ARTICULOS ESTADO Y REGION EN AMERICA LATINA* · las crecientes posibilidades económicas abiertas...

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ARTICULOS ESTADO Y REGION EN AMERICA LATINA* B ryan R oberts Universidad de Manchester El Colegio de Michoacán En el presente trabajo se examinan algunas formas en que los conceptos de Estado y región pueden utilizar- se paira entender el desarrollo latinoamericano. Se trata de plantear ciertos problemas generales sobre el estudio de las regiones y, en particular, de subrayar la utilidad de un marco comparativo para llevar a cabo tales estudios. Mi interés no es simplemente teórico puesto que surgió a par- tir del trabajo que Norman Long y yo hicimos en el alti- plano central de Perú de 1970 a 1972 (cf. Long y Roberts, 1978). En ese trabajo, el Estado —en la forma de las prácticas del régimen militar peruano de 1968— y la re- gión se volvieron medios importantes de organizar y com- prender los datos empíricos. La comparación de nues- tros hallazgos con los de otros investigadores, en países como Argentina y Brasil, nos llevó a reconocer la diver- sidad de patrones de desarrollo regional y de la articula- ción región-Estado en América Latina. Recientemente, he comenzado a trabajar en el Estado de Jalisco, en colabora- ción con un grupo de antropólogos mexicanos, en el es- tudio de una región cuyo desarrollo ha sido más inde- pendiente y ha estado menos dominado por la economía internacional que la del altiplano central de Perú (cf. De la Peña et al, 1977; De la Peña, 1979a y b; Escobar y Gon- zález de la Rocha, 1979; Arias, 1980 a y b; Lailson, 1980; Medina, 1980). Las implicaciones de esta diversidad y su * Versión castellana de Pastora Rodríguez Aviñoá.

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ARTICULOS

ESTADO Y REGION E N AMERICA LATINA*

B r y a n R o b e r t s

Universidad de Manchester El Colegio de Michoacán

En el presente trabajo se examinan algunas formas en que los conceptos de Estado y región pueden utilizar­se paira entender el desarrollo latinoamericano. Se trata de plantear ciertos problemas generales sobre el estudio de las regiones y, en particular, de subrayar la utilidad de un marco comparativo para llevar a cabo tales estudios. Mi interés no es simplemente teórico puesto que surgió a par­tir del trabajo que Norman Long y yo hicimos en el alti­plano central de Perú de 1970 a 1972 (cf. Long y Roberts, 1978). En ese trabajo, el Estado —en la forma de las prácticas del régimen militar peruano de 1968— y la re­gión se volvieron medios importantes de organizar y com­prender los datos empíricos. La comparación de nues­tros hallazgos con los de otros investigadores, en países como Argentina y Brasil, nos llevó a reconocer la diver­sidad de patrones de desarrollo regional y de la articula­ción región-Estado en América Latina. Recientemente, he comenzado a trabajar en el Estado de Jalisco, en colabora­ción con un grupo de antropólogos mexicanos, en el es­tudio de una región cuyo desarrollo ha sido más inde­pendiente y ha estado menos dominado por la economía internacional que la del altiplano central de Perú (cf. De la Peña et al, 1977; De la Peña, 1979a y b; Escobar y Gon­zález de la Rocha, 1979; Arias, 1980 a y b; Lailson, 1980; Medina, 1980). Las implicaciones de esta diversidad y su

* Versión castellana de Pastora Rodríguez Aviñoá.

importancia evidente para el desarrollo estatal forman par­te de los temas concretos que se examinan aquí.

El concepto de región

Región es un concepto ampliamente difundido y po­lémico entre geógrafos y economistas, pero se ha vuelto también un foco importante de atención entre otros cien­tíficos sociales: historiadores, sociólogos y antropólogos.1 Las transacciones económicas en una cierta área, los ras­gos geográficos y los límites administrativos son, natural­mente, componentes esenciales del análisis regional. Haré hincapié, sin embargo, en los rasgos sociales instituciona­les que pueden usarse para definir una región. Estos ras­gos se generan con el tiempo por el engrane de activida­des económicas, relaciones sociales y política local en un

conjunto compatible de prácticas.

El punto de partida de mi análisis es la forma de pro­ducción que predomina localmente. Esta se halla mo­delada por el tipo de producto, la tecnología usada para explotarlb, la naturaleza de la tenencia de la tierra, el ti­po de relaciones laborales presentes, los mecanismos para distribuir productos, y la estructura de poder local y su relación con la producción. Eli tema del poder deja en claro que las regiones no son necesariamente creaciones naturales, que surgen de actividades económicas simila­res o de herencias culturales semejantes. Una región y su identidad se forjan mediante las imposiciones de una clase local dominante, que busca expandir su propia base material y que ejerce control sobre la administración local para promover sus fines. Así las regiones trigueras, gana­deras o cafeteleras de América del Sur, desde este punto de vista, no son simplemente áreas formadas por los reque­rimientos técnicos de la producción, sino que arrojan un conjunto de instituciones sociales y políticas, como la ha­cienda o fazenda, que permitieron a los terratenientes con­solidar su producción2.

El subrayar el vínculo entre disposiciones institucio­nales, tales como las estructuras de poder y relaciones so­ciales, y la actividad económica parece llevar a la conclu­sión de que la identidad regional se desarrolla hasta el punto en que la actividad económica no se organiza a es­cala nacional. Dondequiera que existe un mercado nacio­nal para los productos, donde las condiciones laborales se organizan a nivel nacional y son relativamente similares en toda la nación, y donde la administración nacional se halla presente a nivel local hay menos probabilidades de que la gente local se identifique con una región. La existencia de mercados perfectos de mano de obra y ca­pital suele conducir a la movilidad de ambos y debilitar cualquier compromiso regional particular. Sin embargo, los mercados raramente son perfectos y ocurren inmovilidades de mano de obra v capital considerables. Las relaciones sociales locales proporcionan seguridad al disminuir la pro­babilidad de movimiento. Los riesgos de invertir en otras partes o las dificultades de realizar capital atado a formas ’'tradicionales” de explotación lleva a la persistencia de formas de producción aparentemente superadas.

Así, las regiones surgen y perduran en base a disposi­ciones “peculiares” que hacen funcionar sus economías. Este enfoque es especialmente relevante para el análisis de América Latina en el siglo XIX. El aprovechamiento de las crecientes posibilidades económicas abiertas por el cre­cimiento o integración de la economía mundial se tradujo en un reacomodo total de la sociedad. N o sólo hubo que desarrollar la infraestructura económica sino que la mano de obra y los recursos materiales tuvieron que ser “libera­dos” de las economías campesinas basadas en la autosub- sistencia de grupos indios. La dificultad de esta tarea lle­vó a muchos arreglos especiales mediante los cuales plan­taciones, minas o haciendas aseguraban sus suministros de mano de obra o se procuraban las tierras requeridas para su expansión. Mediería, trabajo servil, trabajo asalariado

u

amarrado mediante el otorgamiento de parcelas de subsis* tencia, o la migración temporal son algunos ejemplos de las múltiples maneras en que se conseguía mano de obra. Estas formas diferentes de relaciones laborales se estabili­zaban mediante arreglos institucionales, incluidos la coer­ción abierta por parte de la mina o la hacienda, sanciones legales y administrativas o simbiosis entre comunidades campesinas que necesitaban tener acceso a recursos mone­tarios externos y grandes empresas que deseaban trabaja­dores sólo una parte del año.

La viabilidad de estas empresas grandes dependía de los mencionados arreglos institucionales, creando así intere­ses poderosos que formaban una región particular. Las cla­ses dominantes desarrollaron formas de control político apropiadas a intereses económicos, de tal modo que una región asumía una forma política peculiar comparada con otra. A otro nivel, las economías domésticas y las relacio­nes sociales se moldearon de acuerdo a los imperativos de los diferentes patrones de actividad económica. Los pue­blos, por ejemplo, desarrollaron formas de intercambio la­boral o diversificaron sus economías de un modo compati­ble con un patrón permanente de migración laboral mas­culina. La vitalidad de las fiestas de los pueblos y de'las redes que vinculan pueblo y residentes urbanos vino a re­flejar el patrón laboral en úna región particular (Buechler, 1970; Long, 1973).

Hasta cierto punto, el tema de región en América Latina es el de un desarrollo desigual de la economía ton- tinental que requirió medios extraeconómicos para forilen- tar la actividad económica. Estos medios extraeconómicos —los conjuntos de relaciones institucionales que se desa­rrollan en una región— forman la base de la identidad de la misma. Esta perspectiva se traduce en que el concepto de región no puede utilizarse estáticamente. Si acaso, re­gión debe referirse a una tendencia histórica, fomentada por los intereses económicos'dominantes’ a íiivel lo£al, pa­

ra que las principales, instituciones de un área (familia, religión, política, y empresas económicas dominantes) se vuelvan compatibles entre sí. Los límites geográficos de una reg.;c'n suelen, por tanto, definirse mal. Una región puede incluir áreas que se hallan geográficamente muy distantes entre sí, como sucede en las minas bolivianas y las. áreas que las proveen de mano ̂de obra. En resumen, región es un concepto heurístico.

Los límites de las regiones suelen también cambiar con el tiempo a medida que se le añaden áreas nuevas o se fragmentan y reagrupan algunas viejas. Las fuerzas que empujan al cambio son, por ejemplo, empresas nuevas y dinámicas que requieren mano de obra, y regulaciones gu­bernamentales que difieren de las empresas existentes. La pugna entre fracciones diferentes de la clase dominante por influir en las instituciones de una región de acuerdo a sus intereses particulares forma parte de la dinámica del desarrollo regional, alterando el carácter de la región en algunos casos o llevando a la recesión de las partes compo­nentes en otros.

La dinámica regional: algunos ejemplos

Debería ser obvio ahora que región es, en mi opinión, un concepto afín al de comunidad. Se relaciona con el pa­trón de las disposiciones mediante las cuales un grupo ha­bitualmente explota un medio ambiente determinado. Re­gión, al igual que comunidad, es principalmente un con­junto de relaciones “horizontales” que constituye el orden social y político en el que se sustenta la actividad econó­mica. El contraste se da con los encadenamientos vertica­les que vinculan una localidad a la economía nacional e internacional. Estos encadenamientos verticales pueden verse como fuerzas a favor de la centralización económica, tales como el grado y tipo de integración en estas econo­mías mediante el mercadeo y el financiamiento. Podría plantearse la hipótesis de que dondequiera que los enca­

denamientos verticales son fuertes, por ejemplo, la iden­tidad de la clase se vuelve más notoria que la identidad re­gional en la determinación de las reacciones políticas de trabajadores o patrones. El patrón de encadenamiento en­tre, por ejemplo, patrones de residencia, de trabajo, de afi­liación religiosa y étnica, y de organización política pro­porciona el carácter especial incluso de entidades tan apa­rentemente homogéneas como la ciudad moderna (Procter, 1 9 7 3 )3.

En otro trabajo (1979) señalé que tales encadena­mientos contribuían a explicar el patrón particular de la industrialización de Manchester en contraste con la de Bar­celona. En Manchester, una clase trabajadora residencial^ mente estable desarrolló patrones de interacción y tradi­ciones de trabajo que complementaron y reforzaron el bajo ritmo de cambio tecnológico en la industria. Este tipo de argumento puede aplicarse con mayor fuerza dentro de un marco regional. Una región incluye localidades rurales y urbanas y coincide con uno o varios límites administra­tivos. Puede cubrir cierta variedad de situaciones sociales y económicas que con el tiempo pueden articularse y dar un carácter especial a la región: campesinos con derechos sobre tierra comunal, peones sin tierra, migrantes étnica­mente identificables ya sean extranjeros o de otras regio­nes; grandes propiedades que producen cultivos de bajo valor mercantil; plantaciones modernas que requieren mano de obra temporal; campamentos mineros en lugares inhós­pitos; pequeñas y grandes ciudades con escasas oportuni­dades de empleo en la industria moderna o los servicios pero con infinidad de oportunidades en trabajos informa­les y en pequeña escala; administración «política descen­tralizada; leyes que protegen las tierras comunales o los derechos propietarios individuales. Situaciones tales, así como su modo de combinarse, explican las variaciones en el desarrollo regional, aun cuando haya una báse econó­mica similar, v. gr. la minería o el cultivo del café.

En el altiplano central de Perú, distinguimos algunos de los encadenamientos horizontales que nos permitieron identificar el área como región minera. La fuerza de las ideologías y prácticas comunales a nivel del pueblo tenía que ver con la diversificación de la economía local depen­diente para buena parte de sus insumos de suministrar ma­no de obra o servicios a las minas. Las minas directa o indi­rectamente sostenían la economía local, manteniendo, por así decirlo, vivo el pueblo como fuente de mano de obra y materias primas baratas. En la ciudad, la élite regional vivía del comercio con las minas y de la venta de mercan­cías importadas, pero mostraba escaso interés en controlar la producción a nivel local. Su falta de control económi­co y político sobre los pueblos era un factor en la vitali­dad de la economía pueblerina. Lo anterior ejemplifica el modo como una región adquiere una identidad particular con el transcurso del tiempo. N o se logra mediante el plan deliberado de un grupo o grupos interesados ni es el resul­tado de un plan totalmente coherente. Más bien, la gente local aprovecha las oportunidades que proporciona la or­ganización de las empresas económicas dominantes, utili­zando cualesquiera medios institucionales a la mano. En ei caso peruano, el control político local sobre los recursos hu­manos y materiales de la región no eran los medios más importantes de explotar las oportunidades. Así, esta re­gión, a diferencia de otras, mostraba una considerable frag­mentación política y un bajo grado de compromiso polí­tico por parte de la élite para con la región. La identi­dad de una región puede así aparecer tanto en la frag­mentación de sus clases dominantes como en su coheren­cia y capacidad para ejecutar un proyecto.

Jalisco ejemplifica, sin embargo, el problema más fundamental en el uso de un concepto regional: ausencia de funciones económicas especiales que estructuren una identidad regional. N o ha habido en el occidente de M é­xico una región claramente demarcada e integrada. Más

bien, la historia del occidente es la de la formación gra­dual de identidades regionales que se traslapan, fragmen­tan y reagrupan hasta el presente. Así, desde la conquis- ta hasta fines del período colonial, existía escasa coheren­cia en las varias jurisdicciones a las que estaba sometido el occidente: los límites eclesiásticos no coincidían con los de la Nueva Galicia; los límites de la Audiencia de la Nueva Galicia no incluían todos los agolpamientos muni­cipales importantes del área occidental (Muriá, 1976). La actividad económica en el área no se hallaba totalmente integrada. Pueblos indios con sus propios patrones de acti­vidad e intercambio económico coexistían con haciendas ganaderas y agrícolas y con ciudades de asentamiento es­pañol que eran centros administrativos de paso en las rutas comerciales que unían al occidente con el Pacífico y el centro de México (D e la Peña, 1979 a). N o obstante, estas economías eran localizadas y relativamente indepen­dientes.

La ausencia relativa de una región en el occidente se debe básicamente a dos factores:

1) Fragmentación económica del área debido no sólo a tipos diferentes de agricultura o industria extractiva sino también a mercados dispersos, poco integrados, para estos productos.

2 ) Ausencia de un producto importante con suficiente

valor exportable que se convierta en el motor de la inte­gración regional. La minería era escasa y se concentraba sobre todo en metales no preciosos. La producción agrí­cola, por su parte, era básicamente para los mercados lo­cales, con algunos excedentes destinados al mercado na­cional.

En el siglo XIX, sin embargo, aparecen ciertas fuerzas que comienzan a desarrollar una identidad regional más fuerte en el occidente. La primera fue la apertura de los

puertos occidentales tales como San Blas, para comerciar

con Europa. El occidente, cada vez más, se convirtió en un nexo comercial importante para las importaciones eu­ropeas, para su canalización hacia el resto de México, y el flujo contrario de materias primas. A lo largo de las rutas comerciales crecieron las ciudades, alimentadas por la demanda de servicios y alimentos por parte de las recuas de muías, y así participaron en un creciente comercio interregional. El aspecto de "corredor” del desarrollo del occidente con agrupamientos urbanos en torno a ejes co­merciales particulares se volvió más pronunciado. U n ejemplo: el corredor desde el Pacífico a Guadalajara que pasaba por Zapotlán el Grande (Ciudad Guzmán) y Sa- yula. Otro unía a Guadalajara, por los Altos, con León y otras ciudades del Bajío, y las ciudades del centro de Ja­lisco se hallaban concentradas en redes de intercambio económico. La segunda fuerza en favor de una identidad regional fue la importancia del occidente como proveedor de productos agrícolas para el mercado nacional. Hacia 1880, Jalisco era el principal productor de maíz (14.1% del total nacional), trigo, frijol, y tequila.

Estas fuerzas económicas subrayan, en mi opinión, la evidencia creciente en el siglo XIX de identidades re­gionales en el occidente. De la Peña (1979a) analiza la formación de una identidad regional en el sur de Jalisco. La ciase dominante de esa zona era propietaria de empresas múltiples. Los terratenientes eran también industriales, mineros y comerciantes. Sus empresas se complementa­ban entre sí. De este modo, los peones ligados a las haciendas podían hacer trabajos de infraestructura en épo­cas de demanda laboral.

Asimismo, productos animales, forestales y agrícolas eran suministrados a las minas, a la industria y a las tiendas de raya de plantaciones y haciendas. Los pueblos “libres” proporcionaban mano de obra estacional y trabaja­ban como medieros tierras de temporal. Estos terratenien­tes mantenían sus propios ejércitps que ejercían un con­

trol político estricto en sus áreas. Se casaban entre sí y participaban en sus mutuas empresas: por ejemplo, la fá­brica de papel de Tapalpa, Jal., tenía accionistas de toda la gente importante de la zona. Mantenían contactos so- dales y políticos con la principal ciudad del occidente, Guadalajara.

La identidad regional se vio determinada por el hecho de que el estímulo a la producción era limitado. Los mer­cados nacionales y regionales tenían un escaso dinamismo, dado que los centros urbanos y laborales eran de pequeño tamaño. Además, los atractivos de los beneficios comer­ciales ofrecían una alternativa a la inversión en produc­ción agrícola. Estas condiciones precisamente explican porqué la mediería y las empresas múltiples se convirtie­ron en el sistema predominante de producción en Jalisco. Una demanda débil y fluctuante volvió ventajoso pasar recursos de una empresa a otra y reducir la dependencia del trabajo asalariado y de los productos de mercado. Las relaciones sociales establecidas con medieros y trabajadores proporcionaron también a los terratenientes y a sus alia­dos casi un monopolio de la comercialización en el área.

Este sistema económico favoreció la residencia local de los ten-atenientes en las ciudades del área. Les animó asimismo a desarrollar medios de control político para asegurar el cumplimiento de los contratos. El sur de Jalisco en el siglo XIX terminó por adquirir una identidad basada en las preocupaciones comunes de sus clases dominantes por mantener su base local, al tiempo que desarrollaban vínculos económicos y políticos con Guadalajara y otras partes. La masa de la población se organizó en una es­tructura de patronazgo económico y político sin oportuni­dad de acumular y desarrollar sus propios recursos.

Esta identidad comenzaría a cambiar desde fines del siglo XIX. El ferrocarril terminaría por centralizar la eco­nomía del área en Guadalajara: las redes ferrocarrileras conectaron directamente con Guadalajara las zonas de

trol político estricto en sus áreas. Se casaban entre sí y participaban en sus mutuas empresas: por ejemplo, la fá­brica de papel de Tapalpa, Jal., tenía accionistas de toda la gente importante de la zona. Mantenían contactos so­ciales y políticos con la principal ciudad del occidente, Guadalajara.

La identidad regional se vio determinada por el hecho de que el estímulo a la producción era limitado. Los mer­cados nacionales y regionales tenían un escaso dinamismo, dado que los centros urbanos y laborales eran de pequeño tamaño. Además, los atractivos de los beneficios comer­ciales ofrecían una alternativa a la inversión en produc­ción agrícola. Estas condiciones precisamente explican porqué la mediería y las empresas múltiples se convirtie­ron en el sistema predominante de producción en Jalisco. Una demanda débil y fluctuante volvió ventajoso pasar recursos de una empresa a otra y reducir la dependencia del trabajo asalariado y de los productos de mercado. Las relaciones sociales establecidas con medieros y trabajadores proporcionaron también a los terratenientes y a sus alia­dos casi un monopolio de la comercialización en el área.

Este sistema económico favoreció la residencia local de los ten-atenientes en las ciudades del área. Les animó asimismo a desarrollar medios de control político para asegurar el cumplimiento de los contratos. El sur de Jalisco en el siglo XIX terminó por adquirir una identidad basada en las preocupaciones comunes de sus clases dominantes por mantener su base local, al tiempo que desarrollaban vínculos económicos y políticos con Guadalajara y otras partes. La masa de la población se organizó en una es­tructura de patronazgo económico y político sin oportuni­dad de acumular y desarrollar sus propios recursos.

Esta identidad comenzaría a cambiar desde fines del siglo XIX. El ferrocarril terminaría por centralizar la eco­nomía del área en Guadalajara: las redes ferrocarrileras conectaron directamente con Guadalajara las zonas de

producción agrícola y minera. Paralelamente, la distri­bución dé mercancías desde Guadalajara minó las indus­trias locales y los monopolios de los comerciantes del área. Cada vez más, los pueblos y las ciudades pequeñas fueron absorbidas en el ámbito comercial de Guadalajara. En estas condiciones, el sur de Jalisco adquirió un ritmo un tanto diferente. Los terratenientes y comerciantes locales co­menzaron a irse a Guadalajara a invertir en bienes raíces o negocios urbanos. La atención prestada al dominio po­lítico local por estas clases, como un medio de consolidar su base económica, parece haberse debilitado.4 En su lugar, surgen empresas atendidas directamente por sus propietarios, utilizando mano de obra asalariada y admi­nistradores residentes. Plantaciones cañeras e ingenios apa­recen en el sur de Jalisco, y terratenientes ganaderos —que van acotando sus propiedades— en el centro del estado. La política local se hace más fragmentada y peor articulada a una política regional.

El proceso de incorporación

Examinaremos ahora con mayor detenimiento los mo­dos diferentes en que las regiones de América Latina han

sido formadas por su incorporación a Ja economía nacional o internacional, concentrándonos del siglo XIX en ade­lante. En este período las fuerzas a favor de la incorpo­ración se volvieron particularmente vigorosas como resul­tado de la expansión de las economías europeas a partir de la revolución industrial. Lo primero que debe seña­larse es que su impacto en América Latina fue regional. Los artículos que América Latina intercambiaba por im­portaciones europeas eran producidos en áreas rurales y bajo condiciones en que la mano de obra asalariada “libre” no se hallaba fácilmente disponible y la infraestructura social y económica para el desarrollo capitalista se hallaba

a menudo (débilmente desarrollada. Ganadería, café, azú­car o minería se hallaban implantados en áreas cuya es-

tructurá social y económica era incapaz de proporcionar las insumas necesarias. En algunos casos, como en Argen­tina o Brasil, no existía mano de obra local disponible piara hacer funcionar las plantaciones o las granjas trigue­ras. En otros casos, tales como en el de la expansión de la economía azucarera en Tucumán (Argentina) o en la costa norte de Perú, se disponía potencialmente de fuerza trabajo, pero ésta se hallaba inmersa en formas de produc­ción no capitalistas (Balán, 1978). Así la expansión se tradujo necesariamente en la creación de instituciones que suministrarían mano de obra y garantizarían un grado necesario de orden social.

Bajo estas condiciones, los encadenamientos horizon­tales —regionalización— tenían que predominar sobre los

encadenamientos verticales que unían el área a la econo­mía nacional. El desarrollo de enclaves era, a este respec­to, sólo una forma extrema de regionalización en la que la compañía extranjera creaba una empresa social y econó­mica autosuficiente con escasos vínculos con la estructura

económica nacional, pero muy fuertes con la economía

internacional. N o obstante, en otros casos de expansión

de la exportación, es evidente que la necesidad de procu­

rarse servicios era una fuerza poderosa en favor de regio- ñalízar la economía local. Los intereses económicos domi­nantes se vieron impelidos a formar el área en la direc­ción adecuada a su producción: aplicar leyes en contra de

lá vagancia para hacerse de fuerza de trabajo, o conser­var implícitamente la estructura de los pueblos campesi­nos para asegurarse mano de obra temporal. La escala

de'la expansión en el siglo XIX significaba que las ten­dencias a favor de la regionalización eran poderosas. La

forma regional en más de un país latinoamericano adop­to su aspecto definitivo en este período. Por ejemplo, en México muchas áreas que habrían de adquirir una iden­tidad'histórica clara se hallan asociadas % la expansión de

la producción de exportación: Sonora, Nuevo León, Yu­catán. Morelós.

Los productos de exportación tainbién contribuyeron a estimular la producción para el mercado nacional. El trabajo asalariado en las grandes empresas exportadoras, como la minería, y una concentración creciente en las ciudades, creó una demanda en favor de la producción co­mercial de productos agrícolas. Para satisfacer esta deman­da se regionalizó el espacio nacional de un modo más pro­fundo que hasta entonces. Aunque la escala y el valor de la producción para el mercado nacional era a menudo menor que en el caso de la producción de exportación, esto no quiere decir que su impacto en el área local fue­ra menos penetrante. El valor relativamente bajo. de;, la producción para el mercado nacional acentuó el efecto re- gionalizador. U n valor bajo se traducía ei\ una, exagera­ción de los recursos utilizados para asegurarse mano de obra y producir un artículo barato. Hemos visto algunas de sus implicaciones en el caso de Jalisco. Así, la medie- ría o servicio laboral se convirtió en la base de la, expan­sión productiva para el mercado nacional. La política, lo­cal y el control de las instituciones legales y políticas lo­cales forman la base del éxito económico. De este modo, por ejemplo, economía y sociedad en Tlaxcala parecen ha­ber sufrido una mutación en el siglo XIX por la crecien­te demanda nacional de pulque y el desarrollo consiguien­te de grandes haciendas para satisfacer esa demanda.

La naturaleza del Estado en América Latina

El Estado se ha vuelto un concepto familiar en la li­teratura latinoamericana de años recientes. Parte de eje

interés se debe al resurgimiento de los análisis marxistas sobre el subdesarrollo y al lugar importante que ocupa el teorizar sobre el Estado en las modernas interpretaciones marxistas del capitalismo. Adoptaré aquí una definición marxista del Estado. Este es fundamentalmente una.estruc­

tura basada no sólo en órganos administrativos o jurídicos sino también en un conjunto de relaciones de poder y auto- ridád con lá población. Desde esta perspectiva, el Estado Forma parte del tejido social más que ser algo aparte o independiente de la sociedad. En este sentido amplio, el Estado tiene una importancia evidente en los países lati­noamericanos. En comparación con los países europeos en su fase temprana de desarrollo industrial, los Estados la­tinoamericanos contemporáneos intervienen mucho más directamente en la economía (Soares, 1976). Asimismo, últimamente se ha producido una elevación substancial en la provisión estatal de servicios colectivos, especial­mente en el campo de la educación y la salud, al igual que eri la expansión de la administración. En muchos paí­ses latinoamericanos, el Estado se ha convertido en un patrón importante en las áreas metropolitanas y perifé­ricas.

El problema que enfrentamos es el de aclarar la re­lación entre este crecimento de los atributos y la capaci­dad administrativa del Estado y el patrón de desarrollo económico en países latinoamericanos específicos. Para ha­cerlo, la distinción entre el Estado como una relación so­cial y el Estado como un conjunto de organizaciones bu­rocráticas puede utilizarse en un análisis histórico, tal co­mo lo ha hecho Oslale (1978) al examinar ciertos proble­mas decimonónicos en América Latina. El Estado puede verse como una relación social en el sentido de que for­maliza y hace del dominio público relaciones sociales que anteriormente eran privadas. Por ejemplo, las actividades educativas o de bienestar social y la responsabilidad de la ley y el orden se vuelven atributos estatales. Estos atribu­tos apuntalan las actividades burocráticas del Estado, en el sentido dé darle algo que hacer y de proporcionarle una justificación ideológica para el ejercicio del poder coerciti­vo. La distinción entre el Estado como relación social y como organización burocrática es analítica; en la prácti­

ca, los dos aspectos son interdependientes. Sin embargo, la distinción es útil porque atrae la atención sobre posi­bles variaciones en el desarrollo del Estado: éste puede expandirse como una organización aumentando, por ejem­plo, su capacidad administrativa y coercitiva, sin expan­dirse como una relación social asumiendo nuevos atribu­tos. Existe, como señala Oszlak, la posibilidad de una dis­locación importante entre las dos esferas.

A partir del siglo XIX, la expansión capitalista en América Latina se vio determinada, como ya hemos apun­tado, por la naturaleza no capitalista de la producción existente. Además, las instituciones locales, desde la orga­nización de los pueblos indígenas hasta los servicios labo­rales y las estructuras caciquiles de poder, inhibieron el desarrollo de un mercado libre de tierras y mano de obra. Para tener lugar una expansión capitalista en América Latina, no sólo tenía que crecer la capacidad del Estado para administrar la economía y manejar sus relaciones ex­ternas sino que debía efectuarse un reordenamiento fun­damental de esa sociedad.

El contraste con la Inglaterra decimonónica puede ser revelador. Para el siglo XIX, Inglaterra era una socie­dad en la que las relaciones sociales básicas eran compa­tibles con la rápida expansión del capitalismo industrial5. El trabajo asalariado era la forma predominante de rela­ción laboral y la agricultura se hallaba muy comercializa­da. Los derechos sobre la tierra y otras propiedades eran individuales y no se hallaban restringidas por pretensio­nes familiares o comunitarias.

En este contexto, el papel del Estado inglés en la ex­pansión del temprano capitalismo industrial era básicamen­te regulador. La burocracia estatal se expandió gradual­mente para hacer cumplir la legislación laboral y las or­denanzas sanitarias y de planeación. Aun las fuerzas in­ternas de la ley se expandieron lentamente (Roberts, 1973). En el frente exterior, naturalmente, el Estado garantizaba

el control de los mares y de los dominios extranjeros. Sin embargo, a nivel interno, el Estado inglés poco hizo por ampliar su papel en el ordenamiento de la sociedad. La educación pública, por ejemplo, tuvo un crecimiento len­to en comparación con países como Alemania o Estados Unidos. En su lugar, el Estado inglés emprendió activi­dades que facilitaron la expansión capitalista: fomentó los inventos nuevos, ofreció garantías al mercado finan­ciero. Parte de estas facilidades fue la liberalización de la estructura política, la ampliación del sufragio, la introduc­ción de cuerpos elegidos a nivel local en lugar de las ju­risdicciones feudales.

Sin embargo, antes de que los Estados-nación de América Latina pudieran asumir un papel tan progresis­ta en el desarrollo, tuvieron que asegurar el orden social necesario para la expansión capitalista. En algunos casos, esto implicó largos esfuerzos para sofocar pugnas internas entre las oligarquías locales o para eliminar el bandoleris­mo. En otros casos, como en la Pampa Argentina o con los yaquis en México, el Estado tuvo que “limpiar” las tierras de las formas no capitalistas de producción para dejar paso a la nueva economía. Este lado coercitivo del Estado en el desarrollo iba a ser aparente en otros aspec­tos de su articulación con formas no capitalistas. Así, en muchas partes de América Latina, el Estado iba a hacer valer formas arcaicas de contrato laboral, ya fuera traba­jo servil o servicios por deuda, como un medio de garan­tizar mano de obra para empresas económicas nuevas (Katz, 1974).

Esta fue la ambigüedad fundamental en las acciones de los estados-nación latinoamericanos. De una parte, la expansión capitalista requería la apertura de territorios y la “liberación” de recursos humanos y materiales para par­ticipar en la expansión. Había que institucionalizar y pro­teger los derechos individuales de propiedad y los derechos civiles individuales. Sin embargo, demasiada “libertad”

amenazaba el tejido precario del Estado-nación, al crear un problema de la gente sin tierras que no podía ser absorbida fácilmente por la economía urbana o, alternativamente, al abandonar la mano de obra indígena a formas de produc­ción no capitalista. La contradicción entre “orden” y pro­greso” (Oszlak, 1978;31) es claramente aparente, por ejemplo, en las empresas mineras o en las plantaciones donde formas de tecnología muy modernas coexistían con formas arcaicas de controlar la fuerza de trabajo.

Tales consideraciones ayudan a explicar las variacio­nes en el desarrollo del Estado-nación en América Latina. Las sociedades latinoamericanas diferían considerablemen­te en su composición social y económica anterior al siglo XIX. Además las nuevas empresas económicas diferían en sus requerimientos de mano de obra, recursos materiales e infraestructura. Así, la formación del Estado ocumó ba­jo condiciones materiales contrastantes. Las Pampas ar­gentinas, escasamente pobladas, y los sistemas de comuni­cación fluvial y terrestre existentes planteaban un tipo di­ferente de obstáculos a la expansión económica de los planteados por zonas como Morelos, densamente pobla­das, o el interior de Colombia, tan deficientemente comu­nicado.

Esas diferencias son determinantes en la formación del Estado al hacer más notorios algunos atributos y mi­nimizar otros. Por ejemplo, donde el problema de asegu­rar el orden es imperioso, la organización represiva del Estado se hace normalmente más pronunciada que sus funciones progresistas. Este tipo de análisis debe tomar en cuenta las demandas de los nuevos sistemas de producción que se desarrollaron a partir del siglo XIX. Hirschman (1977) sugiere que prestemos atención a la naturaleza de los encadenamientos que surgen entre una empresa eco­nómica importante y su medio económico y político cir­cundante. Utiliza el caso del café en Brasil, para señalar las extensas ramificaciones de los encadenamientos que

surgieron de un sistema de producción. El café era ma­nejado por el capital nacional y el bajo costo de las activi­dades iniciales de transformación (secado o empaque) permitía al propietario de la plantación dirigirlas él mismo. Una buena parte de los beneficios del café quedaba en manos locales y se hallaba disponible para la inversión local. Asimismo, las necesidades de comunicación por carretera y ferrocarril de una fuerza de trabajo estimu­laba a los terratenientes a apoyar un gobierno estatal fuer­te en Sao Paulo. Posteriormente, las necesidades de los terratenientes de salvaguardar su producción en contra de las fluctuaciones del mercado mundial del café los pre­paró para apoyar el desarrollo del aparato fiscal del esta­do local y central.

La forma de la producción de exportación o de la producción nacional tiene, entonces, amplias ramificacio­nes para el desarrollo del Estado. Problemas tales como si la producción es controlada por el capital nacional o extranjero, si requiere una fuerza de trabajo abundante, si existe mano de obra, si se requiere infraestructura de transporte, son relevantes para ver el impacto de un siste­ma específico de producción sobre la formación estatal.

En estas condiciones, la formación estatal en Améri­ca Latina no representa un proceso lineal ni convergente. La formación del Estado tiene lugar a medida que varios problemas se vuelven de interés público como resultado de los intentos de los grupos de interés económico, nacio­nales o extranjeros, por ampliar su producción. El éxito de estos grupos puede ser sólo temporal u otros grupos con intereses diferentes pueden reemplazarlos en importancia. En consecuencia, puede haber una “retirada” en los atribu­tos de la capacidad organizativa del Estado a medida que grupos dominantes recientes encuentran inoportuno algu nos de los atributos del Estado, tales como la promoción de la ciudadanía. Algunos atributos del Estado pueden convertirse en una base permanente para el desarrollo de

grupos de interés económico, superando irreversiblemen­te las formas más antiguas de organización económica y social. El desarrollo de las comunicaciones, en particular el ferrocarril, cambió de modo permanente las bases de la organización socioeconómica de las naciones latinoame­ricanas, acelerando la concentración de la población, ha­ciendo lucrativos ciertos tipos de producción, y volviendo otros menos competitivos.

Las comunicaciones no fueron apoyadas con igual vi­gor en todas partes; así, Perú permaneció mal comunica­do, mientras que otros —Argentina, México— desarrolla­ron buenas comunicaciones en todo su territorio.

Hubo variaciones importantes dentro de América La­tina en la capacidad del Estado para establecer las condicio­nes apropiadas para la expansión del capitalismo industrial en el siglo XX. El capitalismo industrial, que produce so­bre todo para el mercado interno, depende de una gama mucho más amplia y mejor administrada de atribuciones estatales que el viejo capitalismo de exportación del siglo XIX. La industria se concentró en ciudades grandes y pe­ñas, llevando directa e indirectamente a la concentración de la población. La planificación urbana, el suministro de una infraestructura socioeconómica básica y el control del comportamiento de las masas implicó una ampliación con­siderable del aparato estatal. La industria moderna exigió niveles relativamente altos de educación y capacitación téc­nica y esperaba que el Estado se las proporcionase. Integrar el mercado nacional para asegurar el flujo de las mercan­cías industriales y el suministro de alimentos para las ciu­dades implicó una intervención estatal más considerable en las estructuras sociales. La reforma agraria se convertiría en un interés básico del Estado en muchos países latino­americanos en el siglo XX, al igual que la colonización de áreas de “frontera” y la construcción de carretera

Las naciones que pudieron industrializarse rápida­mente lo hicieron en parte porque habían tenido un alto

desarrollo previo de la organización estatal. El fracaso persistente de Perú en industrializarse de manera efecti­va, en comparación con el crecimiento industrial sosteni­do de México, se debe en parte a la mayor capacidad del Estado mexicano, después de la Pievolución, para movili­zar recursos y garantizar el orden xequerido para la expan­sión industrial. En Perú, el Estado se hallaba limitado en sus atribuciones y débilmente organizado. Esta situación contribuyó a que sus clases dominantes no estimaran con­veniente utilizar sus considerables ingresos de la exporta­ción para iniciar una expansión industrial firme (Thorp y Bertram, 1978:324).

Lo anterior nos lleva a sugerir más investigaciones ba­sadas en casos históricos específicos de desarrollo estatal. En mi opinión, no es cuestión del Estado en América Latina sino de las formas que ha tomado ese desarrollo estatal. Las regularidades de este desarrollo habrán de encontrar­se en la relación entre la expansión de diferentes tipos de empresa capitalista, para el mercado interno y externo, los intereses de clase que crean, las luchas de clase que siguen y la expansión gradual, a menudo fluctuante, del Estado en términos de sus atribuciones y de la efectividad de su organización.

Estado y Región

¿Cuál, pues, es la relación entre desarrollo estatal v la cuestión regional en América Latina? Básicamente, la respuesta debe explorar la aparente contradicción, entre la

región como un principio de los encadenamientos hori­zontales y el Estado como una fuerza centralizada en la que predominan los encadenamientos verticales. La gen­te se combina regionalmente para ganarse la vida de mo­dos que reflejan las especiales circunstancias sociales y económicas del área. El carácter especial de una región depende de que las relaciones sociales y económicas no sean las mismas que las de otras partes del país. En. con­

traste, la tendencia del Estado en la sociedad capitalista es homogeneizar las condiciones sociales y económicas en todo el territorio nacional. volviendo las relaciones sociales del dominio público. De este modo, los patrones regiona­les de organización social y económica subvierten la polí­tica estatal central.

A primera vista, la industrialización de América La­tina agrava esta contradicción. Como va hemos señalado,O j 1la industrialización crea presiones a favor de la integra­ción del mercado nacional y la estandarización de las con­diciones productivas. El crecimiento de las ciudades favo­rece el dominio de una economía industrial centralizada. A pesar de la “economía informal” y de la vivienda auto- constru'ída, la subsistencia del citadino se ha vuelto cada vez más comercializada por el pago del transporte y otros servicios urbanos, alimentos, vestidos y bienes de consumo. El medio ambiente urbano tiende, de hecho, a la homo­geneidad con tipos similares de edificios, sistemas de trans­portes semejantes y una distribución similar del espacio. En estas condiciones, un enfoque del desarrollo regional en base a un polo de crecimiento promovido por el Esta­fado ha acentuado a menudo las desigualdades regionales, desarticulando la economía de un área al introducir un complejo industrial moderno que drena todavía más los recursos materiales y urbanos de los pueblos y ciudades pequeñas (Macdonald, 1979; Friedman v Weaver, 1979: 172-178).

Sin embargo, estas observaciones no significan que exista una contradicción básTca entre desarrollo estatal e identidad regional en América Latina. Tal contradicción existe en los países industrializados avanzados porque las condiciones de la acumulación capitalista requieren que se halle involucrada directamente en el proceso acumula­tivo toda la población posible, en calidad de productores V consumidores. De este modo, los salarios de los traba­jadores pueden constituir un costo para el capitalista in­

di vidual, pero también proporcionan la base de un merca­do para los artículos de la producción capitalista. La acu­mulación continuada depende, en parte, del consumo cre­ciente de toda una población y, para crear mercados ma­sivos, es necesario eliminar imperfecciones, tales como las diferencias marcadas en los patrones de consumo regio­nal. En estas condiciooes, el desarrollo estatal contribuye a homogeneizar las condiciones del mercado y a facilitar el consumo. Las normas se hacen valer a nivel nacional. Los salarios se estandarizan en todas las regiones; al igual que el entrenamiento artesanal o profesional.

En América Latina, estos procesos son menos noto­rios por el desarrollo desigual del continente. El desarro- rrollo desigual es parte de la acumulación capitalista a ni­vel internacional (D e Janvry y Garramon, 1977). Lo barato de la mano de obra y de los costos de producción en ciertas líneas de manufactura y agricultura es una ra­zón básica para la inversión extranjera en América Lati­na. El bajo costo de la mano de obra se debe a los subsi^ dios de los costos salariales: se utiliza mano de obra cuya subsistencia en parte no proviene del mercado capitalista. Los peones agrícolas temporales, los medieros y muchos mi- nercs obtienen parte de su subsistencia o la de sus familias de la agricultura campesina. Aun en las ciudades, los asen­tamientos de paracaidistas, el mercadeo de alimentos pro­ducidos por campesinos y la disponibilidad de servicios in ­formales pueden considerarse subsidios a los costos sala­riales de la indutria capitalista, por ejercer presiones res­trictivas sobre salarios y expectativas. Más recientemente, la oportunidad que tienen muchas empresas manufactu­reras de maquilar parte de su producción en talleres pe­queños, organizados informalmente, es también un me­dio beneficioso para reducir costos.

Existen, pues, dos presiones entrelazadas que refuer­zan el desarrollo desigual de América Latina. Una emana de la economía internacional mediante las acciones de los

inversionistas extranjeros y las compañías multinacionales en busca de mano de obra barata. Esta presión se dirige al desarrollo del tipo de agricultura o industria ensamblado- ra que puede utilizar mano de obra temporal, no califica­da, en lugares donde abunda esa fuerza de trabajo. La otra es la del patrón de industrialización centralizada de capital intensivo que ha venido a predominar en el con­tinente. Tal industria tiende a emplear poca mano de obra pero genera un ingreso alto para quienes se encuentran asociados directa o indirectamente con sus productos, con­tribuyendo de ese modo a la creciente desigualdad del in­greso en América Latina. El resultado es la proliferación de talleres de mano de obra intensiva, organizados más informalmente, y empresas de servicios que aprovechan las oportunidades de ingreso generadas por las grandes empresas.

El Estado en América Latina tal vez refleje este pa­trón de desarrollo. Una indicación es que las atribuciones económicas del Estado se refuerzan, en estas condiciones a expensas de sus atribuciones en pro del bienestar social. El Estado asume cada vez más el papel de proporcionar industrias básicas, especialmente industrias de bienes de capital, de facilitar créditos para la producción capitalista en la agricultura y la industria, y de proveer de infraes­tructura económica. En contraste, las responsabilidades es­tatales en favor del bienestar social no se desarrollan o, en algunos casos, disminuyen. Se dejan proliferar las ciuda­des perdidas, no se cumplen las normas sanitarias y se les niega acceso al Estado a aquellos grupos que presionan en favor de mejores salarios o condiciones sociales (O'Don- nell, 1975).

La importancia regional de estas tendencias radica en que la relación del Estado con los centros de acumulación nacional suele diferir de su relación con la periferia. En los centros metropolitanos, la concentración de industria de capital intensivo genera una dinámica económica con­

siderable, suficiente para proporcionar multitud de opor­tunidades a empresas pequeñas, organizadas de manera informal. El peso proporcional del Estado en esta econo­mía suele ser escaso. El sector privado es grande. Además, la ausencia de una regulación estatal efectiva ayuda a la acumulación de capital permitiendo flexibilidad en la in ­terpretación de la legislación, incumplimiento de las obli­gaciones de bienestar social, y tolerando la supervivencia de las empresas informales. En contraste, el Estado suele ejercer un peso desproporcionadamente mayor en las re­giones. La falta de dinamismo en las economías regiona^ les implica que el empleo estatal o los beneficios deriva­dos del bienestar social estatal constituyen a menudo una parte significativa dé la economía regional. De un modo similar, la iniciativa estatal suele ser exigida por las clases dominantes a nivel local como un modo de rescatar eco­nomías estancadas o de competir con los centros dinámi­cos.

El terror a un exceso de concentración demográfica en los centros metropolitanos también suele realzar el pa­pel del Estado en la retención de gente en las áreas pro­vincianas.

Lopes y Brant (1978) describen el tipo de economía regional qué se desarrolla en este contexto. Toman el ca­so de Parnaíba en Piauí (Brasil) y muestran como la eco­nomía predominantemente extractiva de la región se ha transformado en otra en la que los campesinos medieros pro­ducen alimentos para Jas ciudades norteñas. La economía extractiva, basada en enormes propiedades, generó una re­gión característica en torno a la ciudad de Parnaíba. La mejoría de las comunicaciones con el resto de Brasil y la decadencia dé la industria extractiva han minado la im­portancia de Parnaíba como un centro mercantil y admi­nistrativo. Sin embargo, la economía de la ciudad sobrevi­ve y su población continúa aumentando gracias al peque­ño comercio informal y a la prestación de servicios en lo

que se ha vuelto un área predominantemente campesina. Esta economía regional continúa empleando a una pobla­ción creciente y envía alimentos baratos a las ciudades; pe­ro recibe un lubricante esencial del ingreso estatal central en forma de pagos de bienestar social y salarios de em­pleados. El cálculo de los pagos por bienestar social en la región (1970) muestra que casi igualan a los salarios pa­gados por la industria y el comercio combinados (Lopes y Brant, 1978:67).

El impacto del Estado en el desarrollo regional no es, sin embargo, uniforme en América Latina. En aquellas regiones en que la expansión capitalista tiene su propia dinámica, tal como las áreas de agricultura comercial cer­canas a Sao Paulo, la intervención estatal en la econo­mía puede muy bien acelerar procesos de concentración de tierras y la expulsión de campesinado (Brant, 1977).

Las continuas presiones para mantener un desarrollo desigual significa que en muchas regiones la política es­tatal contribuirá activamente al mantenimiento e incluso creación de identidades regionales. Sería un error asumir que, en América Latina, el desarrollo del Estado central y la identidad regional son contradicciones inherentes. La complejidad del desarrollo del Estado y la variedad de fuerzas a que responde significa que es posible una con­siderable diversidad regional en respuesta a condiciones económicas contemporáneas. Estas respuestas y las re­laciones económicas y sociales particulares a que dan lu ­gar devienen factores que influyen en el desarrollo esta­tal. La visión desde abajo es pues una necesidad no sólo por su interés descriptivo sino porque nos permite explo­rar una de las partes integrantes del desarrollo latinoame­ricano contemporáneo.

Un ejemplo: Jalisco en el Siglo XX

Por último, me quiero referir brevemente a ciertos desarrollos de Jalisco desde principios del siglo. El caso de

Jalisco no ambiciona cubrir todos los problemas que aca­bamos de examinar sobre la relación del Estado y el de­sarrollo regional. Jalisco es interesante porque su inde­pendencia regional se ha visto más y más debilitada por las fuerzas centralizadoras (YValton, 1976). Dentro de este proceso general, quedan ambigüedades que merecen una atención más esmerada de la que puedo prestarle aquí.

Para la época de la Revolución, Guadalajara se ha­bía convertido en el centro regional predominante, como el eje de intercambios económicos con sectores geográfi­cos separados de la economía jalisciense. El ferrocarril había destruido efectivamente la base de las economías subregionales, precipitando la clausura de industrias loca­les y el estancamiento demográfico (D e la Peña, 1979 a: 33). La ciudad había comenzado, hacia fines del sigilo XIX, a industrializarse. Los empresarios eran una mez­cla de comerciantes locales, terratenientes e inmigrantes extranjeros. Los textiles constituían la rama manufactu­rera más importante concentrada en varias fábricas gran­des; pero había además una producción industrial varia­da de alimentos, bebidas alcohólicas, vidrio, cerámica, za­pato y maquinaria. La impresión que se obtiene de los informes del gobierno del estado de Jalisco es el de una agricultura, artesanía e industria manufacturera en ex- pansión (cf. De la Peña, 1980).

Industriales y terratenientes participan en las varias ferias internacionales de fines de siglo, como las de Chica­go, Nueva Orleans, San Antonio, Tennessee y París. Los productos enviados son agrícolas, vinos y tequila, y una multiplicidad de implementos manufacturados que inclu­yen aparatos telegráficos, conductores eléctricos y denta­duras postizas. N o existía, en esa etapa, la impresión de dependencia de la tecnología extranjera o sentimientos de inferioridad frente a la competencia nacional o extranje­ra. En estos registros aparecen empresarios norteamerica­nos que establecen una fábrica de galletas, una destilería

de whisky y una fundición de hierro. El ferrocarril tal vez sea la contribución más importante que esperaban las clases dominantes de Jalisco del gobierno federal. Pre­sionaron por la extensión del ferrocarril hasta Guadalaja- ra y a la costa del Pacífico, abriendo el litoral occidental mexicano al eje comercial tapatío. Los intereses diver­gentes entre Jalisco y el centro en torno al ferrocarril se hicieron obvios al establecerse tarifas de transporte. Es­tas se fijaron de modo tal que fuese barato enviar ma­nufacturas a Jalisco desde la ciudad de México, y ca­ro exportar manufacturas a ésta última.6

Las clases dominantes de Jalisco no tuvieron un lu­gar destacado en la revolución. Habían obtenido escasos beneficios del estado porfirista, vinculado a los intereses de los inversionistas extranjeros y a los grandes terrate­nientes y comerciantes del centro. Sin embargo, los in­tereses económicos de Jalisco tenían poco que ganar tra­tando de dominar en el estado. A diferencia, por ejem­plo, de los terratenientes de Sonora, los de Jalisco no n e­cesitaban ni el apoyo económico ni la intervención coer­citiva del Estado para fomentar sus empresas. De hecho, los años siguientes a la revolución mostraron las tenden­cias “aislacionistas” de la región. La Cristiada tuvo un apoyo amplio en la que es todavía un área muy católica.

El desarrollo del Estado mexicano destruyó finalmen­te la base para un desarrollo independiente de Jalisco. La reforma agraria avanzó en serio en los años treinta. La creación de los ejidos destruyó la base de poder de los viejos terratenientes. Involucró a los pueblos directamen­te en la política nacional. El PRI estableció ramas a nivel local y junto con los comisariados ejidales propor­cionó una línea de acceso a las agencias estatales. Se pu­so término a la dependencia exclusiva del terrateniente o comerciante local para obtener créditos o comercializar las cosechas. El poder se fragmentó en grupos antagónicos a nivel local que buscaban controlar el PRI o el comisa-

riado ejidal local, pero se articuló verticalmente vía agen­

cias gubernamentales regionales o nacionales. Las em­presas agrícolas de gran escala que se establecieron en es­te contexto tenían el carácter de enclaves. Alguno, co­mo el ingenio de Tamazula, se estableció con capital del sur de Jalisco y de Guadalajara; otros se hicieron con ca­pital nacional o internacional. Las condiciones de pro­ducción de estas empresas se hallan reguladas y protegi­das por el gobierno nacional. El gobierno ha estableci­do una gran fábrica de papel —Atenquique— con dere­chos sobre amplias áreas boscosas que pertenecen a los

pueblos circunvecinos. De este modo, la estructura agra­ria ya no se caracteriza por los encadenamientos horizon­tales extensivos del período anterior (cf. De la Peña et al., 1977).

Las clases dominantes de la región han concentrado sus inversiones en Guadalajara. La propiedad urbana es una fuente importante de inversión y comercio. La in­dustria local, sin embargo, ha declinado en vista de la concentración creciente de la inversión en el centro del país. La única industria floreciente —de capital local­es la del zapato. Ya en 1935, Jalisco tenía el 40% de Jos establecimientos de zapato del país, pero sólo el 21.5% del valor de la producción nacional. La industria se ba­sa en una multitud de pequeños talleres que operan a menudo en conexión con. un comerciante de Guadalaja­ra que compra la producción y adelanta el crédito. La producción es vendida al por menor en Guadalajara y lle­vada a los mercados regionales e incluso al mercado nacio­nal por pequeños comerciantes. El estancamiento económi­co de la economía agraria proporcionó un suministro abun­dante de mano de obra capacitada para la ciudad. Como resultado de esta multitud de pequeños talleres y capita­listas comerciantes, Jalisco controla ahora el 40.6% del valor de la producción nacional, y la fábrica de zapatos

más grande de América Latina —Canadá— se halla en Guadalajara (cf. Arias, 1980 b).

La industrialización reciente ha acentuado la depen­dencia de Jalisco respecto al centro. La política descen- tralizadora ha resultado en la creación de varias industrias grandes en Guadalajara y sus alrededores, el corredor in­dustrial de Jalisco. Estas industrias son, sin embargo, o bien enclaves económicos —importan la mayoría de sus insumos y exportan su producción— o fabrican solamen­te una parte del proceso, las otras partes se hacen fuera de Jalisco. Así, la mayoría de las industrias de gran es­cala en Guadalajara se hallan controladas desde México y operan bajo condiciones fiscales y de otro tipo regula­das por el gobierno federal. Existen también ocho plan­tas maquiladoras en la ciudad que emplean unos mil tra­bajadores. Estas plantas operan por concesión del go­bierno mexicano: importan y exportan el total de sus ma­terias primas y de la producción. Esta industrialización ha acarreado una cierta riqueza a Guadalajara que se ha extendido por la multitud de empresas de pequeña esca­la en la industria del zapato y el vestido, y por la concen­tración creciente de la población del área en la ciudad. Recientemente, sin embargo, el comercio se ha visto ame­nazado por compañías de ámbito nacional. Los grandes supermercados de capital foráneo —de Monterrey y !a ciudad de México— son conspicuos en toda la ciudad. Lo mismo sucede con los bancos.

Las clases dominantes de Guadalajara carecían del tipo de base productiva que les hubiera permitido resis­tir efectivamente incursiones del exterior. N o han po­dido ejercer influencia en el desarrollo estatal para cana­lizar recursos estatales efectivos en su beneficio. En este respecto, se comparan desfavorablemente con la élite re- giomontana (Vellinga, 1979: 71).

Guadalajara no ha prosperado tanto como la ciudad de México o Monterrey. En los índices de escasez de vi­

vienda, de ingreso y gasto promedio, Guadalajara sale peor parada que las otras dos. En aspectos menores, sin em­bargo, el Estado mexicano ha sostenido una identidad re­gional en Jalisco. Fondos del gobierno han sido utiliza­dos para crear pequeñas industrias en los pueblos del Sur de Jalisco, mientras que en los Altos —en el área de La­gos— se han fomentado empresas cooperativas. Las dos áreas son zonas de fuerte emigración, primero a la ciu­dad de México y ahora a Estados Unidos y Guadalajara. Buena parte de la emigración a Estados Unidos es circu­lar; los migrantes envían sus ahorros a la familia. M u­chos de los pequeños talleres de Guadalajara parecen ha­berse iniciado con capital generado durante la migración a Estados Unidos.

NOTAS.

1 Ejemplos recientes en antropología son los dos volúmenes edita­dos por Carol Smith (1976) Regional Analysis. Véase también Héctor Aguilar Gamín, La frontera nómada, para un análisis de las fuerzas regionales en Sonora en el período inmediatamente anterior a la revolución.

2 La discusión de Halperin (1963) sobre la expansión de la gana­dería en Argentina a principios del siglo XIX muestra la impor­tancia de los monopolios de tierras y jurisdiccionales de los te­rratenientes para desarrollar su economía frente a los comercian­tes locales y a la dificultad de supervisar las actividades de los gauchos.

3 Este contraste entre relaciones verticales y horizontales está to­mado de una ponencia de Procter (1979). Arguye, refiriéndose a datos británicos, sobre la necesidad de identificar sistemática­mente las características diferenciadoras de las ciudades y sus pa­trones de urbanización y de retener en el análisis la importancia de las fuerzas nacionales que estructuran el espacio económico y político local.

4 Véase el estudio de caso de la familia Mendoza en De la Peña (1979 b).

5 Alan Macfarlane (1978) argüiría que las condiciones para la ex­pansión del capitalismo ya se hallaban presentes en el siglo X II. Según él. Inglaterra no tenía un sistema feudal totalmente de­sarrollado. Muestra que la existencia de derechos individuales sobre la tierra, la alienación de la propiedad familiar, la movi­lidad residencial y el trabajo asalariado eran comunes en Ingla­terra desde el siglo X II.

6 Agradezco a Patricia Safa el haberme permitido utilizar el ma­terial recábado por ella en el Archivo Histórico de Jalisco.

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