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ARTICULOS
ETNIA, REGION Y LA CUESTION NACIONAL EN EL AREA ANDINA. PROPOSICIONES PARA UNA DISCUSION *
H e r a c l i o B o n i l l a
Instituto de Estudios Peruanos Universidad Catóüca de Lima
Región y etnia, regionalismo y ¿tnicidad, problema nacional, constituyen conceptos ¡sobre los ciiales gira la discusión política y académica más importante de los últimos años en la región andina. La discusión, ciertamente, no es llueva. Debe recordarse qiie entre 1927 y 1930 José Carlos Mariátegüi había formulado con rigor el contenido del problema regional y del problema del indio en diversos trabajos, dé los cuales los más importantes fueron reproducidos en su célebre Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Pese al avance de la investigación sóciál en él Perú en la última década, las proposiciones formuladas ]por Mariátegüi en la década de los veinte no han perdido su relevancia y actualidad. Más bien, en ciertos períodos, hemos asistido a un franco retroceso. Pero la actual resurrección de este debate, que eíi modo al- güiio éstá confinado ni al área andina ni a la América Latina obedece á la toma de conciencia de las distorsiones producidas por el desarrollo capitalista eil él intéribr de la economía pérüaña y al reactivamieilto de lá movilización de ségmentos importantes de las capas rurales en países
* Ponencia presentada en el Seminario “La Cuestión Etnica y la Cuestióh Regiónal en América Latina”, bajo el patrticínio de la Sociedad Interamericana de Planificación (SIAP), el. Departamento de Antropología de la UAM-Iztapalapa y el Centro de Estudios Económicos y Sociales del Tferter Mundo, México 29 de septiembre —3 de Octubre de 1980.
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como Bolivia, Ecuador y Perú. Estos movimientos están integrados por pobladores rurales, por hombres de hacienda y de las nuevas SAIS creadas como consecuencia de la reforma agraria emprendida en 1969 por el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, así como por campesinos independientes que controlan una pequeña parcela de tierra. Pero sus reivindicaciones, y es esto lo importante, no sólo se refieren a su condición campesina, sino que también aluden a su condición de indígenas, del mismo modo que son expresadas muchas veces apelando a la tradición y a la simbología indígena. Las modalidades que revisten ahora las reivindicaciones y la movilización de vastas capas de la población rural en los Andes parecen, pues, cuestionar la tipificación de estos fenómenos como meros movimientos campesinos, pese a que sin duda alguna el propio desarrollo del capitalismo, de la mercan- tilización de la economía y el ritmo del cambio social han erosionado de manera irreversible el sustento material de la reproducción de Ja condición indígena y más bien ampliado el marco de homogeneidad y de mestización étnicas. Dentro de este contexto, el presente trabajo persigue un doble objetivo. Por una parte, describir el proceso histórico de formación y reproducción del fenómeno étnico y regional en el contexto del área andina, sugiriendo algunas hipótesis explicativas sobre su interrelación. Por otra, en el caso específico del Perú, presentar los términos nuevos que revisten los fenómenos de región y etni- cidad, así como los intentos realizados en su formulación y solución. Es pertinente advertir, desde estas líneas introductorias, que no existe hasta la fecha ninguna investigación específica sobre estos problemas y que lo que aquí se señala constituyen fundamentalmente reflexiones y juicios basados en una familiaridad con la literatura existente y en una observación directa de la realidad.
No cabe ahora la más mínima duda que el nacimiento del problema étnico, del problema indígena, tanto en
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Mesoamérica como en la región andina, fue una consecuencia directa de la conquista y la colonización española desde los inicios del siglo XVI. Antes de 1532 ciertamente había muchas etnias, pero su existencia no constituía “problema”. Si bien había etnias, no había indios. El indio fue la palabra inventada para designar, y sobre todo, excluir al integrante de la sociedad sojuzgada, al sobreviviente de una de las más tremendas hecatombes demográficas que registra la historia de la humanidad. La “república” de los indios y la “república” de los españoles fueron los componentes básicos de la sociedad colonial nacida como consecuencia de la conquista. Ellas, como se sabe, estuvieron sometidas a leyes y regulaciones específicas, así como tenían también un cuerpo de autoridades específicas y excluyentes. Para tener una idea de esta segregación y de la jerarquía impuesta, basta recordar que en los juicios era necesario el testimonio de do ̂o tres nativos para contradecir la opinión de un español.
Esta sociedad colonial, además, no sólo oponía dialécticamente1 a conquistadores y conquistados, a vencedores y vencidos en función de su papel en el proceso de la conquista, sino que sus7 miembros tenían una historia distinta, hablaban lenguas diferentes y, sobre todo, tenían un color distinto. La casi inmediata emergencia de los mestizos lejos de cerrar esta distancia, no hizo sino complicar aún más el mosaico racial. La perplejidad del grupo dominante frente a este mosaico racial puede ser percibida en la vasta y curiosa nomenclatura inventada para designar a los mestizos, a los nuevos intrusos de un ordenamiento colonial considerado como natural, es decir, inalterable.
La implementación de estos principios del ordenamiento colonial empezó de manera coherente hacia 1570, cuando el virrey Francisco de Toledo ordenó el agrupa- miento de la dispersa población nativa en “reducciones”, es decir, en pueblos de indios. Estas unidades represen
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taren una suerte de simbiosis entre la tradición andina y la tradición hispánica; sus pobladores tenían el control individual de parce-as de cultivo, pero al mismo tiempo podían explotar colectivamente las dehesas circundantes, mientras que la autoridad política encargada- del control de estos pueblos, igualmente, traducía un compromiso entre el tradicional liderazgo nativo (Jkurakas) y el impuesto por el grupo dominante (alcaldes). En términos económicos, la función de estas reducciones era la de servir como reserva de mano de obra cuasi-gratuita para la explotación de las tres principales unidades productivas del sistema colonial: minas, obrajes, y haciendas. En términos sociales, su función fue el reacondicionamiento de la población nativa a su nueva situación y facilitar la expansión del catolicismo.
No existe sobre el área andina ningún estudio acerca de la evolución interna de estas comunidades a lo largo del período colonial, similar al que Gibson 1 dedicó a México. Existen, sin embargo, algunos datos que permiten intentar aquí una aproximación al tema. El primer rasgo fue el continuo vaciamiento de su población por lo menos hasta la segunda mitad del siglo XVIII. Este fue un proceso derivado de la intensa explotación impuesta sobre la población nativa en obrajes y centros mineros, a la deserción y también a la búsqueda de alternativas ocupaciona- Ies permanentes en otros lugares. No todas las áreas se vieron afectadas por igual. Fue dramático y casi completo en la costa, obligando a la clase terrateniente a recurrir a la importación de esclavos negros para resolver la escasez de mano de obra. En el caso la sierra, la tendencia fue el permanente desplazamiento de la población indígena de norte a sur, generándose en las provincias del altiplano andino una dicotomía entre indios originarios e indios forasteros} Estos últimos eran los migrantes, los recién llegados y su nueva condición, reflejada en una tasa impositiva menor, se traducía en un me-
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ñor acceso a las parcelas de tierra. Como se sabe, la legislación colonial veló por el mantenimiento de una completa segregación de los indígenas agrupados en estos pueblos. Cuidó también que los indígenas mantuvieran el control de sus tierras frenando la expansión de la frontera de los latifundios aledaños. El carácter reiterativo de estas ordenanzas coloniales dice mucho de su eficacia. En la práctica, ni el latifundio fue frenado, ni los pueblos de indios mantuvieron su pureza por la pronta intrusión de blancos y mestizos. No obstante, el hecho que debe subrayarse es el papel de estos centros en la reproducción de la cultura de los colonizados. De la misma manera que el indio fue el resultado de la colonización, la indianidad, entendida como defensa y reivindicación de una cultura, fue la respuesta a las nuevas condiciones de opresión y probablemente la única estrategia de sobrevivencia.
La nueva regiónalización del espacio andino aparece también con la implantación del sistema colonial. Antes eje la conquista, el Tawantinsuyo constituía una unidad derivada de la cohesión establecida por el Estado Inca. La existencia de tensiones internas sugieren los límites del ordenamiento impuesto por el Estado, pero no invalidan su principio. La puesta en marcha de la colonización significó básicamente la conversión de esta economía agraria tradicional en una economía fundamentalmente minera, en respuesta a las exigencias de la acumulación primitiva del capital. Potosí y Huancavelica, el yacimiento productor del mercurio, se convierten así en los nuevos ejes del ordenamiento del espacio colonial. Como lo demuestra Assadourian en un persuasivo trabajo,3 la racionalidad última de regiones tan distantes como Quito, con su producción de textiles, de Córdoba y Tucumán, con su producción de muías y vinos, de los valles interandinos del sur-peruano, con su producción de coca, fue la satisfacción de la creciente demanda de bienes de consumo y bienes de producción por parte del mercado mine
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ro. El espacio económico colonial, por consiguiente, funcionó como una unidad en torno a un polo articulante, pero a su vez éste resolvió sus necesidades imponiendo una eficiente división geográfica del trabajo.
El funcionamiento y la reproducción de este modelo supuso que el centro minero sostuviera su capacidad de arrastre y que el Estado colonial mantuviera la eficacia de su política mercantilista. Por esto, el eclipse del sector minero, desde la segunda mitad del siglo XVII, y las erosiones en la política económica del Estado colonial crearon las condiciones para el establecimiento de brechas internas en el espacio colonial. Los casos de Argentina y Venezuela constituyen ejemplos extremos. Pero al interior del propio espacio andino, las transformaciones del callejón andino del Ecuador moderno y de la sociedad valluna en Cochabamba desde la segunda mitad del siglo XVIII evidencian esta ruptura.4 El territorio andino de la Audiencia de Quito había sido la región básica de los obrajes, especializado casi enteramente en la producción textil. Al producirse las primeras fisuras en el monopolio comercial que permitieron la creciente importación de telas inglesas, la obsolescencia tecnológica de estas unidades no les permitió competir eficazmente con la producción foránea. El resultado fue el cierre de obrajes, el traslado casi masivo de la población indígena hacia las zonas del litoral de Guayaquil, creándose de esta manera la oferta de mano de obra indispensable para el posterior ascenso de las plantaciones de cacao. Ejn Cochabamba, por otra parte, Brooke Larson ha demostrado cómo la transformación de las relaciones de producción en la estructura agraria fue el resultado del debilitamiento de los nexos establecidos anteriormente entre el mercado potosino y la producción de granos de Cochabamba. No fue distinto el camino optado por las plantaciones azucareras de los valles de la costa peruana.
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En la sociedad colonial tardía, en suma, regionaliza- ción y etnicidad aparecen como fenómenos contradictorios y complementarios al mismo tiempo. La contrapartida de la fragmentación espacial derivada del potencial productivo de cada región y de las demandas de sus grupos dominantes en favor de una ruptura de los lazos externos e internos de subordinación - (Madrid y Lima), fue la dispersión de la población nativa dentro de las principales unidades productivas que cada región contenía. Pero es aquí donde se constituye una situación que merece una discusión cuidadosa.
La mercantilización creciente de la economía colonial terminó por romper el aislamiento de la población nativa y alterar de manera significativa el modelo inicial que la metrópoli impuso, basado, como se ha señalado antes, en la superposición, como conjunto, de colonizadores y colonizados. Además, al interior de regiones ahora segmentadas como consecuencia del propio proceso de la sociedad colonial, el control de los recursos estratégicos y de los medios de producción separaba a los propietarios de quienes sólo contaban para su sobrevivencia con la venta, de su fuerza de trabajo. En ambos lados del espectro social estuvieron ubicados miembros de los diferentes estamentos de la sociedad, con entera independencia del color de su piel. Ciertamente que no existieron indios entre los grandes propietarios de minas ni entre quienes controlaron el comercio internacional, pero no puede dejar de reconocerse que la riqueza y los privilegios de muchos caciques indios era superior a la que disfrutaban con anterioridad a la conquista. Las clases, para decirlo de otra manera, estuvieron objetivamente constituidas. Pero, lo importante es que la dinámica colonial impidió que sus intereses fueran reconocidos en estos términos y subordinó esta dimensión en la conciencia de opresores y oprimidos al mantenimiento de la dialéctica colonizador/ colonizado. Las relaciones coloniales, por consiguiente,
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vieron y encapsularon esta nueva dimensión de la explotación y permitieron que los indios mantuvieran como conjunto una adhesión étnica, por encima de sus profundas diferencias sociales internas, y que se separaran de los otros grupos étnicos pese a compartir una situación objetiva de explotación. Es más, frente a los blancos esta separación traducía muchas veces una auto-percepción de inferioridad. No es otro el significado y el mensaje de las rebeliones indígenas de fines del período colonial. Ciertamente que levantamientos como los que lidereó Tu- pac Amaru incorporan en su seno a negros, mestizos y españoles, como es también evidente que el ejército de represión realista incorporó huestes indias comandadas por algunos caciques. Estos hechos evidencian que la estratificación colonial, después de tres siglos de opresión, empezaba a alterarse en sus principios, pero que todavía estos no eran cambios suficientes como para modificar sustantivamente la naturaleza de su ordenamiento.5
Dentro de este contexto, las guerras por la emancipación y la conversión de las antiguas colonias españolas del área andina en naciones independientes, abren un intenso debate sobre los modos en que debían ser organizadas estas nuevas naciones, sobre el sentido de la nacionalidad. De una manera errática y más implícita que explícita empieza a abordarse lo que será más tarde el problema nacional. Ciertamente que en las postrimerías de la colonia, algunos periódicos como el Mercurio Peruano habían difundido diversos trabajos de la inteligencia criolla que traducía un interés inédito por la patria” americana y la potencialidad de sus recursos. Empero pese a su valor como síntomas eran básicamente ejercicios académicos y sin mucha trascendencia práctica. Pero en el contexto de las luchas por la emancipación de la región, la aristocracia criolla de la región andina, que en verdad no hizo mucho por ella, se encontró súbitamente con un ordenamiento político de nuevo tipo, y, sobre to
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do, enfrentada a la necesidad de legitimar nacionalmente su dominación. Su fracaso para construir un efectivo Estado nacional y para cimentar nacionalmente su autoridad son evidencias suficientes de la persistencia de las raíces coloniales en estas sociedades nacionales y la reproducción, en una escala distinta, de los problemas étnicos y regionales en la historia nacional de los tres países..
Por otra parte, se ha observado la existencia de una estrecha correlación entre la relativa homogeneidad étnica de algunas regiones del sistema colonial y su participación activa en los movimientos independentistas. Argentina y Chile constituyen un excelente ejemplo de esta situación. En cambio en México y en el Perú, sociedades caracterizadas por una profunda heterogeneidad étnica, el proceso por la independencia tuvo características diferentes. Son muchas las razones que explican esta situación, pero aquí quisiera referirme a una, probablemente la más significativa.
La derrota militar de Tupac Amaru en 1780 cierra de manera definitiva la participación de la población indígena en los movimientos de liberación nacional. La represión buscó no solamente el aniquilamiento de los rebeldes, sino la destrucción de los símbolos y de la memoria colectiva de los indígenas. Obras como Los Comentarios Reales del inca Garcilaso de la Vega fueron prohibidas, al mismo tiempo que toda representación que aludiera a la grandeza de la civilización incaica. En la reanudación posterior de las guerras por la independencia, toda la iniciativa corresponderá a la población criolla, apoyada eficientemente por las tropas del sur liderea- das por San Martín, o por las tropas del norte lidereadas por Bolívar. En estas circunstancias la participación de la población indígena tuvo dos manifestaciones. Por un lado, participó de manera indiferenciada, tanto dentro de los ejércitos realistas como de los ejércitos patriotas, enfrentándose a sí misma. La escala de su deserción dice
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mucho de su compromiso. Por otro, participó también en los movimientos lidereados por los criollos, como en Huánuco en 1812 o en el Cuzco en 1814; en ambos casos, dada la debilidad numérica de los criollos, el fortalecimiento de sus huestes fue conseguido invocando la alianza con los indios sobre la base de un conjunto de reivindicaciones referidas tanto a la condición de los criollos como a la de los indios. Pero esta alianza resultó ser extremadamente precaria, porque cada vez que el liderazgo criollo, en la dinámica de la movilización, aparecía sobrepasado por las demandas indígenas los primeros buscaron la disolución del movimiento. Y este fue un comportamiento reiteradamente repetido.
En última instancia lo que esta experiencia sugiere es que el conservadurismo criollo no fue sino la traducción de un profundo miedo social frente a la amenaza de una movilización independiente de los indios que hubiera terminado no sólo con el poder político de la metrópoli, sino con el propio poder y privilegios de los criollos. Y si finalmente los criollos peruanos se resignan a la independencia, como Iturbide en México, fue porque la revolución liberal de 1820 en España creaba ahora condiciones inaceptables. Era preferible, en suma, construir una República conservadora, a continuar siendo parte de una colonia dependiente de una metrópoli liberal.
Este terror social, casi físico, de la población blanca a ser confundida con indios, mestizos y negros, subyace en el nuevo ordenamiento político de las tres Repúblicas. Es decir, un sistema político que fuera la expresión del dominio de una minoría y que específicamente excluyera la participación de los indios. La designación de <(perua- nos,, o “bolivianos” a la totalidad de los habitantes del Perú y de Bolivia eran evidentemente metáforas muy burdas para camuflar esta situación. Cuando hablaban del Perú se referían, como decía Bartolomé Herrera con cierto candor, “al Perú español y cristiano, no conquistado
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sino creado por la conquista”.6 Que la debilidad económica y política de los criollos no les permitiera ejercer de manera directa el control del Ejecutivo, sino que éste cayera en poder de los rústicos caudillos militares de las propias guerras por la emancipación, casi todos mestizos, no altera en nada ni el sentido ni el contenido social de la República. Porque ni el Estado modeló una nación, ni los caudillos militares contaron con las bases materiales e ideológicas como para ejercer una dominación perdurable.
Pero la emancipación también abre para el área andina un extenso período de estancamiento económico que tuvo consecuencias significativas para el ordenamiento espacial de las economías de los tres países y para la condición de la población indígena. Efectivamente, la independencia terminó por destrozar las unidades productivas que habían sido el sustento de la economía colonial de exportación, mientras que la supresión de la mita, la asignación forzada de mano de obra indígena al sector minero por parte del Estado colonial, hizo inoperantes los esfuerzos por restaurar la minería peruana y boliviana. La consecuencia de este estancamiento fue doble: por una parte, el virtual repliegue de sus economías del mercado internacional y, por otra, una más profunda desarticulación interna de los ahora espacios nacionales. Cada región constituía el entorno geográfico de un conjunto de unidades productivas, básicamente haciendas, cuya debilidad económica las incapacitaba para intentar articular en tomo suyo a las otras regiones y cuyos excedentes apenas servían para satisfacer la demanda de los minúsculos mercados internos a cada región, es decir sin la capacidad de alimentar flujos extra-regionales de circulación. La inexistencia de mercados nacionales y el aislamiento recíproco entre regiones por la ausencia de rutas de transporte garantizaron el mantenimiento de esta situación.
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Las razones de este estancamiento hay que buscarlas no sólo en el estancamiento de las fuerzas productivas, sino también en los efectos de la temprana expansión comercial británica. La única industria nativa era la de los textiles, pero desde las brechas que los Borbones establecieron en la política monopólica de España la producción de los obrajes resultó inadecuada para competir exitosamente con las telas introducidas desde Europa. La libertad de comercio que los nuevos gobiernos garantizaron tuvo en este sentido el efecto de abrir de par en par las puertas de las aduanas y los raquíticos mercados regionales, desalojando de manera definitiva a la producción local. Sin mercados internos protegidos era obvio que no sólo no existieran estímulos internos a la producción, sino que el potencial restablecimiento de estas economías tenía que en adelante ser función de la demanda externa y del mercado internacional.
Esta reactualización de la división espacial del trabajo está particularmente ejemplificada en el caso de la región sur-peruana, cuya economía fue sorprendentemente dinámica en este marco de estancamiento generalizado. El sur peruano era el habitat tradicional de la ganadería andina (llamas, alpacas, vicuñas) cuyas lanas constituyeron insumos importantes para la producción industrial inglesa. A través de casas mercantiles extranjeras localizadas en puertos como Islay y Moliendo, o en la propia ciudad de Arequipa, muy pronto se estableció un intenso tráfico comercial sustentado por la producción lanar, operación que sirvió también para que la élite arequipeña hiciera del comercio de intermediación el sustento de su recuperación económica y política. Pero la traducción política e ideológica de esta recuperación material en un país desarticulado como el Perú, al igual que lo ocurrido en el siglo XVII en la región de Cataluña, no podía expresarse sino en la emergencia y en la consolidación de una conciencia regional y en reivindicaciones regionales
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cuyas formas más extremas apuntaban a la secesión regional del Perú.
Para la población indígena también la recesión económica de este período tuvo importantes consecuencias. Cancelada una estructura política e ideológica encargada de sancionar su separación colonial frente a los colonizadores y desaparecidos los nervios que permitieron la articulación económica del espacio colonial, la población indígena fue arrinconada al interior de sus pueblos o permaneció cautiva dentro de las haciendas. La supresión del tributo en el borde de la segunda mitad del siglo XIX, la tradicional extorsión fiscal colonial reimplantada por los primeros gobiernos republicanos para financiar su gasto público, profundizó este aislamiento, porque ahora ya no era necesario ni siquiera producir excedentes para el mercado a fin de reunir como antes las monedas necesarias para pagar el tributo. Esta dispersión e incomunicación redujo el horizonte en la conciencia de la población indígena sobre su propia situación. Probablemente los indios no solo no se creían “peruanos”, sino que también dejaron de percibirse como indios, como quechuas o como aymaras, para asumir una conciencia parroquial. “Yo soy de tal pueblo” o “de tal hacienda”, es seguramente la expresión que mejor traduce esta situación.
La guerra de 1879 que enfrentó militarmente a Perú y Bolivia contra Chile es la mejor prueba para medir esta situación y para evaluar sus resultados en el desenlace del conflicto. Con la excepción del campesinado indígena de regiones altamente mercantilizadas como el valle del Mantaro, en la sierra central del Perú, la población indígena de las otras regiones fue impermeable a la invocación de las oligarquías peruanas y bolivianas para concurrir a la defensa de la patria en peligro. Para los indígenas del Perú ésta era una guerra de blancos y el “general Chile” y el “general Perú” no tenían mucho que ver con sus experiencias cotidianas. Por esto, indígenas
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y chinos —un nuevo grupo étnico introducido entre 1840 y 1870 en número de cien mil para resolver la secular escasez de mano de obra de las haciendas de la costa peruana— convirtieron una guerra formalmente nacional en-otre Perú y Chile en una guerra social con componentes étnicos y de clase de insospechadas consecuencias.7 La ausencia de una efectiva ocupación militar chilena en territorio boliviano impide examinar el papel del campesinado indígena en Bolivia durante el conflicto, pero su trayectoria histórica similar a la del Perú permite pensar que no hubiera sido distinto. En suma 1879 sirvió para revelar que en Bolivia y el Perú cinco décadas de vida política independiente, de vigencia de una República y de un Estado no habían hecho mucho por resolver las antiguas brechas Qcleavages) coloniales, ni habían permitido que sus clases dirigentes crearan una sociedad efectivamente nacional. Al interior de ese abuso del lenguaje que era el Perú, para utilizar la mordaz frase de un historiador peruano, y también de Bolivia y del Ecuador porque la situación en estos países no fue significativamente distinta, las regiones fracturadas seguían encerrando indios cuya condición material era probablemente más precaria que durante el período colonial.
Debe recordarse que, en consonancia a la política liberal que animaba la acción de los nuevos gobiernos, se propendió a la supresión ele todas las barreras jurídicas que frenaban la conversión de la tierra en mercancía. La más célebre decisión en este sentido fue tomada por Bolívar en 1824, al autorizar a las comunidades indígenas la libre disnosición de sus recursos. Seguramente que está decisión jurídica no fue suficiente para producir el cambio, pero preparó las bases para una segunda expansión del latifundio cuando una inserción más profunda en el mercado internacional obligó a estas unidades a aumentar su producción por el incremento de sus fronteras agrícolas. Y este fue efectivamente el proceso que de manera
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decisiva empieza a diseñarse en el área andina desde la última década del siglo XIX. Para las décadas entre 1820 y 1880 y para el caso de Bolivia, Grieshaber en un notable trabajo8 ha demostrado que las comunidades en su población tributaria la aumentan entre 1838 y 1877, mientras que el volumen de tributarios de las haciendas decrece en este mismo período. En circunstancias de un repliegue de la economía andina del mercado internacional la estabilidad, por consiguiente, está del lado de las comunidades y no de las haciendas. Lo que demuestra la capacidad de resistencia de este fragmentado campesinado andino cuando no tiene que hacer frente a la alianza combinada entre la oligarquía terrateniente nativa y el capital internacional.
La derrota del ejército peruano y la posterior ocupación del territorio peruano por parte de las tropas chilenas fueron el resultado del conflicto del Pacífico. Esta derrota sirvió para demostrar el desinterés de la clase dominante para transformar una sociedad colonial en una sociedad nacional v su incapacidad para establecer una lealtad nacional entre las diferentes clases y segmentos étnicos de la sociedad peruana. A su prejuicio secular contra los indios y los negros, el arribo masivo de cerca de cien mil chinos en las décadas anteriores a la guerra de 1879 la llevó a la convicción de que el atraso peruano se debía a la presencia y a la degeneración de todas estas razas y que una de las maneras de corregir esta situación era recurriendo a la importación masiva de colonos europeos blancos reputados por su dedicación al trabajo. Esta deliberada política de exclusión, implementada por la oligarquía civilista, lejos de cerrar las brechas sociales heredadas del período colonial tendió más bien a agravarlas.
Pero de la derrota en la guerra contra Chile emergieron también las condiciones necesarias que permitieron por vez primera en la historia del pensamiento político peruano la formulación de un cuestionamiento rá-
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dical de las bases mismas del ordenamiento oligárquico de la sociedad. La principal figura de este cuestionamien- to fue Manuel González-Prada. En un célebre discurso subrayó con mucha claridad que las causas de la derrota había que buscarlas al interior de la sociedad peruana:
( . . . ) los verdaderos vencedores, las armas del enemigo, fueron nuestra ignorancia y nuestro espíritu
de servidumbre ( . . . ) con los ejércitos de indios disciplinados y sin libertad el Perú irá siempre a la derrota. Si del indio hicimos un siervo, ¿qué patria defenderá? Como el siervo de la edad media., sólo combatirá por el señor feudal ( . . . ) . Hablo, señores
de la libertad para todos y principalmente para los
más desvalidos. No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada ñor la muchedumbre de indios diseminados en la banda oriental de la cordillera.9
Para González-Prada, por consiguiente, esta desintegración social era la responsable de la derrota, desintegración traducida en la marginación de la inmensa mayoría de la población nativa y en la condición de servidumbre en la que vivían:
Alguien di i o que el Perú no es una nación sino un
territorio habitado ( . . . ) cabe, por ahora, una buena dosis de verdad. Si Perú blasona de constituir una nación, debe manifestar dónde se hallan los ciudadanos, los elementos esenciales de toda nacionalidad. Ciudadano quiere decir hombre libre, y aquí vegetan rebaños de siervos.10
La corrección de esta situación, en el pensamiento del autor, implicaba cancelar la opresión del indio e integrar la nacionalidad, Pero ni lo uno ni lo otro podrían
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lograrse recurriendo a las recetas educativas propugnadas por la oligarquía:
Si por un fenómeno sobrehumano, los analfabetos nacionales amanecieran mañana no sólo sabiendo leer
y escribir, sino con diplomas universitarios, el problema del indio no habría quedado resuelto: al proletariado de los ignorantes sucedería el de los bachilleres y doctores.11
Estas premisas llevaron a González-Prada a una formulación correcta del problema indígena: “la cuestión del indio más que pedagógica es económica y social”, siendo el primero en vincular su emancipación al problema de la tierra y en sugerir que su liberación no puede ser sino el resultado de sus propios esfuerzos:
( . . . ) el indio se redimirá merced a su esfuerzo propio, no por la humanización de sus opresores. Todo blanco es, más o menos, un Pizarro, un Valverde o un Areche.12
La traumática experiencia de la guerra con Chile, por consiguiente, permitió la apertura de una discusión inédita sobre la naturaleza de la sociedad peruana y sobre el sentido de la nacionalidad entre ideólogos pertenecientes a todas las gamas del espectro social. Pero eran apenas los inicios de una discusión que adquirirá tonos más altos en las décadas siguientes como consecuencia de nuevos cambios que removerán los cimientos mismos del conjunto de la región.
Desde los comienzos del último tercio del siglo XIX el conjunto de la América Latina reingresa de manera masiva al mercado internacional a través de un extraordinario crecimiento de sus economías de exportación y el flujo masivo de capital europeo. Esta renovada exportación de capital tiene sin embargo características distintas al papel desplegado por el capital británico en las décadas anteriores. Mientras que hasta el borde de la década de los 70 del siglo pasado, la exportación del capital inglés operó
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bajo la forma de préstamos a los diferentes estados latinoamericanos, desde el último tercio del XIX, como consecuencia de profundas transformaciones en el conjunto de la economía europea, las inversiones británicas serán fundamentalmente directas, para poner en marcha la explotación de los recursos estratégicos de la región. Estas transformaciones signan el inicio de la producción y exportación masiva de la plata y el estaño, en el caso de Bolivia, y del cacao, en el caso del Ecuador.
La reconstrucción de la economía de exportación peruana de la postguerra se operó bajo mecanismos similares. Paralelamente a la masiva inyección de capital extranjero, se procedió a un reordenamiento de las bases de la producción, traducido en la concentración y monopolización de la tierra y de yacimientos mineros como el petróleo.13 La expansión del capital extranjero, británico y norteamericano, era una de las dimensiones más visibles de la expansión del capital en su fase imperialista; por consiguiente, su función básica fue incrementar en esta región el nivel de la acumulación del capital para proceder a su realización tanto en Europa como en Estados Unidos. Este mecanismo colonial de la expansión imperialista dio nacimiento en el área andina a complejas unidades de producción que los sociólogos, a falta de una terminología mejor, han denominado 'enclaves” y cuya traducción espacial fue el incremento de la segmentación interior de los países. La inexistencia de un sólido mercado interno, asociado a que las materias primas eran producidas y exportadas para satisfacer la demanda del mercado internacional, terminaron por provocar el establecimiento de “bolsones” económicos extremadamente dinámicos, pero sin una efectiva articulación interna.
Para el caso del Perú, dada la estrecez del mercado interno, puede percibirse este nuevo ordenamiento del espacio económico peruano observando la composición de su comercio exterior:
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Cuadro I
Composición en porcentajes del valor de las exportaciones peruanas
Años Azúcar Algodón Lana Plata Cobre Caucho Petróleo1890 28 9 15 33 1 13 —
1895 35 7 15 26 1 14 —
1900 32 7 7 22 18 13 —
1905 32 7 8 6 10 16 —
1910 20 14 7 10 18 18 21915 26 11 5 5 17 5 101920 42 30 2 5 7 1 51925 11 32 4 10 8 1 241930 11 18 3 4 10 — 30
Fuente: Rosemary Thorp and Geoffrey Bertram, Perú 1890 -1977,Growth and Policy in an Open Economy,, New York, Co-lumbia University Press, 1978, p. 40.
El cuadro anterior muestra el peso específico de los principales productos que impulsaron el restablecimiento y la dinámica de la economía peruana desde fines de la guerra con Chile hasta el impacto de la crisis mundial de 1929. Pero importa reiterar la específica localización de las unidades productivas que generaron estas materias primas: el valle de Chicama, en la costa norte, para el caso del azúcar; la sierra central, para la plata y el cobre; la sierra sur, para las lanas; el oriente, para el caucho y el extremo de la costa norte para el caso del petróleo. En suma, estamos en presencia de una peculiar organización económica del espacio, caracterizada por la segmentación regional y por la profunda articulación de cada una de estas regiones con el mercado internacional. Características similares presentaron las economías de Bolivia y el Ecuador.
El término “enclave” designa la fractura espacial producida por este tipo de funcionamiento de la econo
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mía de exportación, y de manera más precisa apunta al frágil enlazamiento regional y sectorial asociado a los débiles valores de retorno generados por estas unidades productivas orientadas hacia el mercado externo. Pero no quiere decir, ciertamente, que al interior de cada región hayan dejado de producirse cambios profundos como consecuencia de la operación de un yacimiento minero o de una plantación azucarera. Por el contrario, la rentabilidad de estas unidades dependía del éxito que tuvieran en subordinar, en su beneficio, al conjunto de las unidades precapitalistas que operaban al interior del entorno general. Es decir que las ganancias de las empresas nativas y extranjeras que creaban un enclave capitalista eran una función al mismo tiempo de la explotación capitalista de la fuerza de trabajo en cada empresa y de la apropiación de los excedentes generados por los latifundios tradicionales o las pequeñas propiedades campesinas. Esta articulación tuvo como una de sus principales características una sustantiva reducción de los costos de producción, por el bajo valor de la fuerza de trabajo, lo que permitía una sobreganancia en la venta de las materias primas colocadas en el mercado internacional puesto que sus precios finales de venta eran fijados en función de las condiciones técnicas de producción más óptimas.
Ahora bien, es igualmente importante señalar que los requerimientos productivos de cada enclave obligaron a que las unidades productivas tradicionales elevaran sustantivamente el nivel de su producción. Muchas veces también la sustitución de cultivos de alimentos para el mercado local por cultivos más rentables para la exportación obligó a que haciendas hasta entonces fundamentalmente auto-suficientes empezaran a producir para el mercado, a fin de satisfacer la demanda interna. Dada la debilidad tecnológica de estas unidades y su escasa capitalización, este incremento de la producción se obtuvo recurriendo a típicos mecanismos precapitalistas, es decir
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fuerza de trabajo. En el contexto andino este mecanismo se tradujo en una masiva expansión de los latifundios sobre las tierras de los campesinos y también por la captura de mano de obra indígena al interior de sus fronteras, puesto que desde el célebre decreto de Bolívar no existía ninguna defensa jurídica contra este asalto. La respuesta campesina fue fácil de prever: la primera y segunda década del siglo XX fueron en los Andes el escenario de masivos levantamientos campesinos en protesta por este despojo, mientras que las primeras capas obreras, cuyo nacimiento fue la contrapartida de la operación de los primeros enclaves capitalistas, iniciaban su organización y movilización bajo el acicate del ascenso de los precios y el deterioro de sus condiciones de vida. Este fue el nuevo escenario para el replanteamiento de la cuestión indígena, la cuestión regional, el problema nacional. Examinemos brevemente los términos del debate.
El reacondicionamiento espacial provocado por el funcionamiento de esta economía de exportación estuvo también acompañado por cambios significativos en la estructura política de la región. En el caso del Perú entre 1895 y 1930 la clase dominante que mantuvo el control político del Estado ya no estaba compuesta por los rústicos caudillos militares de las décadas anteriores, sino que se tradujo en una exitosa articulación de los intereses de terratenientes y burguesía exportadora, en el frente externo. Que fue una alianza eficiente lo dice la notable estabilidad política alcanzada durante todo este período. Estabilidad que no implica la existencia de continuos reacomodos internos derivados de la necesidad de alcanzar una mejor integración con el capital y el mercado internacionales, a través del desplazamiento de los sectores más renuentes a este tipo de vinculación. Son síntomas de este curioso “modernismo” las reformas intentadas en el brevísimo interludio populista de Billinghurst (1912- 1914) y aquellas implementadas en la primera etapa del
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célebre “oncenio” de Leguía, es decir los años entre 1919 y 1922 al interior de su prolongado gobierno que dura hasta 1930.
La dominación política establecida por la burguesía de este período revistió una forma oligárquica, es decir supuso la concentración del poder político en manos de un grupo de familias aristocráticas, al mismo tiempo que recortaba el espacio político de las clases populares. Pero la presencia del campesinado andino y de los obreros a través de sus intensas movilizaciones en el escenario político obligó a la clase dominante a discutir la condición indígena y a sugerir problemas para su solución, al mismo tiempo que los ideólogos más lúcidos de la oligarquía integraban la discusión de este tipo de problemas al interior de una meditación más vasta sobre el Perú como problema y como posibilidad.
¡Queremos Patria! es la frase patética de Víctor Andrés Belaunde que mejor traduce el desasosiego y la esperanza de este fino aristócrata. El, al igual que otros connotados integrantes de la generación de 1900, como Manuel Vicente Villarán, Francisco García Calderón y José de la Riva Agüero, se encargaron de fundar las premisas ideológicas que legitimaron la dominación oligárquica y encararon el problema del indio prescribiendo medidas educativas, extensión del catolicismo, legislación tutelar y proscripción del uso del alcohol y de la coca. Durante la primera etapa del gobierno de Leguía y bajo la influencia del pensamiento de hombres como José Antonio Encinas, Germán Leguía y Félix Cossio se crearon incluso organismos como la sección de Asuntos Indígenas, el Comité Pro-Derechos Indígenas Tawantinsuyo y el Patronato de la Raza Indígena con el propósito de 'proteger” a la población indígena y “denunciar” su explotación. En la práctica, sin embargo, si bien estas instituciones sirvieron para acentuar la toma de conciencia de
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la existencia de un problema, en cambio sus medidas carecieron de eficacia práctica.
La mediana y pequeña burguesía fue igualmente golpeada como consecuencia de los cambios introducidos por el nuevo funcionamiento de la economía y sensibilizada por la intensa movilización indígena y popular urbana. En el caso de la costa norte, el reactivismo de la agricultura de exportación fue logrado mediante la subsunción de docenas de haciendas dentro de tres grandes complejos agro-industriales, arrinconando a sus antiguos propietarios y a comerciantes locales en posiciones subalternas. Estos hechos y la creciente penetración del capital imperialista en otros sectores crearon las condiciones para la emergencia de un movimiento que desde sus inicios reivindicó los intereses lesionados por el capital extranjero y rechazó ios efectos nocivos de la expansión imperialista. Tal fue el contenido del mensaje aprista y del célebre libro El Antimperialismo y el Apra escrito por el jefe y fundador del partido Víctor Raúl Haya de la Torre. En el programa del aprismo, el problema del indígena y de la tierra estaban asociados y eran parte de las transformaciones que el Estado antimperialista, como expresión de la alianza entre clase media, obreros y campesinos, debía emprender. Pero sus tesis nunca se implementaron porque el Apra no tuvo la ocasión de llegar al poder, y cuando co-gobernó más tarde con las fuerzas políticas más conservadoras no fue sino para silenciar sus tesis primigenias.
La pequeña burguesía, sobre todo de provincias del interior como el Cuzco, testigo directo de la movilización campesina en contra del despojo de sus tierras y de la explotación impuesta sobre ella por los gamonales regionales, tradujo su sensibilidad frente a este problema mediante el respaldo y la pérdida de un mensaje indigenista. Este “indigenismo” inspiró la eclosión en el campo de la literatura y de las artes en el Perú de la década de los veinte de una serie de obras que plasmaron en la plás
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tica el sufrimiento y la esperanza de los indios, forjando así una de las columnas de la cultura peruana contemporánea. Pero su mensaje traducía también de manera abigarrada una política de tipo paternalista, cuya exigencia más extrema era propiciar el retorno a la felicidad perdida del pasado.
En este contexto adquieren particular relieve la reflexión y los escritos de José Carlos Mariátegui entre 1927 y 1930. La obra de Mariátegui, particularmente sus Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Pemana, constituye el primer análisis marxista de la realidad y de los problemas del Perú donde la problemática indígena, al igual que en el pensamiento de González-Prada, está asociada al problema de la tierra, pero cuya solución, y en esto se separan, depende de la transformación global de la sociedad peruana. Dada la debilidad del proletariado peruano en ese momento, Mariátegui pensaba que el cambio sería el resultado de la acción de una alianza entre los diferentes sectores populares, pero cuya dirección correspondía a los obreros. A diferencia de Haya, y por las características coloniales de la sociedad peruana, no tenía mucha ilusión sobre la potencialidad revolucionaria de la clase media y no pensaba que el capital extranjero tenía lados buenos y lados malos. Su muerte prematura y la inmediata subordinación completa del Partido Comunista Peruano a los dictados de la III Internacional congelaron el desarrollo del marxismo en el Perú y determinaron que la educación y la movilización del creciente proletariado peruano fuera en adelante conducido por el Apra o abandonado a la demagogia populista de dictadores y oligarcas.
La crisis de 1929 en toda América Latina generó trastornos económicos y políticos. En el caso del Perú hizo pedazos la “Patria Nueva” que Leguía soñaba construir. Pero el ascenso y la combatividad de los sectores populares alimentada por la misma crisis sólo pudo ser
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contenida y derrotada mediante una feroz represión. Tal fue la misión fundamental del golpe y del breve gobierno de Sánchez Cerro. Durante su gobierno, y el de Benavides y Prado, es decir entre 1931 y 1945, la fracción más tradicional de la burguesía logra imponer una política que acentúa la dependencia internacional de la economía peruana, cancelando los tímidos esfuerzos destinados a renovar la estructura económica y política. Con todo no pudo evitar que en algunas regiones, como en el sur, un grupo de industriales modestos pugnara por una política de aliento a la industrialización y de protección del mercado interno por parte del Estado. Fue esta burguesía provincial la que apeló a los símbolos y a las imágenes del indigenismo para intentar soldar una alianza con las clases populares bajo el manto del regionalismo. Pero a nivel de la política oficial estos fueron años de una cruda regresión a la prédica hispanista más añeja. Al lado de un Manuel Vicente Villarán, quien propugnaba todavía la superación del indio mediante la educación, en 1937 el filósofo Alejandro O. Deustua comentaba sobre el problema indígena en los siguientes términos:
El Perú debe su desgracia a esa raza indígena que ha llegado, en su disolución psíquica, a obtener la rigidez biológica de los seres que han cerrado definitivamente su ciclo de evolución y que no han podido trasmitir al mestizaje lac virtudes propias de razas en e! período de su progreso. Es doloroso reconocer este hecho, pero es necesario reconocerlo para, plantear el problema de la educación indígena dentro de los
términos que la experiencia ofrece. Está bien que se utilice las habilidades mecánicas del indio; mucho mejor que se ampare y defienda contra sus explotadores de todas especies y que se introduzca en sus costumbres los hábitos de higiene que carece. Pero no debe irse más allá, sacrificando recursos que
serán estériles en esa obra superior y que serían más
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provechosos en la satisfacción urgente de otras necesidades sociales. El indio no es y no puede ser sino una máquina.14
La crisis de 1929 obligó a muchos gobiernos de la América Latina a adoptar una política económica destinada a atenuar sus efectos, particularmente aquellos referidos al comportamiento de la balanza comercial de sus economías. Empezó así la etapa de la industrialización sustitutiva de importaciones y cuyas consecuencias fueron el fortalecimiento industrial de algunos países, así como el ensanchamiento del mercado interno. Pero en el caso del Perú el panorama fue distinto. Por una parte, el rol abrumador asignado al sector público durante el “once- nio” de Leguía generó una reacción opuesta, convirtiendo a los gobiernos posteriores, con la notable excepción de Bustamante (1945-1948), en firmes adeptos de una „ política económica extremadamente liberal. Por otra, el control absoluto ejercido por el capital extranjero sobre el sector minero, desde comienzos del siglo XX, hizo que las empresas extranjeras fuesen las más afectadas por los efectos de la crisis, de manera que la burguesía nativa pudo continuar sin mucha reticencia su respaldo al patrón de crecimiento basado en las ventajas comparativas del país. Esto explica también por qué la recuperación de la economía de exportación peruana fue sorprendentemente rápida en comparación con la de los otros países de la América Latina. El cuadro siguiente muestra, hasta 1974, cuáles fueron los productos que alimentaron este crecimiento:
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Cuadro II
Composición en porcentajes del valor de las exportacionesperuanas
Años Azúcar y Lana y Productos Cobre y Plomo y Petróleo HiervoAlgodón Café de pesca Plata Zinc
1930 28.5 3.3 — 20.1 6.8 29.7 —
1935 34.4 3.0 — 17.7 2.2 37.8 —
1940 28.2 5.2 — 22.3 3.1 24.8 —
1945 52.9 3.3 0.9 9.6 7.4 12.5 —
1950 50.5 4.6 2.9 9.4 11.7 13.11955 38.8 5.1 4.4 16.9 14.8 8.2 3.01960 27.8 5.9 11.5 27.5 8.9 4.1 7.61965 18.6 5.7 27.8 24.0 11.1 1.4 7.01970 11.2 4.6 32.2 31.5 7.8 0.7 6.31974 16.8 3.5 15.6 33.7 14.9 0.2 4.0
F u e n t e : Rosemary Thorp y Geoffrey Bertram, Op. c it . , pp. 153 y 208.
Pero si bien el crecimiento de la economía peruana entre la década de los 30 y de los 60 siguió basada en el dinamismo de su sector exportador, el inicio de los años 50 marca el comienzo de una importante diferenciación de su estructura productiva a través de una intensificación de su crecimiento industrial. Este hecho, ligado a la ampliación del mercado interno y a una mayor articulación espacial del país producida por la construcción de la carretera panamericana y de rutas internas por iniciativa de la ley de “conscripción vial” fortalecieron las bases de una mayor integración del país.
La década del 50 presenció también el inicio de profundos cambios sociales cuyas experiencias más significativas fueron el incremento de la urbanización, la explosión demográfica y migratoria del campo a la ciudad, en momentos en que una renovada politización de las masas populares y el ascenso de expectativas incluso entre la población analfabeta por la “revolución de los radios transis
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tores” contribuían al fortalecimiento de sus demandas políticas. El resultado fue el reinicio de una intensa movilización de los camoesinos en los Andes, pero esta vez sus reivindicaciones encerraban un contenido social y político distinto. El slogan “tierra o muerte” traducía efectivamente la exigencia de un nuevo ordenamiento agrario y el cuestionamiento de las bases mismas del poder oligárquico. Que todos estos movimientos terminaran siendo finalmente derrotados, no significa que la lucha campesina no erosionara profundamente la legitimidad del poder. Aún más, estas movilizaciones convirtieron al campesinado andino en el actor político de primer orden, en circunstancias en que ningún partido político tenía capacidad, ni el interés, de traducir y de coordinar sus objetivos. La revolución boliviana de 1952 y la ley de reforma agraria ecuatoriana de 1964 que cancela el huasipungo, eran otras demostraciones de esta movilización y el punto de partida en la modificación de la opresión feudal que secularmente pesaba sobre el campesinado indígena.
Este trasfondo explica la emergencia del Gobierno Revolucionario de las Fuerazs Armadas en 1968. Efectivamente, la movilización urbana y rural, contenida momentáneamente, constituía una permanente amenaza en tanto la oligarquía peruana continuara renuente a introducir cambios profundos en el ordenamiento interno del país y abrir el espacio político para la participación de las clases populares. En este contexto, la única institución capaz de promover tales cambios eran las Fuerzas Armadas, algunos de cuyos miembros ya no pensaban que la institución debía continuar como la garante del orden oligárquico, y que a través de la doctrina de la “seguridad interior” postularon que, siendo el hombre y la miseria el mejor germen del enemigo interno, era también su deber enfrentar esta nueva amenaza ante la probada incapaca- dad de la burguesía nativa y de los tradicionales partidos políticos.15
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Los análisis sobre el significado y los límites de las medidas tomadas por esta peculiar revolution, como la llamara Eric J. Hobsbawm, constituyen una inmensa literatura. 16 Aquí se desea solamente recordar sus dimensiones más significativas. El propósito, en sus inicios, era cancelar la opresión extranjera impuesta sobre el Perú y retirar a la oligarquía nativa las bases materiales de su dominación interna. De ahí la política de nacionalización de los recursos estratégicos y el establecimiento de una radical reforma agraria. Pero la efectiva soberanía del Perú, en el pensamiento de los militares, sólo podía garantizarla el fortalecimiento industrial basado en la ampliación del mercado interno y en la elevación del nivel de vida de las masas populares, objetivos que justamente la reforma agraria propugnaba. Dada la debilidad de la burguesía nativa y su total alienación al capital internacional, debía ser el Estado el que promoviera estos cambios, al mismo tiempo que debía actuar en el futuro como mediador de las operaciones del capital extranjero.
Para respaldar estos cambios fueron creados organismos ad hoc para promover la movilización popular, pero bajo un estricto control del Estado militar y de sus agentes. La ambigüedad de estas reformas, su rechazo por una fracción de la burguesía nativa y por el conjunto de las clases populares, la crisis económica y bancarrota financiera del Estado fueron el trasfondo de cambios sustantivos en la política del gobierno militar que finalmente condujeron, para utilizar una divertida metáfora de uso corriente en el Perú de hoy, a la transferencia del poder “a la civilidad” en julio de 1980.
El programa elaborado por el Gobierno Militar de las Fuerzas Armadas, en su primera fase, de liberación nacional del exterior y de cancelación de la dominación oligárquica estuvo inspirado en la reflexión y en los escritos realizados por los ideólogos de una clase media radicalizada desde los inicios de la década del 60. El impacto
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de la revolución cubana, la inoperancia de los tradicionales partidos políticos y la renovada beligerancia de los movimientos populares eran el sustento y la razón del renovado interés de estas reflexiones. Ocurrido el golpe militar en 1968, muchos de estos ideólogos accedieron a posiciones muy importantes en el aparato político e ideológico del Estado tanto para implementar estas ideas como para elaborar la nueva ideología justificatoria del Estado militar. La revolución inconclusa de Tupac Amaru, la revaloración del quechua, la riqueza de la cultura popular, la indianidad del Perú se convirtieron así en los temas sustantivos de la ideología nacionalista que el Estado buscó imponer. Pero, como correctamente ha señalado Degregori,17 eran no solamente imágenes carentes de un sustento popular sino que su formulación no correspondía completamente con la realidad sobre la que tenían que actuar los militares. Y es este problema, el significado contemporáneo de los conceptos etnia, indio y nación en el área andina, que es necesario discutir brevemente en esta última parte del trabajo.
Todo cálculo estadístico sobre el número de indios en el área es por principio engañoso. No sólo porque no existe ni siquiera el mínimo acuerdo entre los especialistas sobre la ponderación de cada factor en la definición, sino porque tampoco estos elementos son tomados en cuenta en la realización de los censos nacionales. Pero su desaparición en las cifras, muchas veces concientemente intentada y lograda por los organismos oficiales, no significa que no existan algunas personas qué tienen freponde- ramente algunas características reputadas como indígenas. La más importante de todas ellas es que tengan como idioma materno una lengua aborigen. No es, evidentemente, la única porque cuatro siglos y medio de colonización formal e informal han producido un significativo avance en la castellanización, de tal suerte que capas importantes de la población indígena son perfectamente bilingües
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y con cierto nivel de alfabetismo. La masiva migración del campo a la ciudad ocurrida desde las tres últimas décadas distorsiona igualmente la tradicional identidad entre indio-hombre rural-agricuítor, porque en los barrios marginales de las grandes ciudades, particularmente entre los migrantes recientes, es posible encontrar pobladores que conservan su identidad indígena, dedicados además a labores no agrícolas. Sólo en términos muy gruesos por consiguiente, puede todavía tener una cierta validez indicar que la población indígena es sobre todo rural, cuya lengua materna es un idioma nativo, analfabeta o con niveles muy bajos de educación formal y que en la escala de la distribución de los ingresos ocupa la escala más baja.
La adición de estos diferentes criterios permite, de nuevo de manera extremadamente aproximativa, constatar que la población así definida es preponderante en ciertas regiones y relativamente menor en otras. Algún gracioso inventó en el Perú la palabra “mancha india” para designar al espacio habitacional de la población indígena y que corresponde a los actuales departamentos de Huan- cavelica, Ayacucho, Apurímac, Cuzco y Puno. En el caso del Ecuador el equivalente estaría constituido por el callejón andino de Quito mientras que en Bolivia, por razones históricas, la población indígena reside básicamente en el altiplano. Existe, por consiguiente, una cierta correlación entre espacio y población indígena derivado del proceso de operación colonial del capital. Que los indígenas de Bolivia estén básicamente en el altiplano no es una mera coincidencia, las fértiles tierras de Cochabamba, la eficiente vinculación de su producción con el mercado de Potosí atrajeron muy temprano a criollos y españoles quienes tomaron las tierras bajas dejadas por los indios, establecieron haciendas y encerraron en ellas a quienes regresaban de la mita.
También la condición indígena está definida por rasgos psico-culturales, es decir por su identidad o su con
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ciencia étnica. Se ha señalado en las páginas anteriores que la identidad del indio nació como respuesta a la opresión colonial, a la deliberada separación que los españoles impusieron entre ellos y los otros. Pero en el propio período colonial esta distinción tan neta empezó a alterarse como consecuencia de la diversificación ocupacional de la población indígena (e.g. los artesanos indios de las ciudades) y de la migración (e.g. la oposición forastero/originario). Estos cambios se acentuaron como consecuencia de las transformaciones ocurridas en la economía del área andina desde fines del siglo XIX. El campesino indígena que por fuerza o por grado ingresaba a trabajar en un centro minero o en una plantación azucarera empezó a modificar su percepción de sí mismo y del mundo como consecuencia de las nuevas condiciones de trabajo y de su militancia sindical. Igualmente, la profunda diferenciación entre el campesinado indígena que quedaba en las zonas rurales generó brechas importantes en la homoge- ne:dad étnica para dar nacimiento a tensiones sustentadas por la desigualdad económica v social. Si a ello se añaden sus movilizaciones y la educación política propugnada por partidos de diverso signo, así como la creciente difusión de valores urbanos a través de diferentes medios, no sorprende constatar la profunda alteración de las bases tradicionales de identidad y de reproducción de la condición indígena. La dirección de este cambio apuntaba a la conversión del indígena en campesino, en el campo, o del indígena en obrero rural v urbano, en yacimientos y en plantaciones. El mejor ejemplo de esta situación es lo ocurrido en Bolivia, donde el papel protagónico desplegado por los campesinos y la educación política recibida por los mineros terminó por subordinar la dimensión étnica al interior de una conciencia de clase consolidada.
Es este proceso el que fue camuflado por la investigación social de la década de los 40 y del 50. Bajo la influencia de una antropología cerradamente culturalista,
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las sociedades andinas fueron percibidas como una gradiente de blancos, mestizos e indios, y la dimensión del conflicto enterrado bajo el concepto de “aculturación”. Pero el rechazo legítimo a este tipo de aproximación condujo también a exageraciones que igualmente distorsionaron la realidad. Un marxismo bastante elemental inspiró aquellos diagnósticos que rechazaban la existencia de una dimensión étnica en las relaciones entre las clases, cuando paradójicamente segmentos importantes del campesinado y del proletariado indígena procesan todavía ahora en términos étnicos sus relaciones y sus conflictos de clase, y cuando algunas movilizaciones campesinas apelan a la memoria colectiva y a la simbología tradicional como elementos de cohesión y de fuerza en sus demandas. En términos históricos, la dificultad radica precisamente en explicar conceptualmente el proceso de trastocamiento de los conceptos etnia y clase en la conciencia de las masas populares. La colonia camufló la opresión de clase debajo del manto étnico, mientras que el desarrollo capitalista encapsuló la dimensión étnica dentro del contenido de clase de una relación. Las posibilidades que emerjan de esta situación son ciertamente contradictorias. Porque estas esquirlas étnicas separan todavía a los oprimidos y favorecen el mantenimiento de su opresión, pero también, y de manera inversa, son las razones que les permiten vivir y esperar.18 Una comprensión adecuada de esta dialéctica es una premisa importante para convertir lo étnico en un sustento de la emancipación social y nacional de las clases populares en el área andina.
La vigencia y la actualidad de la dimensión étnica en las relaciones de clase pueden percibirse en el relato hecho por el antropólogo Piodrigo Montoya sobre la situación de Puquio, un pueblo de la sierra sur del Perú:
Tenemos allí campesinos parcelarios y terratenientes.El indio, cuando habla de sí mismo no se denominaindio o indígena, dice “soy un natural” o soy “un
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runa”. El blanco dice “yo soy vecino pero antes que nada soy señor”. Guando el indio se refiere al terrateniente (mediano, no gran terrateniente) le
dice “misti”, pero cuando se dirige a un blanco en concreto le dice “papá”. Cuando el blanco terrateniente habla del indio lo llama “indio”, “aborigen”, ‘indígena”, “cholo”, “chuto”. Pero cuando se dirige a un indio concreto le llama “hijo” o “hija”. V emos que entre unos y otros no existe ninguna coincidencia en el término que se utiliza. Los comuneros de Puquio han desarrollado además tres categorías
para definir a los sectores intermedios entre indio
y misti. Estos son “tumba”, “chahua” y “quita” misti. Tumba es un medio misti, quita es un seudo misti y chahua un misti crudo. O sea, el misti a secas es el señor, el tumba misti es el que ya tiene mucho de misti pero todavía no lo es, el chahua misti es el que se pone un par de zapatos y se viste como
misti pero que le falta mucho loara serlo, y el quita misti es la caricatura del misti, y casi risible que quiere ser misti pero no tiene nada de él. El hecho que
no haya un término común entre blancos e indios, nos habla muy a las claras de toda una diferencia
étnica que es lo que divide y separa todo. Al hablar anteriormente del proceso bloqueado de proletariza- don, decíamos que en ese contexto, la estructura de
clases es vista por unos y otros en términos étnicos. A partir de esa identidad, en el lenguaje étnico están, implícitas profundas diferenciaciones sociales que no
son percibidas porque el propio lenguaje étnico está Woqueando esta perceción. Esto tiene mucho que ver además con el aspecto mágico-religioso. 19
Evidentemente que en tanto persista esta situación y continúe la subordinación colonial al capital extranjero, el problema nacional en cada uno de los países del área andina seguirá vigente. Pero aquí es conveniente recor-
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dar que si la burguesía europea pudo resolver por un período considerable el problema nacional en el siglo XIX fue porque esta clase, a diferencia de lo que ocurre en la región andina, no hizo depender su dominación del mantenimiento de un pacto colonial con el capital extranjero y porque no tenía que enfrentar sustantivos problemas étnicos. Este no es evidentemente el caso de la burguesía peruana, boliviana y ecuatoriana. Son clases cada vez más burguesas a condición de ser cada vez menos nacionales. Curiosamente, son las masas populares que no tienen compromisos de este tipo que respetar las que pueden al mismo tiempo cancelar la opresión de clase y resolver el “problema” nacional por su movilización y por la utilización de la dimensión étnica en el rediseño de su memoria colectiva y como ropaje de una integración de un nuevo tipo. Pero el camino, ciertamente, es difícil e incierto.
N O T A S
1 Charles Gibson, The Aztecs Under Spanish Rule, Stanford U niversity Press, 1964.
2 Ver Nicolás Sánchez-Albornoz, Indios y Tributos en el A lto Perú, Lima: IEP, 1978.
3 Carlos Sempat Assadourian, “Sobre un Elemento de la Economía Colonial: Producción y Circulación de Mercancías en el Interior de un Conjunto Colonial”, Eure, Santiago, 1973, No. 8.
4 Ver Brooke Larson, Economic Decline and Social Change in an Agrarian Hinterland, Cochabamba, Bolivia, in the Late Colonial Period, Ph. D . Thesis., Columbia University, 1978.
5 Ver Jürgen Golte, Repartos y Rebeliones . Tupac Amaru y las Contradicciones del Sistema Colonial, Lima. IEP, 1980.
6 Bartolomé Herrera, Escritos y Discursos, edit. Rosay, Lima, 1922.7 Para una discusión más amplia sobre este problema ver: Heraclio
Bonilla, “The War of the Pacific and the National and Colonial Problem in Peru”, Past and Present, Oxford, nov. 1978, no. 81. pp. 92-118.
8 Erwin Grieshaber. Survival of Indian Communities in Nineteenth Century Bolivia, Ph. D. Thesis, Chapel Hill, 1977.
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9 Manuel González-Prada, Páginas Libres, Lima, ed. Peisa, s . f . pp. 62-5.
10 Citado por Hugo García Salvatteci, El Pensamiento de González- Prada, Lima, Ed. Arica, 1972, pg. 257.
11 Manuel González-Prada, Horas de Lucha, Callao, T ip . Lux, 1924, 2da. ed ., pp. 335L7.
12 Manuel González-Prada, Horas de Lucha, 338.13 Para una excelente demostración de este1 proceso de concentra
ción agraria en el valle de Chicama, en la costa norte del Perú, consúltese: Peter Klarén, Formación de las Haciendas Azucareras y los Orígenes del Apra, Lima, IEP, 1976, 2da. ed.
14 Alejandro O. Deustua, La Cultura Nacional, Lima, 1937.15 Dos útiles síntesis sobre la transformación política de la men
talidad militar pueden encontrarse en: Luigi R . Einaudi, The Peruvian Military: A Summary Political Analysis, Santa Mónica, Calif. Rand Corporation, Mayo de 1969 y Víctor Villanueva, 100 Años del Ejército Peruano: Frustraciones y Cambios, Lima, Ed. Mejía Baca, 1972.
16 Un importante balance de las reformas emprendidas por el Gobierno Militar en su primera fase puede encontrarse en: Abraham Lowenthal (ed.), The Peruvian Experiment. Continuity and Change under Military Rule, Princeton University Press, 1975; para una crítica de las medidas adoptadas véase Aníbal Qui- jano, Nacionalismo, Neoimperialismo y Militarismo en el Perú, Buenos Aires. Ediciones Periferia, 1971.
17 Carlos Iván Degregori, “Ocaso y Replantamiento de la Discusión del Problema Indígena”, en Indigenismo, Clases Sociales y Problema Nacional, Lima, Ediciones Celats, s . f . pp. 227-251.
18 Para un espléndido análisis de la interacción entre las ideologías de clase y una conciencia social de raíz indígena entre los m ineros de Oruro, en Bolivia, véase: June Nash, We Eat the Mines and the Mines Eat Us: Dependency and Exploitation in Bolivian Tin Mines, New York, Columbia University Press, 1979.
19 Citado por Carlos Degregori, “Conclusiones y Perspectivas del Seminario sobre Problemática Indígena en América Latina”, en Campesinado e Indigenismo en América Latina, Lima, Ediciones Celats, 1978, pg. 28.