por la potencialidad de mi desgarramiento y mi conciencia exiliada. La Ipseidad en Sartre está presidida por la libertad, no por la fidelidad: es el desgarramiento y el conflicto lo que conforma el suelo en el que se debate el Ipse sartriano.

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La biografía intelectual de Sartre que la francesa Annie Cohen-Solal publicó en los ochenta oficia ya de clásico en la materia y es pasaje obligado para la reconstrucción de estas polémicas intelectuales; Annie Cohen-Solal, Sartre 1905-1980, París, 1985, Gallimard. Ricoeur, fallecido en 2005 a los cien años del nacimiento de Sartre, fue sin embargo tan sólo ocho años menor que el autor de El Ser y la nada y apenas cinco años más joven que Merleau-Ponty.Ya en 1950 Ricoeur se destacaba como traductor para Gallimard de la obra seminal de Husserl Ideen zu einer reinen Phaenomenologie und Phaenomenologischen Philosohie (Ideas relativas a una fenomenología pura y un filosofía fenomenológica), publicada por el creador de la fenomenología en 1913. Sí mantuvo con Sartre, en ocasión de una polémica contra Levi-Strauss a propósito de la historia y la estructura, una proximidad de tono en relación a cuestiones como el protagonismo del sujeto, la libertad, la diacronía y la historia (más abajo nos referimos brevemente a este episodio); véase el dossier especial de la revista Esprit de 2004 “Claude Lévi-Strauss et Paul Ricoeur: l’entretien de 1963”, Esprit, París, Enero de 2004, 169-192.En Le conflit des interprétations. Essais d’Herméneutique (Ricoeur, 1969), el autor dedica el primero de los cinco capítulos de su volumen al tema de la hermenéutica y el estructuralismo. En dicho contexto, la discusión del problema de la diacronía y la sincronía aparece circunscrito a la oposición entre el sistema del lenguaje como estructura sincrónica y los acontecimientos que introducen cambio e historicidad en el lenguaje mismo. Ahora bien, Ricoeur despliega allí un análisis de la diacronía como el factor que subyace en el origen mismo de la polisemia constitutiva del lenguaje; es decir, el lenguaje es polisémico porque es ante todo cumulativo bajo la pauta de una ampliación histórica siempre reglada, no sólo del vocabulario sino de los sentidos de una misma palabra. Sin la captura de esta diacronía semántica no podríamos comprender el fenómeno de la superposición de significados bajo una misma palabra. De esta manera, Ricoeur percibe al lenguaje como una suerte de proceso abierto donde el sistema del lenguaje queda siempre retroalimentado por la recuperación de las nuevas significaciones. Las ideas de estructuración y de proceso son privilegiadas respecto de la mera idea de estructura como repertorio cerrado de signos y de combinatorias, la cual queda en verdad reabsorbida en una visión que Ricoeur llama “pancronía” y que remite a una dialéctica entre sincronía y diacronía; debo a una conversación con la lic. Silvia Gabriel la atención a este fenómeno de la pancronía ricoeuriana como un complemento de discusión relevante respecto de la polémica más general de Ricoeur con el estructuralismo: véase (Ricoeur, 1969: 64-97). En la parte II de Du texte à l’action. Essais d’Herméneutique II (Ricoeur, 1986) al tratar la cuestión de la imaginación en el discurso y en la acción, Ricoeur remite a la posición de Sartre sobre la imagen como la alternativa teórica que se opone al discurso empirista de Hume quien veía en la imagen una mera

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impresión débil. Al concebir la imaginación en función de la ausencia, es decir, de la evocación de la cosa ausente, y no meramente en función del debilitamiento de impresión, Sartre expresa para Ricoeur una caracterización fenomenológica de la imaginación que la ve como un eje noético cuyas variaciones son reguladas por los grados de creencia. La imagen es así función de ausencia atravesada por una conciencia crítica que recorre diversas gradaciones, desde el extremo de “conciencia crítica nula” en que la imagen es confundida con lo real desde el poder de engaño y de error denunciado por Pascal, hasta la distancia crítica plenamente consciente de sí misma, en el que la imaginación se vuelve “el instrumento mismo de la crítica de lo real”, y para la que la reducción trascendental husserliana, en tanto neutralización de la existencia, brinda la ilustración más completa. En este mismo registro, concuerdo con Silvia Gabriel en que esta idea de la imaginación como función de ausencia es un antecedente de lo que será más tarde, en Tiempo y Narración y en Memoria Historia y Olvido la noción de huella historiográfica, como marca presente, indicio o signo de una cosa ausente, en el fenómeno que Ricoeur llamará de la “representancia” historiográfica (Ricoeur, 2001: 199-200). “¿Puede uno arriesgarse a escribir sobre una obra de teatro cuando ha sido herido por ella? Sí, herido. En la representación, El Diablo y Dios ha ofendido algo en mí de cuya existencia, por otra parte, la obra me ayudó a tomar conciencia” (trad. nuestra).« L’homme est condamné à être libre ; condamné parce qu’il ne s’est pas lui créé lui-même, et par ailleurs cependant libre parce qu’une fois jeté dans le monde, il est responsable de tout ce qu’il fait. » (El hombre está condenado a ser libre; condenado porque él no se creó a sí mismo, y libre sin embargo porque una vez arrojado en el mundo, es responsable de todo lo que hace” (Sartre, 1946 : 37) ; véase igualmente (Sartre, 1943 : 516 y pássim).« El sí mismo es si se quiere la razón del movimiento infinito mediante el cual el reflejo reenvía a lo reflejante y este último al reflejo ; por definición es un ideal, un límite” (trad. nuestra).En este sentido, Sartre realiza aquí una crítica del Mitsein heideggeriano: “Resulta, pues, que la experiencia del nosotros, aunque real, no es de tal naturaleza que modifique los resultados de nuestras indagaciones anteriores (…). La esencia de las relaciones entre conciencias no es el Mitsein, sino el conflicto” (Sartre, 1943; trad. en Sartre: 2006: 584).Sartre remite finalmente las situaciones de la conciencia-nosotros al juego de las conciencias individuales definido en las dos etapas anteriores: “¿Se trata del nosotros-objeto? Es directamente dependiente del tercero, o sea, de mi ser-para-el otro, y se constituye sobre el fondo de mi ser-afuera-para-el-otro. ¿Se trata del nosotros-sujeto? Es una experiencia psicológica que supone, de una u otra manera, que la existencia del otro en tanto que tal nos haya sido previamente revelada. Sería vano, pues, que la realidad-humana tratara de salir de este dilema: trascender al otro o dejarse trascender por él” Ibid.Un año después de la aparición de El ser y la nada en 1943, Sartre publicaba su obra de teatro Huis clos (A puerta cerrada), célebre precisamente por la sentencia de uno de los personajes de la obra, Garcin, quien se exclama: “El infierno son los otros” (“L’enfer c’est les autres”). Siempre ha resultado tentador interpretar esta frase como un testimonio del carácter finalmente individualista y egocéntrico del existencialismo sartriano. Sin embargo, el propio Sartre ha advertido claramente contra esas interpretaciones, manifestando que los otros son infierno en su obra A puerta cerrada precisamente porque todos los personajes están muertos, es decir, están condenados a permanecer esclavos de las apreciaciones y juicios de valor que se ha producido- como opinión-sobre sus vidas, sin poder ejercer contra esa doxa su propia libertad: es decir, los otros son infierno cuando y solamente cuando nos atan a un pasado del que no podemos desprendernos. La muerte en un sentido simbólico es precisamente esa quietud, que no es otra cosa sino mala fe mientras estemos vivos; por el contrario, los otros, en tanto estamos vivos, son siempre un elemento de conciencia que llevamos en nosotros mismos y que es condición misma de toda Ipseidad, aun bajo el modo de una conflictividad originaria; véase (Sartre, 1944) y la nota de Sartre “L’enfer c’est les autres” en (Sartre, 1964). En este sentido es interesante la nota 2 de la pág. 310 de Soi même comme un autre en la que Ricoeur remite al texto de William Robins Promising, Intending and Moral Autonomy (Robins, 1984) para bosquejar un esquema de pasaje entre la estructura-promesa y la estructura-intención (Ricoeur, 1990: 310).Existe traducción española bajo el título Caminos de reconocimiento, en Trotta, Madrid, 2005.Cfr. Honneth, 2000."El frágil vástago, fruto de la unión de la historia y de la ficción, es la asignación a un individuo o a una comunidad de una identidad específica que podemos llamar su identidad narrativa [...] Decir la identidad de un individuo o de una comunidad es responder a la pregunta: ¿quién ha hecho esta

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acción?, ¿quién es su agente, su autor?" Paul Ricoeur, Tiempo y narración III. El tiempo narrado (tr. Agustín Neira), México, Siglo XXI Editores, primera edición en español, 1996, p. 997. "La noción de identidad narrativa muestra también su fecundidad en el hecho de que se aplica tanto a la comunidad como al individuo. Se puede hablar de la ipseidad de una comunidad, como acabamos de hacerlo de la de un sujeto individual: individuo y comunidad se constituyen en su identidad al recibir tales relatos que se convierten, tanto para uno como para la otra, en su historia efectiva" Paul Ricoeur, Tiempo y narración III. El tiempo narrado (tr. Agustín Neira), México, Siglo XXI Editores, primera edición en español, 1996, p. 998.“Cuando la libertad se vuelve praxis común para fundamentar la permanencia del grupo produciendo por sí misma y en la reciprocidad mediada su propia inercia, este nuevo estatuto se llama el juramento”, Jean-Paul Sartre, Crítica de la razón dialéctica, vol. II, Buenos Aires, Losada, trad. Manuel Lamana, 1963, p. 84.Tomo la expresión “cogito herido” del ensayo de Jean Greisch sobre la fenomenología hermenéutica (Greisch, 2001b).

Etiquetas: Textos complementarios

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TEXTOS COMPLEMENTARIOS- Hans Reiss

Hans Reiss, “Los escritos políticos de Kant” en Kant: Political Writings (Introducción) Cambridge Univ. Press

(Traducción de V. Waksman, cátedra Filosofía de la Carrera de Ciencia política, Fac. Cs. Sociales, UBA).

I

Inmanuel Kant nació el 22 de abril de 1724 en Königsberg (hoy Kaliningrado) e Prusia Oriental, lugar que, salvo por ocasionales viajes a ciudades vecinas, prácticamente no dejó nunca durante toda su extensa vida de casi ochenta años. En el siglo XVIII, Königsberg era una ciudad vital, con un comercio floreciente, en manera alguna aislada del resto del mundo. Kant, que no vivía recluido, disfrutaba de la vida social y de la conversación inteligente. Tenía trato con muchos comerciantes de Königsberg, entre los cuales también se contaban ingleses, dos de los cuales, Green y Motherby, eran amigos partucularmente cercanos. Aunque era meticuloso y regular en sus hábitos, puntual al extremo, era también un hombre urbano e ingenioso.Los padres de Kant no eran ricos. Su padre era un guarnicionero que vivía en Königsberg. Su familia practicaba el pietismo, movimiento religioso protestante que ponía énfasis en la religiosidad emocional y en el desarrollo de la vida interior. La atmósfera pietista de la casa paterna fue una influencia formativa durante su infancia, y a Kant le impresionaba particularmente la simple piedad de su madre. Luego de la temprana muerte de sus padres (su madre murió en 1738, su padre en 1746), las relaciones de Kant con su familia no fueron muy cercanas.En la escuela, fueron reconocidas las sobresalientes dotes intelectuales de Kant. Fue posible para él entrar a la Universidad de Königsberg, donde fue un estudiante brillante. En 1755 se le otorgó el derecho de dar clase como Magíster legens o Privatdozent; i.e. como docente sin salario cuyos ingresos dependían del pago de sus clases. Debido a la popularidad de sus clases y al gran número que dictaba —al menos veinte por semana— pudo aumentar su magro nivel de vida. Daba clases sobre muchos temas —lógica, metafísica, ética, teoría de la ley, geografía, antropología, etc. Comenzó a hacerse un

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nombre como académico y científico por sus escritos. En su Historia general de la naturaleza y teoría de los cielos (1755), expuso una reseña altamente original acerca del origen del universo semejante a la que más tarde elaborara el científico francés Laplace. Hoy en día, se la llama generalmente la teoría ‘Kant-Laplace’. Kant comenzó, así, su carrera académica discutiendo un problema científico, i.e. buscó rehabilitar filosóficamente la ciencia newtoniana —una tentativa que daría lugar posteriormente a su filosofía crítica. Pero no fue sino en 1770, año en que se le adjudicó la cátedra de lógica y metafísica, que encontró finalmente seguridad económica. Cuando su fama se extendió, su estipendio había aumentado considerablemente. Fue Rector de la Universidad en diversas ocasiones.Kant era un profesor estimulante y poderoso. Sus estudiantes eran impresionados por la originalidad y la vitalidad de sus observaciones, acompañadas de un seco humor irónico.Era también un escritor prolífico. Su surgimiento realmente decisivo como filósofo tuvo lugar recién en 1781 cuando publicó la Crítica de la Razón Pura. Para Kant, este trabajo inició una revolución en el pensamiento comparada de manera realista por él mismo con la revolución copernicana en la astronomía. En una sucesión bastante rápida siguieron las otras obras importantes.La publicación de La religión dentro de los límites de la mera razón (1793, y ed. 1794) ofendió al entonces Rey de Prusia, Federico Guillermo II, quien (contrariamente a Federico el Grande, su predecesor) no practicaba la tolerancia en cuestiones religiosas. Federico Guillermo II ordenó a su oscurantista ministro Wöllner que escribiera a Kant y le hiciera prometer que no volvería a escribir acerca de la religión.[1] Kant accedió de mala gana al pedido, que llegó a ser una orden Real, calificando implícitamente su promesa al decir que no volvería a escribir sobre cuestiones religiosas en tanto el súbdito Más Leal de su Majestad. Luego de la muerte del rey, Kant se consideró absuelto de su compromiso y explicó que su promesa valía sólo durante la vida de Federico Guillermo II, tal como lo indicaba la frase “el súbdito Más Leal de su Majestad”.[2] Kant explicó ampliamente su actitud en el prefacio de la Contienda de las Facultades,[3] en el cual, por implicación, atacó a Federico Guillermo II que había muerto el año anterior.Evidentemente, Kant no estaba tranquilo con esta decisión. En una nota inédita, explicó su conducta: “El repudio y la denegación de la convicción íntima de cada uno son malos, pero el silencio en un caso como el presente es el deber de un súbdito; y aunque lo que uno diga debe ser cierto, esto no significa que se debe decir toda la verdad en público”.[4]Kant se retiró gradualmente de la universidad. Su mente fue declinando lentamente, fue perdiendo la memoria y tuvo que abandonar la enseñanza. En 1800, su discípulo Wasianski debió comenzar a cuidar de él. Otros discípulos comenzaron a publicar sus clases a partir de las notas que habían tomado. En 1803, se sintió seriamente enfermo por primera vez. Su mente se nublaba cada vez más. Finalmente, murió el 12 de febrero de 1804, unos meses antes de cumplir los ochenta años.

II

Al menos en los países de habla inglesa, Kant no es considerado generalmente como un filósofo político importante. Más aún, las historias del pensamiento político no le dan un lugar destacado, sino que suelen mencionarlo incidentalmente, si es que lo mencionan. Los historiadores del pensamiento político lo ignoran, sin embargo, a su propio riesgo.

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Con demasiada frecuencia, se lo ve meramente como un antecesor de Hegel. Las razones de esta postergación e incomprensión no son difíciles de descubrir. Los historiadores de la filosofía, inclusive los estudiosos de Kant, han dejado de lado sus escritos políticos, poque la filosofía de sus tres críticas ha absorbido su atención de manera casi excluyente. Y los historiadores del pensamiento político le han prestado poca atención porque no escribió una obra maestra en ese terreno. Los elementos metafísicos del derecho han interesado más a los a los historiadores del derecho que a los historiadores de teoría política. Además, el hecho de que las grandes obras de filosofía crítica de Kant son tan formidables hace que sus menos arduos escritos políticos parezcan de mucho menos peso. Alienta asimismo la creencia de que no son centrales en su pensamiento. Sin embargo, este supuesto es un gran error. Si bien sería arriesgado ver en ellos el fin último de su pensamiento, no son un subproducto accidental; surgen orgánicamente de su filosofía crítica. De hecho, con razón se ha llamado a Kant el filósofo de la Revolución Francesa.[5] Existe, efectivamente, una analogía entre el espíritu de la filosofía de Kant y las ideas de las revoluciones francesa y americana, por cuanto Kant afirmó la independencia del individuo frente a la autoridad, y el problema de la libertad humana estaba en el centro de su pensamiento. De manera semejante, los revolucionario de 1776 y 1789 creyeron que estaban llegando a realizar los derechos del hombre. Además, los acontecimientos de las revoluciones francesa y americana lo conmovieron y preocuparon grandemente, y acordaba con los objetivos de los revolucionarios. Esto último a pesar de ser un hombre de disposición conservadora que desaprobaba la revolución en la política como un principio de acción legítimo, y que ciertamente no propició la revolución en su país natal, Prusia. Pero su acercamiento a la política ya estaba formado mucho antes de 1789, tal como lo revelan sus ensayos de1784. Es posible que la Revolución Francesa lo haya estimulado a seguir escribiendo sobre el tema. Pero el ejemplo e influencia de Rousseau no debe ser desestimado. Rousseau le había enseñado a respetar al hombre común;[6] era para él el Newton del ámbito moral.[7] El retrato de Rousseau era el único adorno permitido en su casa, y cuando leía Emilio olvidó inclusive de tomar su acostumbrado paseo vespertino. La única excepción, se dice, que haya ocurrido jamás a una costumbre seguida con la regularidad de un reloj. Las posturas de Kant están, en muchos sentidos, cerca de las aspiraciones de los revolucionarios franceses, pero en su pedido de paz perpetua, Kant llega más lejos. Recupera ideas mencionadas por primera vez por Leibniz y el Abate St. Pierre, pero las desarrolla de una manera nueva, original y filosóficamente rigurosa.Si es correcto inferir este vínculo entre la filosofía de Kant y las ideas de las dos revoluciones más importantes del siglo XVIII, el significado del pensamiento político de Kant se vuelve claro, por cuanto las revoluciones americana y francesa constituyeron abiertamente un quiebre con el pasado político. Se apeló a un orden secular natural y a los derechos políticos de los individuos con el propósito de iniciar una acción política de gran escala. Las revoluciones, por supuesto, surgieron de la situación política, social y económica en América y en Francia, pero las creencias de los revolucionarios no pretendían ser una cortina de humo destinada a confundir a la gente. Dependían de una filosofía política en la cual estaría garantizada la creencia en el derecho del individuo. Esta actitud era nueva. En las revoluciones anteriores aun en la guerra civil inglesa y en 1688, la teología cristiana había jugado aún un rol importante en la formación del pensamiento revolucionario en Occidente. Las realidades de una situación revolucionaria son, desde ya, siempre complejas. Presentan, por lo general, un patrón de ideología y de práctica política que es difícil, si no imposible, de desarticular. Kant no intentó proveer un impreso para revolucionarios o una teoría de la revolución. Por el contrario, quiso llegar a principios filosóficos en los cuales pudiera fundarse un orden

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interno justo y duradero y la paz mundial. Quería dar una justificación filosófica del gobierno representativo constitucional, una justificación que garantizara el respeto por los derechos políticos de todos los individuos.Para entender su pensamiento político, es necesario mirar el contexto del pensamiento del siglo XVIII y frente al telón de fondo de su propia filosofía general. Las revoluciones americana y francesa, hasta cierto punto, habían sido preparadas por las ideas de la Ilustración, el movimiento intelectual que tanto dominó el pensamiento del siglo XVIII.[8] Incontestablemente, los revolucionarios usaron el vocabulario de la Ilustración, que había creado un clima de opinión favorable en muchos sentidos a la acción. En Kant, convergen muchas de las corrientes intelectuales de la Ilustración. Él presenta una culminación de este movimiento intelectual, pero es también uno de sus más exhaustivos críticos. Kant mismo caracterizó a la Ilustración (Aufklärung) como un proceso dinámico. No era una condición estática, sino un proceso continuo que lleva a una posterior auto-emancipación. La época todavía no estaba iluminada, pero estaba en proceso de serlo. Ilustración significaba liberación del prejuicio y la superstición. También significaba una creciente habilidad de pensar por sí mismo. Esta observación hace eco con el famoso dictum de Lessing según el cual lo más importante no era poseer la verdad, sino perseguirla.[9] En la perspectiva de Kant, el hombre debía llegar a ser su propio amo. En su función especial como oficial, hombre del clero, servidor público, etc., no debería razonar, sino obedecer a los poderes, pero como hombre, ciudadano o estudioso, debe tener el coraje de usar su propia inteligencia.[10] Esta es la traducción que da Kant del lema de la Aufklärung, Sapere Aude, ampliando su sentido para su propio propósito. De hecho, esta frase de Horacio era tan popular que había sido inscrita como una sentencia en una moneda acuñada en 1736 para la sociedad de los Aletofilos, o Amantes de la Verdad, un grupo de hombres dedicados a la causa de la Ilustración.[11]Kant, en su ensayo ¿Qué es la Ilustración? (Was ist Aufklärung?), indica su punto de vista acerca de las principales tendencias de su época. La Ilustración ha sido frecuentemente denominada la Edad de la Razón. Una de sus características más salientes es, en efecto, la exaltación de la razón, pero el término Ilustración o Iluminismo ( o Aufklärung o las Luces) cubre una serie de ideas y tendencias intelectuales que no pueden ser adecuadamente resumidas. Una breve caracterización de este movimiento, como de cualquier otro, es necesariamente incompleta. Por cuanto este movimiento, como todos los movimientos intelectuales, está conformado por una serie de corrientes de pensamiento diversas, y a menudo conflictivas entre sí. Aquello que, sin embargo, une a los pensadores de la Ilustración, es una actitud mental, un estado de ánimo más que un cuerpo común de ideas. Una mayor autoconciencia, una creciente percepción del poder de la mente humana para sujetarse a sí misma y al mundo al análisis racional es, quizás, el rasgo principal. La confianza en el uso de la razón no era, por supuesto, nada nuevo, pero la fe en el poder de la razón para investigar exitosamente no sólo la naturaleza, sino también al hombre y a la sociedad, distingue a la Ilustración del período que la precede. Pues hay un elemento claramente optimista en el pensamiento de la Ilustración. Surge de la creencia de que existe algo así como el progreso intelectual, y promueve esta misma creencia. Algo que se revela también en la aplicación creciente y sistemática del método científico a todas las áreas de la vida. Pero, no había absolutamente ningún acuerdo acerca de qué era el método científico. El impresionante logro científico de Newton dominó el pensamiento sobre la ciencia del siglo XVIII. Una escuela de pensamiento interpretó su obra como un gran intento, después de Descartes, por sistematizar el conocimiento científico, mientras que otra escuela se concentró más en su énfasis en la observación y el experimento.

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Voltaire, en sus Cartas filosóficas o Cartas sobre los ingleses (1734) popularizó a Newton y a la ciencia inglesa en general. También exaltó la vida política inglesa, no solamente los acuerdos constitucionales de los ingleses, sino también la teoría política, representada por Locke. Las ideas de Locke sobre el gobierno por consenso y la tolerancia de diferentes religiones y opiniones políticas pareció ejemplar a Voltaire en particular y a los pensadores de la Ilustración en general.Estas ideas parecieron revolucionarias en la atmósfera de la política francesa. Aquí la Iglesia y el Estado se resistían al cambio. Por otra parte, perseguían o suprimían el pensamiento político y religioso heterodoxo sólo de manera intermitente. Muchos pensadores de la Ilustración creían no solamente que la política podía someterse a un escrutinio racional, sino también que los acuerdos políticos y las instituciones podían construirse de acuerdo con líneas racionales. El rechazo escéptico a aceptar la autoridad política tradicional está en consonancia con el escepticismo hacia la autoridad en general. Esta actitud crítica hacia la autoridad llevó a un creciente cuestionamiento de todos los valores aceptados, en particular, los religiosos. La religión revelada era sometida a examen; de hecho, se la puso a juicio.La secularización de las creencias y doctrinas aceptadas es un importante proceso en el desarrollo de la Ilustración, ya sea en el campo de la religión, de la ciencia, de la moral, de la política, de la historia o del arte. Contrariamente a la costumbre medieval, las esferas individuales de la experiencia humana estaban aisladas de la religión. La posición intelectual básica era, en consecuencia, antropocéntrica. Y a los fines de nuestra investigación en la política de Kant, es particularmente importante observar que los ámbitos de la moralidad y la ley, la política y la historia, eran vistos en un contexto secular. Aunque estas esferas estaban separadas de ka religión, prevaleció durante la Ilustración la idea de que, para cada una de ellas, era posible establecer leyes universales.El tono de la Ilustración en Alemania era, de alguna manera, diferente de aquel que prevalecía en Gran Bretaña o Francia. En su conjunto, se ponía considerablemente menos énfasis en el empirismo que en Gran Bretaña. Los pensadores alemanes eran más eruditos, pero también más abstractos y profesionales que sus colegas ingleses y franceses; y eran también, frecuentemente, más rudos. La ausencia de una cultura metropolitana militaba contra la certeza de estilo, mientras que la política parroquial de muchos simples principados y de las comparativamente pequeñas ciudades imperiales libres no conducía al surgimiento de una viva discusión política. A diferencia de Inglaterra, Alemania no ofrecía virtualmente ninguna oportunidad para que los intelectuales tomaran parte de la política. Federico el Grande era, por supuesto, un intelectual, pero un monarca absoluto presenta de todos modos un caso especial.Es característico de esta parálisis política que el acontecimiento político que más afectó el siglo XVIII alemán tuvo lugar en Francia: la Revolución Francesa despertó al pensamiento político alemán de su somnolencia.[12] No obstante, el pensamiento político moderno virtualmente comenzó en Alemania con el impacto de 1789. Muchos pensadores, en Alemania y en otros lugares, dieron inicialmente la bienvenida a la revolución y vieron en ella los albores de una nueva era. Pero la desilusión comenzó con el surgimiento del Terror. En la práctica, la revolución se extendió a aquellos territorios ocupados por los ejércitos revolucionarios franceses. El sentimiento revolucionario en Alemania era una planta tierna sólo capaz de florecer con el estímulo de la fuerza.Kant y Goethe, los dos principales espíritus de su tiempo, establecieron correctamente la situación política. Ambos reconocieron que mientras en Francia la revolución había respondido a una gran necesidad política, la situación política en Alemania no estaba madura para una actividad revolucionaria. En Alemania, como en Inglaterra y Francia,

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el surgimiento de la burguesía era notable, pero la burguesía alemana no se había emancipado de la dominación de los príncipes y la aristocracia. No poseía la confianza en sí misma que tenían sus contrapartes inglesa y francesa. Alemania era un país mucho más pobre que Inglaterra y Francia; y una clase confiada ascenso, a la que se le impide dar libre expresión a sus ambiciones políticas tiene más probabilidades de tomar una acción revolucionaria que una clase débil e insegura. Había poco espacio para la libertad política en Alemania. Aun en la Prusia de Federico el Grande, la libertad de expresión, de acuerdo con Lessing, significaba solamente la habilidad de criticar libremente la religión, pero no al gobierno.[13] Además, el reducido tamaño de la mayoría de los principados permitía una supervisión mucho más cercana de los súbditos por parte de los gobernantes que en los países más grandes. El crecimiento del control burocrático también impedía el desarrollo económico y era otro factor operativo que quebrantaba la autoconfianza de la burguesía alemana.Dadas estas condiciones políticas, sociales y económicas, no es sorprendente que la Ilustración en Alemania fuera diferente de otros países occidentales. La filosofía alemana, a diferencia de la filosofía inglesa, por ejemplo, continuó en muchos sentidos resistiendo el impacto de los aspectos empíricos de la ciencia. El racionalismo dominaba la perspectiva de las universidades francesa y alemana, pero el estilo de la escritura filosófica alemana era, de manera general, mucho menos urbano que el francés.Al ubicar a Kant frente a este telón de fondo, es preciso no olvidar que la Ilustración era sólo un cuerpo de pensamiento en el siglo XVIII, aun cuando fuera el dominante. Había otras corrientes. La crítica de la Ilustración no apareció meramente en su decadencia, sino que acompañó su crecimiento y predominio. En Alemania, y no solamente allí, el siglo XVIII asistió a la expansión de las ideas científicas a través de los pensadores de la Ilustración, pero se caracterizó también por un modo de vida religioso centrado en las emociones y en la experiencia interna. En Alemania, el pietismo ponía el acento en el cultivo de la vida interior y fomentaba un acercamiento emocional a la religión (y sus equivalentes en otras partes —e.g. Metodismo y Quietismo). La ferviente convicción de Kant acerca del sentido interior de la moralidad bien puede haberse arraigado en este particular suelo. Más aún, la persistente crítica a la Ilustración provino no solamente de la ortodoxia de la religión establecida y de los intereses políticos privilegiados o tradicionales, sino también, a medida que avanzaba el siglo de diversos nuevos irracionalistas. De aquellos que preferían la intuición a la razón, la percepción del genio al sentido común y la espontaneidad a la reflexión calculada. Tendían a fundar su entendimiento en la instancia individual y el ejemplo más que en la regla universal, e inclusive más en la poesía que en la ciencia. Su actitud hacia la ciencia era, en el mejor de los casos, ambivalente. Una de las ironías de la historia es que Königsberg albergó al mismo tiempo al más potente campeón de la Ilustración, aunque uno de los más críticos, y a su oponente más original, Johann Georg Hamann. El influyente crítico de la Ilustración, Johann Gottfried Herder, el mentor de la escuela literaria alemana de la Sturm und Drang también pasó algún tiempo en Königsberg y fue amigo de Hamann y discípulo de Kant. Hamann y Herder criticaban la aspiración de la Ilustración de descubrir principios universalmente válidos y de ver la historia y la sociedad en términos de regularidad uniforme. Para ellos, la instancia individual era más reveladora y no podía ser apropiadamente subsumida bajo leyes generales. En una reseña particularmente incisiva y directa del principal trabajo de Herder, Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad) (1785), Kant polemizó con Herder.[14] Aparentemente, percibió que éste no solamente era el punto decisivo que separaba su visión del conocimiento de la de Herder, sino que

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era también el punto de quiebre entre aquellos que deseaban entender el mundo principalmente en términos de ciencia y lógica y aquellos que no. En consecuencia, expuso sin piedad las fallas lógicas presentes en el argumentos de Herder. Herder, a su vez, reaccionó con imperdonable resentimiento.[15] En efecto, no puede haber puente entre el método de Kant y una visión del conocimiento principalmente basada en las intuiciones de la verdad poética y el énfasis en el ejemplo individual.[16]En la esfera del pensamiento político, las diferencias entre Francia e Inglaterra por un lado, y Alemania por el otro, eran tan notorias como en cualquier otro aspecto de la vida. No había una única escuela predominante en el pensamiento político en Alemania antes de Kant. Había mucha gente que escribía acerca de política, y algunos de sus escritos se hacían notar. La escuela Iusnaturalista forma una corriente, los cameralistas otra. Además, existía una cantidad de publicistas, tales como Schlözer y los dos Mosers, padre e hijo. Los más importantes, quizás, y ciertamente los más conocido de los pensadores políticos, eran Leibniz y Federico el Grande. La teoría política no era central en la actividad de ninguno de los dos: la filosofía general absorbía los intereses de Leibniz, y el gobierno, la guerra y la administración de su país los del rey de Prusia. Los pensadores de la escuela de Iusnaturalista[17] propusieron teorías políticas de gran importancia, y dieron incluso las bases para la revolución, pero su estilo de pensamiento no era en sí mismo revolucionario. Tampoco era específicamente alemán. Continuaba, modificaba e, inclusive, cambiaba una gran tradición. Los representantes modernos de esa escuela —hombres como Althusius, Grotius y Pufendorf— habían seguidos sosteniendo un orden inmutable de leyes que determinarían las leyes positivas encarnadas por el Estado y regularían la conducta de sus ciudadanos, pero habían liberado el estudio de la ley y de la política de su dependencia de la teología. Sus partidarios alemanes dominaban las facultades de leyesen las universidades alemanas y la jurisprudencia alemana en general. Sus trabajos eran, como muchos de los escritos filosóficos de la Aufklärung, abstractos y secos. Era la doctrina aceptada, no es sorprendente, en consecuencia, que Wolff, el principal filósofo de la Aufklärung escribiera un tratado sobre este tema. Ni siquiera Leibniz o Federico el Grande se refirieron a una revolución en el pensamiento político en Alemania. Tal vez, se necesitaba tanto los acontecimientos de la Revolución Francesa, como la reorientación radical del pensamiento promovida por la filosofía de Kant para instalar un nuevo modo de pensamiento político.Kant asimiló o criticó las ideas políticas de muchos grandes pensadores, tales como Maquiavelo, los teóricos de la escuela de Iusnaturalista, Hobbes, Locke, Hume y Rousseau. De estos, sólo Hobbes fue atacado particularmente (en Teoría y praxis), un hecho que puede provocar un comentario. Las teorías políticas de ambos filósofos diferían, desde ya, en gran medida. Kant rechazaba la perspectiva autoritaria de Hobbes sobre la soberanía, su racionalismo, su intento por aplicar los métodos de la geometría a los asuntos humanos y sociales, y su explicación de la sociedad basada en un supuesto psicológico, el miedo de una muerte violenta. Sin embargo, el problema político básico es el mismo para ambos: volver un estado de guerra en un estado de orden y paz. La ley es un mandato y debe ser necesariamente cumplida. La soberanía es indivisible; el estatuto individual como un ser racional independiente puede ser salvaguardado sólo en un estado civil. Finalmente, a pesar de todas las diferencias radicales de método y conclusiones, ambos pensadores son ejemplares en su intento por desarrollar un argumento riguroso, consistente y coherente basado en un llamado a la razón, más allá de la tradición o cualquier otra forma de tutelaje. Al contrario de Hobbes, Kant está en deuda con el Iusnaturalismo y cree en un orden inmutable de derecho. Era, sin embargo, mucho más radical que los partidarios tradicionales de esa escuela, en tanto delineó una

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teoría de la política independiente de la experiencia. Otra influencia patente fue Rousseau,[18] pero Kant se diferenciaba de Rousseau en su interpretación de la naturaleza y de la voluntad general. Por sobre todas las cosas, allí donde Rousseau es frecuentemente ambiguo, Kant es claro.Como pensador, Kant era audaz y difería valientemente, aunque de manera más bien tácita que explícita, de su rey. No compartía la opinión de Federico el Grande según la cual el rey era el primer servidor del estado y el estado debía ser gobernado de acuerdo con las líneas patriarcales del despotismo benevolente. No sólo se oponía a la doctrina de Federico de la autocracia iluminada (no siempre seguida por el rey de Prusia en la práctica), sino que rechazaba también el camaralismo, la doctrina de que la política es un mero ejercicio en el arte de gobernar. Argumentó también contra la postura de Maquiavelo, según la cual las acciones políticas surgen solamente del egoísmo. Enfatizar en la necesidad de obedecer la ley, como lo hizo Kant, podía implicar un sesgo a favor del autoritarismo.[19] En Alemania, en efecto, su teoría ha sido invocada para favorecer la prerrogativa ejecutiva de llevar adelante la ley, el Obrigkeitsstaat, el estado en el cual la obediencia a la autoridad política es evidente. De hecho, su apariencia era liberal. Los ciudadanos de Königsberg, su ciudad natal, lo conocían bien; cuando murió siguieron el cortejo, porque veían en él a un capmeón de la libertad humana en una época en que el despotismo dinástico benevolente era la forma de gobierno predominante. Pero la influencia de Kant ha sido mayor en la formación de la doctrina del Rechtsstaat, el estado gobernado de acuerdo con el imperio de la ley. Ha sido el ideal por el que se ha abogado durante la mayor parte de los siglos XIX y XX en Alemania, aunque ha habido, por supuesto, significativas y desastrosas desviaciones de este ideal en la práctica.Kant es, de hecho, la fuente del pensamiento político moderno en Alemania. Los pensadores políticos que lo han seguido difieren de él en profundos aspectos, pero su pensamiento político ha sido para muchos, ya sea el punto de partida para sus propias investigaciones, o el oponente contra el que debían dirigir su fuerza. Los escritos políticos de Kant aparecieron cuando su reputación estaba establecida. Sus puntos de vista llamaron inmediatamente la atención. Eran desafiados por hombres como Justus Möser,[20] quien, desde un punto de vista conservador rechazaba la perspectiva de Kant. Möser creía que era erróneo teorizar a partir de elevadas presuposiciones, y que la práctica y la experiencia políticas importaban considerablemente más que las ideas liberales abstractas. Por otra parte, muchos pensadores alemanes no acordaban con el conservadurismo de Kant; respetar la ley y rechazar el derecho de rebelión era, a su modo de ver, un error. Entre ellos Rehberg y Gentz buscaron defender la prerrogativa del individuo confrontado con la tiranía.[21]En un nivel más profundo, dos pensadores buscaron seguir y mejorar el enfoque liberal de la política de Kant; Friederich Schiller[22] y Wilhelm von Humboldt.[23] Para Schiller el enfoque kantiano de la política era inadecuado, porque Kant no prestaba atención a las bases psicológicas de nuestras decisiones políticas. Schiller quería mostrar que no es suficiente obedecer a los dictados del deber; que los hombre son capacer de vivir una vida moral armónica solamente si actúan de acuerdo con la naturaleza. Para establecer un puente entre el instinto y la razón, entre la voluntad y el conocimiento, es necesario un tercer modo de experiencia, el modo estético. En su obra más importante acerca de la relación entre la estética y la política, Cartas sobre la educación estética del hombre (Über die aestetische Erziehung des Menschen in einer Reihe von Briefen) (1795), Schiller delineó un abordaje que, respetando el tenor del pensamiento político de Kant, fuera capaz de tomar en cuenta toda la complejidad del compromiso humano en el proceso político. Debería, por decirlo así, trazar las

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interrelaciones entre la respuesta estética ante la vida y la práctica política. Los escritos políticos de Schiller, profundos e interesantes como son, no han llamado mucho la atención. El primer interesante y sutil intento de explicar su mensaje y descifrar su coherencia y significación en términos de su propia época es, efectivamente, muy reciente.[24] La influencia política de Schiller sólo ha sido indirecta, a través de sus dramas, cuyo alcance político ha sido frecuentemente incomprendido.El amigo de Schiller, Wilhelm von Humboldt, también sintió que la teoría política de Kant necesitaba ser complementada con una advertencia acerca del carácter humano. Su teoría de la política, tal como la expresó en su tratado Los límites del Estado (1793),[25] buscaba salvaguardar el poder creativo y el desarrollo cultural del hombre.El impacto de Kant en la historia legal alemana fue profundo, pero el surgimiento del nacionalismo impidió que su obra fuera la fuerza dominante en el pensamiento político alemán durante el siglo XIX y comienzos del XX, lo que hubiera podido ocurrir. El modo romántico de pensamiento introdujo en el pensamiento político alemán una nota de irracionalismo que permeó todas las áreas del pensamiento alemán durante un siglo y medio, entre las guerras napoleónicas y el fin de la segunda guerra mundial.[26] El rechazo por parte de los románticos del cosmopolitismo político de Kant significó que, con su muerte —seguida un año después por la de Schiller— (la mayoría de los escritos de Humboldt se publicaron muchos años después)— el clima de opinión cambió drásticamente. Ya no interesaba demasiado si el individuo era políticamente libre. Prevalecía la teoría orgánica del Estado, que subordinaba el individuo a la comunidad.Para los románticos alemanes, Kant era un archienemigo; por cuanto encarnaba las característica de la Aufklärung contra las que tan vehementemente combatían. Fichte, que comenzó como un autoproclamado discípulo de Kant y que incluso, en una carta privada a Kant, pretendía ser su sucesor, desarrolló una teoría de la política diametralmente opuesta a la de Kant.[27] Fichte aparentaba estar de acuerdo con el método de Kant, pero su teoría política puede interpretarse como un intento de reemplazar el pensamiento político de Kant. En opinión de Fichte, la libertad no debe verse ya en términos negativos, sino que llega a ser una fuerza positiva que debe ser utilizada por el iniciado, quien solo puede interpretar la voluntad colectiva. Mientras que Schiller, en contraste con Kant, había buscado explorar la relación entre el arte y la política, intentando preservar un cuidadoso equilibrio entre los dos ámbitos, los románticos como Fichte, Novales, Schelling y Adam Müller trataron de ver la vida y la política desde un punto de vista estético. Aunque este método de razonamiento es, en su conjunto, anti-kantiano escriben, sin embargo, a la sombra de su obra. Con todo, frecuentemente se percibe que los románticos están, o bien tratando de escapar de su dominación o implícitamente repudiando su método y pensamiento. Basan sus principios de la política en el sentimiento y la intuición, un modo de pensamiento rechazado por Kant como un “uso sin ley de la razón”.[28] El acercamiento histórico de la política y la ley, también es fundamentalmente diferente del propio modo de pensar de Kant. Culminó en el pensamiento de Hegel, el cual, al igual que el de los partidarios de la perspectiva histórica, tales como Herder[29] y Savigny,[30]sólo es íntegramente inteligible si se lo contrasta con la filosofía de Kant. (La perspectiva de Hegel sobre la filosofía política es, desde ya, profundamente diferente de la de Kant). A través de Hegel, Kant afectó a Marx y el impacto de Marx en el pensamiento político moderno ha sido poderoso, por decir lo mínimo. Gran parte del pensamiento político moderno continúa, entonces, la revolución iniciada por Kant, así como las revoluciones americana y francesa, cuyas ideas Kant reivindicaba, instalaron un movimiento que dio forma a gran parte de la moderna historia política europea.La influencia de Kant sobre Hegel y sus sucesores es frecuentemente más general que

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específica. Hubo muchos pensadores que específicamente intentaron elaborar y aplicar sus ideas políticas. Jakob Friederich Fries[31] es el más prominente de ellos, y sus ideas fueron recuperadas un siglo después por Leonard Nelson[32], quien fundó la llamada escuela neofriesiana. O podríamos mencionar a Sir Karl Popper,[33] en cuya concepción de la sociedad abierta puede discernirse la impronta del pensamiento político de Kant. Pero señalar algunos ejemplos específicos es quizás menos interesante que hacer notar el impacto de su filosofía general en el pensamiento occidental, filosofía que ha afectado el pensamiento político moderno más profundamente de lo que a veces se reconoce. Es la piedra de toque de un gran pensador que, no solamente nos hace ver bajo una luz diferente el pensamiento de aquellos que lo precedieron, sino que ha afectado también a la filosofía que lo sucedió.Así, las ideas de Kant han sido una fuerza política significativa. Pero también han sido atacadas y modificadas, en ocasiones sin conciencia de ello. En cualquier caso, son ideas que miran hacia el futuro. Pero más aún: la teoría de la política de Kant justifica filosóficamente el derecho del hombre a la libertad política, la opinión según la cual ya no debe ser tenido bajo tutela. Se debe reconocer la creciente madurez política e intelectual del hombre. De acuerdo con Kant, el hombre está en proceso de llegar a ser ilustrado. El hombre tiene tanto la oportunidad como la responsabilidad de hacer uso de su mente en el espíritu de crítica. Este es el estado de ánimo y el mensaje de la Ilustración tal como Kant la entiende.

III

Kant había estado pensando acerca de la teoría política durante muchos años antes de publicar alguna de sus opiniones sobre el tema. Sus notas, publicadas póstumamente y nunca escritas para serlo, revelan su constante preocupación e interés por las ideas políticas. Las primeras notas datan probablemente de los años 1760 cuando Kant estudiaba a Rousseau y el Iusnaturalismo.[34] Kant dictó su primer curso de Teoría del Derecho en el período de verano de 1767, un curso que repitió doce veces. Lo central de su filosofía política, sin embargo, está resumido en un pasaje de la Crítica de la Razón Pura de 1781 en la sección intitulada “Dialéctica Trascendental I”[35] Es la primera referencia sustancial de su pensamiento político, pero los primeros escritos publicados por Kant que tratan específicamente de política, dos ensayos ¿Qué es la Ilustración? e Idea para una historia universal en sentido cosmopolita de 1784, fueron escritos luego de la publicación de la Crítica de la Razón Pura(1781), mientras que los escritos posteriores Teoría y práctica (1792), La paz perpetua (1795), Los elementos metafísicos del derecho (1797) y El conflicto de las facultades (1798) siguen a la publicación de la Crítica del Juicio (1790). Pero no sabemos si alguna vez planeó un tratado completo de política. Lo haya hecho o no, su vigor intelectual comenzó gradualmente a decaer durante la última década de su vida y nunca produjo un trabajo en el que resumiera su discusión filosófica de la política. Pero los acontecimientos políticos que realmente lo conmovieron tuvieron lugar en un momento relativamente tardío de su vida. Tenía más de cincuenta cuando comenzó la revolución americana y estaba entre los sesenta y los setenta cuando estalló la revolución francesa. Tenía sesenta cuando publicó sus primeros ensayos políticos y sesenta y cinco cuando publicó su última obra sobre este tema. Debemos, pues, volver a estos escritos políticos aislados para recoger sus opiniones.La figura y la influencia de Kant como filósofo político hubiera sido, sin duda, mayor si hubiera dejado una obra mejor organizada y completa sobre la política. Su estilo no aumentó su popularidad. El lector no deberá, con todo, abandonar por su relativamente

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poco atractiva manera de escribir. Sus ensayos políticos no requieren, de hecho, el mismo esfuerzo intelectual extremo que requiere la Crítica de la Razón Pura, aunque esto no significa que sean una lectura liviana. A excepción de Los elementos metafísicos del derecho, no están escritos únicamente para el filósofo especializado, sino para el público educado en general. Los ensayos pertenecen a los llamados escritos populares. Pero Kant no pretendía ser capaz de dominar una manera de escribir “tan sutil y al mismo tiempo tan atractiva” [36] como Hume. En efecto, escribió cuando el alemán recién comenzaba a emerger como lenguaje literario.[37] Heine, él mismo un brillante estilista, llamó al modo de escribir de Kant “estilo de papel de envolver gris”.[38] Lo acusó de “tener miedo de hablar de manera sencilla, placentera y alegre”[39] y de ser, por lo tanto, “un filisteo”.[40] Según Heine, la manera de escribir de Kant fue en detrimento del desarrollo de un lenguaje filosófico claro y elegante en Alemania. En la Historia de la filosofía y la religión en Alemania (Geschichte der Religion und Philosophie in Deutschland) escribe: “con su extraño, pesado estilo... [Kant] hizo mucho daño. Por cuanto sus insensatos imitadores lo copiaron es su aspecto externo y surgió la superstición de que no se podía ser filósofo y escribir bien”.[41] Sin embargo, los escritos políticos de Kant, aunque lejos de ser elegantes, no siempre son enojosos, sino que en ocasiones son vigorosos y cargados de una seca ironía. A pesar de que la estructura de sus oraciones suele ser complicada, tienen lugar también frases clave memorables. Y pasajes impresionantes.[42]

IV

Para comprender el pensamiento político de Kant es necesario ubicarse en el contexto de su filosofía general. Sus escritos sobre política corresponden al período de su filosofía crítica. Todos fueron escritos después de terminada la primera Crítica, la Crítica de la Razón Pura, en 1781. idealmente, debería hacer en primer término un resumen de su filosofía crítica, pero es virtualmente imposible de resumir. Deberá bastar aquí con indicar la corriente de su pensamiento crítico, aunque esto nos lleve necesariamente hacia otros lados. [43]Tanto el racionalismo como el empirismo le parecían modos inadecuados de explicación para dar cuenta de las matemáticas y la ciencia, en particular la ciencia newtoniana. Hume había refutado de manera convincente la posibilidad de justificar filosóficamente la inducción, el método para establecer leyes universales necesarias a partir de instancias individuales; para él la causalidad era sólo el resultado de una asociación habitual de la mente. Los escritos de Hume despertaron a Kant de su “sueño dogmático”.[44] A fin de refutar a Hume y reividicar filosóficamente a la ciencia, le pareció necesario comenzar su investigación no por los objetos de la experiencia, sino por la mente. Para él, las leyes de la naturaleza no eran inherentes a la naturaleza, sino construcciones de la mente usadas con el propósito de entender la naturaleza. Nunca podemos explicar el mundo tal como se aparece a nosotros refiriéndonos meramente a la experiencia; para hacerlo, precisamos principios necesarios lógicamente previos e independientes de la experiencia. Sólo entonces podemos ver algún orden en la naturaleza. De hecho, la uniformidad, la coherencia y el orden son impuestos a la naturaleza por nuestras mentes. En otras palabras, no podemos conocer el mundo de otro modo más que como se nos aparece, ya que debemos verlo dentro del marco de nuestra mente. El mundo de los fenómenos está así condicionado por estar ubicado dentro del espacio y del tiempo, y ordenado por los conceptos a priori de nuestro entendimiento o categorías tales como la causalidad. Es mundo tal como realmente es, el mundo nouménico o el mundo de las cosas en sí, es incognoscible. Sólo podemos

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aprehender el mundo de las apariencias. Esto no significa que el mundo externo es un mundo de meras apariencias o ilusiones —por el contrario, Kant tenía el máximo respeto por el hecho empírico y ha sido un notable científico— sino más bien que el mundo de las apariencias o mundo fenoménico no es autosuficiente a los fines de la explicación. Para este propósito, es necesario tener principios a priori e ideas de la razón. Kant expresa este problema, que representa para él el problema filosófico de la epistemología, en la pregunta: ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? —i.e. ¿cómo podemos formular proposiciones que son necesarias, universales, lógicamente independientes de la experiencia sensible y pasibles de ser contradichas? El método crítico de Kant busca, entonces, establecer un sistema de principios sintéticos a priori a fin de entender el mundo externo. Kant llamó a este énfasis en la función de la mente en el ordenamiento de la experiencia científica, a justo título, la revolución copernicana en filosofía., y su logro, defendido y elaborado en la Crítica de la Razón Pura, siempre ha sido aclamado como un hito en la filosofía.La Crítica de la Razón Pura se ocupa del problema de cómo podemos entender la ciencia, pero hay otros ámbitos de la experiencia humana que no son científicos —la experiencia moral, por ejemplo. Para comprender su carácter, debemos seguir un método similar al delineado en la explicación de Kant de la investigación científica teórica; es decir, podemos comprender la conducta moral sólo si descubrimos las reglas o principios que son lógicamente independientes de la experiencia y que son pasibles de contradicción. Kant llama a esas reglas “juicios prácticos sintéticos a priori”. Cree que están por debajo de todas las decisiones morales y son inherentes a todos los argumentos acerca de temas morales. Para justificar estas reglas debemos suponer que el hombre no es solamente un ser fenoménico, sujeto a estrictas leyes causales, sino también un ser nouménico que es libre. Cada hombre tiene una voluntad. Esa voluntad sola puede hacer una elección moral. Esta voluntad debe decidir sobre la acción. Una acción, sin embargo, sólo es moral si es hecha por deber. En un caso de un conflicto de intereses este criterio nos permite distinguir entre acciones que son correctas y que no lo son. Nos permite distinguir entre deber y deseo. Kant llama a la ley moral general “imperativo categórico”. Nos impone categóricamente actuar en concordancia con la moral. Un mandato hipotético, por otra parte, no puede comportar esta fuerza universal y necesaria, pues ordena meramente seguir un particular curso de acción, si deseamos alcanzar un fin particular. El imperativo categórico en su formulación básica nos manda actuar de acuerdo con aquella máxima que, al mismo tiempo, podemos querer que llegue a ser una ley universal.[45] Una máxima es un principio subjetivo de acción. Es, de hecho, una regla general que podemos elegir seguir. “Elegir máximas es elegir una política”.[46] La prueba de la moralidad de la máxima es si concuerda o no con el principio moral según el cual la máxima se convierte en ley universal.Para Kant, el imperativo categórico es el principio objetivo de la moralidad. La afirmación según la cual la voluntad del ser racional está sujeta al imperativo categórico es una proposición sintética a priori. Es también prácticamente necesaria. Esto es así, porque el hombre es no sólo un medio para el uso arbitrario de esta voluntad o aquella, sino como dice Kant en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, “en todas sus acciones debe ser considerado al mismo tiempo como un fin en sí mismo”.[47] De este postulado se sigue la segunda formulación del imperativo categórico, que dice: “Actúa siempre de tal manera que trates a la humanidad, ya sea en tu persona o en la de otro, siempre como un fin, pero nunca como un medio”.[48] Aunque esta formulación es “en el fondo una y la misma cosa” que la primera,[49] en otro sentido, es ya una aplicación del principio moral supremo; por cuanto nos indica qué tipo de máximas podrían ser queridas como leyes universales. Aprendemos así qué son las

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acciones correctas, tanto en la moralidad como en la política, pues implican que no nos usemos a nosotros mismos o a otros como medios para nuestros fines subjetivos. El hombre no debería estar meramente sujeto a otra voluntad, sino que debería ser su propio legislador. Este punto de vista lleva a otra formulación del imperativo categórico: “Actúa siempre como si a través de tus máximas fueras el miembro legislador de un reino universal de fines”.[50] Actuar por deber es, entonces, actuar de manera de adapatarse a una ley autoimpuesta. Esta última formulación del imperativo categórico implica también una afinidad entre la moral y la política, por cuanto sugiere que las acciones de los hombres no tienen lugar en el vacío, sino siempre en relación con otro hombre —así sugiere implícitamente una teoría de la política, un sistema de principios que gobiernan las relaciones humanas organizadas.Los principios de la moralidad de Kant son formales. Su misma generalidad significa que no dicen nada acerca del contenido de una acción, sino que proveen reglas a las que podemos apelar si queremos juzgar las acciones y si deseamos decidir cuál acción es moral en el caso de un conflicto de intereses. Dejan fuera toda referencia a, o consideración de, las consecuencias de nuestras acciones, como por ejemplo, la preocupación por alcanzar la felicidad. Si la búsqueda de felicidad se vuelve la máxima de nuestras acciones, la voluntad no es autónoma. No vive, entonces, bajo leyes autoimpuestas, sino que sigue principios heterónomos en los cuales, según Kant, no puede fundarse una sólida teoría moral. “Una ley práctica de la razón” por el contrario, es “el principio que convierte en deber ciertas acciones”.[51]Esta es la visión de Kant de la moralidad. Dado su modo de ver el conocimiento, tanto en la ciencia como en la moralidad, Kant no construyó un sistema de la naturaleza ni se propuso establecer un sistema completo de moralidad que pudiera tener en cuenta la “diversidad empírica”.[52] Un informe completo de la práctica moral en todas las instancias particulares en las que puede aplicarse el concepto de moralidad es imposible. Lo que Kant desea ofrecer es una aproximación a ese sistema, elaborando los principios a priori relevantes. Kant llama a un intento de este tipo una metafísica, que, para él, es un conjunto de los principios a priori fundamentales de una disciplina en particular. De acuerdo con él, todas las proposiciones del derecho son proposiciones a priori, por cuanto son leyes de la razón. En ocasiones, puede ser debatible si algunas oraciones que afirman los principios deben ser interpretadas como proposiciones sintéticas a priori o como analíticas a priori (i.e. en las que el significado de la oración está contenido en el término y no permite contradicción) o proposiciones sintéticas a posteriori (que son lógicamente dependientes de la experiencia). No siempre es sencillo establecer la línea divisoria entre ambos,[53] pero en el caso del enfoque kantiano de la moralidad —y por lo tanto también de la política—no es refutado si puede interpretarse que alguna oración en particular (o de hecho cualquier número de oraciones) no son proposiciones sintéticas a priori.[54] Alcanza con que algunas de ellas sean de este tipo —y claramente el imperativo categórico y sus varias formulaciones e inmediatas derivaciones lo son. Esto presupone la opinión de Kant según la cual una metafísica de la moral es al menos posible. Para Kant, una teoría de la política (que en su caso, equivale en lo esencial a una metafísica de la ley) es inevitablemente ina parte de una metafísica de la moralidad. Esto es así porque la política se ocupa de la pregunta acerca de qué debemos hacer en nuestro contexto social y político, en otras palabras, le preocupa establecer criterios que permitan dirimir conflictos públicos de intereses. El principio de universalidad requiere que nuestras relaciones políticas y sociales sean gobernadas, al igual que exige que los conflictos públicos sean dirimidos, de una manera universal. Esto requiere la existencia de la ley. Los principios de moralidad deberían, en un sentido, ir más allá de las cuestiones puramente legales, por cuanto

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afectan íntimas decisiones privadas de los hombres, que no pueden ser reguladas ni impuestas públicamente. La ley trata solamente con aquello que permanece una vez que han sido sustraídas tales decisiones íntimas. Es la capa externa, por decirlo de alguna manera, del ámbito moral. Y una teoría de la moral es aquello que puede ser necesario y universal en el ámbito político. Una metafísica de la ley es, por tanto, todo aquello que una metafísica de la política puede llegar a significar. Una metafísica de este tipo establecerá principios a priori de la razón de acuerdo con los cuales podamos juzgar la legalidad de cualquier ley positiva dada y, por lo tanto, de cualquier forma que pudiera tomar la acción política. La teoría política de Kant está, entonces, íntimamente unida a su ética, aunque ésta no sea su única afinidad, pues también está muy conectada con su filosofía de la historia. Por una parte, la ética y la política se superponen. Por otra, los deberes morales y políticos son claramente diferentes. Los deberes políticos no son deberes perfectos para consigo mismo, sino solamente lo que Kant llama deberes perfectos para con otros, cuya abstención es errónea y cuya práctica se debe hacer cumplir. Kant excluye no considera aquí todas las acciones que conciernen meramente a uno mismo. Tampoco considera aquellas acciones que son deberes imperfectos hacia los otros, i.e. acciones que implican la elección de una persona y los meros fines y deseos de otra. Por ejemplo, no prescribe actos de benevolencia como deberes legales. Los deberes perfectos hacia otros son, en consecuencia, objeto de ley y por tanto de política, en tanto la ley es la expresión universalizada de la política. En otras palabras, una acción es moral sólo si la máxima en la que se basa concuerda con la idea de deber; la moralidad, entonces, sólo se preocupa de motivos subjetivos. A la ley, por otra parte, le preocupan las acciones mismas, i.e. los hechos objetivos. Así, sólo las acciones morales pueden ser ordenadas; las acciones legales, sin embargo, pueden hacerse cumplir.

V

Si la política da como resultado la ley, ¿cuáles son, entonces, los principios kantianos de la política? Son sustancialmente los principios del derecho (Recht). La investigación filosófica de la política debe establecer cuáles acciones políticas son justas o injustas. Debe mostrar por medio de qué principios podemos establecer la demanda de justicia en una situación dada. La justicia, sin embargo, debe ser universal, pero sólo la ley la puede aportar. Un orden político coherente debe ser, pues, un orden legal. Al igual que en la ética kantiana las acciones deben estar basadas en máximas que pueden formularse como leyes universales, así en la política, los arreglos políticos deben organizarse de acuerdo con leyes universalmente válidas. La acción política y la legislación deben, por lo tanto, basarse en reglas tales que no admitan excepción alguna. Los principios políticos de Kant son normativos. Son aplicaciones de los principios del derecho a la experiencia.[55] El derecho, en una frase sucinta de Kant, “nunca debe adaptarse a la política, sino que la política siempre debe adaptarse al derecho”.[56]No existe, por supuesto, ninguna razón para creer que Kant no era consciente de que los detalles de la situación política siempre varían. Su objetivo, sin embargo, era descubrir los fundamentos filosóficos sobre los cuales las acciones políticas podrían, y deberían, basarse. El derecho debe fundarse solamente en las relaciones exteriores, que son el asunto propio de la política. Las relaciones exteriores son relaciones que surgen porque tenemos posesiones, “un mío y tuyo exterior” como Kant lo denomina. Utiliza aquí la terminología de la Ley Romana para el concepto de “mío y tuyo” (meum et tuum).[57] Estas relaciones deben ser reguladas. La política, tal como sostuvo Hobbes, pertenece a aquella esfera de la experiencia humana en la cual la voluntad del hombre puede ser sufrir la coerción de otra voluntad, pues al igual que Hobbes, Kant reduce toda acción a

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la voluntad. Si la coerción se ejerce de acuerdo con un principio universal, es ley. Así, la ley es concebida como un “orden coercitivo”.[58] En consecuencia, la legalidad es el principio decisivo en la esfera de la política. La decisión moral del hombre interior encuentra expresión externamente en la legalidad, i.e. en una acción conforme a la ley. Pero la vida interior del hombre no debe ser sujeta a coerción, porque no podemos saber con certeza nada acerca de la vida interior de otra persona, no debe ser la tarea de la acción política o de la legislación cambiar o de alguna manera condicionar el pensamiento de otra persona. Como hombres somos libres. Nuestra libertad implica que tenemos un derecho hipotético de adquirir cualquier cosa en el mundo de la naturaleza que seamos capaces de adquirir.No solamente un individuo en particular, sino todos los individuos tienen el derecho de adquirir posesiones. Es la expresión de su libertad. Debe, empero, evitarse la colisión entre la libertad de un individuo y la de los otros. De otro modo sería un caos y conflicto constante. Consecuentemente, la libertad de cada individuo debe ser regulada de una manera universalmente obligatoria. Así, la libertad externa es libertad respecto de cualquier constricción, excepto la coerción de la ley, una libertad que permite a cada individuo perseguir sus propios fines, cualesquiera que sean, con tal de que esta búsqueda deje a todos los otros el mismo tipo de libertad.Los derechos adquiridos no nos pertenecen, sin embargo, meramente en virtud de nuestra humanidad. Pueden ser regulados o incluso cercenados por la ley. El acto de adquisición establece el derecho de propiedad. No necesariamente significa posesión física, sino más bien, una posesión inteligible o nouménica independiente del tiempo. A fin de distinguir mi posesión de la de los otros, es preciso que la elección de los otros esté de acuerdo con la mía. Esta condición sólo es posible bajo una ley que regule las posesiones. Pero semejante ley no es posible en un estado de naturaleza, sólo en una sociedad civil. A partir del principio de que todos tienen derecho a adquirir posesiones exteriores, surge la obligación de que cada uno actúe de manera tal que todos sean capaces de adquirir el “su” exterior (o sus posesiones exteriores). Esto equivale, a su vez, a una obligación a la sociedad civil toda, para llegar a ser un miembro del estado. O, en otras palabras, cuando surge un conflicto a propósito de posesiones exteriores, como inevitablemente ocurre, existe un derecho para obligar a la otra persona a entrar a la sociedad civil.Al establecer este punto de vista sobre el derecho, nuevamente no le preocupa a Kant delinear el contenido de las relaciones entre los individuos (i.e. los fines que desean o que deben desear), sino solamente la forma. Lo que interesa es el acuerdo que establece que las acciones libres de un individuo “pueden reconciliarse con la libertad del otro en concordancia con una ley universal”.[59]Puede deducirse de esta conclusión el principio universal del derecho. Dice así: “Toda acción que por sí misma o por su máxima permite que la libertad de la voluntad de cada individuo coexista con la libertad de cualquier otro de acuerdo con una ley universal es correcta (right)”. Este principio universal del derecho impone por encima de nosotros una obligación, pero no espera, ni menos aun exige, que actuemos de acuerdo con él. Nos dice simplemente que si la libertad debe ser restringida de acuerdo con el derecho y que si la justicia ha de prevalecer, debe hacerse de acuerdo con este principio universal del derecho. Restringir la libertad de este modo no lleva a interferir en la libertad de un individuo, sino que meramente establece la condición de esta libertad externa.El principio universal del derecho es básicamente sólo una aplicación del principio universal de la moralidad, formulado en el Imperativo Categórico, a la esfera de la ley, y por lo tanto también a la esfera de la política.[60] Pero dado que es moralmente necesario realizar la libertad exterior, podemos ser compelidos por otros a cumplir

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nuestro deber de entrar en la sociedad civil. Pero no tenemos que volvernos mejores moralmente para ingresar a ella, ya que el problema político debe poder ser resuelto no sólo por hombres buenos, sino inclusive por “una nación de demonios (mientras que tengan entendimiento)”.[61]Restringir la libertad fuera de las bases del principio universal del derecho está mal. No solamente es incorrecto, sino que además llevará a conflicto, y es así autodestructivo. Aquel que restringe la libertad de otra manera, i.e. arbitrariamente, viola la libertad de otro y abusa de la propia. Usar la coacción contra alguien que viola la libertad de otro es, sin embargo, correcto. El principio del derecho implica analíticamente la autorización de usar la coerción por medio de, o sobre la base de, la ley contra cualquiera que viole ilegítimamente la libertad.Si este principio es aplicado a la política, es necesario que se establezca: “Una constitución que permita la mayor libertad humana posible de acuerdo con leyes que aseguren que la libertad de cada uno puede coexistir con la libertad de todos los demás”.[62] Kant elabora este principio al afirmar que es “una idea necesaria que debe constituir la base no sólo de la primera línea de una constitución política, sino también de todas las leyes”.[63] Este principio fundamental podría llamarse, análogamente, el principio universal del derecho político, aunque Kant mismo no usa este término en la Crítica de la Razón Pura, en donde lo discute.A partir de estos principios elementales, se siguen todos los otros principios kantianos de la política —la perspectiva de Kant deja también en claro que, para él, el problema filosófico de la política es virtualmente el de Hobbes, i.e. la transición desde un estado de guerra a un estado de paz y seguridad.[64] Pero la solución de Kant es diferente.¿Qué otros principios que deban gobernar las relaciones exteriores entre los hombres formuló Kant? Un estado es una unión o un grupo de hombres bajo leyes.[65]dado que las leyes deben basarse en el principio según el cual debemos ser tratados como fines y no como medios, y dado que debemos ser considerados como legisladores de nuestras propias leyes, debería pedírsenos que consideráramos correctas (right) sólo aquellas leyes con las cuales acordaríamos o debíamos haber acordado si así se nos hubiera reclamado. “En tanto no es autocontradictorio decir que un pueblo entero puede acordar con una ley semejante, por muy dolorosa que parezca, entonces la ley está en armonía con el derecho”.[66] Un corolario importante de este principio es la necesidad de que todas las leyes sean leyes públicas. Cualquier legislación basada en una máxima que necesita publicidad para lograr su fin es justa.El soberano no solamente tiene derechos, tiene también deberes. Tiene, entonces, no solamente el derecho sino también el deber de obligar a sus súbditos al darles las leyes; es, empero, su deber (moral) tratar a sus súbditos como fines y no como medios. Kant no es enteramente claro en este punto. No es seguro si se refiere al soberano (legislatura) o al gobernante (ejecutivo). El soberano (de acuerdo con Kant) nunca puede equivocarse; [67] cualesquiera que sean las leyes, deben ser obedecidas. Pero la ley positiva que es dada todavía debe ser juzgada según el patrón hallado en los principios del derecho. El gobernante no puede ser juzgado por el soberano, pues si así fuera la legislatura usurparía el poder del ejecutivo o del judicial, lo cual es autocontradictorio, y por lo tanto, no correcto.El problema de la soberanía, de hecho, preocupó mucho a Kant, dado que vuelve una y otra vez sobre el tema en sus notas inéditas. Su discusión no deja de tener algunas contradicciones ocasionales, como podría esperarse de un filósofo que lidia con un problema que no ha resuelto de manera totalmente satisfactoria para él. La corriente de pensamiento de Kant que revelan estas notas deja, sin embargo, suficientemente claro que, según él, la soberanía reside o se origina en el pueblo,[68] que debe poseer poder

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legislativo.[69] Sin embargo, el monarca podría poseerla como un representante del pueblo en forma derivada. Con todo, Kant parece convencido de que si el monarca ha de ejercer su poder junto con los poderes ejecutivos, su gobierno es despótico.También es deber (moral) del soberano dar leyes justas e introducir reformas constitucionales, a fin de establecer una constitución republicana. (Se podría interpretar que el término “republicana” en los escritos de Kant representa lo que hoy en día se llama generalmente democracia parlamentaria, aunque no necesariamente tiene esta connotación.) Pero el súbdito no puede obligar al gobernante (o soberano) a ejercer estos deberes. No son deberes legales, sino morales del gobernante.Todo esto implica también que los hombres tienen derechos inalienables. En un estado de naturaleza, la guerra de todos contra todos puede prevalecer, pero en un estado en que los hombre viven bajo la ley es diferente. Los hombres son libres, iguales y autodependientes. Esta afirmación deriva de la idea de libertad. Porque si todos los individuos son libres, deben necesariamente serlo de igual manera, dado que la libertad de todos los individuos es absoluta y sólo puede ser universalmente y equitativamente restringida por la ley. Cada persona libre debe ser también autodependiente. La idea de libertad lleva a la autonomía personal, en la medida en que postula el poder del individuo de ejercer independientemente su voluntad, desembarazado de restricciones impropias.Kant comienza así su indagación sobre la política desde el punto de vista del individuo. Esta opinión refleja su énfasis en la necesidad del individuo libre de tomar decisiones, una opinión que había propuesto en sus escritos de ética. La libertad política del individuo puede entenderse, como hemos visto, sólo en términos de arreglos legales que garanticen la libertad de todos los individuos.Pero Kant plantea el problema político de manera negativa. No considera como el propósito de la política hacer feliz a la gente. La felicidad es subjetiva. Condena, entonces, fuertemente, el utilitarismo en política, así como objeta el utilitarismo en la ética pura. Este argumento, por supuesto, no significa que no desea que la gente sea feliz. Significa solamente que los acuerdos políticos no deberían organizarse en vistas a promover la felicidad, sino que deberían permitir que los hombres alcancen la felicidad a su manera. Deja así de lado todo despotismo benevolente como el practicado, y defendido en sus escritos sobre política, por Federico el Grande.En efecto, Kant percibe que es necesario que el gobernante dé leyes tales y actúe de tal manera que el súbdito no busque destruir el estado y echar abajo el sistema de leyes. Para este propósito, los hombres deben ser tratados como fines y no como medios. Una genuina paradoja, la paradoja de la libertad, parece levantarse. La libertad del hombre sólo puede salvaguardarse sometiéndose a la coerción, pues la ley supone coerción, y por lo tanto una transgresión de la libertad individual. Rousseau vio claramente esta paradoja cuando afirmó, al comienzo del Contrato Social: “El hombre nace libre y en todas partes está encadenado”.[70] Culpaba a la sociedad por este estado de cosas. Kant está de acuerdo con él al considerar que este acto de coerción es el resultado de la pertenencia del hombre a la sociedad civil, de su ciudadanía respecto del estado, pero resuelve la paradoja viéndola como una condición necesaria de la civilización. Recurre a la siguiente explicación. Somos libres sólo en cuanto, en un caso de conflicto de intereses, obedecemos a la ley con la que hubiéramos estado de acuerdo; i.e. solamente nos sometemos a la coerción que es ejercida legalmente, sobre la base de la ley pública dada por la autoridad soberana. El soberano debe, entonces, estar obligado a respetar las leyes que él ha dado. En este punto, Kant difiere de Hobbes, para quien el soberano está por encima de la ley; la ley es el mando del soberanos sobre el pueblo. El hombre, de acuerdo con Kant, preserva su libertad al seguir siendo su propio legislador. En

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principio, cada súbdito participa entonces de toda legislación como co-legislador, y el gobernante cuando legisla debe respetar este derecho de sus súbditos. La solución asegura la libertad y la seguridad de todos. La libertad política es así independencia de la coerción por parte de otra voluntad.Si la libertad es el primer derecho principal del un ciudadano en un estado, la igualdad es el segundo. Los hombres deben ser iguales ante la ley; la legislación no debe hacer excepciones ni tampoco debe administrarse la ley de manera de permitir excepciones. Kant ataca la herencia del privilegio feudal, un tema principal contemporáneo. También excluye en principio la esclavitud o cualquier status político inferior para un ciudadano. Pero piensa sólo en la igualdad política, y no considera la cuestión de la igualdad económica. No ignora, sin embargo, completamente los temas políticos. Afirma el derecho del hombre a su propiedad. Llega incluso más lejos: hace de la independencia económica un criterio para la participación activa en los asuntos políticos.El tercer derecho principal, independencia (o Selbständigkeit como lo llama Kant), requiere que cada ciudadano tenga derecho a participar en el gobierno. Debe hacerlo no de manera directa, sino indirecta por medio del ejercicio del voto. Cada ciudadano debe tener un voto, por grande que sea su estado. Ninguno debe, por estatuto, tener más poder legislativo que el que ha sido convenido por una ley relativa a la delegación del poder legislativo. Pero, si bien cada uno es libre e igual y debe disfrutar de la protección de la ley en estos respectos, no todos tienen el derecho de participar en la confección de la ley. Kant, juzgado por criterios modernos, parece desprenderse en este punto de su propio punto de vista ilustrado. Aunque en muchos sentidos estaba por delante de su tiempo, no lo estaba en todos los sentidos. Tal vez no deba sorprendernos que siga estando profundamente arraigado en las tradiciones del siglo XVIII. Puede ser el filósofo de las revoluciones americana y francesa, pero no deberíamos olvidar que la primera fue esencialmente una revolución de los terratenientes y la segunda una revolución de la burguesía. Así es que Kant, quizás comprensiblemente, diferencia entre hombres de independencia y aquellos que no tienen ninguna. Clasifica como ciudadanos activos a aquellos que son independientes, y a los que son dependientes como ciudadanos pasivos. Sólo los ciudadanos activos tienen derecho a votar y a legislar. Las mujeres están, por principio, descalificadas. Pero cualquier legislación debe ser promulgada y llevada adelante como si los ciudadanos pasivos también participaran, por cuanto tienen inherentemente el mismo derecho político que los ciudadanos activos. Los requerimientos de la independencia son, para él, en parte económicos. Un hombre no debe ser dependiente económicamente de ningún otro, como sirviente o como empleado, pues de otra manera no puede tomar parte libre e independientemente en la política. Ningún ciudadano autodependiente no corrompido por el crimen o la insanía puede abdicar el derecho de participar en la legislación. No puede renunciar a este derecho, aun cuando erróneamente encontrara aborrecible el espectáculo de la política y por debajo de su dignidad. Porque así como nadie tiene el derecho de mandar a otros excepto por medio de la ley pública ejecutada por el soberano, nadie puede tampoco despojarse de este derecho.Estos tres derechos de libertad, igualdad y autodependencia muestran que, en un estado adecuadamente organizado, los hombres pueden encontrar seguridad y justicia. Kant difiere de Rousseau, pues cree que el estado de naturaleza no es un estado de inocencia. Por lo tanto, el hombre no es corrompido por la sociedad; es, inversamente, civilizado por ella. Kant está más de acuerdo con Hobbes en que el estado de naturaleza es un estado de todos contra todos.Lo que, en consecuencia, se necesita es una voluntad de una a todos equitativamente, i.e. una voluntad colectivamente universal que sola pueda dar seguridad a todos y cada

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uno. Consecuentemente, cada uno debe restringir su libertad de manera de hacer posible el establecimiento de un poder supremo semejante y evitar la colisión con la libertad de otros. Kant, siguiendo la tradición de su época, usa la analogía del contrato social para explicar esta existencia del estado que gobierna a la gente por un sistema de ley civil. Para Kant, sin embargo, el contrato social no debe considerarse un hecho histórico. No deja muchas dudas sobre este punto. Cualquier concepción de este tipo estaría cargada de peligro, pues es probable que aliente a la desobediencia de, o inclusive a la rebelión activa contra, la ley predominante. El contrato social debe ser visto, en consecuencia, como una Idea práctica de la razón. (Una idea, para Kant, no se encuentra en la experiencia y no puede ser probada o refutada por la investigación científica, pero es un principio regulativo de la Razón bajo cuya luz puede la experiencia encontrar orden y unidad, aquello de lo que de otro modo carecería). Es una Idea práctica de la razón en la medida en que puede aplicarse al mundo de las cuestiones prácticas o de la experiencia, i.e. al mundo fenoménico; porque nos permite decir algo acerca del tipo de estado que debería existir, i.e. el estado que debe ser establecido de acuerdo con los principios del derecho. Entonces, el contrato social es un criterio de juicio político, pero no debería llevarnos hacia razones históricas con el propósito de sacar conclusiones prácticas. La Idea de que los hombres han hecho un contrato para establecer el estado significa, más bien, que han sido preparados para someter su propia voluntad personal en cuestiones externas a ellos a una voluntad universal. Esta voluntad universal o general es, por supuesto, la voluntad de la razón. No es la voluntad unida de todos, aun cuando esto pudiera darse de hecho, ni tampoco es la voluntad de la mayoría. Kant está nuevamente cerca de Rousseau, pero una vez más, allí donde Rousseau es ambiguo, Kant es decisivamente claro. Transfiere la concepción de la voluntad general, que debe ser encarnada por el gobierno, a una Idea de razón que habilita al gobierno a ejercer el poder de la acción política, a obligar a otros de acuerdo con la ley universal. Difiere radicalmente de Hobbes, quien dejó de lado la cuestión acerca de si el soberano podría hacer leyes justas o injustas como ilegítimas, dado que en opinión de Hobbes, no puede haber una vara moral que mida las leyes existentes.Para Kant, la Idea del contrato social implica también la necesidad de una constitución civil. Mientras que es necesario y obligatorio, como cree, establecer una constitución civil, es también el mayor problema práctico de la humanidad alcanzar este fin, pues sólo en una sociedad civil, administrando universalmente el derecho de acuerdo con la ley, puede existir la libertad. Sólo entonces la libertad de uno coexiste con la libertad de otros. Pero encontrar un gobierno justo que gobierne de acuerdo a una constitución justa, no es sencillo. Pues, ¿quién habrá de salvaguardar los derechos del individuo frente a la autoridad? ¿Quién velará por que se establezca una constitución justa y el gobierno actúe de acuerdo con los principios del derecho?¿No hay una solución perfecta al viejo problema quis custodiet ipsos custodes? Esto significa que “sólo una aproximación a la idea”[71] de una constitución justa y un gobierno justo nos es dada por la naturaleza.¿De acuerdo con qué principios, entonces, debería organizarse el gobierno de derecho, aun cuando nunca puedan alcanzarse acuerdos políticos completamente justos? Kant diferencia entre la forma republicana de gobierno, en la que el ejecutivo está separado del legislativo, y el despótico, en que no lo está.[72] El gobierno republicano es imposible en una democracia, pues una “democracia” es necesariamente despótica. Se establece un poder en donde todos mandan. Quiere decir que todos toman decisiones acerca de todo y también en contra de alguno que decide disentir del punto de vista prevaleciente de la mayoría. Sería de hecho una contradicción de la voluntad universal y la libertad.

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Sin embargo, el gobierno republicano es el gobierno correcto, de acuerdo al derecho. Una constitución republicana se establece de acuerdo con los principios del derecho, si se establecen poderes independientes entre sí. En primer lugar, está el soberano, en la persona del legislador que representa la voluntad del pueblo unida (o general), la cual en teoría es la voluntad de la razón. El gobernante o regente, i.e. el gobierno o el ejecutivo, no puede ser el legislador. Por último, ni el legislador ni el gobernante, pueden ser el poder judicial. Para interpretar la ley y para hacer juicios individuales, se requiere una justicia individual. Para esta función, debe ser nombrada una representación individual del pueblo —una corte de ley o un jurado.El poder legislativo soberano, de acuerdo con Kant, debe concederse al pueblo. Establece también que, en la práctica, sólo es posible una aproximación a la idea. Lo máximo que podemos esperar es que este poder sea ejercido indirectamente por representantes del pueblo.[73] No se puede esperar que todos dicten leyes y estén de acuerdo con la legislación. Todo lo que se puede alcanzar es aparentemente una asamblea representativa que legisle para todos. Se debe esperar que el pueblo como un todo esté de acuerdo con este procedimiento y acepte la legislación. Por supuesto, están limitados por ella.Kant no especifica en detalle cómo deben los representantes del pueblo ejercer su poder, ni dice tampoco de acuerdo con qué principio deben ser elegidos. No aboga por la regla de la mayoría y tampoco ciertamente por su poder ilimitado para legislar, que habría parecido a Kant sólo como otra forma de la voluntad arbitraria en acción. Establece, sin embargo, explícitamente que todos deberían cooperar para dar leyes[74] y que la legislación habría de surgir de la voluntad unida de todos.[75] Pero critica la práctica constitucional predominante durante el siglo XVIII en Inglaterra.[76] La monarquía constitucional de los ingleses le parecía meramente un legado destinado a cubrir una regla autocrática. Advierte que el peligro de que un monarca llegue a ser un déspota es particularmente grande, porque un hombre es más tentado más fácilmente para convertirse en tirano. Pero afirma también que allí donde el gobierno está en el número más pequeño de personas y la representación es la más amplia, se asegurará más fácilmente la regla republicana. Parece inclusive preferir la monarquía a la aristocracia. Aunque en este punto es algo oscuro. Con todo, la línea general del argumento es clara; su uso del término “republicano” nos muestra que es básicamente antimonárquico. Y porque conocía los peligros de un hombre que abusa de su poder, Kant, como Rousseau no creía que la voluntad unida de todos podría estar bien representada por un hombre. Tampoco puede haber dudas sobre su alegato fundamental a favor de la separación de poderes y su convicción de que la autoridad soberana debe descansar en el pueblo o en sus representantes. Y es igualmente claro en su reclamo de que el soberano no debe poseer ninguna propiedad privada, de manera que sea incapaz tanto de ejercer el poder privado o de ser afectado por intereses privados.El elemento fundamental de cualquier constitución republicana es, sin embargo, el respeto a la ley. Los súbditos tanto como el gobernante y el soberano deben poseer este respeto. En última instancia se espera que el súbdito respete aquellas leyes de cuya formulación ha participado como co-legislador. Pero el súbdito o ciudadano no debe rebelarse contra las leyes que ha dictado el soberano, ni tampoco contra el regente que las aplica, ya sea que le gusten las leyes o las apruebe, o que no. Esta actitud es quizás sorprendente, especialmente si consideramos la actitud de Kant frente a la revolución francesa.[77] De la concepción general de Kant de la supremacía de la ley, según la cual rebelarse contra el poder supremo equivaldría a desconsiderar o inclusive echar abajo la ley. Esto es malo. Kant es más abierto sobre este punto.Sin embargo, su simpatía hacia la revolución francesa complicó su argumento.[78]

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Trata de dar estatuto legal a la revolución diciendo que no fue de hecho para nada una revolución en el sentido legal, pues el rey había entregado su poder al Tercer Estado. Esto es dudoso, aunque se admite que Louis XVI había abandonado la monarquía absoluta cuando llamó a los Estados Generales.[79] Con todo, se puede dudar de que renunciara al poder soberano. El argumento de Kant sobre este punto sigue siendo controvertido, cuanto menos, y no convence demasiado.Kant no es en absoluto ambiguo en lo que se refiere a la rebelión. El pueblo no puede tener derecho a rebelarse. No puede haber ningún poder que determine qué constituye el derecho a rebelarse. La rebelión trastornaría todo el sistema legal. Crearía anarquía y violencia, también destruiría la constitución civil que requiere la idea de contrato social. Pues si una constitución contuviera un artículo que permitiera a las personas rebelarse o deponer al soberano, se establecería un segundo soberano. Este acontecimiento constituye una contradicción. De hecho, requeriría un soberano posterior, un tercero que decidiera entre los dos, lo cual es absurdo. En consecuencia, no puede haber en una constitución una cláusula que de a alguien el derecho a resistir o rebelarse contra la autoridad suprema.[80] La idea de la constitución civil debe ser sagrada e irresistible. Para derribar al soberano o al gobernante no solo es erróneo sino que no cumple con su objetivo, pues no produce una verdadera reforma del pensamiento.Pero una vez que la revolución ha tenido lugar, los intentos por deshacerla y reestablecer el viejo orden son igualmente erróneos, pues es el deber de los hombres obedecer como ciudadanos. Si un gobierno está recientemente establecido, como en Inglaterra en 1688, debe ser aceptado y obedecido. Por otra parte, no existe derecho de castigar al gobernante por actos cometidos como gobernante, pues los actos del gobernante, en principio, no están sujetos a castigo. El soberano no puede ser castigado por dictar leyes injustas o por cometer acciones políticas incorrectas, pues un intento semejante equivaldría a rebelión mientras está en el poder, y violaría el mismo principio luego de haber sido depuesto.El soberano tiene el derecho de destituir al gobernante, pero no tiene derecho a castigar al gobernante destituido por acciones cometidas como gobernante. La acción judicial contra, y el castigo de, el gobernante son peores que el asesinato de un tirano. De hecho, el castigo judicial del gobernante (soberano), como el regicidio de Carlos I o Luis XVI, es el peor crimen imaginable. Es una perversión de la Idea misma de ley.Sin embargo, Kant requiere del soberano que promueva un espíritu de libertad. Sólo si éste prevalece, es posible que los fines coercitivos del gobernante no sean frustrados. De hecho, los gobernantes son conscientes del deseo de libertad, pues ningún gobernante se atreve a decir que no reconoce derechos de algún tipo al pueblo, que éste debe su felicidad exclusivamente al gobierno y que cualquier reclamo de derechos de los súbditos contra su persona son una ofensa punible. Los gobernantes no se atreven a decir esto porque una declaración de este tipo haría que los ciudadanos se unieran en una protesta. Pero incluso cuando los ciudadanos concluyen que su felicidad podría serles quitada, no tienen derecho a rebelarse. La obediencia, sin embargo, no significa silencio. Lo que queda y debe quedar para el pueblo es el derecho a la crítica pública, i.e. no sólo libertad de prensa, sino el derecho de crítica abierta a los poderes. Siguiendo a Voltaire, Kant creía que la “libertad de la pluma es la única salvaguarda de los derechos del pueblo”.[81] Esto es equivalente a pedir una sociedad abierta, una sociedad que busca llevar adelante el gobierno y dictar leyes por un proceso de discusión racional libre.El derecho a criticar en público debe, en consecuencia, ser garantizado por la constitución republicana. Este derecho está restringido solamente por “el respeto y la devoción hacia la constitución existente”[82] del estado en la cual se lo ejerce.

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Moderar el derecho a la crítica pública con la cláusula según la cual se debería recurrir a él sólo si no se infringe el respeto por la constitución republicana, establece implícitamente el principio de los límites de la tolerancia. Este principio equivale a decir que todas las opiniones deben ser toleradas a condición de que sean opiniones que incluyan la tolerancia de las opiniones de otros. O, dicho de otro modo, sólo deben tolerarse aquellas opiniones que no aboguen por el derrocamiento de la constitución establecida de acuerdo con los principios del derecho. Por cuanto defender públicamente opiniones calculadas para echar abajo la constitución republicana equivale a reclamar la violación de los principios del derecho y, por lo tanto, la libertad de los otros. Consiguientemente, es legítimo diseñar leyes que restrinjan la libertad de pluma en este sentido, pero sólo en este sentido. Una ley semejante puede ser aplicable universalmente. Si, por otra parte, se aboga por la violación de la constitución republicana y de los principios del derecho y, así, de la libertad de los otros, una exigencia de este tipo no puede llegar a tener la forma de una ley universal. Pues si prevaleciera una violación semejante, se seguiría el caos y con él la erosión de todas las leyes. Una ley que permita la violación de la constitución y, por lo mismo, del sistema de leyes sería una ley que se contradice a sí misma, lo cual es absurdo. Debe quedar igualmente claro, sin embargo, que esta restricción es la única posible. Restringir en algún otro sentido la crítica pública equivaldría a violar los principios de derecho y de libertad. Y esta limitación de la crítica pública no debe construirse para significar que el gobierno tiene derecho a suprimir la crítica pública como tal, sino solamente la crítica pública que no tiene respeto por la constitución (i.e. la crítica que corresponde a abogar por, o involucra, la violación de la constitución republicana). Kant no establece los límites exactos más allá de los cuales no es legítimo criticar una constitución públicamente. La frase “respeto” no debería entenderse como queriendo decir que podría ser ilegítimo discutir los principios del derecho y su aplicación en la práctica de manera filosófica. Pero sugiere que, en principio, puede legislarse en contra de un ataque irrazonable y vigoroso a la constitución republicana y de cualquier intento por establecer una regla que no permita la crítica pública. Tales ataques no comportan respeto, mientras que sí lo hace una investigación filosófica sobre la constitución y los principios subyacentes.Lamentablemente, Kant no elabora este punto. Estaba mucho más preocupado por el problema de su época, por el establecimiento del derecho a la crítica pública frente al gobernante paternalista, que por los problemas de la moderna democracia liberal, por la necesidad de limitar este derecho y definir los límites de la tolerancia para evitar la destrucción de la libertad pública, por la excesiva liberalidad en la tolerancia de opiniones hostiles a la crítica pública libre y, por lo tanto, a la misma libertad. Los límites de la crítica pública son así las defensas que precisan ser erigidas contra aquellos que quieren destruirla, de cualquier lado que vengan; pero esta es la única frontera que requiere protección.[1] Orden de Federico Guillermo II, Rey de Prusia, del 1 de octubre de 1794; AA vii, 6; AA xi, 506 ss.[2] Carta al rey Federico Guillermo II, 12 de octubre de 1794; AA vii, 7-10, particularmente la p. 10; también AA xi, 508-11, especialmente p. 511; cf. también AA xii, 406 ss.[3] AA, vii, 7-10.[4] AA xii, 406.[5] Cf. Heine, Sämtliche Werke, ed. Ernst Elster, Leipzig y Viena, n.d., iv, 245; también, Karl Marx/Friederich Engels, Historisch-KristischeGesaumtausgabe (Frankfurt/Main, 1927), I, 254.

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[6] AA xx, 44.[7] Ibid., p.58.[8] Para arduas discusiones generales sobre la Ilustración cf. inter alia Ernst Cassirer, Die Philosophie der Aufklärung (Tubinga, 1932) [La filosofía de la Ilustración, México, FCE, 1943); Paul Hazard, La pensée européenne au XVIIIième siècle. De Montesquieu à Lessing, 3 vols. (Paris, 1946) ; Jack F. Lively (ed.), The Enlightnment (London, 1966); Fritz Valjavec, Geschichte der abendländischen Aufklärung (Viena, 1961).[9] Gotthold Ephraim Lessing, Werke (ed. Julius Petersen y Waldemar von Olshausen), Berlin, Leipzig, Viena, Stuttgart, n.d. xxiii, 58 ss.[10] AA viii, 35.[11] Cf. Elizabeth M. Wilkinson y L. A. Willoughby (ed. y trad.), Friederich Schiller, Sobre la educación estética del hombre, LXXIV.[12] Cf. Jacques Droz, L’Allemagne et la Révolution Française (París, 1949), pp. 154-71; G.P.Gooch, Germany and the French Revolution (Londres, 1920), pp. 160-182; Karl Vorländer, “Kants Stellung zur französischen Revolution”, Philosophische Abhandlungen Hermann Cohen gewimet (Berlin, 1912); para una discusión completa de la actitud de Kant frente a la Revolución Francesa.[13] Carta de Lessing a Friederich Nicolai, 25 de Agosto de 1769.[14] AA viii, 43-66, Rezensionen von J.G.Herders Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit, publicado por primera vez en Allgemeine Lieteraturzeitung, iv, N°. 271 (Jena, 1785).[15] Metakritik zur Kritik der reinen Vernunft (1799) (Johann Gottfried Herder, Sämtliche Werke, ed. B.Supham, Berlin, 1877-1913, xxi).[16] Para una visión general, cf. Alexander Gillies, Herder (Oxford, 1944); cf. también, H.B.Nisbet, Herder and the Philosophy and History of Science (Modern Humanities Research Association Dissertation Series, 3, Cambridge, 1970) para una completa presentación del enfoque de Herder de la ciencia.[17] Ver A. P. D’Entrèves, Natural Law (Londres y Nueva York, 1951); cf. también Otto von Gierke, Natural Law and The Theory of Society (ed. y trad. Ernest Barker), 2 vols. (Cambridge, 1934).[18] Cf. Ernst Cassirer, Rousseau, Kant, Goethe (History of Ideas Series, N°1) Princeton, N.J., 1945, para un penetrante estudio de la influencia de Rousseau en Kant.[19] G. Vlachos, La pensée politique de Kant. Métaphysique de l’ordre et dialectique du progrès (Paris, 1962), passim, sostiene que la teoría política de Kant favorece al estado contra el individuo. Lo llama estatista, No puedo aceptar esta interpretación.[20] Cf. Hans Reiss, Justus Möser und Wilhem von Humboldt. Konservative und liberale politische Ideen im Deutschland des 18 Jahrhunderts’, Politische Vierteljahresschrift, viii (1967).[21]Cf. Dieter Henrich, Introducción a Kant, Gentx, Rehberg. Über Theorie und Praxis (Frankfurt/Main, 1967).[22] Cf. La edición de Wilkinson — Willoughby de Schiller, Aesthetic Letters; cf. también H.S. Reiss, “The Concepts of the Aesthetic State in the Work of Schiller and Novalis”, Publications of the English Goethe Society, xxvi (1957).[23] Para una exposición del pensamiento político de Humboldt y referencias a otra literatura secundaria, ver Reiss, “Justus Möser und Wilhelm von Humboldt”, Politische Vierteljahresschrift, viii (1967).[24] El profundo análisis de las Cartas sobre la educación estética de Schiller realizado por Elizabeth M. Wilkinson y L.A. Willoughby apareció el año pasado (1967); cf. supra, p. 12, n.2.[25] El título exacto es Ideas hacia un intento por delinear los límites de la actividad del

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Estado (Ideen zu einen Versuch, die Grenzen der Wirksamkeit des Staates zu bestimmen).[26] Cf. Reiss, The Political Thought of the German Romantics (Oxford, 1955) y Politisches Denken in der Deutschen Romantik (Munich and Berne, 1966), para más escritos acerca de los pensadores políticos alemanes.[27] Cf. ibid.[28] ¿Qué significa orientarse en el pensamiento? (Was heißt: sich im Denken orientieren?) (1786); AA viii, 145.[29] Cf. F.M.Barnard, Herder’s Social and Political Thought: From Enlightenment to Nationalism (Oxford, 1965).[30] Of the Vocation of our Age for Legislation and Jurisprudence (Von Beruf unserer Zeit für Gesetzgebung und Rechtswissenschaft) (Heidelberg, 1814).[31] Cf. Jakob Friederich Fries, Vom deutschen Bund und deutscher Staarverfassung. Allgemeine staatsrechtliche Ansichten (Heidelberg, 1816); Politik oder philosophische Staatslehre (ed. E.F.Apelt) (Jena, 1848).[32] Cf. Leonard Nelson, System der philosophischen Rechtslehre (Leipzig, 1920), por ejemplo.[33] Cf. Karl R. Popper, The Open Society and its Enemmies, 2 vol. (Londres, 1952).[34] Cf. AA xix, 334; 445 ss. Estas entradas datan aproximadamente de 1766-8. cf. también Georges Vlachos, La pensée politique de Kant, pp. 20 ss., quien sostiene que podemos datar las reflexiones de Kant sobre la política sólo a partir de 1763.[35] AA iii, 247 f; AA iv, 201 f.[36] AA iv, 262 (prefacio a Prolegómenos a toda metafísica futura a la que pueda darse el status de ciencia).[37] Cf. Eric A. Blackall, The Emergence of German as a Literary Language, 1700-1775 (Cambridge 1959).[38] Heine, Sämtliche Werke, ed. Ernst Elster, iv, 251.[39] Ibid.[40] Ibid.[41] Ibid.[42] Cf. S. Morris Engel, “On the Composition of the Critique. A Brief Comment”, Ratio, iv (1964) para una discusión del estilo de Kant.[43] En la exposición que sigue, debo mucho al fino análisis de Stephan Körner en su Kant (Harmondsworth, Middlesex, 1955).[44] AA iv, 260.[45] Ibid. Pp.437.[46] Körner, Kant, p134.[47] AA iv, 428.[48] Ibid., p. 429.[49] Ibid., p. 438.[50] Ibid.[51] AA iv, 225.[52] Ibid., p. 205.[53] De acuerdo con Mary J.Gregor, Laws of Freedom (Oxforf, 1963)[54] Debo esta observación a Stephan Körner.[55] Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía (Über ein vermeintes Recht aus Menschenliebe zu lügen) (1797), AA viii, 429.[56] Ibid.[57] AA viii, 429.[58] John Ladd, introducción a Inmanuel Kant. The Metaphysical Elements of Justice

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(Indianapolis, New York and Kansas City, 1965), p. xviii[59] AA vi, 230.[60] Gregor, Laws of Freedom, p. 13.[61] AA viii, 366.[62] AA iii, 247; AA iv, 201.[63] AA iii, 247; AA iv, 201.[64] Cf. Pierre Hassner, “Situation de la philosophie polotique de Kant”, Annales de philosophie politique, IV (Paris, 1962), 77 ss.[65] AA, VI, 313.[66] AA VIII, 299.[67] Cf. por ejemplo AA XIX, 515 N° 7782; 566 N° 7965; 572, N° 7982.[68] Cf. AA XIX, 503 N° 7734.[69] Cf. Gierke, Natural Law and the Theory of Society, p. 153, quien sostiene que el principio de soberanía popular es para propósitos prácticos “una mera idea de razón”.Desde mi punto de vista, Gierke va demasiado lejos en su afirmación.[70] Jean-Jacques Rousseau, The Political Writings, II, ed. C.E.Vaughan (Cmbridge, 1915), II, 23: “L' homme est né libre, et partout il est dans les fers.”[71] AA VIII, 23.[72] Desafortunadamente, no siempre parece usar estos términos consistentemente. En efecto, hace la distinción sólo en los escritos tardíos, como la Paz Perpetua y La teoría del derecho público. Aun entonces, cuando habla del gobernante, parece algunas veces referirse a la asamblea legislativa soberana, pero en otras ocasiones parece referirse al gobierno ejecutivo, que en otras oportunidades es descrito meramente como un órgano del legislativo.[73] Cf. AA VI, 341.[74] AA VII, 90.[75] AA VI, 313.[76] Cf. AA VII, 90; AA XIX, 606.[77] Ver la lista de títulos en nota 12, para las discusiones sobre la actitud de Kant.[78] Cf. H.S.Reiss, “Kant and the Right of Rebellion”, Journal of the History of Ideas, XVII (1956), 179-92 para una discusión acerca de estas dificultades. [79] Cf. Alfred Cobban, en su History of Modern France (Londres 1962), I, 138, por ejemplo, quien escribe: “El llamado a los Estados Generales fue sin dudas un paso crítico, pues significó la abdicación de la monarquía absoluta”: cf. el comentario de Kant sobre este mismo tema en una de sus notas (AA XIX, 595, N°8055) donde amplía su argumento según el cual al llamar a los Estados Generales para pedir ayuda para resolver los problemas financieros de Francia, entregó de hecho su soberanía.[80] Existe, por supuesto, la posibilidad de resistencia pasiva o desobediencia al gobierno. Si bien Kant deja sin ambigüedades de lado la rebelión activa y afirma que no debiéramos razonar acerca de los orígenes del supremo poder con vistas a la acción, sugiere en su tratado La Religión dentro de los límites de la mera razón que la resistencia pasiva o desobediencia pasiva que no deja de lado los mandatos del gobierno puede ser legítima. Sostiene que el versículo “debemos obedecer a Dios más que a los hombres” (Acts v, 29) significa que cuando los hombre mandan lo que es malo en sí mismo, i.e. aquello que se opone directamente a la ley moral, no debemos obedecer (AA vi,99). Pero tampoco debería olvidarse en este contexto que este pasaje, así como uno similar del mismo tratado (AA vi, 154), no puede anular la hostilidad general de Kant contra el derecho de rebelión que necesariamente deja de lado la desobediencia civil.[81] AA VIII, 304.[82] Ibid.

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Étienne Tassin, Un mundo común. Por una cosmo-política de los conflictos, Cap. 6

Traducción para la Cátedra de Filosofía: Carolina VajlisRevisión: Francisco Naishtat

El derecho cosmopolítico y la democracia cosmopolita

La fragilidad de un mundo común en el contexto de una globalización acósmica nos conduce a considerar un doble riesgo, y a adoptar entonces una doble perspectiva. El riesgo es en primer lugar el de la desaparición de la preocupación política por un mundo común en beneficio de la singular explotación económica del planeta. Es también el de la destrucción de las condiciones políticas de una comunidad en beneficio de una única gestión económica de fuerzas acorde a relaciones de dominación y explotación propias de un modo de producción global. Es así que estamos expuestos a una doble renuncia: renuncia al mundo en tanto que mundo común; renuncia a la comunidad humana tal como es susceptible de desplegarse (y de la manera que esperamos que se despliegue) en el seno de sociedades políticas distintas desde el momento en que éstas se enmarcan en un mundo compartido.

De donde se sigue una doble perspectiva. En primer lugar, conviene preguntarse qué forma política puede adoptar una “mundialización” política. Está ahí la cuestión del derecho cosmopolítico, es decir, de la relación de los Estados, los pueblos y los ciudadanos entre ellos en la instauración de un mundo común. Es ésto lo que examinaremos en el transcurso de este capítulo. ¿Es concebible un derecho mundial que pueda asegurar una civilidad a escala planetaria y poner fin entonces a la violencia de los Estados, los pueblos y las comunidades entre ellos? En segundo lugar, ¿qué civilidad puede o debería desplegarse, no sólo entre los Estados sino también en el seno de cada uno de ellos, en la sociedad llamada civil, para contrarrestar los efectos deletéreos del mercado librado a sí mismo? Es ésto lo que consideraremos en el capítulo VIII, donde pasaremos de la consideración de las condiciones de una de una paz mundial a la de las condiciones de una paz social en el seno de cada Estado, a partir de la evaluación de las políticas nacionales en el contexto de la globalización económica. De este modo, se encontrará planteado el problema de la articulación entre política exterior y política interior en

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su relación con las divisiones sociales engendradas por la globalización de los mercados económicos, financieros y culturales.

Comencemos por preguntarnos sobre el sentido y las condiciones del cosmopolitismo hoy, partiendo de los análisis kantianos de Hacia la paz perpetua que determinaron la manera en la cual la política moderna ha concebido su orientación hacia el mundo. La pregunta kantiana es la siguiente: ¿Bajo qué condiciones una paz duradera entre los hombres es posible? Tratemos de evaluar esas condiciones, expresadas por Kant a fines del siglo XVIII y de confrontarlas con la situación contemporánea de la globalización, para medir su pertinencia u obsolescencia.

Procederé en cuatro pasos. Comenzaré por recordar brevemente el sentido y el desafío del análisis kantiano insistiendo sobre las distinciones conceptuales que el mismo convoca; luego, en un segundo paso, intentaré evaluar aquello que ha cambiado y cuáles son las nuevas condiciones para una paz mundial hoy, para, finalmente, en un tercer paso considerar las posibilidades de un derecho cosmpolítico hoy en día. Tomaré como hilo conductor la lectura de este problema propuesta por Habermas en su conferencia consagrada al texto de Kant con motivo de su bicentenario1. Pero también nos hará falta extraer los implícitos de tal lectura y, en un cuarto paso, examinar con cuidado las consideraciones de la idea de una democracia cosmopolita que intentaría crear institucionalmente las condiciones para un derecho cosmopolítico.

I. El sentido y el desafío del análisis kantiano de una paz mundial

Después del ensayo del abad de Saint-Pierre (1713) y de los comentarios que sobre el mismo que ha hecho Rousseau, el Hacia la paz perpetua de Kant (1795) inscribe la cuestión de la paz en el horizonte de un mundo común. Su análisis viene a considerar el paso del derecho estatal (derecho nacional) al derecho de gentes (derecho internacional) para distinguir a ambos del establecimiento de un derecho de ciudadanos del mundo (derecho cosmopolítico). El análisis reposa sobre una idea fuerte: el orden republicano de un Estado de derecho exige no sólo la regulación de las relaciones internacionales (derecho de gentes) sino también el establecimiento de un orden jurídico global, cosmopolítico, que uniría a los pueblos, incluyendo a los individuos como conciudadanos de un mismo mundo y suprimiría de este modo las guerras. Kant considera el ideal de la adecuación entre la totalidad de los legisladores y la totalidad de los sujetos –situación ideal del principio de autolegislación que jamás se ha realizado concretamente en un Estado- como la norma de toda Constitución susceptible de erradicar definitivamente la guerra. Solamente la autolegislación, extendida a la totalidad de los pueblos, garantiza la paz mundial.

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Es en principio a una serie de distinciones que esta comprensión del problema nos invita: distinción entre un tratado de paz y una alianza de paz, entre el derecho de gentes y el derecho comsmopolítico, entre una alianza de pueblos y un Estado mundial.La primera distinción viene a diferenciar el acto a través del cual se pone fin a una guerra (tratado de paz) de aquel a través del cual se pretende poner fin a toda guerra (alianza de paz). El primero constituye un armisticio, un cese de las hostilidades entre dos Estados beligerantes. Pero el fin de la guerra no es el comienzo de la paz. Si la abolición de las violencias que destruyen a los pueblos es un fin negativo, buscado en un determinado momento de las hostilidades, por los Estados en guerra; el establecimiento de la paz es un fin positivo que supone una verdadera cultura de la paz. Ahora bien, ésta exige dos cosas: una disposición moral a través de la cual la paz es reconocida como un fin en sí mismo; un hábito social que hacia la misma nos incline sensiblemente y constantemente, que podríamos llamar la civilidad, o, en los términos de Kant, la sociabilidad, que sanciona la insociabilidad guerrera de la cual es como una derivación.Hace falta sin embargo señalar, como lo sugiere Habermas, que la reflexión kantiana presupone una concepción clásica de la guerra como enfrentamiento entre Estados soberanos según la cual no podría haber guerra criminal en sí misma. La guerra es entendida como guerra militar, regulada por parte del derecho de gentes. Kant ignora la guerra moderna que podemos describir como una guerra contra el civil1. La paradoja de las guerras modernas es en efecto que la guerra ahí esta hecha contra los civiles (y al civil) y no ya a los ejércitos, como si toda guerra deviniera de ese hecho en una “guerra civil”, según un extraño oxímoron, si es verdad que la civilidad es precisamente aquella que puede hacer recular la guerra y la única cosa que puede remediarla. En este sentido, la guerra moderna es una guerra “total” que no deja por principio ninguna salida posible a la paz ya que la misma aspira menos a obtener una victoria sobre el enemigo, que a hacerlo desaparecer en tanto que pueblo o sociedad, es decir, a matar en ella toda sociabilidad, toda civilidad. Decimos que es “civil” no sólo aquel que se muestra respetuoso de los otros y de sus costumbres, sino que también aquel que no es ni “religioso” ni “militar”. La civilidad señala así una doble disposición: a diferencia de la fidelidad dogmática, ella implica la aceptación de la contradicción (de la herejía en sentido propio, es decir de la crítica): es civil aquel que no regula su conducta bajo una obediencia indiscutible a una autoridad que trascienda la razón humana); a diferencia de la creencia en el poder armado, implica la renuncia a la fuerza, frente a la cual prefiere las situaciones de negociación y de concesiones razonables. En este sentido, la civilidad es efectivamente una cultura de la paz social. Ahora bien, si la guerra clásica entre Estados soberanos obedece aún al derecho de gentes (a la convención de Ginebra en lo que concierne a nuestra época), ella respeta fundamentalmente una cierta civilidad en las relaciones humanas. Inversamente, la guerra contemporánea se revela como una guerra a

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la civilidad misma: no solamente contradice las reglas de la guerra sino que destruye sistemáticamente las condiciones de una paz posible entre los beligerantes, ya que no reconoce el título de beligerantes a los civiles contra los cuales la misma ejerce su fuerza destructiva. No es más que violencia bruta, como lo han demostrado ciertos aspectos de la guerra de Vietnam o de Bosnia-Herzegovina. Así se encuentra radicalmente contradicho este principio enunciado por Kant en Hacia la paz perpetua según el cual “no debe permitirse, en una guerra, hostilidades que harían forzosamente imposible la confianza mutua en la paz futura”1.Esta primera distinción invita a una segunda entre el jus gentium y el jus cosmopoliticum. El derecho de gentes corresponde al derecho internacional que regla las relaciones de los Estados soberanos entre ellos. El mismo tiene, como dice Habermas, un valor perentorio. El derecho cosmopolítico corresponde a las relaciones que unen a los individuos entre ellos desde el momento en que son considerados como ciudadanos de un mundo común. Este derecho, mundial y ya no internacional, supone poner fin al estado de naturaleza entre los Estados, colocando a los individuos en la posición de ciudadanos del mundo y ya no sólo en la de ciudadanos de tal o cual Estado, invitándolos así a una sociabilidad o a una civilidad propiamente mundiales, y ya no sólo simplemente estatal o nacional. Es por eso que Kant recurre a una analogía con la salida del estado de naturaleza de los individuos que entran en sociedad bajo la autoridad del poder público instituido a fin de sustituir los conflictos naturales por una paz civil. Esta analogía, sin embargo, nos expone a una verdadera dificultad: del mismo modo que un poder público que ejerce una coerción legítima al interior del Estado permite obtener la obediencia de los sujetos, deberíamos nosotros concebir un “Estado universal de los pueblos a cuyo poder deberían obedecer los Estados particulares”1. Pero este Estado universal, o Estado mundial, supondría una fidelidad común tanto de los Estados como de los ciudadanos a una instancia suprema, detentora, a nivel mundial, de la coerción legítima en la totalidad del territorio (el planeta) y de su población (toda la humanidad). Esta fidelidad universal a un poder único es inconcebible y en absoluto deseable; conduciría “al más espantoso despotismo”2.La misma exige entonces una tercera distinción, que hemos evocado en el capítulo anterior, entre la idea de un Estado de los pueblos o una República universal, y la de una alianza de pueblos. Si la primera es imposible y no deseable; la segunda, es posible y deseable. Ésta presenta la idea de una federación de Estados libres que en sus relaciones recíprocas renuncian a emplear los medios de la guerra pero conservan sin embargo su total soberanía, siendo cada uno de ellos libre de definir por sí mismo sus propias competencias. Sin embargo, esta alianza sería inconsistente si no fuera perenne. Hace falta entonces, concebirla como una “alianza permanente y libre”1 de los pueblos. La misma no reposa en un contrato social entre Estados, sino sobre un juego de alianzas que toma la forma de un “congreso permanente de Estados”2. Esta instancia no está evidentemente

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desprovista de ambigüedades: si fuera una alianza (o un congreso), ¿cómo podría la misma ser permanente? Si fuera una federación, ¿cómo se negociaría la soberanía entre la potencia federal y los poderes estatales? Podemos juzgar, como lo hace Habermas, a esta construcción de contradictoria: pues, a diferencia de una confederación, un congreso o una alianza son revocables en todo momento. Y Kant no indica tampoco cómo ese congreso podría funcionar, cortar los conflictos internacionales o dar justicia a los ciudadanos, sin un dispositivo de obligación jurídica del tipo de una constitución común. La contradicción se despliega entre el carácter revocable de la alianza, que parece ser necesaria para preservar la cláusula de soberanía de los Estados; y el carácter obligatorio de la confederación, que parece ser requerido para lograr que los Estados soberanos subordinen su razón de Estado a la razón común, y recurran entonces a procedimientos judiciales más que a recursos violentos. Pero esta obligación no podría estar de ninguna manera fundada jurídicamente. La misma reposa por completo sobre una disposición moral, que podemos pensar razonablemente que es insuficiente para garantizar la paz mundial.Se encuentra así planteado el problema del fundamento de un derecho cosmopolítico. Una alianza permanente de pueblos exige una Constitución. Ahora bien, aquella apela a las disposiciones morales de quienes a la misma adhieren. Y estas disposiciones morales no son adquiridas. La situación es entonces insoluble. Por un lado, faltan las disposiciones morales requeridas para que un derecho cosmopolítico sea encarable de manera real; por otro lado, no es concebible renunciar a la soberanía de los Estados en beneficio de un Estado mundial. Esta situación no podría para Kant ser superada más que por la concordancia entre la política y la moral, la cual sólo es encarable como horizonte de un “plan oculto de la naturaleza”. Kant debe desarrollar una filosofía de la historia reintroduciendo una teleología para darse las condiciones de posibilidad de esta concordancia, no como un hecho, no como un simple deseo sino como un fin hacia el cual la humanidad tiende efectivamente. Desde esta perspectiva histórica, la alianza de los pueblos est posible en razón de tres condiciones que, a fines del siglo XVIII, para Kant parecen tener que confirmarse: 1) el carácter pacífico de las repúblicas; 2) la virtud socializadora del comercio internacional; 3) la función reguladora del espacio público político. Queda por evaluar si estas tres condiciones han sido o no consolidadas por los desarrollos de la historia mundial en el transcurso de los dos últimos siglos.

II. El derecho cosmopolítico frente a la mundialización

¿Qué ha ocurrido con estas tres condiciones que Kant veía como favorables para la institución de un derecho cosompolítico sostenido por una alianza permanente de los pueblos? Las mismas parecen por un lado desaprobadas por la historia; pero también parecen, por otro lado, encontrar otras formas de actualización en nombre de las cuales, sugiere Habermas, la causa kantiana de un derecho

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cosmopolítico no podría ser tomada por inválida. Consideremos cada una de estas condiciones en vista de las grandes tendencias de la historia moderna.

1. El carácter pacífico de las Constituciones republicanas

Kant sostiene que las constituciones republicanas hacen posibles las relaciones internacionales no belicosas. ¿Por qué? Porque los ciudadanos están asociados, en virtud del principio de autolegislación, al derecho de decidir la guerra. Ahora bien, los mismos no quieren precipitar su pérdida a través de guerras destructivas. El argumento kantiano, como lo subraya a su manera Habermas, se apoya sobre la convicción de que las virtudes cívicas del republicanismo prevalecen sobre los atractivos patrióticos del nacionalismo. Lo que Kant considera, se podría decir, es que un civismo de la cosa pública tiende a predominar sobre el sentimiento nacionalista. Ahora bien, Kant no puede prever, en 1795, en el corazón de la experiencia de la Revolución Francesa, que el Estado-Nacion que se fortalecerá en el siglo XIX en Europa, terminará por hacer prevalecer la nacionalidad sobre la ciudadanía. Es en efecto en nombre de la soberanía nacional y del honor de la patria que las guerras son en su mayoría iniciadas. Así, el argumento kantiano se encontraría recusado por la escalada del sentimiento nacional como principio de identidad política desde el siglo XVIII.Sin embargo, Habermas remarca que hace falta también diferenciar dos elementos inherentes al desarrollo de las sociedades democráticas (de Constitución republicana). Por una parte, es sin dudas innegable que los Estados democráticos emprenden tantas guerras como los Estados autoritarios, cualesquiera que sean. Pero, por otra parte, estos Estados democráticos son menos belicosos en su comportamiento: las guerras “democráticas” no tienen el mismo carácter que las guerras emprendidas por los regímenes autoritarios. Aquellas no recurren a medios no democráticos, es decir inaceptables para ciudadanos preocupados por el civismo y por el carácter civil de las conductas. Las guerras “democráticas”, enmarcadas por los derechos del hombre, tenderían a minimizar las brutalidades que, en tiempos de guerra, debilitan la confianza que se espera de los beligerantes en tiempos de paz. Si es innegable, concretamente, que los horrores perpetrados en Bosnia por las milicias serbias o croatas no podrían ser avalados por los responsables políticos y militares de un Estado democrático, nos hace falta sin embargo moderar la observación habermasiana, reconociendo que los medios a los cuales los Estados democráticos como los Estados Unidos o Francia han recurrido durante las guerras de Vietman o Argelia contradicen la civilidad supuesta en los enfrentamientos.

2. La virtud socializadora del comercio internacional

“El espíritu de comercio, que se apodera tarde o temprano de cada Nación, escribe Kant, [...] es incompatible con la guerra”1. Kant no

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hace más que desarrollar la idea, común en el siglo XVIII y aún en el transcurso de una parte del siglo XIX, de que los intercambios comerciales terminan por constituir un mercado mundial que aprovecha el interés económico de cada pueblo para garantizar las relaciones pacíficas entre los Estados. El argumento había sido avanzado por Montesquieu, quien loaba la humanidad del comercio y de las finanzas que los Modernos habían sabido sustituir frente a la austera virtud de los Antiguos2; es retomado por B. Constant quien invoca el desarrollo del comercio internacional como factor de eliminación de los conflictos, al cual está asociado el florecimiento de las libertades individuales modernas3.Que al desarrollo del comercio estén asociadas también la radicalización de los conflictos de clase engendrados por el capitalismo el interior de la sociedad, o, en el exterior, el imperialismo belicoso que resulta de la industrialización salvaje de las sociedades liberales, y del cual, los colonialismos británico o francés fueron un ejemplo aterrorizador; Kant no puede más que ignorarlo.Pero la insociabilidad consecutiva al el modo de producción capitalista no contradice totalmente la esperanza kantiana de una virtud socializadora del comercio. Es eso que sugiere nuevamente Habermas cuando subraya que, en el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, “la economización de la política internacional” (D. Senghaar) ha tendido a disminuir los riesgos de conflictos militares entre las grandes potencias. Pero esta “paz” entre las grandes potencias se ha acompañado de un recrudecimiento de los conflictos locales, particularmente sensible, como sabemos, desde el derrumbe del imperio soviético y de la Federación yugoslava. Lejos de acarrear una socialización liberal; el acceso, si bien es relativo, de los antiguos Estados de la URSS o de la Federación yugoslava al mercado internacional ha tenido sobre todo por consecuencia el desarrollo de organizaciones mafiosas, la instrumentalización del integrismo religioso, la apropiación privada de los recursos locales, la especulación financiera y su cortejo de insociabilidad e incivilidad: pauperización, fragmentación social, conflictos comunitarios, delincuencias de todo tipo: de la prostitución a tráficos de mercancías, armas, bienes, personas u órganos, etc.La globalización económica produce, volveremos a ésto en el capítulo siguiente, dos efectos notables sobre los Estados-nación tradicionales. Disminuye la capacidad de los gobiernos nacionales para controlar las condiciones de producción y por ende de mantener luego los niveles de vida; deshace la distinción clásica sobre la que reposa la soberanía de los Estados entre política interior y política exterior. Por esa razón, podríamos decir que aquella no elimina automáticamente los conflictos armados, sino que los disuade por el entrelazamiento complejo de intereses económicos que ya no coinciden con los intereses nacionales. No sustituye una guerra política o militar por una guerra económica, pero desplaza las líneas de fractura. Si la desigualdad entre los países del Norte y los países del Sur tiende a disminuir bajo el efecto de la globalización del mercado, tiende por el contrario a aumentar al interior de los Estados; la globalización

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acarrea con ella una desigualdad acrecentada, una fragilización de los sistemas de protección social, de garantía del trabajo, etc.1.

3. La función reguladora del espacio público político

Kant ha indicado desde 1784 cómo el uso público de la razón en el seno de un espacio público políticamente garantizado por una Constitución republicana eleva la responsabilidad de los ciudadanos, sometiendo su juicio y sus decisiones a un juego de argumentación crítica que los racionaliza. Habermas ha construido de manera normativa la noción de un espacio público político racional que permite el ejercicio de un control de las políticas gubernamentales sobre la base de los análisis kantianos. Pero también ha indicado los efectos del cambio de naturaleza de este espacio público en el transcurso del siglo XIX, y más aún en el siglo XX con la generalización de los intercambios telemáticos. Las virtudes que Kant atribuía al espacio público se han en parte evaporado. Que el espacio público haya cambiado de naturaleza no significa que estas virtudes hayan desaparecido. El espacio público democrático de las sociedades modernas ya no obedece a las reglas que podíamos establecer sobre la base de los análisis kantianos. Kant concebía un espacio público literario en el cual la virtud crítica dependía de la discursividad propia de la escritura; el espacio mediático moderno es, a la vez, visual y virtual, y de alguna manera privado de contenido discursivo y crítico. La idea de que la conciencia de un derecho cosmopolítico es portada y facilitada por este espacio público crítico llevado a extenderse a la totalidad del globo, se encuentra debilitada, si no discutida.Hace falta, aún, esperar a la segunda mitad del siglo XX para que la potencia mediática confirme su dimensión planetaria. Mc Luhan indicaba desde 1968 que la guerra de Vietnam fue la primera en tener una difusión en tiempo real; hemos visto desde la instrumentalización que se ha hecho de la televisión en la guerra del Golfo, el desembarco de los GI en Somalía, la invasión a Irak, etc., pero también el momento de la difusión mundial de las cumbres “mundiales” de Río, El Cairo, Copenhague, Berlín, Kyoto o Québec, y la puesta en escena de los foros de Davos y de Puerto Alegre. Sin embargo, estamos lejos de poder hablar de un espacio público planetario. A falta de un espacio público crítico organizado y garantizado institucionalmente, debemos de todos modos reconocer la emergencia de una conciencia de las responsabilidades mundiales, ella misma mundial. El surgimiento en una escena mundial de una conciencia mundial invita entonces a plantear las preguntas sobre una cultura política mundial convergente más allá de las culturas nacionales, de una civilidad mundial más allá de las sociedades civiles particulares, y de un civismo cosmopolítico más allá de las fronteras estatales.Aunque esté aún lejos de formar una cultura ético-política, que a lo mejor jamás dará a luz, esta conciencia mundial se enraiza sin embargo en una motivación negativa a los efectos cohesivos

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demasiado poderosos. Es en efecto una conciencia de los riesgos expuestos a nivel planetario. La globalización de los riesgos suscita una comunidad involuntaria, fundada en el sentimiento fuertemente padecido por todos frente a los peligros a los cuales estamos expuestos, aun cuando sea en proporciones diversas. Que esta conciencia es impotente para orientar la voluntad de los gobiernos, todo lo confirma, como lo demuestra por ejemplo la política del presidente Bush. Falta que una conciencia mundial tienda a afirmarse, de otra manera y de un modo distinto que los diferentes internacionalismos promovidos por las ideologías y las organizaciones revolucionarias que el siglo XX ha conocido. La alter-mundialización se adapta a las formas de la mundialización.Como lo sugiere Habermas, esta cultura política mundial portada por una conciencia de los riesgos está sin embargo nutrida de los acontecimientos propios del siglo XX. Con la Primera Guerra Mundial, las sociedades europeas fueron confrontadas a los horrores de una guerra que excedía por primera vez los límites del enfrentamiento armado clásico, y que movilizó al mundo entero. Con la Segunda Guerra Mundial, las sociedades fueron confrontadas a los crímenes de masa de una guerra total que marcaban la ruptura con la “civilización”. Las dos guerras precipitaron el pasaje de un derecho internacional a un derecho cosmopolítico, cuyas etapas fueron la creación de la SDN, la proscripción de la guerra con el pacto Briand-Kellogg, recalificada en crímenes contra la humanidad en Nuremberg. La guerra era de ese modo acusada ella misma como crimen. Nosotros habríamos entrado, según Habermas, en una fase de transición entre el derecho internacional y el derecho cosmpolítico, la cual se distingue por dos rasgos que parecen dar la razón a Kant, y un tercero que se aleja de sus exigencias.En primer lugar, las relaciones internacionales, relaciones externas de Estado con Estado están, a través de la ONU, reguladas por una relación interna entre los miembros de la organización, relación fundada en un reglamento y sometida a una carta que, a la vez, garantiza y limita la soberanía de los Estados particulares. La internalización de las relaciones entre los Estados tiende a transponer los conflictos, de acuerdo a las distinciones que habíamos establecido, del registro de la guerra (polemos) frente a aquel de la discordia (stasis). Desde luego, esta transposición es en parte simbólica ya que no concierne a los pueblos sino a sus embajadores. Aquella indica sin embargo que una misma preocupación anima a los pueblos y a sus gobiernos, dando así manifestaciones de una “comunidad” efectiva aunque no tematizada, e icluso denegada. En segundo lugar, el derecho cosmopolítico, que se dirige a los sujetos de derecho entendidos como ciudadanos del mundo independientemente de su reconocimiento exclusivo como ciudadanos de un Estado, tiende a imponerse en relación al derecho internacional. Desde la carta de 1945 y la Declaración universal de los derechos del hombre en 1948, las Naciones Unidas no confían más la protección de los derechos del hombre solamente a los Estados: aquellas disponen de instrumentos propios para constatar las

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violaciones a esos derechos y sancionarlas (como el tribunal de Nuremberg o el tribunal internacional de La Haya, la Corte Penal Internacional, etc.). Este cambio de referencia en la invocación a una norma de derecho que concierne a los ciudadanos del mundo, y no al derecho estatal, no debe ser subestimado teniendo en cuenta la ausencia de una potencia ejecutiva capaz de asegurar el respeto a la Declaración universal de los derechos sin recurrir a los Estados. En tercer lugar, y contrariamente a eso que encaraba Kant, la exigencia de una constitución republicana es ignorada. Kant imaginaba una organización de Repúblicas construida a partir del núcleo federador (fédérateur) constituido por un gran Estado de derecho. Ahora bien, hoy, no son miembros de la ONU los únicos Estados republicanos que respetan los derechos del hombre, sino todos los Estados, igualitariamente representados en la Asamblea de las Naciones Unidas, cualquiera sea su régimen. Aun cuando las Naciones Unidas apuntan a forjar un consenso mundial nutrido de la idea de una coexistencia pacífica fundada en una conciencia histórica compartida, un acuerdo normativo sobre los derechos del hombre y una cultura común de la paz mundial; no podrían ni apoyarse ni promover en el estado actual de cosas una cultura política mundial susceptible de fundar una comunidad de ciudadanos del mundo.

III. Las posibilidades de un derecho cosmopolìtico hoy

Un derecho cosmopolítico sería inconsistente si no estuviera sostenido por una potencia institucional capaz de imponer su reconocimiento, de garantizarlo y de hacerlo respetar, en caso de necesidad, a través de sanciones apropiadas y eficaces. Ahora bien, hoy, la ONU sola no podría pretender jugar ese rol. Pero la ONU es impotente. La manera en la cual la coalición américo-británica entró en guerra contra Irak, con la mayor indiferencia frente a las disposiciones adoptadas por la ONU, pero también la manera en la cual la mayoría de los Estados se adhirió finalmente a posteriori a esa violación; indican de manera suficiente el rol de legitimación ex post factum (faire-valoir) al que parece hoy condenada. ¿Podemos entonces encarar en el marco de la ONU, como lo pide Habermas, una reorientación del derecho cosmopolítico “en dirección hacia una política interior a escala planetaria que no necesita un gobierno mundial”1?Esta postura plantea tres interrogantes. Conviene en efecto preguntarse: 1) si el estado del mundo actual vuelve esta posibilidad oportuna o no: realizable, por una parte; necesaria, por otra; 2) si la ONU está a la altura de cumplir ese rol, incluso mediante unas reformas estructurales que desviarían el curso de sus misiones y la dotarían de los medios requeridos; 3) si la inscripción del derecho cosmopolítico en un texto normativo coordinado con poderes de coerción legítima, es concebible como forma política mundial.Tomada al pie de la letra, la fórmula de Habermas invita, más allá de cualquier otra interpretación, a pensar la política en general, y la política mundial a fortiori, fuera de la referencia al poder

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gubernamental. Ni siquiera, como dicen hoy comúnmente los anglosajones, en términos de “gobernancia”; sino, más radicalmente, independientemente de toda gubernamentalidad (gouvernementalite)2.

La oportunidad del derecho cosmopolítico

Habiendo considerado la primera cuestión, el avance de la globalización –económica, comunicacional y por ende, político-cultural- torna inevitable el despliegue de instancias reglamentarias internacionales, al tiempo que se afirman todo tipo de resistencias, económicas y políticas a su institución. La desregulación que somete al mundo a la ley del mercado refuerza por otro lado la necesidad de garantías y la afirmación de los derechos de propiedad (y en particular de la propiedad privada) de la cual el estado parece ser hasta hoy el último garante 1. Son aún los Estados quienes se ponen de acuerdo para constituir y hacer funcionar las instancias internacionales de control o de reglamentación (OCDE, UE, ALENA, etc.). La idea de Sassen es que las crisis económicas y financieras inducidas por la globalización de los mercados, como aquellas de México en 1991, de los países de Asia en 1999, o de la Argentina en 2001-2002, refuerzan la necesidad de reglamentación. Sin embargo, hay que reconocer que los Estados no manifiestan con frecuencia la voluntad determinada –y no parecen preocuparse por dotarse de la capacidad- de adoptar reglas que corrijan los efectos de los mercados. Lo atestiguan, por ejemplo, la imposibilidad actual de encarar un acuerdo sobre una tasación de los beneficios de la especulación o de proceder a una armonización de las legislaciones fiscales, etc. Las perspectivas que se dibujan en el seno de la Unión Europea no podrían ser consideradas como un primer paso hacia una armonización mundial. Falta a nivel mundial una instancia deliberativa y decisiva dotada de una legitimidad democrática en la cual los países miembros de la Unión Europea trabajan desde hace mucho tiempo y con muchas dificultades.La ambigüedad relevada por Sassen puede entonces reformularse en una paradoja, constitutiva, parece, de la globalización: la liberalización del mercado a escala planetaria acarrea necesariamente con ella un refuerzo correlativo de las instancias y de los procesos de control que se despliegan sobre un terreno económico y no ya político. Este dispositivo “policial” a escala mundial, tan poco coordinado como esté, escapa a toda vigilancia ciudadana desde el momento en que se ha liberado en parte de los procesos de legitimación democrática en uso en el seno de los Estados. Se sigue una alternativa: ya sea la sumisión de los ciudadanos del mundo a una “gobernanza” económica de régimen policial, o una reapropiación original de las formas de convivencia que reactive el sentido de la política fuera de sus impactos gubernamental o policial. En este sentido, no hay que confundir las exigencias de gobernanza mundial, que ponen de relieve todas, más o menos, una

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lógica económica o policial; con una exigencia propiamente política que apunta a definir las condiciones de una convivencia autónoma por parte de una comunidad de ciudadanos cuidadosos, y las de su libertad y del mundo en el cual aquella puede desarrollarse de manera razonable.

La Organización de las Naciones Unidas

Estos remarques inducen de sí mismos las respuestas que podemos esperar del segundo interrogante que reposa sobre el estatuto, las responsabilidades y los medios de la ONU. En el estado actual, la ONU obedece a una doble misión que corresponde, como lo formula Habermas, a una política reactiva en materia de seguridad y derechos del hombre, y a una política preventiva en materia de medio ambiente. La primera consiste en tomar bajo su control la guerra interestatal, la guerra civil y los crímenes de Estado; la segunda, en prevenir las catástrofes humanitarias y los riesgos amenazantes en todo el mundo. Tanto en un caso como en el otro, ella se confina a un rol puramente restrictivo de mantenimiento del orden, que fracasa en gran parte a cumplir. Podemos, a esta definición mínima de la ONU, oponer una concepción más exigente y positiva, y desear ver en las Organización de las Naciones Unidas la punta de flecha de una “democracia cosmopolítica”, bajo el costo de reformas institucionales de las cuales algunas fueron concretamente evaluadas en el seno de las comisiones ad hoc sin haber jamás logrado reunir el asentimiento de los Estados miembros1.La idea de una reforma de las Naciones Unidas reposa sobre dos principios directores que le confieren sentido y necesidad: el primero concierne a la creación del estatuto político de “ciudadano del mundo” que dependa de la Organización mundial no por la representación de los Estados a los que pertenezcan, sino directamente por la intermediación de representantes elegidos en un parlamento mundial; el segundo apunta, conjuntamente, a desarrollar la capacidad de la ONU de actuar a nivel supranacional a fin de permitirle ejercer eficazmente una política de derechos del hombre. La ausencia de instituciones realmente supranacionales y políticamente independientes de los Estados ubica en efecto a los Estos democráticos frente a un dilema: ¿deben ellos defender los intereses de sus ciudadanos a expensas de los otros Estados, o deben ajustarse a las reglas democráticas internacionales, fuera eso a cambio de los intereses de sus propios ciudadanos”2?Para sobrepasar esta contradicción –que resulta, hay que subrayarlo, de una exigencia democrática, que ella sea nacional o internacional-, tres modelos de organización mundial de la vida política parecen presentarse:1) Un modelo confederal, que aparece por primera vez con la Sociedad de las Naciones y fue retomado luego con la Organización de las Naciones Unidas, fundado en los principios de una igual soberanía entre los Estados y de una no interferencia en sus asuntos internos, y en el cual los países están representados por sus

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gobiernos, reconocidos sobre la base de su existencia de hecho. Esta disposición no satisface la exigencia de una ciudadanía del mundo; los ciudadanos no tienen existencia a los ojos de la organización internacional más que por la representación de su gobierno. Archibugi ve la razón fundamental por la que este tipo de organización internacional es incapaz se sostener una democracia mundial: cada Estado, aunque fuera democrático, tiene la necesidad de hacer prevaler su razón de Estado. El modelo confederal no implica ninguna concordancia entre una constitución nacional y una conducta democrática a nivel mundial.2) Un modelo federal, tradicionalmente opuesto al primero, y que supone una transferencia de soberanía, más o menos considerable, de los Estados partes pertenecientes al Estado federal. Además de que esta configuración reclame una fuerte comunitarización (communautarisation) inicial, una larga costumbre histórica de reparto de responsabilidades que hacen falta escala mundial, ella está, según nuestro autor, doblemente puesta en jaque al no ser ni realizable, ni tampoco deseable. No es realizable porque el Estado federal resulta, a la imagen de Suiza, los Países Bajos, Alemania o los Estados Unidos, de una concentración de poder frente a fuerzas exteriores amenazantes que, en la perspectiva de un Estado mundial, harían falta por definición. La única forma que podría tomar un Estado federal mundial sería la del Imperio hegemónico, no democrático por definición. La misma no es deseable, en el sentido de que un orden político federal no podría dejar de atacar a esta pluralidad, no sólo individual sino también cultural y comunitaria, que es, como dice Hannah Arendt, “la ley de la Tierra”.3) Al único tipo de organización política que podría superar la plétora de Estados soberanos en guerra los unos contra los otros sin caer por ello en el establecimiento de un “Leviatán planetario”1, Archibugi le reserva el nombre de democracia política, la cual exige un nuevo concepto de soberanía y un nuevo concepto de ciudadanía. La idea de una democracia cosmopolita requiere en efecto que las organizaciones transnacionales estén a la altura de ejercer coerciones legales sobre los Estados, pero que dispongan al mismo tiempo de una legitimidad democrática nacida de la “sociedad civil global” (ibid.). Es por eso que los habitantes del planeta deben proveerse, independientemente de los gobiernos nacionales, de una representación política mundial. Ésta exige a su turno una reformulación de la ciudadanía distinta de una doctrina de derechos naturales en la medida en que ésta reposa sobre la ficción de un ser humano natural, abstracto, tomado fuera de todo contexto histórico, cultural y político. En cambio, inscribiéndose en la estela de Rousseau y de Kant, Archibugi sugiere la elaboración de una “teoría de los derechos del ciudadano”, comprendido al mismo tiempo como ciudadano de un Estado y habitante del planeta, siendo el requisito principal de una democracia cosmpolita el de “dar voz a los ciudadanos de una comunidad mundial de acuerdo a una modalidad institucional paralela a los Estados”[1].Es siguiendo este espíritu que es pensada una reforma de la ONU

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declinada en tres capítulos: 1. El reconocimiento de la existencia política de los ciudadanos del mundo a través de la creación de una Asamblea de pueblos de las Naciones Unidas que representaría directamente a los ciudadanos más que a sus gobiernos; 2. El refuerzo de los poderes jurídicos mundiales a través de una reforma de la Corte internacional de justicia; 3. La democratización de los poderes ejecutivos mundiales a través de la modificación del Consejo de Seguridad y del poder de veto de sus miembros permanentes.En vista del primer punto, la ONU no constituye hasta hoy más que un “Congreso permanente de Naciones” según la expresión de Kant. Transformar la Organización en una instancia democrática supone que la Asamblea de las Naciones Unidas devenga una suerte de Consejo federal que comparta sus competencias con una Asamblea elegida por sufragio universal directo, que represente a los ciudadanos en tanto que ciudadanos del mundo y no sólo en tanto que miembros de los Estados. En lo que concierne al segundo punto, debemos concebir el tribunal internacional de La Haya como habilitado para juzgar los conflictos entre los individuos, y entre los individuos y los Estados, de manera que constituya una jurisdicción penal permanente tomada por los propios ciudadanos. Finalmente, en cuanto al tercer punto, el actual Consejo de Seguridad debería tomar, por ejemplo, la forma del Consejo de Ministros de Bruselas a fin de constituir un poder ejecutivo que tenga plena capacidad de acción.Sin disponerse aquí a discutir la factibilidad de tales reformas (y particularmente de la última que se eleva directamente contra la superpotencia adquirida por los cinco miembros permanentes que disponen del derecho de veto en el seno del Consejo tras la Segunda Guerra Mundial), podemos notar que las disfunciones de la ONU estos últimos años, y singularmente en la crisis iraquí, ubican a la organización frente a una alternativa: o una reforma de fondo, o la renuncia a sus pretensiones en beneficio de las solas agrupaciones de intereses económicos (G8, por ejemplo).En su principio, estas reformas no exigen, afirma Arhibugi, una “transferencia sustancial de poder de los Estados hacia las nuevas instituciones. El desafío que representa el modelo de la democracia cosmopolita no es del sustituir un poder por otro, escribe él, sino el de reducir el rol del poder en los procesos políticos, aumentando la influencia de los procedimientos”1.

A esta representación del rol democrático de las disposiciones procedimentales a nivel de una organización política mundial se opone sin embargo una crítica de fondo, formulada por Habermas, a la idea de una comunidad política de ciudadanos del mundo. El carácter necesariamente limitado de una organización mundial consiste en el hecho de que le falta una base de legitimación, y ésto por razones estructurales1. El problema es aquel de la relación entre inclusión y exclusión en el seno de la comunidad.Toda organización mundial se distingue de las comunidades estatales, remarca Habermas, por el hecho de que aquella supone incluir sin límites a todos los Estados, a todos los pueblos, a todos los

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ciudadanos. Obedece al principio de una inclusión sin resto, o más aún, sin fronteras. Ahora bien, toda Constitución democrática supone una autodeterminación del pueblo de acuerdo a la fórmula de una autolegislación que ya hemos conocido. A su vez, esta autodeterminación requiere una “forma de vida” común, una identificación sustancial, por pequeña que sea, a una cultura, aunque fuera simplemente cívica, compartida, o a una historia común. En resumen, supone una identificación. Ahora bien, agrega Habermas, “esta concepción ético-política que tienen de sí mismos los ciudadanos de una comunidad democrática hace falta a la comunidad inclusiva de ciudadanos del mundo”2. La comunidad de ciudadanos del mundo estaría privada de cimiento político, por la razón misma de su pretensión de incluir a toda la humanidad. Porque toda comunidad política es exclusiva: procede de una identificación colectiva que se expresa a través de la exclusión de “aquellos que no pertenecen” mientras que la comunidad de ciudadanos del mundo supone incluir a la totalidad de los seres humanos. Le falta entones, por un lado, un zócalo histórico-cultural formado por el juego de exclusiones sucesivas gracias a las cuales una identidad política se constituiría; y no podría, por otra parte, reglarse por otra norma que no sea la moral, ni tener otra figura que aquella que Kant llama la comunidad de seres racionales: “el modelo normativo de una comunidad que no puede proceder a ninguna exclusión no es otro que el universo de personas morales”2.La idea de una comunidad de ciudadanos del mundo tendría una consistencia moral pero no un fundamento político histórico; y no podría tenerlo. Mientras que las comunidades históricamente constituidas bajo formas políticas pueden experimentar una solidaridad cívica en el marco nacional, la solidaridad cosmopolítica debe respaldarse en el solo universalismo moral traducido en los derechos del hombre. No podemos entonces esperar de la comunidad mundial de ciudadanos del mundo un civismo o una civilidad eficientes equivalentes al civismo y a la civilidad que las comunidades políticas nacionales han podido, en una época, suscitar en su seno. Habermas concluye de ésto que, a falta de sentimiento mundial, una “comunidad cosmopolítica de ciudadanos del mundo no es suficiente para servir de base a una política interior a escala planetaria”3. Sin embargo, si el formalismo moral de esta idea de comunidad mundial invalida sus pretensiones políticas, la comunidad de ciudadanos el mundo recibe no obstante una dimensión jurídica consistente con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que le confiere, vamos a verlo, una relativa eficiencia. Antes de ir a eso, sin embargo, conviene también remarcar el argumento sobre el que Habermas avanza, pero en el que no se detiene, y que utiliza como argumento la relación de la ciudadanía con los procesos de exclusión característicos de las comunidades políticas. Al menos, estamos invitados a reflexionar sobre la pretensión inclusiva de la democracia cosmopolita. Retomaremos ésto en el capítulo VIII.

La eficacia normativa del derecho cosmopolítico

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En respuesta a la tercera cuestión, debemos ahora preguntarnos sobre las modalidades según las cuales la Declaración de los Derechos del Hombre podría constituir el armazón de una cosmopolítica. Se trata de evaluar si la Declaración de los Derechos del Hombre puede hacer las veces de política, y precisamente, en virtud de su carácter universal e inclusivo, de cosmopolítica. En la perspectiva de Habermas, la cuestión debe desplegarse en la articulación entre comunidad moral de seres racionales y comunidad jurídica de sujetos de derecho.El conflicto entre la moral y la política ha sido relanzado por la crítica a los derechos del hombre que Schmitt ha formulado, en nombre de la política comprendida como lucha en el seno de la oposición primordial amigo/enemigo. A la idea de aquello que podríamos llamar una “cosmopolítica de los derechos” tal como la que ha podido tomar forma con la SDN y luego con la ONU, Schmitt opone desde 1932, por un lado, que una política de los derechos del hombre acarrea guerras de policía moralizadoras y, por otro lado, que esta moralización de los conflictos políticos hace de los enemigos, criminales. La imputación del carácter criminal de la conducta implica un juicio moral de inhumanidad pero justifica además una conducta ella misma inhumana: “Es siempre en nombre de la paz que se hace la guerra más horrorosa [...] y la inhumanidad más atroz en nombre de la humanidad”1. La moralización y la criminalización autorizadas por la invocación a los derechos del hombre privan de su encuadre jurídico a los enfrentamientos políticos y militares. El carácter moral de los derechos del hombre socava el fundamento jurídico de las convenciones nacionales e internacionales. Se trata entonces de determinar si, y en qué medida, la Declaración de los Derechos del Hombre depende de la moral y cuál puede ser su pertinencia política.Podemos contentarnos con sintetizar la respuesta habermasiana sin por lo tanto retomar totalmente su discusión crítica respecto a Schmitt. Los derechos del hombre, ¿tienen un contenido únicamente moral? Su estatuto es en efecto ambiguo: en tanto normas constitucionales, tienen un valor positivo; mientras que en tanto derechos que definen lo humano tienen, más que un valor positivo, un contenido moral racional. O, dicho de otra manera, los derechos del hombre tienen un carácter jurídico en calidad de normas generales que se dirigen a toda persona en tanto que humana, pero no tienen más fundamento que el moral, a diferencia de los sistemas de derecho positivo, los argumentos solamente morales bastan para fundarlos. No obstante, tal es el corazón del argumento, la justificación moral de los derechos del hombre no los priva de su cualidad jurídica ya que ellos deben este carácter a su estructura y no a su contenido. De ello se sigue que si los derechos del hombre tienen un carácter jurídico, no podríamos, como lo hace Schmitt, no ver en ellos más que el instrumento de una lucha ideológica del Bien contra en Mal. Aquellos apuntan a asegurar la posibilidad de un “reglamento civil de los conflictos internacionales”, definiendo las bases de un derecho cosmopolítico gracias al cual las infracciones a los derechos

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del hombre no sean “juzgadas y combatidas según criterios morales, sino perseguidas, en el marco de un orden jurídico estatal, de acuerdo procedimientos judiciales institucionalizados, tanto como, acciones criminales”2.Este argumento pone en evidencia el status del derecho a la articulación de la moral y la política. Este estatuto se presta a dos interpretaciones según que valoricemos la universalidad moral del contenido de los derechos, o que pongamos el acento en la dimensión propiamente política del derecho en el seno de las relaciones conflictivas que atormentan el campo social, la escena internacional y la comunidad de ciudadanos del mundo. La primera lectura es, se podría decir, a-política, verdaderamente anti-política, en el sentido de que remite directamente la humanidad a la individualidad, o agota directamente el individuo en la generalidad de la individualidad moral: es, en una palabra, el punto de vista liberal dominante, a la vez individualista y moralista. La segunda, abre una perspectiva política en la medida en que ella relaciona los derechos con las luchas encabezadas por las diferentes comunidades, o aun por los pueblos, tanto en nombre del reconocimiento de su identidad reivindicada como en nombre de los ideales ético-políticos erigidos en principio de acción política. Ya no es, en este caso, el derecho el que regla la política; son las exigencias políticas las que erigen el derecho en argumento político. O, mejor, es el principio de emancipación, nervio de los combates políticos, el que confiere al derecho su dimensión política. Es porque, independientemente de las disposiciones institucionales históricas que podrían eventualmente dar a luz a fin de concretizar este rol del derecho a nivel mundial, la idea de los derechos del hombre puede verse reconocer una significación cosmopolítica tan eficiente como aquella que ha adquirido en el cuadro de las luchas democráticas en los siglos XIX y XX. A condición, no obstante, de no escamotear “la división originaria social” (Lefort) en nombre del todo inclusivo de la comunidad de ciudadanos del mundo. Es entonces a un retorno sobre la cuestión de la división, de la stasis, y de las relaciones de inclusión/exclusión que esta perspectiva cosmpolítica nos invita, más que a la búsqueda de modalidades institucionales, tan improbables como ambiguas, de una democracia cosmopolita.Antes de ir a eso, es necesario sin embargo concluir nuestro cuestionamiento sobre las posibilidades de un derecho cosmopolítico hoy, deteniéndonos en el terreno en el cual esta pregunta se enuncia, aquel de una política democrática mundial. ¿Qué forma puede ésta tomar, particularmente si quiere tener un impacto sobre el mercado global? Habermas sugiere que, a falta de una cultura comunitaria consistente e incitativa, no puede ser más que a nivel medio de una deliberación argumentada entre organizaciones estatales y organizaciones no gubernamentales, que se despliegue esta política democrática en vías de formación. Así lo atestigua en efecto concretamente la resonancia adquirida estos últimos diez años por las cumbres internacionales –que, sin embargo, no desembocan jamás en decisiones inmediatamente ejecutorias, verdaderamente no hacen

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más que establecer un calendario de examen de diferentes problemas así indefinidamente su consideración – y la importancia creciente ante la opinión pública de las anti-cumbres y las manifestaciones antimundialización. Es por eso que de estas puestas en escena mundiales sobre un debate contradictorio sale una verdadera situación de interlocución que nutre la reflexión y la toma de conciencia de un “destino común” para los ciudadanos del mundo; toma de conciencia de una solidaridad cosmpolítica. ¿Cómo concebir, en este contexto, una legitimación democrática de las decisiones tomadas más allá de las organizaciones estatales?No podríamos encarar una respuesta a esta pregunta sin asumir una redefinición de la política fuera del cuadro estatal que la relaciona exclusivamente, según una visión tradicional, con el principio de soberanía. Según la fórmula de Argchibugi evocada anteriormente, el problema político planteado no sería el de sustituir un poder por otro, sino el de “reducir el rol del poder en los procesos políticos, aumentando la influencia de los procedimientos”1. Es porque la cuestión de una política democrática mundial nos invita a reconocer, como lo sugiere Habermas, un desplazamiento del principio de legitimación de la instancia de una voluntad general, inexistente por definición a nivel mundial más aún que a nivel nacional, hacía aquel de situaciones interlocutorias argumentadas que supongan la institución de un espacio público de confrontaciones, un uso público de la razón y un libre acceso para todos al proceso deliberativo2. En consecuencia, la legitimación democrática de las decisiones tomadas a nivel mundial exige, además de los interlocutores gubernamentales que forman parte, el acceso de las ONG a las deliberaciones. El principio asociativo viene a desviar o corregir el principio autoritario de los Estados no democráticos, pero también el principio electivo de estos últimos. Por todos lados, se encuentran anudados el elemento de la división originaria social y el del actuar común político. Si no suscribimos a la representación poco consensualista de los procedimientos de poder que ofrece la pragmática comunicacional, podemos sin embargo reconocer en ese desplazamiento del principio de legitimación la figura democrática de un poder tomado de la intersección entre la división y la acción.

IV. La idea de una “democracia cosmopolita”

Hemos asistido, desde el hundimiento de los sistemas socialistas y la globalización de los mercados, a una toma de conciencia de las puestas en juego (enjeux) mundiales y mundanas de la totalidad de las actividades financieras, económicas y culturales consagradas a la explotación del planeta y a la alineación de la mayor parte de su población. Esta conciencia cosmopolita naciente no está estructurada institucionalmente y parece bastante lejos de encontrar su forma institucional propia. Es seguro, por un lado, que la misma no se orienta ni hacia la constitución de un gobierno mundial, ni hacia un refuerzo de las organizaciones internacionales en su pretensión de

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salirse con la suya respecto de los estados. Como mucho, toma el aspecto de una escena internacional de encuentros formales e informales a la vez, animada por una conciencia moral y por una conciencia ecológica a las cuales les falta aún una conciencia cosmopolítica a pesar de la extraordinaria red asociativa que la misma moviliza. Es, por otro lado, manifiesto que la misma se actualiza en una conciencia jurídico-política que testifican la formación del Tribunal Penal Internacional de La Haya y las puestas a prueba de altos responsables de la guerra de los Balcanes, pero también de responsables de crímenes contra la humanidad en Ruanda, o, en otro registro, las acusaciones emprendidas contra Pinochet, etc. Que estas disposiciones no sean en sí mismas democráticas1 no priva nada al signo que ellas constituyen como en cuanto a la emergencia de una preocupación cosmopolítica.¿Es, no obstante, desde la perspectiva de una democracia cosmopolita que la cuestión política de un derecho mundial y la idea de una cosmopolítica deben ser encaradas2? ¿No encontramos ahí esta “ilusión trascendental” de la razón política de querer extender a la dimensión del planeta las reglas formales de una política democrática a nivel de Estados? Ilusión que bien podría redoblarse desde el momento en que consideramos estas reglas formales como el contenido efectivo de la vida política en detrimento de los conflictos sociales y de los lazos humanos que están en juego en la experiencia de un hacerse cargo concertado de la preocupación cosmopolítica.La idea de una democracia cosmopolita a sido desarrollada en un marco histórico y problemático general articulado alrededor de tres grandes interrogantes suscitados por los acontecimientos de los años noventa: ¿qué repercusiones tienen sobre los Estados las nuevas circunstancias mundiales? ¿Qué forma van a tomar las relaciones interestatales? ¿Qué instituciones pueden deliberar y actuar frente a los problemas de orden global3? Podemos en efecto partir de la constatación de que el aumento en el número de Estados llamados democráticos luego de 1989 no se acompaña de un aumento correlativo de democracia entre los Estados, al tiempo que los problemas transnacionales o transfronterizos se han acrecentado excesivamente exigiendo por parte de estos Estados, soluciones concertadas y decisiones comunes. Los promotores de una democracia cosmopolita señalan en este contexto la apertura de tres “brechas” en la política estatal tradicional:- la primera se despliega entre el dominio formal de la autoridad e la autoridad política estatal y aquel de la producción, distribución e intercambio económicos de ramificaciones transnacionales;- la segunda se abre entre la figura de un Estado soberano e independiente, y la profusión de organizaciones transnacionales que tienen a cargo administrar los dominios de actividades no nacionales (comercio, espacio, océanos, etc.) apelando a nuevas formas de decisiones políticas colectivas que ya no se apoyan exclusivamente en la autoridad de los Estados;- la tercera se introduce entre la idea de pertenencia a una

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comunidad política nacional comprendida bajo el nombre de ciudadanía, que impone a los individuos derechos y deberes, y el desarrollo de una ley internacional que somete a los individuos, así como a las ONG y los gobiernos a nuevos sistemas de regulación.Es por eso que importa medir si el sistema de decisión internacional contribuye o no al desarrollo de la democracia en el seno de cada Estado (1); si es posible establecer relaciones democráticas entre Estados soberanos (2); si las decisiones que afectan a la totalidad del mundo pueden ser tomadas democráticamente o no (3). Creemos así extender a la comunidad internacional los criterios gracias a cuya ayuda definimos las políticas gubernamentales democráticas. Como lo indica Norberto Bobbio, el problema se desdobla: “¿Un sistema democrático internacional es posible entre Estados únicamente autocráticos? ¿Un sistema autocrático internacional es posible entre Estados únicamente democráticos?”1. La respuesta es evidentemente dos veces no, en razón de la convicción de que “un Estado democrático permanece como una entidad política imperfecta hasta tanto no existan instituciones capaces liar democráticamente a sus ciudadanos con los ciudadanos de los otros Estados”2.No alcanza, como lo pensaba Kant, que los Estados sean republicanos para que la paz sea duradera, hace falta aún establecer entre ellos un “sistema de geo-gobernancia” mundial. A diferencia del Congreso de Viena o de la Organización de las Naciones Unidas, aquel llama a la creación de una comunidad democrática que a la vez incluya y atraviese los Estados democráticos”3. La democracia cosmopolita exige entonces recurrir a “instituciones autoritarias globales” capaces de tutelar les regímenes de los países miembros y de influenciar, si es necesario, las decisiones estatales. Pero en lugar de concebir a esta instancia superior como dotada de un aumento de poder susceptible de contradecir la soberanía de los Estados miembros, la misma debe por el contrario servir negativamente para disminuir los poderes coercitivos o no democráticos a los cuales aquellos recurren en sus relaciones internas y externas.Antes de preguntarse por el fundamento de tal idea, podemos remarcar que la misma se expone a dos objeciones que las propuestas de reformas institucionales de la ONU no podrían resolver. Por una parte, inspirándose en el análisis kantiano de la paz perpetua, la teoría de la democracia cosmopolita retoma la idea de que los Estados democráticos están más cerca evitar los conflictos armados entre ellos que los Estados autocráticos. La democracia interna, intra-estatal, apela así a una democracia externa, inter-estatal, en sí misma destinada a reformularse bajo la forma de una democracia interna a escala planetaria en la relación de los Estados y los pueblos entre ellos, bajo la forma de una política interior sin gobierno global. Es sin embargo en la dirección de una forma gubernamental global, que aplique a la comunidad de ciudadanos del mundo las reglas del funcionamiento democrático de las comunidades nacionales, que buscamos definir a la democracia cosmopolita. Y debemos proveer a esta instancia gubernamental global de una autoridad soberana, aunque fuera democráticamente determinada por el principio de

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autolegislación extendido a la comunidad de ciudadanos del mundo. En una palabra, en tanto que circunscribimos la política en una problemática de la soberanía y de la gobernabilidad, bajo la forma de una “geo-gobernancia” mundial, no podríamos escapar a los conflictos de soberanía, a las contradicciones en la atribución de competencias entre las autoridades estatales y la autoridad mundial.1 Es inútil invertir la formulación para esconder su significación: la disminución de los poderes propios de cada Estado significa en realidad un crecimiento del poder para la instancia de dirección suprema. Esta contradicción, aunque parezca inextricable, se arraiga sin dudas en esa triple representación, gubernamental, procedimental y soberanista del poder político, y en la imagen en definitiva muy formal de la democracia que la acompaña.Un elemento parece atenuar esta contradicción a los ojos de los autores. Pero su invocación nos sumerge, por otra parte en una segunda perplejidad. La limitación de las soberanías estatales proviene menos, desde la perspectiva de una democracia cosmopolita, de la autoridad central que “de la intervención directa de los públicos democráticos” (ibid.). Es que en efecto la idea de una democracia cosmopolita apela y supone la formación de y el desarrollo de una “sociedad civil global”2 (Richard Falk) capaz de vigilancia y de iniciativas efectivas que conciernan los problemas no sólo locales sino también globales. Pero es entonces concebir a la democracia menos como un juego procedimental de atribución de poderes y de toma de decisiones que como una experiencia comunitaria que demanda una conciencia política compartida. La democracia como tipo de régimen gubernamental procede la democracia como forma de sociedad, experiencia común de un vivir juntos y de un actuar común. Ahora bien, ¿de qué comunidad política podría valerse la comunidad de ciudadanos del mundo? ¿Qué unidad de orden superior puede ella oponer a los intereses comunitarios restringidos, económicos, nacionales, o regionales, inclusive étnicos o confesionales? Hay aquí como una petición de principio: la democracia cosmopolita requiere a título de condición una cultura comunitaria democrática mientras que se espera de las instancias dirigentes y de las organizaciones internacionales que favorezcan esta disposición democrática, en particular ante los Estados y los pueblos que no suscriben a la misma, a través de un compromiso institucional efectivo frente a la democracia. Aunque, como escribe C. Held, “una comunidad cosmopolita [...] no requiere de integración política y cultural bajo la forma de un consenso en relación a un gran abanico de creencias, valores y normas”3, la misma exige sin embargo un compromiso previo a favor de la democracia (a “precommitment” to democracy4) de parte de cada ciudadano del mundo, compromiso cuasi existencial basado en el “sentimiento de estar-en-el-mundo” (ibid.) del cual las diversas identidades nacional, étnica, cultural o social no son más que una modalidad.Reencontramos aquí, a escala mundial, y por ende a un nivel de abstracción muy elevado, el círculo constitutivo de toda política tomada en el horizonte que le da sentido: el sentimiento comunitario

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es requerido para que se desarrolle una política común, pero sólo la acción cívica concertada constituye el lazo propiamente humano bajo la forma democrática. Al constatar la ausencia estructural de esta cultura comunitaria mundial, Habermas renuncia a desplegar las figuras posibles de una democracia posible en provecho de una regulación de las políticas en referencia al derecho cosmopolítico. Para llegar a eso, Held debe, por su parte, definir a la democracia como un “meta relato”; el único que está a la altura de servir legítimamente de marco político a la competencia de distintos “relatos” a través de los cuales se definen las normas de la vida buena.1 Paradójicamente, a fin de que la idea de una democracia cosmopolita no sea sólo una promesa piadosa, el segundo eleva una exigencia comunitaria menos fuerte, que no lo hace el primero en vistas de demostrar su imposibilidad.Cualquiera que sea, nos falta aún preguntarnos por el fundamento del concepto de democracia cosmopolita. Por una parte, habiendo visto las dificultades que acabamos de exponer, aparece bastante claramente que esta idea es tomada de dos representaciones que podemos juzgar insuficientes de la idea democrática: la de un régimen definido por sus procedimientos electivos; la de una comunidad de cultura definida por el compartir, más o menos exigente, de un juego de valores. Esta oscilación enmascara a lo mejor aquello que está en juego en toda vida política democrática, a saber, el proceso de emancipación de los pueblos frente a sus relaciones de explotación, de sometimiento, de desigualdad, de injusticia y de desprecio, y por ende, el juego de luchas incesantes por el reconocimiento de derechos. Ahora bien, este proceso y estas luchas no pueden llevarse a cabo más que a través de relaciones de fuerzas, de acciones concertadas en el nivel en que un accionar efectivo pueda desplegarse. Podríamos decir que el mundo mismo, es decir aquí el planeta, no es el terreno propio para la acción política concertada ni por ende aquel sobre el cual puede organizarse este conciencia cosmopolítica. Este terreno no podría ser otro que el de la vida colectiva concreta, aún sometida a los sistemas de derechos positivos y a las autoridades estatales, aún nutrida de divisiones sociales y de abusos de poder. Es porque, por otra parte, es en cierto modo ilusorio preocuparse por la formación de una civilidad mundial, ignorando las relaciones conflictivas que no cesan de tejerse entre pertenencia comunitaria, civilidad y civismo en el seno de los Estados. La civilidad mundial no puede concebirse más que a partir de una civilidad mundana, ella misma puesta en peligro en la dilución de las relaciones sociales.Ni la evocación a un derecho cosmopolítico ni la de una democracia cosmopolita no pueden de procurar el fundamento y el contenido efectivo que tendríamos el derecho de esperar e una cosmociudadanía. Es que por querer reabsorber los conflictos, nos falta su dimensión constitutiva de la democracia. Nos falta pasar de la perspectiva del derecho a la de la acción, y de la perspectiva cosmopolita a la perspectiva cosmopolítica, y examinar ahora la cuestión de la civilidad en su relación con el actuar político. ¿La

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globalización económica no ha destruido en gran parte o alterado la sociabilidad de las antiguas democracias liberales al punto de constituir un obstáculo para la formación de una esfera pública iluminada y militante en su seno?

1 J. Habermas, La paix perpétuelle, op. cit. Cf. L´integration républicaine, op. cit., p.161 sq.1 Cf. Supra, cap. II, “La politique et la guerre”, y É. Tassin, “Remarques incidentes sur le mal commun et le bien public”, en Guérir de la guerre et juger la paix, op.cit., p. 293-310.1 Kant, Projet la paix perpetulle, op. cit., 1er. ap., art. Preliminar 6, p. 3371 Kant, Théorie et Pratique, Paris, Gallimard, 1986, p.3002 Ibid., p.2971 Kant, Projet de paix perpétuelle, op. cot., p. 3492 Kant, Doctrine du droit, op. cit., p. 6241 Kant, Projet de paix perpetuelle, op. cit., p.3622 Montesquieu, De l´esprit des lois, op. cit., libro XX, 1 y 2.3 B. Constant, “De la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes” en De la liberté chez les modernes, op. cit., p.494.1 Cf. Pierre-Noël Giraud, L´inegalité du monde. Économie du monde contemporain, Gallimard, Paris, 1996.1 J. Habermas, Après l´ État-nation, op. cit., p. 111-1122 Cf. Los análisis del pasaje de la soberanía a la gubernamentalidad gouvernementalite propuestos por M. Foucault, en Dits et Écrits, Paris, Gallimard, 1994, vol. III, p.635-657, y Il faut défendre la société, Paris, Éd. Du Seuil-Gallimard, 1997.1 Saskia Sassen, Globalisation and its Discontents, New York, Columbia University Press, 1998, p. 199.1 Sobre las reformas de la ONU ligadas al proyecto de democracia cosmopolítica, cf. Cosmopolitan Democracy. An agenda for a New World Order (D. Archibugi y D. Held, eds.), Cambridge, UK, Polity Press, 1995, en particular el artículo de D. Archibugi, “From the United Nations to Cosmopolitan Democracy”, p. 121-162, y las propuestas de D. Held, en Democracy and the Global Order, From the Modern State to Cosmopolitan Governance, op. cit., p. 267-287. Para las referencias a otras concepciones de la ONU y de su rol, cf. el artículo de D. Archibugi, op. cit. 2 D. Archibugi, “From the United Nations to Cosmopolitan Democracy”, op. cit., p. 130.1 Ibid., p. 134.[1] Ibid.1 Ibid., p. 1581 J. Habermas, Apres l´État-nation, op. cit., p. 116 sq.2 Ibid., p. 117.2 Ibid.

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3 Ibid., p. 119. Remarcaremos que el argumento neo-aristotélico de una prioridad de la vida buena, que Habermas dice ser inaceptable cuando se lo opone a la noción de patriotismo constitucional de tipo federal y por ende europeo; es, al contrario, aquel al que recurre para denunciar el carácter puramente formal de una comunidad política de ciudadanos del mundo.1 Carl Schmitt, La Notion de politique, op. cit., p.150-1512 J. Habermas, La Paix perpétuelle, op. cit., p. 97-122. Desmantelando esta “teoría bien particular de la política, según la cual la política interna pacificada por el derecho debe ser completada por un política extranjera guerrera autorizada por el derecho nacional” (p. 107), Habermas quiere justificar una política mundial de derechos del hombre junto a sus recuperaciones ideológicas que las invocan para justificar guerras de conquistas: “La política de derechos del hombre llevada por una organización mundial no se convierte en fundamentalismo de derechos del hombre que en la medida en que ella aporta, a una intervención que no es otra cosa que el combate de una parte contra la otra, una legitimación moral bajo la apariencia de pseudo-justificación jurídica. En esos casos, la organización mundial (o una alianza que actúe en su nombre) comete un “fraude”, en la medida en que ella presenta como una medida de policía neutra, justificada por leyes y veredictos penales ejecutorios, lo que no es en verdad más que un conflicto militar entre beligerantes” (p.118).1 Archibugi, “From the United Nations to Cosmopolitan Democracy”, op. cit., p. 158.2 Como lo atestiguan las cumbres “mundiales”, sería no obstante en vano querer disociar el uso de la argumentación racional contradictoria a través del cual se despliega una escena agonística de tipo comunicacional del uso de la violencia, tan extrema como en Genes, erigida en “argumento”, por la cual el espacio público político revela ser siempre una escena agonística conflictiva.1 Como lo hacía remarcar Archibugi, a propósito del caso de Panamá, la capacidad de los Estados decide aun en las medidas de justicia: “Es indiscutible que no faltan buenas razones para conducir al dictador panameño (Noriega) frente a un tribunal internacional o incluso un tribunal americano, pero hay al menos la misma cantidad de buenas razones para que el presidente Bush [padre] sea presentado frente a una corte panameña” (art. cit., p. 149)2 Sobre la idea de una democracia comspolítica, cf. la obra de David Held, Democracy and the Global Order, op. cit., particularmente la cuarta parte, “Elaboration and Advocacy: Cosmopolitan Democracy”, p. 219-287, y Cosmopolitan Democracy, op. cit.3 Me refiero aquí a la exposición introductoria de D. Archibugi y D. Held, Cosmopolitan Democracy, op. cit., p. 2-16.1 N. Bobbio, “Democracy and the International System” Cosmopolitan Democracy, op. cit., p.17-18.2 D. Archibugi, art. cit., p. 156.3 D. Archibugi y D. Held, op. cit., p. 12-13.1 “Les instituciones cosmopolitas deben poder coexistir con los poderes establecidos de los Estados, sin sobrepasarlos más que en

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ciertas esferas de actividades bien definidas”, ibid., p. 14.2 Richard Falk, “The World Order between Inter-State Law and the Law of Humanity: the Role of Civil Society Institutions”, en Cosmopolitan Democracy, op. cit., p. 163-179.3 D. Held, “Democracy and the New International Order”, en Cosmopolitan Democracy, op. cit., p. 115.4 Ibid., p. 116.1 Ibid.